32

Pitt me informó de que sólo podíamos aproximarnos al cañón por el camino de tierra. La niebla del norte de la península se estaba levantando y se veían algunos retazos de mar y algunas naves. Era casi mediodía.

Estudié la situación atentamente. Si dejábamos el cañón fuera de combate, el vapor de Beys aún podía causar considerables daños a la flota de Lenk. Con cuatro naves hundidas en el puerto, las cuales se habían llevado por delante el 43, quedaban diez buques en grave peligro.

La situación también era clara para Pitt. Estaba sentado en una roca al borde del camino, cerca de un destacamento que protegía la carretera. Los miembros del destacamento ya habían hablado con él y reconocían su autoridad.

Me senté junto a Pitt. Kristof Ab Seija, el hombre vendado, estaba detrás de nosotros.

—Puedo seguir hablando con ellos —dijo Pitt—, pero no sé de qué servirá. Es un contingente especial que sólo recibe órdenes directas de Beys. Después de los vapores, ese cañón es el orgullo del general.

—No tenemos mucho tiempo —dije.

El cañón escupió llamas y humo desde la ladera. El obús voló sobre el agua con un ruido chirriante. Segundos después, a varios kilómetros, oímos una explosión.

—Tiene un alcance de siete kilómetros —dijo Pitt—. Tal vez más.

—Tendremos que matarlos —dijo Seija.

Pitt se cubrió la cara con las manos y se frotó los ojos.

—No es fácil —dijo.

—¿Matarlos? —preguntó Seija.

—Ser un traidor —replicó Pitt, mirándome, implorándome que lo inspirase de algún modo. Yo me había puesto en esta posición. Ahora no podía defraudarlo.

Escuché atentamente los mensajes conflictivos que oía en mi interior, tratando de hallar esa arrogancia que había conocido antes.

Sentí otro cosquilleo en el vello de la nuca. «Interés». Una palabra que describía tantas cosas y explicaba tan pocas. Oí más voces procedentes del llano que había entre las colinas, la mayoría femeninas.

El hombre barbudo, Hamsun, corría a nuestro encuentro. El destacamento que estaba camino arriba preparó las armas, intuyendo que estaba a punto de suceder algo.

—Mujeres —dijo Hamsun, sin aliento—. De Naderville. Ancianas que regresan ahora que han cesado los combates.

En una ciudad tan pequeña como Naderville, todos se conocían. Habían compartido penurias y pesares. Traté de imaginar la profundidad de esas relaciones sociales, la influencia que debían poseer algunas personas. Beys podía ser una auténtica aberración que contara con poco respaldo; la insensible calma del hombre de la chalana también podía ser entumecida aquiescencia.

Y ahora las mujeres estaban allí, tal vez también la madre o la esposa de ese hombre. Por un instante me sentí perdido en aquel nuevo sentimiento de simpatía. El enérgico odio que sentía antes me dejó un vacío confuso.

—Ser Pitt —dije—, ¿puedes explicarles la situación a las mujeres, traer a algunas aquí?

—¿Quieres que ellas suban a la colina delante de nosotros?

—Madres, hermanas, esposas.

Pitt se puso de pie.

—Trataré de explicárselo —dijo—. Conozco a algunos de los artilleros. Conozco a sus familias.

Yanosh trata de asimilar esto.

—Conque te convertiste en general. Aprendiste a movilizar a las masas.

Son palabras irónicas, un poco escépticas.

—Pitt y yo caminamos con las mujeres. Colina arriba. Los soldados no podían disparar contra sus propias mujeres.

—Les explicaste qué pasaba con la comida —dice Yanosh.

—Era algo más que la comida. Era el agotamiento sumado a más de treinta y siete años de frustración, recriminaciones y desdicha. Y ahora a la profanación de algo sagrado.

—Eso es lo que más me cuesta entender —dice Yanosh—. ¿Cómo es posible adorar un ecos? ¿No formaba parte de su desdicha?

—No —digo, sin saber cómo explicarlo. Yanosh nunca verá los ecoi tal como eran. Nadie los verá de nuevo.

Las mujeres sortearon a los guardias y subieron hacia el cañón. Las tropas de Lenk se quedaron abajo. No eran necesarias.

Los artilleros no eran los guerreros devotos que Beys habría deseado. Sucumbieron rápidamente a las súplicas de sus madres y esposas, y pidieron instrucciones por radio al 15. Beys no podía explicar el flujo a sus soldados, ni por qué debían continuar respaldando a Brion cuando sus alimentos se estaban pudriendo.

El cañón no volvió a disparar. Beys había perdido a sus adeptos, y se estaban difundiendo rumores desfavorables sobre Brion.

Pitt se sentó conmigo después, y el capitán de los artilleros se nos unió a la sombra del enorme cañón, oteando el mar por el que navegaban el vapor y la cercada flota de Lenk. El capitán arrojó su gorra al polvo, junto a la maciza rueda.

—Tengo dos hijos —dijo, mirándome como un niño tímido y asustado—. Mi esposa no ha venido aquí con las demás. —Señaló a las mujeres que aguardaban en el camino o rodeaban el emplazamiento—. Si todavía viven, ¿adónde irán? ¿Qué comerán? He tratado de hablar con Beys, pero él no ha respondido por radio desde que dejamos de disparar.

—¿Hay una lancha? —pregunté.

—En la playa —dijo el capitán, señalando colina abajo.

La lancha había servido a las necesidades del gobierno en el lado norte de la península. Menos lujosa que la de Brion y que la de Chung, todavía tenía un conjunto de baterías cargadas y un resistente motor eléctrico. Pitt subió a ella conmigo, llevando una radio de los artilleros. Hamsun nos seguía. Seija se quedaría para mantener la paz entre los soldados de Lenk, los artilleros y el resto de los soldados brionistas, muchos de los cuales veían a sus esposas y madres por primera vez en días.

En la playa se extendía una marchita devastación gris. La espesura de la orilla había muerto. Un globo había soltado las últimas larvas de madre seminale y ahora yacía desinflado en la extensión negra de arena y lava, meciéndose en un oleaje lento e insistente. La nueva madre seminal se había instalado en una maraña de fítidos la noche anterior y de inmediato los había esclavizado para protegerse de la intemperie. Habían formado un pequeño refugio sobre el cuerpo delicado y verde, y en el centro, bajo el dosel, la madre crecía y generaba hojas anchas, planas y verdes que se extendían bajo el sol de la tarde.

El arrugado saco del globo cabeceaba en el oleaje. Mientras nos preparábamos para subir a la lancha, el centro verde que estaba debajo de la seca y crujiente protección de los fítidos estalló y arrojó unos granos diminutos, como de maíz, que de inmediato hundieron sus zarcillos exploradores en la tierra y la arena húmeda.

Pitt miró el nuevo ecos con repulsión. No me molesté en decirle qué era. No teníamos tiempo.

El vapor navegaba en círculo a cuatro kilómetros de la costa. Los veleros que habían bombardeado Naderville se encontraban en apuros, encerrados en una ensenada que se extendía siete kilómetros al norte de la península. Era evidente, por la posición amenazadora del vapor, que si intentaban marcharse los bombardearían hasta hundirlos. Pero por el momento no había acción. Los veleros no podían disparar contra el 15 a esa distancia, pero el vapor podía disparar contra ellos, y Beys parecía estar sopesando sus posibilidades.

Hamsun y Pitt insistieron en que les permitiera conducir la lancha.

—Necesitas tiempo para pensar —dijo Pitt.

Su deferencia me ponía nervioso. De nuevo había perdido la confianza en mí mismo. La mirada de Pitt me revolvía el estómago.

Temía reunirme con Beys. Sabía que su maldad estaría por encima del escaso talento que yo podía tener para la persuasión y la política. El sabría que yo no era un profeta. Simplemente me dispararía, o me haría fusilar. Pero yo no temía eso. La muerte era la última de mis preocupaciones.

Esperaba que Shirla y Randall estuvieran a bordo. Por otra parte, me molestaba que ella me viera en aquel nuevo y falso papel de diplomático y mesías. Sabría al instante que era una farsa. Si Beys veía su reacción, la reconocería.

Sin embargo, ¿qué podía hacer Beys? Podía matarnos. Podía disparar contra los veleros. Pero Lenk y el Khoragos no estaban en la ensenada. Sin respaldo de Naderville, Beys no era más que un pirata. Su fuerza decrecería rápidamente.

La situación en Naderville distaba de ser estable, sin embargo. Brion podía reaparecer en cualquier momento, saliendo de su escondrijo para convencer al pueblo de someterse a su viejo líder y sus viejas costumbres. Sabía desempeñar su papel mucho mejor que yo. Beys podía estar en contacto con Brion, y ese par de presuntos enemigos podían estar tendiendo líneas de fuerza entre ellos, de norte a sur, esta vez dispuestos no sólo a conquistar Naderville sino todos los demás asentamientos humanos.

Pitt había puesto al corriente a los del vapor de que nos aproximábamos, y de que yo iba a bordo para parlamentar. Iba junto a mí en la proa. Hamsun pilotaba la lancha a popa.

—¿Nos hará volar en pedazos? —preguntó Pitt.

—Yo iba a preguntarte lo mismo.

—El estómago me da vueltas.

—A mí también.

Pitt me miró entornando los ojos.

—El general es un hombre poderoso —dijo—. Creo que me aplastará como se aplasta un insecto.

—¿En qué cree él? —pregunté.

Pitt frunció el ceño. Era un burócrata delgado y cansado vestido con un uniforme que ya no parecía sentarle bien. Las largas muñecas le sobresalían de las mangas, y entrelazó las manos huesudas.

—Hace unas horas, yo habría dicho que él creía en Brion y en Naderville; en introducir la planificación y el pensamiento racional en Lamarckia. Yo estudiaba en la academia antes de alistarme y vestir uniforme. No cumplí ninguna misión fuera de Naderville. Me quedé aquí y observé cómo cambiaban las cosas. Brion se volvió más distante, Beys más poderoso. Yo no lo desaprobaba. ¿Me equivoqué?

Sacudí la cabeza. Si no podía juzgar a Brion, menos podía juzgar a aquel hombre, ni a otros como él. El vacío confuso persistía.

No había bien ni mal, sólo fuerzas de la naturaleza, como vientos impulsándonos de aquí para allá. El nudo de mi estómago se cerró aún más. Estábamos a menos de un kilómetro del 15. El vapor navegaba con mayor lentitud. Había echado un ancla para mantener su posición. Pitt se frotó la nariz y dijo que eso era buena señal.

—El 15 nos ha dado autorización para anclar a su lado —dijo Hamsun desde popa.

Pitt se arregló el uniforme y se alisó el cabello que la brisa marina le había despeinado. El olor a amoníaco y podredumbre persistía aun a esta distancia de la costa. En tierra debía ser espantoso.

—Algunos de nosotros adorábamos Hsia —dijo Pitt—. No era culpa suya no poder alimentarnos. Algunos creían que ella hacía lo que podía, que nosotros nos habíamos extralimitado. Por eso muchos se molestaron cuando Brion dijo que la volvería fecunda, que la cambiaría. En ese momento Brion estuvo a punto de perderlo todo. Pero trajo la comida por el canal en barcazas, y habíamos padecido hambre durante tanto tiempo… la rebelión terminó antes de empezar.

»Estos dos últimos días… no sé. He vivido aquí toda mi vida. La espesura tiene millones de años, según dicen. Creo que si yo fuera otra persona, rompería a llorar. ¿Cómo pudo Brion hacer algo semejante?

No pude darle una buena respuesta.

La lancha se detuvo junto al vapor y bajaron una pasarela hasta nuestra cubierta. Amarramos la lancha a la pasarela y subimos. Un hombre de rostro estrecho y cabello castaño e hirsuto nos saludó rígidamente en la borda.

—El general Beys está ocupado. Pronto vendrá a recibiros.

Nos llevaron a proa, más allá del gran cañón, gemelo marino del arma que habían llevado colina arriba. La construcción de aquellas armas debía haber requerido un gran esfuerzo, pero no habían impedido que primitivos cañones de xyla hundieran el 43. No lograba comprender los motivos de ese afán armamentista. ¿Brion o Beys habían previsto un gran enfrentamiento en el mar?

El hombre de cabello hirsuto se presentó como el mayor Sompha y nos hizo sentar bajo un dosel de observación frente al cañón de proa.

—¿Es tan malo como parece? —preguntó, señalando la tierra firme.

Desde el 15, la silva se veía pálida e irregular, y los claros límites se agrisaban a medida que avanzaba el día.

—Todo está cambiando —dijo Pitt.

—¿Cuál es la peor parte? No recibimos muchas noticias.

—La comida —dijo Pitt.

Hamsun describió la situación de los almacenes. El mayor Sompha se lo tomó con estoica serenidad, pero obviamente la noticia lo afectó. Preguntó por su familia en Naderville.

—Algunos están regresando a la ciudad, pero… —Hamsun sacudió la cabeza.

—¿Tú estás con Lenk? —me preguntó Sompha.

—No.

—Él dice ser del Hexamon —explicó Pitt—. Mucha gente le cree.

Sompha cabeceó, reflexionando y llegando a su propia conclusión.

—Pienso que el general Beys le cree —dijo—. De lo contrario, ¿por qué le dejaría venir aquí? Estamos esperando a que anochezca. Entonces hundiremos la amenazadora flota de Lenk barco por barco.

—No hay comida —gruñó Pitt—. ¿De qué nos servirá hundir los barcos que podrían llevarse a algunos de los nuestros, o traer alimentos desde Tasman o Elizabeth?

—Antes Lenk no quiso hacer nada por nosotros —dijo Sompha.

—Necesito saber si hay dos personas a bordo —interrumpí, perdiendo la paciencia—. Un hombre y una mujer. La mujer se llama Shirla Ap Nam, el hombre Erwin Randall.

—Los rehenes. Están aquí. Beys los ha encerrado abajo. Tal vez él esté preocupado por ti.

Sompha se encogió de hombros y nos dejó sentados a la sombra del dosel, fuera de la lechosa luz del sol.

Una hora más tarde regresó con unos vasos de agua. Se quedó con nosotros unos minutos, mirando la costa cenicienta con expresión sombría.

—Es como si hubiera habido un gran incendio —dijo—. ¿Creéis que está ocurriendo en todas partes?

—Ocurrirá —dije.

—Entraremos en el puerto mañana por la mañana, después de hundir esos barcos, si está despejado —dijo Sompha—. Necesito ver las cosas con mis propios ojos.

Regresó nuevamente una hora después. La distante costa tenía un color blanco cremoso en la luz del atardecer. El sol descendía hacia el oeste. Dentro de la ensenada, los barcos de Lenk habían anclado.

A los hombres y mujeres de esos barcos, pensé, debía parecerles que el mundo llegaba a su fin. Tal vez intentaran romper el cerco al cabo de una hora, con la esperanza de que el monstruo de Beys no pudiese atraparlos ni detectarlos a todos, o de que pudieran responder con andanadas suficientes para dejar el vapor fuera de combate. Me imaginé a mí mismo en uno de esos barcos.

—El general Beys dice que está preparado para recibiros —dijo Sompha. Nos pusimos de pie y Sompha se plantó delante de mí—. Si eres el juez del Hexamon, necesito decirte algo ahora. A mi esposa y a mí nos ordenaron aceptar a tres niños de Tierra de Elizabeth. Nos lo ordenaron. Hemos cuidado bien de ellos.

Nos miramos un largo instante, y luego Sompha dio media vuelta, murmurando:

—Sólo quería que lo supieras.

Nos llevó al puente por una escalerilla y una galería externa, hasta las cabinas de la cubierta superior. Sompha abrió una puerta, y una imponente mujer morena, más alta y quizá más fuerte que yo, nos miró con ojos claros y penetrantes y se apartó.

El general Beys estaba sentado a una mesa. Todo estaba pintado de blanco, y un mantel blanco cubría la mesa. Habían puesto sobre ella una jarra de agua y varios vasos, y a su alrededor sillas plegables de xyla.

Beys miró a los hombres que me acompañaban.

—Tú eres Suleiman Pitt, rango dos. No recuerdo el nombre de este otro…

—Hamsun, señor. Tarvo Hamsun.

—¿En la costa todo va tan mal como parece?

—Sí, señor —dijo Pitt.

Beys nos indicó que nos sentáramos. Sus mejillas rubicundas se habían puesto violáceas en los últimos días, y tenía el cutis amarillo de fatiga. Su mano izquierda temblaba sobre el mantel blanco y decidió ocultarla bajo la mesa.

—Brion debió mataros a todos hace días, incluso a Lenk —dijo Beys—. Teníamos a Lenk en nuestras manos. Ambos cometimos un grave error de cálculo.

—¿De qué serviría seguir matando? —pregunté.

—Ha sido culpa mía —dijo Beys; su voz era tensa pero serena—. Subestimé a Lenk, y en mi profesión eso es un crimen imperdonable.

Se inclinó hacia delante.

—¿Aún no has recibido ayuda del Hexamon? ¿La clavícula de Lenk no te sirve?

—No la he visto.

—Brion te llevó canal arriba y te mostró más de lo querías ver, sin duda.

—Nos llevó canal arriba.

—¿Qué pensaba el científico… Salap?

—Todavía sigue allí.

—¿Es Brion el responsable de lo que está sucediendo en la costa? ¿Él y su esposa?

—Así parece.

—Él lo sabía, maldito sea —dijo Beys mirando al techo y mirándome de nuevo a mí—. Se comportó como un chiquillo cuyos pequeños secretos pronto quedarían al descubierto. ¿Sabes dónde está?

Negué con la cabeza.

—Yo tampoco. No puedo comunicarme con él por radio, y en la costa nadie le ha visto. —Beys se reclinó y miró a Pitt y Hamsun con cara de pocos amigos—. Salid de aquí —ordenó. Se pusieron de pie y la imponente mujer morena los acompañó—. Aphra, cierra la puerta y quédate también fuera.

—Sí, señor —dijo la mujer.

Beys apoyó ambas manos sobre la mesa.

—Ahora hablaremos de igual a igual. El Hado nos maldiga si mentimos.

—De acuerdo.

—Asumido el juramento —añadió, clavándome los ojos.

—Asumido el juramento.

—Brion te dio a entender que yo soy el responsable de todo este caos, ¿verdad? —preguntó Beys.

—Creo que obedeciste órdenes imprecisas siguiendo tu propio criterio.

Beys levantó la mandíbula, alzó la cabeza.

—¿Brion te mostró el ejército que quería construir? Mejor dicho, que quería que la madre seminal construyera. Diseños de vástagos que utilizar como soldados o armamento.

Me miró con intensidad.

—No —dije.

Su sonrisa amarga se convirtió en una mueca de repulsión.

—Él quería empezar de nuevo. Quería que toda la gente de Lenk comprendiera lo que Lenk nos había hecho. Cualquier cosa con tal de promover que esa causa era legítima. Estábamos trabajando para estabilizar todos los asentamientos de Lamarckia, para transformar este planeta. La comida fue el primer logro. Los vástagos soldado habrían sido el siguiente. Pero su esposa murió. Eso lo hundió. Creí que Brion era fuerte, de lo contrario no me habría aliado con él, pero eso lo hundió.

Beys respondió a mi silencio con un chasquido de la lengua.

—Si destruyo la flota de Lenk dentro de una hora, ¿qué harás?

Evité dar una respuesta directa a esa pregunta, y en cambio le di explicaciones sobre las larvas de madre seminal y los vástagos que se pudrían en Hsia.

—Todos morirán de hambre en Naderville —dije.

—Si dejo que Lenk se marche y hago todo lo que consideres honrado o justo, ¿qué harás?

—Será preciso evacuar Naderville. Eso podría llevar meses. Mucha gente morirá, pero no toda.

Beys reflexionó, frotándose la mejilla con un dedo corto y gordo. Luego enarcó una ceja.

—¿Qué harías en mi lugar?

—¿Por qué mataste a tantas personas? —pregunté a mi vez.

Beys se movió ligeramente en la silla, pero su expresión no cambió.

—¿Por qué matar a los adultos? —pregunté, enfocándolo desde otro ángulo.

—Lealtad irracional a Lenk y todo lo que él representaba.

—Sí, pero ¿por qué matarlos?

—Para terminar con lo viejo y empezar algo nuevo. ¿Tú qué habrías hecho en mi lugar?

—En realidad no sabes por qué ordenaste matarlos, ¿verdad?

Beys bajó los párpados hasta parecer un somnoliento animal de granja, un perro o un cerdo.

—Me juzgas. ¿Has juzgado a Brion?

—No soy un juez.

—Brion creía que no tenías ningún poder. Creía que eras una pieza aislada de una operación fallida. Le dije que el Hexamon no trabaja así. Se rió y me dijo que yo era un idealista. Creo que sólo tienes que hacer un guiño, el adecuado, para que todo esto termine. ¿Por qué no lo haces?

No respondí.

Evitaba mirarme a los ojos, y noté que sudaba.

—Tengo algo para ti. Brion me pidió que me llevara a tus compañeros Ap Nam y Randall en esta nave. Se enteró de que tú y Ap Nam erais amantes. Están aquí.

—Me gustaría verles.

Beys apretó los puños y golpeó la mesa con los nudillos.

—Habría dado cualquier cosa por no haber venido aquí. Yo habría ascendido en Defensa de la Vía. —Endureció el tono—. Estoy en un lugar perdido, sin tener adonde ir. Cuando murió mi familia, Brion era todo lo que tenía.

—Déjame ver a Shirla y a Erwin.

—Si te los entrego y dejo que se vaya la flota, ¿qué harás?

No vacilé en decirle una media verdad.

—No te entregaré a la justicia del Hexamon.

—¿Dónde viviré?

—En cualquier lugar al que puedas llegar sin mi ayuda.

Beys caviló.

—Puedes quedarte con este barco. Mantenerlo es una pesadilla. Puedo quedarme con una goleta de Lenk y diez tripulantes. Con diez me basta. Si quieres, hundiré este barco.

—Necesitaremos todos los barcos.

Su rostro rubicundo tenía el color del engrudo. Beys me miró a los ojos.

—Un barco pequeño. ¿Adónde sugieres que vaya?

—No me importa.

—Lenk pudo haber bombardeado a sus propios hijos, ¿sabes? —murmuró Beys—. Podrían haberlos retenido en Naderville como protección.

—¿Fue así?

—Si yo hubiera pensado en ello, habría ordenado que los retuviesen allí, pero estaba sesenta millas mar adentro cuando se inició el ataque. Pensaba ir a Jakarta y luego a Athenai.

Sacudí la cabeza.

—Me quedaré en Lamarckia, pase lo que pase. No permitirás que me lleven de vuelta a la Vía.

—De acuerdo —dije.

Beys apoyó las manos en la mesa. La Estrella, el Hado y el Pneuma se apiaden de mí: estreché la mano de aquel hombre.

Shirla y Randall estaban a la sombra del cañón de popa, custodiados por tres soldados vestidos de gris y marrón; Pitt y Hamsun aguardaban no muy lejos. Recorrí el pasillo que conducía a la cubierta de popa. Shirla me vio y corrió hacia mí. Nadie intentó detenerla.

Ella se aferró a mí y yo la abracé con fuerza, sepultando mi rostro en su cuello y su cabello perfumado. No dijimos nada durante un rato.

—¿También eres un prisionero? —preguntó.

—No lo creo.

—¿Regresaremos a Liz? He oído decir que no podemos permanecer aquí, que el ecos está enfermo.

Conque el rumor se estaba difundiendo por el barco. Me pregunté si Beys o Brion lograrían sobrevivir.

—Espero que podamos ir allí, y pronto —dije—. Hay mucho trabajo que hacer, muchos preparativos.

—¿Sin magia?

—Me temo que no.

—¿Sólo tú?

—Sólo yo.

Randall se nos acercó.

—Espero que contigo sea suficiente —dijo.