Unas aclaraciones quizá innecesarias
Sobre De correctione rusticorum
Braga, la Bracara Augusta de los romanos, no cayó en poder de Leovigildo en ese año de 576. No hizo falta, pues cuando sus ejércitos cercaban la ciudad, el rey suevo Miro pactó la paz a cambio de someterse a vasallaje del visigodo. Probablemente, en la decisión de Leovigildo de aceptar la oferta de paz influyó la noticia de una rebelión de campesinos que acababa de estallar en Sierra Morena y que le obligaba a abandonar la guerra en el norte para imponer el orden en su propio reino.
Fuera como fuese, el reino suevo de Gallaecia, que había sido el primero en formarse durante la desmembración del Imperio Romano, vivía sus últimos años. En 585, Leovigildo volvió a invadirlo y esta vez se apoderó del tesoro real suevo y devastó el reino, que se convirtió en una nueva provincia visigoda.
Martiño de Braga no alcanzó a verlo. Murió hacia 579 o 580 y fue enterrado en la capilla de san Martín de Tours del monasterio de Dumio, junto a las reliquias que había traído de la corte de los francos. En su sarcófago se grabó una inscripción que él mismo redactó. Dice así:
Nacido en Panonia, llegué atravesando los anchos mares y arrastrado por un instinto divino, a esta tierra gallega, que me acogió en su seno. Fui consagrado obispo en esta iglesia tuya, ¡oh glorioso confesor san Martín!; restauré la religión y las cosas sagradas, y habiéndome esforzado por seguir tus huellas, yo, tu servidor Martín, que tengo tu nombre, pero no tus méritos, descanso aquí en la paz de Cristo.
Evidentemente, cuanto se narra aquí es solo fruto de mi calenturienta imaginación. Sin embargo, he procurado reflejar lo más exactamente posible el ambiente de la época y me he ajustado cuanto he podido a los datos históricos de que disponemos, que por otra parte son bien pocos. El carácter de Martiño de Dumio es, por supuesto, inventado, así como las peripecias por las que atraviesa en este relato.
Aunque quizá no todo sea producto de mi imaginación. El epitafio de Martiño es muy elocuente: habla un hombre convencido de que dios le guía (“arrastrado por un instinto divino”), satisfecho con su obra (“restauré la religión y las cosas sagradas”), empeñado en una misión (“habiéndome esforzado por seguir tus huellas”, esto es, por extirpar el paganismo) y falsamente humilde (afirma “que tengo tu nombre, pero no tus méritos” cuando precisamente acaba de proclamarlos). Refleja, pues, un hombre presuntuoso, altivo y, sobre todo, fanático en el sentido estricto del término: un hombre que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento sus creencias u opiniones. Un hombre que considera que todas las creencias que no son las suyas son supersticiones y que se impone la tarea de extirparlas.
Y un hombre así, tan firme en sus convicciones, es con frecuencia un converso. Alguien que “ha conocido el otro lado” y que “ha sentido la llamada”. Alguien como el propio Pablo de Tarso o Agustín de Hipona, ambos reconocidos “pecadores” antes de pasarse al bando de los buenos y transformarse en “santos”. Los conversos suelen ser los mayores fanáticos, y de ahí que me haya imaginado un Martiño con un pasado muy turbio que purgar.
El Martiño de Dumio histórico es autor de un texto que no tiene desperdicio, De correctione rusticorum, que da título al presente relato. En él condena con extrema dureza las creencias de las gentes de la Gallaecia, como encender velas a los árboles y fuentes, que las mujeres invoquen a Minerva cuando tejen o que presten atención al pie con que se levantan, por citar solo tres ejemplos. Considera que todas estas creencias son supersticiones, las tacha de demoníacas y trata de sustituirlas por lo que cree son las verdaderas creencias: protegerse del demonio mediante el signo de la cruz y adorar a un dios que se encarnó en hombre y se sacrificó por sus criaturas en vez de a las fuentes, los árboles y la naturaleza.
Siempre me llamó la atención la saña con la que la iglesia católica ha perseguido las creencias diferentes. En el fondo, es una simple cuestión de poder: el que impone las creencias es el que ejerce el poder. De ahí la lucha del Martiño histórico contra lo que él llama superstición y que, en buena medida, es una mezcla de creencias anteriores y nuevas. En la sociedad desvertebrada, dispersa y confusa de los inicios de la Edad Media, en ese mundo fundamentalmente rural, boscoso, que nunca había sido verdaderamente cristianizado, la mezcla de creencias —paganismo, priscilianismo, catolicismo— debía de ser apasionante, un caldo de cultivo en efervescencia. Martiño comprendió que solo si conseguía imponer su verdad conseguiría el control sobre ese mundo inestable.
Muchos personajes que los católicos consideran santos fueron auténticos fanáticos, personajes perturbados y extremistas que rechazaban con virulencia cuanto se alejara de su única y monolítica verdad. No solo esto: también solían exigir que los demás adorasen a su dios. Al margen del abuso mismo de la imposición de las creencias, es necesario sospechar de cualquiera que exija adoración para su dios. ¿Que dios puede ser tan inseguro para necesitar y exigir que los mortales le adoren? ¿Qué ser todopoderoso necesitaría para sentirse satisfecho que un insignificante humano le adorase? La respuesta, otra vez, no está en el dios, sino en el hombre: es la Iglesia —es el hombre— el que exige la adoración, porque solo así consigue el dominio. El poder.
En cualquier caso, la mentalidad del santo, ese fanatismo revestido de fuerza, determinación e intransigencia, creaba individuos singulares, y Martiño de Dumio lo fue sin ninguna duda. Imagino que por esa razón pasaron muchos al imaginario colectivo: en una época en la que la vida era una lucha diaria, en un mundo dominado por una naturaleza enemiga, en el que a las inclemencias del tiempo se unían las bandas de saqueadores y los ejércitos —la ley del más fuerte—, un hombre capaz de organizar, de aglutinar y de proteger a su rebaño sería, sin duda, un hombre venerado.
Un santo.
Sobre El bando perdedor
El siglo xv fue especialmente convulso en Galicia. El hambre, las epidemias, las guerras y los conflictos sociales, jinetes del Apocalipsis, asolaron esta tierra de un extremo a otro. Como suele suceder, los campesinos fueron los más perjudicados, pues en este siglo culminó un largo proceso de enajenación de la propiedad de la tierra y de sometimiento a la autoridad de los señores, tanto eclesiásticos como nobles. A medida que las dificultades aumentaban por causa de la climatología adversa y las epidemias, también lo hacía la presión de los señores que, ciegos a las coyunturas históricas, se empeñaban en mantener su nivel de vida. La respuesta fueron las guerras irmandiñas de 1431 y 1467.
El primer levantamiento se centró en el señorío de los Andrade y tuvo como espoleta la imposición por parte de Nuno Freire, señor de Andrade, de un nuevo tributo sobre sus vasallos. Los campesinos se organizaron en hermandad y, dirigidos por Roi Xordo, cercaron las fortalezas del conde. Pero esta sublevación, que llegó a levantar a unos diez mil campesinos y ciudadanos, fue finalmente derrotada en el campo de batalla por las fuerzas señoriales.
El segundo levantamiento tuvo su detonante en las continuas guerras señoriales que favorecieron la extensión del bandolerismo, a menudo propiciado, cuando no ejercido, por los propios señores. En esta ocasión, el levantamiento se difundió como la pólvora por todo el reino y se convirtió en una auténtica guerra civil que provocó el derribo de cerca de ciento treinta fortalezas y torres y la expulsión de los nobles del territorio en el año 1467. Dos años después, Pedro Madruga inició el contraataque feudal. Penetró en Galicia desde Portugal al frente de una tropa de arcabuceros y de un nutrido ejército. Pronto se le unieron el arzobispo compostelano y otros nobles, que acabaron derrotando a los ejércitos irmandiños.
Tras recuperar el poder señorial, estalló la guerra de sucesión entre Juana la Beltraneja e Isabel la Católica, lo que supuso, en definitiva, el regreso a la situación anterior: un campesinado y una población urbana sometidos y unos poderosos enzarzados en luchas que solo a ellos atañían.
El cerco de la torre de Tenorio, hoy inexistente, se enmarca en esta guerra civil nobiliaria. Pedro Madruga se declaró partidario de Juana y se enfrentó a los aliados de Isabel, entre ellos Gómez Pazos de Probén. Los sucesos que aquí se narran fueron recogidos en un texto de 1587, escrito por el letrado Juan de Ocampo y titulado Descendencia de los Pazos de Probén, aunque yo me he basado en el magnífico trabajo del profesor Carlos Barros publicado en su libro ¡Viva el-Rey! Ensaios medievais. En él, Barros analiza la evolución de los Pazos de Probén como modelos caballerescos en un momento en el que la rapiña, la codicia y el desprecio del débil eran las características más destacadas de la nobleza.
En el siglo xv, el modelo caballeresco estaba agotado. Sin embargo, se mantenía vivo a través de los cantares de gesta, llevados de un lado a otro del reino por los trovadores. Los héroes caballerescos seguían despertando la admiración y la imaginación de pajes y donceles, como le sucede a Xián y al Lopo niño en el relato. El contraste con la realidad debía de ser brutal, y para comprobarlo basta fijarse en dos ejemplos: Nuño Gómez de Puga, tenente de Allariz, y el propio Pedro Madruga, conde de Camiña y señor de Soutomaior. Los dos son personajes históricos. De sus rapiñas y correrías han quedado sobrados relatos y documentos, como esta queja vecinal recogida en una cédula real del 2 de diciembre de 1487 en la que se puede leer lo siguiente acerca de Nuño Gómez de Puga:
(...) tenía consigo en la dicha fortaleza algunos criados y parientes suyos y les consentían que matasen ombres y se llevasen mujeres casadas e que matasen despues aquellos que las llevaban a sus maridos e por aquella cabsa se han desfecho ocho o nueve casas de oficiales que en la dicha villa vivían (...) e que ha consentido apalear muchos vecinos asy de la villa como del alfoz y a otros apaleaba por sus manos; e que les ha llevado muchas penas asy el dicho merino como los suyos (...)
En este contexto, la revuelta irmandiña (que, para la mentalidad nobiliaria suponía una violación del orden mismo de la creación) supuso una ruptura sin precedentes. Las injusticias eran tantas que fueron muchos los hidalgos y caballeros que participaron en la guerra del lado irmandiño. Algunos, como el capitán irmandiño Diego de Lemos, supieron cambiarse de bando a tiempo. De los otros, de los que fueron fieles hasta el final, nada se sabe. Pero no es descabellado suponer que tras la derrota irmandiña se convirtieran en parias, como le sucede en el relato al protagonista, Lopo Feixoo de Milmanda (que, este sí, es un personaje ficticio).
Fuera como fuese, el cerco de Tenorio terminó con la toma de la fortaleza por parte de Madruga. El conde de Camiña no se contentó con matar a Gómez Pazos de Probén, sino que intentó exterminar a su descendencia para evitar que en el futuro, en virtud del derecho de venganza, se volvieran contra él. Temía que la fama que Gómez había alcanzado por su férrea defensa del castillo se volviera en su contra. Pedro Madruga mató y cortó la cabeza a los dos primogénitos, Gómez y Fernando; a un tercero, Vasco, lo ganó para su causa tras tenerlo prisionero en el castillo de Soutomaior; al último hijo, Diego, le obligó a enterrar a sus hermanos degollados, pero el muchacho se abrió camino espada en mano y consiguió escapar al castillo de Penzo, en Vigo. Tras varias peripecias, terminó arruinado y su hijo Xácome, último Pazos de Probén, fue empadronado y obligado por los vecinos de Vigo a pagar impuestos, lo que suponía negar su origen noble.
La caballería había muerto.
Sobre El husmo de la tierra
La historia de Roi se centra en el tercer estamento que conforma la sociedad medieval. Es la única que no se basa en hechos reales documentados, y ello tiene una fácil explicación: los campesinos apenas dejaron huella en los documentos escritos. No formaban parte de la historia y sus nombres no aparecen en tratados y crónicas. Solo se puede seguir su evolución en los documentos contractuales como foros o contratos de compra venta y en los registros legales, juicios y sentencias, pero siempre como menciones aisladas y solo en unos pocos casos con exposición de algún aspecto concreto de sus vidas. De hecho, conocemos bastantes detalles de las revueltas irmandiñas precisamente por un proceso de 1526 en el que el arzobispo Juan Tabera pleitea con su antecesor Alonso de Fonseca III sobre la reconstrucción de las fortalezas del arzobispado.
Esa indefensión campesina es lo que me ha decidido a elegir un niño para simbolizar este grupo social. El campesino, como el niño, permanece al margen, ignora los hilos de la realidad que se mueven a su alrededor y vive sumido en el esfuerzo puro y duro por sobrevivir. El campesino no accede a la educación, que se limita a unas cuantas oraciones mal aprendidas y a los conocimientos que sobre cultivos y animales se transmiten de padres a hijos. Vive rodeado por el bosque, que en la mentalidad medieval dista mucho de ser el paraíso que hoy nos imaginamos los habitantes de las ciudades y es más bien territorio poblado por bandidos, fieras y seres mágicos, a veces benéficos pero, a menudo, dañinos. (Por cierto que me gustaría dejar testimonio aquí de un magnífico libro que me ha servido de base para reflejar muchas de estas creencias paganas: Diccionario dos seres míticos galegos, de Xoán R. Cuba, Antonio Reigosa y Xosé Miranda. A ellos mi agradecimiento y el testimonio de mi disfrute).
El campesino acepta la autoridad eclesiástica o nobiliaria como un mal inevitable, como acepta las enfermedades o el frío del invierno, y carga con los tributos y diezmos que alimentan a los otros dos estamentos como si tal fuera su naturaleza insoslayable. Cierto que a menudo pleitea contra esta o aquella carga, pero por lo general lo hace cuando un noble o un abad trata de imponer un nuevo tributo o reimplantar uno que ha caído en desuso, como el caso frecuente de resistencia contra la luctuosa, un impuesto que obligaba a pagar a la iglesia, tras la muerte del cabeza de familia, la mejor cabeza de ganado de cuatro patas.
Los abusos contra los campesinos son continuos. Basta un testimonio para conocer cuál es su lugar en la sociedad medieval: el de Bertrán de Born, un noble francés del siglo XII:
El labriego viene después del cerdo, por su especie y por sus maneras. La vida moral le repugna profundamente. Si por casualidad alcanza una gran riqueza, pierde la razón. Así pues, hace falta que su bolsa esté siempre vacía. Quien no domina a sus labriegos, no hace más que aumentar su maldad.
El campesino es reflejo de la sociedad en la que vive. Sus creencias, sus miedos y sus fobias son los de la sociedad en la que vive, acrecentados por la ignorancia en la que se le mantiene durante toda su existencia. En una sociedad supersticiosa, los campesinos son supersticiosos; en una sociedad inculta, son incultos; en una sociedad violenta, son violentos, y de ahí que las picotas y los ajusticiamientos públicos fueran espectáculos concurridos y que el hambre obligara a muchos a asaltar a los viajeros, como por otra parte hacían los nobles desde sus castillos.
La historia de Roi es ficticia y se nos puede antojar de una violencia exagerada, pero hay que tener presente que la niñez es un concepto relativamente reciente. En la Edad Media era frecuente que los niños trabajaran como pastores desde los seis años. Se encargaban de llevar a animales varias veces más grandes que ellos a los campos y de recogerlos por las noches. Su trabajo era necesario para la familia pero, además, servía de aprendizaje. No es comparable una sociedad como la actual, en la que la edad de incorporación del joven a la vida adulta se ha retrasado hasta bien adentrada la veintena o incluso la treintena, con una sociedad medieval en la que los jóvenes eran considerados adultos y se casaban a edades muy tempranas, con frecuencia apenas salidos de la pubertad.
Sobre Con los fierros
La muerte de Fernando I en 1065 y de la reina Sancha en 1067 abrió un período de conflictividad dinástica en los reinos del noroeste peninsular. En su testamento, Fernando y Sancha repartieron el reino entre sus hijos Sancho, Alfonso y García. Castilla quedó en manos del primogénito, Sancho. León, el territorio más rico, fue la herencia de Alfonso y Galicia le correspondió a García.
En 1068 la guerra civil se desató entre los hijos. Tras muchas vueltas y revueltas de la fortuna, Sancho fue asesinado y Alfonso se apoderó de León y Castilla. García, que había huido a Sevilla, regresó a Galicia con la intención de recuperar su reino. Pero Alfonso VI no estaba dispuesto a compartir lo que tanto le había costado ganar: atrajo con engaños a García y lo encerró, con cadenas, en la torre de Luna, en León.
El rey García permaneció diecisiete años encerrado y encadenado, hasta su muerte en 1090. Tras su fallecimiento fue enterrado en el Panteón Real de San Isidoro de León.
Al margen de la recreación del hecho histórico de la muerte de García, Con los fierros tiene una segunda lectura. El rey, como los miembros de los demás estamentos, es reflejo de la sociedad en la que vive. La corte real es un compendio de las virtudes y defectos de esa sociedad. Y, en un mundo dominado por el cristianismo, esos defectos, esos pecados, no pueden ser sino los siete pecados capitales que se ocultan en los distintos personajes de esta singular corte, desde los soldados al físico, el capellán o el mismo rey prisionero.
Solo he querido salvar a uno, solo uno muestra compasión y tristeza por la muerte del monarca: el juglar. En un mundo encorsetado, simboliza el aire fresco de la libertad.
Fran Zabaleta