Introducción de Robert Jungk
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Desde 1945, los especialistas occidentales han escrito millones de palabras sobre los «efectos de las armas nucleares». Sin embargo, esta abundante literatura muestra una laguna fundamental. Ciertamente, estos especialistas han investigado con total exactitud miles de ruinas y docenas de miles de supervivientes de la gran catástrofe, pero han excluido de estos estudios tan exhaustivos algo muy importante: se han excluido a sí mismos.
Sin embargo, de este modo han pasado por alto un hecho decisivo: las bombas atómicas alcanzan también a quien las emplea, incluso a quien planea de forma rigurosa su posible utilización.
Ciertamente, este «efecto retroactivo» de los medios de aniquilación masivos no es de naturaleza física, sino espiritual y anímica: el poder de destrucción de las «armas» nuclea res, que excede todo potencial destructivo puesto a prueba en la guerra, impone sobre quienes las han utilizado, o quieren utilizarlas, unas cargas a la que no pueden hacer frente ni en su conciencia ni en su subconsciente.
El «caso Eatherly» ha sido el primero en abrirnos los ojos sobre el efecto retroactivo de las nuevas «armas». Este caso nos presenta a alguien que no mira a otra parte, que no reprime el horror en cuya realización ha participado, sino que lo experimenta profundamente como su propia culpa, que grita mientras la mayoría calla, endurecida o resignada.
Probablemente, para las futuras generaciones, la desorientación, la indignación y los tormentos de Eatherly serán más «normales» que las reacciones de sus compatriotas o de sus contemporáneos en general.
Todos nosotros deberíamos confesar y sentir su mismo dolor, deberíamos combatir con todas las fuerzas de nuestra conciencia y de nuestra razón el triunfo de lo inhumano y de lo antihumano.
Sin embargo, permanecemos callados, nos resignamos, nos «hacemos los duros».
Pero nuestra tranquilidad es sólo aparente. En verdad, tampoco nosotros somos capaces de hacer frente a las cargas que nos imponen las nuevas «armas». Su peso hace que cedan los fundamentos de nuestra existencia moral y política. Cada vez es mayor la desproporción existente entre aquello que defendemos y los medios con los que contamos para defenderlo. Esto conduce a insuperables tensiones internas y es causa de una enfermedad mental colectiva que hoy se manifiesta ya con toda su agudeza en muchos de nuestros contemporáneos.
Estados Unidos, el primer país que desplegó en la escena mundial esa monstruosidad y que incluso siguió desarrollándola tras las advertencias procedentes de Japón, también fue el primero en verse afectado por el carácter retroactivo de las bombas. ¡Cuán leve es en realidad el «caso Eatherly» comparado con el «caso Estados Unidos», mucho más grave en razón de su carácter inconfesado! En verdad, el elemento trágico de este drama no son las penas de este piloto de Texas, sino la fatal ofuscación de su país y de sus conciudadanos. Para liberar a la «libertad del miedo», ese país extendió por el mundo el miedo a las armas nucleares; para garantizar la libertad y la felicidad de los individuos, cree tener que responder con la muerte de millones y millones de personas.
Pero además está el «caso Unión Soviética», el «caso Gran Bretaña», el «caso Francia», el «caso Alemania»; mañana quizás esté el «caso Suecia», el «caso Suiza», el «caso Israel» y el «caso China»: ningún país que decida servirse de las «nuevas armas», destructoras de todos los valores y de todo derecho, para defender sus propios valores y derechos, es capaz de superar sin profundas secuelas la prueba que representa para el espíritu un propósito de este tipo.
Pues, aunque no exploten jamás, las armas nucleares, listas para ser empleadas, ejercen un efecto retroactivo sobre sus posibles usuarios. Esas armas vacían de contenido la democracia, pues ponen las decisiones más importantes en manos de unos cuantos y producen un embrutecimiento generalizado de quienes las poseen, que siempre han de estar decididos y dispuestos a todo. Esas armas logran que los países que cuentan con armamento nuclear pierdan la fe en su propia humanidad y moralidad.
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Quien observa la fotografía del joven Robert Eatherly, el voluntario de guerra que se enroló en la aviación norteamericana, reconoce el rostro del típico clean cut boy norteamericano. En su rostro todavía no hay escritas muchas cosas, pero las pocas que refleja parecen reproducir fielmente todas las virtudes de manual: franqueza, valor, pureza e inocencia.
Miles y miles de barbiponientes abrazaron entonces las armas, con el fin de defender los valores de decency and democracy contra la barbarie del nacionalsocialismo. Al cambiar sus estudios en Texas por el cuartel, el estudiante Eatherly todavía estaba en condiciones de creer que la libertad y la humanidad podían defenderse con la fuerza de las armas.
Su actual posición contra cualquier tipo de guerra, incluso contra una guerra supuestamente justa, tiene tanto más peso. Pues entre la decisión del voluntario de guerra y el no a la guerra del pacifista, se encuentra la experiencia de la destrucción atómica, en la que Eatherly había participado sin conocer propiamente el papel que se le había adjudicado.
Se cuenta que, tras la estremecedora experiencia de Hiroshima, el comandante Eatherly pasó días enteros sin hablar con nadie. Pero en la base de Tinián —la isla donde el piloto esperaba la desmovilización junto a los bombarderos que entre tanto habían alcanzado una dudosa fama mundial— este hecho no se tomó demasiado en serio. Battle fatigue («cansancio ocasionado por el combate»), así fue como se calificó su estado. Muchos habían caído víctimas de él, y en 1943, tras trece meses de intenso e ininterrumpido servicio, Eatherly ya había sufrido ese mismo agotamiento nervioso en el sur del Pacífico.
En aquella ocasión pudo recuperarse sometiéndose a un tratamiento en una clínica neoyorquina que duró apenas dos semanas, y esta vez también parecía recobrar con bastante rapidez ese estado que en tiempos de tregua los veteranos del Pacífico consideraban el «comportamiento normal»: largas sesiones de póquer salpicadas de tacos, chistes y recuerdos.
Por aquel tiempo se difundió por todo el mundo la noticia de que uno de los pilotos participantes en la ofensiva sobre Hiroshima había ingresado en un convento para expiar su culpa a través de la oración. Esto no era más que una leyenda. En verdad, el comandante L., a quien se refería esta noticia, había ocupado un puesto como director de una fábrica de chocolate. En este caso, el rumor mostraba ser «más verdadero que la realidad». Hablaba sin fundamento de un acto de contrición que debería haber tenido lugar.
En aquellos meses de posguerra, Eatherly fue el único participante en ambos bombardeos que se negó a que se le honrara como a un héroe. Y sus conciudadanos, los habitantes de la pequeña Van Alstyne, se mostraron comprensivos con él. La resistencia del piloto no fue tomada como un signo de locura, ni siquiera como una extravagancia por su parte.
En efecto, en aquel tiempo el «buen americano» y sus conciudadanos todavía no se habían distanciado. El estremecimiento causado por el horror de Hiroshima todavía no se consideraba un signo de debilidad, y la condena de la bomba atómica aún no resultaba sospechosa. Durante este período no faltaron ni las inculpaciones ni las autoinculpaciones. La opinión pública reclamaba de forma mayoritaria un cuidadoso control de las armas nucleares; los partidos políticos de los más diversos colores exigían que Estados Unidos renunciase voluntariamente a su monopolio nuclear —un monopolio del que se pensaba que sólo podría mantenerse a corto plazo— y que, en un gesto de magnanimidad, iniciasen al resto de los países aliados de las Naciones Unidas en los secretos del nuevo y revolucionario invento.
Pero, coadyuvado por el rechazo soviético de los titubeantes controles norteamericanos sobre las armas atómicas, el grupo inicialmente aislado y poco numeroso de quienes defendían el monopolio norteamericano sobre el moderno y poderosísimo armamento, se impuso progresivamente. Comenzó la «Guerra Fría», y con ella la carrera armamentística. Si ayer las seis cifras de que constaba el número de muertos causados por las dos bombas atómicas lanzadas sobre Japón habían estremecido a los hombres, ahora éstos se acostumbraban a un número de bajas diez o cien veces mayor. Surgió una nueva unidad de medida: megadeath, palabra con la que se designaba un volumen de un millón de muertos. Y ahora se contaba con esta posibilidad, considerada como algo natural en los cálculos de la política de disuasión.
Si un individuo hubiese ideado algo semejante, habría sido tomado por un loco y lo habrían encerrado, considerándolo una amenaza pública.
No así en el caso de un Estado Mayor, no en el caso de un gobierno. A los órganos ejecutivos de la sociedad les está permitido urdir planes delirantes, e incluso prepararlos con todo detalle contando con el aplauso de parte de la opinión pública.
Si alguien que hasta el momento hubiese mostrado ser una persona relativamente buena y pacífica, de repente comenzara a ver en todos los gestos de su vecino intenciones asesinas, si empezara a aislarse, a encerrarse, a ocultar todos sus actos tras un velo de secretismo, habría que diagnosticarle una neurosis y someterlo a tratamiento psiquiátrico.
No así tratándose de una gran potencia. En este caso, ese comportamiento se considera incluso algo «políticamente razonable» y «realista».
El «efecto retroactivo» de la bomba atómica sobre sus propietarios había comenzado. El hecho de que los poderosos, cual dioses, esgrimieran poderes apocalípticos no los hizo prudentes y circunspectos, sino arrogantes y crueles.
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Mañana —si es que hay algún «mañana»— quienes hoy se arman para una guerra nuclear y su matemática del exterminio masivo serán juzgados ante el tribunal de la Historia como lo fueron Hitler y sus doctrinas, a las que hoy todos consideran delirantes. Pero ese juicio llega siempre demasiado tarde. Es incapaz de devolver la vida a las víctimas.
Antes de que el campo y la ciudad sean devastados a consecuencia de un error en la política de disuasión, antes de que la Tierra, si es que no se convierte en un cementerio, se torne un gigantesco hospital de inválidos, hemos de saber que el efecto retroactivo de las bombas atómicas sobre el espíritu humano ha enloquecido a sus propietarios en el sentido más literal del término, y su locura es tanto más peligrosa cuanto que sus representantes parecen hablar razonablemente y comportarse como personas normales, civilizadas y responsables.
¿Qué podemos hacer nosotros, los ciudadanos, los enlutados de mañana, para evitar que el delirio de una catástrofe nuclear de estos «fríos calculadores» se precipite sobre nosotros?
El comandante Eatherly ha intentado dar una respuesta a esta pregunta capital, una pregunta que se les plantea a los supervivientes de la Segunda Guerra Mundial.
Eatherly empezó dando respuestas falsas, ineficaces.
Su primera tentativa fue la emigración. Poco tiempo después de su licenciamiento en 1947, y horrorizado por la política de su país, abandonó su patria.
Después regresó a casa y, al igual que todos los que le rodeaban, intentó olvidar, ganar dinero, enfrascarse en su vida privada. Consiguió un empleo en una multinacional petrolera de Houston, iba cada día a la oficina, por la noche estudiaba Derecho y ascendió a director de ventas.
Eatherly estaba casado desde 1943 con Concetta Margetti, una joven actriz a la que había conocido en California durante su etapa de formación. En los primeros siete años de matrimonio solamente habían podido verse un par de días seguidos, a lo sumo un par de semanas. Ahora por fin hacían una vida más o menos normal: tenían casa, jardín, hijos, ciertas posibilidades de ascenso social y todo lo necesario para «ser felices en su propio nidito».
Así era durante el día. Por la noche, sin embargo, miedos y rostros atormentaban al expiloto de guerra.
Su tormento todavía era soportable, un par de tragos bastaban para aliviar su depresión, un par de pastillas eran suficientes para remediar su insomnio.
Pero muy pronto estos sencillos remedios dejaron de funcionar. En sus sueños, Eatherly creía ver los rostros desfigurados de quienes se abrasaban en el infierno de Hiroshima.
Fue por esa época cuando empezó a meter billetes en sobres y a enviarlos a Hiroshima, a mandar cartas a Japón, cartas en las que unas veces se declaraba culpable y otras pedía perdón. Pero esta «medicina» tampoco le servía de ayuda. De modo que en 1950 —el mismo año en que el presidente Truman anunciaba que Estados Unidos iba a fabricar una bomba mucho más poderosa, la bomba de hidrógeno—, Eatherly intentó quitarse la vida en la habitación de un hotel de Nueva Orleans ingiriendo una gran cantidad de somníferos.
Pero fue hallado con vida, y tras dos días de estancia en el hospital, se le dio el alta e ingresó voluntariamente en el hospital militar de Waco, centro especializado en la atención a soldados con trastornos mentales, donde permaneció seis semanas. Aunque obtuvo el alta, Eatherly no había experimentado mejoría alguna.
De modo que el expiloto ideó su propia terapia y cambió su trabajo en la oficina por un trabajo físico en los campos de petróleo. El esfuerzo físico hizo que durante un tiempo pudiese dormir mejor, pero después regresaron sus cavilaciones sobre lo sucedido, sobre lo que podía suceder, sobre lo que sucedería si no se ponían los medios para evitarlo.
Fue entonces cuando maduró un plan insólito: se opondría a la nueva tendencia militarista estadounidense —la misma que había hecho ganar las elecciones presidenciales a un general de la Segunda Guerra Mundial—, desbancando del pedestal recién levantado al ideal nacional, el virtuoso héroe de guerra, comprometiéndolo, desenmascarándolo. Y el objeto de este acto de desenmascaramiento era él mismo: el «héroe de Hiroshima», el comandante Claude Robert Eatherly.
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A comienzos de 1953, un hombre que había falsificado un cheque de un importe insignificante es llevado, junto con otros «pequeños delincuentes», ante el juez de un tribunal de urgencia de Nueva Orleans. Toma de datos, dos o tres preguntas, veredicto: nueve meses. El siguiente…
Eatherly apenas tiene ocasión de hablar. Si se le hubiese permitido decir algo, habría podido alegar que había mandado esa suma a una fundación que se ocupa de los huérfanos de Hiroshima, habría podido hacer referencia a su rango militar, a sus hazañas militares. Nada de eso. La máquina de la justicia trabaja demasiado deprisa, el «caso» es demasiado insignificante para merecer atención alguna.
Libertad con remisión de la pena por buena conducta. Próximo intento en Dallas. Atraco. Pero el extraño ladrón no se ha llevado nada. El juicio se suspende cuando el abogado explica que su cliente sufre enajenación mental y que ingresará en el hospital para recibir tratamiento psiquiátrico. Otros cuatro meses en Waco. Se reconoce que el comandante Eatherly sufre trastornos psicológicos ocasionados por la guerra y se le permite abandonar el hospital con una pequeña pensión mensual de 132 dólares, cantidad que llegará a duplicarse tiempo después.
Contrariamente a lo que Eatherly había deseado, no se le tacha de criminal ni se le otorga la «gracia del castigo», con la que confiaba poder expiar su inmensa culpa. Pero tampoco se le puede curar. Tras seis meses como representante de máquinas de coser, un nuevo intento de suicidio. Su esposa se lo encuentra con las venas cortadas. Si no se somete a tratamiento psiquiátrico, se divorciará de él. Así que es el propio Eatherly quien vuelve a llamar a las puertas del hospital de Waco. El médico en jefe, el doctor McElroy, describe breve y fríamente su estado del siguiente modo: «Evidente cambio de personalidad. Paciente completamente enajenado de la realidad. Miedos, crecientes conflictos internos, pérdida de los sentimientos, ideas fijas». Los tormentos de su conciencia son despachados como fenómenos patológicos; su sensibilidad, que lo distingue de aquellos de sus semejantes que van viviendo despreocupadamente, es interpretada como «insensibilidad», esas ideas fijas desaparecerán con choques insulínicos.
Con la esperanza de poder olvidar, Eatherly se somete a esta terapia cuatro o cinco veces por semana. Y después de seis meses de tratamiento, todo parece indicar que sus malos recuerdos han desaparecido. El expiloto se muda a la casa de la familia de su esposa, sita en la ciudad petrolera de Beaumont, pero pronto comprobará que, después de tantas dificultades, su matrimonio se ha roto definitivamente. Concetta Margetti pide primero la separación, después el divorcio. Logra que a su marido se le prohíba ver a sus hijos y renuncia expresamente a cualquier ayuda económica procedente de él. Eatherly respeta el primero de sus deseos, pero sigue pasándole voluntariamente un dinero para la educación de sus hijos.
Y durante cinco años, de 1954 a 1959, la vida de Eatherly, quebrantada por las bombas, sigue transcurriendo en agitada monotonía entre tribunales y hospitales, entre impotentes actos de rebeldía de un aprendiz de delincuente que asalta a los cajeros sin llevarse el dinero, que fuerza las puertas de las oficinas de correos sin echar mano a la caja, y los intentos de curación de un paciente al que no curan ni la psicoterapia ni los tranquillizers porque él, moralmente más sano que los demás, es incapaz de adaptarse a la sociedad enferma a la que se lo libra una y otra vez, pues tiempo atrás, en 1945, se despojó para siempre de ese endurecimiento del alma que permite a sus contemporáneos «normales» instalarse más o menos cómodamente entre Auschwitz, Hiroshima y la amenaza de nuevos crímenes de guerra.
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No obstante, el comandante Eatherly ha logrado parte de lo que se proponía. Ha acabado consiguiendo que la opinión pública preste atención a su «caso». Ciertamente, ésta empezó reaccionando a las noticias sobre el «piloto loco de Hiroshima» de un modo completamente distinto del que Eatherly hubiera deseado. Él quería tocar el corazón de sus semejantes, pero tan sólo logró rozarlo. Muy lejos de desacreditar a la casta militar surgida en la guerra y consolidada ya como institución, el «caso Eatherly» le dio publicity. Pues ¿no mostraban los inusitados esfuerzos de las Fuerzas Aéreas (que habían intervenido en favor de Eatherly ante los tribunales, librándolo de la cárcel y posibilitando su ingreso en un hospital), cuán «humanos» eran verdaderamente los militares?
Mucha curiosidad y algo de compasión: esto fue prácticamente todo cuanto provocaron las sucesivas noticias sobre la suerte de Eatherly.
Pero tiempo después, en la primavera de 1959, el filósofo Günther Anders, residente en Viena, dio con un informe sobre Eatherly en un news magazine norteamericano. Anders, un gran moralista, un espíritu original y de excelente formación filosófica, hizo suyo el «caso Eatherly», captó la significación capital y de época de un «asunto» que todos los demás trataban como una story ciertamente interesante, pero contingente comparada con la historia universal.
La correspondencia surgida a raíz del encuentro espiritual entre el «intelectual» y el «agente», ofrece una respuesta a la pregunta: «¿Qué hacer?». No puede tratarse de la única respuesta, pero constituye un paso importante hacia la curación de una sociedad enferma en la medida en que, de forma aguda, original e inusitada, piensa hasta sus últimas consecuencias el estado en que se encuentra una sociedad que ha elevado al rango de racionalidad su delirio nuclear.
Pero lo más impactante para el lector es el perceptible efecto curativo de esta correspondencia sobre la persona de Claude Eatherly. Lo que no lograron drogas y neurólogos lo consiguieron un espíritu esclarecido y un amigo, que proporcionó al atormentado paz interior, seguridad, esperanza y un sentido para su vida.
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El filósofo no pudo ayudar a su discípulo y protegido norte americano cuando éste, pertrechado con los conocimientos que había adquirido sobre sí mismo y sobre su misión, ardía en deseos de empezar una nueva vida en libertad. Aunque las autoridades afirmaban constantemente que Eatherly no había sido internado a la fuerza en el hospital de Waco, sino que se encontraba allí por su propia voluntad, le negaban continuamente el alta que tanto ansiaba, hasta que fue el propio piloto el que acabó eligiendo la libertad.
Justamente ahora, cuando Eatherly ya no era simplemente un rebelde sentimental y alocado, sino un hombre que había empezado a pensar y cuya voluntad era dedicar el resto de sus días al esclarecimiento de los peligros del armamento nuclear, le dieron caza como si fuese un fugitivo, y en un juicio en el que no participó ni un solo experto independiente, sino únicamente psiquiatras a las órdenes de las autoridades militares, lo condenaron a la más severa reclusión forzosa en el hospital de Waco.
Un informe del reportero Ray Bell, del periódico local Waco News Tribune, nos dice qué significaba esta reclusión:
El hospital para antiguos combatientes de Waco consta de un gran número de edificios de dos plantas de ladrillo rojo. Eatherly acaba de ser trasladado al «Ward 10». Se trata de la unidad destinada a los locos; la mayoría de estos pacientes ya no saben ni siquiera cómo se llaman. Eatherly dice: «Las únicas personas con las que puedo hablar son los guardianes».
Claude R. Eatherly
Günther Anders
Se levanta temprano, pero no tiene nada que hacer. Sólo ve a los médicos cuando éstos hacen su ronda diaria. Su tratamiento consiste únicamente en el suministro de dos pastillas de teracina. En el pabellón en el que está encerrado, hay unos treinta enfermos mentales. Esta atmósfera lo hace infeliz, pues le impide hacer lo que más le gusta. De momento, ni siquiera se le permite ir a la iglesia, aunque ésta se halla dentro del recinto hospitalario […]
¿Cómo se comportó el hombre que había sido encerrado junto con los violent cases, con los locos, cuando en enero de 1961 un tribunal se pronunció sobre su reclusión forzosa? Este mismo periodista norteamericano, al que en esta ocasión un importante periódico francés había encargado cubrir el juicio de Eatherly, escribió lo siguiente:
Eatherly se portó de forma ejemplar […] incluso cuando su abogado adujo un buen argumento (por ejemplo, cuando uno de los médicos declaró que Eatherly había preparado una lista de preguntas mecanografiadas, y él le dijo en voz baja que no sabía escribir a máquina). Respondió a las preguntas sin dificultad y sin rodeos […] la mayoría de las veces al estilo militar: con un «Yes, Sir», o un «No, Sir». Sólo se enojó cuando Don Hall, el abogado del demandante (Nota: fue su hermano John quien solicitó su reclusión por orden de las Fuerzas Aéreas), empezó a preguntarle de dónde sacaba el dinero. Hall se lo puso difícil, y Eatherly le respondió: «Usted tendrá sus métodos para obtener dinero, yo tengo los míos». Pero ni siquiera en estos momentos perdió los nervios. Mostró tener tranquilidad, serenidad y entereza, al menos tanta como cualquier persona normal. Naturalmente, la decisión del tribunal le decepcionó. Pero no pareció haber claudicado. Se limitó a decir: «Bien, así se hará».
Además, en la carta que acompañaba al informe de ocho páginas redactado por el periodista local, podía leerse sobre el hombre internado en la unidad de enfermos graves: «Muy probablemente, la persona más inteligente de toda la sala de audiencias».
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Sin embargo, el periódico a cuya redacción pertenecía el íntegro Ray Bell, publicó sobre este mismo juicio un informe salido de la pluma de otro de sus colaboradores. Este informe era completamente opuesto a las observaciones y conclusiones del artículo de su colega Bell, pero reflejaba con exactitud la versión aceptada por la mayor parte de la prensa norteamericana. Quien lea este informe no podrá menos de llegar a la conclusión de que el piloto Eatherly era un imbécil y que, por lo tanto, su reclusión estaba plenamente justificada.
En efecto, vivimos en una época en la que la bondad es considerada una ingenuidad; la integridad, una estupidez; la compasión, una debilidad; el amor al prójimo, un signo de demencia. Estas virtudes sólo gozan de un reconocimiento formal; en la práctica cotidiana ya no se las toma en serio. Hoy, las personas burladas, estafadas y decepcionadas ya no protestan, pues creen que es absurdo hacerlo; lo único que quieren es que no se las engañe. Si alguien les habla de moral, lo consideran un presuntuoso, un hipócrita o, en el mejor de los casos, un anticuado. Pues los escépticos y los cínicos, aquellos que se llaman a sí mismos «realistas», creen haber comprendido por fin cuáles son las reglas del juego, y participan en él con pleno conocimiento de causa. Por más que este juego vaya contra ellos. Por más que ellos mismos sean lo que está en juego.
Tanto mayor habrá de ser, pues, la responsabilidad de los pocos a los que no les asusta el ridículo, ese espejo que distorsiona y que puede transformar momentáneamente a todo defensor de la verdad en un Don Quijote.
En mi opinión, la ayuda espiritual que Günther Anders procuró a su desconocido amigo norteamericano tiene un valor ejemplar: nos dice que las personas intelectual y moralmente responsables no deben resignarse ni claudicar; hoy más que nunca tienen la misión, o incluso el deber, de convertirse en portavoces de las víctimas.
Al hacerlo, no «disgregan» la sociedad, sino que la ayudan a reconocerse a sí misma como víctima de funestos errores.
El «caso Eatherly» no es más que un nuevo comienzo del eterno proceso por el que un bendito insensato desenmascara y desafía con su divergencia a la capa social dominante y a su decadencia moral.
Así suele suceder antes de que nuevas leyes sean labradas sobre nuevas tablas.
ROBERT JUNGK[1]