II

Esta mañana, después de la misa, tuve una larga conversación con mademoiselle Louise. Hasta ahora la veía raramente en los oficios semanales, pues su situación de institutriz en el castillo nos impone a los dos una gran reserva. La señora condesa la tiene en gran estima. Según parece, debía de haber ingresado en la Orden de las Clarisas, pero consagró, en vez de eso, a su anciana madre enferma, que murió el año pasado. Los dos niños la adoran. Desgraciadamente, la hija mayor, mademoiselle Chantal, no le profesa simpatía e incluso parece que se complazca en humillarla tratándola como a una criada. Es posible que sólo sean niñerías, pero sea lo que fueren, deben poner a prueba su paciencia, pues por la señora condesa sé que mademoiselle Louise pertenece a una excelente familia y que ha recibido una educación superior.

He creído comprender que en el castillo aprobaban mi decisión de prescindir de cualquier criada. Sin embargo, creo que hallarían preferible que contratara a una mujer de limpieza, aunque no fuera al principio más que una o dos veces por semana. Es, evidentemente, una cuestión de principios. Habito un presbiterio muy confortable, la más hermosa casa del país después del castillo y no estaría bien visto que lavase yo mismo la ropa blanca. ¡Parecía que lo hacía adrede!

Acaso no tenga tampoco derecho a distinguirme de mis colegas no mucho más ricos que yo, pero que sacan mejor partido de sus modestos recursos. Creo sinceramente que me importa muy poco ser rico o pobre. Quisiera solamente que nuestros superiores comprendieran de una vez para siempre que este cuadro de felicidad burguesa que nos imponen como ambiente vital conviene muy poco a nuestra miseria… La extrema pobreza no tiene por qué preocuparse en parecer digna. ¿Por qué mantener entonces las apariencias? ¿Por qué hacer de nosotros unos menesterosos?

Me prometía algunos consuelos con la enseñanza del catecismo, con la preparación a la santa comunión privada según los deseos del santo Papa Pío X. Hoy, al oír el zumbido de las voces de los pequeños en el cementerio y el ruido de sus pequeños zuecos claveteados en los umbrales, parecía que el corazón se me desgarrara de ternura… Sinite párvulos… Soñaba en decirles, en ese lenguaje infantil que he recordado en seguida, todo lo que debo guardar para mis adentros, todo lo que no me es posible expresar desde el púlpito donde me han recomendado que sea prudente. ¡Claro que no habría exagerado! Pero en fin, me sentía orgulloso de tener que hablarles de otra cosa que de los problemas de las casas, del derecho cívico o de esas abominables lecciones de cosas que no son, en efecto, más que lecciones de cosas. Además me sentía liberado de la especie de temor casi enfermizo que siente todo joven sacerdote cuando ciertas palabras y ciertas imágenes le acuden a los labios.

De ese temor que nos obliga a mantenernos forzosamente circunscritos a las austeras lecciones doctrinales, utilizando un vocabulario tan usado pero tan seguro, que no sorprende a nadie y que tiene al menos el mérito de ahogar los comentarios irónicos a fuerza de vaguedad y aburrimiento. Al oímos, se creería frecuentemente que predicamos al Dios de los espiritualistas, al Ser supremo, pero no al Señor que hemos aprendido a conocer como un maravilloso amigo vivo, que sufre con nuestras penas, se alegra con nuestras dichas, compartirá nuestra agonía y nos estrechará con sus brazos sobre Su corazón.

Sentí inmediatamente la resistencia de los muchachos y me callé. Después de todo, no es culpa suya si a la precoz experiencia de los irracionales —inevitable— se añade actualmente la del cine semanal. Cuando su boca ha podido articularla por vez primera, la palabra amor es ya un vocablo ridículo, un nombre mancillado, que de buena gana habrían perseguido riendo y apedreándole como hacen con los sapos. Las niñas, sin embargo, me habían dado cierta esperanza; sobre todo Seraphita Dumouchel. Es la mejor alumna del catecismo. Alegre, limpia, con la mirada un poco vivaz pero pura. Tomé poco a poco la costumbre de distinguirla entre sus compañeras menos atentas, interrogándola frecuentemente y pareciendo a veces que hablaba sólo para ella. La semana pasada, al darle en la sacristía su buena nota semanal —una hermosa estampa— le puse inconscientemente las manos sobre los hombros y le dije:

—¿Tienes ganas de recibir al Niño Jesús? ¿Te parece largo el tiempo que falta?

Me respondió que no.

—¿Por qué?

—Ya llegará el momento.

Sorprendido, pero no escandalizado, pues conocía la malicia de los niños, añadí:

—¿Comprendes todo lo que digo? Me ha parecido que sí porque escuchas con mucha atención.

Su minúsculo rostro adquirió una expresión seria y me respondió mirándome fijamente:

—Es porque tiene usted unos ojos muy bonitos.

Me callé y salimos juntos de la sacristía. Sus compañeras estaban murmurando entre sí y al vernos se callaron bruscamente, estallando después en risas. Evidentemente, se habían puesto de acuerdo entre ellas.

A partir de entonces me esforcé en no cambiar de actitud, pues no quería que pareciera que tomaba parte en su juego. Pero la pobre niña, sin duda alentada por las otras, me persigue con sus muecas solapadas, molestas, con expresiones de verdadera mujer y una manera bochornosa de levantar la falda para anudar la cinta que le sirve de liga. ¡Dios mío! ¡Los niños son siempre niños! ¿Pero qué habré hecho para merecer la hostilidad de esas pequeñas?

Los monjes sufren por las almas. Nosotros, en cambio sufrimos con ellas. Este pensamiento, que se me ocurrió ayer al anochecer, ha pasado toda la velada a mi lado, como un ángel.

* * *

Efemérides de mi nombramiento para el puesto de Ambricourt. ¡Tres meses ya! Esta mañana he rogado por mi parroquia, mi pobre parroquia, mi primera y última parroquia, pues a veces me acometen deseos de morir. ¡Mi parroquia! Una palabra que no puede pronunciarse sin emoción —¿qué estoy diciendo?—, sin un impulso del amor. Y sin embargo, no despierta en mí más que una idea confusa. Sé que existe realmente, que somos la viva de la Iglesia imperecedera y no una ficción administrativa. Pero quisiera que Dios me abriera ojos y oídos, me permitiera ver su rostro y escuchar su voz. ¿Es acaso pedir mucho? ¡El rostro de mi parroquia mirada! Debe ser una mirada dulce, triste, paciente imagino debe parecerse un poco a la mía cuando de debatirme, cuando me dejo arrastrar por esa corriente invisible que nos arrastra a todos, en confusión, hacia la profunda Eternidad. Y esa mirada sería la de la cristiandad, la de todas las parroquias o incluso… acaso, la de la pobre raza humana. Lo que Dios vio desde lo alto de la Cruz. Perdonales porque no saben lo que hacen…

(Se me ha ocurrido la idea de utilizar ese pasaje, arreglándolo un poco, para mi sermón dominical. La mirada de la parroquia ha hecho sonreír y me he detenido durante un segundo, en medio de la frase, con la impresión muy clara ¡ay! de estar representando una comedia. Dios sabe, sin embargo, que soy sincero. Pero siempre hay algo turbador en las imágenes que han emocionado demasiado nuestro corazón. Estoy seguro de que el déan de Torcy me habría reprendido. A la salida de misa, el señor conde me dijo con su voz aburrida y un poco nasal:

—¡Ha tenido usted un hermoso arranque!

Hubiera querido desaparecer tragado por la tierra.)

* * *

Mademoiselle Louise me ha transmitido una invitación para comer en el castillo el martes próximo. La presencia de mademoiselle Chantal me incomoda un poco e iba a responder con una discreta negativa cuando la institutriz me ha hecho seña de que aceptara.

La mujer de limpieza volverá el martes al presbiterio. La señora condesa ha tenido la gentileza de anunciarme que le pagará su jornal una vez por semana. Era tan bochornoso el estado de mi ropa blanca que esta misma mañana he corrido a Saint-Vaast para encargar tres camisas, calzoncillos y pañuelos. En pocas palabras, que ni los cien francos del señor cura de Torcy han bastado para cubrir este gasto inesperado. Pero por si fuera poco, tengo que dar a la mujer la comida del mediodía y una trabajadora necesita una alimentación conveniente. Felizmente, mi vino de Burdeos va a prestarnos un buen servicio. Lo embotellé ayer mismo. Me ha parecido un poco turbio, pero su perfume es bastante intenso.

Los días pasan, pasan… ¡Qué vacíos están! Logro cumplir mi tarea diaria, pero aplazo sin cesar para mañana la ejecución del pequeño programa que me he trazado. Defecto en el método, evidentemente. Paso muchísimo tiempo en las carreteras. Mi tenencia parroquial más próxima está a sus buenos tres kilómetros y la otra a cinco. La bicicleta me rinde poco servicio, pues no puedo ascender las pendientes, sobre todo en ayunas, sin sentir terribles dolores de estómago. ¡Y era tan pequeña la parroquia en el mapa!… Cuando pienso que una clase de veinte o treinta alumnos de edad y condición semejantes, sometidos a la misma disciplina y preparados en los mismos estudios, no es conocida del maestro más que en el curso del segundo trimestre, me parece que toda la vida, todas las fuerzas de mi vida van a perderse inútilmente.

Mademoiselle Louise asiste ahora diariamente a la Santa Misa. Pero aparece y desaparece con tanta rapidez, que apenas tengo tiempo de darme cuenta de su presencia. Sin ella la iglesia hubiera estado muchos días vacía.

Ayer encontré a Seraphita en compañía del señor Dumouchel. El rostro de esa pequeña parece transformarse de día en día. Antes era muy cambiante, variable; ahora, en cambio, le encuentro una especie de fijeza, de dureza muy extraña a su edad. Mientras le hablaba, me observaba con una atención tan molesta que no he podido evitar el rubor. Creo que debería prevenir a sus padres… ¿Pero de qué?

En un papel dejado sin duda intencionadamente en uno de los catecismos y que he hallado esta mañana, una mano torpe había dibujado una minúscula figura femenina con esta inscripción: «La mujer del señor cura». Como cada vez distribuyo los libros al azar, resulta inútil tratar de hallar el autor de esa broma pesada.

Claro que esos incidentes enojosos son moneda corriente aun en los mejores centros educativos. La diferencia es que allí el maestro puede confiarse a su superior, tomar informes. Aquí, en cambio…

«Sufrir por las almas», me he repetido durante toda la noche. Pero a pesar de la frase consoladora, el Ángel no ha vuelto.

* * *

La esposa de Pégriot regresó ayer. Me ha parecido poco satisfecha con el salario fijado por la señora condesa y he creído mi deber añadir cinco francos más de mi propio bolsillo.

Es evidente que esta mujer tiene un carácter ingrato y su trato es brusco. Pero hay que ser justo: yo trato a todo el mundo de una manera inhábil y con un ridículo embarazo que debe desconcertar a las personas. También me ocurre que raramente tengo la impresión de agradar a mis interlocutores, probablemente por desearlo demasiado. Todos creen que lo hago a regañadientes.

El martes hubo reunión en casa del cura de Hebuterne. Se dio la conferencia mensual. Tema tratado por el señor abate Thomas, licenciado en historia: «La Reforma, sus orígenes y sus causas». Verdaderamente, el estado de la Iglesia en el siglo dieciséis causaba estremecimientos. A medida que el conferenciante proseguía su exposición, forzosamente un poco monótona, iba yo observando los rostros del auditorio sin ver otra cosa que la exteriorización de una curiosidad cortés, exactamente como si estuviéramos reunidos para escuchar la lectura de cualquier capítulo de la historia de los Faraones. Tal indiferencia aparente me hubiera exasperado antes. Pero ahora creo que es la señal de una gran fe, acaso también de un gran orgullo inconsciente. Ninguno de aquellos hombres, fuera por el motivo que fuera, creía que la Iglesia estuviera en peligro. Mi confianza no es tampoco menor, pero probablemente de otra especie. Su seguridad me horroriza.

(Lamento haber escrito la palabra orgullo y, sin embargo, no puedo borrarla, falto de cualquier otra que convenga mejor a un sentimiento tan humano y tan completo. Después de todo, la Iglesia no es un ideal a realizar, sino que existe y ellos están en su interior.)

A la salida de la conferencia me permití hacer una tímida alusión al programa que me he trazado. A pesar de haber suprimido la mitad de mis planes, no tardaron en demostrarme que su ejecución parcial exigiría días de cuarenta y ocho horas y una influencia personal que estoy lejos de tener y que acaso no posea jamás. Felizmente, pronto la atención se desvió de mí, y el cura de Lumbres, especialista en tales materias, trató de una manera superior el problema de las cajas rurales y de las cooperativas agrícolas.

Regresé tristemente, bajo la lluvia. El poco vino que había tomado me causaba espantosos dolores de estómago. He adelgazado enormemente desde el otoño y mi aspecto debe ser cada vez peor, ya que nadie me pregunta ya por mi salud. ¿Irán a faltarme las fuerzas? Aunque hago esfuerzos para ello, me resulta difícil creer que Dios me emplee verdaderamente —a fondo— como hace con los demás. Cada día estoy más sorprendido de mi ignorancia. Desconozco los detalles más elementales de la vida práctica, detalles que todo el mundo parece conocer, tal vez por intuición, sin haberlos aprendido nunca. Claro que no soy más tonto que éste o aquél y a condición de atenerme estrictamente a fórmulas aprendidas fácilmente, puedo dar la ilusión de haber entendido todos esos detalles. Pero tales palabras, tales fórmulas, que para todos tienen un sentido preciso, apenas alcanzo a distinguirlas entre las demás, igual que un mal jugador arriesga una carta sin conocerla. En el transcurso de la discusión sobre cajas rurales, tuve la sensación de que era un niño mezclado en una conversación de personas mayores.

Con seguridad mis colegas no son más instruidos que yo, a pesar de los folletos con que se nos inunda. Pero me sorprende verles tan desenvueltos en cuanto se abordan semejantes problemas. Casi todos son pobres y se1 resignan valientemente a su condición, pero los asuntos de dinero ejercen sobre ellos una especie de fascinación. Sus rostros adquieren en seguida un aire de gravedad, de seguridad que me desalientan, imponiéndome silencio y casi respeto.

Temo no llegar a ser jamás una persona práctica. La experiencia me ayudará a formarme, aunque para un observador superficial no me distinga en nada de mis colegas y sea un campesino como ellos. Pero desciendo de una familia humilde, muy humilde, jornaleros, peones, sirvientes del campo, y nos falta el sentido de la propiedad. Seguramente lo hemos perdido en el transcurso de los siglos. En eso, mi padre se parecía a mi abuelo, quien a su vez era semejante a su padre, muerto de hambre en el terrible invierno de 1854. Una moneda de un franco les quemaba las manos y corrían inmediatamente a buscar un compañero con quien gastarla. Los camaradas del seminario no se equivocaron nunca: mi madre, a pesar de ponerse sus mejores ropas y sus sombreros más nuevos, tuvo siempre ese aire furtivo, esa pobre sonrisa de los míseros que crían los hijos de los demás. ¡Si sólo me faltara el sentido de la propiedad!… Pero temo que además no sepa mandar jamás, ni tampoco dirigir. Y esto es ya más grave.

¡Qué importa! Puede ocurrir que alumnos mediocres y mal dotados consigan ascender a los primeros puestos. Aunque no logren brillar jamás, se sobreentiende. Pero no ambiciono reformar mi naturaleza. Venceré mis repugnancias, eso es todo. Sé que me debo en primer lugar a las almas, pero tampoco puedo ignorar las preocupaciones legítimas que ocupan un gran lugar en la vida de mis feligreses. Nuestro maestro de escuela —aunque parisiense— da conferencias sobre la sucesión metódica de cultivos y los abonos. Voy a estudiar también afanosamente todos estos temas.

Tendré asimismo que fundar una sociedad deportiva, como han hecho la mayoría de mis colegas. Nuestros jóvenes se apasionan por el fútbol, el boxeo o la Vuelta a Francia. ¿Voy a negarles el placer de discutir todo eso conmigo, bajo el pretexto de que tal clase de distracciones —legítimas también— no son de mi agrado? Mi estado de salud no me ha permitido cumplir con mis deberes militares y sería, por tanto, ridículo querer compartir sus juegos. Pero puedo estar al corriente de todos los deportes, aunque no sea más que leyendo la última página del Etho de París que me presta con bastante regularidad el señor conde.

Ayer noche, una vez escritas estas líneas, me arrodillé a los pies de mi cama y pedí a Nuestro Señor que bendijera la resolución que acababa de tomar. De pronto me acometió la impresión de que se derrumbaban todos los sueños, las esperanzas y las ambiciones de mi juventud. Y me acosté tembloroso de fiebre, sin que pudiera conciliar el sueño hasta el amanecer.

Mademoiselle Louise ha estado esta mañana, durante toda la Santa Misa, con el rostro oculto entre ambas manos. Al llegar al último Evangelio pude darme cuenta de que había llorado. Es muy duro estar solo, poro más duro compartir la soledad con personas indiferentes o ingratas.

Desde que tuve la desgraciada idea de recomendar al administrador del señor conde a un antiguo camarada mío del Seminario Menor, viajante de una gran casa de abonos químicos, el maestro de escuela no me saluda. Parece que también es representante de otra empresa de abonos de Béthune.

* * *

El sábado próximo tengo que ir a comer al castillo. Puesto que la principal, o acaso la sola utilidad de este diario, es mantener día tras día la costumbre de una entera franqueza para conmigo mismo, debo confesar que no estoy irritado, sino más bien halagado… Sentimiento que no me causa el menor rubor. Los grandes propietarios rurales no tenían, como si dijéramos, una buena prensa en el Seminario Mayor y además es recomendable que un joven sacerdote sepa mantener su independencia frente a la gente de mundo. Pero en esto, como en tantas otras cosas, sigo siendo el hijo de padres humildes que no conocieron jamás la envidia ni el rencor del auténtico propietario rural, el que lucha con el suelo ingrato que destroza su vida, hacia el ocioso que no saca de esa misma tierra más que rentas. Hace mucho tiempo que los de nuestra estirpe no tenemos nada que ver con los señores. Pertenecemos hace siglos al propietario campesino y no existe dueño más duro ni más difícil de contentar.

He recibido una carta bastante singular del abate Duprety. Este abate fue condiscípulo mío en el Seminario Menor, terminó después sus estudios no sé dónde y según las últimas noticias era vicario de una parroquia de la diócesis de Amiens, cuyo titular estaba enfermo y había logrado que le asistiera un ayudante. Conservé siempre de él un recuerdo muy vivo, casi tierno. En el Seminario nos lo mostraban como un modelo de piedad, aunque yo lo encontrara, a mi modo de ver, demasiado nervioso, muy sensible. En el transcurso de nuestro tercer curso ocupó en la capilla un lugar próximo a mí y en algunas ocasiones le vi llorar, con el rostro escondido entre sus manos pequeñas y pálidas, siempre manchadas de tinta.

Su carta está fechada en Lille (donde creo recordar que uno de sus tíos, antiguo gendarme, tenía un comercio de ultramarinos). Me sorprende, no encontrar en la misiva ninguna alusión a su ministerio que sin duda ha abandonado por causa de enfermedad. En el Seminario se decía que estaba tuberculoso. Su padre y su madre habían muerto de la misma, dolencia.

Desde que he dejado de tener criada, el cartero tiene la costumbre de echar el correo por debajo de la puerta. He hallado el sobre por casualidad en el momento mismo de acostarme. Este instante es muy desagradable para mí y acostumbro a retrasarlo todo lo posible. Los dolores de estómago son generalmente soportables, pero no puede imaginarse nada a la larga más monótono. La imaginación va ciñéndose exclusivamente a ese tema, la cabeza duele asimismo y se necesita un gran esfuerzo para no estar levantándose continuamente. Logro vencer la tentación gracias al frío que hace.

He rasgado el sobre con el presentimiento de una mala noticia; peor todavía, de un encadenamiento de malas noticias. Y la verdad es que el tono de la misiva no me gustó desde el primer momento. La encontré de una alegría forzada, casi inconveniente. «Eres el único capaz de comprenderme», me dice. ¿Por qué? Recuerdo que era un estudiante más brillante que yo y me desdeñaba un poco. A pesar de ello, yo sentía gran afecto por él.

Me pide que vaya a verle con urgencia. Acudiré a su llamada lo más pronto posible.

* * *

La próxima visita al castillo me preocupa bastante. De la primera toma de contacto depende tal vez el éxito de los grandes proyectos que ambiciono y que la fortuna y la influencia del señor conde me permitirían, seguramente, realizar. Pero como siempre, mi inexperiencia y también una especie de maleficio ridículo se complace en complicar las cosas más sencillas. Así, por ejemplo, el hermoso abrigo que reservo para las circunstancias excepcionales me viene demasiado ancho. Además, la esposa de Pégriot lo ha limpiado, pero con tan mala maña, que la bencina ha formado unos círculos obscuros que parecen esas lunas que se forman en las sopas demasiado grasientas. Me cuesta un esfuerzo presentarme en la mansión con el abrigo de diario que está bastante zurcido en los codos. Temo tener el aspecto de ir pregonando mi pobreza. ¿Qué creerán?

Quisiera hallarme asimismo en estado de comer cualquier cosa, al menos lo bastante para no llamar la atención. Pero resulta imposible prever nada tratándose de mi caprichoso estómago. A la menor señal de alerta, aparece el minúsculo dolor del lado derecho y tengo la impresión de que me acomete una fuerte contracción. Mi boca se seca inmediatamente y no puedo tragar nada…

Todo eso son incomodidades enojosas que, sin embargo, soporto bien. No soy un ser blando y en ello me parezco a mi madre. «Era una mujer muy sufrida», gustaba repetir mi tío Ernesto. Para los pobres tal expresión es lo mismo que decir «una trabajadora infatigable, que nunca enferma y cuya muerte no cuesta cara».

* * *

El señor conde se parece más a un campesino como yo que a cualquiera de los ricos industriales que tuve que tratar antes, en tiempos de mi vicariado. Dicho en otras palabras, no me he sentido incómodo a su lado. ¿De qué poder disponen estas personas del gran mundo, que apenas parecen distinguirse de los demás y, sin embargo, no hacen nada como los demás? Aunque el menor signo de atención me desconcierta, los condes pudieron llegar a la deferencia sin dejar un solo instante de darme a entender que aquel respeto no se dirigía más que a la dignidad de que estoy revestido. La señora condesa se mantuvo correctísima. Llevaba un vestido casero, muy sencillo, y cubría sus cabellos grises con una especie de mantilla que me recordó la que mi pobre madre se ponía los domingos. No pude menos que decírselo, pero me expliqué tan mal que dudo que me comprendiera.

Nos reímos todos de mi sotana. Pensé que en cualquier lado hubieran aparentado, por el contrario, no darse cuenta de ella, causándome así una tortura indecible. ¡Con qué libertad hablan esos nobles de dinero y todo lo que le concierne! ¡Con qué discreción y qué elegancia! Parece incluso que una pobreza cierta, auténtica, me introdujo de rondón en su confianza, creando entre ellos y yo una especie de intimidad cómplice. Me di cuenta de ello cuando a la hora del café, el señor y la señora Vergenne (antiguos fabricantes de harinas que compraron el año anterior el castillo de Rouvroy) acudieron de visita. Cuando después de dos interminables horas se hubieron despedido, el señor conde tuvo una mirada un poco irónica que significaba claramente: «¡Buen viaje! Al fin volvemos a estar solos…» Y sin embargo, se habla mucho del matrimonio de mademoiselle Chantal con el hijo de Vergenne… Poco importa. Creo que el sentimiento que analizo no contenía más que una cortesía, aunque bastante sincera.

Es evidente que habría deseado que el señor conde mostrara más entusiasmo hacia mi proyecto de obras para jóvenes y asociación deportiva. A falta de una colaboración personal, ¿por qué negarme la pequeña parcela de terreno de Latrillere y el viejo silo que no sirve para nada y donde resultaría fácil instalar una sala de juego, de conferencias, de proyecciones? ¡Qué sé yo! Me doy cuenta de que apenas sé mucho mejor solicitar que dar y que las personas desean siempre tomarse tiempo para reflexionar, pero yo sigo esperando que un grito del corazón, un impulso generoso responda al mío.

Abandoné tarde la mansión, muy tarde. Tampoco sé despedirme y a cada minuto me contento con manifestar mi intención de marcharme, lo que provoca invariablemente una protesta cortés a la que no me atrevo a resistir. ¡Eso podría durar horas! Al final, pude salir, sin recordar una sola palabra de lo que hubiera debido decir, pero con una especie de confianza, de alegría, con la impresión de hallarme en posesión de una buena noticia, de una excelente noticia que hubiera deseado comunicar, inmediatamente a un amigo. A tanto llegaba mi excitación, que por poco me echo a correr en el camino del presbiterio.

* * *

Casi todos los días me las arreglo para entrar en el presbiterio por el camino de Gesvres. Llueva o sople el viento, me detengo en lo alto de la colina, donde me siento en un tronco de álamo allá olvidado y que los inviernos comienzan a pudrir. La vegetación parasitaria le forma una especie de funda o vaina que me parece unas veces hermosa y otras horrible, según el estado de mis pensamientos o el color del tiempo. Allí es donde se me ocurrió la idea de escribir este diario y no creo que hubiera podido ocurrírseme en ninguna otra parte. En esta región de bosques y pastos separados por setos vivos, plantada de manzanos, no hallaría otro observatorio desde donde el poblado se me apareciera así, enteramente, como recogido en la palma de la mano. Lo contemplo y jamás tengo la impresión de que me mire a su vez. Aunque tampoco pueda decir que me ignora. Se diría que me vuelve la espalda y me observa de reojo, con los ojos medio cerrados, a la manera de los gatos.

¿Qué quiere de mí? ¿Desea, acaso, cualquier cosa? Situado en este mismo lugar, cualquier otro, un hombre rico, por ejemplo, podría tasar el precio de estas casas de adobe, calcular exactamente la superficie dé los campos, de los prados, soñar que ha desembolsado la cantidad necesaria y que este pueblo le pertenece. Pero yo no pienso en eso…

Haga lo que haga, aunque le dé la última gota de mi sangre (y en verdad, a veces imagino que me ha crucificado en el montículo y que contempla mi agonía) no lo poseeré jamás. Me gusta verle en este momento, tan blanco, tan fresco (con ocasión de Todos los Santos acaban de enjalbegarlo con cal mezclada con azulete de la ropa) y no puedo olvidar que está en aquel mismo lugar desde hace siglos. Su vejez llega a inspirarme temor. Mucho antes de que construyeran, en el siglo XV, la minúscula iglesia de la que no soy más que un transeúnte, sufría ya el pueblo el calor y el frío pacientemente, la lluvia y el viento también, tan pronto próspero como mísero, aferrado al suelo de donde extraía los jugos vitales y donde enterraba sus muertos. ¡Qué secreta y profunda debe ser su experiencia de la vida! Acabará por apresarme y enterrarme también, como a los demás, acaso antes que a los demás…

Existen determinados pensamientos que no me atrevo a confiar a nadie y que, sin embargo, ando lejos de considerar desorbitados. ¿Qué sería de mí, por ejemplo, si me resignara al papel de tantos católicos, preocupados tan sólo del conservadurismo social, es decir, en resumen, de su propia conservación? ¡Oh…! No es que les acuse de hipocresía. Los creo, por el contrario, sinceros. ¿Cuánta gente que se pretende ligada al orden, no defiende más que sus hábitos y a veces sólo un simple vocabulario cuyos términos son tan corteses y se hallan moldeados por el uso hasta el punto de justificarlo todo sin que jamás se ponga a discusión? Una de las desgracias más incomprensibles del hombre es que tenga que confiarlo todo, hasta lo más precioso, a algo variable, tan plástico ¡ay!, como la palabra. Se necesita mucho valor para comprobar a cada ocasión la llave, para adaptarla a la propia cerradura. Se prefiere coger la primera que cae a mano, forzándola un poco, y si la cerradura gira, ya no se pide más. Admiro a los revolucionarios que se toman tanto trabajo para hacer saltar las murallas con dinamita, cuando el manojo de llaves de las gentes bien pensantes les habría permitido entrar tranquilamente por la puerta, sin despertar siquiera a nadie.

Esta mañana he recibido una carta de mi antiguo compañero. Es más extraña que la primera y termina así:

«Mi salud no es buena y en realidad representa mi única fuente de inquietudes, pues me costaría morir ahora, cuando después de múltiples tempestades, estoy arribando a puerto seguro. Inveni portum. Sin embargo, no detesto a la enfermedad que me tiene postrado; me ha proporcionado ratos de ocio que sin ella no hubiera tenido jamás. Acabo de pasar dieciocho meses en el sanatorio. Esa circunstancia me ha permitido aplicarme con ardor y seriedad al problema de la vida. Con un poco de reflexión, creo que llegarás a las mismas conclusiones que yo. Aurea mediocritas. Estas dos palabras te darán la prueba de que mis pretensiones siguen siendo modestas, de que no soy un rebelde. Conservo, por el contrario, un excelente recuerdo de nuestros maestros. Todo el mal procede, no de las doctrinas, sino de la educación que habían recibido y que, al no conocer otra manera de pensar y de sentir, nos han transmitido. Semejante educación ha hecho de nosotros unos individualistas, unos solitarios. En resumen, que no hemos salido jamás de la infancia, que lo inventamos todo, sin cesar, absolutamente todo. Nuestras penas, nuestras alegrías y hasta la propia vida. Inventamos la vida en vez de vivirla. Así es que antes de atrevemos a dar un paso fuera de nuestro pequeño mundo, tenemos que empezar de nuevo desde el principio. Tarea laboriosa y pesada, que no se realiza sin sacrificar un poco de nuestro amor propio. Pero la soledad es todavía más dura… Ya te darás cuenta algún día.

Encuentro inútil que hables de mí a los que te rodean. Cierto que una existencia laboriosa, sana y normal (la palabra normal tenía un triple subrayado) no debería ser secreta para nadie. Pero desgraciadamente, nuestra sociedad está conformada de una manera que la felicidad parece siempre sospechosa. Creo que cierto cristianismo, por cierto bastante alejado del espíritu de los Evangelios, reside en ese prejuicio común a todos, creyentes y descreídos. Respetuoso con la libertad de los demás, he preferido hasta ahora guardar silencio. Pero después de haber meditado largamente, he decidido romper el mutismo, obrando así en interés de una persona que me merece el mayor respeto. Si bien mi estado ha mejorado desde hace algunos meses, todavía tengo algunas Inquietudes que ya te comunicaré. Ven pronto.»

Inveni portum… El cartero me ha entregado la carta en el instante mismo que salía para dar mi catecismo. La he leído en el cementerio, a algunos pasos de Arsenio, que comenzaba a cavar una fosa, la de la señora Pinochet, cuyo entierro se verificará mañana. También él modelaba la vida con su pico.

El «¡Ven pronto!» de mi compañero me ha acongojado el corazón. Después de su discurso, cuidadosamente redactado (aún me parece verle rascándose la sien con la punta de la pluma, igual que antes) no puede contener ese grito infantil que se le escapa… Durante unos instantes me he esforzado en suponer que todo aquello no eran más que figuraciones mías y que en realidad estaría cuidándole alguna persona de su familia. Pero, por desgracia, no sé que tenga más familia que una hermana suya, sirvienta en una taberna de Montreuil. No creo que sea ella esa persona que le merece «gran respeto».

No importa… Seguramente iré.

* * *

El señor conde ha venido a visitarme. Muy amable, muy deferente y a la vez familiar como siempre. Me ha pedido permiso para encender su pipa y me ha regalado dos conejos cazados por él mismo, en los bosques de Sauvelinet. «La mujer de Pégriot se los guisará mañana. Ya la he advertido…»

No me he atrevido a decirle que mi estómago no toleraba ya más que unas migajas de pan. El estofado me ahorrará pagarle medio día a la mujer de la limpieza, la que tampoco se alegrará demasiado, ya que toda la familia del guardia jurado está harta de conejo. También es verdad que podría mandar las dos piezas por medio de un monaguillo a casa de mi vieja campanera. Pero tendría que aguardar a que fuera de noche para no llamar la atención de nadie. Se comenta demasiado mi estado de salud.

El señor conde no parece aprobar demasiado mis proyectos. Se esfuerza sobre todo en ponerme en guardia contra el espíritu de la población que harta desde la guerra, según dice, necesita cocerse en su propia salsa.

—No vaya a buscarla demasiado pronto, no se entregue prematuramente. Deje que ella dé por sí misma el primer paso.

Mi aristocrático amigo es sobrino del marqués de la Roche-Macé, cuyo latifundio se halla a solamente dos leguas de mi pueblo natal. Acostumbraba a pasar parte de sus vacaciones en aquella finca y recuerda muy bien a mi madre, entonces sirvienta en el castillo, que le daba enormes rebanadas de pan con mantequilla a hurtadillas del difunto marqués que era muy avaro. Le hablé de ella con bastante aturdimiento, pero él no pareció turbarse de que aludiera a una criada. ¡Querida madre! A pesar de ser entonces tan joven y tan pobre, sabía ya inspirar simpatía y estima. Al aludir, el conde no decía «su señora madre», lo que hubiera podido parecer algo afectado, sino que se limitaba a decir «su madre», recalcando el «su» con una gravedad y un respeto que me hacía asomar las lágrimas a los ojos.

Supongo que si estas líneas cayeran algún día en manos de personas indiferentes, se me juzgaría algo ingenuo. Debo serlo —en efecto— pues ese hombre de aspecto tan sencillo y algunas veces tan vivaracho, que tiene el aire de un eterno escolar en vacaciones, me inspira una especie de admiración. No es que le crea más inteligente que los demás y hasta presto crédito a los que dicen que es bastante duro con sus aparceros, pero le considero un buen amigo. Tampoco es un buen feligrés, ya que si bien no falta a la misa ningún domingo, no le he visto nunca acercarse a la Santa Misa. Llego a preguntarme muchas veces si comulga a lo menos por Pascua. ¿Cómo es posible entonces que haya ocupado el lugar —por desgracia vacío con tanta frecuencia— de un amigo, de un aliado o de un camarada? Acaso sea, tal vez, porque hallo en él esa naturalidad que busco en vano. La conciencia de su superioridad, el gusto hereditario por el mundo y hasta la propia edad, no han logrado revestirle de esa gravedad fúnebre, de ese aire de seguridad que confiere a los más ínfimos burgueses el solo privilegio del dinero. Todos éstos suelen estar continuamente preocupados por su deseo de guardar distancias (para emplear su propio lenguaje) mientras que él se limita a su rango. Sé muy bien que hay mucha coquetería —quiero creer que inconsciente— en ese tono cortante, casi rudo, que no encierra jamás la menor condescendencia y que, sin embargo, no sabría humillar a nadie, evocando hasta en el más pobre, no la idea de sujeción, sino la de una disciplina libremente consentida, militar. Mucha coquetería, en efecto. Y mucho orgullo también. Pero me regocijo escuchándole.

Y cuando le hablo de los intereses de la parroquia, de las almas y de la Iglesia y dice «nosotros», como si él y yo no pudiéramos servir más que una misma causa, lo hallo tan natural que no me atrevo a contradecirle.

El señor cura de Torcy no le distingue precisamente con su simpatía. Cuando habla de él, sólo lo llama «el condesito», «su condesito». Esas alusiones me irritan. ¿Por qué «condesito»? le dije un día. «Porque es una figurita de adorno, una linda figurita de época. Visto sobre un aparador campesino hace su efecto. Pero en casa de un anticuario o en una sala de subasta en día de gran movimiento, ni siquiera se le vería».

Como confesara esperar poderle interesar aún en mi patronato para jóvenes, se encogió de hombros: «Su condesito es una hucha de Sajonia, pero absolutamente irrompible».

Efectivamente; no le creo muy generoso. Si bien no da jamás la impresión de estar apegado al dinero, como tantos otros, no cabe la menor duda de que lo está.

Quise hablarle también de mademoiselle Chantal, cuya tristeza me inquieta. Lo hallé muy reticente. El nombre de madame Louise pareció irritarle prodigiosamente. Enrojeció y luego su rostro se endureció. En vista de ello, me callé.

«Tienes la vocación de la amistad», observaba un día mi viejo maestro, el canónigo Durieux. «Cuida que no se transforme en pasión. De todas, es la única que no se puede curar.»

* * *

Concedo que conservamos… Pero conservamos para salvar y eso es lo que el mundo no puede comprender, pues sólo aspira a durar. Sin embargo, no puede ya contentarse con durar.

El Mundo Antiguo hubiera podido durar. Durar mucho tiempo. Estaba hecho para eso. Pesaba terriblemente y se mantenía pegado a la tierra. Había sacado partido de la injusticia. En lugar de luchar con ella, la había aceptado en bloque, de una pieza, haciendo de ella una institución como las otras, creando la esclavitud. Pero sea cual fuere el grado de perfección alcanzado, no dejo de permanecer bajo la maldición hecha a Adán. Esa circunstancia no la ignoraba el diablo; la sabía mejor que nadie. Pero no dejaba de ser una ruda empresa echarla casi enteramente sobre los hombros del rebaño humano, ya que hubiera podido reducirse la pesada carga. La mayor cantidad posible de ignorancia, de rebeldía, de desesperación, estaba reservada a un pueblo sacrificado, un pueblo sin nombre, sin historia, sin bienes, sin aliados —por lo menos confesables—, sin familia —por lo menos legal—, sin nombre y sin dioses. ¡Qué simplificación del problema social, de los métodos de gobierno!

Pero tal institución, que parecía inquebrantable, era en realidad la más frágil. Para destruirla para siempre, bastaba aboliría un siglo. Quizá un día habría sido suficiente. Una vez confundidos de nuevo los rangos, una vez dispersado el pueblo expiatorio, ¿qué fuerza hubiera sido capaz de hacerle aceptar de nuevo el yugo?

La institución murió y el Mundo Antiguo se derrumbó con ella. Se creía, trataba de creerse en su necesidad y se la aceptaba como un hecho. No volverá a restablecerse. La Humanidad no se atreverá a correr ese riesgo horrible, pues con ello arriesgaba demasiado. La ley podrá tolerar la injusticia y hasta favorecerla solapadamente, pero no la sancionará. La injusticia no volverá a tener estado legal; eso se ha terminado. Pero no por eso está menos esparcida en el mundo. La sociedad, que no se atrevería a utilizarla en beneficio de una minoría, está así condenada a proseguir la destrucción de un mal que lleva en sí, que, expulsado por las leyes reaparece casi simultáneamente en las costumbres para comenzar al revés, incansablemente, el mismo circuito infernal. De buen o mal grado tiene que compartir en lo sucesivo la condición del hombre, correr la misma aventura sobrenatural. Antes era indiferente al bien o al mal, sin conocer otra ley que la de su propio poder; el cristianismo le dio un alma, un alma que perder o salvar.

* * *

He dado a leer estas líneas al señor cura de Torcy, pero sin atreverme a decirle que eran mías. Es tan superior a mí —y yo miento tan mal— que me pregunto ahora si me ha creído. Al devolverme el papel, en sus labios brillaba la sonrisa que conozco muy bien y que no presagia nada bueno. Luego me ha dicho:

—Su amigo no escribe mal y hasta está bastante bien pergeñado. De un modo general, aunque siempre es ventajoso pensar lo justo, valdría más no pasar adelante. Se ve la cosa tal como es, sin músicos, y no se arriesga uno a cantar una canción sólo para sí» Cuando encuentre usted una verdad al pasar, mírela bien, de manera que pueda reconocerla, pero no aguarde a que le guiñe un ojo. Las verdades del Evangelio no lo hacen. Con las otras, de las que nunca se sabe seguro por qué caminos han pasado antes de aparecer, resultan peligrosas las conversaciones particulares. No quisiera citar el ejemplo de un buenazo como yo. Sin embargo, cuando tengo una idea —una de esas ideas que podrían ser útiles a las almas, claro está, por las otras…— trato de elevarla hasta Dios por medio de la oración. Es sorprendente cómo cambia de aspecto. A veces ni siquiera se la reconoce…

»No importa. Su amigo tiene razón. La sociedad moderna puede renegar de su dueño; pero ha sido también redimida y no puede bastarle la administración del patrimonio común; por eso, de buen grado o de mal grado, se encamina, como todo, a la búsqueda del reino de Dios. Y ese reino no es de este mundo. Por lo tanto, no se detendrá jamás. No puede detener su carrera. “¡Sálvate o muere!”. No hay por qué decir lo contrario.

»Lo que su amigo cuenta de la esclavitud, es muy cierto también. La Ley antigua toleraba la esclavitud y los apóstoles igual. No dijeron al esclavo: “Libérate de tu dueño”, mientras recomendaron, por ejemplo, al lujurioso: “¡Líbrate de la carne en seguida!” Es un matiz. ¿Y por qué eso? Porque querían, supongo, dejar tiempo al mundo para que respirara antes de lanzarlo a la aventura sobrehumana. Creo que un mozo como San Pablo no se hacía tampoco ilusiones. La abolición de la esclavitud no suprimiría la explotación del hombre por el hombre. Apurando el razonamiento, un esclavo costaba caro y a tal hecho debía siempre cierta consideración por parte de su dueño. En cambio, conocí en mi juventud a un maestro vidriero que hacía soplar por las cañas a muchachitos de quince años y al muy animal no le preocupaba otra cosa más que su eventual substitución cuando su pobre pecho estallara. Hubiera preferido cien veces ser esclavo de uno de esos buenos burgueses romanos que de todos modos no debían atar tampoco a su perro con longanizas. No; San Pablo no se hacía ilusiones. Se decía solamente que el cristianismo había sembrado por el mundo una verdad que nada detendría porque se hallaba de antemano en lo más profundo de las conciencias y que el hombre se había reconocido inmediatamente en ella: Dios nos ha salvado a cada uno de nosotros y cada uno de nosotros vale la sangre de Dios. Puede usted traducir eso como desee, hasta en lenguaje racionalista —el más estúpido de todos— y le obligará a pronunciar palabras que estallen al menor contacto. Si la sociedad futura trata de sentarse encima, le quemarán sus partes traseras, eso es todo.

»No importa que el pobre mundo siga soñando siempre más o menos en el antiguo contrato establecido antes con los demonios y que tenía que asegurar su reposo. Reducir a la condición de un rebaño, pero de un rebaño superior, un cuarto o un tercio del género humano, no era pagar muy caro, quizá, el advenimiento de los superhombres, de los pura sangre, del verdadero reino terreno… Todo eso se piensa, aunque nadie se atreva a decirlo, como es natural Nuestro Señor, al desposarse con la pobreza, elevó al pobre a tal dignidad, que no podrá bajar ya de su pedestal. Le dio con ello un antepasado… ¡y qué antepasado! Un nombre… ¡y qué nombre! Se le ama más siendo rebelde que resignado, parece pertenecer ya al reino de Dios donde los primeros serán los últimos, tiene el aspecto de un fantasma… de un fantasma que regresara del festín Nupcial, con su túnica blanca… Entonces, ¿qué quiere?, el Estado comienza por poner al mal tiempo buena cara. Limpia a los críos, cura a los lisiados, lava las camisas, cuece la sopa de los mendigos, limpia las escupideras de los enfermos, pero todo eso mientras contempla el reloj preguntándose si le quedará tiempo para ocuparse de sus propios asuntos. Sin duda espera que las máquinas lleguen a realizar el trabajo de los esclavos. ¡Que si quieres! Las máquinas no dejan de rodar y los sin trabajo de multiplicarse, de manera que las máquinas parecen hechas tan sólo para producir parados… ¿Entiende usted eso? En Rusia todavía están ensayando… Repare en que no creo que los rusos sean peores que los demás. ¡Todos locos, todos furibundos y vehementes, como buenos hombres actuales! Pero demuestran tener estómago. Son los flamencos del Extremo Norte. Tragan de todo y durante un siglo o dos podrán tragar politecnicismo sin reventar.

»Su idea, en resumen, no es estúpida. Naturalmente, se trata siempre de exterminar al pobre— el pobre es el testigo de Jesucristo, el heredero del pueblo judío, pero en lugar de reducirlo a rebaño o matarlo, han imaginado hacer de él un pequeño rentista o incluso —supuesto que las cosas vayan de mejor en mejor— un pequeño funcionario. Nada más dócil que eso, más regular…»

* * *

En mi rincón sé me ocurre algunas veces pensar en los rusos. Mis camaradas del Seminario Mayor hablaban frecuentemente a tontas y a locas de ese tema. Sobre todo para asombrar a los profesores. Nuestros colegas demócratas son amables y celosos, pero los encuentro —cómo diría— un poco burgueses. Además, es un hecho probado que el pueblo no siente hacia ellos el menor afecto. ¿Falta de comprensión, sin duda? Concretamente, repito que se me ocurre a veces pensar en los rusos con una especie de curiosidad, de ternura. Cuando se ha conocido la miseria, sus alegrías misteriosas e incomunicables, los escritores rusos, por ejemplo, hacen llorar. El año que murió mi padre, tuvieron que operar a mi madre de un tumor y permaneció cuatro o cinco meses en el hospital de Berguette. Una tía me recogió. Poseía un cafetín cerca de Leas, una horrible barraca de tablones donde se servía ginebra a los mineros demasiado pobres para poder frecuentar un verdadero café. La escuela estaba a dos kilómetros y yo acostumbraba a aprender mis lecciones sentado en el suelo, detrás del mostrador. El suelo era un mal entarimado de madera podrida. El olor acre de la tierra, una tierra siempre húmeda, fangosa, se filtraba entre las grietas. Las noches de cobro, nuestros clientes no se tomaban siquiera la molestia de salir para hacer sus necesidades: se orinaban en el suelo y yo tenía tanto miedo en mi entarimado del mostrador, que terminaba por dormirme. No me importaba: el maestro me quería y me prestaba libros. Allí leí los recuerdos de la infancia de Máximo Gorki.

Es evidente que en Francia existen hogares míseros, islotes de miseria. Jamás tan grandes para que los míseros puedan vivir realmente entre sí una existencia de absoluta miseria. La propia riqueza está demasiado matizada, es excesivamente humana, ¿qué sé yo?, para que estalle en alguna parte, deslumbrante, la horrible potencia del dinero, su fuerza ciega, su crueldad. Me imagino, sin embargo, que el pueblo ruso ha sido un pueblo mísero, un pueblo de míseros, que ha conocido la borrachera de la miseria, su posesión. Si la Iglesia pudiera elevar un pueblo a los altares y hubiera sido éste el elegido, seguramente habría hecho de él el patrón de la miseria, el intercesor particular de los pobres. Parece ser que Gorki ha ganado mucho dinero, que lleva una vida fastuosa a orillas del Mediterráneo. Así al menos lo he leído en el periódico. Pero aunque sea verdad —¡sobre todo si es verdad!— me siento satisfecho de haber rogado por él diariamente desde hace tantos años. A los doce años, no me atrevo a decir que ignorara a Dios, pues entre muchas otras voces que producían en mi pobre mente una terrible algarabía, reconocía ya Su voz. Esto no impidió que la primera experiencia de la desgracia fuera feroz. Bendito sea aquel que preservó de la desesperación un corazón infantil. Es una cosa que las gentes del mundo no saben o que olvidan, porque les atemorizaría demasiado. Entre los pobres como entre los ricos, un chiquillo mísero está solo, tan solo como el hijo de un rey. Por lo menos entre nosotros, en este país, la miseria no se comparte; cada mísero está solo con su miseria, una miseria que sólo a él pertenece, como le pertenecen su rostro, sus miembros. Me parece que tuve una idea clara de esta soledad o acaso no me hice ninguna idea. Obedecí simplemente a esa ley de mi vida sin comprenderla. Hubiera terminado por amarla. No hay nada más duro que el orgullo de los míseros y bruscamente aquel libro venido de tan lejos, de aquellas fabulosas tierras, me dio todo un pueblo por compañero.

Presté el libro a un amigo que, naturalmente, no me lo devolvió. Tampoco es que me interesara, ¿para qué? Basta haber entendido bien —o haber creído entender— por una vez la queja de un pueblo, el lamento que no se parece al de ningún otro pueblo —no— ni siquiera al del pueblo judío, macerado en su orgullo como un muerto entre el incienso. Pero no es un lamento, sino un cántico, un himno. ¡Oh! sé que no es un himno religioso, que no se puede llamar una plegaria. Hay de todo en su interior. Los gemidos del mujik bajo el látigo, los gritos de la mujer ultrajada, el hipo del borracho y el rugido de alegría salvaje, ese rugido de las entrañas —pues la miseria y la lujuria se buscan y se llaman ¡ay!, en tinieblas, como dos animales hambrientos—. Debería horrorizarme, en efecto, Sin embargo, creo que semejante miseria, una miseria que ha olvidado hasta su nombre, no busca ya, no razona; vuelve al azar su rostro huraño, para despertarse un día apoyada en el hombro de Jesucristo.

Me aproveché, por tanto, de la ocasión.

—¿Y si lo lograsen? —le dije al señor cura de Torcy.

Reflexionó un momento:

—¡No creerá que voy a aconsejar a esos pobres sujetos que pasen a la reserva al recaudador de contribuciones! ¡Durará lo que dure…! Pero ¿qué quiere hacerle? Estamos aquí para enseñar la verdad y eso no debe avergonzarnos.

Sus manos temblaron un poco, no mucho, y, sin embargo, comprendí que mi pregunta despertaba en él un recuerdo de luchas horribles donde habían estado a punto de zozobrar su valor, su razón, acaso su fe… Antes de responderme tuvo un movimiento de hombros como un hombre que ve un camino obstruido y quiere abrirse paso.

—Enseñar, hijo mío, no es divertido. No hablo de los que salen adelante con charlas y sermones; verá muchos en el curso de su vida y aprenderá a conocerlos. Y oirá muchas verdades consoladoras, como las llaman. La verdad, libera primero y consuela después. Además, no hay derecho a llamar a eso un consuelo. ¿Por qué no unas condolencias? ¡La palabra de Dios es un fuego candente! Y usted, que la enseña, desearía asirla con pinzas, por miedo a quemarse, ¿no la cogería a puñados, verdad? Hay sacerdote que acaba de hablar largo y tendido y baja del púlpito un poco ardoroso pero contento; en realidad, no ha predicado, sino que ha ronroneado a lo sumo. Repare que la cosa puede ocurrirle a todo el mundo, que somos pobres durmientes y que el diablo es quien se despierta algunas veces. También los apóstoles dormían en Getsemaní. Pero, en fin, hay que darse cuenta. Y usted comprende también que tal o cual, que gesticula o suda como un descargador, no está más despierto que los demás… No… Pretendo simplemente que cuando el Señor saca de mí por azar, una palabra útil a las almas, la conozco en el daño que me hace.

Se echó a reír, pero no reconocí siquiera su risa. Era una risa valerosa, cierto, pero quebrada. No me atrevería a permitirme juzgar a un hombre tan superior a mí en todos los aspectos y voy a hablar aquí de una cualidad que me extraña, a la que no me predisponen ni mi educación, ni mi nacimiento. Es cierto también que el señor cura de Tocy pasa en algunos puntos por demasiado tosco, o —como dice la señora condesa— vulgar. Pero al fin y al cabo, puedo escribir aquí lo que me plazca sin arriesgarme a perjudicar a nadie. Pues bien: lo que me parece —humanamente al menos— el carácter dominante de esa alta figura, es el orgullo. Si el señor cura de Torcy no es un hombre orgulloso, esa palabra carece de sentido, o al menos yo no sabría hallarle ninguno. En aquel momento, con toda seguridad, sufría en su orgullo, en su orgullo de hombre orgulloso. Yo sufría tanto como él y hubiera querido hacer algo útil. Le dije estúpidamente:

—Yo también debo, entonces, ronronear, pues…

—¡Cállate! —me respondió, tuteándome por vez primera y sorprendiéndome la dulzura de su voz—. No querrás que un desgraciado desharrapado como tú, haga otra cosa que recitar su lección. Pero Dios bendice incluso tu lección, pues no tienes el aspecto próspero de un conferenciante de misas pagadas… Ves —prosiguió—, cualquier imbécil, el primer llegado, no sabría permanecer insensible a la dulzura, a la ternura de la palabra, tal como nos las refieren los Santos Evangelios. Nuestro Señor lo ha querido así. Desde luego, está bien. Sólo los débiles o los pensadores se creen obligados a hacer mover las pupilas y mostrar lo blanco de los ojos antes de haber abierto la boca. Además, la Naturaleza obra igual: ¿es que para el tierno infante que reposa en la cuna y que toma posesión del mundo con su mirada abierta la antevíspera, no es la vida toda suavidad y caricia? ¡Y sin embargo, es muy dura! Date cuenta además que si se toman las cosas por su extremo bueno, su acogida no es tan engañosa como aparenta, pues la muerte no pide más que mantener la promesa hecha en el alborear de los días y la sonrisa de la muerte, por ser más grave, no es menos dulce y suave que la otra. Dicho brevemente, la palabra se hace pequeña con los pequeños. Pero cuando los Grandes —los Soberbios— creen fácil repetirlo como un simple cuento de hadas sin celebrar más que los detalles enternecedores y poéticos, me da miedo, miedo por ellos, naturalmente. Escuchas al hipócrita, al lujurioso, al avaro y al mal rico —con sus labios gruesos y sus ojos brillantes— arrullar la Sinite Párvulos sin tener aspecto de reparar en las palabras que siguen, acaso las más terribles que el oído del hombre haya escuchado: «Si no sois como uno de estos pequeñuelos, no entraréis en el reino de Dios».

Repitió el versículo como para sus adentros y siguió hablando con la cabeza escondida entre las manos.

—El ideal sería no predicar el Evangelio más que a los niños. Nosotros calculamos demasiado, ése es el mal. Así, no podemos hacer otra cosa que enseñar el espíritu de pobreza, pero eso, pequeño, es bastante duro. Entonces se trata de arreglarlo mejor o peor. Y se comienza primeramente por dirigirse sólo a los ricos. ¡Ricos Satanases! Son unos hombres poderosos, muy astutos, que tienen una diplomacia de primera clase. Cuando un diplomático debe estampar su firma bajo un tratado que le disgusta, discute cada cláusula. Una palabra cambiada por aquí, una coma desplazada por allí, todo termina por amontonarse. Pero esta vez valía la pena: se trataba de una maldición. Aunque, en fin, parece que haya maldiciones y maldiciones. Y entonces es cuando hace su aparición la otra frase: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos…” Date cuenta de que soy el primero en hallar duro el texto y que no me opongo a las distinciones; eso ocasionaría bastantes disgustos a la clientela de los jesuitas. Admitamos, por tanto, que Dios ha querido hablar de los ricos verdaderamente ricos, de los ricos con espíritu de riqueza. ¡Bien! Pero cuando los diplomáticos sugieren que el ojo de la aguja era una de las puertas de Jerusalén —solamente un poco más estrecha— de manera que para entrar en el reino el rico no se exponía más que a arañarse las pantorrillas o rozarse los codos de la hermosa túnica, ¿qué quieres?, eso me fastidia. Sobre los sacos de escudos, Nuestro Señor hubiera escrito con su propia mano “Peligro de muerte”, como hace la administración de obras públicas sobre los pilones de los transformadores eléctricos y se desearía que…»

Comenzó a medir la estancia con grandes zancadas, hundidas las manos en los bolsillos de su sotana. Quise levantarme a mi vez, pero me obligó a sentarme de nuevo con un movimiento de cabeza. Me di perfecta cuenta de que vacilaba aún, que trataba de juzgarme, de sopesarme, antes de decir lo que acaso no había dicho a nadie, al menos en los mismos términos. Era bien visible que dudaba de mí, y sin embargo, no había nada de humillante en aquella duda. Además, no podía humillar a nadie. En aquel momento su mirada era apacible, dulce y —parece ridículo hablando de un hombre tan fuerte, tan robusto, casi vulgar, con semejante experiencia de la vida de los seres— de una extraordinaria, de una indefinible pureza.

—Habría que reflexionar mucho antes de hablarles a los ricos de la pobreza. De otro modo nos haríamos indignos de enseñársela a los pobres, ¿y cómo atreverse a presentarse entonces ante el tribunal de Jesucristo?

—¿Enseñársela a los pobres? —dije.

—Sí; a los pobres. A ellos nos envía primeramente Dios y para anunciarles… ¿qué? La pobreza. Sin duda esperan otra cosa. Esperan el fin de su miseria y he aquí a Dios, cogiendo a la pobreza de la mano y diciéndoles: «Reconocedla como vuestra Reina, juradle homenaje y fidelidad». ¡Qué golpe! Recuerda que ésa es, en suma, la historia del pueblo judío, con su reinado terreno. El pueblo de los pobres, como el otro, es un pueblo errante entre las naciones, a la búsqueda de sus esperanzas camales, un pueblo decepcionado hasta lo más profundo de su ser.

—Y sin embargo…

—Sin embargo, la norma existe, no hay medio de quebrantarla… Oh, sin duda un cobarde lograría acaso salvar la dificultad. El pueblo de los pobres constituye un público fácil, un buen público, cuando se sabe cómo tomarlo. Háblale a un canceroso de su curación y le verás todo oídos. Nada más fácil que dejarles que escuchen que la pobreza es una especie de enfermedad vergonzosa, indigna de naciones civilizadas, y que en un abrir y cerrar de ojos les libraremos de esa porquería. ¿Pero quién de entre nosotros se atrevería a hablar así de la pobreza de Jesucristo?

Me miró fijamente a los ojos y aún me pregunto si me veía, si veía siquiera los objetos familiares que le rodeaban, confidentes habituales y silenciosos. No, no me veía. El solo afán de convencerme no hubiera dado a su mirada una expresión tan angustiosa. En realidad era con sí mismo, contra una parte de sí mismo cien veces vencida y siempre rebelde, contra quien se alzaba, con toda su estatura, con toda su fuerza, como un hombre que combate por su vida. ¡Cuán profunda era la herida! Tenía el aspecto de estar hurgando en ella, abriéndola con sus propias manos.

—Tal como me ves —me dijo—, me gustaría mucho predicar a los pobres la insurrección, o mejor, no predicarles nada. Desde luego, cogería a uno de esos «militantes», esos mercaderes de frases y artesanos de la revolución y le mostraría lo que es un mocetón de Flandes. Nosotros, los flamencos, llevamos la rebeldía en la sangre. ¡Recuerda la historia! Los nobles y los ricos no nos han dado nunca miedo. Gracias al cielo, puedo confesarte ahora, que incluso siendo tan robusto, Dios no ha permitido que sufriera muchas tentaciones en mi carne. Pero la injusticia y la desgracia me encienden la sangre. Hoy todo es diferente y no puedes darte mucha cuenta. Así, por ejemplo, la famosa encíclica de León XIII, Rerum Novarum, que vosotros leéis tranquilamente, a la luz de los cirios, como cualquier mandamiento de Cuaresma. En mis tiempos, hijo mío, creímos que la tierra temblaba bajo nuestros pies. ¡Qué entusiasmo! Yo era por entonces cura de Norefontes, en pleno país minero. La idea tan sencilla de que el trabajo no es una mercancía, sometida a la ley de la oferta y la demanda, que no se puede especular con los salarios y con la vida de los hombres como con el trigo, el azúcar o el café, emocionaba a las conciencias. Por haberlo explicado desde el púlpito a mis feligreses, pasé por un socialista y los campesinos bienpensantes me hicieron trasladar, en desgracia, a Montreuil. La desgracia no me preocupaba. Pero en aquel momento…

Se calló tembloroso. Me miró fijamente y en aquel instante me avergoncé de mis pequeñas preocupaciones y hubiera querido besarle las manos. Cuando me atreví a levantar los ojos se había vuelto de espalda y miraba por la ventana. Tras un largo silencio, prosiguió con una voz más sorda, pero siempre alterada.

—La piedad, date cuenta, es como un animal, un animal al que puede pedirse mucho, pero no todo. El mejor perro puede volverse rabioso. La piedad es poderosa y voraz. No sé por qué la representan siempre un poco llorosa, un poco tonta. Pero en realidad es una de las mayores pasiones del hombre. En aquel momento de mi vida, creí que iba a devorarme. El orgullo, la envidia, la cólera e incluso la lujuriarlos siete pecados capitales, hacían coro, aullando de dolor. Hubieras podido creer que eran una manada de lobos rociados con petróleo y llameando.

Sentí sus dos manos en mis hombros.

—En fin, yo también tuve mis fastidios. Lo más duro es que nadie me comprendiera, que me sintiera ridículo. Para todo el mundo no era más que un pobre cura demócrata, un vanidoso, un farsante. Es posible que en general los curas demócratas no tengan mucho temperamento, pero yo creo que me sobraba. Y en aquel momento comprendí a Lutero. También él tenía temperamento. Y seguramente le devoraban el hambre y la sed de justicia en su monasterio de Erfurt. Pero a Dios no le gusta que toquen su justicia y su cólera es demasiado fuerte para nosotros, pobres diablos. Nos embriaga, nos hace peor que brutos. Así, después de haber hecho temblar al mundo, el viejo Lutero terminó por llevar su paja al pesebre de los príncipes alemanes. Contempla el retrato que le hicieron en su lecho de muerte… Nadie reconocería al antiguo monje en este hombre ventrudo, de gruesos hocicos. Su cólera le había ido emponzoñando poco a poco hasta volverse grasa. Eso es todo.

—¿Reza usted por Lutero? —le pregunté.

—Todos los días —me respondió—. Además, me llamo Martín como él.

Entonces ocurrió una cosa sorprendente. Colocó una silla a mi lado, se sentó, cogió mis manos en las suyas sin apartar de mí la mirada de sus ojos, de sus ojos magníficos, llenos de lágrimas y, sin embargo, más imperiosos que nunca, ojos que parecían hacer la muerte muy fácil, muy sencilla.

—Te trato de desharrapado —me dijo—, pero te estimo. Toma la palabra en su buen sentido. En mi opinión, Dios te ha llamado, no hay duda. Físicamente podrían tomarte por una semilla de monje. ¡No importa! Si no tienes hombros, sí posees corazón y merecerías servir en la infantería. Pero recuerda lo que te digo: no dejes que te evacúen. Si desciendes una vez a la enfermería, no volverás a salir. Empléate a fondo y compóntelas para terminar tranquilamente en la trinchera sin haberte retirado jamás.

Sé bien que no merezco su confianza, pero desde que me la dio me hice el propósito de no burlarla. Allí reside precisamente la fuerza de los débiles, de los niños, la mía…

—Se aprende la vida más o menos aprisa, pero siempre termina por aprenderse, según la propia capacidad. Claro está que cada cual no tiene más que su parte de experiencia. Un frasco de veinte centilitros no contendrá nunca más que el de un litro. Pero existe la experiencia de la injusticia…

Me di cuenta de que los rasgos debían habérseme endurecido a pesar mío, pues las palabras me hacían daño. Ya iba a abrir la boca para responder, cuando me interrumpió:

—¡Cállate! No sabes lo que es la injusticia… Ya lo sabrás. Perteneces a una raza de hombres a la que la injusticia olfatea desde lejos, a la que espía pacientemente hasta el día… No es necesario que te dejes devorar. Sobre todo, no creas que la harás retroceder, clavándole la mirada como un domador. No podrás escapar a su fascinación) a su vértigo. No la mires más que el tiempo justo y no lo hagas nunca sin rezar.

Su voz tembló un poco. ¿Qué imágenes, qué recuerdos pasaban en aquel momento ante sus ojos? Dios lo sabe.

—Estoy seguro de que envidiarás más de una vez a la hermanita que se dirige por la mañana a cuidar a sus pobres tullidos, sus mendicantes, sus borrachos y que trabaja ardorosamente hasta el anochecer. ¡Ella se ríe de la injusticia! Lava, frota, cura y finalmente amortaja su hato de lisiados. Y no es ella a quien ha confiado Dios su palabra. ¡La palabra de Dios! Devuélveme la Palabra, dirá el Juez el último día. Y cuando se piensa lo que algunos tendrán que sacar en aquel instante de su pequeño equipaje no se sienten deseos de echarse a reír; no.

Se levantó otra vez y de nuevo me contempló fijamente. Yo también me levanté.

—¿Hemos guardado la palabra? ¿Acaso hemos ido midiéndola cuidadosamente? ¿La hemos dado igual a los pobres que a los ricos? Es evidente que Nuestro Señor habló tiernamente a sus pobres, pero como te decía hace poco, les anunció la pobreza. No hay medio de salir de ahí, pues la Iglesia tiene encomendada la custodia del pobre. Es lo más fácil. Todo hombre compasivo comparte con ella esa protección. En cambio, está sola —me entiendes—, sola, absolutamente sola, en la guarda del honor de la pobreza. ¡Oh, nuestros enemigos tienen el papel más vistoso! «Habrá siempre pobres entre vosotros». Éstas no son palabras de demagogo, sino la Palabra que nosotros hemos recibido. Tanto peor para los ricos que se esfuerzan en creer que justifica su egoísmo. Tanto peor para nosotros que servimos así de rehenes a los poderosos, cada vez que el ejército de los míseros vuelve a batir las murallas de la Ciudad. ¡Son las palabras más tristes del Evangelio, las más cargadas de tristeza! Y desde luego, fueron dirigidas a Judas. ¡Judas! San Lucas nos informa de que llevaba las cuentas y que su contabilidad no era muy limpia. ¡Sea! Pero, en fin, era el banquero de los Doce, ¿y quién ha visto la contabilidad de una banca en regla? Es probable que forzara un poco las cuentas, como todo el mundo. Y a juzgar por su última operación no hubiera sido ese Judas un buen agente de cambio. Pero Dios toma nuestra propia sociedad tal como es, al contrario de los farsantes que fabrican una sobre el papel y luego la reforman con la violencia, siempre sobre el papel, claro está. En resumen: Nuestro Señor, conocía muy bien el poder del dinero, hizo sitio a su lado al capitalismo y le dio su oportunidad e incluso hizo su primera inversión de fondos; hallo todo ello prodigioso, te lo aseguro… ¡Tan hermoso! Dios no desprecia nada. Después de todo, si el asunto hubiera marchado, Judas habría subvencionado probablemente sanatorios, hospitales bibliotecas o laboratorios. Te habrás dado cuenta de que se interesaba con el problema del pauperismo o la indigencia, como cualquier millonario. «Habrá siempre pobres entre vosotros —respondió Nuestro Señor—, pero a Mí no me tendréis siempre.» Lo que quiere decir: «No dejes que suene en vano la hora de la misericordia. Harías mejor devolviendo en seguida el dinero que me has robado, en vez de tratar de transformar a mis apóstoles con tus especulaciones imaginarias sobre fondos y tus proyectos de obras sociales. Además, crees que así halagas mi bien conocida predilección por los mendigos y te equivocas de medio a medio. No amo a mis pobres como las viejas inglesas quieren a los gatos perdidos o a los toros de las corridas. Ésos son amaneramientos de rico. Amo la pobreza con un amor profundo, reflexivo y lúcido —de igual a igual— como a una esposa fecunda y fiel. La he coronado con mis propias manos. No la honra quien quiere, ni la sirve quien no haya revestido su blanca túnica de lino. No comparte quien lo desea el pan de la amargura con ella. La he querido humilde y fiel, pero no servil. No rehúsa el vaso de agua, con tal de que lo ofrezcan en mi nombre y en el mismo lo recibe. Si d pobre mantuviese su derecho de la sola necesidad, vuestro egoísmo lo habría condenado a lo estrictamente necesario, pagado con un reconocimiento y una servidumbre eternas. Así, te irritas hoy contra esta mujer que acaba de bañar mis pies con una esencia de nardo pagada muy cara, como si los pobres no debieran de aprovecharse nunca de la industria de los perfumistas. Eres de esa raza de gentes que después de dar unos céntimos a un vagabundo, se escandalizan de no verle instantáneamente en la panadería para hincharse de pan del día anterior que el comerciante le habrá vendido por pan fresco. En su lugar, irían también a casa del vinatero, pues el vientre de un mísero necesita más ilusión que pan. ¡Desgraciado! ¿Qué es el oro de que haces tanto caso más que una ilusión, un sueño o algunas veces la promesa de un sueño? La pobreza pesa mucho en las balanzas del Padre Celestial y todos tus tesoros de humo no equilibrarán los platillos. Habrá siempre pobres entre vosotros, por esa razón habrá siempre ricos, es decir, hombres ávidos y duros que buscan menos la posesión que el poder. Hombres semejantes existen igual entre los pobres que entre los ricos y el mísero que despeja su borrachera en el arroyo, está acaso lleno de los mismos sueños que César dormido entre sus cortinajes de púrpura. ¡Ricos o pobres, contemplaos en la pobreza como en un espejo, pues ella es la imagen de vuestra decepción fundamental, ella ocupa aquí abajo el lugar del paraíso perdido, ella es el vacío de vuestros corazones, de vuestras manos! La he colocado tan alta, la he despojado y la he coronado porque conozco vuestra malicia. Si hubiera permitido que la considerarais como enemiga, o solamente como extraña, si os hubiera dado la esperanza de poder expulsarla un día del mundo, habría condenado al mismo tiempo a los débiles. Pues los débiles serán siempre un peso muerto que vuestras orgullosas civilizaciones se pasan de una a otra con cólera y disgusto. Yo he puesto mi señal sobre sus frentes y sólo os atreveréis a aproximaros a ellos a rastras, a devorar la oveja perdida, sin atreveros a atacar ya nunca al rebaño. En cuanto mi brazo cediera unos instantes, la esclavitud que tanto odio, resucitaría por sí misma, bajo un nombre u otro, pues vuestra ley tiene sus cuentas arregladas y el débil no posee más que su piel para dar.»

Su ancha mano tembló en mi brazo y las lágrimas que creí ver en sus ojos parecieron ser devoradas poco a poco por la mirada que sostenía siempre fija en la mía. No pude llorar. La noche había caído sin que yo me diera cuenta y apenas distinguía su rostro, ahora inmóvil, tan noble, tan puro y tan apacible como el de un muerto. Justamente en aquel instante, pareció restallar en el aire la primera campanada del Angelus, procedente de no sé qué punto del cielo.

* * *

Ayer vi al señor deán de Blangermont que —muy paternalmente, pero muy extensamente también— me ha recomendado la necesidad de que un sacerdote joven vigile con la mayor atención sus cuentas. «¡Nada de deudas, sobre todo! ¡No las admitas…!» Confieso que me sorprendí un poco y me levanté estúpidamente para despedirme. Fue mi interlocutor quien me pidió que volviera a sentarme (creyó sin duda en un movimiento malhumorado) y así terminé por comprender que madame Pamyre se quejaba de estar esperando aún el pago de su cuenta (las botellas de vino quinado). Además, parece que debo cincuenta y tres francos al carnicero Geoffrin y dieciocho a Delacour, el comerciante en carbones. El señor Delacour es además consejero general. Ninguno de esos señores me ha hecho ninguna reclamación y el deán tuvo que confesar que todos aquellos datos provenían de madame Pamyre. No me perdona que me provea de comestibles en casa de Camus, forastero en el pueblo y cuya hija, según dicen, acaba de divorciarse. Mi superior es el primero en reírse de esas habladurías, que juzga ridículas, pero no pudo contener cierta irritación cuando le manifesté mi intención de no volver a poner los pies en casa de madame Pamyre. Me recordó ciertos conceptos vertidos por mí en el curso de una de nuestras conferencias trimestrales, en casa del cura de Verchocq, a las que él no asistía. Consideró que había hablado en términos demasiado vivos del comercio y los comerciantes. «Has de meterte en la cabeza, hijo mío, que las palabras de un sacerdote joven e inexperto como tú, serán siempre reveladas por los que tienen más años, pues es nuestro deber formamos una opinión sobre los nuevos colegas. A tu edad no se permiten los arranques. En una sociedad tan reducida y tan cerrada como la nuestra, este control es justo y seria de mala intención no aceptarlo de buen grado. Cierto que la probidad comercial no es hoy lo que era antes, nuestras mejores familias patentizan en esta materia una negligencia vituperable. Pero hay que confesar que la terrible crisis tiene sus rigores. Conocí un tiempo en que esta modesta burguesía, trabajadora, ahorrativa, que produce aún la riqueza y la grandeza de nuestro país, sufría casi en su totalidad la influencia de la mala prensa. Hoy, que siente el fruto de su trabajo amenazado por los elementos del desorden, comprende que ya ha pasado la era de las ilusiones generosas, que la sociedad no tiene otro apoyo sólido que la Iglesia. ¿Acaso no está inscrito en el Evangelio el derecho de propiedad? Sin duda hay que hacer distinciones y en el gobierno de las conciencias tienes que llamar la atención sobre los deberes correspondientes a ese derecho, sin embargo…

Mis pequeñas miserias físicas me han vuelto excitable y nervioso. No pude retener las palabras que acudieron a mis labios y aún peor, las pronuncié con una voz temblorosa cuyo acento me sorprendió a mí mismo.

—¡No se escucha con frecuencia a un penitente acusarse en el confesonario de beneficios ilícitos!

El señor deán me miró fijamente y yo sostuve su mirada. Por un momento pensé en el cura de Torcy. De todas maneras, la indignación, incluso justificada, es un movimiento anímico demasiado sospechoso para que un sacerdote se abandone a él. Y siento también que hay siempre algo en mi cólera cuando me fuerzan a hablar del rico —del verdadero rico, del rico en espíritu, del hombre de dinero, como le llaman… ¡Un hombre de dinero!

—Tu reflexión me sorprende —dijo el señor deán con un tono seco—. He creído discernir en tus palabras cierto rencor, cierta acidez… Hijo mío —añadió con voz un poco más dulce—, lamento que tus éxitos escolares hayan falseado un poco tu juicio. El seminario no es el mundo. La vida en el seminario no es la vida. Se necesitaría sin duda muy poca cosa para hacer de ti un intelectual, es decir, un rebelde, un censor sistemático de las superioridades sociales que no están fundadas en el espíritu. ¡Dios nos libre de los reformadores!

—Sin embargo, señor deán, muchos santos fueron reformadores.

—¡Dios nos libre también de los santos! No protestes, no es más que una frase. Ya sabes que la Iglesia no eleva a los altares y con frecuencia hasta mucho después de su muerte, más que a un pequeño número de justos excepcionales cuyas enseñanzas y heroicos ejemplos, pasados por la criba de una severa investigación, constituyen el tesoro común de los fieles. Con los debidos respetos, esos hombres admirables se parecen a esos vinos preciosos pero lentos en hacerse, que cuestan tantos esfuerzos y desvelos al cosechero para que no alegren más que a sus biznietos… Estoy bromeando, claro está. Sin embargo, te habrás dado cuenta de que Dios tiene bastante cuidado en no multiplicar en demasía entre nosotros, sus tropas regulares, si es que puedo expresarme así, los santos de prodigios y milagros, los aventureros sobrenaturales que a veces hacen temblar los cuadros de la jerarquía. ¿No es una excepción el cura de Ars? ¿No es insignificante la proporción, comparada con esta venerable multitud de clérigos celosos, que consagran sus fuerzas a las cargas aplastantes del ministerio? ¿Y quién osaría pretender, sin embargo, que la práctica de las virtudes heroicas sea privilegio de los monjes o, si mucho me apuras, hasta de los simples seglares?

»¿Comprendes ahora que en cierto sentido y con todas las reservas hacia el carácter un tanto irrespetuoso y paradójico de semejante ocurrencia, haya podido decir: “Dios nos libre de los santos”? Muchas veces han sido, antes de convertirse en gloria, una prueba para la Iglesia. Y eso sin hablarte de esos santos fracasados, incompletos, que hormiguean alrededor de los verdaderos, que son como la moneda menuda y que como ésta ocupan más sitio de lo que valen. ¿Qué pastor, qué obispo, desearía mandar tales tropas? Concedido que tengan espíritu de obediencia… ¿Y después? Hagan lo que hagan, sus conceptos, sus actitudes, hasta su propio silencio correrá el riesgo de ser un escándalo para los mediocres, los débiles, los tibios… ¡Oh! Ya sé que vas a contestarme que el Señor detesta a los tibios. ¿Pero qué tibios? ¿Hasta qué punto? Lo ignoramos. ¿Estamos seguros de definir como Él a esa especie de gentes? No del todo… Por otra parte, la Iglesia tiene necesidades, utilicemos la palabra, tiene necesidades de dinero. Esas premuras existen, tienes que admitirlo y es inútil ruborizarse por ello. La Iglesia posee un cuerpo y un alma; por lo tanto, necesita proveer las necesidades del cuerpo. A un hombre normal no le da vergüenza comer. Consideremos las cosas como son. Hablábamos hace poco de los comerciantes… ¿Y de quién saca el Estado sus rentas más pingües? ¿Acaso no constituye esta burguesía, reacia en los beneficios, dura con el pobre como consigo mismo, dada al ahorro, la base más duradera del Estado? La sociedad moderna es obra suya.

»Claro que nadie te pide que transijas con los principios y el catecismo de ninguna diócesis no ha cambiado nada, que yo sepa, en el cuarto mandamiento. ¿Pero es que acaso podemos meter la nariz en los libros de cuentas? Más o menos dóciles a nuestras lecciones cuando se trata, por ejemplo, de los extravíos de la carne —donde su sabiduría mundana ve un desorden, un gasto, sin elevarse, por lo demás, mucho más allá que el temor del riesgo o el despilfarro— hacen un coto reservado de lo que llaman sus negocios, lugar donde el trabajo lo santifica todo, pues tienen la religión del trabajo. Cada cual debe bastarse para sí; tal es su regla. Y no depende de nosotros, sino que se necesitarán siglos, acaso, para alumbrar esas conciencias, destruir el prejuicio de que el comercio es una especie de guerra y que tiene los mismos privilegios y las mismas tolerancias que la otra. Un soldado no se considera homicida cuando mata en el campo de batalla. Igualmente, Un negociante que saca de su trabajo un beneficio de usura, no se considera un ladrón, puesto que se sabe incapaz de quitar diez céntimos del bolsillo de nadie. ¿Qué quieres hacer, hijo mío? ¡Los hombres son los hombres! Si algunos de esos comerciantes trataran de seguir al pie de la letra las prescripciones de la teología sobre los beneficios legítimos, su quiebra sería inmediata.

»¿Es deseable, por tanto, lanzar así a la clase inferior a unos ciudadanos laboriosos, que se elevan penosamente, que son nuestro mejor punto de apoyo ante una sociedad materialista, que comparten los gastos del culto y nos dan sacerdotes, desde que el reclutamiento sacerdotal casi se ha agotado en nuestros pueblos? La gran industria sólo existe de nombre y está en realidad dirigida por los Bancos, la aristocracia se muere, el proletariado se nos escapa… ¿y tú propondrías en tales condiciones a las clases medias el planteamiento inmediato, ruidoso de un problema de conciencia cuya solución pide mucho tiempo, medida y tacto? ¿No era la esclavitud una gran ofensa a la ley de Dios? Y sin embargo, los apóstoles… A tu edad se prefieren los juicios absolutos. Desconfía de ellos. No te vayas por las ramas de las abstracciones y contempla a los hombres. Allí tienes, justamente, a esa familia Pamyre, que puede servir de ejemplo, de ilustración a la tesis que acabo de exponer. El abuelo era un simple obrero albañil, anticlerical notorio e incluso socialista. Nuestro venerable colega Bazancourt recuerda haberle visto volverse de espaldas en el umbral de la puerta de su casa al paso de una procesión. Primero compró un pequeño comercio de vinos y licores, bastante mal afamado. Dos años más tarde, su hijo, educado en un colegio municipal, entró en una buena familia, los Delannoy, que tenían un sobrino cura en Brogerontie. La hija, bastante despierta, abrió una tienda de comestibles. El viejo, como es natural, se ocupó de aquello y un año tras otro se le vio correr por las carreteras en su carricoche. Fue él quien pagó la pensión de sus nietos en el colegio diocesano de Montreuil. Le halagaba ver que eran amigos de nobles, y como además había dejado de ser socialista desde hacía largo tiempo, sus empleados le temían como al diablo.

»A los veintidós años, Louis Pamyre acaba de casarse con la hija del notario Delivallue, agente de negocios de Su Excelencia; Arsène se ocupa del almacén; Charles practica la medicina en Lille y el más joven, Adolphe, está en el seminario de Arras. ¡Oh! Todo el mundo sabe perfectamente que toda esa gente trabaja duramente y que no son presas fáciles en los negocios. ¿Y qué? Si nos roban, por lo menos nos respetan. Eso ha creado entre ellos y nosotros una especie de solidaridad social, que puede deplorarse o no, pero que existe y todo lo existente ha de utilizarse para el bien.

Se interrumpió, un poco enrojecido. Acostumbro a resistir con dificultad una conversación de este género, ya que mi atención se fatiga muy pronto en cuanto una secreta simpatía no me permite adelantarme apasionadamente al pensamiento de mi interlocutor, y me dejo, como decían mis antiguos profesores, «llevar a remolque»… ¡Qué justa es la expresión popular de «palabras que pesan en el corazón»! Las que acababa de pronunciar el deán parecían formar un bloque en mi pecho y su peso me hacía dar cuenta de que sólo la plegaria sería capaz de fundir aquella especie de témpano.

—Sin duda te he hablado con bastante rudeza —añadió el señor deán de Blangermont—. Es por tu bien. Cuando hayas vivido más tiempo, comprenderás. Pero es necesario vivir.

—¡Hay que vivir! Es horrible —respondí sin reflexionar—. ¿No cree usted?

Aguardaba un estallido, pues mi voz volvía â ser la de los días malos, una voz que conocía muy bien —«la voz de tu padre», decía mi madre…—. El otro día oí que un vagabundo respondía a un gendarme que le pedía su documentación: «¿Documentación? ¿De dónde quiere usted que la saque? ¡Soy el hijo del soldado desconocido!». Y su voz sonaba con el mismo tono.

El señor deán me miró con fijeza, con aire atento.

—Sospecho que eres poeta… Pero, afortunadamente, con tus dos sectores agregados, no te faltará el trabajo. El trabajo lo arreglará todo.

Ayer me faltó el valor. Hubiera querido sacar una conclusión a esta conversación. ¿Para qué? Evidentemente, debo tener en cuenta el carácter del señor deán, el placer que experimenta en contradecirme, en humillarme. Durante algún tiempo ge señaló por su celo contra los jóvenes sacerdotes demócratas y sin duda me cree uno de ellos. Ilusión bien excusable, después de todo. Es verdad que por la extrema modestia de mi origen, mi infancia miserable, abandonada, la desproporción que siento cada vez más entre una educación negligente, casi grosera y cierta sensibilidad que me hace adivinar muchas cosas, pertenezco a una especie de hombres poco disciplinados por naturaleza y de los que mis superiores tienen razón en desconfiar. ¿Qué habría sido de mí si…? Mi sentimiento respecto a lo que llaman la sociedad sigue, por lo demás, bastante obscuro… A pesar de ser el hijo de un hogar humilde —o acaso por esta razón, ¿quién sabe?— no comprendo realmente más que la superioridad de la raza, de la sangre. Si lo confesara, sería objeto de burlas. Me parece, por ejemplo, que habría servido de buena gana a un verdadero señor… a un príncipe, a un rey. Pueden juntarse las manos ante otro hombre y jurarle fidelidad de vasallo, pero a nadie se le ocurriría hacerlo ante un millonario por el solo hecho de serlo. Resultaría estúpido. La noción de riqueza y la de poder no pueden confundirse aún porque la primera permanece abstracta. Sé que alguien me responderá que más de un señor ha debido su feudo a los sacos de escudos de un padre usurero, pero en fin, adquirido o no con la punta de la espada, con ésta tenía que defenderlo como hubiera defendido su propia vida, pues el hombre y el feudo no eran más que uno, hasta el punto de llevar el mismo nombre… ¿No es por ese signo misterioso como se reconocían los reyes? Y el rey, en nuestros santos libros, no se distingue demasiado del juez. Cierto que el millonario dispone, en el fondo de sus cofres, de muchas más vidas humanas que monarca alguno, pero su poder es como los ídolos, sin orejas y sin ojos. Puede matar sin saber siquiera lo que mata. Y tal privilegio debe ser también el de los demonios.

(Me digo algunas veces que Satanás, que trata de apoderarse del pensamiento de Dios, no sólo lo odia sin comprenderlo, sino que lo entiende al revés. Remonta, sin saberlo, la corriente de la vida en lugar de descenderla y se agota en tentativas absurdas, horribles, para rehacer en sentido contrario todo el esfuerzo de la Creación.)

* * *

La institutriz ha venido esta mañana a verme a la sacristía. Hemos hablado largamente de mademoiselle Chantal. Parece que esta muchacha va agriándose de día en día, que su presencia en el castillo se ha hecho imposible y que convendría meterla en una pensión. La señora condesa no parece aún decidida a tomar semejante medida. He comprendido que esperaba de mí que interviniera acerca de ella y tengo que cenar en la mansión la semana próxima.

Es evidente que la institutriz no quiere decirlo todo.

Me ha mirado varias veces con fijeza, con una insistencia molesta y los labios temblorosos. La he acompañado hasta la puertecilla del cementerio. En el umbral y con voz entrecortada, rápida, como se sacude una confesión humillante —voz de confesonario— se ha excusado de solicitar mi intervención en unas circunstancias tan peligrosas, tan delicadas. «Chantal es una naturaleza apasionada, extraña. No la creo viciosa. Las personas jóvenes, de su edad, tienen casi siempre una imaginación sin freno. He vacilado mucho antes de ponerle en guardia contra una niña que amo y compadezco, pero es capaz de un gesto inconsiderado. Recién llegado a esta parroquia, sería inútil y peligroso ceder, dado el caso, a su generosidad, a su caridad, para provocar así las confidencias que…» «El señor conde no lo soportaría», añadió luego con un tono que me disgustó.

Cierto que nada me autoriza a creerla parcial e injusta, y al saludarla lo más fríamente posible, sin tenderle la mano, he visto que tenía lágrimas en los ojos, verdaderas lágrimas. Además, la manera de comportarse de Mademoiselle Chantal no me gusta mucho. Tiene en sus rasgos la misma fijeza, la misma dureza que acostumbro a hallar —¡ay!— en el rostro de muchas jóvenes campesinas y cuyo sector no conozco y, sin duda, no conoceré jamás, pues ellas dejan adivinar bien poco, aun en el lecho de muerte. No es que crea demasiado en las confesiones sacrílegas de tal momento, pues las moribundas con quien hablé manifestaban una contrición sincera de sus faltas. Pero sus pobres rostros no vuelven a hallar más que una vez traspuesto el sombrío tránsito, la serenidad de la infancia (¡tan próxima, sin embargo!), no sé qué de confiado, de maravillado, una sonrisa pura… El demonio de la lujuria es un demonio mudo.

Así es que no puedo por menos que hallar un poco sospechosa la gestión de Mademoiselle. Claro que me falta mucha experiencia y autoridad para mezclarme en un asunto de familia tan delicado y habrían obrado sabiamente manteniéndome al margen. Pero ya que juzgan útil mezclarme, ¿qué significa esa prohibición de juzgar por mí mismo? «El señor conde no lo soportaría…» Estas palabras están de más.

Ayer recibí otra carta de mi amigo, unas pocas palabras. Me ruega que retrase algunos días mi viaje a Lille, pues tiene que trasladarse a París por asuntos de negocios. Y termina así: «Has debido comprender hace tiempo que he colgado los hábitos, como se dice comúnmente. Sin embargo, mi corazón no ha cambiado. Tan sólo se ha abierto a una concepción más humana y, por consiguiente, más generosa de la existencia. Me gano la vida; eso es una gran cosa. ¡Ganarse la vida! La costumbre adquirida en el seminario de recibir de los superiores, como una limosna, el pan cotidiano o el plato de judías, hace de nosotros unos niños. Hasta hace poco tuve, como debes tener tú ahora, una absoluta ignorancia de mi valor social. A duras penas me habría atrevido a ofrecerme para el trabajo más humilde. Sin embargo, aunque mi mala salud no me permite todas las gestiones necesarias, he recibido muchas proposiciones lisonjeras y llegado el momento no tendría más que escoger entre media docena de situaciones excelentemente remuneradas. Acaso en tu próxima visita pueda darme el placer y el orgullo de acogerte en un piso conveniente, cuando nuestro alojamiento era hasta ahora uno de los más modestos…»

Sé que todo eso es pueril y que debería encogerme de hombros. Pero no puedo. Se trasluce en estas palabras cierta necedad, donde reconozco desde el primer momento, con horrible humillación, el orgullo sacerdotal, pero despojado de todo carácter sobrenatural, vuelto frivolidad. ¡Qué absurda puerilidad!

Y, sin embargo, mi antiguo camarada pasaba por ser uno de los mejores alumnos del seminario, el mejor dotado. No le faltaba siquiera una experiencia precoz, un poco irónica, de sus semejantes y juzgaba a algunos de nuestros profesores con bastante lucidez. ¿Por qué intenta hoy imponerme con absurdas fanfarronadas que probablemente ni siquiera le engañan a sí mismo? Como tantos otros, terminará en cualquier oficina donde su mal carácter, su susceptibilidad enfermiza le harán enojoso a sus compañeros y donde, por mucho cuidado que ponga en ocultar su pasado, no podrá tener nunca muchos amigos.

Pagamos cara, muy cara, la dignidad sobrehumana de nuestra vocación. ¡Está siempre tan cerca lo ridículo de lo sublime! Y el mundo, tan indulgente de ordinario con los ridículos, odia el nuestro instintivamente. La necedad femenina es ya muy irritante, la necedad clerical lo es aún más que la femenina, de la que parece a veces un misterioso vástago. El alejamiento que tantas gentes sienten hacia el sacerdote y su antipatía profunda son cosas que no se explican sólo como quiere hacerse creer, por la rebelión más o menos consciente de los apetitos contra la Ley y quienes la encarnan… ¿A qué negarlo? Para experimentar un sentimiento de repulsión ante la fealdad, no es necesario tener una idea muy clara de la belleza. Y el sacerdote mediocre encama la fealdad.

No me refiero al mal sacerdote. O mejor dicho, el sacerdote mediocre es el malo. El otro es un monstruo.

La monstruosidad escapa a toda medida común. ¿Quién puede adivinar los designios de Dios sobre un monstruo? ¿De qué sirve? ¿Cuál es la explicación sobrenatural de una desgracia tan sorprendente? Por más que se insista no puedo creer, por ejemplo, que Judas pertenezca al mundo… a este mundo por el cual Jesús rechazó misteriosamente su plegaria… Judas no es de este mundo…

Estoy seguro de que mi desgraciado amigo no merece el calificativo de mal sacerdote. Supongo incluso que está sinceramente unido a su compañera, pues cuando le conocí era ya bastante sentimental. El sacerdote mediocre, ¡ay!, lo es casi siempre. ¿Será menos peligroso para nosotros el vicio que cierta insulsez? Se dan casos de reblandecimiento del cerebro. El del corazón es mucho peor…

* * *

Al regresar esta mañana del sector agregado a mi parroquia, he visto desde lejos al señor conde, que obligaba a rastrear a sus perros a lo largo del bosque de Linières. Me saludó desde lejos, pero sin mostrarse muy deseoso de hablarme. Creo que de una manera u otra debe haberse enterado de la gestión de la institutriz. Por lo tanto, debo de obrar con mucha reserva y prudencia.

Ayer tuve confesiones. De tres a cinco, los niños. Como es natural, comencé por los muchachos.

¡Cómo ama Nuestro Señor a estos pequeñuelos! Cualquier otro que no fuese un sacerdote, dormitaría con su monótono runruneo que se asemeja muchas veces al simple recitado de frases escogidas en el Examen de conciencia y machacadas una y otra vez… Si quisiera ver claro, hacer preguntas al azar y obrar como simple curioso, creo que no escaparía al disgusto. ¡Aparece tan a flor de piel la irracionalidad! Y sin embaído…

¿Qué sabemos del pecado? Los geólogos nos enseñan que el suelo, que nos parece tan firme, no es realmente más que una delgada película sobre un océano de fuego líquido y siempre hirviente, como la capa que se forma sobre la leche pronta a hervir… ¿Qué espesor tiene el pecado? ¿Hasta qué profundidad habría que calar para hallar la veta de azur?

* * *

Estoy seriamente enfermo. Ayer tuve la certidumbre súbita y como iluminada de mi dolencia. Me ha parecido estar lejos, muy lejos del tiempo en que ignoraba este dolor tenaz, que cede algunas veces aparentemente, pero que no suelta jamás a su presa. Me ha parecido estar tan lejos de ese tiempo como de mi infancia… Hace justamente seis meses que sentí los primeros síntomas del dolor y apenas recuerdo aquellos días en que comía y bebía como todo el mundo. Mala señal.

Sin embargo, las crisis han desaparecido. No hay ya crisis. He suprimido deliberadamente la carne y las legumbres, alimentándome de pan mojado en vino, tomado en pequeña cantidad, cada vez que me siento enfermo. El ayuno me sienta, además, muy bien. Tengo la cabeza despejada y experimento mayor fortaleza que hace tres semanas, mucha mayor fortaleza.

Nadie se inquieta ahora por mis dolencias. La verdad es que yo mismo comienzo a habituarme a este triste rostro que ya no puede adelgazar más y que guarda, sin embargo, un aire —inexplicable— de juventud y, aunque no me atreva a decirlo, de salud. A mi edad, un rostro no se hunde nunca y la piel, tensa sobre los huesos, permanece elástica.

Releo estas líneas escritas ayer: he pasado una buena noche, bastante confortadora y me siento lleno de valor y esperanza. Es una respuesta de la Providencia a mis jeremiadas, un reproche lleno de dulzura. Con frecuencia me he dado cuenta —o he creído aprehender— esta imperceptible ironía (no hallo desgraciadamente otra palabra). Semeja al encogimiento de hombros de la madre atenta a los pasos desmañados y torpes de su hijito. ¡Ay! ¡Si supiéramos rezar…!

La señora condesa no responde a mi saludo más que con una inclinación de cabeza muy fría y distante.

Hoy he visitado al doctor Delbende, un viejo médico que pasa por ser muy brutal y que casi no ejerce. Sus colegas hacen burla de sus calzones de pana y sus botas siempre engrasadas, que exhalan un penetrante olor a sebo. El cura de Torcy le había anunciado mi visita. Me ha hecho tender sobre un diván, palpándome el estómago con sus manos anchas y no muy limpias (volvía de cazar), pero que infundían cierta confianza. Mientras me auscultaba, su enorme perro, echado en el umbral, seguía cada uno de sus movimientos con una atención extraordinaria, llena de adoración.

—No vale usted gran cosa —me dijo—. Basta una ojeada —pareció tomar como testigo a su perro— para comprender que no ha comido siempre en abundancia, ¿verdad?

—Antes… es posible —le respondí—. Pero ahora…

—¡Ahora es ya tarde! Y además, el alcohol… ¿Qué hace usted con el alcohol? No creo que beba gran cosa, pero otros lo han hecho por usted mucho antes de que viniera al mundo. Vuelva a verme dentro de quince días y le escribiré unas letras para el profesor Lavigne de Lille.

¡Dios mío! Sé perfectamente que la herencia pesa desconsideradamente sobre unos hombros como los míos, pero esa palabra de alcoholismo es dura de escuchar. Al vestirme me miré al espejo y mi rostro triste y un poco más amarillento de día en día, con la larga nariz, la doble arruga profunda que desciende hasta la comisura de los labios y la barba corta pero dura, que no puede afeitar una mala navaja, me ha parecido repulsivo.

Sin duda el médico sorprendió mi mirada, pues se echó a reír. El perro respondió con ladridos y luego con alegres saltos.

—¡Basta, Fox! ¡Basta, bicho asqueroso!

Finalmente, entramos en la cocina. Todo aquel ruido había servido para infundirme valor, sin que supiera el porqué. La alta chimenea, repleta de lefia, chisporroteaba como una piedra de afilar.

—Cuando esté un poco fastidiado, venga a dar una vuelta por aquí. Es algo que no diría a todos. Pero el cura de Torcy me ha hablado de usted y, además, sus ojos me gustan. Tiene usted ojos fieles, ojos de perro. Yo también tengo ojos de perro. Puede parecer raro, pero Torcy, usted y yo somos de la misma raza, una raza singular.

La idea de pertenecer a la misma raza que aquellos dos hombres robustos no se me había ocurrido nunca a mí. Y sin embargo, comprendí que no se estaba burlando.

—¿Qué raza? —pregunté.

—La que se mantiene siempre de pie. ¿Y por qué se mantiene de pie? Nadie lo sabe exactamente. Usted me dirá: la gracia de Dios… Pero yo, amigo mío, no creo en Dios. Aguarde… no me recite su lección porque la sé de memoria. «El espíritu sopla donde quiere, yo pertenezco al alma de la Iglesia.» ¡Mentiras! ¿Por qué mantenerse en pie, mejor que sentado o acostado? Repare en que la explicación fisiológica no cuadra aquí. Imposible justificar con hechos la hipótesis de una especie de predisposición física. Los atletas son generalmente ciudadanos pacíficos, conformistas, que no reconocen más que el esfuerzo que paga… no el nuestro. Es evidente que han inventado ustedes el paraíso. Pero el otro día le decía a Torcy: Admite que aguantarías la vida con o sin paraíso. Además, entre nosotras sea dicho, todo el mundo entra en vuestro paraíso, ¿verdad? Los obreros de la hora undécima, ¿no es verdad? Cuando he trabajado más de la cuenta, y digo trabajar más de la cuenta como se dice beber más de la cuenta, me pregunto si no somos simplemente unos orgullosos.

A pesar de reír estentóreamente, su risa hacía daño. Hubiera podido creerse que su perro pensaba igual que yo; había interrumpido súbitamente sus saltos y tenía la tripa pegada al suelo, humildemente levantada hacia su dueño una mirada calmosa, atenta, una mirada que parecía desligada de todo, hasta de la obscura esperanza de comprender una pena que vibraba, sin embargo, hasta el fondo de sus entrañas, hasta la última fibra de su pobre cuerpo perruno. Con la punta del hocico cuidadosamente colocada sobre sus patas cruzadas, parpadeando y con su largo cuello recorrido por extraños estremecimientos, gruñía suavemente como si se acercara un enemigo.

—Quisiera saber primeramente lo que usted entiende por mantenerse en pie.

—Seria largo de explicar. Admitamos, para abreviar, que la situación vertical no conviene más que a los poderosos. Para adoptarla, un hombre razonable aguarda a tener el poder, el dinero. Yo no he aguardado. En el tercer curso el superior del colegio de Montreuil nos pidió que adoptáramos una divisa… ¿Sabe usted cuál, elegí? «Plantar cara.» ¿A quién iba a plantar cara un chiquillo de trece años…?

—A la injusticia, acaso.

—¿La injusticia? Sí y no. No soy uno de esos que tienen siempre la palabra justicia en la boca. Comienzo por no exigirla para mí. ¿A quién diablo quiere que se la pida si no creo en Dios? Sufrir la injusticia es condición del hombre mortal. Desde que mis colegas hicieron circular el rumor de que carezco de toda noción de la asepsia, la clientela se marchó y no me ocupo más que de palurdos que no me pagan más que con cualquier volátil o un cesto de manzanas y que me toman además por idiota. En cierto sentido, esos miserables son víctimas de los ricos. Pues bien, reverendo, yo los mido a todos con el mismo rasero. Ninguno vale nada. Aguardando su turno de explotar, me halagan con engaños. Sólo…

Se rascó la cabeza observándome de soslayo. Me di cuenta de que había enrojecido. Aquel rubor en el rostro envejecido tenía cierto aire hermoso.

—Pero una cosa es sufrir la injusticia y otra aceptarla voluntariamente. Ellos la aceptan. Eso les degrada. Y no puedo contemplarlo. Es un sentimiento qué no puedo dominar… Cuando me encuentro en la cabecera de un pobre diablo que no quiere morir tranquilo, el hecho es raro, pero se observa de vez en cuando, mi maldita naturaleza se impone y me entran ganas de decirle:

«¡Apártate de ahí, imbécil! Voy a enseñarte cómo se hace eso limpiamente». El orgullo, siempre el orgullo. En una palabra: no soy amigo de los pobres y no me gusta el papel de Terranova. Preferiría que se arreglaran sin mí, que se arreglaran con los poderosos. Estropean el oficio y me dan lástima. Dese cuenta de que es una desgracia sentirse solidario de un hato de sinvergüenzas que, médicamente hablando, no son más que desechos. ¿Cuestión de raza probablemente? Es cierto: soy celta, celta de los pies a la cabeza, y nuestra raza es raza de sacrificios. ¡La rabia de las causas perdidas es la que nos mueve! Pienso, además, que la humanidad se divide en dos especies distintas, según la idea que se forman de la justicia. Para unos, es un equilibrio, un compromiso. Para los otros…

—Para los otros —le dije—, la justicia es como el florecimiento de la caridad, su advenimiento triunfal.

El médico me contempló un largo instante, con un aire de sorpresa, de vacilación, muy molesto para mí. Creo que la frase le había disgustado. En realidad, no era más que una frase.

—¡Triunfal! ¡Triunfal! Es muy limpio su triunfo, muchacho. Me responderá que el reino de Dios no es de este mundo. De acuerdo. Pero lo que les reprocho a ustedes no es que haya aún pobres, no… Y aún más, les doy la parte mejor, admitiendo que los viejos bichos como yo, tienen que cuidarles, alimentarles y vestirles. Pero lo que no perdono es que nos los entreguen tan sucios… ¿comprende? Después de veinte siglos de cristianismo no debería sentirse vergüenza de ser pobre. ¿O es que han traicionado ustedes a su Cristo? No hay quien me saque de ahí… Disponen de todo lo necesario para humillar al rico, para salir a su paso y detenerle en su carrera de vanidades. El rico tiene sed de atenciones y deferencias, y cuanto más rico es, más sed siente. Si hubieran tenido ustedes el valor de ponerles en última fila, junto a la pila de agua bendita o incluso en el atrio, ¿por qué no?, eso les habría hecho reflexionar. Se habrían abalanzado todos hacia el banco de los pobres, los conozco. Por doquier los primeros, pero aquí, ante Nuestro Señor Jesucristo, los últimos… ¡Buen golpe! Ya sé que la cosa no era muy cómoda. Pero si es verdad que el pobre está hecho a imagen y semejanza de Jesús, en realidad, es Jesús mismo, es necio hacerle trepar hasta el más apartado banco, mostrando a todo el mundo un rostro ridículo del que, desde hace dos mil años, no han hallado ustedes el medio de limpiar los salivazos. Pues la cuestión social es, en primer lugar, una cuestión de honor. La injusta humillación del pobre es la que hace los míseros. No se les pide que engorden a gentes que además, de padre a hijo, han perdido ya el hábito de engordar y que probablemente seguirán siendo flacos como escobas. Y hasta se admite la eliminación, por razones de conveniencia, de los títeres, vagos y borrachos, en fin, de los fenómenos claramente comprometedores. Pero la verdad es que, cuando un pobre entra en la casa del Señor, que es la suya, y se coloca por sí mismo en los últimos sitios, no se ha visto, ni probablemente se verá jamás, a un suizo empenachado como una carroza fúnebre que vaya a buscarlo al fondo de la iglesia para llevarlo al lado del Evangelio con todos los miramientos y honores debidos a un Príncipe, a un Príncipe de sangre cristiana. Esta idea hace sonreír casi siempre a sus colegas. Pero ¿por qué diablo prodigan entonces semejantes homenajes a los poderosos del mundo, que se regalan sin cesar? Y si les juzgan ridículos, ¿por qué les hacen pagar tan caro? «Se reirían de nosotros —dicen—, un pobre con sus harapos, al lado del Evangelio, se convertiría pronto en una farsa.» ¡Bien! Solamente cuando el pobre ha cambiado definitivamente su ruinosa morada por otra de madera de pino, cuando están ustedes seguros, definitivamente seguros de que no se sonará con los dedos ni escupirá en sus alfombras, ¿qué es lo que hacen de él? ¡Vaya! No me importa pasar por un imbécil y ni el Papa me haría cambiar de opinión. Y le digo, hijo mío, que si fuera tan estúpido, los santos no habrían hecho lo que hicieron. Arrodillados delante del pobre, del enfermo y del leproso, así es como vemos a nuestros santos. ¡Extraño ejército, donde los cabos se contentan con dar al pasar un golpecito protector en el hombro del huésped real a cuyos pies se prosternan los mariscales!

Se calló, un poco molesto por mi silencio. Es verdad que no tengo mucha experiencia, pero creí reconocer desde el primer momento cierto acento oculto, como si traicionara una herida profunda del alma. Otros acaso hubieran sabido hallar la palabra que hacía falta para convencer, para calmar. Yo ignoro tales palabras. El verdadero dolor que sale del hombre, me parece pertenecer en primer lugar a Dios. Trato de recibirlo humildemente en mi corazón, hacerlo mío, amarlo. Y comprendo en tal momento el sentido de la expresión, convertida ya en vulgar «comulgar con», pues es verdad que comulgo con tal dolor.

Se acercó el perro, colocando la cabeza sobre las rodillas de su dueño. Éste le acaeció sin romper el silencio.

(Desde hace dos días me reprocho no haber respondido a esa especie de requisitoria y, sin embargo, en el fondo de mí mismo, no puedo llevarme la contraria. Además, ¿qué habría dicho? No soy el embajador del Dios de los filósofos, sino el servidor de Jesucristo. Y lo que me hubiera venido a los labios no habría sido más que una argumentación muy fuerte, sin duda, pero tan débil que me ha convencido desde hace largo tiempo, sin calmarme.)

Sólo Jesucristo es la paz.

* * *

La primera parte de mi programa está en vías de realización. Me he decidido a visitar a cada familia una vez por trimestre al menos. Mis colegas califican adrede ese proyecto de extravagante, y es cierto que el compromiso será duro de sostener, pues no deseo descuidar ninguno de mis deberes. Las gentes que pretenden juzgarnos desde lejos, desde el fondo de un confortable despacho, donde repiten diariamente igual trabajo, no pueden hacerse idea del desorden, de lo «deshilvanado» de nuestra vida cotidiana. Apenas nos bastamos para el servicio regular, aquel cuya estricta ejecución hace exclamar a nuestros superiores: he aquí una parroquia bien llevada. Y queda además lo imprevisto. Y éste no es nunca de despreciar. ¿Me hallo donde quisiera Nuestro Señor? Tal es la pregunta que me hago veinte veces al día. Pues el Señor a quien servimos no juzga solamente nuestra vida, sino que la camparte, la asume. En realidad, nos costaría mucho menos contentar a un Dios geómetra y moralista.

Esta mañana, después de la misa mayor, he anunciado que los jóvenes deportistas de la parroquia que desearan formar un equipo podrían reunirse en el presbiterio después de las vísperas. No he tomado tal decisión a la ligera, sino después de haber anotado cuidadosamente en mis registros los nombres de los probables adheridos —quince, sin duda— por lo menos diez.

El señor cura de Éutichamps ha intervenido cerca del señor conde (es un viejo amigo de la familia). Éste no se ha negado a ceder el terreno, pero desea alquilarlo (trescientos francos por año) por un quinquenio. Al término de este plazo, y excepto nuevo acuerdo, entraría en posesión del mencionado terreno y todas las construcciones provisionales o cobertizos elevados dentro de sus límites serían de su propiedad. La verdad es que probablemente no cree en el éxito de mi empresa y hasta supongo que trata de descorazonarme con ese regateo que no cuadra con su situación y su carácter. Le ha dicho al cura de Éutichamps palabras bastantes duras: «Que ciertas buenas voluntades, demasiado entrometidas, eran un peligro para todos, que él no era hombre que aceptara compromisos sobre proyectos aún en el aire, que mi deber era probar de antemano el movimiento andando, y que había que demostrarle antes lo que yo era capaz de hacer…».

La verdad es que sólo he tenido cuatro inscripciones. Ignoraba que existiera Una asociación deportiva en Heclin, lujosamente dotada por el fabricante de calzado, Vergnes, que da trabajo a la población de siete municipios. Claro que Heclin está a doce kilómetros, pero los muchachos del pueblo hacen fácilmente el camino en bicicleta.

A pesar de todo, hemos tenido ocasión de intercambiar algunas ideas distanciados de sus compañeros mayores, frecuentadores de bailes y acostumbrados a tratar con muchachas. Como dice muy bien Sulpice Mitonnet, el hijo de mi antiguo sacristán, «el cafetín hace daño y cuesta caro». En espera de alcanzar el número necesario, nos proponemos solamente la constitución de un modesto círculo de estudios con sala de juegos, de lectura, algunas revistas.

Sulpice Mitonnet, no me hubiera llamado nunca la atención. De salud bastante frágil, acaba de terminar su servicio militar (después de haber sido dado por inútil dos veces). Ejerce ahora, mal que bien, su oficio de pintor y pasa por perezoso.

Pienso que sufre, sobre todo, por la grosería del medio donde tiene que vivir. Como muchos de sus semejantes sueña con un puesto en la ciudad, pues tiene una hermosa escritura. ¡Ay! La tosquedad de las grandes ciudades, no por ser de otra especie me parece menos temible. Probablemente es más solapada, más contagiosa. Un alma débil no puede escapar a sus tentaciones.

Después de la partida de sus camaradas, hemos hablado largamente. Su mirada, un poco vaga e incluso huidiza, tiene esa expresión tan emocionante para mí de los seres habituados a la incomprensión, a la soledad. Se parece a la de Mademoiselle.

La señora Pégriot me anunció ayer que no volverá al presbiterio. Le da vergüenza» según asegura, recibir pago por un trabajo insignificante. (Es verdad que mi régimen más bien frugal y el estado de mi ropa blanca le conceden enorme margen de ocio.) Por otra parte, añade, «no entra en su carácter perder el tiempo».

He tratado de tomarme la cosa a broma, pero sin lograr hacerla sonreír. Sus ojillos parpadeaban de cólera y apenas podía contener los nerviosos movimientos de sus manos. A mi pesar, siento una gran repulsión ante ese rostro blando y redando, esa frente baja y, sobre todo, su cuello grasiento, estirado por líneas horizontales y siempre brillantes de sudor. No puedo reprimir esas impresiones y temo traicionarme y que se adivine esa mi repulsión.

Ha terminado su perorata con una obscura alusión a «ciertas personas que no le interesa encontrar aquí». ¿Qué habrá querido decir?

* * *

La institutriz se ha presentado esta mañana en el confesonario. Sé que tiene por director espiritual a mi colega de Heuchin, pero no he podido negarme a escucharla. ¡Qué ingenuos son aquellos que creen que el sacramento nos permite colarnos de rondón en el almario de las personas! ¿Por qué no hacen ellos mismos la experiencia? Habituado hasta ahora a mis pequeños penitentes del seminario, no logro comprender aún por qué horrible metamorfosis llegan las vidas interiores a no dar de sí mismas más que esa especie de imagen esquemática, indescifrable… Creo que transcurrida la adolescencia, muy pocos cristianos se creen culpables de comuniones sacrílegas. ¡Es tan fácil no confesarse del todo! Pero aún hay algo peor. Existe una lenta cristalización, alrededor de la conciencia, de menudas mentiras, de subterfugios, de equívocos. El caparazón guarda vagamente la forma de lo que recubre y nada más. A fuerza de costumbre y con el tiempo, los menos sutiles acaban por crearse todas las piezas de un lenguaje exclusivo, que permanece increíblemente abstracto. No esconden gran cosa, pero su solapada franqueza se parece a esos cristales opacos que no dejan pasar más que un resplandor difuso donde el ojo no distingue nada. ¿Qué ocurre entonces con la confesión? Apenas aflora a la superficie de la conciencia. No me atrevo a decir que se descompone por encima, pues más bien se petrifica.

* * *

Horrible noche. Desde que cerré los ojos la tristeza se apoderó de mí. Desgraciadamente no encuentro otra palabra para calificar un desfallecimiento que no puede definirse, una verdadera hemorragia del alma. Me desperté bruscamente, como si acabara de oír un grito agudo… ¿Pero es esa palabra la que conviene? Es evidente que no.

Apenas vencido aquel repentino sobresalto, dejé de fijar mi pensamiento en todo lo que me atormentaba y la calma pareció volver entonces a mi mente. La violencia que me impongo para dominar mis nervios, es habitualmente mayor de lo que imaginaba. Esta idea me es particularmente grata después de la agonía de estas últimas horas, pues este esfuerzo que hago casi en contra de mi voluntad y del que por consiguiente no puedo sacar ninguna satisfacción de amor propio, lo mide Dios.

¡Qué poco sabemos lo que es en realidad una vida humana! Ni siquiera la nuestra. Juzgarnos por lo que llamamos nuestros actos es acaso tan vano como juzgamos por nuestros sueños. Cristo escoge, según su justicia, entre esa multitud de cosas obscuras y aquella que Él eleva al Padre, resplandece como un sol.

Estaba tan agotado esta mañana, que hubiera dado cualquier cosa por una palabra de compasión, de ternura. Por unos instantes pensé en correr hacia Torcy. Pero a las once tenía el catecismo para niños y no quería faltar. Ni siquiera utilizando la bicicleta hubiera podido llegar a tiempo.

Mi mejor alumno es Sylvestre Galuchet, un muchachito no muy limpio (su madre murió y le cuida una abuela bastante borracha), y, sin embargo, de una belleza tan singular que da la impresión, casi enternecedora, de la inocencia —una inocencia anterior al pecado, una inocente pureza de animal—. Al distribuir los puntos buenos, ha venido a buscar su estampa a la sacristía y he creído leer en sus ojos reposados y atentos la piedad. Mis brazos se cerraron un instante a su alrededor y he llorado estúpidamente con la cabeza apoyada en su hombro.

* * *

Primera reunión oficial de nuestro «Círculo de Estudios». Había pensado dar la presidencia a Sulpice Mitonnet, pero sus camaradas parecen dejarle un poco de lado. Como es natural, no me he creído en el deber de insistir.

Después nos hemos dedicado a poner a punto un programa bastante modesto, proporcionado a nuestros recursos. Los pobres muchachos están faltos evidentemente de imaginación, de ardor. Como confesó Englebert Denisane, temen «hacer reír». Tengo la impresión de que han acudido a mí por ocio, por aburrimiento, para ver…

* * *

He encontrado al cura de Torcy en la carretera de Desvres. Me ha llevado hasta el presbiterio en su vehículo e incluso ha aceptado beber un vaso de mi famoso Burdeos. «¿Lo encuentra bueno?», me ha preguntado. Le he respondido que me contentaba con vino más basto, comprado en la tienda de los Cuatro Tilos. Parece que se ha tranquilizado.

Tengo la impresión de que tenía una idea en la cabeza, pero estaba decidido a guardarla para sí. Me escuchó con aire distraído, mientras su mirada me formulaba, a su pesar, una pregunta que yo estaba inquieto por contestar, ya que él rehusaba hacérmela. Como de costumbre cuando me siento intimidado, hablé bastante sin ton ni son. Hay ciertos silencios que subyugan, que fascinan, casi dolorosos y que obligan a llenarlos de palabras, de cualquier cosa…

—Tienes un físico sorprendente —me dijo finalmente—. No se hallaría en toda la diócesis otro más desmejorado… ¡Seguro! Y a pesar de eso, trabajas como un caballo, te revientas. Monseñor debe necesitar muchos curas para haber puesto una parroquia en tus manos. Felizmente, una parroquia es algo sólido. De otro modo, correría el riesgo de romperla…

Me daba perfecta cuenta de que, por compasión hacia mí, trataba de bromear con algo muy reflexionado y sincero. Él pareció leer tal pensamiento en mis ojos.

—Podría agobiarte de consejos… ¿pero para qué? Cuando era profesor de matemáticas en el colegio de Saint-Omer, conocí a algunos alumnos sorprendentes que acababan por resolver problemas muy complicados, fuera de las reglas al uso. Pero como no estás bajo mis órdenes, es necesario que te deje obrar; que muestres tu capacidad. No se tiene derecho a falsear el juicio de tus superiores… Ya te hablaré de mi sistema otra vez.

—¿Qué sistema?

No respondió directamente.

—Ves… Los superiores tienen razón al aconsejar la prudencia. A falta de otra cosa mejor, yo mismo soy prudente. Es mi naturaleza. Nada más necio que un sacerdote irreflexivo que demuestre mala cabeza sin ninguna finalidad, solamente por darse tono. Pero, a pesar de todo, nuestros caminos no son los de este mundo. No se propone la Verdad a los hombres como se propondría una póliza de seguros o un depurativo. La Vida es la Vida. La Verdad de Dios es la Vida. Tenemos el aspecto de dirigirla y es ella la que nos lleva, hijo mío.

—¿En qué estoy equivocado? —le dije. (Mi voz tembló y tuve que interrumpirme por dos veces.)

—Te mueves demasiado, pareces un abejorro encerrado en una botella. Pero, en realidad, creo que tienes espíritu de plegaria.

Creí que iba a aconsejarme que me dirigiera a Solesmes y me hiciera monje. Y, una vez más, adivinó mi pensamiento. (No debe ser muy difícil, por lo demás.)

—Los monjes son más astutos que nosotros y tú no tienes sentido práctico, pues tus famosos proyectos no logran hacerse realidad. En cuanto a la experiencia de los hombres, más vale que no hablemos. Crees al condesito un señor, a tus alumnos de catecismo poetas y a tu deán un socialista. Al verte a la cabeza de tu flamante parroquia me haces, con todos los respetos, el efecto de uno de esos maridos majaderos que se jactan de «estudiar a su mujer», mientras ésta les ha conocido de la primera ojeada.

—¿De manera que…? (Mi confusión apenas me dejaba hablar.)

—De manera que… Prosigue. ¿Qué es lo que quieres que te diga? No tienes sombra de amor propio y es difícil poseer una opinión sobre tus experiencias, porque las haces a fondo y te comprometes en ellas. Como es natural, no haces mal obrando según la naturaleza humana. Recuerda estas palabras de Ruysbreck el Admirable, un flamenco como yo: «Cuando estés cautivado por Dios, si un enfermo te reclama una taza de caldo, desciende del séptimo cielo y dale lo que pide». Es un buen precepto, en efecto, pero no debe servir de pretexto para la pereza. Pues existe una pereza sobrenatural, que llega con la edad, la experiencia y las decepciones. ¡Ah! ¡Los viejos sacerdotes son duros! La última de las imprudencias es la prudencia, cuando nos prepara suavemente a prescindir de Dios. Hay viejos sacerdotes horribles…

Transcribo estas palabras como puedo, más mal que bien, pues apenas le escuché. ¡Adivinaba en ellas tantas cosas! No tengo ninguna confianza en mí y, sin embargo, mi buena voluntad es tan grande que imagino siempre que salta a los ojos y que todos me juzgarán según mis intenciones. ¡Qué locura! Mientras me creía en los umbrales de este pequeño mundo, resulta que ya había entrado, completamente solo, con el camino cerrado a mis espaldas y sin ninguna probabilidad de retroceder. No conocía mi parroquia y ella se esforzaba en ignorarme. Pero la imagen que se hacía de mí era ya muy límpida, muy precisa. No hubiera sabido cambiar nada en lo sucesivo, más que a cambio de inmensos esfuerzos.

El señor cura de Torcy leyó el temor en mi ridículo rostro y comprendió seguramente que toda tentativa para calmarme sería vana en aquel instante. Se calló. Me esforcé en sonreír y hasta creo que lo conseguí. Fue muy duro…

* * *

He pasado una mala noche. A las tres de la madrugada cogí la linterna y me dirigí a la iglesia. Me resultó imposible hallar la llave de la puertecilla lateral y tuve que abrir el gran portalón. El chirrido de la cerradura hizo, bajo las bóvedas, un ruido tremendo.

Me dormí en mi banco, con la cabeza entre las manos y tan profundamente que la lluvia me despertó al amanecer. Caían las gotas a través de la vidriera rota y en las losas de la iglesia se había formado un enorme charco. Al salir del cementerio me he encontrado con Arsenio Mirón, que me ha dado los buenos días con un tono socarrón. En realidad debía tener un aire extraño, con mis ojos hinchados de sueño y mi sotana mojada.

Tengo que luchar contra la tentación de correr a Torcy. Necia precipitación de jugador que sabe perfectamente que ha perdido, pero que no consiente que se lo digan. En el estado nervioso en que me hallo, no puedo perderme en excusas vanas. ¿A qué hablar del pasado? Sólo me importa el porvenir y no me siento aún capaz de mirarlo frente a frente.

El señor cura de Torcy piensa probablemente como yo. Seguramente igual. Esta mañana, mientras colgaba los paños para las exequias de Marie Perdrot, he creído reconocer su pasó, un poco tardo, sobre las losas. Pero no era más que el sepulturero que venía a decirme que había terminado su trabajo.

La decepción me ha hecho casi caer de la escalera…

* * *

Hubiera debido decir al doctor Delbende que la Iglesia no es solamente lo que él imagina, una especie de Estado soberano, con Sus leyes, sus funcionarios, sus ejércitos… Marcha a través de los tiempos como una tropa de soldados a través de países desconocidos donde todo abastecimiento normal es imposible. Vive los regímenes y las sucesivas sociedades como la tropa sobre el campo, al día.

¿Cómo dar al Pobre, heredero legítimo de Dios, un reino que no es de este mundo? La Iglesia está a la búsqueda del Pobre y le llama por todos los caminos de la tierra. Y el Pobre está siempre en el mismo sitio, en la extremidad de la cima vertiginosa cara al Señor de los Abismos, que le repite incansablemente desde hace veinte siglos con voz de Ángel, con su voz sublime y prodigiosa: «Todo esto será tuyo si, prosternado, me adoras…».

Tal sea acaso la explicación sobrenatural de la extraordinaria resignación de las multitudes. El Poder está al alcance de la mano del pobre y éste lo ignora o parece ignorarlo. Mantiene sus ojos bajos y el Seductor aguarda segundo tras segundo la palabra que le librará de nuestra especie, pero que no saldrá jamás de la boca augusta que Dios ha sellado.

Problema insoluble: restablecer al Pobre en su derecho sin elevarlo al Poder. Y si ocurriera, aunque es imposible, que una dictadura despiadada, servida por un ejército de funcionarios, de técnicos, de estadistas, apoyados por millones de soplones y de gendarmes, lograse tener a raya, en todos los puntos del mundo a la vez, las inteligencias carniceras, los animales feroces y astutos, ávidos de lucros y ganancias, la raza de hombres que viven del hombre —pues su perpetua codicia de dinero no es, sin duda, más que la forma hipócrita o acaso inconsciente del horrible, del inconfesable apetito que les devora— pronto cundiría el disgusto hacia la aurea mediocritas erigida en regla universal y por doquier volverían a florecer las pobrezas voluntarias como una nueva primavera.

Ninguna sociedad se hará cargo del Pobre. Unos viven de la estupidez de otros, de su vanidad y sus vicios. El pobre vive de la caridad. ¡Qué sublime palabra!

* * *

No sé lo que me ha ocurrido esta noche. He debido soñar. Hacia las tres de la mañana (acababa de calentar un poco de vino y desmigajaba en el vaso un poco de pan como de costumbre) cuando la puerta del jardín crujió con tanta violencia que no pude por menos de bajar a ver lo que ocurría. La encontré cerrada, cosa que por otra parte no me sorprendió, pues estaba seguro de haberla cerrado al anochecer, como acostumbro a hacer diariamente. A los veinte minutos, aproximadamente, volvió a crujir con estrépito, mucho más violentamente que la vez anterior (soplaba un fuerte viento y una verdadera tormenta sacudía los tejados). Es una ridícula historia…

He vuelto a reanudar mis visitas. Las observaciones del señor cura de Torcy me obligan a la prudencia y trato de circunscribirme a un pequeño número de preguntas hechas con la mayor discreción y que en apariencia son bastante triviales. Según la respuesta, me esfuerzo en elevar la conversación, no mucho, hasta coincidir en una verdad, escogida entre las más humildes posibles: ¡pero no hay verdades medianas! Pese a las precauciones, y aunque evitara incluso pronunciarlo, el nombre de Dios parece brillar de pronto en este aire espeso, asfixiante, y los rostros que se abrían ya, se cierran. Sería más justo decir que se obscurecen, que se entenebrecen.

¡Oh, la rebeldía que se agota a sí misma en injurias, en blasfemias…! Quizá no sea nada, no haya que concederle la menor importancia. El odio a Dios me hace pensar siempre en la posesión. «Entonces, el diablo se apoderó de él (Judas).» En la posesión; en la locura. Me parece una fuga a través de la vida, a la sombra estrecha de un muro, mientras la luz brilla esplendorosa por doquier… Pienso en los míseros animales que se arrastran hasta sus guaridas después de haber servido para los juegos crueles de los niños. La curiosidad, feroz de los demonios, su espantosa solicitud por el hombre es mucho más misteriosa… ¡Ay si pudiéramos ver, con los ojos del Ángel, a estas criaturas mutiladas!

* * *

Mejoro lentamente, las crisis se espacian cada vez más y algunas veces me parece sentir algo parecido al apetito. Sea como fuere, preparo ahora mi comida sin asco, aunque sin abandonar la misma minuta: pan y vino. Tan sólo añado bastante azúcar al vino y dejo que el pan se endurezca hasta que puedo romperlo en vez de cortarlo. Así es más fácil de digerir.

Gracias a este régimen, llego a término de la jornada sin mucha fatiga y comienzo a sentirme más seguro de mí mismo… ¿Iré el viernes a casa del cura de Torcy?

Sulpice Mitonnet acude a visitarme diariamente. No es muy inteligente, es verdad, pero tiene delicadezas y atenciones. Le he dado la llave de la cocina y durante mi ausencia se dedica a pequeños menesteres. Gracias a él, mi pobre casa ya cambiando de aspecto. El vino, según me dice, no conviene a su estómago, pero se atiborra de azúcar.

Me ha dicho con lágrimas en los ojos que su asiduidad al presbiterio le valía muchas burlas, muchas bromas. Creo que su manera de vivir desconcierta a nuestros campesinos, tan laboriosos, y le he reprendido severamente por su pereza. Me ha prometido buscar trabajo.

La señora Dumouchel ha acudido a visitarme a la sacristía para reprocharme no haber admitido a su hija al examen trimestral.

Evito en lo posible hacer alusión en este diario a ciertas pruebas de mi vida que quisiera olvidar inmediatamente, pues no son de la clase que ¡ay! puedo soportar con alegría. ¿Y qué es la resignación sin alegría? No es que exagere su importancia… ¡nada de eso! Son de lo más común, lo sé. La vergüenza que siento, esta confusión que no acierto a dominar no me honra demasiado, pero no puedo sobreponerme a la impresión física, a esa especie de asco que me causa. ¿Para qué voy a negarlo? He visto prematuramente el rostro del vicio y a pesar de que siento, en el fondo de mí mismo, una gran piedad hacia esas pobres almas, es casi intolerable la imagen que, a mi pesar, me he formado de su desgracia. Abreviando: la lujuria me da miedo.

La impureza de los niños, sobre todo… La conozco. ¡Oh… no es que la tome por su lado trágico! Pienso, por el contrario, que tenemos que soportarla pacientemente, pues la más pequeña imprudencia puede acarrear en estos asuntos espantosas consecuencias. ¡Es tan difícil distinguir en los otros las heridas profundas y tan peligroso sondearlas! Más vale, algunas veces, dejar que se cicatricen por sí mismas, pues no se suele manosear un absceso que acaba de brotar. Pero ello no me impide que odie esa conspiración universal, esa manera de ignorar algo que nos entra por los ojos, esa sonrisa estúpida de los adultos ante ciertos apuros que creen sin importancia, pero que no pueden expresarse en nuestro lenguaje de hombres hechos. También he conocido demasiado pronto la tristeza para no rebelarme ante la imbecilidad y la injusticia de todos hacia esa tristeza de los pequeños, tan misteriosa. La experiencia ¡ay! nos enseña que existen desesperaciones infantiles. Y el demonio de la angustia es, según creo, un demonio impuro…

No he hablado, por lo tanto, de Seraphita Dumouchel. Pero no por ello me ha dejado de causar muchas preocupaciones desde hace algunas semanas. He llegado a preguntarme si me odia, tanta es su destreza en atormentarme que parece estar muy por encima de su edad. Las ridículas provocaciones que otras veces tenían cierto carácter de ingenuidad, de despreocupación, parecen traslucir ahora un cierto encono voluntario que no permite clasificarlas como producto de una curiosidad enfermiza común a muchas niñas de su edad. Primero, no se dedica nunca a ello más que en presencia de sus compañeras y entonces afecta un aire de complicidad conmigo, que durante mucho tiempo ha hecho asomar la sonrisa a mis labios, pero que ahora me hace presentir ya el peligro. Cuando la encuentro por casualidad en la carretera —y tropiezo con ella con mayor frecuencia de lo corriente— me saluda gravemente, con una sencillez perfecta. Un día me dejé seducir. Me aguardaba sin moverse, con la mirada baja y mientras avanzaba hacia ella hablándole dulcemente, parecía tener el aire de un encantador de pájaros. No hizo gesto alguno mientras se encontró fuera de mi alcance. Pero cuando llegué junto a ella —su cabeza se inclinó tanto que no vi más que su diminuta nuca, raras veces levantada— se me escapó de un salto, tirando su cartera en la cuneta. Tuve que mandársela por uno de mis monaguillos que fue muy mal recibido.

La señora Dumouchel se mostró al principio muy amable. Sin duda la ignorancia de su hija justificaba la decisión que había tomado, pero en realidad no era más que un pretexto. Seraphita es, sin embargo, demasiado inteligente para no haber salido airosa de una segunda prueba. Así es que con la mayor discreción posible traté de hacer comprender a la señora Dumouchel que su hija me parecía muy avanzada, muy precoz, y le dije que sería conveniente tenerla en observación algunas semanas. Pronto se reharía de aquel retraso y las lecciones acabarían por dar sus frutos.

La pobre mujer me escuchó roja de indignación. Vi que la irritación iba subiéndole hasta las mejillas, reflejándose en sus ojos hasta poner purpúreas la punta de sus orejas. «La pequeña vale tanto como las demás —dijo finalmente—. Lo que ella quiere es que se le haga valer su derecho, ni más ni menos.» Contesté que Seraphita era una excelente alumna, pero que su conducta, o por lo menos su manera de obrar, no me parecían buenas, «¿Qué manera de obrar?» «Un poco de coquetería», contesté. Esta palabra la puso fuera de sí. «¿Coquetería? ¿En qué se está metiendo usted ahora? ¡Coquetería! No es asunto de Un sacerdote… a estas alturas. ¡Con el respeto debido, señor cura, sepa que le encuentro demasiado joven para hablar de tales cosas y menos sobre una niña semejante!»

Dichas estas palabras, me abandonó. La pequeña la esperaba sentada juiciosamente en un banco de la iglesia vacía. Por la puerta entreabierta, vi los rostros de sus compañeras, oí sus risas sofocadas: seguramente se empujaban para mirar. Seraphita se echó en los brazos de su madre llorando. Temo que todo no fuera más que una comedia.

¿Qué hacer? Los niños tienen un sentido muy desarrollado del ridículo y saben perfectamente, llegada la situación, desenvolverlo hasta sus últimas consecuencias con una lógica sorprendente. El duelo imaginario entre su compañera y el cura les apasionaba visiblemente y llegado el momento, no dudarían en inventar algo para que la historia fuera más seductora y durase más tiempo.

Esta noche se me ha ocurrido pensar que había esperado demasiado de lo que no era más que una obligación de mi ministerio, precisamente de las más ingratas y duras. ¿Quién soy yo para pedir consuelo a esos pequeños seres? Había soñado hablarles con franqueza, compartiendo con ellos mis penas y mis alegrías, ¡oh!, sin el riesgo, claro está, de herirles, pasando mi vida en esa enseñanza, como la pasó en mis oraciones. Pero todo eso no era más que egoísmo.

De hoy en adelante me impondré, por lo tanto, el deber de entregarme menos a la inspiración. Desgraciadamente, me falta el tiempo y necesitaré quitar un poco más a mis horas de reposo. Esta noche he logrado hacerlo, gracias a una cena suplementaria, perfectamente digerida. ¿Por qué lamentaría tanto la compra de este Burdeos bienhechor?

* * *

Mi visita de ayer al castillo ha terminado en catástrofe. La decidí después del almuerzo, tomado muy tarde, pues había perdido mucho tiempo en Berguez, en casa de madame Pigeon, que sigue todavía enferma. Eran cerca de las cuatro y con gran sorpresa mía, pues el conde está generalmente en la mansión las tardes del jueves, no hallé más que a la señora condesa.

¿Cómo explicar que después de haber llegado tan animado me encontrara de pronto incapaz de sostener una conversación, incluso de responder correctamente a las preguntas que me hacían? La señora condesa, con su exquisita educación, ha aparentado primeramente no darse cuenta de nada, pero al final se ha creído en el deber de preguntarme por mi salud. Desde hace algunas semanas trato de eludir las preguntas de esa especie e incluso me creo autorizado a mentir. Logro hacerlo bastante bien y además me doy cuenta de que las gentes se apresuran a creerme cuando les digo que todo va muy bien. Cierto que mi delgadez es extraordinaria (los arrapiezos me han puesto un mote en dialecto que significa «triste de ver»), y sin embargo, la afirmación de que viene de familia, serena inmediatamente los rostros. Lejos de mi ánimo deplorarlo. Confesar mis preocupaciones sería correr el riesgo de que me evacuaran, como dice el cura de Torcy. Y además me parece que no debo compartir más que con Nuestro Señor, ofreciéndole mis sufrimientos en holocausto, estas pequeñas miserias.

Respondí, por lo tanto, a la señora condesa que había comido muy tarde y que aquello me ocasionaba un poco de dolor de estómago. Lo peor es que acto seguido me despedí descendiendo la escalinata como un sonámbulo.

La dueña de la casa me acompañó gentilmente hasta el último escalón y ni siquiera pude darle las gracias, por mantener el pañuelo sobre mi boca. Me contempló con una expresión muy curiosa, indefinible, de amistad, de sorpresa, de piedad y también de disgusto, según creo. ¡Es tan ridículo siempre un hombre enfermo! Finalmente cogió la mano que le tendía diciendo como para sus adentros, pues adiviné la frase con el movimiento de sus labios: «¡Pobre niño!», o acaso: «¡Mi pobre niño!».

Me quedé tan sorprendido, tan emocionado, que atravesé el césped para alcanzar el sendero. La hierba inglesa que en tanto aprecio tiene el señor conde debe guardar ahora la huella de mis enormes zapatos.

Rezo poco y mal. Casi diariamente, después de la misa, me veo obligado a interrumpir mi acción de gracias para recibir a unos o a otros, enfermos generalmente. Mi antiguo compañero del Seminario Menor, Fabregargues, que se ha establecido como farmacéutico en los alrededores de Montreuil, me envía cajas muestra de productos. Pero parece que el maestro no siente ninguna satisfacción por esa competencia, pues hasta ahora era el único en prestar esos menudos servicios.

¡Qué difícil resulta no causar descontento a nuestros semejantes! Hágase lo que se haga, las gentes parecen mejor dispuestas a oponer las buenas voluntades unas a otras que a utilizarlas. ¿De dónde procede la inconcebible esterilidad de tantas almas?

No cabe duda alguna de que el hombre es enemigo de sí mismo; donde quiera que se halle es su más solapado y enconado enemigo. El mal sembrado a voleo germina casi siempre. En cambio, a la menor semilla de bien le hace falta, para no ahogarse, una suerte extraordinaria, una prodigiosa dicha.

* * *

Esta mañana he hallado, en mi correspondencia, una carta con matasellos de Boulogne, escrita en mal papel cuadriculado como el que se usa en los cafetines. No lleva firma.

«Una persona bien intencionada le aconseja que pida su traslado. Cuanto antes mejor. Cuando se dé usted cuenta de lo que salta a los ojos de todo el mundo, llorará lágrimas de sangre. Le compadezco y le repito: ¡huya!»

¿Quién habrá escrito eso? He creído reconocer la escritura de la señora Pégriot, que se dejó aquí un cuadernillo donde anotaba el gasto de jabón, lejía o agua de cloro. Es evidente que esta mujer no me aprecia nada. ¿Pero por qué deseará tan ardientemente mi marcha?

He remitido unas palabras de excusa a la señora condesa. Sulpice Mitonnet ha llevado la nota a la quinta. No ha parecido muy contento.

Otra noche horrible, con un sueño interrumpido por pesadillas. Llovía con tanta intensidad que no me he atrevido a ir hasta la iglesia. Nunca me había esforzado tanto para rezar, primero sosegadamente, con calma, luego con una especie de violencia concentrada, feroz, y finalmente —apenas hecho acopio de sangre fría— con una voluntad casi desesperada (esta última palabra me causa horror), con un arrebato de voluntad que ha hecho… temblar de angustia a todo mi corazón.

Ya sé que la voluntad de rezar es ya una oración por sí sola y que Dios no sabría pedir nada más. Pero en aquel momento no cumplía un deber, pues me era tan necesaria la plegaria como el aire a mis pulmones y el oxígeno a mi sangre. Detrás de mí no estaba la vida cotidiana, familiar, de la que se acaba de escapar con un impulso y a la que se tiene la certidumbre de regresar en cuanto se quiera. Detrás de mí no había nada. Y delante, un muro, sólo un muro negro.

Nos hacemos generalmente de la plegaria una idea absurda: ¿cómo se atreven a hablar de ella quienes no la conocen ni poco ni mucho? Un trapense o un cartujo laborará años y años para convertirse en un hombre de plegaria y el primer atolondrado pretenderá juzgar el esfuerzo de toda una vida… Si la plegaria fuera efectivamente lo que piensan, una especie de charla frívola o habladuría, diálogo de un maníaco con su sombra o aún menos —un vano y supersticioso intento para obtener los bienes de este mundo— no podría creerse que millares de seres hallaran hasta en sus últimos momentos, no digo siquiera tanta dulzura —desconfío de los consuelos sensibles—, sino un gozo pleno y fuerte. ¡Oh, sin duda los sabios hablan de sugestión! Lo que seguramente no habrán visto nunca es a uno de esos viejos monjes, tan reflexivos, tan sabios; inflexibles en los juicios y sin embargo tan radiantes de entendimiento y de compasión, con una humanidad tan tierna. ¿Por razón de qué milagro, esos medio locos prisioneros de un sueño, esos durmientes despiertos parecen penetrar más hondamente en las miserias de los demás? ¡Extraño en sueño, opio singular, que en vez de aislarles de sus semejantes, les hace solidarios de todos en el espíritu de la caridad universal!

Apenas me atrevo a arriesgarme más en esa comparación, ruego una excusa para ella, pero acaso satisfaga a un gran número de gentes de las que no puede esperarse ninguna reflexión personal, si no se les anima de antemano con alguna imagen inesperada que les desconcierte. ¿Se creería autorizado cualquier hombre sensato a juzgar como entendido en música por haber tecleado, al azar, con la punta de los dedos, un piano? Y si tal sinfonía de Beethoven, si tal fuga de Bach le deja frío, si tiene que contentarse con observar en el rostro de los demás altas delicias inaccesibles, ¿se acusará tan sólo a sí mismo?

Se cree ¡ay! a los psiquiatras, y el unánime testimonio de los santos no se tiene siquiera en cuenta. Por más que sostengan que esa especie de profundización interior no se parece a ninguna otra, que en vez de descubrir paulatinamente nuestra propia complejidad, concluye en una súbita y total iluminación, que desemboca en el azul, no se contentarán más que con encogerse de hombros. ¿Qué hombre de oración ha confesado, sin embargo, que la plegaria le haya decepcionado?

Esta mañana no puedo tenerme literalmente en pie. Las horas que han parecido tan largas, han transcurrido sin dejarme ningún recuerdo preciso. Nada más que la sensación de un golpe procedente de algún sitio desconocido, recibido en pleno pecho y cuya gravedad indudable no me permite medir una especie de entorpecimiento misterioso.

La oración no es nunca soledad. Pero sin duda mi tristeza era demasiado grande. Sólo rogaba a Dios por mí mismo. No ha acudido.

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Releo estas líneas al despertarme.

¿Y si no fuera más que una ilusión…? O acaso… Los santos han conocido estos desfallecimientos… Pero no está sorda rebelión, este áspero silencio del alma, casi odio…

Es la una: acaba de apagarse la última luz del pueblo. Viento y lluvia.

La misma soledad, igual silencio. Y esta vez, ninguna esperanza de forzar el obstáculo o rodearlo. Además, no existe obstáculo alguno. ¡Dios…! Respiro, aspiro la noche…

Me esfuerzo en evocar angustias parecidas a la mía. Pero no acierto a sentir ninguna compasión por esos desconocidos. Mi soledad es perfecta y yo la odio. ¡No siento piedad por mí mismo!

¡Si dejara de amar!

Me he tendido a los pies de la cama, con el rostro pegado al suelo. Claro que no soy tan ingenuo como para creer en la eficacia de semejante medio. He querido tan sólo hacer realmente un gesto de aceptación total, de abandono. Me he tendido al borde del vacío, de la nada, como un mendigo, como un muerto, aguardando a que me recogieran.

Desde el primer segundo, antes incluso de que mis labios rozaran el suelo, me avergoncé de la mentira. Pues no esperaba nada.

¡Cuánto daría por poder sufrir! El propio dolor me abandona. Hasta el más habitual, el más humilde, el de mi estómago. Me siento horriblemente bien.

No tengo miedo de la muerte, me es tan indiferente como la vida, aunque eso no pueda expresarse.

Me parece haber hecho al revés todo el camino recorrido desde que Dios me sacó de la nada. Al principio no fui más que esa chispa, esa mota rojiza del polvo de la divina caridad. Ahora, he vuelto a ser lo mismo en la Noche insondable. Pero la mota de polvo no es ya rojiza, no brilla, sino que va a extinguirse.

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Me he despertado muy tarde. Sin duda me acometió el sueño en el mismo lugar donde caí. Es ya hora de decir la misa. Sin embargo, antes de encaminarme a la iglesia quiero escribir aquí: «Me ocurra lo que me ocurra, no hablaré de eso a nadie y mucho menos al cura de Torcy».

La mañana es clara, suave, de una ligereza maravillosa… Cuando era niño me gustaba saltar por las mañanas los setos mojados por la escarcha y volver a casa empapado, tiritando y feliz para recibir un pescozón de mi pobre madre y un gran tazón de leche caliente.

Durante todo el día no he tenido en la cabeza más que los recuerdos de la infancia. Pienso en mí mismo como si lo hiciera en un muerto.

(N. B. —Faltan en el cuaderno unas diez páginas arrancadas. Las palabras que subsistían en los márgenes han sido raspadas cuidadosamente.)

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Esta mañana han hallado al doctor Delbende en las lindes del bosque de Bazancourt, con la cabeza rota y ya frío. Sin duda rodó hasta el fondo de un senderillo bastante profundo, bordeado de espesos avellanos. Se supone que al ir a tirar de su fusil se enganchó el gatillo en las ramas y el arma se disparó.

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Me propuse destruir este diario. Pero después de reflexionar, no he suprimido más que una parte, que juzgaba inútil. Es como una voz que me habla sin callarse, día y noche, y que después de releerla tantas veces conozco ya de memoria. Pero supongo que se extinguirá conmigo, según creo. ¿No es cierto…?

Desde hace algunos días, estoy reflexionando mucho en el pecado. A fuerza de definirlo como una falta a la ley divina, me parece que nos arriesgamos a dar de él una idea excesivamente sumaria. ¡La gente dice tantas tonterías sobre este tema! Y como siempre, sin tomarse siquiera la molestia de reflexionar. Hace infinidad de siglos que los médicos discuten entre sí sobre la enfermedad. De haberse contentado con definirla como una falta a las reglas de la buena salud, se hubieran puesto de acuerdo desde hace mucho tiempo. Pero en vez de eso, la estudian sobre el enfermo con intención de curarlo. Eso es, precisamente, lo que nosotros intentamos hacer. Así, las bromas sobre el pecado, las ironías, las sonrisas, no nos impresionan demasiado.

Como es natural, no se quiere ver más allá de la falta. Pero ésta no es, después de todo, más que un síntoma. Y los síntomas, hasta los más impresionantes para los profanos, no son siempre lo más inquietante, lo más grave.

Creo, estoy seguro, que muchos hombres no comprometen profundamente su ser y su sinceridad. Viven en la superficie de sí mismos y el terreno humano es tan rico que basta esa delgada capa para recoger una buena cosecha, que a veces da la ilusión de una verdadera existencia. Parece ser que durante la última guerra, pequeños empleados, bastante tímidos por cierto, se revelaron poco a poco como grandes jefes: es que tenían la pasión del mando sin saberlo. Claro que en ello no hay nada que se parezca a lo que nosotros llamamos con el hermoso nombre de conversión —convertere—, pero en fin, bastó a esos pobres seres hacer la experiencia del heroísmo en su estado bruto, de un heroísmo sin pureza. ¿Cuántos hombres no tendrán jamás idea del heroísmo sobrenatural sin el que no existe vida interior? Y precisamente sobre esa vida les juzgará el Juez Supremo: en cuanto se reflexiona un poco, la cosa parece cierta, evidente. ¿Entonces…? Entonces, despojados por la muerte de todos esos miembros artificiales de que la sociedad ha provisto a los hombres de su especie, volverán a encontrarse tal como son, como eran sin saberlo…— espantosos monstruos sin desarrollar, engendros de hombres.

Con tal conformación, ¿qué pueden decir del pecado? ¿Qué saben ellos? El cáncer que los corroe se asemeja a muchos tumores indoloros. O por lo menos, la mayoría no han sentido, en cierto período de la vida, más que una impresión fugitiva pronto borrada. Es raro que un niño no haya tenido, aunque sólo sea en estado embrionario, una especie de vida interior en el sentido cristiano de la palabra. Un día u otro, el ímpetu de su vida llega a ser más fuerte y el espíritu de heroísmo rebulle en el fondo de su corazón inocente. Acaso no mucho, lo bastante, sin embargo, para que el pequeño entrevea vagamente el riesgo inmenso de la salvación que constituye todo lo divino de la existencia humana. Sabe entonces algo sobre el bien y el mal, tiene una noción limpia de toda mezcla, ignorante todavía de la disciplina y las costumbres sociales. Pero, como es natural, reacciona como un niño y el hombre maduro no guarda, de ese minuto decisivo, más que el recuerdo de un drama infantil, de una aparente travesura de la que se le escapará el verdadero sentido y de la que hablará con esa sonrisa enternecedora, demasiado radiante, casi lúbrica, de los viejos…

Es difícil imaginar hasta qué punto las personas que el mundo llama serias, son pueriles. De una puerilidad verdaderamente inexplicable, sobrenatural. A pesar de no ser más que un sacerdote joven llego a sonreírme muchas veces. ¡Qué tono de indulgencia y compasión adoptan con nosotros! Un notario de Arras, a quien asistí en sus últimos momentos —personaje relevante, antiguo senador y uno de los mayores propietarios del departamento— me decía un día, parece ser que para excusarse de acoger mis exhortaciones, con cierto escepticismo, bastante benevolente por cierto: «Le comprendo, reverendo, conozco sus sentimientos. Yo también fui muy piadoso. A los once años no me hubiera dormido sin recitar tres veces el Ave María y aun eso sin respirar. De no haberlo hecho así, me hubiera traído mala suerte…».

Él creía, sin duda, que todo se reducía a eso, nos suponía tan ingenuos a los pobres sacerdotes. Finalmente, la víspera de su muerte escuché su confesión. ¿Qué podía decir?… Poca cosa. En realidad cabía resumirlo en pocas palabras: una vida de notario.

* * *

El pecado contra la esperanza… el más mortal de todos y, sin embargo, el mejor acogido, el más halagado.

Se necesita mucho tiempo para reconocerlo y ¡es tan dulce la tristeza que lo anuncia y lo precede! ¡Es el más preciado de los elixires del demonio, su ambrosía! Pues la angustia… (La página está rasgada.)

* * *

Hoy he efectuado un descubrimiento muy extraño. Mademoiselle Louise acostumbra a dejar generalmente el breviario en su banco, en el pequeño compartimiento dispuesto al efecto. Esta mañana he hallado el grueso libro sobre el reclinatorio y como las piadosas estampas que hay en su interior estaban esparcidas, he tenido que hojearlo un poco a pesar mío. Algunas líneas escritas en el reverso de la tapa han saltado a mi vista. Era el nombre y la dirección de Mademoiselle —una antigua dirección, sin duda— en Charleville (Ardennes). La letra es la misma del anónimo. Por lo menos, así me ha parecido.

¿Qué me importa?

Los grandes de este mundo saben despedir sin conceder siquiera tiempo para la réplica, con un gesto, una mirada. ¿Pero Dios?…

No he perdido la fe, ni la esperanza, ni la caridad. ¿Pero qué valen, para un hombre mortal, en esta vida, los bienes eternos? Sin embargo, el anhelo de esos bienes es lo que cuenta. A mí me parece que he dejado de anhelarlos.

* * *

He encontrado al señor cura de Torcy en los funerales de su viejo amigo. La verdad es que el recuerdo del doctor Delbende no me abandona ni un instante. Pero un recuerdo, aunque desgarrador y lleno de emoción, no es, ni puede ser nunca, una oración.

Dios me ve y me juzga.

He resuelto proseguir este diario, pues puede serme útil algún día una relación sincera y escrupulosamente exacta de los acontecimientos, de mi vida en el transcurso de la prueba que estoy atravesando. ¿Quién sabe?, útil a mí o a otros. Pues ahora que mi corazón se ha endurecido (me parece que no siento ya piedad alguna por nadie, la piedad se ha vuelto para mí más difícil que la oración; lo he comprobado esta noche mientras velaba a Adeline Soupault, a pesar de haberla asistido lo mejor que pude) no puedo dejar de pensar, sin un sentimiento amistoso, en el futuro lector, probablemente imaginario, de este diario… Ternura que en el fondo de mí mismo no apruebo demasiado, pues en realidad estas páginas no van destinadas más que a mí mismo. Me he convertido en autor, o como dice el señor deán de Blangermont, en «poeta»… Y sin embargo…

Quiero hacer constar aquí con toda franqueza, que no me aparto de mis deberes, al contrario. El mejoramiento casi increíble de mi salud favorece mucho mi trabajo. En justicia no puede decirse que no rece por el doctor Delbende. Cumplo esta obligación como las otras. He prescindido en estos últimos días del vino, cosa que me ha debilitado bastante.

He sostenido una breve conversación con el señor cura de Torcy. La sangre fría y el dominio de ese admirable sacerdote sobre sí mismo, es evidente. Salta a la vista y, sin embargo, vanamente trataría de hallarse el signo material. Ningún gesto le traiciona, no precisa ninguna palabra, nada que emane voluntad ni esfuerzo. Su rostro deja traslucir sus sufrimientos, expresándolos con franqueza y con una sencillez soberana. En iguales coyunturas, se llega a sorprender hasta en los mejores una mirada equívoca, una de esas miradas que dicen más o menos claramente: «Ve usted… Aguanto firme; no me alabe por ello. Me es natural… Gracias». Su mirada, en cambio, busca ingenuamente la compasión y la simpatía, pero con nobleza. De igual forma podría mendigar hasta un rey. Se ha pasado dos noches velando el cadáver, y su sotana, siempre tan limpia, tan pulcra, está arrugada y manchada. Por vez primera en su vida se ha olvidado de afeitarse.

Semejante dominio de sí mismo se trasluce, sin embargo, en una sola señal: la fuerza sobrenatural que emana de él. Visiblemente devorado por la angustia (pues corre el rumor de que el doctor Delbende se ha suicidado) parece una imagen del alma, de la certidumbre y dé la paz. Esta mañana he oficiado con él, en calidad de subdiácono. Muchas veces había observado, en el momento de la consagración, que sus manos esbeltas, extendidas sobre el cáliz, temblaban un poco. Pero hoy no han temblado. Parecían poseer una autoridad, una majestad desconocida hasta entonces… El contraste con el rostro hundido por el insomnio, el cansancio y alguna visión más torturante —que adivino— y que no podría realmente describir.

Se marchó sin haber querido asistir a la comida de funerales servida por la sobrina del doctor —que se parece mucho a Madame Pégriot, aunque algo más gruesa—. Le acompañé hasta la estación y como aún faltaba media hora para que llegara el tren, nos sentamos en un banco. Estaba muy fatigado y, con la luz del día, su rostro me pareció atormentado. Hasta aquel momento no había visto dos arrugas que le nacían en las comisuras de la boca y que conferían a su rostro una nota de tristeza y amargura sorprendente. Sin duda fue aquello lo que me decidió. Se lo dije de sopetón:

—¿No teme que el doctor se haya…?

No me dejó terminar la frase. Su mirada imperiosa pareció clavar la última palabra en mis labios. Tuve que esforzarme para no bajar la vista, pues no ignoro que a él le disgusta tal cosa. «Los ojos que flaquean…» acostumbra a decir. Finalmente, sus rasgos se fueron dulcificando e incluso sonrió casi.

No me detendré a transcribir su conversación. ¿Acaso fue una conversación? En realidad, no duró siquiera veinte minutos… La pequeña plazoleta desierta, con su doble hilera de tilos, parecía más tranquila que de costumbre. Unas palomas pasaron sobre nuestras cabezas, tan bajas que oímos rasgar el aire.

Estoy seguro de que teme, efectivamente, que su viejo amigo se haya suicidado. Según parece, estos últimos tiempos estuvo muy abatido y hasta el último momento contó con la herencia de una tía muy anciana que en realidad había puesto toda su fortuna en manos de un hombre de negocios muy conocido, mandatario de Monseñor, un obispo de S…, a cambio de una renta vitalicia. El doctor había ganado antes mucho dinero, gastándolo en liberalidades, bastante originales siempre, un poco alocadas y que no conseguían quedar siempre en secreto. Desde que sus colegas más jóvenes se repartieron su clientela, no consintió nunca en cambiar sus costumbres: «¿Qué quieres?» No era hombre para acomodarse. Me repitió cien veces que la lucha contra lo que él llamaba la ferocidad de los hombres y la estupidez del destino iba contra el buen sentido, que no podía librarse a la sociedad de la injusticia y que quien matara una, mataría a la otra. Comparaba la ilusión de los reformadores con la de los antiguos discípulos de Pasteur, que soñaban con un mundo aséptico. En resumen, que se tenía a sí mismo por un refractario y nada más, por el superviviente de una raza desaparecida desde largo tiempo —en el supuesto que hubiera existido alguna vez— y él conducía contra el invasor, convertido con los siglos en el legítimo poseedor, una lucha sin esperanza y sin merced. «Quiero vengarme», acostumbraba a decir. En realidad, no creía en las tropas regulares, ¿comprendes? «Cuando encuentro una injusticia que parece pasearse sola, sin guardas, y veo que es de mi estatura, ni demasiado débil ni demasiado fuerte, salto a su garganta y la estrangulo,» Pero eso le costaba muy caro. Sin ir más lejos, el último otoño pagó las deudas de Ja vieja Gachevaume, once mil francos, porque Dopunsot, el fabricante de harinas, se las arregló para hacerse con los créditos y amenazar las tierras. Es evidente que la muerte de su endemoniada tía le ha propinado el último golpe… ¿Por qué? Trescientos o cuatrocientos mil francos no hubieran sido más que una hoguera en tales manos. Además, la edad había conseguido hacerle imposible. ¿Acaso no se había metido en la cabeza mantener —ésa es la palabra— a un viejo borracho, de nombre Rabattut, un viejo cazador furtivo, perezoso como un lirón, que vive en una cabaña de carbonero, en las lindes del Gobault, quien se reía de él a sus espaldas? La verdad es que él no ignoraba este último detalle, nada de eso. Pero justificaba su actitud con razones, con razones propias de él como siempre.

—¿Cuáles?

—Que ese Rabattut era el mejor cazador que jamás encontrara, que no podía privarse de aquel placer que era verle comer y beber, que a causa de las denuncias, los gendarmes terminarían por hacer de aquel maníaco inofensivo un peligro salvaje. Todo mezclado en su mente con ideas fijas, con verdaderas obsesiones. Acostumbraba a decirme: «Dar pasiones a los hombres y prohibirles su satisfacción es demasiado para mí. No soy Dios». Hay que confesar además que detestaba al marqués de Bolbec y que éste había jurado perseguir enconadamente las artimañas de Rabattut, hasta lograr que sus guardas le apresaran para enviarle a la Guayana.

Creo haber escrito un día en este diario que la tristeza parece extraña al cura de Torcy. Su alma es alegre. En aquel preciso instante me sorprendió cierto acento en su voz. Por más que diga que era grave, no puede asegurarse que fuera triste: pero tenía cierto temblor casi imperceptible, que es como el de la alegría interior, una alegría tan profunda que nada sabría alterarla, como esas aguas que permanecen remansadas bajo la tempestad.

Me contó después muchas otras cosas, cosas casi increíbles, casi insensatas. A los catorce años, nuestro amigo quería hacerse misionero y perdió la fe en el curso de sus estudios de medicina. Fue alumno preferido de un gran maestro, cuyo nombre no recuerdo, y sus camaradas le predecían todos una Carrera de excepcional brillantez. La noticia de su instalación en este olvidado villorrio, sorprendió bastante. Pretextaba ser muy pobre para la admisión a cátedra mediante oposición y, además, el exceso de trabajo había comprometido gravemente su salud. La verdad era que él se consolaba de no creer ya. Había conservado extraordinarias costumbres, por ejemplo, interpelar a un crucifijo colgado de las paredes de su habitación. Otras veces sollozaba a sus pies, con la cabeza entre las manos, y otras llegaba a desafiarle, a amenazarle con el puño.

Unos días antes hubiera escuchado las confidencias del cura de Torcy con mayor sangre fría. Pero en aquel momento estaba lejos de poderlas soportar y me causaban el efecto de un chorro de plomo fundido sobre una herida abierta. Podía asegurar que nunca volvería a experimentar igual sufrimiento, ni siquiera el día de mi muerte. Todo lo que podía hacer, era mantener los ojos bajos. De haberlos levantado para fijarlos en el cura de Torcy, estoy seguro de que habría gritado. Por desgracia, en semejantes ocasiones, se es frecuentemente menos dueño de la lengua que de los ojos.

—Si se hubiera matado realmente, cree usted que…

El señor cura de Torcy se irguió sobresaltado, como si mi pregunta le hubiera despertado súbitamente de un sueño. (Y en realidad, desde hacía cinco minutos hablaba un poco como en sueños.) Sentí que me examinaba atentamente y que sin duda adivinaba lo que pasaba por mi mente.

—¡Si alguien que no fueras tú me hiciera semejante pregunta!…

Luego guardó silencio durante largo rato. La plazoleta seguía estando desierta y, a intervalos regulares, la bandada de palomas planeaba sobre nuestras cabezas. Yo esperaba inconscientemente su paso y el silbido de sus alas semejaba el de una inmensa hoz.

—Sólo Dios es juez —dijo finalmente el cura de Torcy con voz reposada—. Y Maxence (era la primera vez que le oía llamar a su viejo amigo) era un hombre justo. Dios juzga a los justos. No son sólo los idiotas o los simples canallas los que me dan muchas preocupaciones, ¿qué te crees? ¿De qué servirían los santos? Ellos pagan para rescatar eso, son fuertes. Mientras que…

Posó sus manos sobre ambas rodillas y pareció contemplar la ancha sombra que proyectaban ante sí sus hombros.

—Estamos en guerra, ¿qué quieres? Es necesario contemplar al enemigo cara a cara, plantar cara, como él decía, ¿recuerdas? Era su divisa. En la guerra no importa mucho que cualquier acemilero abandone el campo. Pero otra cosa sucede cuando uno de primera fila siente miedo y echa a correr. En primera línea, un pecho es un pecho. Y un pecho de menos, se echa a faltar. ¿Comprendes?

»Existen los Santos. Llamo Santos a todos los que han recibido más que el resto. Son ricos. Siempre he pensado para mi fuero interno que el estudio de las sociedades humanas nos daría la clave de muchos misterios si supiéramos observarlas en su espíritu sobrenatural. Después de todo, el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios: cuando intenta crear un orden a su medida, debe copiar desmañadamente el otro, el verdadero. La división de ricos y pobres responde, sin duda, a alguna ley universal. Un rico a los ojos de la Iglesia es un protector del pobre, su hermano mayor. Ten en cuenta que frecuentemente es rico sin su intervención, por el simple juego de fuerzas económicas, como ellos dicen. Si un millonario quiebra, millares de personas se quedan en el arroyo. Así podemos imaginarnos lo que ocurre en el mundo invisible cuando da un traspiés uno de esos ricos de los que antes he hablado, un administrador de la gracia de Dios. La seguridad del mediocre es una estupidez. Pero la seguridad de los Santos… ¡Qué escándalo! Hay que estar loco para no comprender que el riesgo es la sola justificación de la desigualdad de las condiciones sobrenaturales. Es nuestro riesgo… el tuyo, el mío.

Al hablar, su cuerpo permanecía erguido e inmóvil. Quien le viera sentado en aquel banco, en aquella fría y soleada tarde de invierno, le hubiera tomado por un cura discutiendo mil naderías sobre su parroquia, mientras un colega joven le escuchaba deferente, atento.

—Graba bien en tu memoria lo que voy a decirte: todo ha ocurrido porque odiaba a los mediocres. «Odias a los mediocres», le decía yo. Y él no se resistía, ni lo negaba, pues era un hombre justo, lo repito. Para él, la mediocridad era un lazo del demonio. La mediocridad es demasiado complicada para nosotros, es asunto de Dios… En la espera, el mediocre debería hallar un abrigo a nuestra sombra, bajo nuestras alas. Un abrigo, un poco de calor —¡necesitan tanto calor, pobres diablos!—. «Si buscas realmente a Nuestro Señor, lo hallarás», acostumbraba a repetirle yo. Y él me respondía: «Busco a Dios donde más probabilidades tengo de hallarle; entre sus pobres». Claro que sus pobres eran todos unos tipos estrafalarios, rebeldes e inadaptados. Un día le hice la siguiente pregunta:

—¿Y si Jesucristo te aguardara justamente bajo las apariencias de uno de esos hombres, pues, salvo el pecado, puede asumir y santificar todas nuestras miserias? Así tal cobarde puede no ser más que un mísero aplastado bajo el inmenso aparato social como una rata cogida bajo una viga, tal avaro sólo un ansioso convencido de su impotencia y devorado por el temor de que “le falte”, tal hombre cruel una presa de lobo del pobre… ¿Buscas al Señor entre esas gentes? —le preguntaba—. Y si no le buscas ahí, ¿de qué te quejas? Eres tú quien lo has frustrado… Y acaso lo has frustrado efectivamente.

* * *

Han vuelto esta noche (al caer la noche más bien) al jardín del presbiterio. Supongo que se proponían tirar de la campanilla cuando abrí bruscamente el tragaluz, justamente encima de la ventana. Los pasos se alejaron rápidamente. ¿Un niño acaso?

El señor conde acaba de salir. El pretexto de la visita ha sido la lluvia. A cada paso, el agua se escurría de sus botas altas. Los cuatro o cinco conejos que había matado formaban, en el fondo del zurrón, un montón de barro sanguinolento y de pelo gris, horrible a la vista. Después de colgar el zurrón en la pared y mientras me hablaba, acerté a ver, entre la red de cuerda y la piel erizada de las piezas, un ojo aún húmedo, dulce, que me miraba.

Se disculpó de abordar el tema de pronto, sin ambages, con una franqueza militar. A los ojos de todo el pueblo, Sulpice pasaba por tener costumbres y hábitos abominables. En el regimiento había, según expresión del señor conde, «rozado el consejo de guerra». Y no cabía duda alguna de que la opinión general le tenía por un vicioso empedernido.

Como siempre, tales imputaciones no se hallan basadas más que en rumores, en interpretaciones, sin nada más preciso. Por ejemplo, parecía que Sulpice había trabajado muchos meses con un antiguo magistrado colonial retirado, de reputación algo dudosa. Le contesté que nadie podía escoger sus dueños. El señor conde se encogió de hombros y me miró rápidamente de arriba a abajo. Su mirada significaba claramente: «¿Es tonto o finge serlo?»

Confieso que mi actitud tuvo que sorprenderle forzosamente. Sin duda esperaba protestas por mi parte. En vez de ello me quedé tranquilo, no me atrevía a decir indiferente. Me bastan mis sufrimientos. Sin embargo, escuché sus opiniones, con la extraña impresión de que estaba dirigiéndose a otro que no era yo —quizá a aquel hombre que era yo antes y que había dejado de ser—. Llegaban tarde sus informes. Y él, por su parte, también llegaba tarde. Su cordialidad me pareció bastante afectada, un poco vulgar. Tampoco me gustó su mirada, que saltaba de un rincón a otro de la estancia con sorprendente agilidad, para volver, a los pocos instantes a hundirse en mis ojos.

Acababa de comer y el jarro de vino se hallaba todavía sobre la mesa. El conde se sirvió un vaso, sin el menor cumplido, y me dijo: «Bebe usted agrio, señor cura. Es malo… Debería tener el jarro bien limpio, escaldado con agua caliente».

Mitonnet ha acudido esta noche como es ya costumbre en él. Tiene dolores en el costado y se queja de ahogos, así como de una gran tos. Al ir a hablarle, sentí cierto asco, una especie de frío intenso. Dejé que hiciera su trabajo acostumbrado (reemplaza muy diestramente algunas planchas podridas del entarimado) y fui a dar un corto paseo por la carretera. Pero a mi vuelta, aún no había decidido nada, como es natural. Abrí la puerta de la sala. Ocupado en cepillar sus tablas, Mitonnet no podía verme ni oírme. Sin embargo, se volvió bruscamente y nuestras miradas se cruzaron. Leí en la suya la sorpresa y luego la atención. Después la mentira. No una u otra mentira, sino la voluntad, de mentir. Su mirada parecía estar enturbiada, enfangada. Nos estuvimos contemplando un instante, unos segundos tal vez, no sabría decirlo exactamente.

El verdadero color de su mirada volvió a aparecerme enturbiado por aquellas heces. No puedo describir su expresión. Su boca se puso a temblar. Recogió sus herramientas, las envolvió cuidadosamente en un pedazo de tela y se marchó sin decir una sola palabra.

Pienso ahora que debí retenerle, interrogarle. Pero la verdad es que no pude. Una vez hubo salido, no me fue posible apartar la mirada de su triste silueta. Al alcanzar la carretera, después de haber atravesado el jardín, se enderezó. Y hasta al pasar ante la casa Degás se levantó la gorra con un gesto firme. Veinte pasos más allá se puso a silbar, con toda seguridad, una de esas horribles canciones que tanto le gustan, cuplés sentimentales, cuyo texto lleva copiado cuidadosamente en una libretita.

Me retiré extenuado a mi habitación, sintiendo una extraordinaria laxitud. En realidad se me hacía difícil comprender lo ocurrido. A pesar de su experiencia un poco tímida, Sulpice es más bien desvergonzado. Además se sabe buen conservador y abusa de ello. El que haya dejado de justificarse en esta ocasión —tarea fácil a su entender, pues no tiene más que una pobre opinión de mi experiencia y de mi juicio— es lo que más me extraña. Y me pregunto cómo ha podido adivinar mis pensamientos, pues no recuerdo haber dicho ni una palabra, mirándole seguramente sin desprecio, sin cólera… ¿Volverá quizá? Al echarme en la cama, intentando reposar un poco, noté que algo se rompía en mí, en mi pecho, apoderándose de mí un temblor que todavía me dura en el momento en que escribo.

¡No, no he perdido la fe! Esa expresión «perder la fe», como si se perdiera el monedero o un manojo de llaves, me ha parecido siempre un poco necia. Sin duda pertenece a ese vocabulario burgués, legado por esos tristes sacerdotes del siglo XVIII, tan habladores. No se puede perder la fe. La verdad es que deja de informar toda la vida y nada más. Y por eso los viejos directores de conciencia no proceden mal mostrándose escépticos sobre las crisis intelectuales, mucho más raras de lo que se pretende. Cuando un hombre culto va poco a poco rechazando de una manera insensible su creencia, hasta relegarla en un rincón de su cerebro, donde vuelve a encontrarla ayudado por un esfuerzo reflexivo, de memoria, si es que conserva aún ternura por lo que ya no existe y podía haber existido, no sabríamos dar el nombre de fe a un signo abstracto, qué no se parece a la fe, haciendo una comparación vulgar, más que la contestación del Cisne a un cisne.

¡No, no he perdido la fe! La Crueldad de la prueba, su brusquedad de rayo, inexplicable, han trastornado mi razón, mis nervios, agotando —¿quién sabe si para siempre?— el espíritu de oración, llenándome hasta los bordes de una resignación tenebrosa, más horrible que los grandes sobresaltos de la desesperación, esas caídas inmensas del ánimo, pero mi fe ha quedado intacta, la siento. ¿Dónde está? No puedo alcanzarla. No la encuentro ni en mi pobre cerebro, incapaz de asociar correctamente dos ideas, que no tiene más que imágenes delirantes, ni en mi sensibilidad, ni tan siquiera en mi conciencia. Algunas veces llega a parecerme que se ha alejado, que subsiste donde yo no me hubiera atrevido a buscarla; en mi carne, en mi mísera carne, en mi sangre y en mi carne, mi carne perecedera pero bautizada. Quisiera expresar mi pensamiento con la mayor sencillez, con la mayor ingenuidad posible. No he perdido la fe porque Dios ha tenido a bien guardarme contra la impureza. ¡Oh, sin duda una idea como ésta haría sonreír a los filósofos! Está bien claro que ni siquiera los más grandes desórdenes podrían ofuscar a un hombre razonable hasta el punto de hacerle poner en duda la legitimidad, por ejemplo, de ciertos axiomas de los geómetras. Existe una excepción, sin embargo: la locura.

Después de todo, ¿qué se sabe de la locura? ¿Qué se sabe de la lujuria? ¿Qué se sabe de sus secretas relaciones? La lujuria es una llaga misteriosa abierta en el flanco de la especie. ¿En su flanco? En las fuentes mismas de la vida. Confundir la lujuria propia del hombre y el deseo que aproxima a los sexos es dar el mismo nombre al tumor y al órgano que éste corroe, y del cual su deformidad reproduce algunas veces monstruosamente el aspecto. El mundo se esfuerza, ayudado por el inmenso prestigio del arte, en esconder esa herida vergonzosa. Diríase que teme, a cada nueva generación, una rebelión de la dignidad, de la desesperación; la negación de los seres todavía puros, intactos. ¡Con qué extraña solicitud vela sobre los pequeños para atenuar de antemano, a fuerza de imágenes encantadoras, la humillación de una primera experiencia, forzosamente casi ridícula! ¡Y cómo sabe ahogarlo bajo las risas cuando se eleva, sin embargo, el lamento semiinconsciente de la joven majestad humana escarnecida, ultrajada por los demonios! ¡Qué dosis hábil de sentimiento y espíritu de piedad, de ternura, de ironía, qué cómplice vigilancia en torno a la adolescencia! Y si la repugnancia es muy fuerte, si la pequeña criatura sobre la que velan aún los ángeles, presa de náuseas, intenta vomitar, ¡con qué mano más tierna se le tiende la fuente de oro, cincelada por los artistas, cantada por los poetas, mientras la orquesta acompaña con sordina, entre un inmenso murmullo de hojas, de aguas vivas, sus náuseas!

Pero el mundo no ha sido tan amable conmigo… Un pobre, a los doce años, comprende muchas cosas. ¿De qué me habrá servido comprender? Yo vi por mis propios ojos. La lujuria no se comprende; se ve. Vi esos rostros feroces, inmovilizados súbitamente en una indefinible sonrisa. ¡Señor! ¿Cómo no nos damos cuenta antes de que la máscara del placer despojado de toda hipocresía es precisamente la de la angustia? ¡Oh, esos rostros voraces que se me aparecían en sueños —de cada diez noches, una tal vez— esas caras dolorosas…! Sentado detrás del mostrador del cafetín —pues me escapaba muchas veces de la buhardilla donde mi tía me suponía entregado a la tarea de aprender mis lecciones— veía surgir sobre mí los rostros cuyas sombras hacía bailar en el techo la luz de la lámpara suspendida por un hilo de cobre y que algún borracho movía siempre. Por muy joven que fuera, distinguía perfectamente una borrachera de otra y sólo una de ellas me daba verdadero miedo. Bastaba la aparición de la moza —una pobre muchacha coja, de color ceniciento— para que las miradas idiotizadas adoptaran súbitamente una fijeza tan aguda que no puedo pensar en ello sin estremecerme… Se me objetará que son impresiones infantiles, que la insólita precisión de tales recuerdos, el terror que me inspiran después de tantos años, los hace justamente sospechosos… De acuerdo. ¡Que los mundanos lo comprueben! Creo que no puede aprenderse gran cosa de los rostros demasiado sensibles, demasiado cambiantes, hábiles en mentir y que se esconden para el placer como los animales se ocultan para morir. ¡Cuántos millares de seres pasan su vida en el desorden y prolongan hasta los umbrales de la vejez —algunas veces mucho más allá— las curiosidades nunca saciadas de la adolescencia! ¿Qué se puede aprender de esas criaturas frívolas? Son juguetes de los demonios, tal vez sin ser su verdadera presa. Parece que Dios, con algún fin misterioso, no quiera permitir que vendan realmente su alma. Víctimas probables de míseras herencias, de las que no son más que una inofensiva caricatura, niños retardados, criaturas manchadas pero no corrompidas, la Providencia permite que se beneficien de ciertas inmunidades de la infancia… ¿Y luego, qué? ¿Qué conclusión? ¿Tiene que negarse la existencia de locos peligrosos porque existen maníacos inofensivos? El moralista define, el psicólogo analiza y clasifica, el poeta crea su música, el pintor juega con sus colores como un gato con su cola, el histrión estalla en risas, ¿qué importa? Repito que la lujuria no puede conocerse más que la locura y que la sociedad se defiende contra ambas sin confesarlo, con el mismo temor solapado, la misma vergüenza secreta y casi con iguales medios… ¿Y si la locura y la lujuria no fueran más que una cosa?

Un filósofo sentado cómodamente en su biblioteca tendrá sobre ella una opinión diferente a la de un sacerdote y sobre todo, a la de un sacerdote rural. Creo que hay pocos confesores que no sientan, a la larga, la aplastante monotonía de esas confesiones, que llegan a dar una especie de vértigo. Las palabras, siempre iguales, susurradas en el silencio y la obscuridad, se mueven como gusanos y despiden un hedor de sepulcro. Y entonces nos obsesiona la imagen de esa llaga, siempre abierta, por donde supura la substancia de nuestra mísera especie. ¡De cuántos esfuerzos hubiera sido capaz el cerebro humano si la mosca envenenada no hubiera puesto su larva!

Se nos acusa, se nos acusará siempre a los sacerdotes —es tan fácil— de alimentar en el fondo de nuestro corazón un odio envidioso, hipócrita, hacia la virilidad: todos los que tienen experiencia del pecado no ignoran, sin embargo, que la lujuria amenaza sin cesar con ahogar bajo vegetaciones parasitarias, bajo escabrosas proliferaciones, tanto la virilidad como la inteligencia. Incapacitada para crear, no puede más que mancillar desde su germen a la débil promesa de humanidad; es probablemente, desde su origen, el principio de todas las taras de nuestra raza y cuando en el recodo de la gran selva virgen, cuyos senderos desconocemos, se la sorprende frente a frente, tal como es, tal como salió de las manos del Creador de los prodigios, el grito que surge de nuestras entrañas no es sólo de espanto, sino de imprecación: «¡Tú, tú sola has desencadenado la muerte en el mundo!»

La suerte de muchos sacerdotes más celosos que sabios es presuponer la mala fe: «No cree usted porque la creencia le estorba». ¡A cuántos sacerdotes he oído hablar así! ¿No sería más justo decir: la pureza no nos ha sido prescrita como un castigo, es una de las condiciones misteriosas pero evidentes —la experiencia lo atestigua— de ese conocimiento espiritual de sí mismo, de sí mismo en Dios, que se llama la fe? La impureza no destruye ese conocimiento, aniquila la necesidad. Dejamos de creer porque ya no tenemos necesidad de ello, porque no deseamos conocernos a nosotros mismos. Esa verdad profunda; la nuestra, ya no nos interesa. Y aunque no dejamos de decir que los dogmas que obtenían antes nuestra adhesión están todavía presentes en nuestro pensamiento, que sólo la razón los rechaza, ¿qué importa? No poseemos en realidad más que lo que deseamos, pues no existe para el hombre la posesión total, absoluta. No nos deseamos ya a nosotros mismos. No deseamos ya nuestra alegría. Como no podíamos queremos más que en Dios, ahora ya no nos queremos. Y no nos amaremos ya más en este mundo, ni en el otro, eternamente.

(Al final de esta página pueden leerse, en nota marginal, las siguientes líneas, muchas veces enmendadas pero todavía descifrables: He escrito esto en un momento de completa angustia del corazón y los sentidos. Tumultos de ideas, de imágenes y de palabras. El alma se calla. Dios guarda silencio… Silencio…)

* * *

Tengo la impresión de que esto no es aún nada, de que la verdadera tentación —la que yo espero— está todavía lejos, que sube hacia mí lentamente, anunciada por esas delirantes vociferaciones. Y mi pobre alma la espera también. Pero en silencio. Fascinación del cuerpo y del alma.

(La brusquedad, el carácter relampagueante de mi desgracia. El espíritu de oración me ha abandonado sin desgarramiento, por sí mismo, como cae del árbol un fruto maduro…)

Luego me ha acometido el espanto. Contemplando mis manos vacías, he comprendido que el jarrón se había roto en mil pedazos.

* * *

Sé muy bien que semejante prueba no es nada nuevo. Un médico me diría, sin duda, que padezco de un simple agotamiento nervioso, que es ridículo pretender alimentarse con un poco de pan y de vino. Pero la verdad es que no me encuentro fatigado, todo lo contrario. Estoy mucho mejor. Ayer casi hice una comida: patatas y mantequilla. Además, puedo cumplir tranquilamente con todos mis deberes. ¡Dios sabe que deseo sostener una lucha contra mí mismo! Me parece que volvería a tener valor. Ahora me sorprende, pues ya no la espero, segundo tras segundo, como antes…

Sé también que se explican muchas cosas, verdaderas o falsas, sobre las penalidades internas de los Santos. Pero ¡ay! la semejanza no es más que aparente. Los Santos no debían acostumbrarse, sin duda, a su desgracia, y yo, en cambio, siento que ya me he acostumbrado a la mía. Si cediera a la tentación de quejarme a quien fuera, se rompería el último lazo entre Dios y yo y me parece que entraría en el silencio eterno.

Y sin embargo, ayer hice un largo camino por la carretera de Torcy. Mi soledad es ahora tan profunda, tan inhumana, que se me ocurrió de pronto la idea de ir a rezar sobre la tumba del doctor Delbende. Luego pensé en su protegido, en aquel Rabattut, a quien no conozco. Las fuerzas me faltaron en el último instante.

Mademoiselle Chantal me ha visitado. No me encuentro con fuerzas para transcribir esta noche todo lo relacionado con semejante entrevista… ¡Soy desgraciado! Ignoro todo lo relacionado con los seres y siempre lo ignoraré. Las faltas que cometo no me son útiles: me emocionan demasiado. Pertenezco seguramente a esa clase de débiles, de míseros, en quienes las intenciones son buenas, pero que oscilan toda su vida entre la ignorancia y la desesperación.

Esta mañana me he llegado a Torcy, después de la Misa. El señor cura de Torcy está enfermo, en casa de una de sus sobrinas en Lille. No volverá a su parroquia hasta dentro de ocho o diez días, por lo menos. Hasta entonces…

Escribirle, me parece inútil. No me sería posible confiar un secreto al papel, no podría hacerlo. Además, no tengo derecho.

Ha sido tan grande mi decepción al conocer la ausencia del señor cura, que, al enterarme, he tenido que apoyarme en la pared para no caer. El ama de llaves me ha mirado con más curiosidad que compasión, con una mirada que he sorprendido ya más de una vez en muchas personas, en gentes muy distintas —la mirada de la señora condesa, la de Sulpice y algunas otras…—. Parece que mi persona inspira miedo.

La lavandera Martial estaba tendiendo la ropa en el patio y mientras descansaba antes de emprender el regreso, he oído perfectamente que las dos mujeres hablaban de mí. La una decía en voz alta, con un tono que me hizo enrojecer: «¡Pobre hombre!» ¿Qué saben ellas?

* * *

Hoy he tenido un día terrible. Y lo peor es que me encuentro incapaz de hacer ninguna apreciación razonable, moderada, de los hechos cuyo verdadero sentido se me escapa. ¡Oh! Sé que he tenido momentos de desesperación, de angustia, pero entonces conservaba esa paz interior, donde los acontecimientos y los seres parecían reflejarse como en un espejo o en la superficie líquida que devolvía su imagen. Pero ahora las aguas del arroyo están revueltas.

Cosa extraña, ¿tal vez vergonzosa?, es que por mi culpa seguramente, la oración ha llegado a ser un débil socorro y no vuelvo a hallar mi serenidad más que en esta mesa, ante estas hojas de papel blanco.

———

Con ocasión de los funerales de madame Ferrand, tuve que celebrar la misa a las seis de la mañana. El monaguillo no acudió y me encontré muy solo en la iglesia. A esta hora y en esta estación, apenas si la mirada alcanza algunas gradas del coro y el resto queda en la penumbra. De pronto oí distintamente el rumor de un rosario al caer sobre las losas. Luego nada más. Después de la bendición, ni siquiera me atreví a levantar la mirada.

Me esperaba en la puerta de la sacristía. Ya lo sabía. Su rostro delgado estaba aún más torturado que anteayer y la boca conservaba ese rictus tan despectivo, tan duro. Le dije: «No ignorará que no puedo recibirla aquí. ¡Márchese!» Su mirada me dio miedo. No me creo cobarde y sin embargo, ¡cuánto odio en su voz! Su mirada seguía siendo altiva, sin reflejar la menor vergüenza. ¿Es que se puede odiar sin vergüenza?

—Señorita —le dije—. Lo que prometí hacer, lo haré.

—¿Hoy?

—Hoy mismo.

—Es que mañana, padre, sería demasiado tarde. Ella sabe que he venido al presbiterio, lo sabe todo. Es astuta como una fiera… Antes no desconfiaba: se acostumbra uno a sus ojos hasta el punto de creerlos buenos.

Ahora, en cambio, quisiera arrancárselos, aplastarlos con el pie.

—¡Hablar así a dos pasos del Santo Sacramento! ¿No tiene usted temor de Dios?

—La mataré. La mataré o me mataré yo. Ya irá usted a explicárselo un día a su Dios…

Dijo aquellas locuras sin elevar el tono de su voz, al contrario. En algunos momentos ni siquiera la oía. La penumbra me impedía verla y distinguía muy mal sus rasgos. Con una mano apoyada en la puerta y sujetando con la otra la piel de zorro que caía sobre su cadera, se inclinó hacia mí y su sombra alargada adquirió la forma de un arco al proyectarse sobre las losas. ¡Dios mío!, la gente que cree que la confesión nos acerca peligrosamente a la mujer, se engaña. Las embusteras o las maniáticas, más bien nos dan lástima, la humillación de las demás, de las sinceras, es contagiosa. En aquel instante comprendí el secreto dominio del sexo femenino en la historia, su especie de fatalidad. Un hombre furioso se asemeja a un loco. Y las pobres mujeres pueblerinas que conocí en mi infancia, con sus gesticulaciones, sus gritos, me provocaban casi la risa. Ignoraba entonces todo lo concerniente a ese arrebato silencioso, que parece irresistible, a ese gran impulso de todo ser femenino hacia el mal, aquella libertad, aquella naturalidad haciendo el mal, el odio, la venganza. Todo eso era casi bello, de una belleza que no es de este mundo —ni del otro— de un mundo más antiguo, tal vez anterior al pecado, antes de que los Ángeles pecaran.

Rechacé luego esa idea como me fue posible. Es absurda, peligrosa. Me pareció hermosa en un principio, pero la verdad es que sólo me la formulé de una manera imperfecta. El rostro de Mademoiselle Chantal estaba muy cerca del mío. El alba se filtraba a través de los ventanales de la sacristía, un alba invernal, impregnada por una gran tristeza. El silencio entre ambos no duró más que un instante, el tiempo de recitar un Salve Regina (y en efecto, las palabras del Salve Regina, tan hermosas y puras, acudieron involuntariamente a mis labios.)

Ella debió darse Cuenta de que yo estaba rezando y golpeó nerviosamente el suelo con el pie. Le cogí la mano, una mano muy pequeña, muy leve, que apenas opuso resistencia alguna. Sin duda debía estrecharla con mayor fuerza de lo que supuse. Le dije: «¡Arrodíllese, primero!» filia dobló sus rodillas ante la Santa Mesa. Apoyó sus manos en el altar y me contempló con un aire de insolencia y de desesperación inimaginables.

—Repita: Dios mío, no me siento capaz de ofenderos en este instante, pero no soy yo quien os ofende, sino el demonio que llevo en el corazón. —Pese a su aire despectivo, repitió palabra por palabra la oración, con una vocecilla de niño que recita. Después de todo, es casi una niña. Sus largas pieles se habían caído al suelo y sin darme cuenta las pisé. Ella se levantó de pronto y mirando fijamente al altar, exclamó entre dientes:

—¡Puede usted condenarme, si quiere! Me río de todo eso…

Aparenté no oírla. ¿Para qué?

—Señorita —añadí—, no pienso seguir conversando aquí, en medio de la iglesia. Sólo puedo escucharla en un lugar…

Y diciendo esto, la empujé suavemente hacia el confesonario. Se arrodilló por su propio impulso, sin que se lo ordenara.

—No tengo ningún deseo de confesarme.

—No le pido que lo haga. Piense tan sólo en que estas maderas han oído la confesión de muchas vergüenzas, que están como impregnadas de ellas… Por más que sea usted una noble señorita, el orgullo es aquí un pecado como los demás, un poco más de fango sobre un montón de barro.

—¡Basta! —exclamó ella—. Ya sabe usted que no pido más que justicia. Además, me río del fango. ¿Existe algo más lleno de fango que ser humillada como yo lo soy? Desde que esa horrible mujer ha entrado en casa, he comido más barro que pan.

—Estas palabras las ha aprendido usted de los libros. No es más que una niña y como tal debe hablar.

—¡Una niña! Hace mucho tiempo que he dejado de ser una niña. Sé todo lo que puede saberse. Lo suficiente para toda mi vida…

—¡Cálmese!

—Estoy tranquila y le ruego que procure mantener la misma serenidad que yo. Les he oído esta noche pasada… Estuve justamente debajo de su ventana, en el parque. Ni siquiera se preocupan de cerrar los postigos. (Se echó a reír, horriblemente. Como no quería estar de rodillas, apoyaba la frente en el confesonario y la cólera parecía ahogarla.) Sé perfectamente que se arreglarán para alejarme, cueste lo que cueste. Tengo que marcharme a Inglaterra el martes próximo. Mamá tiene una sobrina allá y considera este proyecto muy conveniente, muy práctico… ¡Conveniente! Hay para morirse de risa. Pero ella se cree todo lo que le dicen, sea lo que sea, se lo traga igual que una rana a una mosca. ¡Bah!…

—La madre de usted… —comencé a decir. Pero ella me respondió con una sarta de acusaciones a cual más innoble. Dijo que la desgraciada mujer no había sabido defender su honor, su vida; que era cobarde e imbécil.

—Escucha usted detrás de las puertas —añadí—. Mira por el ojo de las cerraduras, hace, en fin, el oficio de espía… Usted, una damita tan orgullosa. No soy más que un pobre campesino, que pasé dos años de mi niñez en un sórdido cafetín donde usted ni siquiera se hubiera atrevido a entrar, pero yo no obraría con tanta bajeza, aunque fuera para salvar mi vida.

Ella se irguió bruscamente, permaneciendo ante el confesonario con la cabeza baja y el rostro crispado.

—¡De rodillas! —grité—. ¡De rodillas!…

Obedeció de nuevo. Pensé en aquel instante que tenía ante mí a una enferma y traté inútilmente de decir, de hacer algo en favor de aquella criatura herida, cuya vida parecía escaparse a raudales por alguna herida invisible. Y por otro lado, me parecía que tenía que seguir silencioso, que guardar silencio algunos instantes más, que correr ese riesgo. Murmuré una oración. Ella seguía contemplándome, con los labios crispados y la mirada huraña.

En aquel momento ocurrió una cosa singular. No trato de explicarla, sino que la transcribo tal como fue. Era tanta mi fatiga y mi nerviosismo que, después de todo, es posible que no fuera más que una figuración. Mientras mi mirada se hundía en ese lugar obscuro donde, aun en pleno día, es difícil reconocer un rostro, el de Mademoiselle Chantal comenzó a aparecerse por grados, poco a poco. La imagen se mantuvo unos instantes bajo mis oídos, con una especie de inestabilidad maravillosa y yo permanecí inmóvil, como si el menor gesto hubiera podido borrarla. Me pregunto si aquella especie de visión no estaba unida a mi plegaria, si no era acaso mi propia oración. Mi plegaria era triste y la imagen, triste, como ella. Apenas me era posible sostener aquella tristeza y al mismo tiempo anhelaba tomarla enteramente sobre mí, que me penetrara, llenando mi corazón, mi alma, mis huesos, mi ser entero. La visión silenció en mi interior aquel sordo rumor de voces confusas, enemigas, que me parecía escuchar sin cesar desde hacía dos semanas, restableció el silencio de antes, el bienaventurado silencio en el que habla Dios… ¡Dios habla!

Salí del confesonario y ella se levantó: volvimos a encontramos frente a frente. Pero entonces no reconocí ya a mi visión. Su palidez era extrema, casi ridícula. Sus manos temblaban.

—No puedo más —dijo con voz pueril—. ¿Por qué me mira usted así? Déjeme…

Sus ojos estaban secos y brillantes. No supe qué responder y volví a llevarla suavemente hasta la puerta de la iglesia.

—Si amara usted a su padre, no estaría en este estado de ánimo. ¿Llama usted amor a esto?

—No le amo ya —respondió—. Creo que le odio, que les odio a todos.

Las palabras silbaban en su boca y al final de cada frase le acometía un hipo de disgusto, de fatiga, no sé de qué.

—No quiero que me tome por una estúpida —dijo con un tono de suficiencia y de orgullo—. Mi madre se imagina que no sé nada de la vida, como ella dice. Tendría que estar ciega. Nuestros criados son indiscretos, aunque ella los crea muy seguros… Creo que debería meterse en un pensionado a las muchachas, no dejarlas convivir con la servidumbre. En pocas palabras: hace diez años que nada, absolutamente nada de lo que concierne a la vida, era un secreto para mí. Todas aquellas revelaciones me causaban horror, piedad, pero las aceptaba como se aceptan la enfermedad y la muerte, como otras necesidades repugnantes de nuestra naturaleza. Había que resignarse… Pero sobre todas las miserias de este mundo, estaba mi padre. Era para mí un maestro, un rey, un dios… un amigo, un gran amigo. Aun cuando era una niña pequeña me hablaba sin cesar, tratándome casi como a una igual. Acostumbraba a llevar su fotografía en un medallón, en mi pecho, unida a un mechón de pelo. Mi madre no comprendió jamás esa adoración mía. Mi madre…

—¡No hable usted de su madre! Sé que usted no la quiere. Y aun…

—Puede usted continuar: la detesto, siempre la…

—¡Cállese! En todas las casas, en todos los hogares, aun en los más cristianos, hay siempre unos demonios invisibles. El más feroz se alberga en su corazón, aun cuando usted no lo sepa.

—Tanto mejor —dijo ella—. Mi deseo es que ese diablo sea horrible, repugnante. No respeto ya a mi padre. He dejado de creer en él y me río de todo lo demás. Me ha engañado. Pues se puede engañar a una hija como se engaña a una mujer. Todavía es peor. Pero me vengaré. Me marcharé a París, me deshonraré y luego le escribiré: ¡tú has hecho esto de mí! Y entonces sufrirá como yo he sufrido.

Reflexioné unos instantes. Me pareció estar leyendo en sus labios palabras que no pronunciaba, pero que iban a grabarse, llameantes, una a una, en mi cerebro.

—Usted no hará eso —exclamé, a pesar mío—. No es eso lo que está tentada de hacer; lo sé…

Ella se echó a temblar, con tanta fuerza que tuvo que apoyarse con ambas manos en la pared. En aquel instante, me puse a hablar al azar, pero completamente seguro de no equivocarme.

—Deme la carta, la que tiene en el bolso. ¡Démela ahora mismo!

Ni siquiera trató de resistirse. Suspiró profundamente y me tendió el papel, encogiéndose de hombros.

—¡Es usted el diablo! —exclamó.

Salimos de la iglesia con aire tranquilo, pero yo apenas podía sostenerme de pie. El dolor de estómago, casi olvidado, volvía a atormentarme, más angustioso que nunca. Me vino a la memoria el recuerdo de aquel tejón que el señor conde clavó en el suelo ante mí con un golpe de venablo y que agonizó en la fosa, atravesado de parte a parte y abandonado hasta por los perros.

Mademoiselle Chantal ni siquiera me prestó atención. Me precedió, con la cabeza erguida, a través de las tumbas. Yo llevaba la carta en la mano y ella lanzaba de vez en cuando una mirada con extraña expresión. Me costaba gran esfuerzo seguirla y cada paso me arrancaba una queja que procuraba reprimir mordiéndome cruelmente los labios. Finalmente juzgué que aquella obstinación en no reconocer el dolor estaba fundada en el orgullo y rogué a Mademoiselle Chantal que se detuviera unos instantes, pues no podía resistir más.

Aquélla fue la primera vez, acaso, que miré fijamente un rostro de mujer. No es que trate de evitarlos ordinariamente, pues llego hasta a encontrar agradables algunos, pero, sin compartir los escrúpulos de alguno de mis compañeros del seminario, conozco demasiado la malicia, demasiado para no haber observado la indispensable reserva debida a un sacerdote. En aquel instante, sin embargo, se sobrepuso la curiosidad. Una curiosidad del soldado que se arriesga fuera de la trinchera para ver descubierto al enemigo… Recuerdo que a los siete u ocho años, cuando acompañé a mi abuela a casa de un viejo primo difunto y me quedé a solas en la habitación, levanté el sudario y miré de igual manera el rostro del muerto.

Existen rostros puros, de los que emana la pureza.

Sin duda fue así, con toda seguridad, el que tenía ahora ante mi vista. Pero en aquel instante poseía algo hermético, indescifrable. La pureza no existía ya en él, pero ni la ira, ni el desprecio, ni la vergüenza habían logrado borrar su signo misterioso. La nobleza que aún se traslucía daba una idea de la fuerza con que había obrado el mal, del pecado, de aquel pecado que no era el suyo… ¡Dios mío, somos tan miserables que la rebeldía de un alma orgullosa puede volverse contra ella misma!

—A pesar de todo —le dije (nos hallábamos en el fondo del cementerio, cerca de la puertecilla que se abría sobre el cercado de Casimiro, en aquel rincón abandonado donde la hierba es tan alta que casi no se distinguen las tumbas, las sepulturas abandonadas desde hace casi un siglo)—, otra persona que no fuera yo habría rehusado escucharla. Yo lo he hecho, pero no recojo su provocación.

—Devuélvame la carta y le mantendré al margen de todo —dijo—. Sé defenderme sola.

—¿Defenderse? ¿Contra quién? ¿Contra qué? El mal es más fuerte que usted, hija mía. ¿Acaso es tan orgullosa para creerse fuera de su alcance?

—Estoy fuera del alcance del cieno, si quiero.

—Usted misma es cieno.

—¡Eso son sólo frases! ¿Acaso Dios prohíbe que ame yo a mi padre?

—No pronuncie usted la palabra «amor». Ha perdido el derecho y, sin duda, también el poder de hacerlo. ¡El amor! Existen en el mundo entero millares de seres que lo piden a Dios, que están dispuestos a sufrir todas las muertes para que caiga en su boca abrasada una gota de agua, de esa agua que ni siquiera fue rehusada a la Samaritana y que ellos imploran en vano. Yo mismo, que le estoy hablando en este momento…

Me interrumpí a tiempo. Pero ella pareció comprender, y me pareció que se emocionaba. Aunque yo hablaba en aquel instante en voz baja —o acaso por esa misma razón— la violencia que me hacía daba a mi voz un acento singular. Sentía temblar las palabras en mi pecho. Sin duda aquella muchacha me creía loco. Su mirada rehuía la mía y hasta me pareció que en sus mejillas se extendía una expresión sombría.

—Sí —proseguí—, guarde para los demás esa excusa. No soy más que un pobre sacerdote, indigno y muy desgraciado. Pero no ignoro lo que es el pecado. Usted, en cambio, lo desconoce. Todos los pecados se parecen, pues en realidad no existe más que uno solo. ¡No crea que le hablo con un lenguaje obscuro! Tales verdades están al alcance del más humilde cristiano siempre que quiera buscarlas en nosotros. El mundo del pecado se enfrenta con el de la gracia igual que la imagen de un paisaje que se reflejara en un agua negra y profunda. Existe la comunión de los santos, pero también la de los pecadores. En el odio que sienten unos a otros, en el desprecio, se unen, se abrazan, se integran y se confunden, llegando a ser un día, a los ojos del Eterno, un lago de cieno hirviente sobre el cual pasará y volverá a pasar, vanamente, la inmensa marea del amor divino. El mar de llamas vivas y rugientes que fecundan el caos.

¿Quién es usted para juzgar las faltas del prójimo? Quien juzga la falta, se une a ella, la desposa. ¿Y se cree usted muy lejos de esa mujer a quien odia, cuando su odio y la falta de ella son como dos hijos de una misma madre? ¿Qué importan sus peleas? Los gestos, los gritos, no son nada más que aire. Sea lo que fuere, la muerte les impondrá bien pronto a las dos la inmovilidad, el silencio. ¿Qué importa? Desde este mismo momento están ustedes unidos en el mal, cogidos los tres en la trampa del mismo pecado, una misma carne pecadora… compañeros, sí, compañeros, compañeros para toda la eternidad.

Sin duda estoy escribiendo mis propias palabras con bastante inexactitud, pues en mi memoria no queda ya nada preciso. No guarda mi mente más que los gestos de aquel rostro, que yo creía leer.

—¡Basta! —me dijo ella con voz sorda. Pero sus ojos no pedían piedad. Hasta aquel instante no había visto, ni veré sin duda jamás, facciones tan duras. Y, sin embargo, no sé qué presentimiento me aseguraba que todo aquello era el esfuerzo mayor y postrero contra Dios, que el pecado estaba huyendo de aquel cuerpo. ¿Existe la juventud o la vejez? ¿Era aquel rostro doloroso el mismo que había visto unas semanas antes, infantil aún? No hubiera sabido darle edad en aquel momento y acaso no tuviera, efectivamente, ninguna. El orgullo no tiene edad, ni el dolor tampoco, después de todo.

Se alejó sin decir una palabra, bruscamente, después de un largo silencio… ¿Qué es lo que he hecho?

He regresado muy tarde de Aubin, donde he ido a visitar algunos enfermos, después de comer. Seguramente será inútil intentar conciliar el sueño.

¿Por qué la dejé marchar así? Ni siquiera le pregunté lo que esperaba de mí.

La carta sigue en mi bolsillo. Acabo de mirar el encabezamiento: está dirigida al señor conde.

Mi dolor de estómago no cesa y llega a extenderse hasta la espalda. Siento náuseas constantes. Casi estoy satisfecho de no poder reflexionar: la feroz distracción del sufrimiento es más fuerte que la angustia. La imaginación me recuerda aquellos caballos que de pequeño veía herrar en casa del herrero Cardinot. En cuanto ataban alrededor de sus belfos la cuerda empapada en sangre y espuma, los pobres animales se tranquilizaban, bajando las orejas y temblando sobre sus remos. «Te he dado lo tuyo», decía el herrero con una risotada.

Yo también me he llevado lo mío.

De pronto ha cesado el dolor. Era por lo demás tan regular, tan constante, que me permitía dormitar, ayudado por el cansancio. En cuanto cesó, me levanté de un salto, latiéndome las sienes, el cerebro terriblemente lúcido, con la impresión —la certidumbre— de haber oído que me llamaban… Aún tenía encendida la lámpara sobre la mesa.

Di una vuelta por el jardín, vanamente. Sabía que no hallaría a nadie. Todo me parece un sueño, pero cada detalle se me aparece claro, iluminado por una luz interior, con resplandor helado, que no deja ningún rincón donde encontrar alguna seguridad, algún reposo… El hombre debe verse así en los umbrales de la muerte. ¿Qué es lo que he hecho?

Hacía algunas semanas que no rezaba, que no podía rezar. ¿Es que no me era ya posible? Quién sabe. Esa gracia de las gracias hay que merecerla como cualquier otra y, sin duda, yo no era ya merecedor de ella. Dios se había apartado de mí. Estaba seguro de ello… Desde ese momento dejé de ser algo y guardé para mis adentros el secreto. Aún más: hice una aureola de ese silencio, hallándolo hermoso, heroico. Es cierto que intenté ver al señor cura de Torcy. Pero donde hubiera debido ir es a postrarme a los pies de mi superior, el señor deán de Blangermont. Hubiera tenido que decirle: «No me encuentro ya capaz de regir una parroquia, carezco de prudencia, de juicio, de buen sentido, de verdadera humildad. Hace algunos días me permití el lujo de juzgarle & usted, de despreciarle casi. Dios me ha castigado. Devuélvame a mi seminario; soy un peligro para las almas».

Él lo habría comprendido sin duda. ¿Quién dejaría de comprenderlo, aunque no fuera más que leyendo estas míseras páginas, donde mi debilidad, mi vergonzosa debilidad estalla en cada línea? ¿Acaso es este diario el testimonio de un conductor de almas, de un maestro? Pues lógicamente debería ser yo el maestro de esta parroquia y, sin embargo, me muestro tal como soy: un desgraciado mendigo que va con las manos tendidas de puerta en puerta, sin atreverse a llamar a ninguna. Claro que no he rehusado trabajar, lo he hecho lo mejor que he podido. Pero ¿para qué? El jefe no será juzgado solamente por sus intenciones: si ha asumido la carga, queda responsable de los resultados. Y por ejemplo, ¿negándome a confesar el mal estado de mi salud debe juzgarse que, no obedecía más que a un sentimiento, aunque exaltado, del deber? ¿Acaso tenía yo el derecho de Correr ese riesgo? El riesgo de un jefe es el riesgo de todos.

En primer lugar, no hubiera debido recibir anteayer a Mademoiselle Chantal. Era poco conveniente su primera visita al presbiterio. O al menos, hubiera debido interrumpirla antes de que… Pero he obrado a solas, como siempre. No he querido ver más allá del ser que estaba ante mí, al borde del odio, de la desesperación, como vacilante ante un doble abismo… ¡Oh, rostro torturado! Semejante rostro no hubiera sabido mentir ante tanta desesperación. Sin embargo, otras desesperaciones no me han emocionado hasta tal punto. ¿Por qué me ha parecido ésta un desafío intolerable? El recuerdo de mi mísera infancia está demasiado cercano, lo siento. Yo también conocí antes ese retroceso espantoso ante la desgracia y la vergüenza del mundo. ¡Dios mío! La revelación de la impureza no sería más que una prueba vulgar si no nos revelara a nosotros mismos. Aquella voz repugnante, nunca oída y que de golpe despierta en nosotros un prolongado murmullo…

¡Qué importa! Hubiera tenido que proceder con reflexión y prudencia. Y en vez de ello, di golpes al azar con el riesgo de alcanzar, además de la bestia furiosa, la presa inocente y desarmada…

Un sacerdote digno de ese nombre no debe ver tan sólo el caso concreto. Como de costumbre, me doy cuenta de que no he reparado en las necesidades familiares, sociales, y en los compromisos, legítimos sin duda, que engendran.

Soy un anarquista, un soñador, un poeta… El deán de Blangermont tiene razón.

Acabo de pasar una hora larga apoyado en la ventana, a pesar del frío que hace. El claro de luna en el valle forma una especie de algodón luminoso, tan leve que el movimiento del aire lo arrastra en torbellinos que ascienden oblicuamente hacia el cielo, planeando a una altura vertiginosa. Y, sin embargo, tan cercanos… Tan cercanos que veo flotar los jirones en la copa de los álamos. ¡Oh, quimeras!

En realidad no conocemos nada de este mundo, no pertenecemos a él.

A mi izquierda me era dado contemplar una masa sombría cercada por un halo y que por contraste poseía el brillo de una roca de basalto, una densidad casi mineral. Es el punto más elevado del parque, un bosque de olmos que hacia la cima de la colina se convierte en una masa de abetos, mutilados cada otoño por las tempestades del Oeste. El castillo está situado en la otra vertiente, dando la espalda al pueblo.

¡No, a pesar de todos mis esfuerzos no recuerdo nada de aquella conversación, ninguna frase precisa…! Parece que mi esfuerzo para resumirla en unas cuantas líneas de este diario, ha terminado por borrarla. Tengo vacía la memoria. Así, como de costumbre, me era imposible alinear diez palabras seguidas sin descansar, me parece haber hablado abundantemente. Y, sin embargo, expresé, por primera vez, sin precauciones, sin rodeos, sin escrúpulos tampoco, el vivo sentimiento (pero no un sentimiento, sino casi una visión: todo aquello no tuvo nada de abstracto), la imagen, en fin, que yo me he hecho del mal, de su poder. Hasta entonces me había esforzado habitualmente en apartar el pensamiento, pues me emociona demasiado, me fuerza a comprender ciertas muertes inexplicables, ciertos suicidios… Sí; muchas almas, muchas más de las que me atrevo a imaginar, indiferentes en apariencia a toda religión y también a toda moral, han debido, un día entre los días —sólo basta un instante— sospechar algo de esa posesión, querer evadirse cueste lo que cueste. La solidaridad en el mal… ¡eso es lo que más me aterra! Pues los crímenes, por muy horribles que sean, no nos dicen más sobre la naturaleza del mal que las grandes obras de los santos sobre el esplendor de Dios. Cuando en el Seminario Mayor comenzamos a estudiar aquellos libros que un periodista francmasón del siglo pasado —Leo Taxil, según creo— puso al alcance del público bajo el título, bastante embustero, de «Libros secretos de los confesores», lo que nos chocó primero fue la extrema pobreza de los medios que el hombre dispone para, no digo ofender, sino ultrajar a Dios, para plagiar míseramente a los demonios… Pues Satanás es su dominador muy duro: no ordena como el Otro, con su sencillez divina: «¡Imitadme!». No tolera que sus víctimas se parezcan a él, no les permite ser más que una caricatura grosera, abyecta, impotente, en la que debe regalarse, sin saciarse nunca, la feroz ironía del abismo.

¡Se escapa tanto el mundo del Mal a la comprensión de nuestro espíritu! Además, no logro siempre imaginarlo como un mundo, como un universo. Es, será siempre un esbozo, el esbozo de una creación repelente, abortada, en el límite extremo del ser. ¡Qué le importa al monstruo un criminal más o menos! Devora inmediatamente su crimen, lo incorpora a su espantosa substancia, lo digiere sin salir un momento de su horrible, de su eterna inmovilidad. Pero el historiador, el moralista, el propio filósofo no quieren ver más que al criminal y rehacen el mal a imagen y semejanza del hombre. No se forman ninguna idea del mal en sí mismo, de esa enorme aspiración del vacío, de la nada. Si nuestra especie tiene que perecer, lo hará de asco, de aburrimiento, la Personalidad humana habrá sido corroída lentamente, como una viga por esos hongos invisibles que, en algunas semanas, hacen de una pieza de roble una materia esponjosa donde el dedo se hunde sin esfuerzo. Y el moralista discutirá las pasiones, el hombre de Estado multiplicará los gendarmes y los funcionarios, el educador redactará programas. Y se gastarán tesoros para trabajar inútilmente una pasta eternamente sin levadura.

(Por ejemplo, esas guerras generalizadas que parecen atestiguar una actividad prodigiosa del hombre cuando denuncian, por el contrario, su apatía creciente… Terminarán por llevar a una carnicería, en épocas fijas, a inmensos rebaños resignados.)

Dicen que después de millares de siglos, la tierra está aún en plena juventud, como en los primeros estadios de su evolución planetaria. También el mal comienza.

Dios mío; yo he presumido de mis fuerzas. Tú me has lanzado a la desesperación, como se echa al agua a un animalillo recién nacido, ciego aún.

Parece que esta noche no vaya a terminar nunca. Afuera, la atmósfera es tan reposada, tan pura, que oigo distintamente, cada cuarto de hora, el gran reloj de la iglesia de Morienval, a tres kilómetros… Sin duda un hombre sereno se reiría de mi angustia, ¿pero es que acaso puede dominarse un presentimiento?

¿Por qué la he dejado marchar? ¿Por qué no la habré llamado?

La carta estaba allá, encima de mi mesa. Inadvertidamente la había sacado de mi bolsillo con otros papeles. Detalle extraño e incomprensible era que no me había vuelto a acordar de ella. Tengo que hacer además un gran esfuerzo de voluntad, de atención, para hallar en el fondo de mí mismo algo del impulso irresistible que me hizo pronunciar aquellas palabras qué aún creo escuchar: «Deme la carta». ¿Las pronuncié efectivamente? No hago más que preguntármelo. Es posible que, engañada por el temor y los remordimientos, Mademoiselle se creyera incapaz de guardarme su secreto… Ella, quizá, me dio su carta espontáneamente. Y mi imaginación hizo el resto…

Acabo de echarla al fuego sin leerla. La he contemplado fijamente mientras se quemaba. Del sobre, medio destruido por las llamas, se ha escapado una esquina del papel, bien pronto ennegrecido. La escritura se ha destacado un segundo en color blanco y he creído leer: «A Dios…».

Mis dolores de estómago se han recrudecido hasta el punto de hacerse intolerables. Tengo que resistir el deseo de tenderme sobre las losas y retorcerme, gimiendo, como un animal. Sólo Dios puede saber lo que soporto. ¿Pero lo sabe acaso? (N. B. Esta última frase, escrita al margen, ha sido cuidadosamente raspada.)