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En urgencias me tranquilizaron: no me había
roto la nariz. Lo había supuesto porque aunque me dolía mucho y
sangraba como un gorrino las otras veces el dolor había sido más
intenso. Pero por si las moscas. Lo del ojo sí que no era nada. Era
más la apariencia que otra cosa. Bastaba con que me aplicara una
pomada y en tres o cuatro días la inflamación remitiría. La verdad
es que el cabrito no tenía mal derechazo. Se notaba que me atizó
con ganas. Cuando la rabia viene de dentro, de lo más profundo y
atávico, se puede llegar a derribar a un toro de un puñetazo.
Por la mañana fui a buscarlo a su casa. No
para vengarme, sino porque necesitaba más que nunca hablar con él
largo y tendido. Quería explicaciones. Muchas explicaciones. Y
sobre todo calmarlo. Su actitud descontrolada podía dar al traste
con la revolución. Ese loco, en un arrebato, podía echarlo todo a
perder. Lo había tomado por el más cuerdo y al final resultaba que
era un majadero. Sólo hay una cosa por la que un hombre puede
perder el juicio de esa manera. La verdad es que tenía la mosca
detrás de la oreja desde hacía tiempo. Pensé que al verme con el
ojo a la virulé y la nariz más desequilibrada que la torre de Pisa
se arrepentiría y confesaría. A fin de cuentas mi maltrecho careto
era obra suya. Si no quería firmarlo, al menos que se arrepintiera
de la autoría. Estaba dispuesto a perdonarlo porque sabía que no
era mal tipo y si a un amigo no se le perdona un puñetazo, ¿qué ha
de hacerse con las coces con que el resto nos obsequia a diario?
Pero no hubo manera. Era más fácil encontrar a un perro rabioso que
hubiera escapado de la perrera. Sus vecinos no lo habían vuelto a
ver desde el viernes. Se había esfumado como por arte de magia.
Empecé a temer que hubiera hecho una locura. El dolor, el
arrepentimiento y el alcohol son un combinado mortal.
El lunes acudí a la fábrica con unas ojeras
de camarera de barra vertical. Entre Jonny y Sonia me estaban
matando. La única propina que recibí casi me deja tuerto. Y encima
ahora el jefe no sólo me tenía ojeriza por considerarme cómplice de
una revuelta ciudadana que lo estaba poniendo en su sitio sino
porque además conocía los encajes de la lencería fina de su
princesita. Ahí es nada. Una reprimenda le podía costar a su hija
tres orgasmos seguidos. Desconocía la magnitud del odio que Jonny
le profesaba, pero conocía muy bien el sentimiento contrario que a
mí me embargaba, capaz de ridiculizar hasta las mejores
leyendas.
Y hablando de Sonia, se dejó caer por la
fábrica a media mañana. ¡Al fin! Me buscó disimuladamente y al
verme el ojo hinchado y la nariz como la de un espeleólogo ciego le
traicionaron los sentimientos. Si a mí me dio un vuelco el corazón
lo de ella fue un centrifugado. Su fingida frialdad para conmigo,
que sin duda habría ensayado durante toda la semana, se le disolvió
en las pupilas, tan amorosas. Ardía en deseos de saber qué me había
pasado y, como hipnotizada, no dejó de buscarme durante todo el
día. El amor venció al enfado, derrotándolo con su sola razón, a
veces de una lucidez que asusta. Notando entonces yo que su orgullo
femenino le impedía señalarme el lugar del encuentro, por más que
lo provocara descaradamente supervisando los lugares más recónditos
de la fábrica, aquéllos que podrían escamotear nuestros amores a
los ojos indiscretos, me hice un tanto de rogar, siguiendo el juego
hasta la tarde, en que ya no pude sofrenar mi desbocado
pecho.
La hallé detrás de unos palés contando las
astillas. Me apoyé sin decir ni mu a su vera mientras me
interrogaba con la mirada. Sus ojos irradiaban tal energía que casi
me curan el mío maltrecho.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó con voz
temblorosa, incapaz de contener un solo segundo más tanta
ternura.
—Nada, no tiene importancia, un accidente
doméstico —le respondí muy en mi papel de tipo duro.
Sonia detectó la mentira. Una vez más su
intuición resultó infalible. Se le pusieron los ojos acuosos y un
susurro dulce como miel venérea le rezumó de los labios para
expresarme cuánto me amaba, se me tiró al cuello y empezó a besarme
con una pasión desenfrenada, como si acabase de regresar del frente
por sorpresa después de que le hubieran anunciado mi fusilamiento
por dar de comer al enemigo.
—Por favor, no quiero que nos volvamos a
pelear —me dijo no recuerdo si con la voz o con los ojos—. Llevas
razón, llévame contigo, vámonos donde sea, lejos de aquí.
—Cuidado, nos puede sorprender tu padre —la
frené tratando de calmarla y calmarme a mí mismo.
—Me da igual —me replicó presa de una pasión
incontenible.
Yo, que tenía muchos más motivos que ella
para temer al energúmeno de su padre, traté de enfriarla. Si el
calentón iba en aumento podía arder Troya. Y yo sería la
yesca.
—Para —insistí—. ¿Confías en mí? Quiero que
hoy no vuelvas sola a casa. Vete con tu padre. Y no salgas.
—¿Qué sucede? —me preguntó alarmada,
acariciándome la maltrecha nariz.
—Nada, es sólo un presentimiento. Una
tontería. Pero por si acaso.
No quería contarle que el de las pedradas
era el loco de Jonny y que andaba suelto, descontrolado y borracho,
odiando al mundo y más profundamente odiándose a sí mismo.
—¿Está en peligro mi padre? —inquirió el ser
angelical, despreocupada de su propia persona.
—No, no. Ya te digo que seguramente sea una
neura mía, pero más vale prevenir.
—Entonces déjame cuidarte. Iré a tu casa y
te cuidaré. Lo que te ha pasado es por mi culpa. Seguro que te has
metido en una pelea. Te compensaré por el daño que te he hecho, he
sido una idiota.
—¿Qué daño me vas a hacer tú? No, no, tú
hazme caso, no es buena idea que vengas a mi casa. Si tu padre se
entera...
—Calla —me ordenó—. Sé que mi padre te ha
prohibido verme. Por eso seré yo quien irá a verte a ti, ¿qué culpa
tienes tú? Soy libre de ir donde quiero —dijo con mucha picardía—.
Quiero cuidarte y no hay nada que discutir.
—No, hazme caso, ahora no. Tienes toda la
vida para cuidarme.
Sellamos la reconciliación con un beso de
película. Después, por prudencia, la conminé a separarnos y vernos
al día siguiente allí mismo, al amparo de los palés.
Al salir del trabajo me pasé por el piso de
Jonny. De nuevo en balde. Se lo había tragado la tierra. Tomé la
determinación de que si en dos días no aparecía avisaría a un
sabueso amigo mío.
Al regresar a casa cuál no sería mi sorpresa
al ver a Sonia sentada en las escaleras de la entrada. Temí que
hubiera sucedido una tragedia, pero me recibió con tal sonrisa que
resoplé al instante. Lo único terrible que sucedía es que me amaba
demasiado. Y no era mujer de obedecer órdenes que refrenaran su
pasión. Mis advertencias cayeron en saco roto.
Después de gozarnos cuantos perdones puedan
imaginarse me contó que habían optado por despedir a todo el
personal y que se estaban organizando poco a poco para llevar la
casa adelante ellos solos. Aunque era un desastre. Acostumbrados a
ser servidos, no sabían hacer la o con un canuto. Además la casa
era enorme y no daban abasto. Y por si fuera poco tenían que
comprarlo todo envasado porque si lo querían fresco se la colaban
caliente. Y lo de comer fuera ni pensarlo. Su padre lo intentó y le
dieron corcho en lugar de pechuga. Eso y el mal trago de ser
tratado como el diablo lo disuadió de intentarlo de nuevo. Estaba
que se subía por las paredes, a punto de claudicar.
Después de contarme sus penurias se levantó
y hurgó en una de las bolsas que había traído. Sacó un álbum
fotográfico de volumen considerable. Se acurrucó junto a mí entre
las sábanas y lo abrió para compartir conmigo la historia gráfica
de su vida. ¡Qué tostón! Pasaba las páginas acariciando levemente
las imágenes, detallándome, embargada por la melancolía, dónde y
cuándo se hicieron y quiénes las protagonizaban. A mí me llamaban
la atención aquéllas en que aparecía el jefe en su jardín con
atuendo hawaiano. Parecía otro. Quien no conociera al ogro en su
hábitat natural y tuviera que juzgarlo con un tercio en la mano
junto a la barbacoa diría que era un tipo corriente, uno más del
montón. Hasta parecía buena gente. Es increíble cuánto puede una
sociedad inmoral pervertir la naturaleza de un hombre. Era inútil
esperar que Sonia lo criminalizara. Lejos de ser un monstruo, para
ella había sido un buen padre, atento y protector. ¿Se ha de pesar
a las personas en una balanza atendiendo cada cual al platillo en
que se encuentre, juzgándolas con toda la severidad que concierne a
sus circunstancias personales? ¿O hay que valorar sus múltiples
facetas? Porque monstruos absolutos hay tan pocos como santos. En
realidad el jefe no hacía nada distinto del común de los mortales,
que es guiarse por su natural egoísmo y mirar sólo por su propio
interés. Su situación privilegiada es la que magnificaba su mal
obrar por la sencilla razón de que sus consecuencias eran más
graves. En parte llevaba razón Sonia al exculparlo argumentando que
las leyes no las hacía él. Si otros más desalmados hacen leyes
injustas no se puede esperar otra cosa que un mundo salvaje
tiranizado por gente mezquina. No es culpa del lobo atacar a la
oveja sino del pastor el no impedirlo. Hay gente a la que o atas
con soga corta o es inevitable que haga estropicios. ¿Y qué son las
leyes sino las sogas de los humanos? El problema es que la soga
corta se usa para la gente de bien y a la gentuza, a la que más
sujeta habría que mantener, a ésa le dejan una soga tan larga que
le permite irse de cacería. Es el mundo al revés. En el fondo la
culpa es de los tontos por permitirlo. Los muchachos, explotados
sin compasión, tenían derecho a rebelarse contra él, y sin embargo,
¿eran en esencia distintos? ¿Cuántos de ellos, en su misma
posición, no se comportarían igual? ¿Acaso ellos no condenan a los
tercermundistas a malvivir? ¿Y cuántos de ellos se consideran
malvados? ¿Cuánto son en verdad malvados? ¿Cuántos son realmente
conscientes de su naturaleza perversa? ¿Son verdaderamente
perversos o sólo egoístas? Las cosas no son tan sencillas. Nada hay
más difícil que tasar la valía de un hombre. La gente se adecúa a
las circunstancias. Eso es todo. La gente reclama remordimientos de
conciencia a quienes los castigan y sin embargo se autoindultan por
los males que ocasionan a terceros. La única diferencia es que el
jefe explotaba a los muchachos de forma deliberada mientras que
ellos no son del todo conscientes ni responsables directos de la
injusticia reinante, aunque sean cómplices pasivos. Participan de
la injusticia porque les conviene, exactamente igual que el jefe se
aprovechaba de una legislación injusta porque le interesaba. Al
final, ¿quién puede reprocharle nada a nadie si todos en la medida
de sus posibilidades hacen lo mismo? ¿O es que sólo hay que juzgar
el egoísmo en grados de perjuicio?
En estas reflexiones estaba cuando al
mostrarme una serie de fotografías tomadas durante su infancia en
el colegio, antes de ser recluida en el internado, me llamó la
atención que en todas ellas uno de los críos tenía siempre fijos
sus ojos en ella, mirándola el infante con una devoción precoz
harto inaudita. Y su cara me resultaba familiar.
—Vaya, ese crío estaba enamorado de ti —le
dije señalándolo—. Fíjate cómo te mira.
—¿No lo reconoces?
Fijé mi vista en él.
—¿Lo conozco?
—Es Jonny —me dijo con la tristeza de un ser
angelical que lamenta no haber sabido corresponder a quien siempre
la ha amado.
Me quedé a cuadros.
Cuando terminó de mostrarme el álbum lo
cerró con cuidado y lo dejó sobre la mesita. Tenía ojos
melancólicos y una sonrisa de ensueño. Pero un vago pensamiento me
impedía concentrarme en ella: Jonny. Acababa de encontrar la pieza
del rompecabezas que me faltaba. ¡Y vaya pieza! Al final resultaba
que no era la envidia sino el despecho el origen del mal. Qué
callado se lo tenía. Mejor dicho: qué callado se lo tenían...