16.
El ensayo general
El día siguiente era lunes, 26 de febrero. Según pude saber por Oscar, era el día de San Porfirio. Mi amigo llegó temprano al Théâtre La Grange vestido con un traje de tweed, violeta y con un ejemplar de la vida del santo en la mano. Me encontró solo en el camerino de La Grange, sentado en la tumbona y lustrando los zapatos del gran hombre.
—Tú no sabes leer griego, ¿verdad, Robert? —preguntó a modo de saludo, agitando el libro en el aire—. Deberé entonces traducirte esto. Se trata del retrato más maravillosamente fantástico del paganismo en la antigüedad. ¡El París de finales del siglo diecinueve no tiene nada que envidiar a la Gaza de principios del quinto!
—Te veo muy en forma esta mañana —observé, apartando los ojos de mis labores.
—¡Necesito estarlo! —declaró, dejando el libro encima del tocador de La Grange y buscando la pitillera en sus bolsillos—. Tengo una «cita de negocios» con el señor Marais a las diez. Cuando un hombre te propone una reunión para hablar de negocios, no hay duda de que, sea cual sea el resultado final, en ningún caso será ventajoso. —Se colocó un cigarrillo entre los labios y encendió una cerilla al tiempo que cerraba los ojos y aspiraba los sulfurosos vapores—. No quiero dinero —prosiguió—. Sólo aquellos que pagan sus facturas quieren dinero, y yo jamás pago las mías.
—Muy divertido, Oscar —dije—. Sin duda estás en forma.
—Gracias, Robert. —Me ofreció una modesta inclinación de cabeza y, volviéndose hacia el espejo de cuerpo entero situado junto al tocador, estudió en él su reflejo—. Aunque no me importa el dinero, sé que al señor Marais sí le importa, y mucho. Creo que lleva años estafando a La Grange.
Le miré sin ocultar mi sorpresa.
—¿Por qué? ¿Cómo? Marais parece estar consagrado a La Grange.
—¿Que por qué? Porque es sordo y odia al mundo por ello. Y no le culpo. ¿Cómo, preguntas? Mediante el viejo método que tanto adoran los encargados de taquilla de todos los teatros del mundo. ¿No te has dado cuenta acaso de que hay treinta y cuatro filas de asientos en la sala de este teatro?
—¿Ah, sí?
—Sí. Sin embargo, en el plano del teatro que Marais repasa todos los sábados por la noche con el señor La Grange hay solo treinta y tres. Marais se reserva íntegramente los ingresos de la fila invisible.
—Qué extraordinario.
—Y qué simple. Marais es un ladrón. Eso mismo le dije durante nuestra última «reunión de negocios». Le dije que podía robar a su jefe y salir airoso de ello, pero que no iba a hacer lo mismo conmigo.
Me reí.
—¿Y cómo pensaba robarte a ti, Oscar?
—Me ofreció el equivalente a cien libras por mi trabajo sobre la traducción de Hamlet. Le dije que La Grange me había ya prometido el doble de esa cantidad.
—¿Y era cierto?
—No, pero podría haberlo sido. Marais me pagará una cantidad y dirá a La Grange que me ha pagado otra… para embolsarse la diferencia.
—Eso es escandaloso, Oscar.
—Así son los negocios, Robert. Pero estoy decidido a no dejarme avasallar. Los traductores bien merecen el sueldo que cobran. Quiero el doble de lo que me ofreció en nuestra primera reunión, y no porque me importe el dinero, sino porque soy un hombre de principios —declaró, tirándose del chaleco y estudiando el corte de su traje nuevo con visible satisfacción antes de sacarse el reloj del bolsillo—. ¿Por qué has venido tan temprano, Robert? —preguntó—. El ensayo general no da comienzo hasta las doce. —Con una sonrisa afectada, se volvió de espaldas al espejo y me miró—. ¿Esperas acaso ver a la señorita de la Tourbillon antes de que lo haga Eddie Garstrang y ofrecerle una cita en el «club» de la calle de la Pierre Levée?
—No seas absurdo, Oscar. Estoy aquí preparando el vestuario de La Grange.
—Por supuesto, mi querido muchacho. Pero he visto al llegar que habías dejado entreabierta la puerta del camerino. ¿Quizá por si cierta joven dama pasaba casualmente por delante?
—Todavía la amo, Oscar —declaré con solemnidad—. Y la deseo aún, aunque reconozco que algo ha cambiado.
—¿Ah, sí? —inquirió mi amigo, guardándose el reloj de bolsillo en el chaleco—. ¿Desde cuándo?
—Desde que la vi con Garstrang el sábado por la noche. Y desde que ayer oí a La Grange hablar de ella como lo hizo.
Oscar me sonrió y recuperó del tocador su ejemplar de La vida de san Porfirio.
—Al menos en un punto coincidimos los hombres y las mujeres —afirmó—. Ambos desconfían de las mujeres. —Me reí y mi amigo me puso la mano en el hombro—. Dicho esto, mon brave, eres joven. Si tienes la oportunidad, disfruta de la dama. Todos los jóvenes de veintiún años deberían disfrutar de las atenciones de una hermosa amante de treinta. —Agitó su libro hacia mí mientras se dirigía hacia la puerta—. Aunque, hagas lo que hagas en el delicioso nido de amor del señor La Grange, estoy convencido de que no será comparable con las peripecias que tenían lugar en el Templo de Afrodita antes de la aparición de san Porfirio.
El pequeño carillón del aparador empezó a dar la hora. Oscar se marchó.
—Dejaré la puerta abierta —canturreó alegremente.
Le vi desaparecer por el espejo de cuerpo entero. La oficina de Marais era una habitación inhóspita y desprovista de ventanas, oculta en las entrañas del edificio. Para llegar a ella había que cruzar el escenario y bajar por una estrecha escalera de piedra situada en el rincón interior de la escena, delante del camerino de La Grange. Observé, divertido, en el espejo el pausado avance de Oscar por el escenario. Aunque había salido del camerino muy seguro de sí mismo y caminando con paso alegre, de pronto (ya fuera debido a la lobreguez que impregnaba la oscuridad o quizás a un mal presagio relacionado con la reunión a la que se dirigía), le vi titubear. Cuando a punto estaba de gritarle una irónica palabra de ánimo, oí un sonido curioso y distante, y vi que Oscar alzaba los ojos, visiblemente alarmado. De pronto, mi amigo soltó un grito de espanto y se arrojó al suelo. En cuanto cayó boca abajo sobre el escenario, un inmenso lastre (un saco cuadrado y negro relleno de hierro y arena) se estrelló a un centímetro escaso de su cabeza.
Arrojé al suelo los zapatos de La Grange y corrí de inmediato en ayuda de mi amigo. Al llegar a su lado, vi emerger de la oscuridad a dos tramoyistas que echaron a correr hacia él. Juntos, ayudamos a Oscar a levantarse.
—¿Cómo estás? —pregunté.
—Vivo —fue su respuesta. Con manos temblorosas empezó de inmediato a sacudirse el polvo de la chaqueta y de los pantalones de tweed. Los tramoyistas se cubrieron los ojos con las manos a modo de visera para estudiar con atención el peine del teatro.
—Qué curioso —dijo uno.
—Ya ha ocurrido antes —declaró una voz procedente de bastidores. Era Carlos Branco, que estaba de pie a un lado del escenario. Iba vestido con una armadura y llevaba un yelmo en las manos.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Oscar.
—La temporada pasada —respondió Branco, acercándose a nosotros con una sonrisa en los labios—. Estábamos representando Don Quijote y a La Grange se le ocurrió que mi Sancho Panza no daba la talla. —El anciano actor alzó la mirada hacia el peine—. El gran La Grange es un auténtico tirano.
—Ah —murmuró Oscar, cuyas manos seguían temblando—. Bromea usted.
Branco le rodeó el hombro con el brazo.
—Ha sido un accidente, amigo mío. Estas cosas ocurren todo el tiempo en el teatro.
—¿Cómo se accede a la galería del peine? —preguntó Oscar volviéndose hacia bastidores.
—Por una escalerilla que hay detrás del escenario —dijo el actor—. Es la única forma.
El más joven de los tramoyistas (un muchacho de apenas dieciséis o diecisiete años) corrió apresuradamente hacia el fondo del escenario y desapareció tras un decorado.
—Aquí no hay nadie —gritó.
El otro tramoyista (un hombre mayor de rostro enrojecido y arqueado bigote negro) seguía con los ojos fijos en el peine.
—Allí arriba no hay nadie. El peso debe de haber cedido desde el amarre. Estaba mal sujeto.
—¿Está usted bien, Oscar? —preguntó Carlos Branco, estrechándole el hombro.
—Estoy vivo —repitió Oscar—. Gracias.
Los dos tramoyistas soltaron un gruñido, asintieron con la cabeza hacia Carlos Branco y recogieron el saco, cuyo peso debía de ser considerable: ambos hombres se las vieron y desearon para cargar con él hasta bastidores. Oscar inspiró hondo y recogió su libro del suelo. Mostró la portada a Carlos Branco.
—San Porfirio nos enseña a no creer en los malos augurios. Él mismo tuvo que enfrentarse a la insidia de la superstición. —Alzó los ojos hacia el peine vacío y, visiblemente turbado, se volvió luego a mirar a Branco y a mí—. Estoy nervioso, amigos míos, lo reconozco. Muere un perro. Después un negro es asesinado, y ahora un irlandés está a punto de perder la vida.
Carlos Branco saludó el comentario con una risotada.
—¿Cree usted acaso que hay entre nosotros un asesino que avanza lentamente por el reino animal?
—Ha sido un accidente, Oscar… ¿No te parece? —dije.
—Sí, Robert, seguramente —respondió, soplando el polvo que cubría la portada de su libro—. Ahora, les ruego que me disculpen, caballeros. Debo asistir a una reunión. Llegaré con retraso y el señor Marais jugará con ventaja.
El ensayo general de Hamlet (el primero de una serie de ensayos con vestuario que se alargarían durante una semana entera) debía dar comienzo a mediodía. A las diez, los bastidores del Théâtre La Grange estaban desiertos. Hacia las once y media, el escenario y sus inmediaciones estaban abarrotados de garbosos actores y actrices: vestidos y desvestidos en alguna medida y en su mayoría rozando la histeria. Muchos se probaban sus trajes y vestidos por vez primera, y la gran mayoría se mostraban volublemente insatisfechos con el color, el corte, la tela, la terminación, la caída o la conservación de su atuendo. Aunque la producción de Hamlet era nueva, el vestuario y los accesorios no lo eran. Bernard La Grange, príncipe de Dinamarca, protestó porque, según su opinión, su peluca era «grotesca» —«irrisoria, ridícula y digna del mayor desprecio»—. ¡Y anunció que bajo ningún concepto iba a dejarse ver con rizos rubios! Maman, a cargo de las pelucas y del vestuario de la Compagnie La Grange desde tiempos inmemoriales, le explicó que la peluca había hecho un gran servicio a su padre y a su abuelo. Carlos Branco, que encarnaría al fantasma del padre de Hamlet y a Polonio, mostraba su desprecio hacia la armadura de exageradas dimensiones que le había tocado en suerte, desfilando por las murallas del castillo de Elsinor abriendo y cerrando la visera del yelmo como si fuera las mandíbulas de un furioso caimán.
Edmond La Grange llegó con Agnès del brazo y radiante de alegría —un ensayo general era para él motivo de la más pura felicidad—, pues conocía bien su atuendo: lo había llevado al encarnar a Yago en Otelo y a Edmund Kean en la famosa obra de Dumas père. (Sarah Bernhardt había sido la actriz protagonista en ambas ocasiones). Agnès tampoco se quejó de su vestido. Llevaba una sencilla pieza blanca, ribeteada y decorada con lazos de azul aciano: se trataba de un vestido que Maman había lucido por primera vez hacía sesenta años. La muchacha parecía serena y mucho más calmada que la última vez que la había visto al término de nuestra velada en Le Chat Noir. Llevaba unas flores —un ramo de lilas blancas— con el que pretendía adornar el camerino de su padre.
Cuando terminé de vestir a La Grange, me enviaron a ofrecer mi ayuda a Maman. Mientras la buscaba, me encontré cara a cara entre bastidores con Gabrielle de la Tourbillon. Era la primera vez que la veía desde que Edmond La Grange había dicho que Garstrang y yo podíamos «compartir» a su amante. Era también la primera vez desde que ella me había puesto la mano en la pierna en Le Chat Noir y la había visto más tarde abrazar a Garstrang en el pasillo del apartamento. Parecía cambiada. Vieja. Vio la confusión en mis ojos.
—Lo sé —dijo—. Resulta desconcertante. No me reconoce, ¿verdad, Robert? Es el maquillaje. Y el embonpoint. Gertrudis es madre. Y una madre tiene pechos.
A mediodía, el director del teatro cruzó los bastidores y el escenario haciendo sonar una campanilla. Despacio, la compañía empezó a recobrar el orden: los actores volvieron al escenario y ocuparon sus puestos alrededor de las murallas por orden de antigüedad; los tramoyistas y las costureras se colocaron en el borde de bambalinas. Nadie indicó a nadie dónde debía ponerse: todos parecían conocer por instinto su lugar. Los actores principales —Hamlet, Ofelia, Gertrudis, Polonio— se congregaron en el centro del escenario. Inmediatamente detrás de ellos se colocaron Horacio y Laertes, con Osric, Rosencrantz y Guildenstern justo al otro lado. Bernardo, Marcelo, Reinaldo y Fortimbrás formaron una fila al fondo a la derecha; los actores que llegan a palacio para encamar al rey y a la reina y los enterradores formaron otra al fondo y a la izquierda. El embajador inglés y el capitán noruego se situaron en las almenas en compañía de los nobles señores y las damas, los curas y los cómicos, dispuestos a ambos lados de ellos.
Cuando todos ocuparon por fin su lugar, Edmond La Grange entró al escenario en compañía de Oscar Wilde y de Richard Marais. Éste llevaba en la mano un taburete de madera que colocó en el centro del escenario, delante de las candilejas. Con la ayuda de Oscar, La Grange subió al taburete para dirigirse a sus tropas. Les sonrió con benevolencia.
—Buenas tardes, damas y caballeros. Estamos a punto de representar una obra que pocas igualan, en una versión sin parangón. Podemos dar las gracias por ello a Oscar Wilde. —Mi amigo inclinó la cabeza al tiempo que la compañía aplaudía—. Éste es nuestro primer ensayo general —prosiguió La Grange—. Aunque huelga decir que recordarán nuestras normas habituales (esto es: definición, claridad, energía y ataque), lo que hoy nos ocupa es, a saber, el vestuario y la escenografía. Me han dicho que esta mañana hemos sufrido un accidente: uno de los lastres del peine se ha precipitado sobre el escenario. Tengan cuidado esta tarde, damas y caballeros. Estén atentos. Quiero que al término del ensayo se sientan cómodos con la ropa que llevan y perfectamente relajados en el marco que les rodea. —Sus ojos escudriñaron las almenas y las murallas antes de volverse hacia el peine—. Aunque es sabido que está hecho de madera y de tela pintada, y manipulado por cuerdas y cabrestantes, a las cinco de esta tarde deberían ver en él las mismísimas piedras de Elsinor. —Guardó un instante de silencio—. ¿Alguna pregunta?
Carlos Branco levantó el visor de su yelmo.
—¡Esta armadura apesta!
Cuando las risas remitieron, La Grange se volvió a mirarle.
—Y así debe ser. Ya ha leído usted la obra. «Algo se pudre en Dinamarca».
—Esta peluca es absurda —intervino Bernard La Grange, sosteniendo la mata de rizos dorados en alto a la vista de todos.
—Es una tradición familiar —chilló Maman desde el lugar que ocupaba al borde de bambalinas.
—¡No pienso ponérmela! —gritó Bernard.
—No te la pongas —dijo su padre mirándole desde lo alto del taburete—. No favorece el color de tu piel.
—Pero la tradición de los La Grange… —protestó Maman con los brazos abiertos como una vieja bruja de una tragedia griega.
—La tradición ha muerto —replicó La Grange—. Olvídela —añadió antes de volverse hacia la compañía—. Vivan el momento, damas y caballeros. Empezaremos dentro de cinco minutos.
Cuando el actor-director saltó al suelo desde el taburete, la multitud se dispersó. Ochenta hombres y mujeres (actores principales, actores de reparto, lanceros y marineros, tramoyistas, técnicos, carpinteros y bomberos, costureras y asistentes de vestuario) se movieron al unísono en una miríada de direcciones como un ejército de hormigas que, decidido y ordenado de antemano, volvieran a sus quehaceres.
Oscar y yo nos cruzamos brevemente delante del camerino de La Grange.
—¿Cómo estás? —pregunté.
—Oscar vuelve a ser él —respondió con una sonrisa.
—¿Y Marais? ¿Cómo ha ido la reunión?
—No ha sido fácil. Estaba sentado delante de su máquina de escribir, cuyas teclas no ha dejado en ningún momento de martillear. La máquina de escribir, cuando se toca con emoción, no es más molesta que el piano cuando lo toca una hermana o un pariente cercano, aunque sí es molesta. Ni que decir tiene que Marais no oye el ruido que hace.
—¿Has conseguido lo que querías?
—Sí. Y he duplicado mi dinero. La función de esta tarde me proporcionará una satisfacción doblemente mayor de la que había calculado.
Vi el ensayo general desde el rincón de bastidores más próximo al camerino de La Grange y Oscar lo hizo desde platea. Huelga decir que el ensayo fue perfecto: hubo algunos pequeños errores técnicos, algunas frases olvidadas y entradas en falso; Maman y otra de las asistentes aparecían una y otra vez en escena para terminar de perfilar algunos detalles del vestuario y de los accesorios; el regidor del teatro y sus hombres tardaron una eternidad en cambiar los decorados; no había música; la iluminación sufrió no pocos descuidos; la experiencia duró casi seis horas en vez de tres. Aun así, no hubo duda de que esa producción de Hamlet estaba destinada a convertirse en un acontecimiento memorable, aderezado con actuaciones también memorables, sobre todo las de los gemelos.
Edmond La Grange me dijo en una ocasión que un gran actor debe ser poseedor de «energía, una voz atlética, elegantes modales, una fascinante y extraordinaria originalidad de temperamento; vitalidad, sin duda, y la facultad de transmitir una impresión de belleza o de fealdad, según lo exija el papel, así como autoridad y estilo». Bernard y Agnès La Grange eran sin duda poseedores de todos los dones necesarios.
Al término de la función, Edmond La Grange llamó al reparto y al resto de la compañía al escenario para darnos algunos «apuntes» y para ensayar el saludo final de la representación. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que Ofelia había desaparecido.