3.
La travesía del Atlántico
Cierto: Edmond La Grange había «ganado» a Eddie Garstrang a las cartas. Oscar se enteró de toda la historia en menos tiempo de lo que se tardaba en tomar una copa de champán. Mientras un distante clamor se elevaba desde la cubierta principal del Bothnia, sonaba la sirena del barco y, al fondo, los mozos y los camareros se afanaban de un lado a otro, La Grange estaba sentado ceremoniosamente y, convertido en el centro absoluto de atención, rodeado de media docena de miembros de su compañía (damas y caballeros acompañantes), narraba lo ocurrido. Hablaba con gaélico entusiasmo y acompañándose de extravagantes gestos mientras Garstrang montaba guardia en silencio a su lado.
—¿Se acuerda usted del Tabor Grand Opera House de Leadville, Colorado, Oscar? —empezó La Grange—. Una gema de teatro dotado de una acústica perfecta. También allí triunfamos. Varios meses después de su visita, hacia el final de nuestra gira, actuamos durante una semana en Leadville… y conseguimos unos ingresos notablemente sustanciosos. Al parecer, los mineros del Medio Oeste sienten cierta predilección por Molière y por la Renaissance inglesa. —El sexagenario actor se recostó contra el respaldo de la silla y de pronto cruzó y descruzó las piernas como si ejecutara una pequeña danza de deleite. Los cortesanos que le acompañaban sonrieron—. Después de nuestra primera noche (fue L’avare y les encantó) me llevaron al casino que estaba justo al lado del teatro, donde tuvo lugar una pequeña celebración. Fue allí donde conocí al temible señor Garstrang.
La Grange guardó silencio y alzó los ojos hacia su nuevo secretario al tiempo que elevaba su copa hacia él.
—Tomamos una copa y jugamos a las cartas. Siguiendo la sugerencia del señor Garstrang, jugamos una partida de lo que él llamó Desbancar al Tigre, también llamado Faro durante mi infancia. Es un juego francés, inventado para divertir a Luis catorce. Jugué al Faro con el caballero en Leadville y gané. Pareció sorprendido. Yo no. Acababa de salir a saludar trece veces a escena y esa noche estaba sin duda en vena. —Indicó con un gesto de la mano a un camarero que volviera a llenarle la copa y bebió con avidez.
»La noche siguiente regresé al casino y allí estaba el señor Garstrang, esperándome —continuó La Grange—. Volvimos a jugar. Volví a ganar. Acordamos encontrarnos una tercera noche para jugar a las cartas, aunque en esa ocasión el señor Garstrang propuso que jugáramos al póquer. Según dijo, era un juego que había nacido en el río Misisipi. Jugamos… y, aunque él jugó bien, yo fui mejor. Gané. Y gané contra todo pronóstico. Esa noche había ofrecido Le Cid a Leadville y en las Rocosas no tienen el mismo apetito por Corneille que por Molière.
La Grange se rió entre dientes y vació su copa.
—Volvimos a encontrarnos durante las tres noches siguientes. Volvimos a jugar al póquer y cada vez que jugamos aumentamos las apuestas. El señor Garstrang jugaba al póquer casi como Sarah Bernhardt encarnaba a Fedra…, con una intensidad aterradora. Lo daba todo. Estaba decidido a recuperar sus pérdidas. Sin embargo, hasta la divina Sarah pierde a veces alguna partida. Durante seis noches consecutivas el señor Garstrang perdió y mucho. Y, el domingo por la mañana, el día en que teníamos previsto abandonar Leadville, vino a verme al hotel. Desayunamos juntos y me dijo que no podía pagarme lo que me debía. Me dijo también que en realidad no podía pagarme un solo centavo de lo que me debía y que tenía una pistola que podía utilizar para quitarse la vida. Le expliqué que mis especialidades son la tragedia y la comedia. El melodrama es un género que desprecio. Y fue entonces cuando llegamos a nuestro acuerdo.
—¿A su acuerdo? —repitió Oscar, mirando ora al gran actor francés, ora al pálido norteamericano que estaba de pie a su lado.
—Como bien sabe, perdí a mi asistente de vestuario durante esa gira, Oscar. Murió en Chicago. Era ya muy viejo. De hecho, lo era ya durante su juventud. Pero el viejo Poquelin era para mí mucho más que un simple asistente de vestuario. Era un amigo. Jugábamos juntos a las cartas… y él lo hacía francamente bien. Cuando yo actúo, quiero hacerlo en compañía de buenos actores. Cuando juego a las cartas, quiero hacerlo con los mejores. Usted ha tenido la amabilidad de encontrarme un nuevo asistente de vestuario, Oscar, y le estoy inmensamente agradecido. Sin embargo, dudo mucho que juegue a las cartas. El señor Garstrang sí lo hace. Se ha unido a la Compagnie La Grange para ejercer las funciones de secretario durante el día y jugar conmigo a las cartas durante la noche.
Edmond La Grange tendió su copa vacía hacia Eddie Garstrang. El norteamericano la tomó y la sostuvo delante de él como si se tratara de un cáliz. El actor estampó los puños en los brazos de la silla y se levantó. Al hacerlo, todas las damas y los caballeros le imitaron.
—Es una historia maravillosa, ¿no le parece, Oscar? —preguntó.
—Sin duda, a su modo —respondió el poeta—. Me extraña que no me la contara antes.
—Ah —respondió La Grange, dando un paso hacia él y poniéndole la mano en la manga—, no podía. Una deuda de juego es una deuda de honor: su pago no puede ser reclamado por ley. El señor Garstrang y yo llegamos a un acuerdo hace dos meses en Leadville. Lo cerramos con un apretón de manos. Acordamos que tras dejar resueltos sus asuntos en Colorado se reuniría con nosotros aquí, en Nueva York. Si he de serle sincero, no estaba del todo seguro de que apareciera. Pero lo ha hecho. Y le felicito por ello. Aunque es sin duda un caballero, por desgracia no puedo permitirme que viaje como tal.
La Grange se rió y abrió ligeramente aún más los ojos al mirar a su alrededor: a Garstrang, que seguía acunando la copa vacía de champán, y a las damas y caballeros que le escuchaban y que iban poco a poco desplazándose hacia las puertas del salón.
—Aunque nos ha ido bien en Norteamérica, debemos economizar recursos. El Théâtre La Grange está siendo remodelado en nuestra ausencia. Los decorados del Hamlet no van a ser baratos. Y, aunque me gusta pensar que tengo una compañía de primera clase, lo cierto es que desgraciadamente la mayoría de sus miembros deben viajar en el entrepuente.
Dio una palmada. Era la señal de despedida.
—El barco se mueve. ¿Qué le parece si salimos a despedirnos de Nueva York antes de cambiamos para cenar? Cenará conmigo, ¿verdad, Oscar? ¿A las ocho en mi camarote? Venga maravillosamente vestido… y con algo entretenido que contar.
Dos horas más tarde, Oscar llegó a cenar al camarote de Edmond La Grange vestido con una casaca violeta oscuro forrada de satín de color lavanda. Llevaba calzones de terciopelo, medias de seda negras, zapato bajo con relucientes hebillas de plata, volantes de encaje de color marfil en el cuello y muñecas y un ramillete de ciclámenes de floración invernal en el ojal (la florista del 61 de Irving Place, en la esquina de la calle Diecisiete, le había equipado con distintas flores para el ojal que había envuelto en un trapo mojado para mantenerlas frescas, destinadas a todas y cada una de las noches de la travesía). Oscar llevaba una versión del atuendo que había lucido cuando daba sus conferencias.
La Grange estuvo encantado al ver el aspecto de su joven amigo.
—Está usted maravilloso —dijo, invitándole a pasar al camarote con una mano y dándole un platillo de cristal de Perrier-Jouët del 78 con la otra—. ¿Y viene usted con talante divertido? —preguntó.
—Llego con talante receptivo —respondió Oscar con una sonrisa—. El espectador debe ser receptivo. Es el violín que debe tocar el maestro.
La Grange se rió.
—Es usted un tipo listo, Oscar. Ya veo que debo vigilarle de cerca. Mucho me temo que nuestro pequeño círculo vaya a resultarle un poco aburrido. En cualquier caso, le agasajaremos con un buen vino y le daremos bien de comer, se lo prometo.
La cena que tuvo lugar a bordo del SS Bothnia resultó ser cuando menos sustanciosa, o al menos eso es lo que opinaron la media docena de pasajeros de primera clase reunidos para la ocasión en el camarote de La Grange. En el diario que llevaba de un modo intermitente (y que utilizaba tanto para probar nuevos versos como para llevar un registro de los acontecimientos del día), Oscar así lo hizo constar. A continuación reproduzco enteramente sus palabras:
27/XII/82. Cena con ELG en famille. Servicio à la française. Menú à la Weybrisge hasta que llegamos a los postres. ELG habló de Rabelais y comió como Gargantúa: sopa de pimienta aguada, pescadilla frita, rodaballo con gambas, costillas de cerdo, tomates fardes, pavo hervido en salsa de rábano, liebre al curri, pollo asado con todas sus guarniciones. Yo asumí el papel de Pantagruel (como era de rigor) y comí primorosamente hasta que aparecieron las gelatinas, los merengues y el budín à la reine. Entonces sucumbí. Puedo resistirme a todo, salvo a la tentación. Los vinos era excepcionales, en particular un Cambertin 1870, un Château d’Yquem de 1880 y un curioso licor ruso que llegó con los hielos. Dadme los lujos: cualquiera puede quedarse con lo imprescindible.
Oscar describió también a sus compañeros de cena:
Un grupo variopinto. Ya les había conocido antes y de ahí que me sintiera doblemente agradecido con mi anfitrión por haberme sentado como lo hizo, entre mademoiselle de la Tourbillon y él. Ésta era la disposición de nuestros lugares en la mesa:
ELG.
Liselotte La Grange (Maman).
OW.
Richard Marais.
Gabrielle de la Tourbillon.
Carlos Branco.
ELG sentó a su madre a su derecha. Liselotte La Grange (universalmente conocida como «Maman») es una vieja grulla insufrible: malcriada, egoísta, pagada de sí misma, infantil, obstinada, testaruda. Su excusa es que tiene la edad del siglo. Al parecer, nació el 5 de enero de 1800. Es una de esas mujeres estridentes que predican la importancia de las virtudes que ella jamás ha de ejercer. Como no desea nada, denosta el valor del ahorro. Al no hacer nada, se muestra elocuente acerca de la dignidad del trabajo. Su hijo se lo consiente todo hasta el punto de malcriar a su repelente caniche, una engorrosa criatura absurdamente conocida como María Antonieta porque, según decían, descendía de uno de los caniches originales criados por el propio Luis XIV (Maman está obsesionada con el linaje, con el propio y con el del mundo entero). Lo cierto es que el perro carece por completo de crianza y estuvo toda la cena tirándose pedos, rascándose y escarbando debajo de la mesa, haciendo tropezar a los camareros y pidiendo restos de comida de los platos de Maman y del vecino de ésta, Richard Marais.
Marais. Difícil describir a Marais. Es el gerente de la compañía de La Grange y lo ha sido desde hace más de veinte años. Calvo y de aspecto vulgar, parece carecer de cualquier sombra de personalidad. Además, el pobre hombre es sordo, una discapacidad que La Grange considera esencial para un gerente. «Cuando viene a vernos el cobrador de impuestos, el señor Marais puede decir con absoluta sinceridad que nunca le oyó llamar a la puerta». Aunque sordo, Marais no es mudo. Puede hablar, aunque lo hace en raras ocasiones. Y, cuando lo hace, lo que dice carece por completo de interés. Creo que no seremos amigos. No soy capaz de escuchar a nadie a menos que me atraiga su elegante estilo o la belleza de su discurso.
Carlos Branco consigue ambas cosas. Y además es un hombre ingenioso. Esta noche ha dicho: «Me encanta actuar. Es mucho más real que la propia vida».
Branco es el mejor amigo y también el más antiguo de La Grange, el vástago de una distinguida familia portuguesa del mundo del teatro (¡el «linaje» lo es todo para esta gente!). Tiene sesenta años y es un hombre guapo, inteligente y tan sofisticado como vulgar es Maman. Lleva toda la vida representando papeles protagonistas en las producciones de la compañía de La Grange.
«Polonio es mi destino», ha dicho esta noche. Está dotado de humor y de humanidad y es poseedor de unos cálidos ojos de color avellana. Siento hacia él una gran simpatía.
Adoro a Gabrielle de La Tourbillon. Es alta como un chopo, delgada como un carrizo, y su belleza, aunque real, está lejos de resultar obvia. Tiene la figura y el rostro de un muchacho, pero la energía y la astucia de una mujer ambiciosa. Cuando la conocí hace unas semanas, lo primero que dijo fue: «Soy la actriz protagonista de Edmond La Grange y también su amante. Edmond ha tenido ya a varias antes, me refiero a actrices protagonistas y también a amantes. Ahora tiene ya sesenta años, y yo, treinta. Soy la que ha llegado para quedarse».
Esta noche, durante la cena, mientras La Grange mimaba en exceso a Maman y a la lastimera María Antonieta, Gabrielle me habló de sus otras amantes —y también de su esposa, Alys Lenoir, la madre de los gemelos, que se había quitado la vida hacía veinte años después del nacimiento de sus hijos—, todas, salvo una, mayores que ella. Mientras hablaba de ellas y apuntaba que «una actriz necesita amigos», me tomó la mano por debajo de la mesa y la estrechó con fuerza.
—Me gustan los jóvenes con futuro —susurró.
—Y a mí las jóvenes con un pasado —respondí.
Esa noche, cuando la cena estaba a punto de tocar a su fin, y disfrutábamos ya de los refrigerios y de los licores rusos, la conversación se centró en el regreso de la Compagnie La Grange a París y en los planes para la próxima producción de Hamlet. Cuarenta años antes, cuando ambos tenían veinte, Edmond La Grange y Alys Lenoir habían encarnado juntos a Hamlet y a Ofelia. Así era como se habían conocido. Mucho tiempo después, sus gemelos tenían ya veinte años, su hijo Bernard sería Hamlet, y su hija Agnès, Ofelia.
—Muy propio del gran legado de los La Grange —declaró Maman, repicando contra el borde de su plato de postre con la cucharilla—. Bernard será un maravilloso príncipe Hamlet. Tiene el perfil y la voz idóneos. Y Agnès, nuestra pobre y frágil niña, nació para encarnar a la condenada Ofelia. Todo París estará allí.
Cuando hablaba, Liselotte La Grange no se dirigía a nadie en particular. Su declaración fue a todas luces una declamación general.
—Cuando Edmond encarnaba a Hamlet —prosiguió—, su padre era Claudio, y yo, la reina Gertrudis. Todo París vino a vemos. Edmond será ahora Claudio. Carlos, el viejo loco Polonio, claro. ¿Quién será Gertrudis?
—Gabrielle será Gertrudis, Maman —dijo La Grange amigablemente al tiempo que ponía la mano en el puño cerrado de su madre—, como bien sabes.
—Es demasiado joven —siseó la mujer, retirando el puño de la mano de su hijo y estampándolo con fuerza sobre la mesa.
—Es demasiado joven, cierto —repitió La Grange con ánimo apaciguador—, pero es actriz. Puede parecer mayor de lo que es en realidad.
—Está demasiado delgada —insistió la anciana—. Demasiado. Su delgadez es asquerosa.
En el rincón del camarote, María Antonieta empezó a ladrar y a intentar morderse la cola. Gabrielle de la Tourbillon no dijo nada. Tampoco dio muestras de desconsuelo. Parecía acostumbrada a las pullas de Maman.
Edmond La Grange miró a su amante y sonrió antes de volverse hacia su madre.
—Gabrielle está delgada, sin duda.
—No tiene pechos —refunfuñó la anciana.
Oscar se agitó.
—¿Acaso los pechos son esenciales para representar el papel de la reina Gertrudis? —preguntó.
—Sí —rugió la señora La Grange—. Lo son, señor. Gertrudis es madre. Una madre tiene pechos.
—Pues habrá pechos —aseguró Edmond—. Hablaré con la jefa de vestuario.
Tras esa primera noche en el mar, con aquellas aguas plácidas y el cielo nocturno visiblemente despejado, el tiempo cambió. El resto de la travesía del Atlántico fue una réplica exacta del humor de Maman: inquietante en sus mejores momentos, tempestuosa en los peores. Las tormentas aparecían y desaparecían de pronto, pero el enconado viento era constante y la abundante lluvia implacable. Incluso a mediodía la oscuridad reinaba en el cielo. Tan sólo los más temerarios —a los que cabría sumar a Richard Marais cuando sacaba a la lastimera María Antonieta a dar su obligado paseo dos veces al día— se atrevían a desafiar las cubiertas del SS Bothnia. Oscar, que, para su propio alivio, había descubierto que era mejor marinero de lo que imaginaba, se pasó la mayor parte del viaje encerrado con La Grange en el camarote del actor, escuchando las historias del gran hombre sobre los gloriosos días del teatro francés y trabajando con él, línea a línea, en la traducción de Hamlet, una labor del todo absorbente. Oscar mostraría durante toda su vida una patente fascinación por la melancolía de Hamlet.
De vez en cuando, intercambiaba una o dos palabras con Traquair, su antiguo valet, cuando el joven subía desde su camastro de tercera clase situado en las entrañas del barco para ocuparse de la colada del señor La Grange y preparar la ropa de noche de su amo. Aunque hablaba poco, Traquair parecía realmente contento. Eddie Garstrang hablaba todavía menos que él.
Oscar veía brevemente a Garstrang a diario después de la cena. Y es que todas las noches disfrutaba de una cena similar en el camarote del actor, en compañía de las mismas cinco personas: La Grange, su madre, su amante, su gerente y su viejo amigo. Todas las noches, tras dar por terminada la cena, La Grange acompañaba a Maman a su camarote y, no sin cierta alharaca, la ayudaba a tomarse sus píldoras y sus pociones, tras lo cual regresaba a su camarote e invitaba a Oscar a jugar a las cartas con él, con Richard Marais y con Carlos Branco.
«Jugamos al euchre, Oscar. Es un juego muy sencillo. La clase de juego que sin duda le gustará. Es el juego para el que se inventó el joker».
Todas las noches, Oscar vacilaba (no, no es que las cartas le provocaran aversión) y después declinaba jugar (reconociendo que era eso lo que se esperaba de él), momento en el cual La Grange enviaba a un camarero a buscar a Garstrang al salón de segunda clase para que completara el cuarteto. Garstrang llegaba, sonreía, inclinaba la cabeza y ocupaba su lugar a la mesa. Todas las noches, cuando él llegaba y Oscar intentaba darle conversación, el norteamericano ponía reparos al tiempo que explicaba en voz baja: «Me debo ahora a monsieur La Grange. No puedo hablar. Tengo que jugar a las cartas».
La travesía del Atlántico se alargó durante diez días. En todo ese tiempo el ritual nocturno de La Grange varió sólo en una ocasión. La noche del 31 de diciembre, el capitán del SS Bothnia dio una serie de fiestas de Nochevieja para los pasajeros de todas las clases. Edmond La Grange no salió en toda la noche del salón de primera clase, donde permaneció en compañía de su madre y de María Antonieta. Oscar, a su vez, animado por La Grange, acompañó a Gabrielle de la Tourbillon a las celebraciones del comandante, organizadas en el interior de una inmensa carpa levantada en la cubierta principal del barco. Allí la joven pareja —Oscar tenía veintiocho años y la amante de La Grange, treinta— desafió a los elementos y bailó durante toda la noche al son de la música ofrecida de modo alternado por una orquesta de salón y una banda de negros.
Para deleite de la señorita de la Tourbillon, Oscar estaba deseoso de bailar. La joven no ocultó su sorpresa al comprobar que su compañero era ágil con los pies, ni su desconcierto cuando la banda de negros empezó a tocar «Oh, Dem Golden Slippers» y Oscar declaró:
—¡Ésta es mi canción favorita!
—¿Y eso por qué, Oscar? —preguntó ella, riéndose.
—Porque la escribió un amigo, un hombre llamado Jimmy Bland —respondió él, haciéndola girar a su alrededor al tiempo que ambos se deslizaban por la concurrida pista de bañe—. Le conocí en Nueva York y enseguida me gustó. Nacimos la misma semana del mismo año. Sentí que, muy a pesar de la diferencia de nuestro color de piel, éramos hermanos. Ni que decir tiene que él es negro y yo soy blanco.
—Y usted es Wilde —apuntó ella, sin dejar de reír— y él, Bland[1].
—Exacto —respondió Oscar—. Los nombres obran sobre mí una inmensa fascinación. —Mientras la música les impulsaba alrededor de la carpa barrida por el viento, la estrechó un poco más entre sus brazos y dijo—: Me colma de deleite la belleza de su nombre, Gabrielle. Hay en él una sencillez forestal y exquisita, y desafina dulcemente con este tosco y expedito mundo en el que vivimos. ¡Como una margarita en el margen de las vías del tren!
—¡Es usted absurdo, Oscar!
—Eso espero —respondió él, besándola en la frente al tiempo que la banda seguía tocando.
Oscar disfrutó de la Nochevieja a bordo del SS Bothnia. Después anotaría en su diario:
Flirteé con la amante de ELG durante toda la noche, hice sus delicias (creo) y me sentí gratificado por ello (lo sé). Cortejar a una mujer hermosa es siempre excitante. Naturalmente, no la amo. ¿Ama ella a La Grange? Aunque, según dice, así es, lo dudo. ¿La ama él? Apenas le presta atención.
El recuerdo que conservaba de la última noche a bordo del SS Bothnia era menos feliz:
Era el cumpleaños de Maman —su ochenta y ocho cumpleaños— y, en el magnífico salón de primera clase, La Grange celebró una recepción en su honor. La fiesta no fue un éxito. El mar estaba en calma (la costa irlandesa estaba ya a la vista), el bufé era generoso, el vino corría libremente y ELG dedicó a su madre un gracioso tributo. Liselotte La Grange no es querida por quienes la conocen bien. Vi cómo los miembros de mediana edad de la compañía se acercaban a ella para mostrarle sus respetos. Cumplieron con su deber y se retiraron en cuanto les fue posible hacerlo. Cuando se inclinaban sobre ella para besarle la mano o la mejilla, se aseguraban de que sus labios no entraran en contacto con la marchita piel de la anciana señora. Los actores más jóvenes mantuvieron las distancias. Maman es una mujer arrogante, irritante, tediosamente obsesionada por su perro lastimero y por la gloria del linaje de los La Grange, aunque a decir verdad es su edad lo que la hace especialmente indeseable. La vejez no tiene consuelo que ofrecernos. El pulso de la felicidad que palpita en nosotros a los veinte años se ha aletargado. Los miembros fallan, los sentidos se pudren. Degeneramos para convertirnos en odiosas marionetas, atormentados por los recuerdos de las pasiones a las que temimos demasiado y de las exquisitas tentaciones a las que no tuvimos el valor de abandonarnos. Liselotte La Grange está enfadada con el mundo y no sin razón. Hubo una época en que fue joven.
La mañana siguiente a la fiesta celebrada en honor de Maman, al despuntar el alba, el SS Bothnia, cuyo destino final era Le Havre, recaló en Liverpool a fin de permitir el desembarco de los pasajeros británicos. Envueltos en gruesos abrigos y enguirnaldados con bufandas, Edmond La Grange, Gabrielle de la Tourbillon y Carlos Branco se reunieron en la cubierta gris y sumergida en la espesa niebla para despedir a Oscar. La Grange le dio un abrazo osuno como el que habría dado un padre a un hijo. Gabrielle le besó tiernamente como lo habría hecho una hermana. Carlos Branco le estrechó la mano con fuerza entre las suyas y después, en son de broma, le tiró de las orejas:
—Au revoir, mon brave —dijo—. Venga a vernos a París muy pronto.
—Vendrá dentro de tres semanas —declaró La Grange—. Simplemente le liberamos unos días para que pueda volver a ver a su madre y se ocupe de sus asuntos en Londres. Le tendremos en el bulevar del Temple a finales de mes, a tiempo para nuestro primer ensayo. Allí conocerá a mis hijos y nos ayudará con la producción. —El gran actor alzó los ojos para mirar al poeta y sonrió—. Ahora que le hemos encontrado, no vamos a perderle, ¿verdad, Oscar?
—No —se limitó a responder él—. No van ustedes a perderme.
Carlos Branco puso una mano en el hombro de Oscar; Gabrielle se quitó el guante y le acarició la mejilla con los dedos; Oscar y La Grange volvieron a abrazarse. Había lágrimas en los ojos de todos.
El instante sentimental fue interrumpido por la llegada de un oficial de aduanas inglés.
—¿Es éste su baúl, señor? —preguntó el hombre, señalando una gran maleta de piel marrón que rodeaban pesadas correas negras. Cargaban el baúl dos jóvenes mozos que parecían debatirse con su peso.
Oscar dedicó al baúl una mirada apresurada.
—Así es —dijo.
—¿Es usted el señor Wilde? —preguntó el oficial de aduanas, acompañando sus palabras con un guiño aparente.
—Lo soy.
—¿Tiene algo que declarar esta mañana, señor? —preguntó el oficial con una pequeña sonrisa—. ¿Algo propio de un genio, quiero decir?
Oscar sonrió y el oficial de aduanas soltó una risilla.
—Como verá, sabemos quién es, señor.
—La noticia me congratula.
—El baúl nos resulta extrañamente pesado, señor.
—Está lleno de libros —respondió Oscar.
—¿De modo que no es usted un amante de la lectura ligera? —preguntó el oficial con una sonrisa de oreja a oreja. Parecía especialmente complacido con su comentario. Dio una palmada y el frío aire de la mañana se llenó con un chorro de su aliento caliente—. ¿Le importa si echamos una mirada dentro, señor?
Los maleteros dejaron el baúl sobre la cubierta.
—En absoluto —dijo Oscar.
—¿Tiene usted la llave, señor? —preguntó el oficial de aduanas.
—No está cerrado. Solamente tienen que desatar las correas y abrir la cerradura con la mano.
Uno de los jóvenes mozos se arrodilló y, sin dificultad alguna, desató los correajes que aseguraban el baúl y abrió la tapa.
—Vaya, vaya —dijo el oficial de aduanas sin apartar los ojos del baúl abierto—. Esto nada tiene que ver con lo que habíamos esperado encontrar…
No había libros a la vista. El baúl estaba lleno hasta la tapa de tierra suelta y negra…, tierra de jardín.
El oficial de aduanas se inclinó hacia delante y, acuclillándose, escarbó en la tierra negra con la mano enguantada.
—Vaya, vaya —repitió al tiempo que, despacio, desplazaba la tierra para dejar a la vista el hocico de un perro y a continuación, una tras otra, cuatro patas vueltas hacia arriba.
Era el cuerpo de María Antonieta, la caniche de Maman.