IV.- El origen y el desenvolvimiento de las ciencias positivas desde la teoría del cierre categorial
1. Una concepción filosófica (gnoseológica) de la ciencia digna de este nombre ha de ofrecer criterios generales sobre el modo de tratar las cuestiones del origen y el desenvolvimiento de las ciencias positivas, que son las cuestiones consideradas por las disciplinas, cada vez más consolidadas, que conocemos como Historia de la Ciencia y como Sociología de la Ciencia, principalmente. También cabría establecer la recíproca: los diversos tratamientos y métodos de que son susceptibles la Historia y la Sociología de la Ciencia, así como muchos conceptos y distinciones que estas disciplinas necesitan utilizar (pongamos por caso: la distinción entre Historia interna e Historia externa de una ciencia, o bien la distinción entre Historia generalista e Historia particularizada) tienen que ver con diferentes concepciones de la ciencia. Podría decirse que los criterios que se adopten para delimitar, por ejemplo, qué va a entenderse por Historia externa y por Historia interna de la Física o de las Matemáticas, no son, salvo en la apariencia de casos extremos, meras decisiones «técnicas», filosóficamente neutras, sino que contienen implícita o ejercitativamente, una determinada filosofía de la ciencia. Determinar si Einstein leyó un texto de Mach en una edición de 1883 o en una reimpresión de 1897 puede ser una cuestión externa (irrelevante) para la historia de la teoría de la relatividad, pero no es una cuestión externa que Einstein leyese efectivamente ese texto. Que Poincaré descubriera la clave de las teoría de las funciones fuchsianas al bajar de un ómnibus puede ser una anécdota perteneciente a la Historia externa de la Matemática, pero entonces, ¿qué condiciones se necesitarán para que las circunstancias a través de las cuales, de hecho, se ha construido una parte importante de un campo científico, puedan ser consideradas internas? Newton vio (supongamos auténtica la anécdota falsa) una manzana cayendo del árbol, y la asociación de la manzana con la Luna habría desencadenado en él el primer esbozo de su teoría de la gravitación: ¿por qué sería externa o por qué sería interna esta anécdota para la Historia de la Física? ¿Pertenece a la Historia externa de la Geometría analítica el hecho de haber llegado a las manos de Descartes una traducción de los escritos de Papus? ¿Acaso hubiera Descartes desarrollado su Geometría si no hubiese leído a Papus? La circunstancia de que Priestley hubiera vivido cerca de una fábrica de cervezas, ¿corresponde a una Historia externa o a una Historia interna de la química del oxígeno? La invención de relojes mecánicos destinados a dar las horas de oración en los monasterios benedictinos medievales hizo posible la medición del tiempo en una forma imprescindible para el desarrollo de la Mecánica. ¿Corresponde el análisis de tal invención y de sus perfeccionamientos a la Historia interna de la Mecánica o sólo a su Historia externa? ¿Qué criterios hemos de utilizar para considerar internas o externas a la Historia de la Ciencia, a circunstancias que, en todo caso, se estiman necesarias para el desarrollo de la misma?
2. La idea central que queremos llevar al ánimo del lector es ésta: que la inclinación por un criterio, más bien que por otro, no es enteramente independiente de la concepción de la ciencia que se mantenga, y que es mera ingenuidad pretender (considerándose exento de cualquier compromiso gnoseológico) establecer una «línea divisoria objetiva» entre una Historia externa y una Historia interna de la ciencia o entre una Historia generalista y una Historia particularista. Recíprocamente, la concepción de la ciencia que se mantenga propiciará la inclinación a preferir determinados criterios, frente a otros; lo que demuestra de paso que no cabe disociar la Teoría de la ciencia de las cuestiones relativas a su Historia o Sociología, es decir, de las cuestiones que giran en torno al «origen y desenvolvimiento» de las ciencias.
Ateniéndonos a las cuatro grandes familias de teorías gnoseológicas de la ciencia que venimos distinguiendo, podremos constatar que, en efecto, las posiciones del descripcionismo ante la cuestión de qué sea lo interno o externo en Historia o en Sociología de la ciencia no son las mismas que las posiciones del teoreticismo; ni las del teoreticismo tendrían por qué ser similares a las del adecuacionismo o a las del materialismo gnoseológico. Simplificando al máximo, diremos que el descripcionismo y el adecuacionismo tenderán a ocupar, ante cuestiones de esta índole, posiciones relativamente vecinas y menos alejadas entre sí de lo que ambas lo están respecto de las posiciones correspondientes del teoreticismo o del constructivismo materialista.
3. En efecto: al otorgar un peso máximo (=1) a la materia de la ciencia, tanto el descripcionismo como el adecuacionismo (por lo que tienen de reconocimiento de la materia) se sitúan en disposición de interpretar como externo a la ciencia constituida a todo cuanto tenga que ver con las formas. Formas que, además, serían vistas como estructuras o superestructuras aportadas, en todo caso, por los sujetos, individualmente o grupalmente considerados. Tanto el adecuacionismo como el descripcionismo (aunque cada uno a su modo) propiciarán una distinción entre la ciencia, en sí misma considerada (en su materia, en sus sistema, en el fundamento de sus verdades) y el proceso de llegar a esas verdades, es decir, el proceso de su historia (entendida como historia del descubrimiento de la verdad y no como historia de la verdad). Sin duda, el descripcionismo podrá admitir, en algún sentido, la distinción entre una Historia externa de la ciencia -que comprende todo cuanto se relaciona con la historia de los sujetos o de las comunidades científicas- y una Historia interna. Bastaría admitir que existe un orden objetivo en los des-cubrimientos, un orden geométrico al cual habría de plegarse el orden histórico (el descubrimiento del teorema de Pitágoras sería anterior al descubrimiento de la geometría analítica).
Pero tanto el descripcionismo como el adecuacionismo tenderían constantemente a disociar, del modo más nítido que les sea posible, la verdad y la historia del descubrimiento (o del encubrimiento) de la verdad, la estructura y la génesis, el sistema y la historia, o -para decirlo con Reichenbach- los contextos de justificación y los contextos de descubrimiento científicos. En las situaciones extremas será la misma distinción entre Historia externa e Historia interna de la ciencia aquello que se manifestará como distinción superficial y capciosa, puesto que (se concluirá) cualquier historia habría de ser declarada externa al sistema científico (la expresión «Historia interna» llegará a verse como una expresión contradictoria, y la expresión «Historia externa» como una expresión redundante). La Historia de la ciencia (o la Sociología de la ciencia), siempre externa al sistema, no podría formar parte de la teoría gnoseológica de la ciencia. «La ciencia no tiene patria, aunque el científico (le savant) la tenga», decía Pasteur. De donde la necesidad de mantener a la Historia de la ciencia (o a la Sociología, o a la Psicología de la ciencia) fuera de la teoría de la ciencia, de la misma manera que la exposición sistemática de una ciencia ajustada a su orden propio (a su ordo doctrinae o, si se prefiere, a su «contexto de justificación»), deberá quedar, en todo caso, segregada del ordo inventionis, de los «contextos de descubrimiento». A lo sumo, algún contenido de estos contextos podrá ser mencionado a pie de página.
De hecho, teóricos de la ciencia de orientación descripcionista tan ilustres como Carnap o Hanson manifiestan su alejamiento por todo cuanto tenga que ver con la Historia o con la Sociología de la ciencia. Otro tanto podría decirse de los adecuacionistas. Si se supone que los Principia de Newton ofrecen el «sistema verdadero del mundo astronómico real» y, por tanto, que la norma de tales principios está impuesta por la realidad astronómica misma (como si los Principia hubieran venido del cielo, revelados por el propio Dios al genio de Newton) entonces la historia de los Principia tendrá que aparecer como externa y accidental a un sistema que se ofrece como organizado autónomamente en función de su propio campo. Sólo desde el supuesto de esa autonomía es explicable el impacto que causó la comunicación de Boris Hessen al Congreso Internacional de Historia de la Ciencia y de la Tecnología celebrado en Londres en 1931, en la que planteó la necesidad de explorar las «raíces sociales y económicas» de los Principia de Newton. Hessen hizo caer en la cuenta a quienes veían los Principia de Newton como una estructura sistemática intemporal y autónoma, que esta obra fundacional reflejaba el «estado del mundo» en ebullición propio del capitalismo moderno.
4. El teoreticismo (y, en parte, el adecuacionismo, en cuanto representa un reconocimiento expreso de la función de la forma) podría incorporar un volumen de elementos históricos o sociológicos que se dan en los contextos de descubrimiento mucho mayor del que puede incorporar el descripcionismo. Se comprende que al entender a las teorías científicas como «organismos» cuya estructura se moldea con independencia de la «realidad», la distinción entre «contextos de descubrimiento» y «contextos de justificación» tendrá que ser replanteada. Propiamente no cabría hablar ahora de «justificación», al menos en un sentido positivo (se hablará de no-falsación y, a lo sumo, de coherencia); ni tampoco cabría hablar de «contextos de descubrimiento», porque el desarrollo de las ciencias habrá que interpretarlo más a la luz de la idea de «invención», incluso de creación poética o musical, que a la luz de la idea de descubrimiento. Las teorías científicas podrán transformarse las unas en las otras, o dejar paso a teorías o a paradigmas de nueva creación, sin apenas conexión con los anteriores. Por tanto, la sucesión de teorías o de paradigmas, dentro de una misma ciencia, agradecerá, cuando se la considera desde las coordenadas del teoreticismo, antes un tratamiento histórico o sociológico que un tratamiento lógico-sistemático, tan sólo posible en algunos intervalos de la construcción.
La obra de Kuhn y de sus continuadores demuestra la viabilidad de los caminos que el teoreticismo abrió a la Historia y a la Sociología de las ciencias. No se tratará ahora de poner notas históricas, psicológicas o sociológicas «a pie de página», porque la Historia o la Sociología de la ciencia pueden comenzar a cobrar un sentido genuinamente «interno». Ahora bien, es evidente que este cambio de perspectiva gnoseológica ante la Historia y la Sociología de las ciencias sólo consigue su fertilidad a condición de renunciar a las cuestiones de «justificación gnoseológica» de las ciencias. En alguna medida podría afirmarse que la incorporación masiva a las teorías gnoseológicas de la ciencia de materiales históricos y sociológicos se consigue a costa de reducir las ciencias mismas a sus contextos de descubrimiento (entendidos, es verdad, como «contextos de creación»). Es decir, a costa de reducir las ciencias a la condición de «formaciones culturales», desconectadas de la verdad. (En esta reducción reside precisamente su valor crítico.) Por otra parte, la reconstrucción histórica y sociológica de una ciencia, desde las coordenadas del teoreticismo, según sus diferentes variedades, puede conseguir dar significado gnoseológico a muchos procesos y contenidos que el descripcionismo o el adecuacionismo no son capaces de percibir. Pero la línea de frontera a partir de la cual puede determinarse en qué momento la reconstrucción histórica o sociológica comienza a tener significado gnoseológico, permanece borrosa, o simplemente es inexistente. En realidad, la teoría de la ciencia se convierte en historia de la ciencia o en sociología de la ciencia.
5. La teoría del cierre categorial no permanece muda ante los materiales históricos, sociológicos o psicológicos que tienen que ver con el proceso de construcción de las ciencias. Por el contrario, tiene mucho que decir en relación con todos estos materiales y con los diferentes modos alternativos de organizarlos con pretensiones gnoseológicas.
Ante todo, la concepción materialista de la ciencia permite llevar a cabo la necesaria re-fundición de las más importantes alternativas (o disyuntivas) en las cuales podemos considerar prisionero al pensamiento gnoseológico habitual. Me refiero (sin olvidar la alternativa de la que ya hemos hablado: Historia interna/Historia externa) a opciones tales como la tantas veces mencionada de Reichenbach, a saber, la alternativa entre los «contextos de descubrimiento» y los «contextos de justificación». Hay varias alternativas muy próximas a la que Reichenbach estableció: origen o validez de las teorías, génesis y estructura, historia y sistema, o incluso la oposición tradicional escolástica entre un ordo inventionis y un ordo doctrinae. Estas diversas oposiciones, que se solapan unas a otras, aunque no puedan considerarse ni mucho menos como equivalentes, distorsionan gravemente el análisis de las relaciones efectivas entre el proceso y la estructura de las ciencias positivas, tal como se exponen en la teoría del cierre categorial.
Desde la perspectiva del materialismo gnoseológico, en efecto, la distinción entre contextos de descubrimiento y contextos de justificación, tal como suele ser utilizada (por ejemplo, cuando se sobrentiende que el análisis de las teorías científicas en contextos de descubrimiento ha de preceder «obviamente» al análisis de estas mismas teorías en contextos de justificación) es una distinción, por lo menos, ambigua. Pues es evidente que un contexto de descubrimiento puede entenderse tanto desde coordenadas estrictamente psicológicas (extragnoseológicas y externas, en general, a todo contexto de justificación, como cuando se menciona el culebrón que Kekulé vio en su chimenea prefigurando sus anillos bencénicos), pero también desde coordenadas gnoseológicas. En este caso, ya no es tan fácil disociar el contexto de descubrimiento de los contextos de justificación. ¿Cómo podemos hablar de descubrimiento y, por tanto, de contextos de descubrimiento, al margen de su justificación?
Tenemos que reconocer que sólo si el descubrimiento ha sido ya justificado podrá propiamente llamarse descubrimiento. Este reconocimiento nos obligará a invertir el orden «natural» («primero el descubrimiento de la verdad, después su justificación») y, por tanto, a admitir que el descubrimiento sólo tiene un sentido retrospectivo respecto de su justificación, y que solamente desde ella puede alcanzar su significado gnoseológico. Hace un siglo se habló mucho del «descubrimiento» de los canales de Marte: las observaciones que Schiaparelli llevó a cabo durante los años 1882 y 1888 le llevaron a anunciar la existencia en el planeta Marte de unos canales rectilíneos, algunos de los cuales se desdoblaban en riguroso paralelismo. El «descubrimiento» se interpretó, desde luego, como prueba evidente de que seres inteligentes, habitantes de Marte, habían abierto una red de canales con el fin de encauzar las aguas de supuestos lagos y corrientes del planeta rojo que también habrían sido descubiertos. Pero, ¿podremos hoy mantener tal denominación, podremos seguir hablando hoy de los descubrimientos de Schiaparelli? Hoy sabemos que los referidos canales eran sólo ilusiones ópticas, «artefactos», y que los ríos y lagos marcianos eran también «inventos». ¿Cómo hablar, por tanto, de descubrimientos, salvo poner entre comillas el término? Sólo en el caso de que ulteriormente hubieran sido confirmados («justificados») los mapas de Schiaparelli cabría llamar «descubrimientos» a sus «observaciones interpretadas». Como la condición no se ha dado, hablamos hoy de las «ilusiones» o de los «artefactos» de Schiaparelli, pero no de sus descubrimientos. Tampoco una predicción o un propósito pueden llamarse verdaderos antes de que sean satisfechos. La atribución de la verdad a la predicción o al propósito, en el momento de ser formulados, carece de sentido. Sólo puede alcanzarlo retrospectivamente, precisamente cuando la proposición ya no es predicción o propósito: «Mañana iré al Odeón» no puede considerarse hoy como una verdad; y si el propósito se realiza, desaparecería el hoy que habría de soportar la verdad retrospectiva.
No es posible hacer una Historia gnoseológica de la ciencia más que desde la ciencia ya constituida (o justificada). Para las construcciones científicas, en particular, las «justificaciones» de un mismo teorema llevadas a cabo desde plataformas cada vez más complejas, se superponen las unas a las otras. Por ello, la Historia de una ciencia habrá de hacerse desde la perspectiva que esa ciencia haya alcanzado en sus penúltimos o en sus últimos estadios de desarrollo. No constituye un anacronismo hacer la historia de los Elementos de Euclides desde la perspectiva de las geometrías no euclidianas, o, lo que es lo mismo (para quien insista en considerar tal perspectiva como anacrónica), sólo anacrónicamente es posible escribir la Historia de la ciencia.
Será externo, por tanto, en la Historia de una ciencia, todo aquello que forme parte de otras categorías, más que de la propia categoría considerada. Esto es tanto como decir que la Historia gnoseológica de la ciencia es, en primera instancia, Historia particular (no generalista). No negamos con esto un sentido a una Historia general de la ciencia; tan sólo se lo atribuimos en segunda instancia. En general, consideraremos externo todo contenido de la historia (o de la psicología, o de la sociología) de las ciencias que no pueda ser incorporado al cierre categorial de la ciencia de referencia. Este criterio es muy útil para dirimir cuestiones de frontera con las cuales la Historia de las ciencias no tiene más remedio que enfrentarse constantemente. ¿Donde comienza la historia de la Química? ¿Acaso los alquimistas no colaboraron ya ampliamente en la organización de su campo? ¿No habría que incluirlos, por tanto, en la historia interna de la Química? Y antes aun, los metalúrgicos de la edad de los metales, ¿no deben también mencionarse como episodios internos de la historia de la Química? Así lo hacen algunos, como John D. Bernal, y con razón, hasta no disponer de algún criterio restrictivo adecuado.
He aquí el criterio que se deriva de la teoría del cierre categorial: no será posible hablar de «ciencia química» hasta que su campo no haya sido organizado a la misma «escala» de los términos, relaciones y operaciones que condujeron a sus primeros procesos de cierre. Los metalúrgicos del bronce, o los alquimistas, trabajaron en «campos reales», pero que formalmente (gnoseológicamente) no estaban «organizados químicamente». ¿Y como podrían estarlo antes de que los elementos químicos, algunos al menos, hubieran sido identificados? Esto no ocurre hasta el siglo XVIII y principios del XIX: el oxígeno, el hidrógeno, el nitrógeno, el silicio, el circonio, el sodio¼ no fueron «recortados» antes de Priestley, de Lavoisier, de Berzelius o de Davy. Todo lo que precede no podría, por tanto, considerarse como contenido de la Historia interna de la Química. A lo sumo, podrán considerarse como contenidos de su prehistoria. La Historia de las técnicas que preceden a la constitución de una ciencia tampoco podrá, según el mismo criterio, confundirse con una Historia interna de esa misma ciencia. Otra cosa habrá que decir de las tecnologías que, surgidas en el seno de un cuerpo científico «en marcha», han hecho posible la constitución de nuevos contextos determinados. Por ejemplo, los tubos de vacío, que implican el control tecnológico de la energía eléctrica, pertenecen a la Historia interna de la Física nuclear, pues es por su mediación como pudieron ser «manipulados» los rayos X y los primeros fenómenos radiactivos.
Muy confusa es también la opción, tantas veces propuesta, entre Historia y Sistema, o entre orden histórico y orden sistemático, cuando se sobreentiende que el orden histórico permanece fuera del orden sistemático (lo que llevará a entender, a su vez, a la Historia de la ciencia como externa a una ciencia identificada con el sistema). Pero «orden histórico» es un concepto muy ambiguo que no cabe aclarar hasta que no se determine la escala de los términos ordenados. Sin duda, a una cierta escala (anual, biográfica, por ejemplo) la ordenación histórica de los acontecimientos puede ser externa al cuerpo de una ciencia. Sin embargo, cuando pasamos a utilizar una escala secular, la ordenación histórica podrá alcanzar un significado interno (es imposible que el modelo del átomo de Bohr hubiera sido formulado en el siglo XVIII, ni siquiera en el siglo XIX). Una ordenación de las diversas capas del cuerpo de una ciencia que atienda a las funciones imprescindibles que algunas de esas capas hayan podido desempeñar para que, sobre ellas, puedan haberse constituido otras capas del mismo cuerpo (y ello aun cuando, una vez consolidadas y adquiridos nuevos apoyos, las nuevas capas puedan prescindir de aquellas que le sirvieron de base) podría ser denominada «ordenación arquitectónica» de las capas científicas. Ahora bien, ¿cómo disponer el orden histórico en contra del orden arquitectónico? Luego el orden histórico, en cuanto intersecta con un orden arquitectónico, es interno a la ciencia. Y, sin embargo, no por ser interno a la ciencia, el orden histórico-arquitectónico ha de identificarse con el orden sistemático, en general, puesto que son posibles diversos modos de «sistematización doctrinal». Algunos de estos modos sistemáticos, incluso los más rigurosos (no los meramente didácticos), los modos axiomáticos, por ejemplo, no siempre son superponibles al orden arquitectónico; a veces, incluso los subvierten. Hay un orden arquitectónico en el desarrollo de la Física atómica en virtud del cual los fenómenos espectroscópicos (rayas coloreadas del sodio, hidrógeno¼ ) han de organizarse, en primer lugar, para que, sobre ellas, pueda constituirse la capa estructural (o esencial) que corresponde a la ciencia de los orbitales electrónicos; desde esta capa estructural, ¿cabrá segregar a los colores espectroscópicos iniciales como meros contenidos psicológicos, exteriores a la Física atómica, por decisivos que ellos hubieran sido en el «contexto de descubrimiento»? No, porque estos colores espectroscópicos siguen reclamando un lugar interno en el cuerpo de la Física atómica, a título de fenómenos. Otro ejemplo: hay un orden arquitectónico evidente entre el teorema de Pitágoras, construido sobre un triángulo rectángulo isósceles, y el teorema extendido a los triángulos rectángulos escalenos; hay también un orden arquitectónico, aun más necesario, entre el teorema pitagórico generalizado a los triángulos rectángulos (a²=b²+c²) y su extensión (transyección) a triángulos no rectángulos, mediante el teorema a²=b²+c²-2ab cos ß (que contiene a los triángulos rectángulos como una modulación específica suya, para el caso de ß=90º). No podrá decirse, en este caso, que el teorema generalizado haya podido segregar al teorema clásico, que sigue sirviendo de soporte arquitectónico. Sin perjuicio de lo cual, y en virtud de una dialéctica característica, el orden sistemático, entendido ahora como ordenación de lo más general a lo menos general, se mantiene también intacto, aunque sea un orden absurdo desde un punto de vista histórico. No es menos problemática la situación que, en la Historia de la mecánica, se suscita a propósito de las leyes de Kepler, en sus relaciones con las leyes de Newton. Según el orden histórico es evidente que las leyes de Kepler antecedieron a los Principia de Newton. Pero este orden histórico, ¿tiene también un significado arquitectónico (no meramente axiomático formal)? Es frecuente presentar a los Principia de Newton como una sistematización de orden superior tal que, desde ella, las leyes de Kepler se deducen como corolarios suyos. Pero esta sistematización, ¿no es meramente abstracta-formal?, ¿logra segregar el orden histórico, o bien esto es imposible, puesto que en este orden histórico está actuando un componente arquitectónico (sólo a partir de las leyes de Kepler pueden ser probadas las leyes de Newton)? Los mismos problemas se reproducen cuando los Principia de Newton son reexpuestos en sistematizaciones más potentes reorganizadas en torno al «principio de Hamilton». ¿Cabe «arrojar» a la Historia externa de la Dinámica, como episodios segregables de su sistema cerrado, no sólo a la obra de Kepler sino también a la de Newton?
Sean suficientes estas menciones para sugerir hasta que punto la teoría del cierre categorial propicia la posibilidad de tratar el desarrollo de los cuerpos científicos de suerte que en ellos puedan reconocerse ordenes históricos internos, arquitectónicos, sin perjuicio de la posibilidad de organizar esos cuerpos según otras diferentes líneas sistemáticas. En ningún caso, sin embargo, el desarrollo histórico de un cuerpo científico, aunque sea interno, tiene por qué entenderse como un desarrollo lineal y uniforme. Tampoco hay razones para mantener la perspectiva de una historia aleatoria e irregular. El desenvolvimiento histórico de un cuerpo científico categorial, a partir de un estadio determinado, se ajusta a un orden y a un ritmo que no dependen exclusivamente de sus estadios precedentes, pero que tampoco tendrá por qué entenderse como una sucesión de fases meramente empíricas, o determinadas por circunstancias sociales (los consensos de los paradigmas). Por de pronto habrá que atenerse al orden arquitectónico. Ahora bien, los «puntos de cristalización» pueden aparecer en lugares diferentes del campo categorial, y los estímulos para esta cristalización no siempre son internos al cuerpo que consideramos en proceso de desenvolvimiento. Intereses tecnológicos o militares, intereses grupales o personales, determinados, a su vez, en un contexto social y cultural poblado por «nebulosas ideológicas» (pongamos por caso, la «nebulosa creacionista» judeo cristiano, respecto de la Física moderna), explican la variedad de lugares del campo en los que pueden determinarse esos «puntos de cristalización». En torno a esos puntos las ciencias pueden crecer en el seno mismo de esas nebulosas ideológicas que los envuelven, sin necesidad de un previo «corte epistemológico» con ellas.
¿Se dirá entonces que la historia de una ciencia está determinada desde su entorno social o cultural y que sus líneas de desenvolvimiento sólo son un reflejo de ese entorno social y cultural (lo que autorizaría a hablar, con sentido gnoseológico, por ejemplo, tanto de «ciencia alemana» como de «ciencia romántica» o de «ciencia barroca»)? El materialismo gnoseológico ofrece algunos criterios para enjuiciar tan difíciles preguntas. Ante todo, y puesto que él no presupone (como el adecuacionismo o el descripcionismo) un orden objetivo previamente dado a la ciencia misma, no tendrá tampoco por qué considerar el orden histórico efectivo como si fuera, por serlo, aleatorio. Por de pronto el orden histórico es un orden tal real y tan «legítimo» como cualquier otro; ni siquiera cabrá calificar a sus ritmos como atrasos o como adelantos (salvo que tomemos términos de referencia más o menos arbitrarios). Tampoco será necesario conceptuar el desarrollo histórico de un cuerpo científico como un mero resultado del azar de la acción de estímulos exteriores al propio cuerpo. Los cuerpos de las ciencias hay que suponerlos organizados a partir de ciertas estructuras capaces de «filtrar» los estímulos del entorno. Por ello, estos estímulos no podrán considerarse siempre como enteramente externos, desde el momento en que suponemos que han de ser asimilados y coordenados desde el interior del cuerpo científico. Por otro lado, los cuerpos científicos desarrollarán mecanismos capaces de entretejerse con otros sistemas procedentes de otros puntos de cristalización (a su vez determinados por estímulos del entorno). Y así como carece de sentido hablar, por ejemplo, de «ciencia maya» o de «ciencia egipcio-faraónica», puede tener sentido reconocer que un cuerpo científico dado haya sido determinado por un entorno social y cultural preciso (la «matemática barroca»), sin perjuicio de que ese cuerpo científico pueda universalizarse, no tanto por segregación o desbordamiento de ese entorno (como si se hubiera encontrado una puerta que daría el acceso a un mundo transfísico) sino por universalización (por imposición a los demás) del entorno mismo.
Desde el materialismo gnoseológico alcanza también un significado peculiar la situación que, en el presente, corresponde desempeñar a algunos cuerpos científicos. Mientras que en la Antigüedad o en la Edad Media las ciencias positivas (salvo la Geometría y parte de la Astronomía geométrica) representaban muy poco en el conjunto de la estructura social y cultural, en la Época moderna el desarrollo de las ciencias (al menos de algunas) ha tenido lugar en su confluencia con la revolución industrial y demográfica. Las relaciones de las ciencias positivas con su entorno han cambiado en puntos decisivos. Ha aparecido la «gran ciencia», grande por el volumen de sus recursos, de sus servidores, de sus instalaciones y, por tanto, de su dependencia de su entorno económico, social y político. Los cuerpos de las ciencias y, en particular, la investigación científica, se nos muestran ahora entretejidos con las raíces mismas del desarrollo tecnológico y social (concepto de I+D); el sabio tradicional se transformará en hombre de ciencia, es decir, en miembro de un equipo de investigación. Las interacciones entre las diferentes ciencias experimentarán un fuerte incremento («investigaciones interdisciplinares»).
Pero la novedad de esta situación (a partir, sobre todo, de la segunda mitad del siglo que termina) no autoriza a considerar abolidas o borradas las categorías, figuras e interacciones que reconocemos como características de los cuerpos científicos. La interdisciplinariedad no borra las distancias categoriales ni lleva al proceso de reabsorción de algunas ciencias en el seno de otras. Simplemente ocurre que los «hombres de ciencia» han de desplegar conductas más versátiles en lo concerniente a sus adaptaciones (parciales siempre) a los procedimientos característicos de otras disciplinas. La interacción entre comunidades científicas asignables a diversas categorías, aunque aumenta la masa inercial de los cuerpos de las ciencias interactuantes y, en consecuencia, el grado de su autonomía respecto de los respectivos entornos exteriores, sin embargo no por ello conduce a la situación de una «ciencia global» liberada de cualquier presión exógena significativa (política, cultural, sociológica) y entregada a su propio ritmo.