24

 

En urgencias me tranquilizaron: no me había roto la nariz. Lo había supuesto porque aunque me dolía mucho y sangraba como un gorrino las otras veces el dolor había sido más intenso. Pero por si las moscas. Lo del ojo sí que no era nada. Era más la apariencia que otra cosa. Bastaba con que me aplicara una pomada y en tres o cuatro días la inflamación remitiría. La verdad es que el cabrito no tenía mal derechazo. Se notaba que me atizó con ganas. Cuando la rabia viene de dentro, de lo más profundo y atávico, se puede llegar a derribar a un toro de un puñetazo.
Por la mañana fui a buscarlo a su casa. No para vengarme, sino porque necesitaba más que nunca hablar con él largo y tendido. Quería explicaciones. Muchas explicaciones. Y sobre todo calmarlo. Su actitud descontrolada podía dar al traste con la revolución. Ese loco, en un arrebato, podía echarlo todo a perder. Lo había tomado por el más cuerdo y al final resultaba que era un majadero. Sólo hay una cosa por la que un hombre puede perder el juicio de esa manera. La verdad es que tenía la mosca detrás de la oreja desde hacía tiempo. Pensé que al verme con el ojo a la virulé y la nariz más desequilibrada que la torre de Pisa se arrepentiría y confesaría. A fin de cuentas mi maltrecho careto era obra suya. Si no quería firmarlo, al menos que se arrepintiera de la autoría. Estaba dispuesto a perdonarlo porque sabía que no era mal tipo y si a un amigo no se le perdona un puñetazo, ¿qué ha de hacerse con las coces con que el resto nos obsequia a diario? Pero no hubo manera. Era más fácil encontrar a un perro rabioso que hubiera escapado de la perrera. Sus vecinos no lo habían vuelto a ver desde el viernes. Se había esfumado como por arte de magia. Empecé a temer que hubiera hecho una locura. El dolor, el arrepentimiento y el alcohol son un combinado mortal.
El lunes acudí a la fábrica con unas ojeras de camarera de barra vertical. Entre Jonny y Sonia me estaban matando. La única propina que recibí casi me deja tuerto. Y encima ahora el jefe no sólo me tenía ojeriza por considerarme cómplice de una revuelta ciudadana que lo estaba poniendo en su sitio sino porque además conocía los encajes de la lencería fina de su princesita. Ahí es nada. Una reprimenda le podía costar a su hija tres orgasmos seguidos. Desconocía la magnitud del odio que Jonny le profesaba, pero conocía muy bien el sentimiento contrario que a mí me embargaba, capaz de ridiculizar hasta las mejores leyendas.
Y hablando de Sonia, se dejó caer por la fábrica a media mañana. ¡Al fin! Me buscó disimuladamente y al verme el ojo hinchado y la nariz como la de un espeleólogo ciego le traicionaron los sentimientos. Si a mí me dio un vuelco el corazón lo de ella fue un centrifugado. Su fingida frialdad para conmigo, que sin duda habría ensayado durante toda la semana, se le disolvió en las pupilas, tan amorosas. Ardía en deseos de saber qué me había pasado y, como hipnotizada, no dejó de buscarme durante todo el día. El amor venció al enfado, derrotándolo con su sola razón, a veces de una lucidez que asusta. Notando entonces yo que su orgullo femenino le impedía señalarme el lugar del encuentro, por más que lo provocara descaradamente supervisando los lugares más recónditos de la fábrica, aquéllos que podrían escamotear nuestros amores a los ojos indiscretos, me hice un tanto de rogar, siguiendo el juego hasta la tarde, en que ya no pude sofrenar mi desbocado pecho.
La hallé detrás de unos palés contando las astillas. Me apoyé sin decir ni mu a su vera mientras me interrogaba con la mirada. Sus ojos irradiaban tal energía que casi me curan el mío maltrecho.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó con voz temblorosa, incapaz de contener un solo segundo más tanta ternura.
—Nada, no tiene importancia, un accidente doméstico —le respondí muy en mi papel de tipo duro.
Sonia detectó la mentira. Una vez más su intuición resultó infalible. Se le pusieron los ojos acuosos y un susurro dulce como miel venérea le rezumó de los labios para expresarme cuánto me amaba, se me tiró al cuello y empezó a besarme con una pasión desenfrenada, como si acabase de regresar del frente por sorpresa después de que le hubieran anunciado mi fusilamiento por dar de comer al enemigo.
—Por favor, no quiero que nos volvamos a pelear —me dijo no recuerdo si con la voz o con los ojos—. Llevas razón, llévame contigo, vámonos donde sea, lejos de aquí.
—Cuidado, nos puede sorprender tu padre —la frené tratando de calmarla y calmarme a mí mismo.
—Me da igual —me replicó presa de una pasión incontenible.
Yo, que tenía muchos más motivos que ella para temer al energúmeno de su padre, traté de enfriarla. Si el calentón iba en aumento podía arder Troya. Y yo sería la yesca.
—Para —insistí—. ¿Confías en mí? Quiero que hoy no vuelvas sola a casa. Vete con tu padre. Y no salgas.
—¿Qué sucede? —me preguntó alarmada, acariciándome la maltrecha nariz.
—Nada, es sólo un presentimiento. Una tontería. Pero por si acaso.
No quería contarle que el de las pedradas era el loco de Jonny y que andaba suelto, descontrolado y borracho, odiando al mundo y más profundamente odiándose a sí mismo.
—¿Está en peligro mi padre? —inquirió el ser angelical, despreocupada de su propia persona.
—No, no. Ya te digo que seguramente sea una neura mía, pero más vale prevenir.
—Entonces déjame cuidarte. Iré a tu casa y te cuidaré. Lo que te ha pasado es por mi culpa. Seguro que te has metido en una pelea. Te compensaré por el daño que te he hecho, he sido una idiota.
—¿Qué daño me vas a hacer tú? No, no, tú hazme caso, no es buena idea que vengas a mi casa. Si tu padre se entera...
—Calla —me ordenó—. Sé que mi padre te ha prohibido verme. Por eso seré yo quien irá a verte a ti, ¿qué culpa tienes tú? Soy libre de ir donde quiero —dijo con mucha picardía—. Quiero cuidarte y no hay nada que discutir.
—No, hazme caso, ahora no. Tienes toda la vida para cuidarme.
Sellamos la reconciliación con un beso de película. Después, por prudencia, la conminé a separarnos y vernos al día siguiente allí mismo, al amparo de los palés.
Al salir del trabajo me pasé por el piso de Jonny. De nuevo en balde. Se lo había tragado la tierra. Tomé la determinación de que si en dos días no aparecía avisaría a un sabueso amigo mío.
Al regresar a casa cuál no sería mi sorpresa al ver a Sonia sentada en las escaleras de la entrada. Temí que hubiera sucedido una tragedia, pero me recibió con tal sonrisa que resoplé al instante. Lo único terrible que sucedía es que me amaba demasiado. Y no era mujer de obedecer órdenes que refrenaran su pasión. Mis advertencias cayeron en saco roto.
Después de gozarnos cuantos perdones puedan imaginarse me contó que habían optado por despedir a todo el personal y que se estaban organizando poco a poco para llevar la casa adelante ellos solos. Aunque era un desastre. Acostumbrados a ser servidos, no sabían hacer la o con un canuto. Además la casa era enorme y no daban abasto. Y por si fuera poco tenían que comprarlo todo envasado porque si lo querían fresco se la colaban caliente. Y lo de comer fuera ni pensarlo. Su padre lo intentó y le dieron corcho en lugar de pechuga. Eso y el mal trago de ser tratado como el diablo lo disuadió de intentarlo de nuevo. Estaba que se subía por las paredes, a punto de claudicar.
Después de contarme sus penurias se levantó y hurgó en una de las bolsas que había traído. Sacó un álbum fotográfico de volumen considerable. Se acurrucó junto a mí entre las sábanas y lo abrió para compartir conmigo la historia gráfica de su vida. ¡Qué tostón! Pasaba las páginas acariciando levemente las imágenes, detallándome, embargada por la melancolía, dónde y cuándo se hicieron y quiénes las protagonizaban. A mí me llamaban la atención aquéllas en que aparecía el jefe en su jardín con atuendo hawaiano. Parecía otro. Quien no conociera al ogro en su hábitat natural y tuviera que juzgarlo con un tercio en la mano junto a la barbacoa diría que era un tipo corriente, uno más del montón. Hasta parecía buena gente. Es increíble cuánto puede una sociedad inmoral pervertir la naturaleza de un hombre. Era inútil esperar que Sonia lo criminalizara. Lejos de ser un monstruo, para ella había sido un buen padre, atento y protector. ¿Se ha de pesar a las personas en una balanza atendiendo cada cual al platillo en que se encuentre, juzgándolas con toda la severidad que concierne a sus circunstancias personales? ¿O hay que valorar sus múltiples facetas? Porque monstruos absolutos hay tan pocos como santos. En realidad el jefe no hacía nada distinto del común de los mortales, que es guiarse por su natural egoísmo y mirar sólo por su propio interés. Su situación privilegiada es la que magnificaba su mal obrar por la sencilla razón de que sus consecuencias eran más graves. En parte llevaba razón Sonia al exculparlo argumentando que las leyes no las hacía él. Si otros más desalmados hacen leyes injustas no se puede esperar otra cosa que un mundo salvaje tiranizado por gente mezquina. No es culpa del lobo atacar a la oveja sino del pastor el no impedirlo. Hay gente a la que o atas con soga corta o es inevitable que haga estropicios. ¿Y qué son las leyes sino las sogas de los humanos? El problema es que la soga corta se usa para la gente de bien y a la gentuza, a la que más sujeta habría que mantener, a ésa le dejan una soga tan larga que le permite irse de cacería. Es el mundo al revés. En el fondo la culpa es de los tontos por permitirlo. Los muchachos, explotados sin compasión, tenían derecho a rebelarse contra él, y sin embargo, ¿eran en esencia distintos? ¿Cuántos de ellos, en su misma posición, no se comportarían igual? ¿Acaso ellos no condenan a los tercermundistas a malvivir? ¿Y cuántos de ellos se consideran malvados? ¿Cuánto son en verdad malvados? ¿Cuántos son realmente conscientes de su naturaleza perversa? ¿Son verdaderamente perversos o sólo egoístas? Las cosas no son tan sencillas. Nada hay más difícil que tasar la valía de un hombre. La gente se adecúa a las circunstancias. Eso es todo. La gente reclama remordimientos de conciencia a quienes los castigan y sin embargo se autoindultan por los males que ocasionan a terceros. La única diferencia es que el jefe explotaba a los muchachos de forma deliberada mientras que ellos no son del todo conscientes ni responsables directos de la injusticia reinante, aunque sean cómplices pasivos. Participan de la injusticia porque les conviene, exactamente igual que el jefe se aprovechaba de una legislación injusta porque le interesaba. Al final, ¿quién puede reprocharle nada a nadie si todos en la medida de sus posibilidades hacen lo mismo? ¿O es que sólo hay que juzgar el egoísmo en grados de perjuicio?
En estas reflexiones estaba cuando al mostrarme una serie de fotografías tomadas durante su infancia en el colegio, antes de ser recluida en el internado, me llamó la atención que en todas ellas uno de los críos tenía siempre fijos sus ojos en ella, mirándola el infante con una devoción precoz harto inaudita. Y su cara me resultaba familiar.
—Vaya, ese crío estaba enamorado de ti —le dije señalándolo—. Fíjate cómo te mira.
—¿No lo reconoces?
Fijé mi vista en él.
—¿Lo conozco?
—Es Jonny —me dijo con la tristeza de un ser angelical que lamenta no haber sabido corresponder a quien siempre la ha amado.
Me quedé a cuadros.
Cuando terminó de mostrarme el álbum lo cerró con cuidado y lo dejó sobre la mesita. Tenía ojos melancólicos y una sonrisa de ensueño. Pero un vago pensamiento me impedía concentrarme en ella: Jonny. Acababa de encontrar la pieza del rompecabezas que me faltaba. ¡Y vaya pieza! Al final resultaba que no era la envidia sino el despecho el origen del mal. Qué callado se lo tenía. Mejor dicho: qué callado se lo tenían...