En algún lugar del reino suevo de Gallaecia. Invierno de 550
—Os acordaréis de esto, vaya si os acordaréis, ¡no sabéis con quién estáis tratando!
Las olas del delirio lo arrebataban y lo dejaban exhausto. En su inconsciencia su voz se hacía látigo y ultraje, mas al punto se tornaba meliflua, lisonjera. Los dislates atravesaban la máscara del rostro y se vertían en derredor como un pantano henchido por las aguas de la invernada. Luego huía toda imagen y el rostro se distendía en la nada.
—Fue una obra de caridad, lo juro por lo que más queráis...
Día tras día, Sulpicio luchaba. Sentía el sudor y el ardor, el volcán que le inflamaba las entrañas y la negrura infinita que le rodeaba. Y luchaba. De súbito una voz le alcanzaba como un rayo divino y su cuerpo se crispaba, frustrado por no alcanzar la comprensión del mensaje celestial. Después el universo se tornaba tierra árida y desierto, lujo de oros, desprecios y sinsabores. Y las estampas le atravesaban con su fuerza, tan intensas y efímeras que se le antojaban fucilazos en medio de la tormenta.
—Vivirá.
La voz le llegó nítida, tan turbadora como el aliento divino.
—¡No! ¡Ha muerto! ¡Ha muerto! —le gritó al Dios que le hablaba sin mostrarse.
—Shhh, tranquilo, tranquilo...
El Todopoderoso le humedeció la frente con un paño y alivió su fuego.
—¡Fue un acto de misericordia! —insistió, acongojado. Necesitaba que el Señor le perdonara—. ¡No quería matarlo!
—Shhh...
Entonces se le ocurrió que Dios tenía voz de mujer. La idea fue tan repentina y absurda que una risa amarga le brotó del pecho y se deshizo en un aluvión de tos. Y abrió los ojos.
Tardó en comprender lo que veía: una estancia de paredes rugosas, una hura de lobo. El humo flotaba como una niebla que se le antojó hálito celestial. Al punto se le acreció la tos y le sobrevino una picazón en los ojos. Una bruja le contemplaba, una mujerzuela de cabellos desgreñados y rostro tiznado que se inclinaba sobre él como si se dispusiera a devorarlo.
Gritó.
Se llamaba Urbica. El nombre le rondaba en algún lugar de la memoria como la zarpa de un gato, siempre esquiva y siempre presta para arañar. Más allá de la cueva el mundo se resumía en lluvias incesantes, frío y oscuridad, pero en el interior el fuego templaba el cuerpo y serenaba el espíritu. Sulpicio se hallaba muy débil. Dormitaba la mayor parte del día, luchando contra las fiebres, contra los remordimientos, contra la zozobra que le dominaba. Se dejaba cuidar. Yacía entre pieles, sin fuerzas ni resolución. No comprendía bien dónde estaba. Por momentos imaginaba que había muerto y que aquello era un recóndito vientre donde nada malo podía sucederle. Otras descubría el rostro de Urbica sobre él y gritaba despavorido como si le acechara un espíritu vengador. La mujer tenía una maraña estropajosa por cabellos y la grasa le tiznaba el rostro, otorgándole un aire de criatura demoníaca.
—Ponte esto. Úntatelo —le daba grasa para que también él se embadurnara la cara. Protegía del frío, que se colaba por la boca de la cueva como el mordisco de un lobo hambriento. Sulpicio le hacía caso en todo.
Como un niño pequeño que ha regresado al vientre de su madre.
—¿Quién...? ¿Cómo...?
La mujer casi nunca le respondía. Se limitaba a cuidarlo. Le ponía cataplasmas, le limpiaba con un paño húmedo el hedor de su transpiración, le obligaba a ingerir pociones que le hacían arder las tripas. Sulpicio dormía, despertaba, incapaz de fijar su atención. Olía a tierra y a lluvia, a madreselva, menta, grasa rancia y humo de leña. De cuando en cuando, al despertar, descubría la mirada escrutadora de la mujer y notaba un escalofrío en el corazón. Se entendían con dificultad en un latín corrompido por localismos que le resultaban incomprensibles. Vivía en una caverna en medio de un bosque de árboles tan antiguos como el mismo tiempo. Algunas veces venían salvajes de pieles oscuras y bocas desdentadas que le observaban desde la boca de la cueva con infantil curiosidad. Si traían chiquillos, estos se atrevían a entrar y le tocaban sus ropas de lino y se reían, descarados como ardillas en primavera. Sulpicio apenas podía defenderse, todavía muy debilitado por la fiebre.
—¿Quiénes son?
La mujer le miraba sin comprender, como si le preguntara qué era un árbol o una piedra.
—¿Me salvaste tú? ¿Por qué? —pues no entendía que los mismos que habían atacado su campamento ahora le contemplaran como si se tratara de un bufón. Porque eran ellos, tenían que serlo. ¿Quiénes, si no?
Urbica era una bruja. Una sanadora, decía ella, las escasas ocasiones en que conseguía arrancarle una palabra. Una bruja, pensaba él. Preparaba ungüentos con hierbas y grasas de animales, recomponía articulaciones dislocadas y pronunciaba ensalmos y conjuros que provocaban temblores en los que se encomendaban a sus servicios. Sulpicio se asombraba. ¿Cómo podían aquellas gentes ser tan supersticiosas? Aunque era un asombro leve: todo lo observaba desde la distancia, como si le sucediera a alguien ajeno, como si flotara en una nube lejana.
Poco a poco, a medida que iba entrando el invierno, Sulpicio fue recobrando las fuerzas. Al menos las del cuerpo, pues no conseguía expulsar de sí una suerte de lasitud que le mantenía postrado, la mirada perdida.
—Te persiguen los fantasmas. Has de dejarlos atrás.
Sulpicio escrutaba a la mujer. Sí, le perseguían los fantasmas. ¡Cómo no iban a hacerlo! El monje le gritaba en sueños mientras salían borbotones de sangre de su cuello. Los huesos de san Martín bailaban una danza espectral en la noche. Transpiraba.
—¡Dame algo para la calentura!
—No es la calentura. Es tu espíritu. Está enfermo —decía Urbica—. Solo tú mismo te puedes curar.
—¡Dame algo para la calentura!
Urbica le observaba con compasión y Sulpicio se crispaba todavía más. ¡Que una curandera que vivía en una cueva se atreviera a compadecerle a él, un noble franco! Eran solo arrebatos, vestigios de un tiempo pasado que cruzaban el firmamento como fucilazos. En otras ocasiones la mujer le hablaba con palabras oscuras y sosegadas, como si se dirigiera a un chiquillo especialmente torpe. Poco a poco, el oído de Sulpicio se iba haciendo a la cadencia de sus palabras.
—Tienes fuerza dentro de ti —le decía observándole con tanta intensidad que el hombre acababa por apartar la vista—. Fuerza para sanar. Espero.
Y Sulpicio se preguntaba entonces por qué una sombra de recelo atravesaba las facciones de la hembra.
Cuando comenzó a recuperarse y salir de la cueva, descubrió que esta no se hallaba tan aislada como imaginara. A un tiro de piedra se levantaba una aldea de chozas en la que vivían los salvajes que visitaban a la curandera. Al principio sintió un hálito de temor, pero pronto comprobó con pasmo que era bien recibido entre aquellas gentes burdas. Sonreían de oreja a oreja al verle y le ofrecían una fruta o una cebolla como si fuera un manjar. Después le daban palmaditas en el hombro y se iban tan felices a seguir con sus tareas, dejándolo desconcertado y sin saber bien qué hacer. ¿Pues no eran los mismos salvajes que habían asesinado a sus compañeros? ¿Cómo podían tratarle como si nada hubiera ocurrido?
Pero así sucedía: le aceptaban con naturalidad y nadie le trataba mal. Al atardecer se reunían en un claro que se abría en el centro de las casas, o en el interior de una de las cabañas si llovía, y allí pasaban el rato charlando y riendo como si nada en el mundo pudiera turbar su paz. De cuando en cuando, alguna mujer rompía a cantar y pronto los demás la seguían. Uno sacaba un caramillo, otro un pellejo tensado sobre una duela de madera y pronto el bosque se llenaba de sonidos extraños que fascinaban a Sulpicio con su pureza y su tosquedad. En esos instantes, mientras los cánticos se mecían en la brisa nocturna y un licor fuerte que extraían de la miel le bajaba por la garganta, se sentía en paz, como si nada más importase.
Perdido en aquella selva le parecía todo tan lejano que se preguntaba si habrían existido alguna vez el monje, los hombres de armas, las reliquias de san Martín o sus mismos hermanos. El alcohol le daba fuerzas para percibir lo que sereno no se le alcanzaba: aquellos salvajes eran seres desgreñados y sucios que carecían de lo más elemental. Vestían pieles mal curtidas, el viento y la lluvia se colaba por mil rendijas en sus chozas de bálago y sus alimentos eran escasos y monótonos. Y, sin embargo, parecía como si aquella tierra fuera el Paraíso y ellos los primeros hombres en el Edén. Sonreían sin cesar, se mostraban siempre amables y compartían cuanto tenían con una mansedumbre asombrosa. Incluso ante la desgracia y la enfermedad mostraban una actitud de resignada aceptación, como si acataran humildemente la voluntad de Dios.
—¿Quiénes sois? —le preguntó a Urbica una tarde invernal—. ¿Sois paganos? —pues acababa de percatarse de que no había iglesia ni sacerdote en la aldea.
La mujer removía el líquido que borbollaba en un perol puesto al fuego.
—Hijos de Dios, nada más. Hijos de Dios, como tú.
—¿Hijos de Dios? ¿Sois cristianos? ¿Entonces, dónde se encuentra vuestro pastor?
Pero Urbica se limitaba a remover el perol.
—¿Y vuestro señor natural? ¿Dónde se halla vuestro señor?
Sulpicio no comprendía. Aquella aldea semejaba un territorio hechizado al margen del tiempo. Allí no parecían regir las normas que gobernaban el mundo al que estaba acostumbrado. Nadie se preocupaba por destacar, ni parecía que hubiese diferencias entre unos y otros, ni señores ni jerarquías. Esa idea era tan asombrosa y turbadora que le dejaba un regusto a obscenidad. ¡Un lugar en el que todos fueran iguales! Todo su ser se oponía a tal posibilidad. Pero muchas otras cosas asombrosas llamaban su atención: hasta el momento no había oído una palabra más alta que la otra ni entrevisto un mal gesto o una respuesta desabrida. Una suerte de hechizo envolvía la atmósfera con un abrazo fraternal. Ni siquiera las peleas de borrachos eran frecuentes, pues eran gentes austeras que bebían poco, y siempre con una cierta reverencia, como si dieran gracias a Dios por sus dones. Cuando meditó sobre ello se le ocurrió que así debían de vivir los antiguos cristianos de las Escrituras, que todo lo compartían en fraternal comunidad. Después se llamó ciego y necio y concluyó que era víctima de un hechizo. ¡Los que Urbica llamaba hijos de Dios eran los mismos que habían matado a sus compañeros!
—¿Por qué nos atacasteis? —se decidió un día, tras mucha vacilación.
Una mirada sorprendida, un destello de incomprensión:
—¿Atacaros? Fueron los lobos quienes te atacaron.
—¿Lobos? ¡Unos lobos no nos habrían matado, mujer! ¡Fueron salvajes!
—En el bosque hay otras gentes. Montaraces que buscan en los caminos lo que no encuentran en sus aldeas. Lobos desesperados y hambrientos. Pero, ¿nosotros? —sonrió, cual si aquella simple posibilidad le hiciera mucha gracia—. Somos corderos, no lobos. Ninguno de los nuestros haría daño a una ardilla, cuánto menos a un hombre.
—¡Mataron a mis compañeros!
Urbica se encogió de hombros:
—¿Por qué te afliges? Todo está en manos de Dios. Si Él te ha traído hasta aquí, es que desea que estés aquí.
Sulpicio se encrespó y salió a caminar con el paso vivo por los alrededores. En su interior batallaba la duda, el temor y una cierta fascinación. ¡Todo está en manos de Dios! ¡Como si fuera tan sencillo! La muerte del monje, ¿estaba también en manos de Dios? ¿Entonces él no era culpable?
¡Mas no era así! Sentía el remordimiento como una astilla en sus entrañas, cómo no iba a ser culpable. ¡La bruja pretendía confundirle! ¿Para qué iba a querer Dios que estuviera en un tal lugar? No sabía qué hacer, qué pensar. Siempre había luchado por dirigir las riendas de su vida. ¡Qué tendría que ver el Señor en ello! Él había pensado que el santo Martín le guiaba, y por eso había matado al monje. ¿Y para qué? Para nada, solo para enterrarse en aquel olvidado lugar. No, no, no podía ser...
Llevado por el fuego de su rabia, dio una patada a un chucho que se le puso en el camino. El perro aulló de dolor, pero Sulpicio no hizo caso. Siguió adelante, enfrascado en sus pensamientos. Le parecía haberse escapado del tiempo para caer en un extraño limbo donde todo parecía lo que no era. Allí las urgencias de su vida, el ansia y la ambición se diluían como una pizca de sal en un profundo manantial. Sí, eso era, Urbica le había hecho ingerir alguna poderosa poción sin que se percatase. ¿Cómo era posible que dejara pasar los días y las semanas sin preocuparse por nada? Solo de cuando en cuando le despertaba el remordimiento en mitad de la noche cual si fuese un molesto vecino que uno se esfuerza por ignorar. Ardían entonces como brasas en su memoria las imágenes del monje, la visión fugaz del santo abandonado y se decía que tenía que vencer aquella apatía que lo encadenaba. Pero, ¿qué le aguardaba fuera de esa selva infranqueable? Solo vergüenza y fracaso. Pues era bien consciente de que había fracasado en su misión de proteger el viaje de las reliquias. Había fracasado una vez más.
Por primera vez en su vida dejó que los días se deslizaran entre sus dedos como leche recién ordeñada, sin otra urgencia que la de beber lo que se le ofrecía. Allí no tenía que demostrar a nadie su valía. Los salvajes le aceptaban de buen grado, sin preguntas ni exigencias, como si reconocieran y aceptaran sin más la preeminencia que le correspondía por nacimiento. Los niños jugaban con él en el exterior de la cueva cuando no llovía. Había uno que tenía el rostro pecoso, listo como un zorrillo, que siempre conseguía arrancarle una sonrisa. Otro se le quedaba mirando muy serio y, cuando menos se lo esperaba, se le abrazaba a la pierna y se le apretaba fuertemente. El mocoso tenía el pelo negro cual ala de cuervo y una cara sucia de querubín. Vestido solo con un remedo de sayo que le dejaba la barriga gordezuela al aire, a Sulpicio le parecía un angelote de Dios.
—Ha perdido a su padre hace poco —le dijo Urbica cuando lo vio.
—¿Cómo murió?
La mujer se encogió de hombros:
—Dios se lo llevó.
El niño le miraba con sus inmensos ojos abiertos. No tendría más de cuatro años.
—Se te dan bien los chiquillos —afirmó Urbica mientras se alejaba—.
Eso está bien.
El comentario le sorprendió. ¿Que se le daban...? Se sintió agraviado. Cuidar de los críos era algo que hacían las mujeres, en absoluto algo propio de un hombre.
—¡No se me dan bien! —le gritó a la mujer, enfadado. Urbica ya desaparecía en el interior de la cueva, pero se detuvo y asomó la cabeza.
—No tienes por qué avergonzarte. Es tu forma de ayudar. Y de reparar tu falta.
Aquello le desconcertó.
—¿Qué es lo que dices, mujer? ¿Ayudar a quién? ¿Y qué falta tengo que reparar? —preguntó con repentino temor, pues se le ocurrió que quizá los poderes de la bruja le permitían adivinar que había asesinado al monje.
—Ayudar a los que te mantienen, ¿a quién, si no? Al cuidar de los chiquillos, das lo mejor de ti a cambio de lo que ellos te dan.
La idea era asombrosa. Tanto que abrió su boca con pasmo. ¡Ayudar a los que le mantenían, como si les debiera algo! Jamás en toda su vida había escuchado dislate semejante. ¡Pues no era el orden natural de las cosas el que los campesinos laboraran y mantuvieran a los señores!
—Y reparas el daño que le hiciste al perro.
—¿Qué... qué perro? —Ya que en verdad no sabía de qué le estaba hablando.
—El que golpeaste esta mañana.
No podía dar crédito a tanto disparate:
—¡Por Dios, si solo era un chucho!
Urbica sonrió. Una sonrisa triste y suave:
—También él es una criatura del Señor.
En los días siguientes, Sulpicio procuró mantenerse alejado de los niños. Las palabras de la bruja le rondaban, tan absurdas que se negaba a tenerlas en cuenta. Pero los niños le buscaban y le seguían allá donde iba, así que no conseguía librarse de ellos. Y en el fondo le entretenían. Le llenaban de satisfacción sus caritas de asombro cuando les contaba una de sus aventuras por tierras lejanas. Las risas brotaban de los niños espontáneamente al escuchar el relato de la isla ballena o las descripciones de salvajes que tenían la cabeza en el pecho y que comían por una boca en el estómago. Las madres los recogían a última hora, cuando terminaban sus tareas, y le agradecían que los cuidara con una sonrisa o un pedazo de pan.
—Eres un buen hombre.
Sulpicio se encogía de hombros. ¡Un buen hombre! ¡Él era un noble, un guerrero franco! Mas no se lo tomaba como un insulto. ¿Qué podían saber aquellos pobres diablos, perdidos en medio de la nada? La vida era fácil en aquel lugar apartado del tiempo. No tenían que luchar por abrirse camino ni demostrar su valía. Solo debían preocuparse por el día a día. Así era tan fácil vivir...
Pasaban los días como flechas perdidas. Una noche, algo le despertó. Un roce, una sensación, quizá. Abrió los ojos en la penumbra y se quedó contemplando las llamas del hogar. Por un momento, como siempre que se despertaba en medio de la oscuridad, se sintió incapaz de precisar el lugar en el que se hallaba. Al punto le llegó la mezcolanza de olores de las hierbas y pócimas que atestaban la hura y recordó a Urbica. La mirada se le escapó hacia el montón de paja sobre el que solía dormir la mujer.
Allí no había nadie. ¿Dónde...? Pensó que debía de estar cerca el amanecer si ya se había levantado. Con frecuencia abandonaba el calor de la cueva antes del alba, pues afirmaba que algunas plantas solo podían cortarse con el rocío de la madrugada. Allá ella. Con lo bien que se estaba así, medio amodorrado y protegido por el calorcito de las pieles, dejando que la mente divagara a su gusto...
Sin embargo, todavía tenía sueño, como si no hubiera dormido lo suficiente. Abrió los ojos. Llamas. Si el hogar todavía tenía llamas, significaba que aún era noche cerrada, en la madrugada solo quedarían brasas. Se irguió, intrigado. ¿Adónde habría ido Urbica en plena noche? ¿Qué tramaría?
La curiosidad le impulsó a levantarse. Se echó por encima una pelliza de piel y salió al exterior, sintiéndose en el fondo un poco ridículo. ¡Mira que si había salido para hacer sus necesidades y cuando regresara le encontraba allí plantado! Al instante, se dijo que él era un noble y no tenía que dar cuentas de sus actos a nadie. Si le apetecía darse un paseo en mitad de la noche, lo hacía y no había más que hablar. Dejándose llevar por su impulso, se adentró en la oscuridad, los sentidos atentos a la menor señal.
Comenzaba a convencerse de que se estaba comportando como un majadero cuando escuchó un rumor lejano. ¿Qué era? Un sonecillo, como si alguien estuviera... Sí, eso tenía que ser: ¡alguien estaba cantando! Y no uno, sino muchos, a juzgar por el retumbo grave de las voces. Cada vez más excitado, avanzó por el bosque tras la pista del sonido. De vez en cuando la perdía y tenía que detenerse a esperar que la brisa le llevara otra vez el eco de aquellas voces fantasmales. Pronto, no obstante, comprendió que venían de la aldea y se dirigió hacia allí con decisión.
Las voces provenían de la casa común, una choza más grande que las demás que se alzaba en un lateral del poblado. Era el lugar en el que solían reunirse para cantar y contarse historias al final de cada jornada. Ese día no había habido reunión... o eso pensaba. Pero entonces se le vinieron a la cabeza una serie de detalles en los que no había reparado. Eran solo eso, detalles: una sonrisa crecida, una mirada más dulce que de costumbre, una conversación agitada que se detenía cuando él aparecía. Se percató de que la aldea entera llevaba varios días entregada a una insólita agitación.
Y allí dentro debía de encontrarse la causa. De repente no sabía qué hacer. Plantado ante la casa, escuchaba los sonidos del interior y no sabía qué hacer. La canción era diferente a cuantas había oído hasta el momento, una melodía imprecisa y dulce y unas palabras de oscuro significado. Prestó atención.
Quiero desatar y quiero ser desatado.
Quiero salvar y quiero ser salvado.
Quiero ser engendrado.
Quiero cantar; cantad todos.
Quiero llorar: golpead todos vuestro pecho.
Quiero adornar y quiero ser adornado.
Soy lámpara para ti que me ves.
Soy puerta para ti que me golpeas.
Tú que ves lo que hago, no lo menciones.
La palabra engañó a todos, pero yo no fui
completamente engañado.
Los pensamientos de Sulpicio se escabullían, fuga de ratas acorraladas. ¿Qué era aquella extraña canción? Pensó en irse de allí. Se sentía dolido porque no le habían invitado a la reunión. Si aquellos palurdos no querían nada con él y le ocultaban sus secretos, qué le importaba. Solo eran salvajes, rústicos, ignorantes.
Pero aquella melodía resonaba en la noche de una forma tan deleitosa, tan... mansa. Se sentía subyugado por ella.
—Ven con nosotros.
Urbica se hallaba ante él, erguida como una aparición fantasmal. De la puerta abierta de la casa salía un baile de fuegos. Distinguió varios rostros que le observaban y se dejó llevar, aturdido.
En el interior se mecía el humo de las antorchas que salpicaban de sombras la estancia. Los rostros le recibieron con regocijo, desdentados, barbados, abiertos. Le picaron los ojos. Tuvo la sensación de que seguía soñando, protegido bajo la capa de pieles de su lecho.
En el centro, un anciano vestido con una túnica blanca de lino bastante manchada le observaba con expresión afable. Tenía el pelo blanco, la barba crecida y el rostro enjuto, y por un momento le vino a la cabeza el aspecto de los ascetas que había conocido en Palestina. Eran hombres tocados por el aliento de Dios que dejaban cuanto tenían y se retiraban a vivir al desierto en condiciones infrahumanas, sin apenas vestido ni alimento, y allí se entregaban día y noche a la oración. Este anciano tenía la misma mirada intensa, los mismos huesos marcados bajo la delicada piel de las mejillas. Se dirigía a él, se percató, sintiéndose algo aturdido.
—Acércate. Siéntate aquí, conmigo.
Como si bailara entre ánimas espectrales, avanzó hasta el anciano y se sentó frente a él.
—Más cerca, más cerca.
Confundido, se aproximó hasta quedar al alcance de su mano. El viejo le sonreía tanto y tan ampliamente que pensó si no sería un poco bobalicón. Sus ojos, enmarcados por unas pestañas blancas muy pobladas, no se apartaban de él.
—Yo...
—No hace falta que digas nada —murmuró Urbica, tranquilizadora, poniéndole una mano en el hombro—. El maestro sabía de ti. Deseaba conocerte.
¿El maestro? ¿De qué le hablaba Urbica, qué era todo aquello? En ese momento se dio cuenta de que el anciano se dirigía a él:
—Bienvenido, hermano.
Se sentía torpe, presa de una aguda sensación de irrealidad. ¿Hermano? ¿Quién era aquel viejo para llamarle...? El hombre seguía sonriendo. El humo, las luces danzantes. El aliento cercano de Urbica en su hombro.
—Pero... —le venían mil preguntas a la boca, aunque no conseguía articular ninguna.
El anciano asintió, como si comprendiera cuanto bullía en su interior y quisiera ahorrarle el esfuerzo de pronunciarlo.
—¿Quiénes sois?
—Criaturas de Dios —sonrió con mansedumbre como si le hiciera gracia la pregunta—. Criaturas del Señor, igual que tú.
—Criaturas... —repitió Sulpicio, a medias indignado. Él no era ninguna criatura del Señor, como un perro o una ardilla. ¡Él era un noble franco! Mas no tuvo fuerzas para protestar y permaneció callado.
—Serena tu corazón, hermano —y le sonrió otra vez. Dulcemente.
Por algún motivo, el franco no se encrespó. Eran las luces que bailaban, el humo. El calor de la multitud que les abrazaba y les observaba sumida en un reverente silencio. Le pareció que allí solo estaban el viejo y él. En casa de sus padres había un criado de barbas blancas que tenía una mirada tan mansa y serena como la de este. Solía sentarle en el regazo y contarle historias que le fascinaban. Lo recordó en ese momento, después de tantos años de olvido, y se sintió huérfano y confundido.
—De cuando en cuando es necesario descansar, ¿verdad?
Cuando le miró sin comprender, el anciano prosiguió:
—Solo así podemos recobrar las fuerzas para seguir luchando.
—¿Luchando? —Las palabras se le filtraban por los poros de la piel. Sí, tenía razón el viejo. ¡Ansiaba tanto un poco de paz! Llevaba tanto tiempo luchando. Toda su vida tratando de demostrar al mundo su valía: bregando contra sus hermanos, contra las injusticias que le relegaban a un papel secundario, contra el infortunio que siempre le alejaba del triunfo cuando ya lo acariciaba con las yemas de los dedos. ¡Había tenido tan poco éxito! Le sorprendió la clarividencia del anciano, que sin conocerlo era capaz de ver en su interior.
—Toda vida no es sino lucha, ¿verdad? —Otra vez le sonreía bobaliconamente. De pronto pensó que más que a los ascetas del desierto, el viejo le recordaba a uno de esos druidas de los antiguas tribus de la Galia de los que se decía que podían hablar con los mismos dioses—. A veces luchamos por hallar la paz interior. Otras, por alcanzar nuestro lugar en la Creación. Caemos, nos levantamos, volvemos a caer.
—Yo... yo... —Se sentía indefenso como un recién nacido. Y, sin embargo, había tanto calor en sus palabras. Ni siquiera era consciente del humo, de los rostros que le escrutaban, de las bocas abiertas y de la humanidad que le envolvía con su aliento. Le parecía que el viejo leía sin esfuerzo en su alma, y eso le hacía sentirse incómodo y al tiempo dulcemente reconfortado—. Cuesta tanto...
El maestro asintió lentamente con su cabeza barbada, observándole con tanta atención que parecía que acababa de pronunciar una verdad insondable. Su interés le animó a seguir, pero otra voz le interrumpió:
—Tiene la fuerza de un séptimo —era Urbica, a su lado. Dura, su voz.
—¿Un séptimo? —se extrañó Sulpicio, pues sabía que la mujer se refería a él.
—El séptimo varón —Sulpicio abrió la boca de par en par. Nunca había hablado de su familia con Urbica, ¿cómo podía ella saberlo?
El maestro asintió con indulgencia:
—También tú eres una séptima, Urbica. El Señor no repara en esos detalles.
Hablaban de él como si no estuviese delante. ¿Urbica era la séptima hija? ¿Y eso, qué importancia...?
—Un séptimo puede ser un saudador, pero también un peeiro de lobos —dijo la bruja.
El maestro dudó. Un crisparse el ceño, una nube de impaciencia:
—Guarda tu lengua, mujer —aunque sus palabras no sonaron ásperas, sino dulces y cercanas como la advertencia de un padre a una hija muy querida.
En la estancia nada más se escuchaba, salvo el
crepitar de las llamas y los alientos contenidos. Entonces, el
maestro hizo algo que sumió en la confusión a Sulpicio, pues nadie,
nunca, había hecho algo semejante: posó su mano en la frente del
franco y la dejó allí, tan firme y acariciadora como una ola en
pleno estío. Guardó silencio largo rato. —Tus recelos no son gratos
al Señor que todo lo gobierna, Urbica —habló al fin el maestro,
todavía con su mano posada sobre la frente de Sulpicio—. Sé bien lo
que ves en él, y sé también que nada está escrito—. Apartó la mano
de su cabeza y Sulpicio sintió entonces un frío que le estremeció,
como si se hubiera quedado huérfano de súbito.
El anciano le examinaba con atención. Pero su expresión era serena y relajada, afectuosa incluso. Sulpicio, por primera vez en toda su vida, tuvo la asombrosa sensación de que aquel anciano le apreciaba tal y como era, con todas sus virtudes y sus defectos, y que nada exigía de él. El descubrimiento le reconfortó.