III
Es vergonzoso que no me queden siquiera fuerzas para coger la pluma. Mis manos tiemblan. El temblor no es continuo, sino por crisis, bastante cortas, que ni siquiera llegan a durar algunos segundos. Me esfuerzo en anotar esto.
Si me quedara dinero, tomaría el tren para Amiens. Pero hace unos instantes, al salir de la casa del médico, he tenido un gesto absurdo. ¡Qué estupidez! No me queda más que el billete de vuelta y un franco cincuenta y cinco.
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Supongamos que todo hubiera salido bien: quizá estuviera aquí en este mismo lugar, escribiendo como ahora. Recuerdo que me llamó la atención este pequeño cafetín tranquilo, con su trastienda desierta, tan cómoda, y las grandes mesas de madera mal encuadradas. (La panadería inmediata exhala un maravilloso perfume de pan tierno.) Siento apetito…
Claro que sí… Hubiera ocurrido todo igual. Habría sacado este cuaderno de mi zurrón, habría pedido pluma y la misma sirvienta me lo habría traído con idéntica sonrisa. Y yo también habría sonreído. La calle está llena de sol…
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Cuando relea estas líneas mañana, dentro de seis semanas —seis meses, acaso, ¿quién sabe?—, presiento que desearía hallar… ¡Dios mío! ¿Qué es lo que desearía hallar? Pues bien; la prueba, sólo la prueba de que hoy me muevo, voy y vengo como de costumbre. Es infantil…
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Me dirigí en línea recta a la estación. Entré en una vieja iglesia cuyo nombre ignoro. Había bastante gente. Quizá sea también eso infantil, pero hubiera querido arrodillarme libremente sobre las losas, o mejor tenderme con el rostro contra el suelo. Hasta aquel instante no había sentido jamás con tanta violencia la rebelión física contra la plegaria, tan limpiamente que no me daba ningún remordimiento. Mi voluntad era impotente. Nunca hubiera creído que lo que se nombra con la palabra tan banal de distracción pudiera tener ese carácter de disociación, de atomización. Pues no luchaba contra el miedo, sino contra un número, infinito en apariencia, de miedos… un miedo para cada fibra, una multitud de miedos. Y al cerrar los ojos tratando de concentrar mi pensamiento, me parecía escuchar el cuchicheo como de una multitud inmensa, invisible, agazapada en el fondo de mi angustia como en el seno de la noche más profunda.
El sudor goteaba de mi frente, de mis manos. Acabé por levantarme y salir. El frío de la calle se apoderó de mí. Eché a andar apresuradamente. Creo que de haber sufrido, hubiera podido apiadarme de mí mismo, llorar sobre mí y mi desgracia. Pero no sufría, sino que sentía una ligereza incomprensible. Mi estupor, al contacto con aquella multitud estentórea, parecía el súbito acometer de la alegría. Me daba alas.
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He encontrado cinco francos en el bolsillo de mi abrigo. Los había guardado para el chófer del señor Bigre, pero me olvidé de dárselos. He pedido café y uno de esos panecillos que tan bien olían. La dueña del cafetín se llama madame Duploy y es la viuda de un albañil establecido en Torcy. Después de observarme largo rato desde el mostrador, ha terminado por sentarse a mi lado y contemplarme mientras comía.
—A la edad de usted, no se come —me ha dicho—, se devora.
He tenido que aceptar mantequilla, esa mantequilla de Flandes que huele a avellana. El único hijo de la señora Duploy murió de tuberculosis y su nieta de una meningitis, a los veinte meses. Ella sufre de diabetes y tiene las piernas hinchadas, pero no puede hallar comprador del cafetín, que nadie frecuenta. La consolé lo mejor que pude. La resignación de tales gentes me avergüenza. Parece no tener nada de sobrenatural porque la expresan en su lenguaje, que no tiene ya nada de cristiano. Es lo mismo que decir que no la expresan, que no se expresan ya a sí mismos. Salen adelante con refranes y frases de periódico.
Al enterarse de que no volvería a coger el tren hasta la noche, madame Duploy tuvo la gentileza de poner la trastienda a mi entera disposición.
—De esa manera —dijo— podrá usted seguir escribiendo tranquilamente su sermón.
Me ha costado trabajo disuadirla de que encendiera la estufa (todavía me quedan restos del temblor).
—En mi juventud —dijo— los sacerdotes se alimentaban mucho. Tenían mucha sangre. Hoy están ustedes más delgados que unos gatos vagabundos.
Debió sorprenderle mi mueca, pues añadió precipitadamente:
—Al principio todo es duro… ¿Pero qué importa? A su edad se tiene toda la vida por delante.
Abrí la boca para responder y… La verdad era que no había comprendido. Sin embargo, antes de haber pensado en nada, sabía que seguiría guardando silencio: ¡guardar silencio! ¡Qué palabras más extrañas! Cuando es el silencio quien nos guarda.
(Dios mío: Tú lo has querido así y he reconocido tu mano. La he creído sentir sobre mis labios.)
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Madame Duploy me abandonó para volver a su sitio en el mostrador. Acababa de entrar gente y unos obreros almorzaban. Uno de los obreros me vio por encima del medio tabique que separaba la trastienda y debió decirles algo a sus compañeros, pues éstos prorrumpieron en carcajadas. Su rumor de voces no me molestó, sino todo lo contrario. El silencio interior —el que Dios bendice— no me ha aislado jamás de los otros seres. Al contrario: me parece que penetran en mi interior y que les recibo como en el umbral de mi casa. Y acuden aún a pesar suyo. Por desgracia no me es posible ofrecer más que precario refugio, pero imagino el silencio de ciertas almas como inmensos lugares de asilo. Los pobres pecadores, cansados y sin fuerzas, entran a tientas, se duermen y vuelven a marcharse, consolados, sin conservar recuerdo alguno del gran templo invisible donde han descargado un instante su lastre.
Verdaderamente resulta un poco estúpido evocar uno de los más misteriosos aspectos de la Comunión de los Santos a raíz de esta resolución que acabo de tomar y que me hubiera podido ser dictada por la sola prudencia humana. No es culpa mía si sigo dependiendo siempre de la inspiración del momento o mejor, a decir verdad, de un movimiento de esta dulce piedad de Dios a la que me abandono. De pronto he comprendido que desde mi visita al médico ardía en deseos de confiar mi secreto, de compartir la amargura con cualquiera. Y he comprendido también que para volver a hallar la serenidad, me basta callar.
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Mi desgracia no tiene nada de extraño. Hoy mismo, centenares, acaso miles de hombres, a través del ancho mundo, oirían pronunciar semejante sentencia con igual estupor. Entre ellos, yo soy probablemente uno de los menos capaces de dominar un primer impulso, conozco muy bien mi debilidad. Pero la experiencia me ha enseñado que conservo de mi madre, y sin duda de muchas otras pobres mujeres de mi raza, una especie de fortaleza casi irresistible a la larga, porque no trata de medirse con el dolor, sino que se desliza en su interior, convirtiéndolo en hábito poco a poco. Nuestra fuerza reside ahí. ¿Cómo explicar si no el encarnizado apego a la vida dé tantas desgraciadas cuya espantosa paciencia termina por agotar la ingratitud y la injusticia del marido, de los hijos, de los parientes…? ¡Oh bienhechoras de los pobres!
Hay que permanecer en silencio. Tengo que callar, durante tanto tiempo como se me permita el silencio. Y eso puede durar semanas, meses. ¡Cuando pienso que hubiera bastado, sin duda, una palabra, una mirada piadosa, una simple pregunta, quizá, para que ese secreto se me escapara…! Estaba ya al borde de mis labios y ha sido Dios quien lo ha retenido.
¡Oh! Sé muy bien que la compasión del prójimo alivia un momento, y no es que quiera despreciarla. Pero no apaga la sed y se derrama en el alma como a través de un filtro. Y cuando nuestro sufrimiento ha pasado de piedad en piedad, como de boca en boca, me parece que no podemos ya respetarlo ni amarlo.
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Otra vez estoy sentado en esta mesa. He querido volver a visitar la iglesia de donde he salido tan avergonzado de mí mismo esta mañana. Estaba fría y obscura. Pero lo que yo aguardaba no ha llegado.
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Al regresar, madame Duploy me ha obligado a compartir su almuerzo. No me he atrevido a rehusar. Hemos hablado del señor cura de Torcy, a quien ella conoció como vicario en Presles. Parece que le temía bastante. He comido caldo y legumbres. Durante mi ausencia, la buena mujer había encendido la estufa, y una vez terminada la comida me ha dejado solo, en un rincón confortable, delante de una taza de café. Me he sentido tan bien que hasta me ha acometido una ligera somnolencia. Al despertarme…
(¡Dios mío! Es necesario que lo escriba. Pienso en aquellas mañanas, en mis últimas mañanas de esta se mana, en el despuntar del alba, en el canto de los gallos… En la alta ventana, apacible, aún llena de obscuridad, donde un cristal siempre el mismo, el de la derecha, comienza a reflejar la aurora… ¡Qué fresco y puro era todo…!)
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Llegué a casa del doctor Lavigne bastante temprano. Inmediatamente fui introducido. La sala de espera estaba en el más completo desorden, y una sirvienta, de rodillas, enrollaba una alfombra. Tuve que aguardar algunos segundos en el comedor, que parecía estar como lo habían dejado la víspera, con los postigos cerrados, el mantel puesto, unas migas de pan crujiendo bajo mis zapatos y un olor a humo frío de cigarro. Finalmente, la puerta se abrió a mi espalda y el médico me hizo señas de que pasara.
—Discúlpeme por recibirle en esta habitación —me dijo—. Es el cuarto de juego de mi hija. Hoy está todo el piso revuelto. El propietario se empeña en que cada mes venga un equipo de limpieza… ¡tonterías! En estos días no recibo más que a las diez, pero me parece que tiene usted mucha prisa. En fin; aquí tenemos un sofá que es lo que nos interesa. Podrá usted tenderse, que es lo principal.
Corrió los visillos y la luz le dio en pleno rostro. No le había imaginado tan joven. Su rostro estaba tan delgado como el mío y de un color tan extraño que creí al principio que era efecto de un juego de luz. Parecía un reflejo broncíneo, de impaciencia, pero sin ninguna dureza, sino todo lo contrario. En el momento de quitarme mi chaleco de punto, excesivamente sucio, me volvió la espalda. Me senté tímidamente en el sofá, temeroso de tenderme. Además, estaba lleno de juguetes más o menos rotos y había hasta una muñeca de trapo manchada de tinta. El médico la cogió, colocándola sobre una silla, y después de hacerme algunas preguntas me auscultó cuidadosamente. Su rostro, encima del mío, tenía una expresión casi extática y el largo mechón de pelo negro rozaba mi frente. Contemplé su cuello enjuto, descamado, apretado por un cuello de celuloide amarillento ya. La sangre, al fluir poco a poco a sus mejillas, fue acentuando su tinte cobrizo. Me inspiró, ¿por qué no decirlo?, un poco de miedo y algo de repulsión.
Su examen duró largo rato. Me sorprendió que concediera tan poca atención a mi pecho enfermo y que en cambio pasara la mano varias veces sobre mi hombro izquierdo, en el lugar de la clavícula, al tiempo que silbaba distraídamente. La ventana daba a un pequeño patio, y a través de los cristales vi un muro, negro por el hollín, donde se abrían unas aberturas tan estrechas que parecían aspilleras. Como es natural, yo me había formado una idea muy diferente del profesor Lavigne y de su hogar. La habitación me pareció bastante sucia y —ignoro por qué— la vista de aquellos juguetes rotos y en especial de aquella muñeca, me acongojaron el corazón.
—Vístase —me dijo.
Una semana antes habría aguardado el peor diagnóstico. Pero desde hacía unos cuantos días me encontraba tan mejorado, que los minutos que el médico tardó en hablarme me parecieron largos, muy largos. Intenté pensar en monsieur Olivier, en nuestro paseo del limes anterior, en aquella carretera reluciente… El temblor de mis manos era tan fuerte, que al calzarme, rompí dos veces el cordón de mi zapato.
El médico comenzó a pasear arriba y abajo, por el cuarto. Luego se acercó a mí, con una amplia sonrisa en los labios. Pero su sonrisa sólo me tranquilizó a medias.
—Bien… Preferiría que le hicieran una radiografía, Le daré una recomendación para el hospital. Pregunte por el doctor Grousset. Desgraciadamente, tendrá que aguardar hasta el lunes…
—¿Es necesaria esa radiografía?
Pareció vacilar un segundo antes de responder. Me parece que en aquel breve espacio de tiempo habría sido capaz de escuchar cualquier cosa sin conmoverme. Pero sé por experiencia que cuando se alza en mí esa muda llamada que procede a la oración, mi rostro adopta una expresión parecida a la angustia. Pienso ahora que el médico debió equivocarse sobre lo que reflejaba mi cara. Su sonrisa se acentuó; una sonrisa franca, casi afectuosa.
—Sólo es una pura fórmula. ¿Para qué retenerle más tiempo en la ciudad? Vuelva tranquilamente a su casa.
—¿Podré seguir desempeñando mi ministerio?
—Claro que sí. (Sentí que una oleada de sangre me afluía al rostro.) No es que pretenda que sus molestias han terminado. La crisis puede volver de un momento a otro. ¿Qué quiere usted? Hay que aprender a vivir con su dolencia. Para eso nos hallamos aquí todos, más o menos. No le impongo siquiera régimen: no coma más que lo que le apetezca. Y cuando no pueda comer más, no insista y vuelva a la leche, al agua azucarada… Le estoy hablando como amigo, como camarada. Si los dolores son muy vivos, tome una cucharada sopera de la poción que voy a recetarle, una cucharada cada dos horas, nunca más de cinco cucharadas por día, ¿entendido?
—Bien, señor profesor.
Colocó un velador junto al sofá, delante de mí, encontrándose de pronto cara a cara con la muñeca de trapo que parecía levantar hacia él su informe cabeza donde la pintura se caía a pedazos, semejante a escamas. La tiró rabiosamente al otro extremo de la habitación e hizo un ruido extraño al chocar contra el tabique antes de caer al suelo. Luego quedó como un montón informe, tendida de espaldas, con los brazos y las piernas al aire. No me atreví a mirarla.
—Escuche —dijo de pronto el médico—, creo decididamente que debería usted someterse á una radiografía, pero no corre prisa. Vuelva a visitarme dentro de ocho días.
—Si no es absolutamente necesario…
—No tengo derecho a hablarle de otra manera. Después de todo, nadie es infalible. Pero, sobre todo, no permita que Grousset le llene la cabeza. Un radiólogo es un radiólogo y nadie le pide discursos. Cuándo vuelva, hablaremos… De todas maneras, si quiere hacerme caso, no cambie ninguna de sus costumbres habituales. Lo peor que puede ocurrirle a una persona es interrumpir su trabajo, sea por la causa que fuere.
Siguió hablando, pero yo apenas le escuchaba. Sentía unos deseos enormes de volver a hallarme en la calle, al aire libre.
—Bien, señor profesor.
Me levanté. Me miró fijamente.
—¿Quién diablos le ha enviado aquí?
—El doctor Delbende.
—¿Delbende? No lo conozco.
—El doctor Delbende murió hace poco…
—¡Ah! Perfectamente. Vuelva dentro de ocho días. Lo he pensado mejor y le acompañaré a ver a Grousset. Del martes en ocho, ¿de acuerdo?
Casi me empujó fuera de la habitación. Desde hacía algunos minutos, su rostro, tan sombrío antes, había adquirido una rara expresión; parecía alegre, con una alegría convulsiva, excitada, como un hombre que a duras penas pudiera contener su impaciencia. Salí sin atreverme a estrecharle la mano y apenas cruzado el umbral me di cuenta de que me había olvidado la receta. La puerta acababa de cerrarse, creí escuchar unos pasos en el salón y supuse que el cuarto estaba vacío. Cogería la receta que estaba encima de la mesa, sin molestar a nadie… Abrí. Él seguía allí, apoyado en el hueco de la estrecha ventana, con una pernera de su pantalón caída y aproximando a su muslo una jeringuilla que brillaba metálicamente entre sus dedos. No puedo olvidar su horrible sonrisa que la sorpresa no logró borrar inmediatamente, mientras su mirada me fulminaba, colérica.
—¿Qué le ocurre?
—Vengo a buscar la receta —balbucí. Di un paso hacia la mesa, pero el papel no estaba ya allí.
—Me la habré metido en el bolsillo —dijo—. Aguarde un segundo.
Se hundió la aguja con un golpe seco y luego se adelantó unos pasos, permaneciendo inmóvil, sin dejar de mirarme y con la jeringa aún en la mano. Sus ojos brillaron desafiantes.
—Con esto, querido amigo, puede uno prescindir de Dios.
Creo que mi turbación le desarmó.
—No ha sido más que una broma de estudiante. Acostumbro a respetar todas las opiniones, hasta las religiosas. Claro que yo no comparto ninguna. Para un médico no existen opiniones; sólo hay hipótesis.
—Señor profesor…
—¿Por qué me llama usted profesor? ¿Profesor de qué?
En aquel momento le tomé por un loco.
—¡Respóndame, hombre de Dios! —añadió—. Viene usted recomendado por un colega del que no conozco siquiera el nombre y me trata usted de profesor.
—El doctor Delbende me aconsejó que me dirigiera al profesor Lavigne.
—¿Lavigne? ¿Es que se burla usted de mí? Su doctor Delbende debía ser bastante estúpido. Lavigne murió en el mes de enero, a los setenta y ocho años. ¿Quién le dio mi dirección?
—La hallé en un anuario…
—Pues no me llamo Lavigne, sino Laville. ¿Es que no sabe usted leer?
—Estoy confundido —le dije—. Le pido a usted perdón.
Dio unos pasos hasta colocarse ante la puerta como si quisiera interceptarme el paso. Me pregunté para mis adentros si conseguiría alguna vez salir de aquella habitación. Me sentía cogido en una trampa y el sudor corría por mi frente.
—Yo soy quien le pide perdón. Si lo desea, puedo escribirle una tarjeta para otro profesor. Dupetirpé, por ejemplo… Pero dicho sea entre nosotros, creo que es inútil. Conozco el oficio tan bien como estas gentes de provincia. Estuve interno en un hospital de París y fui tercero en mi promoción… Disculpe si estoy haciendo mi propia apología. El caso de usted no tiene la menor complicación y cualquiera lo trataría igual que yo.
Intenté adelantarme hacia la puerta. Sus palabras no me inspiraban desconfianza alguna y era tan sólo su mirada la que me causaba una molestia indecible. Era excesivamente brillante y muy fija, demasiado fija.
—No quisiera abusar —le dije.
—No abusa usted (consultó el reloj); mis consultas no comienzan hasta las diez. Tengo que confesar —añadió— que es la primera vez que sostengo un coloquio con uno de ustedes, en fin, con un sacerdote, con un sacerdote joven. Confieso también que el hecho es bastante extraño.
—Lamentaría darle una mala opinión de todos nosotros —respondí—. Soy un sacerdote bastante corriente.
—¡Nada de eso! Me interesa usted enormemente. Tiene usted una fisonomía muy… muy notable. ¿No se lo han dicho nunca?
—Jamás… —exclamé—. Creo que se burla de mí.
Me volvió la espalda, encogiéndose de hombros.
—¿Ha habido muchos sacerdotes en su familia?
—Ninguno, señor. Claro que no conozco gran cosa de los míos. Las familias como la mía carecen de historia.
—Se equivoca… La historia de su familia está escrita en cada arruga de su rostro. ¡Y hay muchas!
—No deseo leerla, ¿para qué? Que los muertos amortajen a los muertos.
—También amortajan a los vivos. ¿Se cree usted libre?
—Ignoro cuál es mi parte de libertad, si es grande o pequeña. Creo solamente que Dios me ha dejado la necesaria para que vuelva a ponerla un día en sus manos.
—Discúlpeme —dijo tras un largo silencio—. He debido parecerle grosero. La verdad es que pertenezco a una familia… una familia del género de la suya, supongo. Al verle, he tenido inmediatamente la impresión desagradable de hallarme ante… ante mi doble. ¿Acaso me cree usted loco?
Involuntariamente, mis ojos se fijaron en la jeringa. Él se echó a reír.
—No… La morfina no emborracha, puede estar seguro. Despeja mucho la mente. Le pido lo que usted espera probablemente de los rezos, el olvido.
—Perdón —le dije—. No se pide olvido con los rezos, sino fuerza.
—La fuerza no me serviría de nada.
Cogió la muñeca de trapo del lugar donde la había tirado antes y la colocó cuidadosamente sobre la chimenea.
—Le deseo que rece con tanta facilidad como me clavo esta aguja bajo la piel. Pues los ansiosos de su especie no rezan nunca o rezan mal. Confiese que no le gusta de la plegaria más que el esfuerzo, la violencia que se hace a sí mismo y a pesar suyo. El gran nervioso es casi siempre su propio verdugo.
Cuando reflexiono, no me explico la especie de vergüenza que me acometió al escuchar aquellas palabras. Ni siquiera me atreví a levantar los ojos.
—No vaya a tomarme por un materialista a la antigua usanza. El instinto de la oración existe en el fondo de cada uno de nosotros y no es menos inexplicable que los otros. Supongo que debe ser una de las formas de la lucha obscura del individuo contra la raza. ¡Pero la raza lo absorbe todo, silenciosamente! Y la especie, a su vez, devora a la raza para que el yugo de los muertos aplaste un poco más a los vivientes. No creo que desde hace siglos ninguno de mis antepasados sintiera jamás el menor deseo de saber más que sus antecesores. En el pueblo de Maine donde vivimos siempre, se dice corrientemente: obstinado como un Triquet… Triquet es nuestro sobrenombre, un apodo inmemorial. Y obstinado, entre nosotros, significa zopenco, tosco. Pues bien: yo nací con ese furor de aprender, lo que ustedes llaman libido sciendi. Cuando pienso en los años de mi juventud pasados en mi minúscula habitación de la rue Jacob y en las noches dé aquella época, me asalta una especie de terror, de terror casi religioso. ¿Y para acabar en qué? ¿En qué…? Esa curiosidad, desconocida en los míos, la mato ahora a pequeños golpes, a dosis de morfina. Y si eso tarda demasiado… ¿No ha tenido usted nunca la tentación del suicidio? El hecho no es raro, sino casi normal entre los nerviosos de su especie…
No supe qué responder. Estaba fascinado.
—Cierto que el gusto del suicidio es un don, un sexto sentido o algo así, con el que se nace. Observe que procuraría hacerlo discretamente. Me dedico a cazar. En cualquier momento puedo atravesar un seto, disparando el fusil sobre mí, ¡pam! y a la mañana siguiente me encontrarían con la nariz hundida en la hierba, cubierto de rocío, sereno y tranquilo, mientras se alzaran los primeros humos sobre los árboles y sonase el canto de los gallos y el gorgojeo de los pájaros. ¿No le tienta a usted eso?
¡Dios mío! Por un instante creí que estaba enterado del suicidio del doctor Delbende y estaba representando aquella comedia atroz. ¡Pero no…! Su mirada era sincera. Y por muy emocionado que me hallara, me daba cuenta de que mi presencia —por razones que ignoro— le agitaba, haciéndosele más intolerable a cada segundo que transcurría y que, sin embargo, no se sentía con fuerzas para dejarme. Estábamos presos mutuamente, el uno del otro.
—Personas como nosotros deberíamos no nacer —dijo con voz sorda—. No sabemos dirigirnos a nosotros mismos, no sabemos dirigimos. Apuesto a que estuvo usted en el seminario, exactamente igual a como yo estuve en el liceo de Provins. Dios o la Ciencia, ¿qué importa? Nos abalanzábamos sobre lo que fuera. ¿Y qué? Henos aquí ante el mismo… —Se interrumpió bruscamente. Yo hubiera entendido lo que quería decir de no haber estado pensando en escaparme.
—Un hombre como usted —le dije—, no vuelve la espalda a Ja meta.
—Es la meta quien me ha vuelto la espalda —respondió—. Dentro de seis meses habré muerto.
Creí que seguía hablando del suicidio y él leyó probablemente el pensamiento en mis ojos.
—Me pregunto por qué estoy haciendo el farsante ante usted. Su mirada provoca el deseo de contar historias, sean las que sean. ¿Suicidarme? ¿Para qué? Es un pasatiempo de gran señor, de poeta, una elegancia fuera de mi alcance. No quisiera que me tomara por un cobarde.
—No le tomo por un cobarde —le dije—. Pienso solamente en la… que esa droga…
—No hable usted con menosprecio de la morfina. Usted mismo, algún día…
Me miró con dulzura.
—¿Ha oído hablar alguna vez de la linfogranulomatosis maligna? ¿No? Claro; no es una enfermedad para el público. Compuse mi tesis sobre ella, figúrese usted. Así es que no puedo equivocarme. Me concedo a mí mismo tres meses, seis, todo lo más. Ya ve que no vuelvo la espalda a la meta. Al contrario: la miro cara a cara. Cuando el prurito es muy fuerte, me rasco, pero ¿qué quiere?, la clientela tiene sus exigencias y un médico tiene que ser optimista. Mentir a los enfermos es una necesidad de nuestro oficio.
—Les mienten demasiado.
—¿Cree usted? —me dijo. Y su voz tuvo la misma dulzura de antes—. El papel de usted es menos difícil que el mío: no tiene que tratar más que con moribundos, supongo. La mayor parte de las agonías son eufóricas. En cambio, es muy diferente echar abajo, de un solo golpe, con una sola palabra, toda la esperanza de un hombre. ¡Oh! Ya sé que podría usted responderme: sus teólogos han hecho de la esperanza una virtud. Pase por esa esperanza, ya que nadie ha visto a esa divinidad de muy cerca. Pero la otra esperanza es una bestia, se lo aseguro, una bestia que habita en el interior del hombre, poderosa y feroz. Es mejor dejar que se tienda suavemente. ¡Sobre todo no hay que fallar el golpe! En tal caso, salta, muerde… ¡Tienen tanta malicia los enfermos! A pesar de conocerlos, se cae un día u otro. Por ejemplo: un coronel, un hombre duro de las colonias, que me pidió que le dijera la verdad… ¡Brrr!
—Hay que morir poco a poco —balbucí—, habituándose.
—¡Tonterías! ¿Se ha habituado usted a esta clase de ejercicio?
—Por lo menos he tratado de hacerlo. Además, no me comparo a las gentes del mundo, que tienen sus ocupaciones, su familia. La vida de un pobre sacerdote como yo, no importa a nadie.
—Es posible. Pero no hace usted nada nuevo limitándose a predicar la aceptación del destino.
—Su aceptación alegre.
—¡Basta! El hombre se contempla en su alegría como en un espejo, sin reconocerse, el muy imbécil… No se goza más que a costa de uno mismo, a costa, de su propia substancia… Alegría y dolor no son más que una misma cosa.
—Lo que usted llama alegría, sin duda alguna. Pero la misión de la Iglesia es hallar justamente la fuente de los goces perdidos.
Su mirada se dulcificó como antes su voz. Por mi parte sentí un cansancio inexpresable, como si estuviera allí desde hacía muchas horas.
—Permita que me marché —exclamé.
Sacó la receta del bolsillo, pero no me la tendió. Dio un paso hacia mí y súbitamente posó la mano en mi hombro, inclinando la cabeza y parpadeando vivamente al mismo tiempo. Su rostro me recordó las visiones de la infancia…
—Después de todo —dijo—, es posible que haya que decir la verdad a gentes como usted.
Vaciló antes de proseguir. Por absurdo que parezca, las palabras penetraron en mis oídos sin despertar en mi interior pensamiento alguno. Hacía veinte minutos que había entrado en aquella casa resignado, dispuesto a escuchar cualquier cosa.
Por más que la última semana pasada en Ambricourt me había dejado una inexplicable impresión de seguridad, de confianza y como una promesa de dicha, las palabras al principio tan tranquilizadoras del señor Laville no me habían causado la menor alegría. Comprendo ahora que aquella alegría fue sin duda mucho más grande de lo que pensaba, más profunda. Era aquel mismo sentimiento de libertad, de gozo, que ya había sentido en la carretera de Mezargues, pero unido a la exaltación de una impaciencia extraordinaria. Hubiera querido huir cuanto antes de aquella casa, alejarme de aquellas paredes que me ahogaban. En el momento preciso en que mi mirada parecía responder a la muda interrogación del médico, no estaba, en realidad, más que atento al vago rumor de la calle. ¡Escaparme! ¡Huir! ¡Volver a contemplar aquel cielo de invierno, tan puro, cuyos primeros celajes del amanecer había visto aquella misma mañana por la ventanilla del vagón! El señor Lavillé se equivocaba, sin duda. La luz pareció hacerse a mi alrededor. Pero antes de que hubiera acabado su frase, no era yo más que un muerto entre los vivientes.
Cáncer… cáncer de estómago… La palabra, sobre todo, me chocó. Aguardaba otra cosa… Aguardaba la tuberculosis. Me fue necesario un gran esfuerzo de atención para persuadirme de que iba a morir de un mal que se observa muy raramente en las personas de mi edad. Debí fruncir simplemente las cejas como si me enunciara un problema difícil. Estaba tan absorto que me parece que ni siquiera palidecí. La mirada del médico no abandonaba la mía y en ella me parecía leer la confianza, la simpatía y no sé qué más. Era la mirada de un amigo. Su mano volvió a apoyarse en mi hombro.
—Iremos a consultar a Grousset. Pero si he de serle franco, no creo que esa porquería pueda operarse. Y hasta me sorprende que haya podido usted vivir tanto tiempo. La masa abdominal es demasiado voluminosa y acabo de reconocerle bajo la clavícula izquierda, una prueba que por desgracia es muy segura. La evolución puede ser más o menos lenta, aunque debo decirle que a su edad…
—¿Qué tiempo de vida me da usted?
Mi voz no tembló. Pero desgraciadamente, mi sangre fría no era más que estupor. Oí claramente el chirrido de los tranvías, los campanilleos y me pareció hallarme con el pensamiento en el umbral de aquella fúnebre casa, perdiéndome entre la muchedumbre que llenaba las calles… ¡Que Dios me perdone! Pero en aquel momento no pensé en Él.
—Es muy difícil contestarle. Depende, sobre todo, de la hemorragia. Raras veces es fatal, pero su repetición frecuente… ¿Quién sabe? Cuando le aconsejaba hace unos instantes que reanudara sus ocupaciones no trataba de engañarle. Con un poco de suerte morirá Usted de pie, como aquel famoso emperador… ¡Sólo es cuestión de moral! A menos que…
—¿A menos qué?
—Es usted tenaz…, Hubiera sido usted un buen médico. Además, prefiero informarle ahora a fondo, antes de que se dedique a hojear diccionarios. Si siente uno de estos días un dolor en la parte interna del muslo izquierdo, acompañado de un poco de fiebre, acuéstese. Esa especie de flebitis es bastante común en su caso, y de no seguir mis consejos se arriesgaría a que le acometiera embolia. Ahora, querido amigo, sabe usted tanto como yo.
Me tendió finalmente la receta, que metí maquinalmente en mi cuadernillo de notas. ¿Por qué no me marché en aquel instante? Lo ignoro. Quizá porque no pude reprimir un movimiento de cólera, de rebeldía contra aquel desconocido que acababa de disponer tranquilamente de mi vida como si fuera de su propiedad. Quizá porque estaba demasiado absorto en la absurda empresa de concordar en algunos segundos mis pensamientos, mis proyectos y hasta mis recuerdos, en fin, mi vida entera, a la nueva certidumbre que hacía de mí otro hombre. Aunque acaso fuera tan sólo que como de costumbre estaba paralizado por la timidez y no sabía cómo despedirme. Mi silencio pareció sorprender al doctor Laville. Me lo advirtió el temor de su voz.
—Sólo me queda añadir que hay por el mundo muchos enfermos que fueron condenados por los médicos a una muerte segura y que ahora son centenarios. Se dan casos de reabsorciones de tumores malignos. De todas maneras, un hombre como usted no hubiera podido ser víctima de las habladurías de Grousset, que sólo sirven para tranquilizar a los imbéciles. No existe nada más humillante que ir arrancando poco a poco la verdad a esos augures que además, en el fondo, se preocupan muy poco de lo que dicen. Vuelva usted de hoy en ocho. Le acompañaré al hospital. Hasta entonces celebre misa, confiese a sus devotos y no cambie en nada sus costumbres. Conozco bien su parroquia. Y hasta tengo un conocido en Mezargues.
Me tendió la mano. Se la cogí con el mismo aire distraído y ausente. Haga lo que haga, sé bien que jamás llegaré a comprender por qué espantoso prodigio he podido, en semejante coyuntura, olvidar el nombre de Dios. Me sentí solo, inexpresablemente solo frente a la muerte. Y aquella muerte no era más que la privación del ser, tan sólo eso. El mundo visible parecía alejarse de mí a una velocidad espantosa y con una confusión de imágenes, no fúnebres, sino todo lo contrario, luminosas y resplandecientes. ¿Será posible que haya querido tanto a esta triste vida?, me pregunté. ¿Que haya amado con tanta intensidad a las mañanas, a las noches, a los caminos?… Aquellos caminos cambiantes y misteriosos, hollados por el paso de tantos hombres. ¿Habré querido tanto a esos caminos, a nuestros caminos, a los caminos del mundo? ¿Qué niño pobre crecido entre el polvo de los caminos, no les ha confiado sus sueños? Parecen conducirles lentamente, majestuosamente hacia no sé qué mares desconocidos. ¡Oh, grandes ríos llenos de luz y de sombras que lleváis el sueño de los pobres! Creo que fue el nombre de Mezargues el que quebró así mi corazón. Mi pensamiento parecía hallarse muy lejos de monsieur Olivier, de nuestro paseo… No conseguía apartar la mirada del rostro del médico y de pronto me pareció que desaparecía. Tardé algunos instantes en comprender que estaba llorando.
Sí; estaba llorando. Lloraba sin un sollozo y hasta creo que sin ningún suspiro. Estaba llorando con los ojos abiertos, muy abiertos, como he visto tantas veces llorar a los moribundos. Parecía que la vida se derramara de mi ser. Me limpié los ojos con la manga de mi sotana y volví a distinguir de nuevo el rostro del médico. Tenía una indefinible expresión, como de sorpresa, de compasión. Si se pudiera morir de repulsión, habría muerto en aquel instante. Quise huir, pero no pude. Aguardé que Dios me inspirara una palabra, una palabra de sacerdote. Hubiera pagado aquella palabra con lo que me quedaba de vida… Pero la palabra no acudió a mi mente. Deseé entonces pedir perdón. Pero no pude. Sólo me fue posible balbucear algo incoherente. Las lágrimas me ahogaban. Las sentía resbalar por mi garganta, con el sabor acre de la sangre. Y hubiera dado cualquier cosa para que lo hubieran, efectivamente, sido. ¿De dónde provenían? ¿Quién sabría decirlo? No lloraba por causa de mi enfermedad… ¡lo juro! Jamás he estado tan cerca de odiarme. No lloraba por mi muerte. Muchas veces me había despertado de niño sollozando, igual que entonces. ¿De qué sueño acababa de despertarme? ¡Ay! Había creído atravesar el mundo sin verlo, como si anduviera con los ojos bajos entre una brillante multitud, y algunas veces me había parecido que lo despreciaba. Pero en aquel instante sentía vergüenza de mí y no de él. Era como un pobre hombre que ama sin atreverse a decirlo, ni siquiera confesarse que ama. ¡Oh!… No niego que aquellas lágrimas podían ser cobardes… Pero también pienso que eran lágrimas de amor…
Finalmente, di media vuelta, salí y me hallé en la calle.
Medianoche, en casa del señor Dufrety.
¿Por qué no se me ocurriría pedirle prestados a madame Duploy veinte francos para pasar la noche en un hotel? Claro que anoche no me hallaba en estado de reflexionar demasiado y me dejé llevar por la desesperación al darme cuenta de que había perdido el tren. Mi pobre camarada me ha recibido, además, con bastante afabilidad.
Se me criticará, sin duda, haber aceptado, siquiera por una noche, la hospitalidad de un sacerdote cuya situación no es regular (es mucho peor que eso). El señor cura de Torcy me tratará de bobo. Y tendrá razón. Me lo repetía anoche a mí mismo al subir la escalera, tan obscura y maloliente. Permanecí algunos minutos ante la puerta de la habitación. Una tarjeta amarillenta, clavada con cuatro chinchetas, rezaba: Louis Dufrety, representante. Era horrible.
Algunas horas antes no me habría atrevido a entrar. Pero ya no estoy solo. Tengo dentro de mí esta cosa… Tiré de la campanilla con la vaga esperanza de no encontrar a nadie. Él mismo salió a abrirme. Iba en mangas de camisa, con uno de esos pantalones de algodón que nos ponemos debajo de las sotanas, y los pies, sin calcetines, metidos en unas zapatillas. Me dijo con tono agrio:
—Podías haberme avisado, tengo un despacho en la calle de Onfroy. Aquí no estoy más qué de paso. La casa está desarreglada.
Lo abracé. Tuvo un acceso de tos. Yo creo que estaba más emocionado que lo que él habría querido aparentar. Los restos de la comida se hallaban todavía sobre la mesa.
—Tengo que alimentarme —prosiguió con gravedad— y tengo, por desgracia, poco apetito. ¿Te acuerdas de las judías del Seminario? Lo peor es que tengo que cocinar aquí, en la alcoba. He cogido manía al olor de grasa frita, me pone nervioso. Si copinara en otro lugar, creo que comería mucho más.
Nos sentamos uno al lado del otro; casi no le reconocía. Su cuello se había alargado más y su cabeza encima de él parecía muy pequeña, se parecía a una cabeza de ratón.
—Te agradezco que hayas venido. Si te he de ser franco, me extrañó muchísimo que contestaras a mis cartas. No eras demasiado comunicativo allá en el Seminario.
Contesté no recuerdo qué.
—Perdóname un momento —me dijo—, voy a arreglarme un poco. Hoy no lo he hecho por la prisa, algo muy raro en mí. ¿Qué quieres? La vida activa posee un lado bueno. Pero no creas que no me preocupe del lado espiritual. Leo muchísimo, no he leído nunca tanto como ahora. Y hasta un día… Tengo ahí algunas notas muy interesantes, muy vividas. Ya volveremos a hablar sobre ello. Antes tú versificabas muy bien. Tus consejos me serán útiles.
Un momento después le vi, por la puerta entreabierta, dirigiéndose hacia la escalera, con un pote de leche en la mano. Me quedé de nuevo solo con… Dios mío, reconozco que habría escogido por mi propio grado otra muerte. Unos pulmones que se funden poco a poco, igual que unos terrones de azúcar en agua; un corazón extenuado al que debemos estimular sin cesar, o esa curiosa enfermedad del doctor Laville, cuyo nombre ya he olvidado. Me parece que la amenaza de todo esto debe de quedar un poco vaga, abstracta… En el lugar en que se detuvieron mucho rato los dedos del doctor, creo sentir… No es más que imaginación, probablemente. ¡Qué importa! A pesar de repetirme que no hay nada cambiado en mí desde hace semanas, el pensamiento de volver a mi parroquia con… esa cosa, en fin, me avergüenza, me descorazona. Ya antes estaba tentado de sentir asco de mi persona, y sé el peligro de tal sentimiento que acabaría por quitarme todo valor. Mi primer deber, al comienzo de las pruebas que me esperan, debería ser el de reconciliarme conmigo mismo.
He reflexionado mucho sobre la humillación de esta mañana, creo que se debe más bien a un error de juicio y no a la cobardía. No conservo ya el buen sentido. Es verdad que mi actitud frente a la muerte no puede pertenecer a hombres muy superiores a mí y que admiro a monsieur Olivier… por ejemplo, o al señor cura de Torcy. (Uno expresamente esos dos nombres.) En tal coyuntura el uno y el otro habrían conservado una especie de distinción suprema que no es más que la natural, la libertad de las grandes almas. ¡Hasta la propia señora condesa!… No ignoro que eso son cualidades mejor que virtudes y que por mucho que se hiciera, no podrían adquirirse. ¡Ay! Es necesario que haya en mi algo de eso, puesto que lo admito tanto en los demás. Es como un lenguaje que entendiera muy bien, aunque sin sentirme capaz de hablarlo. Los reveses no me corrigen. Entonces, en el momento que necesitaría todas mis fuerzas, el sentimiento de mi impotencia me oprime tan vivamente que pierdo el hilo de mi pobre valor, como un orador malo pierde el de su discurso. Esta prueba no es nueva en mí. Anteriormente me consolaba con la esperanza de cualquier acontecimiento maravilloso, imprevisible, ¿el martirio quizá? A mi edad, la muerte parece tan lejana que la experiencia cotidiana de nuestra propia mediocridad no logra aún persuadirnos. No queremos creer que tal acontecimiento no tendrá nada de extraño, que será, sin duda, ni más ni menos mediocre que nosotros, hecho a nuestra imagen, a la imagen de nuestro destino. No parece pertenecer a nuestro mundo familiar y pensamos en él como en esas regiones fabulosas cuyos nombres leemos en los libros. Me decía hace poco que mi angustia había sido la de una consecuente decepción brutal, instantánea. Lo que había creído ya perdido, más allá de los imaginarios océanos lo tenía en aquel instante delante de mí. La muerte estaba allí. Era una muerte semejante a cualquier otra y estaba seguro de que la acogería con los sentimientos de un hombre común, ordinario. No sabré morir, como tampoco he sabido regir mi persona. «Sea usted sencillo», me dicen las gentes. Y lo hago lo mejor posible. ¡Es difícil ser sencillo! Pero las gentes de mundo dicen «los sencillos» como dicen «los humildes», con la misma sonrisa indulgente. Deberían decir: los reyes.
¡Dios mío! Te lo entrego todo del mejor grado. Claro que no sé dar, doy las cosas como si me las quitaran. Lo mejor es estarme quieto. Pues si yo no sé dar, Tú sabes coger… Y, sin embargó, me habría gustado ser por una vez, tan sólo por una vez, liberal y magnífico hacia Ti.
He sentido la tentación de visitar a monsieur Olivier, en la rue Verte. Y hasta he llegado a ponerme en camino. Pero he vuelto a los pocos pasos. Creo que me hubiera resultado imposible ocultarle mi secreto. Claro que al tenerse que marchar dentro de dos o tres días a Marruecos, no habría tenido mi confesión gran importancia para él, pero tengo la seguridad de que aun a mi pesar, habría representado un papel y hablado un lenguaje que no es el mío. No quiero lanzar bravatas ni desafiar a nadie. Para mi persona no hay más heroísmo que carecer de él, y como las fuerzas me faltan, quisiera que mi muerte fuera insignificante, lo más insignificante posible, que no se distinguiera en nada de los demás acontecimientos de mi vida. Después de todo, a mi torpeza natural debo la amistad e indulgencia de un hombre como el cura de Torcy. ¿Es acaso indigna? ¿Proviene quizá de mi infancia? A pesar de lo severamente que me juzgo algunas veces, no he dudado nunca de que poseo espíritu de pobreza. El espíritu infantil se le parece. Pues ambas cosas no son más que una.
Me siento satisfecho de no haber vuelto a ver a monsieur Olivier. Y, sobre todo, siento la alegría de comenzar el primer día de mi prueba aquí, en esta habitación. Claro que ni siquiera es una habitación. Pues me han instalado una cama en el estrecho corredor donde mi amigo tiene clasificadas sus muestras de droguería. Todos los envoltorios huelen horriblemente mal. No existe una soledad más profunda que la de cierta sordidez, que cierta desolación de la sordidez. Un mechero de gas, de los llamados de mariposa, deja escapar un tenue silbido sobre mi cabeza. A medida que pasan los minutos me parece penetrar más en aquella sordidez, en aquella miseria. En otros tiempos me habría inspirado repulsión.
Pero hoy me siento satisfecho de que albergue mi desgracia un ambienté semejante. Cuando anoche, después de mi segundo síncope, me hallé en aquella cama, mi idea fue seguramente huir, huir a cualquier precio. Recordé mi caída delante del cercado de los Dumouchel. Esta vez era mucho peor. A mi mente acudió el camino hondo, la imagen de mi casa, de mi jardincillo. Creí escuchar el rumor del enorme álamo que en las noches más serenas se despierta antes del alba. Me imaginé estúpidamente que mi corazón iba a interrumpir sus latidos.
—¡No quiero morir aquí! —grité—. ¡Que me bajen, que me arrastren donde quieran, me da lo mismo!
Perdí la cabeza, pero a pesar de ello reconocí la voz de mi pobre compañero. Sonaba furiosa y temblorosa al mismo tiempo. (Discutía en el descansillo con otra persona.)
—¿Qué quieres que haga? No puedo llevarle solo y sabes que no podemos pedirle nada al portero…
Sentí en aquel instante que me acometía una intensa vergüenza y comprendí que era un cobarde.
* * *
Creo que tendré que explicarme ahora de una vez para siempre. Voy a proseguir mi relato en el punto en que lo he dejado unas páginas antes. Después de la marcha de mi compañero, me quedé solo largo rato. Oí cuchichear en el corredor y luego volvió a entrar, con el pote de leche en la mano, ruborizado y con la fatiga impresa en el rostro.
—Espero que te quedarás a comer aquí —me dijo—. Entretanto hablaremos. Quizá te lea algunas páginas… Es una especie de diario que he escrito, titulado Mis Etapas. Seguramente mi caso interesará a mucha gente. Es típico…
Mientras hablaba, me acometió el primer desvanecimiento. Me obligó a que bebiera un enorme vaso de vino. A los pocos instantes me hallé mucho mejor, salvo un dolor intenso a la altura del ombligo, que fue apaciguándose poco a poco.
—¿Qué le vamos a hacer? —añadió—. Por nuestras venas corre mala sangre. Los Seminarios menores parecen ignorar los progresos de la higiene… Es espantoso. Recuerdo que un médico me dijo: son ustedes unos intelectuales infraalimentados desde la infancia. ¿No te parece que esas palabras explican muchas cosas?
No pude contener una sonrisa.
—No vayas a creer que quiero justificarme. Estoy adscrito al partido de la sinceridad. Tanto hacia los demás como conmigo mismo. A cada uno su verdad; ése es el título de una obra sorprendente y de autor muy conocido.
Transcribo exactamente sus palabras, sin añadir ni una coma. Me habrían parecido ridículas de no haber visto su rostro el signo evidente de una angustia cuya confesión no esperaba.
—De no haber sido por esta enfermedad —reanudó tras un silencio—, creo que estaría en el mismo punto que tú. He leído mucho. Y luego, al salir del sanatorio, he tenido que forjarme una situación, buscar una oportunidad. Cuestión de voluntad, de tesón, sobre todo de tesón. Seguramente opinas que no hay nada más fácil que colocar mercancías, ¿verdad? Error, grave error… Cuando se vende, ya sea drogas o minas de oro, sea Ford o un modesto representante, en realidad se trata siempre de manejar hombres. El manejo de hombres es la mejor escuela de la voluntad, y ahora sé bastante de eso. Felizmente, he franqueado ya el paso peligroso. Antes de seis semanas, mi negocio estará maduro y conoceré la dulzura de la independencia. Observa que no animo a nadie para que me siga. Hay pasos penosos, y de no haber tenido entonces, para sostenerme, el sentimiento de la responsabilidad cerca… cerca de una persona que me sacrificó la más brillante situación y a la que… Pero perdóname esta alusión al hecho que…
—Lo conozco —le dije.
—Sin… duda… Además podemos hablar objetivamente. He tomado mis disposiciones para evitarte esta noche un encuentro que…
Mi mirada parecía molestarle bastante, pues no hallaba lo que seguramente hubiera deseado leer. Delante de aquella pobre vanidad torturada sentí la impresión dolorosa experimentada algunos días antes en presencia de mademoiselle Louise. Era la misma impotencia para consolar, para compartir lo que fuera, la misma cerrazón del alma.
—Acostumbra a venir a esta hora. Le he rogado que pasara la noche en casa de una amiga, de una vecina…
Por encima de la mesa me tendió un brazo escuálido, lívido, que salía de una manga demasiado larga y poso su mano sobre la mía, una mano sudorosa y fría. Creo que debía estar verdaderamente emocionado, pero su mirada seguía mintiendo.
—Ella no ha representado nada en mi evolución intelectual, aunque nuestra amistad no fuera al principio más que un intercambio de puntos de vista, de juicios sobre los hombres y la vida. Desempeñaba el cargo de enfermera jefe en el sanatorio. Es una persona instruida, culta y de una educación muy por encima del término medio. Uno de sus tíos es recaudador en Rang-du-Fliers. Me he creído en el deber de cumplir la promesa que le hice allí. No vayas a creer que es un impulso, un arrebato… ¿Te extraña?
—No —le dije—. Pero me parece que haces mal fingiendo no querer a una mujer que tú mismo has escogido.
—No conocía esos sentimientos en ti.
—Escucha —proseguí—, si algún día tuviera la desgracia de faltar a los votos de mi ordenación, preferiría que fuera por el amor de una mujer que por lo que tú llamas tu evolución intelectual.
Se encogió de hombros.
—No pienso como tú —me contestó secamente—. Y permite que te diga que estás hablando de lo que ignoras. Mi evolución intelectual…
Sin duda siguió hablando, pues me queda el recuerdo vago de un monólogo que escuché sin comprender. Luego mi boca se llenó de una especie de barro espeso y el rostro de mi interlocutor se me apareció con una nitidez, con una extraordinaria precisión antes de hundirse en las tinieblas. Cuando abrí los ojos, vi que acababa de escupir aquella cosa viscosa que se me pegaba a las encías (era un coágulo de sangre), y oí seguidamente una voz de mujer. Dirigiéndose a mí, me dijo con el acento de la región de Lens:
—No se mueva, señor cura. Ya se le pasará.
Había recobrado inmediatamente el conocimiento, aliviado mucho por el vómito. Me senté en el borde de la cama y la pobre mujer quiso salir. Tuve que cogerla por el brazo.
—Le pido perdón. Me hallaba con una vecina en el otro lado del corredor, monsieur Louis se ha atemorizado. Ha querido ir a la farmacia Rovelle. El dueño es amigo suyo. Pero, desgraciadamente, la farmacia está cerrada por la noche y monsieur Louis no puede andar de prisa. Cualquier cosa le cansa. ¡Cosas de la salud! No le sobra mucha…
Para tranquilizarla, di algunos pasos por la habitación. Acabó por consentir en sentarse. Su estatura es tan baja que podría tomársela por una de esas niñas que se ven en los pueblos proletarizados y a las que sería difícil dar una edad. Su rostro no es desagradable; al contrario. Sin embargo, parece que sus facciones van a olvidarse con sólo volver la cabeza. Pero sus ojos azules deslucidos, tienen una sonrisa tan resignada, tan humil de, que parecen los ojos de una anciana, de una hilandera.
—En cuanto se encuentre usted mejor, me marcharé —prosiguió—. A monsieur Louis no le gustaría hallarme aquí. Se oponía a que habláramos. Al salir, me ha recomendado que le dijera que era una vecina.
Se sentó en una silla baja. Permaneció silenciosa unos instantes antes de proseguir:
—Sin duda tendrá usted un mal concepto de mí. La habitación se halla todavía sin arreglar. Todo está sucio. Salgo muy temprano para ir a trabajar… Me marcho a las cinco. Y además, como verá, no soy demasiado robusta…
—¿Es usted enfermera?
—¿Enfermera yo? Era mujer de limpieza en el sanatorio cuando encontré a mon… Sin duda le extrañará que le llame monsieur Louis, puesto que vivimos juntos.
Bajó la cabeza, fingiendo arreglar los pliegues de su raída falda.
—No ha vuelto a ver a ninguno de sus antiguos… de sus… en fin, de sus antiguos compañeros. Es usted el primero. Me doy cuenta de que no soy una mujer para él. Pero en el sanatorio se creyó ya curado y se forjó muchas ideas. En lo que concierne a la religión, no veo ningún mal en que fuéramos marido y mujer, pero parece ser que él había hecho una promesa, ¿no es así? Y una promesa es siempre una promesa. Pero ¡qué importa! En aquella época no podía hablarle de una cosa semejante. Tanto más, usted me perdonará, cuanto que le amaba…
Pronunció tan tristemente la última palabra, que no supe qué contestarle. Los dos enrojecimos.
—Además, existía otra razón. Un hombre instruido como él, no es demasiado fácil de cuidar. Sabe tanto o más que el médico, conoce todos los remedios, y aunque le hagan ahora un cincuenta y cinco por ciento de rebaja en la farmacia, siguen costando caras las medicinas.
—Y usted, ¿qué es lo que hace?
Vaciló un instante antes de responder.
—Soy mujer de limpieza. Lo que más cansa de mi oficio es ir de un barrio a otro.
—¿Y él, qué hace?
—Parece ser que ganará mucho dinero. Claro que ha tenido que alquilar la máquina de escribir para la oficina. Además, no puede salir demasiado a la calle. ¡Le cansa tanto hablar! Yo podría salir muy bien adelante, pero a él se le ha metido en la cabeza que tengo que instruirme…
—¿Y cuándo tiene tiempo para ello?
—Durante la tarde, la noche… Él no duerme mucho. La gente como yo, obreros al fin y al cabo, necesitamos dormir. Puede estar usted seguro de que él no lo hace adrede, ni siquiera piensa en ello. «Pero si es ya medianoche» —me dice. Quiere convertirme en una dama. Es natural que un hombre de su categoría desee eso… Dese usted cuenta… lo más seguro es que no hubiera sido una buena compañera para él, si…
Me observaba con una atención extraordinaria, como si su vida dependiera de la palabra que iba a pronunciar, del secreto que iba a confiarme. No es que no se fiara de mí, pero le faltaba valor para pronunciar ante un extraño la palabra fatal. Estaba avergonzada, más bien. Varias veces he observado en las mujeres pobres esa repugnancia, ese pudor a hablar de las enfermedades. Su rostro se ruborizó.
—Va a morir… pero él lo ignora.
No pude reprimir mi sobresalto. Su rubor se hizo más intenso.
—¡Adivino lo que está usted pensando! Vino hace poco un vicario de la parroquia, un hombre muy educado, que monsieur no conocía. Según él, yo era la que impedía que monsieur Louis se reintegrara a su deber. ¡El deber! No es cosa fácil de comprender. Estoy segura que esos señores le cuidarían mejor que yo. El piso está sucio y tampoco la alimentación es como debiera. (La calidad es buena, pero falta la variedad, y monsieur Louis se asquea en seguida.) Quisiera que la decisión procediera de él; sería mejor, ¿no cree usted? Supongamos que me marcho. Se creerá traicionado. Pues sin que con ello quiera ofenderle a usted, él no ignora que yo carezco de religión. Entonces…
—¿Están ustedes casados? —le pregunté.
—No, señor.
Por su rostro aleteó una sombra. De pronto pareció decidirse.
—No quiero mentirle… Fui yo quien se opuso.
—¿Porqué?
—A causa de… A causa de lo que es. Cuando dejó el sanatorio, creí que todo iría mucho mejor, que se curaría. Entonces, en el caso de que hubiera querido algún día, ¿qué sé yo…? Estaba dispuesta a no serle una molestia.
—¿Y qué pensaba él de todo eso?
—¡Oh! Nada… Creía que yo me oponía por culpa de mi tío de Rang-du-Fliers. Un antiguo cartero que posee bienes y detesta a los sacerdotes. Le hice creer que me desheredaría. Lo más divertido es que, en efecto, el viejo me deshereda. Pero por haberme quedado soltera, por haberme convertido en una concubina, como él dice. A su manera es un hambre decente y alcalde del pueblo. «Ni siquiera puedes hacer que tu cura se case contigo», me escribe. «Te has vuelto una cosa inútil.»
—Pero en cuanto… —No me atreví a terminar. Ella remató por mí la frase con una voz que a muchos hubiera parecido indiferente, pero que yo conozco muy bien y que despierta en mí muchos recuerdos. Esa voz valiente y resignada que apacigua al borracho, riñe a los niños indóciles, adormece al niño de pecho sin pañales, discute con el acreedor implacable, implora al alguacil, tranquiliza a los agonizantes; la voz de las amas de casa, igual a través de los siglos, la voz que se enfrenta con todas las miserias del mundo…
—Cuando él muera, tendré dificultades. Antes de ir al sanatorio, fui pinche en un preventorio de niños, situado cerca de Hyeres, en el Midi. ¡No hay nada mejor que los niños! Son el mismo Dios.
—Volverá a encontrar una plaza semejante —le dije.
Ella enrojeció más intensamente.
—Creo que no… Porque —no quisiera que se difundiera—, pero dicho sea entre nosotros, antes no era ya demasiado robusta. Y él me ha contagiado su dolencia.
No supe qué responder. Ella pareció molesta por mi silencio.
—Es posible que haya enfermado mucho antes —dijo con tono de disculpa—. Mi madre tampoco está muy fuerte.
—Quisiera poder ayudarla —le dije. Ella supuso que iba a ofrecerle dinero, pero después de mirarme pareció tranquilizarse y hasta sonrió.
—Desearía, si la ocasión se presentara, que le dijera algo sobre su idea de instruirme. Cuando pienso que… En fin, ya comprenderá. Para el tiempo que nos queda para pasar juntos, es muy duro… No ha tenido nunca mucha paciencia. Al fin y al cabo, es un enfermo. Pero él dice que lo hago adrede, que si quisiera podría aprender. Creo que mi enfermedad debe intervenir en esta torpeza, pues no soy tan tonta… Pero no sé qué responderle la mayor parte de las veces. Figúrese que hasta comenzó a enseñarme latín. A mí, que ni siquiera tengo un certificado de estudios. Además, cuando acabo de trabajar, la cabeza me da vueltas y no pienso más que en dormir. ¿Es que no podríamos hablar tranquilos un instante en vez de estudiar?
Agachó la cabeza y jugueteó con un anillo que llevaba en un dedo. Se dio cuenta de que yo la miraba y escondió rápidamente la mano bajo su delantal. Sentí deseos de hacerle una pregunta, pero no me atreví.
—Su vida es muy dura… —le dije—. ¿No ha llegado usted a desesperarse nunca?
Debió de creer que le tendía una celada, pues su rostro se ensombreció.
—¿No se ha sentido tentada de rebelarse alguna vez? —añadí.
—No… —me respondió—. Tan sólo, algunas veces, no llego a comprender…
—¿Y qué ocurre entonces?
—Son ideas que me asaltan cuando descanso, ideas de domingo, como las llamo. Algunas veces me acometen también cuando estoy cansada, muy cansada… ¿Pero por qué me pregunta todo esto?
—Por amistad —le contesté—. Porque en algunos momentos, yo mismo…
Su mirada no se apartaba de la mía.
—Para ser sincera, le diré que tampoco usted tiene muy buena cara, señor cura. Pues bien, cuando ya no me siento capaz de nada, cuando me duelen las piernas y el costado, voy a esconderme en un rincón completamente sola —y usted se reirá, sin duda, en vez de contarme a mí misma cosas alegres, cosas que reconforten, pienso en todas esas gentes a quienes no conozco— ¡y hay muchas en el ancho mundo! —y que arrastran una vida miserable; los mendigos que vagan bajo la lluvia, los niños perdidos, los enfermos, los locos de los manicomios que aúllan a la luna y tantos, tantos otros… Trato de unirme a ellos, de hacerme insignificante, de confundirme con sus personas… Pero no sólo de los vivos, sino también de los muertos que han sufrido y los que están por llegar y que sufrirán tanto como nosotros… «¿Para qué todo eso? ¿Para qué sufrir?», dicen todos… Y a mí me parece repetirlo con ellos, me parece oír un gran murmullo acusándome. En esos momentos no cambiaría mi puesto por el de un millonario y me siento enteramente feliz. ¿Qué quiere usted? Me siento feliz aun a mi pesar. No trato de razonar… En eso me parezco a mi madre. «Si la mejor suerte de todas las suertes, es no tener suerte», me decía, «ya estoy servida…» Jamás la oí lamentarse. A pesar de haberse casado dos veces y las dos con borrachos. Mi padre fue el peor, un viudo con cinco hijos; auténticos diablos. Engordó de una manera increíble, toda su sangre se volvió grasa. «No hay nada más paciente que una mujer», repetía muchas veces. «No lograré descansar hasta que muera.» Un día sintió un gran dolor en el pecho, en el hombro y en el brazo que la impedía respirar. Su última noche fue terrible. Mi padre volvió borracho, como de costumbre. Ella quiso poner la cafetera al fuego y se le cayó de las manos. «¡Qué estúpida soy!», exclamó. «Llégate a casa de la vecina y pídele otra prestada. Vuelve de prisa, antes de que tu padre se despierte.» Cuando volví, estaba casi muerta. Tenía un lado del rostro ennegrecido y su lengua aparecía entre los dientes, negra también. «Tendré que tenderme… No me encuentro muy bien.» Mi padre seguía roncando en la cama. No se atrevió a despertarle. Fue a sentarse en un rincón de la cocina. «Echa ya el pedazo de tocino en la sopa», dijo. «El agua está hirviendo.» Y se murió.
No quise interrumpirla, pues comprendía muy bien que era la primera vez que explicaba tales cosas a alguien. De pronto pareció despertar de un sueño y se sintió bastante, confusa.
—Creo que vuelve monsieur Louis… Reconozco sus pasos. Será mejor que me marche. Probablemente volverá a llamarme —añadió, sonrojándose—. Pero no le diga que he estado aquí. Se enfadaría…
Cuando mi amigo me encontró de pie tuvo un movimiento de alegría que me emocionó.
—El farmacéutico tenía razón… Se ha reído de mí. Pero la verdad es que el menor síncope me inspira un gran temor. Sin duda te ha sentado mal la comida.
Luego decidimos que pasaría la noche en aquella cama.
———
Intenté conciliar el sueño, mas no me fue posible. Pero no encendí la luz, temiendo que el silbido del mechero de gas despertara a mi amigo. Entreabrí la puerta y eché una mirada al interior de su cuarto. Estaba vacío.
No… no me arrepiento de haberme quedado. Al contrario. Y hasta me parece que el señor cura de Torcy hubiera aprobado mi decisión. En el caso de que haya sido una estupidez, espero que no me sea tenida en cuenta. Mis estupideces carecen de importancia. Nada cuenta ya…
Cierto que existían en mí muchas cosas capaces de provocar la inquietud de mis superiores. Pero es que planteábamos mal el problema. Por ejemplo, el señor deán de Blangermont tenía razón al dudar de mis medios, de mi porvenir. Claro que yo carecía de porvenir. Pero eso lo ignorábamos los dos.
Me repito que la juventud es también un don de Dios, y como todos los dones de Dios, no cabe lamentarse por él. No son realmente jóvenes más que aquellos a quienes designa para no sobrevivir a su juventud. Yo pertenezco a esa clase de hombres. Acostumbraba a preguntarme: ¿qué es lo que haré a los cincuenta o a los setenta años? Como es natural, no hallaba respuesta. Ni siquiera me imaginaba una contestación adecuada. En mí interior parecía no haber esa ancianidad latente que existe en cada hombre.
Siento la dulzura de esa seguridad. Por vez primera desde hace años, desde siempre tal vez, me parece hallarme frente a mi juventud, contemplándola sin la menor desconfianza. Me parece reconocer su rostro, un rostro olvidado… Ella me mira también a su vez y me perdona. Abrumado por esa desmaña hereditaria que me hacía incapaz de progresar, pretendí exigir de ella lo que no podía darme, encontrándola ridícula y avergonzándome hasta de su existencia. Y ahora, cansados los dos de nuestras vanas querellas, podemos sentamos al borde del camino y respirar un instante la gran paz de la noche donde ambos vamos a penetrar.
Me resulta también agradable decir que nadie ha pecado de excesiva severidad hacia mí, por no utilizar la gran palabra «injusticia». Rindo homenaje a las almas capaces de hallar en el sentimiento de la iniquidad de que son víctimas, un principio de fuerza y de esperanza; Pero por mucho que me esfuerce, siento que repugnaré siempre saberme causa —incluso inocente— o solamente ocasión de la falta del prójimo. Hasta en la Cruz, cumpliendo angustiosamente la perfección de su Santa Humanidad, Nuestro Señor no se hizo víctima de la injusticia: Non scieunt quod facient. Palabras inteligibles a los niños más pequeños, palabras que quisiéramos llamar infantiles, pero que los demonios deben repetirse desde entonces, con un temor creciente, sin comprenderlas. Cuando esperaban el rayo aniquilador, fue como una mano inocente que cerraba los pozos del abismo.
Siento una gran dicha al pensar que los reproches que he sufrido algunas veces me fueron hechos por nuestra común ignorancia de mi verdadero destino. Un hombre razonable como el señor de Blangermont se interesaba demasiado en prever lo que yo iba a ser y me reprochaba un día las faltas que iba a cometer al siguiente.
He amado ingenuamente a las almas (creo, además, que no puedo amarlas de otra manera). Y esa ingenuidad acabó por hacerse, a la larga, peligrosa para mí y para el prójimo. He resistido tan torpemente una inclinación tan natural de mi corazón, que he llegado a creerla invencible. El pensamiento de que esta lucha va a terminar por no tener más objeto, se me ha ocurrido esta mañana, pero entonces me hallaba en el punto crítico del estupor causado por la revelación del doctor Laville. Posteriormente ha ido entrando en mí poco a poco. Era al principio un hilillo límpido de agua y ahora me desborda el alma, llenándola de un raro frescor. Silencio y paz.
Claro que durante las últimas semanas, los postreros meses que Dios me conceda, durante todo el tiempo que pueda seguir sosteniendo la carga de una parroquia, trataré, como antes, de obrar con prudencia. Pero, menos preocupado por el porvenir, trabajaré tan sólo para el presente. Esa especie de trabajo me parece hecho a mi medida, de acuerdo con mi capacidad. Pues no tengo éxito más que en las cosas pequeñas y, frecuentemente probado por la inquietud, tengo que reconocer que triunfo en las minúsculas alegrías.
Este día capital ha sido como los otros: no ha finalizado con el temor, como tampoco el que comienza se abriría en la gloria. No vuelvo la espalda a la muerte, pero tampoco la afronto como sabría hacerlo seguramente monsieur Olivier. He tratado de elevar hacia ella la mirada más humilde que me ha sido posible, aunque no sin el secreto deseo de desarmarla, de enternecerla. Si la comparación no me pareciera tan estúpida, diría que la he contemplado como a Sulpice Mitonnet o mademoiselle Chantal… ¡Ay! Se necesitaría la ignorancia y la simplicidad de los niños.
Antes de saber lo que iba a ocurrir, me ha asaltado muchas veces el temor de no saber morir cuando el momento llegara. Pues la verdad es que soy horriblemente impresionable. Recuerdo unas palabras del querido doctor Delbende, ya anteriormente transcritas en este diario: «Las agonías de los monjes o las religiosas no son siempre las más resignadas». Hoy no me asalta ese escrúpulo. Comprendo muy bien que un hombre seguro de sí mismo, de su valor, desee hacer de su agonía algo perfecto, completo. Paro a falta de otra cosa mejor, la mía será como pueda. Y nada más. Si este concepto no fuera tan audaz, diría que los más bellos poemas no valen, para un ser apasionado, lo que los balbuceos de una torpe confesión. Y reflexionando mejor, creo que ésa comparación no puede ofender a nadie, pues la agonía humana es, ante todo, un acto de amor.
Es posible que Dios quiera hacer de la mía un ejemplo, una lección. Me gustaría que despertara una emoción de piedad. ¿Por qué no? He querido mucho a los hombres y me doy cuenta de que esta tierra me era muy grata. Estoy seguro de que no moriré sin verter lágrimas. Si nada es más extraño a mí que una indiferencia estoica, ¿por qué iba a desear esa muerte de los impasibles? Los héroes de Plutarco me inspiran en su totalidad miedo y fastidio. Creo que si entrara en el Paraíso con ese disfraz, haría sonreír hasta a mi ángel guardián.
¿Por qué inquietarme? ¿Por qué tratar de prever lo que ocurrirá? Si tengo miedo, diré: tengo miedo… Sin sentir por ello ninguna vergüenza. ¡Que la primera mirada del Señor, cuando se me aparezca su Santa Faz, sea una mirada tranquilizadora!
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Me he adormecido un instante, con los codos sobre la mesa. No tardará en amanecer. Hasta mis oídos llega el rumor de los carros de los lecheros.
Quisiera marcharme, sin despedirme de nadie. Desgraciadamente, me parece imposible. Aunque dejara una nota sobre la mesa prometiendo volver pronto, mi amigo no comprendería lo ocurrido.
¿Qué puedo hacer, en realidad, por él? Temo que se niegue a entrevistarse con el señor cura de Torcy, y temo más aún que éste hiera cruelmente su vanidad, arrastrándole a alguna medida absurda, desesperada, de la que es capaz su obstinación. Claro que mi maestro acabaría por triunfar a la larga, pero si esta pobre mujer ha dicho la verdad, el tiempo apremia.
Apremia también para ella… Anoche evité levantar los ojos. Creo que habría leído en mi mirada la poca seguridad que tenía en mí mismo. ¡No! No estaba muy seguro de mí. A pesar de decirme que otro provocaría la palabra que temía en lugar de esperarla, eso no me convence demasiado. «¡Márchese!», le habría dicho. «¡Márchese! ¡Deje que muera lejos de usted, reconciliado!» Ella se habría marchado. Pero sin comprender nada, sólo por obedecer una vez más el instinto de su raza, de su raza apacible destinada desde siglos al cuchillo de los degolladores. Para perderse entre la multitud con su humilde desgracia, con su rebeldía inocente que no encuentra, más que el lenguaje de la aceptación para expresarse. No creo que sea capaz de maldecir, pues la ignorancia incomprensible, la ignorancia sobrenatural de su corazón es de las que parece guardar un ángel. ¿No es demasiado que no haya aprendido de nadie á levantar sus ojos, sus valientes ojos hacia la Mirada de todas las Resignaciones? ¿Habría aceptado Dios de mí el don sin precio de una mano que no sabe lo que da? Pero no me he atrevido. Que el cura de Torcy haga lo que quiera.
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Rezo mi rosario ante la ventana abierta, que da a un patio parecido a un obscuro pozo. Pero al alzar la mirada, me parece que sobre mi cabeza, el rincón de la muralla que da hacia el Este, comienza a reflejar cierta claridad.
Me envuelvo en la manta. No tengo frío. El dolor habitual ha cesado, pero siento deseos de vomitar.
Si pudiera, saldría de esta casa. Me gustaría desandar, por las calles vacías, el camino recorrido esta mañana. Mi visita al doctor Laville, las horas pasadas en el cafetín de madame Duploy, no me han dejado más que un recuerdo borroso y cuando trato de evocar detalles precisos, siento una fatiga extraordinaria, irreprimible. La parte de mi ser que sufrió en aquellos instantes ya no existe, ya no existirá jamás. Una parte de mi alma permanece insensible, seguirá así hasta el final.
Lamento mi debilidad ante el doctor Laville. Debería de avergonzarme de no experimentar ningún remordimiento, pues, ¿qué idea se habrá forjado de un sacerdote aquel hombre tan resuelto y tan firme? ¡No importa! Todo ha terminado ya. La especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, acaba de disiparse, creo que para siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy.
Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo el orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo.
CARTA DE MONSIEUR LOUIS DUFRETY
AL SEÑOR CURA DE TORCY
SUMINISTROS DE DROGUERIA
Y PRODUCTOS SIMILARES
Importación y Exportación
LOUIS DUFRETY Representante
Lille, a… de febrero de 19…
Reverendo padre:
Le comunico sin tardanza los datos que me ha solicitado. Ulteriormente los completaré con un relato al que mi precario estado de salud no me ha permitido dar los últimos toques y que destino a los Cuadernos de la Juventud de Lille, revista muy modesta donde acostumbro a escribir en mis ratos perdidos. Le aseguro que recibirá un ejemplar en cuanto aparezca la edición.
La visita de mi amigo me causó gran placer. Nuestro afecto, nacido en los más hermosos años de nuestra juventud, era de los que no temen el paso del tiempo. Creo además que su intención no era prolongar su visita más allá del término necesario para una charla fraternal. Hacia las diecinueve, aproximadamente, se sintió ligeramente indispuesto. Creí que era mi deber retenerle en casa. Mi piso, aunque sencillo, pareció gustarle mucho y no opuso dificultad alguna en quedarse a pasar la noche. Añadiré que, por delicadeza, yo mismo pedí hospitalidad a un amigo cuyo piso se halla cercano al mío.
Hacia las cuatro y al no poder conciliar el sueño, fui discretamente hacia su habitación, hallando a mi amigo tendido en el suelo. Le trasladamos a la cama. Aunque le prodigamos todos nuestros cuidados, temo que ese desplazamiento le fue fatal. Le acontecieron violentos vómitos de sangre. La persona que compartía entonces mi vida y que había hecho serios estudios médicos me informó sobre su estado. El diagnóstico fue de los más sombríos. Sin embargo, la hemorragia cesó. Mientras aguardábamos al médico, mi pobre amigo recobró el sentido. Gruesas gotas de sudor le caían por la trente y las mejillas, y su mirada, apenas visible a través de los párpados entreabiertos, parecían expresar una gran angustia. Comprobé que su pulso iba debilitándose cada vez más. Un vecino fue a avisar al sacerdote de guardia, vicario de la parroquia de Santa Austreberta. El agonizante me hizo comprender por gestos que deseaba su rosario, que saqué del bolsillo de su pantalón y que estrechó amorosamente contra el pecho. Luego, pareció hacer acopio de fuerzas y con una voz casi ininteligible, me rogó que le absolviera. Su rostro estaba casi sereno y hasta sonrió.
A pesar de que una justa apreciación de las cosas me obligó a no cumplimentar su deseo, con excesiva prisa, ni el humanitarismo, ni la amistad me permitieron rehusar. Para seguridad de usted, añadiré que creo haber cumplido mi deber con un sentimiento completamente puro.
Como el sacerdote tardaba, me creí obligado a expresar a mi infortunado camarada el pesar que me producía aquel retraso que estaba a punto de privarle de los consuelos que la Iglesia reserva a los moribundos. No pareció oírme, pero algunos instantes después, su mano se posó sobre la mía mientras su mirada me hacía señal de que acercara mi oído a su boca. Pronunció entonces, claramente, aunque con una extraña lentitud, estas palabras que estoy seguro de transcribir exactamente: «¡Qué más da! Todo es ya gracia.»
Creo que murió inmediatamente después.