16
Por la mañana Hsia era ya una línea oscura en el horizonte, cubierta por gruesos nubarrones.
Mientras las cuatro naves se aproximaban a tierra soplaron varias ráfagas, y el Khoragos y el Vaca aprovecharon el nuevo y vigoroso viento, desplegaron sus velas y se alejaron de los vapores.
A diez millas, las cuatro naves fueron recibidas por tres balandras rápidas. Una llevaba dos pilotos para nuestras goletas, y subieron a bordo para guiarnos al puerto.
Nuestro piloto se apostó junto al timón e impartió órdenes rápidas y precisas.
Conocía aquel tipo de gente. Jóvenes, ávidos, nerviosos, temerosos de cometer un error. Se habían criado en condiciones duras, en una sociedad presionada hasta el límite.
Shirla permanecía a mi lado.
—No me gusta —dijo—. Los vapores, los tripulantes, los pilotos… todos parecen rígidos.
Las nubes volaban hacia el sur. Las naves de Lenk constituían un glorioso espectáculo con las velas blancas y brillantes bajo el sol de la mañana; incluso fueron por delante de los vapores durante un rato, hasta que los pilotos nos ordenaron plegar velas.
Nos ordenaron. Yo había tomado partido en aquella disputa. Tal vez desde el momento de mi llegada, cuando vi la matanza de Claro de Luna, no había podido ser objetivo. Cuanto más veía, más me comprometía. Pero no podía descartar del todo mi objetividad. No debía nada a nadie salvo al Hexamon, y todas aquellas personas eran infractoras.
Baker creía que Hsia era más antiguo que la mayoría de los ecoi, y que se había desarrollado tempranamente en la historia de la biosfera, antes de que el oxígeno hubiera alcanzado los niveles actuales. La fibrosa cubierta de la silva podría haber sido una protección contra la luz ultravioleta, que penetraba fácilmente en la atmósfera antes de la formación de una capa de ozono.
Pensé en los inmigrantes que estudiaban Lamarckia desde una puerta abierta precipitadamente, tratando de escoger el mejor sitio para colonizarla, escogiendo Tierra de Elizabeth porque era lo más parecido a un paisaje de la Tierra, aunque de colores algo raros.
Salap subió a cubierta, la libreta bajo el brazo, y miró la costa, el cabello negro al viento.
Entornó los ojos y señaló.
—Esto es como todo este continente. Lúgubre. Un lugar terrible para colonizar. Los seguidores de Hoagland tuvieron que abrirse paso a hachazos, vivir sin sol durante meses, como bestias en una caverna. Pero a pesar de todo fundaron una ciudad.
Naderville era más pequeña que Calcuta.
Aun ahora, en el mejor de los casos, contaba con menos de cuatro mil ciudadanos. Tuve que adaptar mi sentido de las proporciones para considerar esa limitada población como una fuerza militar digna de consideración.
Shirla y yo íbamos sentados cerca de la proa, un poco incómodos por no tener trabajo que hacer. El hábito del mar estaba más arraigado en ella que en mí, y el nerviosismo de estar ociosa la volvió más locuaz que de costumbre.
Me habló de su familia en Jakarta. En realidad vivía en un villorrio llamado Resorna, en la punta de una franja de tierra nueve kilómetros al sur de Jakarta. No le resultaba fácil hablar del pasado, y con frecuencia hacía una pausa para concentrarse, no porque le fallara la memoria sino porque había consagrado un gran esfuerzo a olvidar los malos tiempos.
Durante el flujo, cuando ella era pequeña, su familia se había ido de Calcuta y había viajado con otras familias a Jakarta, a la Zona de Petain, donde los fítidos comestibles eran más abundantes y donde había tierras más ricas en minerales naturales y más fáciles de desbrozar para la siembra. Los inviernos en Jakarta eran siempre templados, pero habían tenido ciertas dificultades. La Zona de Petain se había preparado para un ataque de las zonas recién unidas, y la mayoría de sus vástagos —arbóridos, fítidos y tipos móviles por igual— se habían revestido con un blindaje gomoso y habían hibernado durante tres meses.
—Teníamos comida suficiente gracias a nuestras cosechas, pero yo estaba asustada. Mis hermanos y yo teníamos un vástago mascota, un zambullidor, y una mañana lo encontré en el porche de casa, cubierto con un caparazón. Al día siguiente se fue. Había roto su correa, cosa que nunca había hecho antes. Luego Petain volvió a la normalidad. Supongo que decidió que Elizabeth no atacaría.
Me habló de su familia: tíos, primer padre y primera madre —sus padres biológicos— y el segundo padre y la segunda madre, que no tenían hijos propios y los trataban a ella y a sus hermanos con bondadoso afecto.
No recordaba un tercer conjunto de padres. Eso tenía sentido. Las familias triádicas, diseñadas por una sociedad en la que rara vez una pareja de padres tenía más de dos hijos, se volvían inmanejables cuando cada una tenía seis o siete hijos. Shirla dijo que ella era afortunada de haber tenido unos segundos padres, aunque le daba pena que ellos no hubieran tenido hijos biológicos.
Habló de varias mujeres de su aldea que fueron víctimas de una rara disfunción, no exactamente una enfermedad, sino una especie de trastorno inmunológico que les causaba inflamación de los ovarios. A varias hubo que extirpárselos.
—Las demás tuvieron suerte. Conservaron los ovarios.
En cierto sentido, eso le parecía más importante que la supervivencia.
Algo había cambiado en los divaricatos al llegar a Lamarckia. Lenk había alentado nuevos nacimientos, pero los divaricatos de Thistledown no tenían más hijos que otros naderitas, incluso que la mayoría de los geshels.
En Lamarckia tener hijos se convirtió en una obsesión, como si un impulso oculto hubiera despertado, y la raza humana —aislada como una pequeña semilla en un vasto mundo— hubiera necesitado extender sus ramas y su follaje una vez más.
Por la tarde las naves entraron en el puerto de Naderville. La ciudad se hallaba sobre un promontorio en el lado norte de la bahía, de espaldas a un gigantesco seto lleno de túneles; al sur había una extensión natural de rocas y arena donde rompían las olas.
Naderville era muy parecida a Calcuta: edificios dorados y blancos elevándose sobre colinas bajas frente al puerto. En el lado este del promontorio, sin embargo, en el cráter de un pequeño volcán extinguido, habían establecido un campamento militar cinco años atrás. La médico del Khoragos, Julia Sand, había estado en Naderville varios años antes como parte de una poco exitosa embajada diplomática, y nos explicó estos detalles. Tierra adentro, el puerto se comunicaba con un canal ancho que tal vez hubiera sido un río natural pero que el ecos había adaptado a sus propias necesidades.
Unos potentes remolcadores nos llevaron hacia el lado oeste de la bahía y la desembocadura del canal. Miré los vapores mientras nos alejábamos, preguntándome si alguna vez conocería personalmente al general Beys.
El viento que soplaba desde tierra estaba impregnado de un penetrante aroma aceitoso con un toque de hierbas, orégano tal vez; también flotaba un perfume alquitranado. No era desagradable, pero pensé que a la larga ese olor podía resultar irritante.
Durante varias millas seguimos lentamente al remolcador, y luego viramos hacia el norte por una esclusa de ladrillos que conducía a un pequeño lago. Se elevaban colinas por todas partes, cubiertas de antiguas y oscuras matas. En las colinas más altas, unos cuantos edificios blancos y azules asomaban por encima de las matas. Distinguí agujeros entre los matorrales, como túneles para carreteras. En un peñasco del extremo norte de la bahía habían desbrozado el terreno y dejado un suelo pelado con edificios, una torre de vigilancia y cobertizos.
Julia Sand no había visto esa parte de Naderville en su última visita.
—Todo es nuevo para mí —dijo.
En un lado del lago estaban las rampas y los diques secos de un astillero paralizado.
Randall y Salap se reunieron con nosotros. Shatro seguía bajo cubierta. Estaba deprimido y hacía un día que no lo veíamos.
—Es una tierra lúgubre —comentó Randall.
Salap escrutó el pequeño lago.
—Tres naves —dijo—. Esperaba muchas más.
Las tres naves no eran vapores. Había dos balandras y un catamarán con velas raídas colgando de dos mástiles. No era una armada imponente.
—Todas están haciendo incursiones o asediando Jakarta —dijo Shirla.
—Tal vez —dijo Salap dubitativamente.
Pasando los diques secos vacíos, los pilotos nos guiaron hacia un pequeño muelle del extremo norte del lago. Estimé que habría espacio para cinco o seis naves del tamaño de los vapores, no más. Eso sería una armada importante en Lamarckia, pero no había modo de saber cuántos vapores habían construido. Busqué depósitos de combustible, pero no encontré ninguno. Había hombres y mujeres en las dársenas, mirándonos, pero el muelle estaba desierto. Ningún comité de recepción aguardaba la llegada de Lenk.
Los remolcadores nos soltaron. La leve brisa bastaba para que nuestras goletas atracaran en el muelle.
Ferrier y Keo subieron a cubierta vestidos con pantalones grises y chaqueta negra, la ropa de rigor para una ocasión solemne. Miraron el muelle con expresión lastimera. Ambos sacudieron la cabeza ante el agravio.
—Esta no es manera de tratar al Buen Lenk —dijo Keo—. Me pregunto para qué ha venido, si piensan restregárnoslo por la cara.
—Es debilidad —dijo Ferrier con un enfado que antes no había demostrado.
Keo le cogió el brazo y ambos se situaron junto a la pasarela. Lenk subió ayudado por Fassid, que pestañeó bajo el brillante sol. Lenk usaba gafas de sol.
Por un momento se tambaleó como si estuviera ciego, sonriendo, buscando a Fassid. Pero al cabo de un instante se quitó las gafas y nos miró con los ojos entornados. Estudió los diques secos, la costa oeste del lago, el muelle.
Cinco hombres y tres mujeres salieron de un cobertizo gris y esperaron a que nuestras naves se acercaran. Tres hombres jóvenes les arrojaron cabos desde la proa, y arrastraron y sujetaron nuestra nave. Plegaron todas las velas.
Aguardamos varios minutos. El lago estaba plácido, la silva no había emitido un sonido desde nuestra llegada. Una sola carretera avanzaba desde la bahía, por las colinas, hasta un túnel en la espesura. No parecía prometedor.
—¿Esperan que caminemos? —preguntó Ferrier molesto.
—Es intolerable —comentó Fassid, pero Lenk alzó la mano.
—Está demostrando su poder —dijo. Apretó los dientes e irguió los hombros. Creí ver un breve destello de furia, pero pudo haber sido un retortijón, una articulación dolorida u otro achaque de la edad—. Que se dé ese gusto.
«Un comité de recepción», por así llamarlo, acababa de llegar por el camino. Un camión eléctrico atravesó la puerta principal del puerto, seguido por cuatro coches eléctricos y una serpenteante columna de hombres y mujeres en bicicleta.
Shirla silbó al ver los vehículos.
—No hay tantos en toda Calcuta, a no ser tractores.
Lo que a primera vista había parecido una ceremonia deficiente, pues, logró impresionar a la gente que me rodeaba. Bajaron la pasarela y la aseguraron.
Los peones colocados en torno a las amarras del Khoragos estiraban el cuello con curiosidad, buscando a Lenk. Al margen de los cambios sociales y las presiones políticas de Brion, los ciudadanos de Naderville todavía expresaban su interés por el Buen Lenk, que los había llevado allí.
El camión, los coches y las bicicletas entraron en el muelle. El camión se detuvo con un gemido. Los coches aparcaron detrás, y los ciclistas, todos vestidos de gris y marrón, frenaron entre ellos. Todos aguardaron unos segundos, y luego se abrieron las puertas del camión y salieron un hombre y una mujer.
Los conductores de los coches también abrieron las puertas y salieron. Todos vestían de negro, con sombreros redondos ceñidos a la cabeza como gorras de natación.
El hombre y la mujer del camión vestían un traje blanco muy formal. Parecían anfitriones en una ceremonia de gala de la Thistledown del siglo I. Con un bastón en la mano, el hombre caminó con la mujer hacia la planchada, donde se detuvieron. Ahora esperaban que nuestro grupo desembarcara, aunque hasta el momento nadie había dicho ni una palabra. Sólo se oían las voces de los tripulantes, arreglando las velas y el cordaje, y aun ellos murmuraban las frases.
Ferrier y Keo cruzaron la pasarela primero y se inclinaron ante el hombre y la mujer de blanco, que devolvieron el saludo con el ceño fruncido. A continuación bajó Alinea Fassid, tocando las sogas con nerviosismo, como si alguien pudiera volcar la plataforma y hacerla caer al agua.
Después bajó Lenk, a solas, haciendo gala de prestancia y energía. Cinco hombres y cuatro mujeres lo siguieron, todos vestidos de verde y marrón, los colores de la guardia personal de Lenk. Por último, tres hombres a quienes no conocíamos —con edad suficiente como para haber servido a Lenk desde la inmigración— se sumaron al grupo del muelle, intercambiando saludos.
Nosotros no bajaríamos, por lo visto. Salap, con una sonrisa filosófica, se dispuso a ir bajo cubierta. Randall vio que los tripulantes levantaban la pasarela y cerraban la puerta.
—Maldición —gruñó.
Shirla suspiró de alivio y decepción.
—No me gusta estar en el centro de las cosas —dijo.
—Me siento tan innecesario como los pezones de un hombre —dijo Randall.
Pocos minutos después, una caravana de cuatro autobuses eléctricos grises atravesó la puerta y aparcó junto al Khoragos y el Vaca. Doce adustos hombres vestidos de gris y negro bajaron de los autobuses y hablaron con sus colegas.
Subieron guardias a las naves e informaron a los oficiales de que todo el mundo tendría que subir a los autobuses, salvo cuatro tripulantes. Al parecer, iban a confiscar los barcos.
Randall miró estas actividades frunciendo el ceño.
—Esto no es diplomacia —masculló—. Es un acto de guerra.
Íbamos apiñados, tres en cada asiento. Había dos asientos a cada lado dispuestos en siete filas de toscos bancos de xyla. Conducían los autobuses hombres mayores de uniforme, blanco y gris. Viendo la variedad de uniformes y su importancia, me estremecí al reconocer una sociedad estrictamente reglamentada. Cada trabajo tenía su rango, su lugar y su indumentaria; los antiguos y presuntuosos esquemas restablecidos en Lamarckia.
Los autobuses se internaron en los túneles que atravesaban la espesura y nos rodeó la oscuridad. Shirla se acurrucó contra mí. Shatro iba junto a ella. A la luz de los faros que se reflejaban atrás, vi la expresión huraña de Shatro, que sudaba a pesar del frío. Había estado muy taciturno en las últimas horas, y no miraba a nadie mucho tiempo.
Randall iba en el banco de delante, y Salap dos bancos más atrás. No hablábamos. Todos nos sentíamos como si nos llevaran a una ejecución, tal vez la nuestra.
Los túneles formaban una especie de red vial en la espesura y los conductores parecían conocer bien las rutas. Al cabo de veinte minutos vimos acercarse la luz del día y los autobuses salieron a un claro natural. Detrás la espesura se elevaba en una suave curva, como el borde de un cuenco, y parecíamos estar en un ancho cráter pintado de follaje rojo y marrón.
Más adelante, en una planicie cubierta con una moqueta de fítidos anaranjados y pardos, el interior del ecos de Hsia era seductoramente terrícola. Era como atravesar una pradera tropical, aunque en vez de árboles había marañas de lianas, de un metro de grosor y altas como torres, coronadas por ramas cuyas puntas se alzaban al cielo tierra adentro. Al cabo de otros diez minutos de viaje vimos grandes montículos purpúreos semejantes a proliferaciones de moho, pero que medían dos kilómetros de anchura y uno de altura. En la cima de los montículos sobresalía una aguja negra y monumental, una espina capaz de pinchar el pulgar de un dios.
Los guardias del autobús miraban todo aquello con indiferencia. Hacía décadas que estaban familiarizados con ese paisaje. Salap parecía igualmente desinteresado, pero Shirla se inclinó para mirar por la ventanilla.
—Nos llevan a un gran hotel —dijo el hombre que teníamos detrás. Era un camarero del Khoragos vestido de uniforme blanco—. Nos alimentarán como a reyes.
—Tom es un bromista —gruñó una mujer.
El autobús viró bruscamente hacia una carretera polvorienta. Más allá se erguía otra muralla de matas, pero esta vez verdes (el primer verdor que yo veía en una silva lamarckiana), coronadas con lanzas rojas. Por encima de esas matas volaban ptéridos semejantes a murciélagos de medio metro de envergadura. Cuando nos aproximamos, los ptéridos descendieron y aferraron las lanzas rojas, como moscas posándose en puntas de espadas ensangrentadas.
Los autobuses se internaron en otro túnel oscuro, y las luces flotaron sobre nosotros.
—El complejo interior —anunció el conductor por encima del hombro—. Bajaremos aquí y caminaremos hasta la Ciudadela.
—Ciudadela —repitió Shirla, enarcando las cejas.
Los autobuses se detuvieron en fila junto a un camino pavimentado con anchos adoquines planos y negros unidos con argamasa blanca. Nos apeamos y formamos grupos en el borde del camino, bajo un sol brillante y caliente y un sol teñido de naranja. Cubriéndome los ojos, vi que el cielo estaba plagado de criaturas voladoras anaranjadas, amarillas y marrones, de un centímetro, que formaban densas nubes a veinte metros por encima de nuestra cabeza.
Al final del camino se elevaba una maciza pared de piedra. Era tan alta que su parte superior se perdía entre esas nubes amarillas y anaranjadas. La pared atravesaba una brecha entre dos extensiones de espesura verde.
Los guardias nos apartaron de los autobuses con un mínimo de cordialidad, nos alinearon en dos filas y nos hicieron avanzar hacia la pared de piedra. Shirla se quedó junto a mí. Shatro, Randall y Salap iban delante.
—Perdón, ¿es aquí dónde se aloja Lenk? —le preguntó un marinero del Vaca a un guardia de cara musculosa.
El guardia asintió con la cabeza, torció los labios en algo que podía ser una sonrisa pero que se parecía más a una mueca y señaló la pared.
Estudié el rostro de los guardias procurando no llamar su atención. Predominaban las expresiones adustas y los músculos. Cabello cortado a cepillo con un único mechón hasta el hombro en el costado izquierdo. Llevaban el uniforme pulcro y, a juzgar por sus maneras, eran militares. Algunos hablaban o sonreían brevemente mientras caminábamos, pero su carácter y su conducta no eran tranquilizadores. Me sentí como si estuviera otra vez en la arrasada aldea de Claro de Luna, y se me erizó el vello de la nuca como sólo me había sucedido durante la tormenta.
Cuanto más me quedaba en Lamarckia, más seguro estaba de que moriría allí, de una manera antigua y degradante. Echaba de menos Thistledown y no entendía por qué había aceptado semejante misión.
—Ojalá la tormenta nos hubiera devorado —murmuró Shirla.
Le rocé el hombro, un gesto que llamó la atención del guardia. Me miró por el rabillo del ojo, frunció los labios, sacudió la cabeza.
Las filas se detuvieron a la entrada de la muralla —una puerta de dos hojas por la que a duras penas pasaban dos personas a la vez—, y los guardias nos dieron un repaso de última hora. Nos palparon y cachearon como si fuéramos animales, deliberaron, y el oficial superior —un sujeto alto de hombros encorvados con las mangas del uniforme arremangadas— dio una orden.
Las puertas se abrieron y entramos.