20
Desde que empezó la traca a Sonia se le
calmó el ímpetu amatorio. Su necesidad imperiosa de sexo salvaje
como sucedáneo de narcóticos se transformó en una necesidad de
ternura ilimitada. Ahora sólo quería arrumacos y besos. La gueisa
ninfómana se transformó en una vestal entrenada para el martirio.
Los preliminares no terminaban nunca. Se las ingeniaba para
colocarse encima y una vez tomado el mando echaba el freno de mano,
anclaba su pelvis sobre la mía y me besaba larga, parsimoniosa,
dulcemente, ósculos que duraban cinco o diez minutos, como si
fuéramos adolescentes saboreando las primeras mieles y el apremio
del sexo fuera una excusa para acariciarnos. Todo mi esfuerzo
consistía en convencerla de que no pasaría nada, de que no habría
ni una revolución sangrienta, ni muertos, ni heridos ni nada de
nada. Notaba cómo ella hacía un esfuerzo inmenso para creerme
mientras me besaba con tanta ternura y me miraba con osos ojos
suyos tan intensos, húmedos de tanto amor y tanto afecto que me
hacían sentir un miserable por mentirle tan descaradamente. ¡¿Y yo
qué sabía lo que iba a pasar?!
El otro que me quitaba el sueño era Jonny.
Desde la cena en La milonga no se le
había vuelto a ver el pelo. No había participado en ninguna acción
y había dejado de acudir a las reuniones, que ahora eran casi
diarias en el garaje de Pascual. Me acerqué varias veces a su
apartamento pero no me abrió. Sólo una vez lo vi en la calle y me
dio esquinazo. Yo no salía de mi asombro. No entendía nada. Algunos
muchachos comenzaron a sospechar de él, acusándolo de haberse
vendido, de ser un topo y cosas peores. Yo lo conocía lo
suficientemente bien para saber que no era un traidor. Si nos la
hubiera querido jugar lo habría hecho antes, desbaratando los
planes. Hasta estuvo con nosotros el día que fuimos a amargarle la
cena al alcalde. Podía habernos delatado y haberlo impedido. No,
ésa no era la razón, era otra que desconocía y tenía que averiguar,
porque cada vez tenía más claro que era él quien amenazaba al jefe.
El descartarse de esta manera de lo que estaba pasando, y que era
un éxito, demostraba que lo suyo era inquina personal contra el
jefe, nada que ver con el trabajo ni la reivindicación colectiva
contra la injusticia. El jefe no anduvo desacertado al señalarlo.
El problema es que no sabía ni tenía forma de averiguar por qué
Jonny podía odiarlo tanto.
En cuanto al movimiento, se fue afianzando
poco a poco y, contra todo pronóstico, con una templanza modélica.
La maquinaria de presión empezaba a dar sus frutos. Los canallas se
lamían las ojeras. Estaban desquiciados, dando los primeros
síntomas de agotamiento. Organizaban conciliábulos en sus casas,
había atisbos de esperanza, de que no tardarían en claudicar y dar
sus brazos a torcer, que se rendirían al poder de una fuerza hasta
entonces desconocida para ellos: la de un pueblo cohesionado e
insobornable. Se puede decir que todo iba sobre ruedas y era
cuestión de días que llegara la victoria. Hasta que sucedió algo
inesperado, un incidente que cambió las cosas. Fue el miércoles por
la noche. Un vándalo apedreó la casa del jefe, haciendo añicos
varios cristales. Podía haber sido un loco cualquiera, un idiota o
un delincuente contratado por ellos mismos para darle la vuelta a
la tortilla y poder así fingirse víctimas. Fuera quien fuese, el
caso es que aprovecharon el suceso muy hábilmente, dedicándose a
magnificarlo para sembrar cizaña y cubrir de ignominia a todo un
colectivo pacífico y de conducta irreprochable. La acción aislada
de un descerebrado que ni siquiera se sabía de qué parte estaba
arrojó una sombra de sospecha sobre el movimiento. Al día siguiente
los medios se explayaron hasta el vómito haciendo de las pedradas
morteros cargados con cabezas nucleares. Una cosa exagerada hasta
el ridículo, pero que empezó a generar dudas sobre la bondad de
nuestras intenciones, envenenando a la opinión pública, siempre tan
sugestionable. Fueron muchos los que comenzaron a creerse a pies
juntillas todo ese rollo de que encubríamos rasgos violentos, que
éramos unos facinerosos, nosotros, que nos estábamos jugando el
pellejo luchando por sus derechos. Siempre la misma historia.
A la tarde siguiente los muchachos
prefirieron reunirse en el bar. Eso me alivió. Al menos no le
destrozarían el garaje a Pascual. Nada más entrar me vino un tufo a
rabia y principio de bronca que me hizo temer lo peor. Estaban
medio borrachos y al parecer había habido varias trifulcas.
Aireaban rencillas particulares. No había quién se aclarara. Tenían
el morro torcido y la lengua larga. Allí no se libraba ni dios de
que le mentaran a sus muertos. Esto es lo que querían los canallas,
que se enzarzaran entre sí. Si Jonny hubiera estado presente habría
sonreído, recordándome que me lo había advertido. Pero no estaba y
eso casi que me preocupaba más que la bronca que había
montada.
La cuestión es que allí estaban
recriminándose los unos a los otros todas las culpabilidades
habidas y por haber, lamentando algunos que las pedradas no
hubieran formado parte del plan desde el principio, porque ahora un
solo incidente aislado nos podía hundir. Tenían claro que los
canallas habían contratado a un delincuente para cometer la
fechoría y cargarnos el mochuelo. Al menos, se lamentaban, si
hubiéramos sido nosotros hubiéramos apuntado bien y hubiéramos
descalabrado a alguno. Aquello era batiburrillo verdulero,
reprochándose mutuamente esto y aquello; los unos la emprendían con
los otros tildándolos de pusilánimes y aquéllos se defendían
tachándolos de violentos. En lo único que estaban de acuerdo era en
que ninguno de los presentes había sido, que nos habían tendido una
trampa, que era un contraataque para criminalizarnos y ponernos en
jaque. Yo, en cambio, no las tenía todas conmigo. Era una
estratagema demasiado burda hasta para semejantes desalmados. No
tenía ningún sentido que radicalizásemos la protesta ahora que
empezaba a dar sus frutos y el viento nos soplaba de cara. Eso
sería tirar piedras en nuestro propio tejado. Cualquier juez se
olería la jugada a un quilómetro. Claro que los jueces no siempre
son imparciales y era una baza con la que podían jugar. En realidad
no se podía descartar nada.
La cuestión es que en mitad del alboroto
aparecieron dos agentes de la secreta. Asomaron por allí como por
arte de magia, justo en el momento preciso. Se originó un tenso
silencio. Los muchachos se sentían víctimas de una abominable y
perversa jugada bajuna y aquello era una provocación en toda regla.
Los cabritos supieron encontrarnos a todos reunidos y con las
lenguas flojas por el alcohol. Sin duda sabían lo que se hacían.
Crucé los dedos para que el relumbrón de una navaja no nos asestara
el golpe mortal.
Mientras se paseaban por el bar solicitando
arbitrariamente la identificación a diestro y siniestro, como quien
merodea por el lugar del crimen en busca de pruebas, la indignación
de los muchachos fue en aumento. Si las miradas matasen habrían
acabado abiertos en canal. Ellos no se amedrentaban lo más mínimo,
interrogando con altivez, con esa soberbia que confiere la
autoridad. Los estaban provocando adrede, buscando el resquicio
psicológico que pudiera darles un as, escogiendo con mucho tino
para interrogarlos a los que veían más pardillos, conocedores de
que la tensión es amiga de los deslices verbales más
comprometedores.
Hubo un momento delicado cuando uno de ellos
se dirigió a Pascual y éste se negó a responder. Dos de los
muchachos que estaban a su lado lo convencieron para que no
complicara las cosas. Fue un momento de máxima tensión porque desde
el capítulo del banco Pascual era imprevisible. El policía debía
conocer la historia ya que su actitud con él fue diferente, se
dirigió hacia él con más chulería de lo normal.
—Somos trabajadores honrados, no
delincuentes —le increpó Pascual con desprecio.
—Querrá decir ex trabajadores —le contestó
el secreta con tanta flema como mala leche.
—Es mejor no trabajar que ser un lacayo de
la gentuza que gobierna —le espetó Pascual.
Los muchachos lo calmaron para que no
cediera a la provocación.
—Lo que queréis es cargarnos el muerto
porque no podéis con nosotros —insistió Pascual, encarado con el
policía—. Seguro que habéis sido vosotros. Vosotros que obedecéis
como perros aunque os ordenen morder a vuestros propios
padres.
Los muchachos, viendo que aquello podía
acabar mal, lo agarraron por la fuerza y se lo llevaron de allí
antes de que el policía atajara por la directa. El otro policía, de
más rango, le hizo un gesto a su compañero para que no insistiera y
éste obedeció sin rechistar, aunque buscándolo de reojo con cara de
malas pulgas.
Lo mío fue todavía más descarado. Sólo por
la forma en que me pidieron el dni ya supe que venían a tiro hecho.
Para sacarme de allí alegaron que querían interrogarme en
comisaría. Si se descuidan me ponen las esposas. Por supuesto,
distó mucho de ser un interrogatorio al uso. Para empezar, ni
siquiera fuimos a comisaría. Estuvimos dando vueltas en el coche,
charlando en tono distendido. El jefe les había puesto al corriente
y sabían quién era yo. Querían saber qué había averiguado. Como
noté que estaban un poco verdes jugué al ratón y al gato, sin
mostrarles mis cartas pero sin mostrarme esquivo. Es decir, les
vendí humo. En cambio, yo sí que averigüé que no tenían ni idea de
que yo era el líder de la revuelta. Esto me facilitó el manejarlos
a mi antojo, sacándoles los colores como a dos pardillos. Les afeé
la poca profesionalidad al llevarme con ellos sin una buena
justificación y ahí los desarmé como a dos pipiolos. Me habían
vendido delante de los muchachos, les recriminé. Si alguno hilaba
fino podría olerse el pescado. Aunque yo sabía, claro, que no
levantaría sospechas, porque la gente, por inepta que sea, tiene
tendencia a pensar que los demás sí son profesionales, de ahí el
miedo injustificado que se tiene a tratar con los uniformados. La
gente ha visto demasiadas películas de la Gestapo. Los muchachos
darían por sentado que la poli sabía que yo era el ideólogo y ésa
era la razón por la que me llevaban con ellos. Pero resulta que no,
que no tenían ni idea, que me sacaron de allí sólo porque era un
detective a sueldo del jefe y me creían de su lado.
Avergonzados por su torpeza, se mostraron
receptivos, dejándome entrever que el vándalo no había dejado
huellas y no encontraban la relación entre este acto y la
revolución que habíamos armado. O dicho de otro modo, que estaban
dando palos de ciego. Esto me aclaró dos cosas: primero que
estábamos a salvo y segundo que no había sido una trampa. Lo
primero, obviamente, me alivió, mientras que lo segundó me
inquietó. Y como si me leyeran el pensamiento me preguntaron por
Jonny. Jonny, maldito loco. A lo mejor no eran tan pardillos como
parecían y sabían más de lo que insinuaban. Estos sabuesos se las
saben todas. Te crees que los estás engañando y te la están
clavando cruzada. En realidad, me aclararon, estaban dando un rodeo
antes de dirigirse a casa de Jonny para interrogarlo. Por eso
querían hablar conmigo primero, para que les contara. Lógicamente,
les dije que Jonny estaba fuera de mi quiniela. Quise saber por qué
apuntaban hacia él y me dijeron que había indicios de que pudiera
estar detrás del asunto. Eso sí, no supieron explicarme qué les
llevaba a tal conclusión. O no quisieron hacerlo. A bote pronto lo
atribuí a la tirria que el jefe le tenía. Se lo habría señalado.
Pero después, pensando con más calma, no le encontré ningún
sentido. No veía la conexión entre la revuelta ciudadana, la
agresión y Jonny. Era obvio que no tenían ninguna prueba, ni contra
él ni contra nadie, y una acusación lanzada por la víctima
furibunda del ataque no justificaba su interrogatorio por informal
que fuera. No al menos el de unos agentes profesionales. Sin prueba
alguna llamarlo al orden era ponerlo sobre aviso de que lo tenían
fichado y eso sería un error imperdonable. Los cabritos me
ocultaban algo, ya no tenía dudas. ¡Todo el mundo me ocultaba algo
en ese maldito pueblo!
Nada más dejarme fui corriendo a casa de
Jonny. Al ver el coche de los secretas aparcado en la acera esperé
fuera merodeando. En cuanto se largaron llamé y Jonny respondió
malhumorado pensando que todavía no habían acabado con él. Al oír
mi voz enmudeció y pensé que me colgaría el interfono. Sin embargo
me dijo que esperase. Tardó diez minutos en bajar. Llegué a pensar
que no lo haría y debo reconocer que me puse nervioso. Me
preocupaba la reacción de los muchachos cuando supieran que la poli
lo había interrogado. Era cada vez más impopular. No se puede hacer
nada peor que dejar una lucha a medias sin dar explicaciones. Y muy
convincentes. La cosa pintaba fea para él. Si hubiera seguido con
nosotros habría sido fácil justificarlo, podía decirle a los
muchachos que la poli, en su afán por confrontar a los sublevados,
querían darle un trato de privilegio para despertar recelos y
envidias entre los demás, que rara vez toleran las
individualidades. Pero Jonny no sólo se había apartado de la lucha,
es que ni siquiera cuando estuvo fue uno de los más activos del
grupo. Ni la excusa del chivo expiatorio colaba con él. Éste sí que
sería un frente difícil de defender. Me las tendría que ingeniar,
llegado el caso, para protegerlo de la furia irracional del
colectivo. No iba a permitir que lo despedazaran. A pesar de sus
rarezas y su comportamiento arisco de los últimos días yo sabía que
era un tipo legal, mucho más noble que todos ellos juntos y que
cualquiera que fuera la razón por la que actuaba así no era por
fastidiar la marrana. Algo muy grave le estaba fundiendo las
neuronas.
Al fin se abrió la puerta y apareció con un
cigarro entre los dientes, mirándome con desagrado. Olía a alcohol
barato y a dormir vestido. Estaba medio borracho y tenía un aspecto
horrible.
—¿Qué quieres? —me interpeló con acritud,
mirándome como a un traidor, como si lo hubiera apuñalado por la
espalda y ahora me hiciera el inocente.
—Llevo una semana buscándote. ¿Por qué me
huyes? ¿Qué te pasa?
—¿Qué quieres? —insistió con frialdad.
Apenas podía fijar la mirada ni quedarse quieto de lo borracho que
estaba.
—¿Se puede saber qué narices te
ocurre?
—Dímelo tú.
—¿Cómo que te lo diga yo? Y yo que sé qué te
pasa.
Jonny chasqueó la lengua y miró en
derredor.
—Bueno, me dices qué quieres o me voy.
—¿Por qué te han interrogado? —le pregunté
sin cortapisas.
—Ah, es por eso. ¿Y cómo sabes que me han
interrogado? ¿Te lo han chivado? ¿O es que has venido con
ellos?
—Han ido al bar, donde estaba con los
muchachos, y me han llevado a comisaría para interrogarme. En
cuanto me han soltado he venido corriendo para avisarte de que
están cogiéndonos la matrícula. Y justo al llegar los he visto
salir. Dime, ¿por qué te han interrogado, qué querían?
—Ellos sabrán.
—Alguna razón tendrán para venir aposta a tu
casa.
—Pregúntales. ¿No te hacen de taxista? Los
taxistas chismorrean con sus clientes, ¿no?
—No seas idiota, ya te lo he explicado. Sólo
quiero ayudarte.
Jonny se giró hacia mí, atravesándome con la
mirada. Era odio.
—¿Por qué no acudes a las reuniones? Al
menos déjate ver. Los muchachos empiezan a mosquearse contigo y ya
no sé qué decirles. Como piensen que has sido tú y los estás
traicionando vendrán a por ti y no podré pararlos.
—Explícaselo tú por qué ya no me dejo ver
—fue su gélida y misteriosa respuesta.
—Maldita sea, ¿quieres explicarme qué
sucede?
Jonny volteó de nuevo la vista al
vacío.
—No soy yo el traidor —escupió con una
retranca forzada y sarcástica.
—¿Quién te ha traicionado a ti?
Me atravesó de nuevo con la mirada.
—¿Piensas que yo te he traicionado? ¿Cómo te
he traicionado? ¿Por qué no hablas claro?
La conversación comenzaba a desesperarme
porque no tenía ni la más remota idea de qué me estaba hablando y
en las condiciones en que se hallaba era imposible sonsacarle
nada.
—Vale, no me lo digas si no quieres. Pero
que te quede claro que yo no he traicionado a nadie. No sé qué
película te has montado pero nunca os traicionaría. Ni a ti ni a
ellos. Y ahora déjame ayudarte porque te puedes meter en un buen
lío. Dime, ¿qué te han preguntado?
Jonny frunció el entretejo y sonrió, como
dándome a entender que yo debería saberlo, lo que me heló la
sangre. Se giró de nuevo hacia mí, pero sin levantar la vista del
suelo.
—Creen que he apedreado la casa del jefe y
querían saber si tengo una coartada.
—¿Y la tienes?
—¿Tú qué crees?
—Dímelo tú.
—Estaba en casa durmiendo. Solo —agregó
enfatizando el vocablo y mirándome de nuevo con odio.
—Bueno, tengo cosas que hacer —dijo con
acritud, girando sobre los talones y entrando en el edificio,
dejándome plantado con tres palmos de narices.