XV

En el ínterin, Jaap Tielemans no había estado inactivo, y a eso contribuyeron las circunstancias, porque ¿qué cosas malas pueden decirse de alguien a quien quiere todo el mundo? Eso no suponía ningún problema en el caso de Paul Vis, pues había un montón de personas que le detestaban tanto que incluso estaban deseando hablar con Jaap de las miserias de aquél. Poco o nada pudo percibir de lo que vendría en llamarse una excesiva reserva. Si la policía andaba detrás de Paul Vis, seguro que debía de haber gato encerrado. Para él por lo tanto malas noticias, algo que reconfortaba visiblemente a la mayoría de los interlocutores de Jaap.

Hasta la fecha, había estado citándose con toda clase de hombres de negocios que no sólo parecían envidiar el éxito de Paul Vis, sino también y sobre todo la manera en que alardeaba de él, haciendo que los demás se murieran de celos. Además, presumía con ostentación de su joven novia, con quien vivía después de haber abandonado a su esposa.

La envidia era una cosa, pero genuina y cruda amargura no oyó hasta que habló con su ex mujer. La había «dejado tirada como a una bolsa de basura» y se sentía utilizada después de haberle sido siempre fiel. Siempre había estado a su lado en los años de bonanza, pero también y sobre todo, esto no dejó ni por un momento de recalcarlo, en los años de adversidad. Al cabo de más de veinticinco años de matrimonio, la había abandonado por sorpresa y sin ninguna explicación o disculpa cambiándola por una muchacha de dieciocho años. Como si hubiera abolido los años pasados considerándolos un absoluto aburrimiento y su matrimonio no hubiera significado nada, ahora cohabitaba sin ninguna vergüenza con una chica que tenía la misma edad que su ex mujer cuando se conocieron por primera vez.

Él ya entonces, con veintiséis años, era algo mayor que ella, lo que aprovechó para conquistarla. Era encantador, estaba muy seguro de sí mismo y ya había vivido un montón. Todo eso lo utilizó para impresionarla y era lo que la había hecho caer, aunque por lo menos ella se había enamorado y había empezado a amarle.

¿Pero una chica de dieciocho años con un hombre de más de cincuenta que estaba empezando a quedarse calvo, con una barriga cervecera y cada vez con más achaques? Si vivía con él era, naturalmente, por su dinero y el lujoso nivel de vida que podía permitirse, no podía ser de otro modo. ¿Qué otra cosa iba a hacer una niña de dieciocho años con un hombre que ya tenía a sus espaldas los mejores años de su vida?

—Una historia muy triste, Jager, ¿no te parece? —dijo Jaap, pero en su voz no podía percibirse compasión alguna—. Su ex mujer no sólo está amargada por eso, pues desde que se ha deshecho de ella tampoco hace el más mínimo esfuerzo por ver a sus hijos, de cuya educación se ha ocupado sólo ella porque, según dice, él nunca estaba en casa y siempre se encontraba trabajando. Tienen un hijo de veinticuatro años y una hija de dieciocho. Es muy fuerte, se acuesta con una chica que tiene la misma edad de su hija. En cierto sentido, se está follando a su propia hija; yo diría que es un caso de psiquiatra. Si yo fuera su ex mujer, estaría dando saltos de alegría por haber conseguido que se hubiera ido de casa.

En efecto, todo me sonaba bastante rancio, pero ¿cuántas veces ocurrían cosas así? Hombres que dejan tiradas a sus esposas y las cambian por una versión más joven. Y mujeres que a continuación se lamentan de haber sido utilizadas durante todos esos años. Tanto sacrificio, ¿para qué? ¡Y en la mayoría de los casos todo parecía estar más o menos tranquilo antes de que estallara el follón! En esa clase de asuntos yo también me había visto involucrado al ejercer mi trabajo, pero ya hacía tiempo que me había despedido de ellos. Las mujeres abandonadas, casi siempre desprovistas de autocrítica, me irritaban, y los hombres eran unos patanes egoístas que, utilizando el dinero como afrodisíaco, volvían a estar obsesionados con el sexo pese a haber pasado ya los mejores años de sus vidas. Todo iba mal, pero nadie se sentía culpable o responsable. Lo único que despertaban en mí era irritación, y conmigo que no contaran para que los compadeciera.

—¿En qué trabaja él? —pregunté.

—Realiza transacciones financieras para grandes empresas internacionales en el mercado de futuros de café y cacao. El objetivo de esas empresas es cubrirse contra fluctuaciones de precios no deseadas. En opinión de algunos que trabajan en ese negocio, también hace inversiones por cuenta propia. Se anticipa a movimientos previstos en el mercado y gana dinero con esa clase de especulaciones. Ocupa posiciones determinadas que, a continuación, intenta cerrar más tarde de manera rentable. Por lo visto le va bastante bien, porque todo el mundo está de acuerdo en que es un hombre de mucho éxito.

—Suena bastante arriesgado. Me hace pensar en ese Leeson que llevó a la quiebra el Barings Bank. ¿Lo recuerdas?

—Sí, claro.

—¿Por qué ha de venderse precisamente ahora la colección de arte de su padre? También te lo habrás preguntado tú, por supuesto. ¿Por qué no se espera a heredarla? ¿Tiene más hermanos?

—No.

—Estupendo para él —dije—, entonces es el único heredero de una colección que vale más de veinticinco millones. Realmente no es una perspectiva poco halagüeña, pero al parecer no puede esperar tanto. Hombre de éxito, rico, con un joven bombón. ¿Apostamos algo a que si sigues buscando verás que esa fabulosa fachada está llena de agujeros por dentro?

En el rostro de Jaap apareció una risilla:

—Eso es lo bonito de nuestro trabajo, Jager: ves cómo va desmoronándose delante de tus narices. Toda falsedad desaparece cuando queda expuesta a la cruda realidad. Por otra parte, sí que resulta extraño que esté ahora vendiendo esa colección de su padre, porque según su ex mujer se llevaban muy mal. Hacía años que no se hablaban. En realidad sólo mantenía el contacto con la madre, que venía de vez en cuando de visita, porque su hijo no era bienvenido en la casa de Bélgica. ¿Sabes ya lo suficiente? Entonces vámonos.

Estábamos sentados en una terraza cerca de la Estación Central de Róterdam. Mientras Jaap me informaba, me había tomado un café solo doble y ya sólo el aroma me puso de buen humor. Además, a esto se añadía que dentro de poco iba a gozar de una espléndida vista de la ciudad de Róterdam. La vista panorámica por la que Paul Vis había pagado una fortuna.

El apartamento estaba tan escasamente amueblado que era evidente que Paul Vis acababa de instalarse, lo que se vio confirmado por las cajas de mudanza que se encontraban apiladas en un vestíbulo tan amplio que sólo él ya era más grande que la habitación principal de cualquier piso en mi barrio de De Pijp. Sobre la parte superior de las cajas de mudanza había unos abrigos echados al desgaire, al parecer no sólo de él, sino también de una mujer. Y por todas partes podían verse zapatos, no colocados de manera correcta cada uno con su pareja, sino esparcidos por la casa, tirados con descuido nada más entrar. En el suelo del vestíbulo y del pasillo que llevaba al salón había una alfombra de color azul oscuro que iba aclarándose poco a poco conforme uno se adentraba en la vivienda. Y también el techo pintado, azul oscuro con estrellas en el vestíbulo, se aclaraba cada vez más según ibas entrando hasta convertirse en un blanco en el que se reflejaba algo del amarillo del sol.

Así pasamos de la oscuridad a la luz siguiendo a Paul Vis. El diseñador de todo esto había pretendido conseguir un efecto determinado que debía alcanzar su punto culminante en el salón, con su vista panorámica. Lo había logrado, porque cuando nos detuvimos al final del pasillo, con el amplio salón ante nosotros, nos quedamos mirando una pared que era de cristal en su totalidad y que ofrecía unas vistas espectaculares sobre la ciudad de Róterdam y el cielo elevándose por encima de ella. Al llegar el ventanal hasta el suelo, daba la impresión de que uno podía salir hasta fuera caminando. El vértigo me jugó una muy mala pasada y decidí mantenerme lo más apartado posible de esa pared de cristal.

Era evidente que a Paul Vis no le molestaba, porque había colocado una poltrona grande tan cerca que podía ver el abismo sin ninguna dificultad. A falta de una mesa auxiliar, utilizaba una de las cajas de mudanza sobre la que descansaba un cenicero lleno de colillas hasta el borde, una copa de vino y una botella medio vacía. En el suelo había un teléfono cuyo cable se dirigía hacia un enchufe en la pared. Otra de las cajas hacía las veces de escabel. Alrededor de su asiento había unos cuantos periódicos esparcidos por el suelo. Por lo visto, no le corría mucha prisa la decoración de su nueva vivienda.

Al fondo del salón, sobre una elevación, se encontraba la cocina americana. La mesa y la encimera estaban repletas de alimentos, vajilla desembalada que aún debía ser colocada en los armarios y tazas, copas y vasos sucios con restos de comida. En el centro de la cocina había una enorme isla de acero inoxidable con una gran campana extractora de humos encima. Me pareció bastante excesivo para estos recientes moradores que probablemente se limitarían a utilizar el microondas empotrado.

Aparte de la poltrona en la que se había instalado Paul Vis, cerca del ventanal, y que al parecer era el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo, los muebles del salón eran una combinación de sofás de cuero blanco de dos y tres plazas y un enorme aparato de televisión de pantalla panorámica, colocado con descuido sobre una mesa de comedor redonda.

Por la actitud de la chica, que descansaba en el sofá, comprendí que no sería ella quien tomara la iniciativa en la posterior decoración de la casa. Se había acomodado en el rincón del sofá de tres plazas y estaba viendo la televisión con las piernas y los pies descalzos encogidos debajo del trasero. En lugar de una caja, ella utilizaba como mesa el ancho brazo del sofá. El teléfono móvil, el mando a distancia de la televisión, los cigarrillos y el encendedor y un cenicero que también estaba repleto hasta el borde, y de esta manera tenía al alcance de la mano todo lo necesario. En lugar de vino, había dejado en el suelo una botella grande de agua mineral y un vaso de tubo.

Cuando entramos en la estancia, ella apagó la televisión valiéndose del mando, pero no hizo intenciones de levantarse. Nos saludó desde el sofá con un «hola» y, a continuación, tomó un trago de agua. Tras encenderse un cigarrillo, parecía ya del todo dispuesta a seguir como espectadora nuestra conversación con Paul Vis.

Con esta muchacha era lógico que Paul Vis despertara envidias entre los hombres. No sólo era muy guapa, pese a su postura descuidada irradiaba además un erotismo tan fuerte que en seguida sentí cómo se me tensaban todos los músculos del cuerpo. El cálido clima primaveral aumentaba esta sensualidad, pues sólo llevaba una breve faldita de felpa, apenas mayor que una toalla de mano y tan corta que dejaba al descubierto gran parte de sus muslos. En la parte de arriba se había puesto una camisa de él anudada a la altura del ombligo.

Por la mueca burlona que se dibujó en la boca de Paul Vis, estaba claro que era muy consciente de la impresión que causaba su novia en los demás, sin excluirnos a nosotros. Después de lo que había oído sobre su carácter, comprendí que a sus ojos eso la hacía aún más atractiva.

Nos invitó a que nos sentáramos en el sofá y él tomó asiento enfrente, junto a su novia. Nos habíamos presentado como policías por el telefonillo y, tras un breve silencio al otro lado, le había pedido al vigilante, que estaba parapetado tras una batería de monitores, que examinara nuestra documentación. Jaap se identificó y, a continuación, nos quedó el camino expedito hacia las alturas.

A pesar de que Paul Vis ya estaba muy entrado en los cincuenta, resultaba llamativo lo bien que se conservaba. Era bastante más alto que nosotros —yo le calculé unos dos metros— y su ancho cuerpo parecía muy sano y vigoroso. De la barriga que había mencionado su ex mujer no pude percibir mucho. Según ella, estaba casi calvo pero, de ser así, había encontrado la mejor solución a la alopecia: se había rasurado por completo, lo que acentuaba aun más su aspecto atlético. Se quedó mirándonos con unos ojos muy grandes de un color azul tan claro que de inmediato llamaron mi atención. Descalzo, con un polo y unos pantalones cortos que le caían amplios, estaba tan ligeramente vestido como su novia. Comparados con ellos, Jaap y yo llevábamos un atuendo formal, como si en la calle el clima fuera menos veraniego que aquí, en este apartamento, descollando por encima del resto del mundo.

La mirada burlona con que nos había observado hacía un momento había dejado paso a una mueca divertida en su boca. Estábamos sentados frente a alguien que se había definido a sí mismo como un triunfador y que no podía imaginarse que nuestra llegada pudiera ser el presagio de malas noticias. Me sacaba de quicio esa actitud despectiva, y parecía que Paul Vis tampoco contaba con la simpatía de Jaap, quien sin mover un músculo del rostro dijo:

—Antes de empezar, quisiera saber si desea que su hija esté presente durante esta conversación.

Paul Vis guardó silencio por un instante, pero luego no pudo reprimir una sonrisa. Miré a la muchacha, pero su rostro seguía tan inexpresivo como antes, continuaba siendo sólo una mera espectadora.

—Sí, claro, ella puede oír todo lo que tengan que contarme. ¿En qué puedo ayudarles?

—¿Le dice algo el nombre de Van Berkhout?

—¿Victor van Berkhout? Sí, naturalmente. ¿A quién no?, diría yo. Le han asesinado hace poco, la noticia apareció en todos los periódicos.

—Se nos ha asignado la investigación y en el curso de ella ha aparecido su nombre.

—¿Ah, sí? —reaccionó Paul Vis sin preocupación o agitación alguna. Se puso en pie y se dirigió a la poltrona del ventanal. Tras coger los cigarrillos, volvió a sentarse junto a su novia y añadió sonriendo—: Vaya, me siento halagado. Me va relativamente bien en los negocios, pero no soy una persona que frecuente los círculos de alguien como Van Berkhout. —Colocó una de sus grandes manos sobre el muslo de la chica y le dijo—: Pásame el mechero. —Ella se lo alcanzó sin decir nada.

Se encendió el cigarrillo y le dio una profunda calada.

—¿Fuman ustedes? Cojan si quieren, no se corten. —Mientras volvía a dirigirle la mirada a Jaap, jugueteaba indiferente con el mechero pasándoselo entre los dedos con movimientos ágiles.

—No parece usted muy preocupado —constató Jaap.

Miró a Jaap con esa misma mirada burlona y preguntó:

—¿Debería estarlo?

Les miré alternativamente la cara a él y a su novia, pero ninguno de los dos parecía impresionado. Ni por nuestra visita ni por lo que tuviéramos que comunicarles y, probablemente, ni siquiera por nuestro aspecto. Por un momento me pregunté si estarían colocados, pero no percibí ningún síntoma externo de consumo de drogas. No se los veía especialmente acelerados o nerviosos y tampoco parecían narcotizados. Se daban perfecta cuenta de lo que les decíamos, pero a todas luces se lo pasaban por el forro como si no se tratara de algo en exceso preocupante. Los dos se habían instalado en este apartamento sin molestarse en decorarlo, como si con ellos mismos tuvieran ya suficiente, lo más alejados posible del resto del mundo, que aquí se hallaba literalmente en las profundidades.

Sin embargo, en ella podía comprender mejor que en él la falta de un esencial interés, pues no se estaba jugando nada, pero la actitud de Paul Vis me sorprendía. ¿Nos habría tomado el pelo Terborgh y era verdad que este hombre no sabía a qué nos referíamos? ¿O en este momento estaba preguntándose, enfebrecido, cómo habíamos llegado hasta él? ¿O simplemente no concebía que algo pudiera cruzársele en el camino sin que él pudiera resolverlo sin más?

—¿Dónde estaba usted el martes 28 de abril por la noche?

Paul Vis encogió sus anchos hombros.

—¿Fue el día en que asesinaron a Van Berkhout? Probablemente trabajando aquí al lado, en mi oficina del World Trade Center.

—¿Probablemente?

—Casi seguro, porque siempre trabajo de noche.

—¿Se pasa las noches en la oficina?

—Sí. Es cuando hago negocios con Nueva York. Otro huso horario, ¿comprende?

—¿Hay alguien que pueda confirmarlo?

—No, porque trabajo solo. ¿Tengo ahora que empezar a preocuparme? —Sonrió, seguro de sí mismo.

De repente pareció que se le había ocurrido algo.

—¡Ah, sí, el vigilante de la empresa de seguridad! Después del horario de oficina se hacen cargo de la recepción y tienen que registrar a todo el que entra y sale. Todos me conocen, así que seguro que cualquiera podrá confirmárselo. Ya no recuerdo quién estaba esa noche, pero seguro que en un abrir y cerrar de ojos ustedes podrán averiguarlo.

Así nos mostró como si nada que tenía una coartada. Lo dijo de forma tan despreocupada que era como si tampoco fuera muy importante. Podía ser cierto, pero lo mismo era la coartada que había preparado cuidadosamente por si acaso. Quizá hubiera abandonado el edificio por otra salida para más tarde, esa misma noche, regresar por el mismo camino.

Jaap no tenía pruebas tangibles de que este Paul Vis tuviera algo que ver con el asesinato de Van Berkhout, aparte de la acusación de Terborgh, quien por otra parte no podía ser considerado como un testigo fiable. Sin embargo, su declaración era muy importante, porque hasta entonces nadie había encontrado ningún motivo que explicara esta muerte. Un anciano solo que había sido asesinado sin que le robaran nada de valor. Por muchas vueltas que le diera, Terborgh nos había proporcionado un nombre y un móvil. Por otro lado, nos encontrábamos con que no teníamos pruebas y ahora mismo acabábamos de oír una coartada del hombre que era nuestro principal sospechoso.

Sin embargo, oculto tras esa cara de póquer, estaba seguro de que en este momento había una cosa que no dejaba de darle vueltas en la cabeza.

—¿No siente ninguna curiosidad por saber cómo hemos llegado hasta usted? —le pregunté cuando ya me había levantado.

—No mucha, no —respondió Paul Vis con desdén—. Si siguen mis pasos, descubrirán que yo no tengo nada que ver con este caso. Procuro evitarme el máximo de preocupaciones, ya se habrán dado ustedes cuenta. No tengo por costumbre alterarme por tonterías.

Mientras eché un vistazo hacia fuera, Jaap me relevó al instante. Evité su mirada, porque me había indicado expresamente que sólo podía acompañarle con la condición de ser él quien llevara el peso de la conversación sin intromisiones de mi parte bajo ningún concepto.

—Muy razonable —dijo con una sonrisa—. Creo que estaría bien que le contara algo más sobre el asesinato de Van Berkhout. Un poco de información que hemos ocultado a la prensa de manera consciente. La imagen que se esboza allí es la del escenario de un ladrón que entró a robar y mató a Van Berkhout al verse sorprendido. Sin embargo, me temo que es mucho más complicado. En realidad no robaron nada de la casa y creemos incluso que él dejó pasar al asesino. Por tanto, no se trata de un robo con homicidio y es muy probable que lo haya cometido algún conocido.

—Entonces yo diría que eso me excluye a mí —terció Paul Vis—. Ya le he dicho antes que no tenía el placer de conocer en persona a ese buen hombre.

—¿Es eso cierto? Usted tal vez no conociera al señor Van Berkhout en persona, pero sí de manera indirecta. Al menos eso es lo que afirma el señor Terborgh. ¿Le dice algo ese nombre?

Se produjo un breve silencio y, en ese instante, comprendió cómo habíamos llegado hasta él. Sin embargo, siguió tan imperturbable como antes, quizá ya lo hubiera descubierto y se habría mentalizado para lo que ahora estaba oyendo de boca de Jaap.

—Sí, ese nombre también me resulta familiar. Terborgh & Terborgh es una empresa famosa dedicada al comercio de obras de arte. ¿Y qué más? —sonó desafiante.

—El señor Terborgh era un viejo conocido de Van Berkhout, quien a su vez era un apasionado coleccionista. Eso también debe de haberlo leído sin duda en el periódico. Así que, llevados por los vericuetos de la investigación, fuimos a hablar también con el señor Terborgh, y así fue como llegamos hasta usted.

—Me temo que me he perdido con esto último.

—¿Ah, sí? El señor Terborgh afirma que estaba organizando la venta de una colección de pinturas muy valiosas por encargo suyo y que el señor Van Berkhout amenazaba con impedir la transacción. Según el señor Terborgh, cuando usted se enteró montó en cólera.

—¡Venga ya! —Paul Vis resopló como signo de incredulidad, pero no parecía especialmente enfadado. Volvió a encenderse otro cigarrillo y miró a su novia, que durante todo el tiempo había estado escuchando interesada, pero sin ningún viso de querer inmiscuirse en la conversación. Seguía siendo una espectadora inmutable.

—Ve por una botella de zumo de naranja, unos cuantos vasos y hielo, también para nuestros invitados. —Volvió a dirigirse a nosotros—: Por lo menos, supongo que con este calor sí que les apetecerá un zumo de naranja natural.

Se lo había pedido con amabilidad y, desde luego, no en un tono imperativo que diera a entender que debía salir corriendo para satisfacerle. Denotaba más paridad de la que yo habría esperado y tal vez estuvieran hechos de veras el uno para el otro.

Cuando ella se fue, él volvió a tomar la palabra:

—Ustedes están mezclando ficción y realidad. Terborgh, en efecto, estaba buscando compradores en mi nombre para unas cuantas pinturas. No sabría decirles si habló también con Van Berkhout. Terborgh debe procurar conseguirme el precio más alto y, si he de serles sincero, no me interesa en absoluto de quién provenga ese dinero. Ésos son los hechos y el resto es ficción. Antes de venir aquí, habrían hecho ustedes mejor en preguntarse si Terborgh no me está señalando para desviar de sí la atención. Me imagino o confío en que no reducirán su investigación a los móviles proporcionados por terceros. Lo que Terborgh afirma es una soberana tontería, y, sea como fuere, es su palabra contra la mía. ¿Debo seguir gastando más saliva inútilmente?

Antes de que Jaap pudiera reaccionar, me interpuse yo. Tal como estaba transcurriendo la conversación ahora, no iríamos a parar a ninguna parte. Vis no se dejaba derrotar tan fácilmente y nosotros no le importábamos un bledo. ¡Maldita sea! ¿Iba a resultar que habíamos venido a Róterdam en balde?

Señalé el ventanal y la elevación de mi voz sonó forzada:

—Durante todo este tiempo que he estado mirándolo me he preguntado si ese cristal era especial. Me imagino que lo será, ¿no? Si le cojo y le arrojo contra él, ¿se quedaría espachurrado y caería dentro o lo atravesaría? Es lo que he estado preguntándome durante todo este tiempo.

No sólo Jaap, Paul Vis también se quedó mirándome como si me faltara un tornillo, y en el rostro de la chica también resplandeció por primera vez algo parecido al interés.

Paul Vis fue el primero en reaccionar con esa sonrisa suya tan segura de sí misma:

—¿No es usted un poco fanfarrón?

—¿No es cierto que las pinturas que usted quiere vender no son suyas, sino de su padre?

Paul Vis parecía por primera vez enfadado y lanzó una mirada a Jaap, como si esperara de él una llamada al orden, pero Jaap también se había percatado del enfado de Vis y ahora sí que permitía que me desenvolviera a mi aire.

—¿Y eso qué tiene que ver con este asunto? —preguntó Paul Vis.

—Acaba de decir que a usted lo único que le interesa es el precio más alto. Eso suena como si hubiera que vender porque alguien necesita dinero con urgencia. A nosotros nos parece más probable que sea usted quien lo necesite antes que su padre. Y, por lo visto, es muy urgente. ¿No es usted hijo único? ¿Por qué no espera a heredar?

Durante todo ese tiempo me había mantenido en pie a cierta distancia del sofá, con la mirada vuelta hacia el ventanal. Paul Vis se levantó también ahora y se acercó a mí.

—¡Qué gilipollez!

—¿Usted cree? Suena vulgar, señor Vis, pero la mayoría de los casos de asesinato son por dinero. Precisamente alguien como usted podrá confirmar lo que se puede y no se puede comprar con dinero. —Lo dije burlón, mirando con intención a su novia. No se le escapó la insinuación, porque me agarró la camisa con ambas manos.

—¡Lárguese ahora mismo de aquí! —gritó con ira contenida.

Con sus casi dos metros de altura, su presencia física y afán de aparentar, supuse que ya en el pasado habría asustado así a más de uno, llegando quizá también a golpearle. Me tenía bien cogido y, por un momento, no supe muy bien lo que podía esperar de él, pero ya no había vuelta atrás. Yo tenía las piernas abiertas y había plantado firmemente los pies en su alfombra. Acerqué mi cara un poco más a la suya.

—Mi colega quiere saber ante todo quién asesinó a Van Berkhout. ¿Pero sabe lo que me intriga a mí? ¿Qué tienen tan de especial esas pinturas que han de venderse de manera encubierta?

Llevó hacia atrás una de sus grandes manos con la intención de descargarla después en mi rostro. La fuerza que contenía ese movimiento estaba alimentada por su ira, pero no tenía la genuina dureza de alguien que está acostumbrado a repartir y a encajar bofetadas. Sin embargo, no conseguí esquivar el golpe del todo, el puño pasó rozándome la cara y su anillo de proxeneta me abrió una herida en la mejilla. Mientras una intensa punzada de dolor me recorría el cuerpo, le golpeé fuerte en los riñones con el puño cerrado. Ya tenía pensado darle bien, pero la rabia por el dolor de la mejilla hizo que descontrolara el golpe, de modo que le dejé doblado y se derrumbó.

Mientras estaba de rodillas con las dos manos en el estómago, me incliné:

—¿Le dice algo el nombre de Lisetsky? Esa colección que quiere vender no es ni suya ni de su padre. Los herederos de los Lisetsky quieren que les devuelvan lo que es suyo. Esas personas todavía están vivas, no las gasearon. ¿Me entiende? Tiene que creerme cuando le digo, cuando le prometo que nunca recibirá un solo euro por esos lienzos.

Mientras me incorporaba, vi que Jaap y la muchacha estaban de pie. Ella se dirigió a Paul Vis y le abrazó, pero todo indicaba que este tipo de cosas no se le daban muy bien, no había nada natural en el modo en que intentaba compadecerse de él: la debilidad no era un plato de su gusto. Al igual que, más allá del dolor físico, lo que más aborrecía Paul Vis en ese momento era que ella hubiera sido testigo de su propia debilidad. Eso había sido mucho peor que el puñetazo recibido.

Tarde o temprano empezaría a echarle la culpa de que le hubiera visto así, y yo acababa de abrir una grieta en esa fachada de fuerza, una grieta que de ahora en adelante iría agrandándose con el tiempo. Tarde o temprano la relación se iría al garete y se separarían. Lo más probable es que no durara mucho.

Cuando logré desprenderme de esa imagen, vi que de mi mejilla estaban cayendo sobre la alfombra abundantes gotas de sangre. Cogí un pañuelo y lo apreté contra el corte, que me escoció como si estuviera ardiendo. Me fastidió no haber calculado mejor el riesgo de esa sortija.