II
Me recibió un opositor a notario de unos treinta años de edad. Revestido por una incómoda mezcla de inseguridad y trascendencia, se comportaba con una formalidad tan poco natural que por un momento estuve tentado de decirle algo. Quizá preguntarle si le habían permitido que practicara conmigo, en vista de que era evidente que yo no figuraba entre los clientes importantes.
Me habían llamado de la notaría con motivo del deceso del «señor Adriaan Johannes Mantingh». Fue aproximadamente dos semanas después del entierro, y ahora estaba sentado frente a este joven que, a pesar del sofocante calor que aún reinaba, iba vestido de manera impecable con un traje azul oscuro, además del correspondiente chaleco bajo la americana. Una secretaria, igual de bien vestida que su colega, al que trataba de usted, nos trajo café.
Entre nosotros había un sobre grueso, pero antes de entregármelo hubo de recitar un breve texto tipificado y tuve que firmar unos cuantos papeles. Resultaba que mi nombre aparecía mencionado en el testamento de Adriaan. Tras haber cumplimentado todas las formalidades, me hizo entrega del sobre convenientemente precintado.
Al llegar a casa, dejé el paquete sobre la mesa de la cocina. Me quité la camiseta y abrí todas las ventanas del piso de par en par, pero apenas soplaba el viento, así que poco frescor procuraría.
En casa sólo tenía una mesa que me servía para comer, leer y trabajar. El tablero de madera era tan grande que había sitio para el ordenador, la impresora y pilas de papeles y libros y aún sobraba espacio para poder comer allí. En las pocas ocasiones en que recibía visita quedaba incluso una zona libre en esa abarrotada mesa para que la persona en cuestión tomara asiento frente a mí.
Cuando mi esposa Eileen aún vivía, esta mesa ocupaba un lugar muy importante dentro de la vivienda. En ella disfrutábamos de nuestras comidas en común, manteníamos largas conversaciones y guardábamos silencios aun más largos, mientras bebíamos y fumábamos, sin noción del tiempo y sin prisa. Pero en esa mesa también habíamos trabajado duro, cada uno concentrado en sus propias tareas, alzando la vista de vez en cuando para mirar al otro.
Después de su muerte, cambié el emplazamiento de la mesa para poder mirar al exterior, hacia la calle que había a mis pies, con la esperanza de que lo que pudiera ver desde allí me distrajera del silencio imperante en la casa y de su recuerdo, pero el dolor de su pérdida fue tan grande que, por mucho que mirara y contemplara, no conseguía experimentar cambio alguno. A menudo me encontraba abismado en mis pensamientos, con la mirada perdida y sin poder ver nada.
No conseguí volver a sentirme vivo hasta que empecé a tomar Seroxat. No me avergonzaba tomarlo, pues yo solo era incapaz de controlar mi tristeza. En todo caso, el consumo de Seroxat resultaba mucho más efectivo que cualquier buen consejo o compasión por parte de los demás. Hasta que no me tocó sufrir en mis propias carnes la experiencia de esa gran tristeza, no comprendí que quien se ve expuesto a semejante pérdida ha de superarla en soledad. No por decisión propia, sino porque se crea una distancia que los demás no pueden salvar. Por desgracia, pocas personas parecían comprenderlo, y cualquier palabra de compasión resultaba superflua, al menos para mí.
Desde hacía un par de meses empezaba a preguntarme todas las mañanas, cuando tomaba mi media pastilla de diez miligramos, qué tal me sentaría ir reduciendo gradualmente el consumo, pero todavía no me había decidido a poner en práctica esa idea, algo me lo impedía, probablemente el miedo a una reacción inesperada, a algo imprevisible.
Después de tomarme el café, rompí el sello con cuidado. Dentro del sobre había una extensa carta. Conté veintitrés carillas correctamente numeradas y profusamente escritas en la letra regular y clara de Adriaan. Todo conforme con lo que él había preconizado siempre sobre la importancia de los buenos materiales: lienzo, pinceles, pintura, hasta el marco de madera de un cuadro, había empleado un papel de calidad, con filigrana.
Como empezaba a anochecer, encendí la luz que había encima de la mesa y comencé a leer.
Heemstede, 27 de febrero de 2002
Querido Jager:
Quizá sea todavía algo prematuro confiar al papel todo lo que sigue a continuación, pero me pareció insensato esperar más tiempo. Cuando leas esta carta, habrás estado ya en mi entierro. También habrás podido contemplar con tus propios ojos lo que ya te había contado: a mi alrededor se ha hecho el silencio. Es inevitable, forma parte del envejecimiento y no hay razón alguna para quejarse. Que ese silencio a veces me oprime, sobre todo tras el fallecimiento de Vera y los niños, es algo que tú más que nadie comprenderás. Cuando aún estaban aquí, a menudo tenía la necesidad de pasar algún tiempo solo, lo que Vera por fortuna comprendía, pero ahora que ha desaparecido para siempre, me resulta difícil estar solo, y a mi edad el dolor de su pérdida ya no se atenúa.
Entre tanto, ya habrás ido también al notario por lo de mi herencia. En el curso de tantos años he conseguido acumular cierto capital que dejaré a mis nietos, confiando en que sabrán hacer un uso sensato de él. Esa fortuna ha ido creciendo casi de manera inadvertida y sin que yo la haya perseguido conscientemente. En mi vida he sabido arreglármelas con poco y, a pesar de todo, siempre me sentí rico. Es algo de agradecer. Me gustan las pinturas que he podido admirar durante toda una vida y que a menudo he tenido el enorme privilegio de contemplar de cerca, pero nunca he sentido la necesidad de poseerlas de manera efectiva. Sí conocerlas, pero ahora puedo decir que eso sólo lo logré en parte. No hay ninguna gran obra maestra que desvele por completo todos sus secretos. Quizá también sea mejor así.
No obstante, poseo un único cuadro. Como podrás leer más abajo, no es un lienzo normal, ni la pintura en sí ni el modo en que llegó a mi poder. Es una falsificación de un cuadro de Johannes Vermeer que conservo desde hace ya casi cincuenta y seis años, poco después de que acabara la Segunda Guerra Mundial. Lo he conservado por razones que todavía no me quedan muy claras del todo, pero ahora presiento que esas razones eran las correctas. ¿Suena confuso? Sabes que soy un hombre de razón, y así me he conducido durante toda mi vida en la evaluación de las obras que me presentaban; no obstante, siempre he dejado la puerta abierta a la intuición. Nunca he querido soslayarla, no digamos ya eliminarla, en la medida en que algo así sea posible. Quizá fuera esa combinación la que me diferenciaba de los demás expertos. ¿Y no era precisamente eso también lo que te hacía mejor a ti que a muchos de tus colegas?
Te dejo en herencia este cuadro, pero sobre todo la historia que le acompaña. En el curso de los años, el afecto que te profeso ha ido creciendo cada vez más. A pesar de la gran diferencia de edad que nos separa, ya desde el primer día tuve el presentimiento de que teníamos mucho en común. Recuerdo con enorme satisfacción nuestras conversaciones y las reuniones que mantuvimos, y te estoy sinceramente agradecido por ellas.
Que te vaya bien, Jager.
La carta estaba rubricada con la firma vigorosa que tan a menudo había visto en certificados de autenticidad. Aparté suavemente la hoja y empecé a leer lo que me había anunciado.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando era evidente que Alemania perdería la contienda, los aliados crearon en el mayor de los secretos una unidad especial que debía ocuparse de la recuperación de los tesoros artísticos robados por los alemanes. La denominada MFA&A: Monuments, Fine Arts & Archives Commission. Aunque esta unidad formaba parte del ejército, las personas que la constituían eran en su mayoría historiadores de arte, pero con uniforme. En esa unidad había especialistas en todo tipo de campos y de diferentes nacionalidades. Yo tuve el honor de ser incluido en la unidad que se encargaba de los cuadros robados. No sólo los museos habían sido víctimas del robo de obras de arte, también los coleccionistas particulares y, naturalmente, sobre todo los judíos habían sufrido este expolio.
Para nosotros ésta fue una época muy ajetreada, y vivíamos bajo una continua tensión. Al fin y al cabo, no éramos sólo expertos en arte, sino ante todo y en primer lugar unos auténticos devotos. La idea de que los lienzos desaparecidos, todos obras singulares e insustituibles, tal vez nunca volvieran a encontrarse, que pudieran haber sido dañados o quizá destruidos, ejercía sobre nosotros una presión psicológica muy fuerte.
Un día encontramos en un castillo de Alemania, en posesión de una de las camareras del mariscal del Reich Göring, la mano derecha de Hitler, una pintura de Johannes Vermeer con el título: Cristo y la mujer adúltera. Cuando Göring se dio cuenta de que la guerra estaba perdida, regaló al personal más apreciado que se encontraba a su cargo unos cuantos lienzos de su colección particular, recopilada durante diferentes expolios, como agradecimiento por los servicios prestados. ¿Sería tan ingenuo de pensar que se les permitiría conservarlos? Cristo y la mujer adúltera era una pintura única y muy valiosa, lo que en seguida hizo que nos pusiéramos manos a la obra para averiguar cómo había llegado este lienzo a su poder.
Nuestro trabajo por entonces no se limitaba a la recuperación de esos tesoros artísticos robados, sino que también se nos pedía que investigáramos la manera en que habían sido hurtados. Los aliados, en concreto, concedían gran importancia a la persecución y la condena de posibles colaboradores, pero lo que quizá fuera aún más importante para nosotros era conseguir que estas personas nos revelaran si habían hurtado otras obras de arte.
En el caso de Göring, nos enteramos de que había comprado el cuadro por casi un millón y medio de marcos alemanes, para aquella época una enorme fortuna. Cuando empezamos a seguir la pista presionando a los intermediarios implicados —el cuadro había pasado por las manos de diferentes comerciantes—, salió por fin el nombre de Johannes van Meegeren. Es obvio que conoces ese nombre: Van Meegeren, el hombre que estafó a los alemanes, el falsificador magistral. Poco después de la guerra, la prensa le presentaba casi como a un héroe: «the man who swindled Göring».
Van Meegeren fue detenido en su vivienda del Keizersgracht por funcionarios de la Autoridad Militar encargados del caso, uno de ellos era el héroe judío de la resistencia Joop Piller, y le encarcelaron en la Casa de Detenciones en el Amsterdamse Weteringschans. Al tratarse de una obra de arte tan peculiar, el asunto gozó de la máxima prioridad en el MFA&A. Se quería saber cuántos lienzos más había vendido a los nazis y, para averiguarlo, fue interrogado por Anthony Lefroy, uno de los hombres más experimentados del Servicio de Inteligencia Británico. Van Meegeren no había soltado prenda a sus interrogadores neerlandeses y confiábamos en que Lefroy consiguiera mejores resultados.
Lefroy podía ser un especialista en el campo de interrogatorios a sospechosos, pero carecía de cualquier conocimiento en el terreno del arte, así que se me pidió que estuviera presente en esa conversación como experto neerlandés y, en caso necesario, que hiciera las veces de intérprete. Esto último, por lo demás, no fue necesario, porque Van Meegeren hablaba un inglés excelente.
Debió de ser a principios de junio de 1945 cuando le vi por primera vez. Era un bonito día primaveral después de ese gélido invierno de hambre que casi todo el mundo había pasado en medio de la miseria. El sol brillaba, pero ya había concluido la euforia del final de la contienda y aún no podía percibirse ningún atisbo de recuperación. Tras una guerra que había causado enormes daños materiales y humanos, las personas tenían dificultades para enfrentarse a la vida diaria. Mientras escribo esto, me sorprendo recordando ese día tan bonito y prometedor a pesar de todos los problemas.
A Van Meegeren se le había encarcelado en una celda pequeña, un espacio oscuro y gris con una pequeña ventana tan sólo en la parte superior de uno de los muros. El hombre que encontré allí era ya viejo y parecía cansado y descuidado. Tenía los ojos inyectados en sangre y estaba bastante pálido. Probablemente en el pasado hubiera gozado de un aspecto distinguido, pero ahora llevaba el traje arrugado, revuelto el cabello gris y las mejillas hundidas teñidas de oscuro por los cañones de una incipiente barba.
Pero lo que a mí más me llamó la atención fue el aspecto tenso y nervioso que tenía, como si en su interior hubiera algo que estuviera a punto de estallar. Parpadeaba de continuo y le temblaban los labios al hablar. Contó casi de inmediato, con tono quejumbroso, que tenía muy debilitado el sistema nervioso y que padecía de insomnio. En casa tomaba píldoras de morfina para dormir, pero aquí no querían dárselas.
En seguida me resultó antipático: daba la impresión de que sólo se compadecía de sí mismo. Por lo demás, nos hizo saber que se sentía tratado con mucha descortesía y nos transmitía sus quejas a nosotros, en realidad unos perfectos desconocidos. ¡Ni que todo el mundo tuviera que estar pendiente de su suerte! Ni siquiera le permitían que viniera su esposa a visitarle, observó ofendido, ¿y qué había hecho él para merecer este trato?
Cuando nos presentamos y le dijimos por qué estábamos allí, se le vio de repente más interesado. Al comprender que de nosotros dos yo era el experto en arte, me preguntó si había visto la pintura y qué me parecía. La inflexión arrogante que empleó al plantearme la pregunta pervive aún nítida en mi recuerdo mientras escribo esto. Van Meegeren entonces había pasado ya de los cincuenta y yo tenía poco más de treinta años, por lo cual supuse que no me tomaría muy en serio. Además, me pareció una pregunta extraña: ¿qué entendido en materia de arte no quedaría impresionado ante un cuadro de Johannes Vermeer? En cambio, le contesté con educación, y cuando le dije que lo consideraba un fabuloso Vermeer y que las otras personas que lo habían visto también estaban impresionadas, pareció complacido. Un poco en tono burlón, le dijo a mi colega británico que, ahora que estaba aquí, debería ir al Rijksmuseum para poder admirar de cerca a los grandes maestros: Rembrandt, Vermeer, Frans Hals y todos los demás.
En esa ocasión no soltó prenda de cómo había llegado a su poder el cuadro que al final había ido a parar a manos de Göring.
El día siguiente transcurrió de manera totalmente distinta. Durante mi conversación con Van Meegeren, Lefroy le había estado escuchando y observando con atención, como un depredador en busca del punto débil de su presa. A él también le llamó la atención lo sumamente tenso que estaba, y era algo que pensaba utilizar.
Supuse que la tensión de Van Meegeren se debía a la lógica preocupación que le producía verse inmerso en esta situación. Sin embargo, a Lefroy no se le escapó un detalle que más tarde se vio corroborado: Van Meegeren no sólo sufría de insomnio, sino que mostraba claros síntomas propios del síndrome de abstinencia debido a la falta de opio y de alcohol, a cuyo consumo frecuente ya estaba habituado, lo que a los ojos de Lefroy le hacía aún más vulnerable.
Éste último buscó la colaboración de personas del Ministerio de Justicia, donde habían ido reuniendo un bonito dossier sobre Van Meegeren, que era un artista razonablemente conocido. Si bien es cierto que no se le consideraba un talento de especial relevancia, ganaba bastante dinero como retratista y miles de familias tenían en sus casas, colgada en la pared, una reproducción barata de su Cervatillo. Más importante fue comprobar en el archivo que Van Meegeren había continuado con su actividad durante la guerra. Esa misma tarde le visitaron dos hombres del Ministerio de Justicia. En presencia de un callado Lefroy, le cantaron las cuarenta y le echaron en cara que durante la guerra hubiera colaborado con el enemigo. Neerlandeses, alemanes, guerra o no guerra… Van Meegeren había seguido sin mayores problemas con lo que había hecho siempre: pintar, exponer, vender e intentar mostrar la mejor imagen posible de sí mismo.
Para llevarlo a cabo, había llegado incluso a hacerse miembro de la Kultuurkamer, auspiciada por los alemanes, cuando otros muchos artistas rechazaron entrar en esta institución, con los riesgos que eso conllevaba. En busca de reconocimiento, expuso entre otros lugares en el Pulchri Studio y el Panorama Mesdag de La Haya, el Rijksmuseum de Amsterdam y el Boymans de Róterdam. En este último museo era donde llevaba años colgada su famosa falsificación: Los peregrinos de Emaús, pero por entonces aún no lo sabía nadie. El atreverse a realizar acto seguido allí una exposición era el tipo de insolencia tan característico de este hombre. Por lo demás, siguió montando exposiciones en numerosos lugares de Alemania.
Van Meegeren reaccionó de manera lacónica. ¿Qué tenía que ver él con esa guerra? Él era un artista, y lo único que le interesaba era poder trabajar y exponer. Quizá eso no fuera punible en sí, pero estaba claro que le desacreditaba. Seguro que el Ministerio lo utilizaría en su contra ahora que se sabía que había vendido una obra de arte única de interés nacional a los nazis, y nada menos que a la mano derecha de Hitler. Además, no dejaron de convencerle de que entre tanto el clima político ya había madurado para que le cayeran una dura condena y un largo castigo, ya que la gente estaba resentida y esperaba que se les diera su merecido a quienes habían colaborado con los alemanes.
Dado el trato cordial que mantenía con los invasores alemanes, no le creyeron cuando afirmó no saber que Göring era el comprador. Al fin y al cabo, era vox pópuli que los alemanes se habían convertido en los mayores compradores del mercado neerlandés del arte. Se sabía que Göring y Hitler llegaban a competir entre sí por crear la mejor colección con el objetivo de exponerla al final de la guerra en los museos alemanes. Van Meegeren podía ir haciéndose a la idea de que le esperaba una larga pena de prisión por lo que respecta a sus interrogadores. Con esta advertencia, que probablemente volvería a reportarle otra noche de insomnio, le dejaron solo.
Cuando al día siguiente volvimos a visitarle, para nuestra sorpresa nos encontramos con alguien bastante más tranquilo. Había tomado una decisión, y, por lo visto, al tomarla se le había quitado un peso de encima. Nos preguntó si habíamos traído fotografías de la pintura, y sí que las habíamos traído, tanto del cuadro entero como de cada uno de sus detalles.
Van Meegeren fue colocándolas con cuidado unas junto a otras sobre su catre. Tras guardar un breve silencio, dijo que seguía siendo igual de bella que cuando la vio por última vez: una auténtica obra maestra. Y acto seguido añadió que la había pintado él.
Durante todo ese tiempo no apartó su mirada de las fotografías, como si nosotros no estuviéramos allí. En su voz podía distinguirse un orgullo manifiesto. Nos quedamos perplejos por un instante, tras el cual a Van Meegeren le pareció necesario ser aún más claro y explicar que Göring había adquirido una falsificación y no un auténtico Vermeer.
¿Había dicho Van Meegeren la verdad o intentaba engañarnos como a chinos? Fuera como fuese, nos dimos cuenta de que no estábamos en disposición de encontrar una solución por nosotros mismos. Lefroy no era ningún experto en arte, y mi experiencia distaba mucho de ser la que tengo ahora. Sí sabía lo necesario de arte y, por tanto, también de falsificaciones; ambas cosas van de la mano, pero en este caso no pude descubrir nada raro en la pintura. Lefroy, que creía haber venido a Amsterdam para un trabajo relativamente sencillo, se dio cuenta de que sus conocimientos eran insuficientes para poder calificar de verdaderas o falsas las palabras de Van Meegeren.
Cuando le pregunté si podía demostrar que se trataba de una falsificación, esbozó una desdeñosa sonrisa y me respondió que un auténtico conocedor de Vermeer debería saberlo. Llegamos a la conclusión de que necesitábamos ayuda externa, a poder ser de un experto en arte especializado en la obra de Vermeer. Había que hacer algo porque ¿qué ocurriría si se tratara, en efecto, de una falsificación? ¿Qué más cosas podrían salir entonces a la superficie?
Tras consultarlo con nuestros superiores, éstos decidieron realizar ese mismo día la prueba del alcohol en una pequeña parte del lienzo, pero no se obtuvo ningún resultado. Esa prueba, ya te lo he contado alguna vez, consiste en tratar la pintura con un porcentaje de alcohol de casi el cien por cien. En un cuadro antiguo, la pintura no se disuelve, pero en un lienzo actual sí.
Cuando se lo expuse a Van Meegeren, me respondió que en lugar de aceite de linaza había utilizado como aglutinante para la pintura una mezcla de baquelita, una suerte de resina sintética, y aceite volátil. Parecía como si estuviera aleccionándome, muy seguro de sí mismo y con gran pedantería, mientras me explicaba que era una técnica inventada por él, aunque ya hacía mucho tiempo que se sabía que, empleando cola o resina como pegamento en lugar de aceite, la prueba del alcohol no puede demostrar que la pintura utilizada sea reciente. Su técnica conseguía un resultado aún más perfecto, y afirmaba haber sido el único en aplicar este procedimiento.
A partir del momento en que informé de todo esto a mis superiores, el asunto pasó a tener la máxima prioridad. Dentro del MFA&A había surgido «el caso Van Meegeren», y el cuadro fue trasladado de inmediato a los Países Bajos.
Cuando mis colegas llegaron a Amsterdam, decidimos seguir dos vías de investigación. El primer paso era que Peter Ruijsseldijk, el más prestigioso conocedor de la obra de Vermeer, examinara el lienzo para, a continuación, determinar la antigüedad del cuadro por medios científicos.
La dirección del Rijksmuseum se mostró dispuesta a permitir que colocáramos el lienzo allí para así poder compararlo directamente con otros Vermeer que, junto a gran número de obras de arte, habían pasado los años del conflicto bélico en refugios antiaéreos del Estado, para poco después de la guerra volver a sacarlos y poder mostrarlos al público dentro de un plazo razonable.
Ruijsseldijk estaba plenamente convencido de que se trataba de un Vermeer auténtico. Nos explicó con pelos y señales y de forma detallada cómo había llegado a esa conclusión. Apuntaba el mismo comportamiento arrogante de Van Meegeren y no dejó lugar a dudas de que él era el especialista por antonomasia y de que por tanto su juicio era determinante. Analizó el cuadro hasta en los más mínimos detalles en lo concerniente al uso del pincel, la utilización de los colores y la composición. Aclaró su disertación —también en su caso parecía como si estuviera impartiéndonos una clase— haciendo constantes comparaciones entre esta supuesta falsificación y otros lienzos de Vermeer mientras se desplazaba de un cuadro a otro en esas enormes salas del antiguo y majestuoso museo. Además, debes saber que poco después de la guerra el Rijksmuseum seguía estando cerrado al público y que un pequeño grupo de personas, entre las cuales me encontraba yo, se sabía rodeado de todas esas obras maestras en el museo, que, por otra parte, estaba silencioso y abandonado. Recuerdo aún la magia y el misterio de aquella atmósfera.
Sea como fuere, Ruijsseldijk fue muy categórico en su conclusión de que se trataba de un auténtico Vermeer. Llegó a definirlo incluso como un punto culminante de su obra.
Ésa era, así pues, la opinión del experto en arte, pero ¿qué decían los científicos acerca de la antigüedad? De las pruebas resultó que el lienzo en el que se había aplicado la pintura databa del siglo XVII y, cuando los experimentados restauradores analizaron la propia pintura, la capa de barniz y el craquelado, llegaron también a la conclusión de que se trataba de una pintura muy antigua. Estaban familiarizados con los trucos de los falsificadores para producir el craquelado artificial envolviendo el lienzo en un palo, pero la pintura de éste era tan dura y quebradiza que sólo los siglos podrían haber conseguido este efecto.
Aunque desde luego nos alegrábamos de tener entre manos un auténtico Vermeer, también estábamos bastante enfadados con Van Meegeren. En parte porque nos había mentido, pero también porque habíamos permitido que nos desconcertara tan fácilmente. Resultaba bastante extraño que el único que aún parecía tener reservas fuera Anthony Lefroy, quien por lo demás era el que menos sabía de arte de todo el grupo. Yo, por mi parte, sólo sentía vergüenza por considerarme el máximo responsable de que este caso se hubiera exagerado tanto.
Cuando Van Meegeren fue confrontado con todos estos datos en la Casa de Detenciones, respondió ratificándose en que se trataba de una falsificación y que podía demostrarlo, pero se había propuesto no abrir la boca hasta que le dejaran en libertad. Ése fue el momento elegido por Lefroy para expresar sus dudas. Gracias a su reputación, logró convencer al jefe de nuestro departamento, el coronel Douglas Cooper, para trasladarlo a su casa y continuar allí con el arresto domiciliario. Ese mismo día le llevaron a su magnífica residencia del Keizersgracht y se acordó que a la mañana siguiente debería aclarar los detalles personalmente en el Rijksmuseum.
Allí nos encontramos a la sazón un selecto grupo esperándole: Ruijsseldijk, una pareja de restauradores con mucho renombre, Anthony Lefroy, Douglas Cooper y yo mismo, nosotros tres con el uniforme del ejército.
El coronel Cooper era un norteamericano especialista en arte con mucha experiencia que, antes de desempeñar este trabajo en las postrimerías de la guerra, había trabajado de tasador para un buen número de importantes museos en Estados Unidos. El ejército había hecho bien en contratarle, porque no sólo sabía muchísimo de arte, sino que también se había revelado como un excelente sabueso.
Van Meegeren ese día se mostró especialmente seguro de sí mismo. Al parecer le había sentado bien prescindir del encierro forzoso en la cárcel. Cuando el coronel Cooper, quien de manera natural asumió el mando, le pidió que nos diera explicaciones, Van Meegeren quiso saber primero en detalle cuáles eran los resultados a los que se había llegado en la investigación, pero, al reconocer en el grupo a Ruijsseldijk, se dirigió a él y le preguntó si aún le recordaba. Éste respondió con una ligera inclinación de cabeza, y de su actitud podía desprenderse cierto desdén hacia Van Meegeren. La tensión entre estas dos personas casi podía cortarse. Entre tanto, supimos que a Van Meegeren los críticos le consideraban un pintor nada desdeñable, pero desde luego no alguien de calado histórico.
A continuación, Van Meegeren propuso empezar a analizar el lienzo y la pintura. De su americana sacó un trozo de papel y se lo dio al coronel Cooper. Éste lo leyó y, acto seguido, lo entregó para que fuera pasando de mano en mano. Cuando todo el mundo lo hubo examinado, Van Meegeren explicó que se trataba de una factura en la que se podía comprobar que en 1938 había comprado por dieciséis mil francos franceses, en la citada tienda de arte parisina, un cuadro del pintor Willem van de Velde que representaba la batalla naval de Scheveningen. No era un precio alto para una obra suya, añadió, pero era uno de sus lienzos menores y, por lo demás, tampoco se encontraba en muy buen estado. Willem van de Velde era, como ya se sabía, un contemporáneo de Vermeer y, por tanto, otro pintor del siglo XVII, así que le había venido muy bien que el lienzo adquirido tuviera casi trescientos años.
No comprendí de inmediato el significado de lo que Van Meegeren había dicho, pero uno de los restauradores reaccionó de manera incrédula y dijo que confiaba en que la intención de Van Meegeren no fuera afirmar que había empleado este lienzo como base. Añadió, indignado, que semejante proceder le parecía algo atroz.
En el rostro de Van Meegeren se percibió por un leve instante una mirada de menosprecio, pero se recompuso con rapidez. Se dirigió al coronel Cooper y le dijo que así lo había hecho. Había quitado la pintura originaria, un trabajo muy minucioso que le tuvo ocupado semanas enteras, pero que era de todo punto necesario, ya que, entre otras cosas, se había empleado plomo blanco como pintura y éste clareaba en el examen radiológico, como los huesos de un cuerpo. A continuación, un grupo de personas le hicieron preguntas que Van Meegeren respondió tranquilo, tomándose su tiempo, con el claro propósito de disfrutar lo máximo posible de toda esta atención.
Me di cuenta de que entonces se produjo un primer asomo de inquietud entre los oyentes. Yo también me sentía cada vez más incómodo en presencia de este hombre siniestro.
El coronel Cooper, sin embargo, parecía aún tranquilo y más interesado que preocupado; le preguntó cómo se le había ocurrido la idea de mezclar baquelita con aceite volátil. Van Meegeren respondió que hacía algunos años había encontrado un librito de un alemán, A. Eibner, que le había sugerido la idea. Cuando le preguntó al coronel si conocía el libro, éste le respondió de manera afirmativa. No fue nada más que una confirmación objetiva, sin que en su voz se percibiera forma alguna de sorpresa o admiración. Estaba claro que no tenía la intención de ceder el mando.
Durante las horas posteriores, el ambiente se iba cargando cada vez más a medida que Van Meegeren explicaba paso a paso cómo había falsificado la antigüedad del cuadro llevando a cabo unas cuantas manipulaciones, y de un modo tal que con las pruebas de antigüedad tradicionales ya no podía demostrarse que no se trataba de un cuadro antiguo. Parecía imposible lo que contaba, pero sabíamos que decía la verdad. Este hombre había realizado con premeditación, minuciosidad y tras un enorme esfuerzo una falsificación perfecta de un lienzo antiguo.
Los pinceles que utilizó eran de pelo de tejón, iguales que los empleados por los pintores de la época, de manera que si de pronto hubiera quedado en el lienzo un pelo, éste no podría haber revelado la falsificación. La reutilización de los clavos viejos y oxidados, extraídos con una pinza que había sido envuelta en un trozo de tela, la adaptación del tamaño en el marco de madera, además del empleo del inglete adecuado: en la mitad superior entallado y no ingleteado de manera oblicua, como se viene realizando durante los últimos cien años. Tras mucho buscar, había encontrado una tienda en Londres donde pudo adquirir los tintes tradicionales: por ejemplo, el plomo blanco —ya que el óxido de cinc no se utilizó hasta más tarde— y en especial el lapislázuli, la exótica tintura azul por la que tuvo que pagar doce mil florines para conseguir apenas ciento cuarenta gramos. Según él, en una ocasión el propio Vermeer obtuvo del príncipe de Orange una onza de este mineral que a la sazón costaba seiscientos florines. Estuvo frotando los tintes hasta conseguir que el tamaño del grano coincidiera con el de Vermeer, y alardeaba de haber empezado a utilizar el microscopio mucho antes que los especialistas. Algunos colores los había creado él mismo, pero como se hacía antes. Vermeer sacaba el color negro chamuscando un trozo de marfil sobre una llama y moliéndolo muy fino a continuación con una piedra para frotar. También esa técnica se la había apropiado Van Meegeren.
Quizá lo que más nos impresionara fuera el hecho de que había estado experimentando casi sin fin con el calentamiento del lienzo hasta alcanzar el endurecimiento exacto de la pintura. Por fin había conseguido los mejores resultados calentando el cuadro a ciento veinte grados Celsius durante cuatro horas, para lo cual construyó un horno especial. A continuación, había pasado por un rodillo el lienzo, que después de haber sido «cocido» adquirió la rigidez de una plancha, para así aportarle el craquelado de manera artificial. Esto le resultó un trabajo ímprobo, porque en ningún caso debía romperse el lino.
Acto seguido, había rellenado los craquelados con tinta china, después había limpiado la pintura y, para terminar, le había dado los últimos retoques con una capa de barniz que debía ser viejo para que estuviera exento de ácido. Aparte, plasmó de un solo trazo la firma sobre el cuadro, tal como lo habría hecho Vermeer, y secó la pintura calentando con un radiador eléctrico el lienzo en ese lugar.
Estuvo realizando un sinfín de experimentos, a veces durante veinte horas sin interrupción. Su esposa llegó a preocuparse por su salud, pero también le reprochaba tácitamente que no le permitiera saber qué era lo que le mantenía tan ocupado en el estudio. Por fin lo consiguió, aunque era consciente de que nunca podría compartir esa experiencia con nadie.
Lo único que llegó a saber su esposa fue que había descubierto el lienzo en una colección privada de una dama italiana de noble familia y antifascista que debía permanecer en el anonimato para no caer en manos de la policía secreta de Mussolini. Y a un amigo que también trabajaba en el ramo, a través del cual salió por fin el cuadro al mercado, le contó que había descubierto un Vermeer que pasó de contrabando una noche, de Torrento a Montecarlo, en el velero de una amiga.
En total estuvo trabajando siete meses en él, a menudo durante noches enteras y descuidando su propia persona.
Se podía advertir con claridad cómo aún le emocionaba ese recuerdo. Dijo que se sentía como si durante todos esos meses hubiera estado poseído. Después alabaron el cuadro por el misticismo que irradiaba la composición en su totalidad, pero en especial el misticismo de Cristo. Naturalmente, ésa había sido siempre su intención, quería imprimir la carga de misticismo sobre todo a la figura de Cristo, el hombre que se encuentra entre los hombres, mientras todo el mundo intuye al mismo tiempo que está en presencia de un poder superior. Pero el hecho de que hubiera conseguido transmitir con tanta fuerza ese misticismo en el lienzo, nos dijo Van Meegeren, tal vez habría que achacarlo sobre todo a su propio subconsciente. La creación de una pintura semejante, tan perfecta, era una experiencia mística, y él se había visto sometido a algo que apenas podía comprender.
Durante la disertación de Van Meegeren, resultaba palpable cómo el grado de nerviosismo de Ruijsseldijk iba creciendo cada vez más. Aunque no llegó a interrumpirle, sacudía repetidas veces la cabeza mostrando su desaprobación. Cuando Van Meegeren hubo terminado por fin, dando paso a un silencio durante el cual cada uno pensaba en lo suyo, Ruijsseldijk lo rompió gritando con voz enardecida que todo eso eran bobadas y que nos estábamos dejando manipular, que Van Meegeren no quería ser tachado de colaboracionista y, por tanto, afirmaba haber realizado una falsificación perfecta. A su modo de ver, era del todo imposible que un creador de pinturas mediocres pudiera haber logrado tan gran excelsitud. El Cervatillo de Van Meegeren colgaba en miles de hogares, pero el hombre que había dibujado el cervatillo de la princesa Juliana no podía ser capaz de culminar una obra maestra semejante, ¿no?
Tras este arranque, se quedó mirándonos en espera de una reacción, pero ésta no se produjo y todo el mundo se mantenía en silencio, como si no se supiera qué pensar de todo esto. Quizá fuera el coronel Cooper el único que sabía cómo había que continuar, pero, si era así, no hizo nada para demostrarlo.
Van Meegeren se había dirigido al cuadro y se quedó cerca de él. Con voz temblorosa, le preguntó a Ruijsseldijk si de veras se creía que no había tenido en cuenta el escepticismo y el desprecio que albergaban él y sus colegas expertos en arte. Dijo que siempre firmaba todas sus falsificaciones con el nombre del maestro finado, pero que en algún lugar de la pintura introducía también su propia firma: la firma de Van Meegeren. Podían ser los ojos de su esposa en el rostro de una criada del siglo XVII, pero también una cortina drapeada igual que alguna cortina de su casa, o una copa de vino antigua, engastada en plata, como la que guardaba en su aparador, pero la firma en este cuadro era aún más personal.
Entre tanto, ya estaba casi pegado a la pintura, cerca del Cristo que tiende su mano hacia la mujer adúltera. Cuando dejó de hablar, el silencio fue completo, tan completo y carente de movimiento que era como si nuestro pequeño grupo y las figuras de los cuadros que nos rodeaban, con siglos de antigüedad, constituyeran una sola naturaleza muerta, fijada para la eternidad y sustraída al tiempo. Esa imagen siempre ha permanecido grabada en mi memoria, y tras todos estos años, ahora que estoy escribiendo lo que ocurrió hace tanto tiempo, sigo viendo la escena aún claramente ante mí como si hubiera sido ayer.
Todos estábamos esperando la pregunta que ahora debía producirse inevitablemente. El coronel Cooper le preguntó cuál era entonces su firma en este cuadro. En su voz se percibía suspense mientras se levantaba y se dirigía a Van Meegeren y al cuadro. Van Meegeren se volvió hacia el lienzo y acercó su mano a la de Cristo, ambas compartiendo casi el mismo tamaño. «Mi mano —respondió—, si usted la mira bien, verá que mi mano y la de Cristo son la misma mano: la anatomía, las venas en el dorso, los pliegues de la piel, las uñas». Concluyó con la observación de que nunca le había costado tanto esfuerzo pintar una mano del natural.
El coronel Cooper guardó silencio, lo único que hizo fue asentir unas cuantas veces de manera casi imperceptible. «Este momento debe de significar un dilema diabólico para usted», dijo por fin antes de volver a sentarse. En realidad, la investigación había concluido a partir de ese instante en presencia del propio Van Meegeren. Ya no se sabía qué más preguntar, y estaba claro que Van Meegeren también había terminado de hablar. Tras su inicial excitación y evidente orgullo, ahora parecía sombrío.
Cuando más tarde le pregunté al coronel a qué se refería exactamente con su observación, respondió que en ese momento, e incluso antes, ya estaba convencido de que Van Meegeren era, en efecto, el artífice de ese cuadro y que se encontraba frente a alguien que había realizado una falsificación perfecta. También Lefroy, que en realidad no sabía nada de arte pero sí mucho de psicología humana, le había confirmado que compartía esa opinión.
Van Meegeren había dicho por tanto la verdad, pero ¿qué habría pasado si se hubiera callado? En ese caso no habría podido demostrarse nunca que éste no era un auténtico Vermeer. Si alguien hubiese tenido dudas de la autenticidad por una u otra razón, nunca se habría podido probar con absoluta certeza que se trataba de una falsificación.
Cooper contó que, cuando Van Meegeren fue detenido por la venta de ese lienzo a Göring, se encontró ante la disyuntiva, un dilema diabólico, de ser condenado como colaboracionista o desenmascarado como falsificador. Nunca había tenido la intención de mostrar al mundo que él había sido el autor de una falsificación tan perfecta. Por grande que fuera su antipatía hacia los llamados expertos en arte, y por mucho que quisiera también bajarlos del pedestal, pensaba haberlo mantenido en secreto, y si no hubiera sido detenido, ahora estarían colgando por todos los museos del mundo sus falsificaciones. Así, en el Rijksmuseum habría sido expuesto un cuadro de su propio puño junto a un auténtico Vermeer para que el público lo admirara hasta el final de los tiempos. ¿Debía guardar silencio para ser condenado por colaboracionista o confesar que era un falsificador para poder contar con la condescendencia del juez? Optó por lo último, y, según el coronel Cooper, cuya opinión yo compartía, acabaría arrepintiéndose tarde o temprano por haber tomado la opción equivocada. Cuanto más cercano estuviera su fin, tanto más convencido estaría de su error.
Nunca llegaríamos a saber hasta qué punto habría podido ser así, pues Van Meegeren fue condenado a una pena de prisión de un año aproximadamente y falleció el 30 de diciembre de 1947 en la clínica Valerius de Amsterdam, poco antes de tener que ingresar en la cárcel, a los cincuenta y ocho años de edad. Desde entonces, la historia de Van Meegeren, el falsificador magistral, ya es harto conocida.
Yo le vi de cerca y me pareció una persona muy desagradable. Era un colaboracionista, un hombre que se aprovechó del caos originado por la guerra para introducir sus falsificaciones en el mercado, sabiendo muy bien que los alemanes estaban cegados por su adicción a las compras. Falsificaba para ganar dinero. Por supuesto, también desempeñó un papel importante el resentimiento que fue alimentando por la falta de reconocimiento que tenía de los expertos en arte, pero esto lo único que hace es reforzar la imagen de una persona rencorosa y muy pagada de sí misma. No, en ese sentido no fue ningún placer haber conocido a Van Meegeren.
Querido Jager, hasta aquí sólo te he contado una historia que, al menos en parte, es de dominio público. Sin embargo, el caso todavía no estaba cerrado tras su confesión. El coronel Cooper, naturalmente, quería saber cuántas falsificaciones más había puesto Van Meegeren en circulación. No resultó ninguna tontería, pues al final el famoso cuadro Los peregrinos de Emaús, también una escena bíblica de Vermeer que ya en 1938 fue comprado por el museo Boymans de Roterdam, resultó ser asimismo una falsificación.
Cuando se dio a conocer la noticia, la conmoción fue enorme. En determinados círculos se hablaba directamente de pánico. Los expertos en arte famosos, incluido el propio Ruijsseldijk, fueron objeto de todo tipo de críticas. Algunos siguieron manteniendo que unas cuantas de las obras que había señalado el propio Van Meegeren como falsificaciones eran auténticas, sin lugar a dudas. Por lo visto, les parecía más difícil entonar el mea culpa e ir por la vida con el ego herido que afrontar la cruda realidad. El riquísimo aristócrata portuario de Roterdam D. G. van Beuningen, quien a la postre resultó ser el que había comprado más cuadros falsos de Vermeer, promovió incluso juicios contra aquéllos que se atrevieran a poner en duda la autenticidad de sus lienzos, lo que también indicaba las dificultades que existían para diferenciar un Vermeer auténtico de una falsificación de Van Meegeren.
Entiéndeme bien, ¡yo tampoco fui una excepción! Todo aquél a quien pedían que evaluara la autenticidad de un cuadro luchaba con la cuestión de cómo tratarlo en caso de duda. En nuestro derecho penal sigue vigente la regla de que si existe una duda razonable sobre la inocencia de alguien, éste no es castigado. Después de todo, debe evitarse siempre, sea como sea, la condena de un inocente. Es preferible dejar libre a un sospechoso que castigar a un inocente. Así, la mayoría de nosotros, yo mismo incluido, optamos por ponernos del lado de la obra de arte en caso de duda. Era preferible el beneficio de la duda al riesgo de etiquetarla como falsa sin razón.
En medio de esta inquietud, había una cosa más que nunca llegó a hacerse pública. Hasta poco antes del estallido de la guerra, Van Meegeren estuvo viviendo en Francia, y después de haber pasado primero seis años en el campo, en Rocquebrune, se trasladó a Niza para vivir allí más de un año. En esa lejana Francia trabajaba aislado y en secreto, entregado a sus falsificaciones. Se ganaba la vida pintando retratos de adinerados clientes ingleses y norteamericanos que poseían casas en Cap Ferrat, pero la mayor parte del tiempo la dedicaba a perfeccionar su técnica de falsificación. A finales de 1939 había un Vermeer de trazas religiosas y dos interiores de Pieter de Hoogh esperando a sus futuros propietarios. Cuando en 1939 tuvo la certeza de que los alemanes terminarían por invadir Francia, salió pitando de regreso a los Países Bajos, suponiendo que tal vez no acabarían involucrados en la contienda. Se llevó consigo las falsificaciones que ya estaban terminadas y, cuando le interrogamos, nos contó dónde podríamos encontrar esos lienzos: estaban en un almacén de Amsterdam.
Con esto último parecía resuelto el caso, pero el coronel Cooper no se fiaba en absoluto. ¿Cómo podíamos estar seguros de que Van Meegeren no había escondido uno o varios lienzos en Francia? Recibí la orden de viajar a Francia y averiguarlo. El coronel Cooper no me acompañó, pues para él el caso estaba resuelto y su presencia no era necesaria.
La última vez que nos vimos fue al despedirnos en Amsterdam, porque algunos días después perdía la vida en un accidente de aviación.
Cuando al cabo de un par de semanas ya estaba en Francia, visité en vano el estudio de Rocquebrune, que entre tanto había vuelto a ser alquilado y ya no contenía nada que recordara la estancia de Van Meegeren. Sin embargo, aún le quedaba esa vivienda en Niza, un chalé resguardado de las miradas curiosas por numerosos pinos, con una situación fabulosa sobre un elevado acantilado con vistas al mar Mediterráneo. Resultó que una parte de la vivienda estaba siendo utilizada por el departamento local del Partido Comunista, pero ese día no había nadie. Tuve que saltar una valla para entrar en el amplio solar que rodeaba la casa, y era evidente que también aquí Van Meegeren habría necesitado su espacio para trabajar. Registré estancia tras estancia de esa inmensa mansión, pero una vez más me fue imposible encontrar algo. Estaba decepcionado y cansado, parecía como si mi viaje a Francia hubiera sido completamente inútil, cuando había estado albergando la secreta esperanza de hacer un descubrimiento espectacular.
Tras haber escudriñado por todas partes, me puse a buscar algo de comer, pero esta búsqueda también resultó infructuosa. El único resultado que obtuve fue el descubrimiento de la bodega con unas reservas de vino enormes. Fue en mitad del día y el calor era sofocante, pero la bodega conservaba un agradable frescor. Me puse cómodo, abrí una botella y me repantigué contra uno de los muros. Me dio tiempo a advertir que en el muro de enfrente había una mesa de pimpón plegada y unas cuantas sillas de jardín, pero entonces fui vencido por el vino y el cansancio y me quedé dormido.
Al despertarme un par de horas más tarde, me sentía reconfortado e inquieto. Quizá se debiera a que vi algo que antes no me había llamado la atención. Entre el asiento y el respaldo de madera de una de las sillas de jardín plegadas sobresalía un trozo de tela. Desplegué la silla con curiosidad para encontrarme con una pintura dentro.
El lienzo me impresionó de inmediato, y en el silencio de esa bodega me quedé mirándolo fascinado durante algún tiempo. Así pues, no había venido a Francia en vano. Cuando me hube recuperado de la primera sorpresa y agitación, me pregunté qué iba a pasar con este lienzo. Probablemente nada, desaparecería en un depósito y a lo sumo volverían a recuperarlo cuando el «caso Van Meegeren» saliera de nuevo en las noticias.
En el cuadro se retrataba a un artista que estaba pintando a una mujer en su estudio. Supuse que el pintor que dibujaba dándome la espalda debía de representar al propio Vermeer. El hecho de que Van Meegeren hubiera realizado esta pintura me pareció un testimonio de una insolencia desvergonzada que, ahora que le había visto de cerca, no me sorprendió.
Fui muy consciente de que este cuadro ni existía ni tenía valor para nadie, y en ese mismo instante decidí quedármelo. Había algo en el lienzo que me intrigaba, pero también era el recuerdo de una historia curiosa en la que había participado.
Van Meegeren ya nunca volvió a mencionar el tema hasta su muerte, pues estaba demasiado ocupado con el juicio y había sido durante bastante tiempo el foco de atención. Así fue como vine a dar con un cuadro que no existía para nadie y que probablemente tampoco habría contemplado nadie que no fuera Van Meegeren.
En los cincuenta y siete años que el lienzo estuvo en mi poder lo saqué del depósito donde lo había guardado con cierta regularidad. Fueron los años en que iba profundizando en el conocimiento de nuestros grandes maestros y empezaba a amar sus cuadros cada vez con mayor intensidad. En todos esos años esta pintura no ha perdido nada de fuerza, lo que confirma su calidad excepcional. En años posteriores se ha hablado mucho sobre la calidad de las falsificaciones de Van Meegeren, pero en este lienzo se superó a sí mismo.
Innumerables veces se me ha pedido que asesorara sobre la provenance de los cuadros que se me presentaban. Ahora ha llegado la hora de dejarte un cuadro cuya historia sólo conocemos nosotros dos. Cuando contemples la pintura, confío y deseo que puedas comprender por qué hace tantos años no tuve más remedio que quedármela.
Adriaan.
En la última página había grapada una copia de un poder dirigido a «R. Koot e Hijos, Mudanzas Nacionales e Internacionales y Almacenamiento de Muebles Asegurados», en Sassenheim, por el que Adriaan me autorizaba a sacar de su depósito todos los bienes.
Entre tanto, ya se había hecho de noche, y aquí estaba yo sentado en la oscuridad y reflexionando sobre lo que acababa de leer. Me pregunté qué podía hacer con un Vermeer falso. Desde luego, tendría que verlo, porque a Adriaan nunca le había impresionado tanto un cuadro así, sin más, pero, más que sorprendido por este regalo tan inesperado, me sentía incómodo por el hecho de que alguien a quien creía que conocía bien me involucrara en un asunto tan curioso. No era sólo una historia extraña, me había dejado incluso la prueba física de esa historia.
¿Por qué no me había dicho nunca nada? Durante los años de conocimiento mutuo habíamos ido creando un sólido vínculo, hablábamos sobre muchas más cosas que sobre el trabajo y los asuntos en los que recurría a él, así que no me cabe ninguna duda de que sabía que yo era una persona en la que se podía confiar a la hora de guardar un secreto. ¿Por qué entonces no me he enterado hasta ahora, tras su muerte, de esta historia tan extraña? ¿O quizá no había nada detrás y para él yo era el único heredero lógico de algo que le había sido tan querido?