Capítulo 13

Una vez atravesado el Punto de Salida, pasaron varios minutos antes de que sus ojos se ajustasen y pudieran ver dónde se encontraban. A su alrededor el aire era frío y tan quieto que no parecían encontrarse en el exterior sino en un espacio cerrado. Luego descubrieron que el brillo no era del cielo, era la blancura del hielo. Estaban en una cueva, formada por una grieta sellada en su parte superior. A su alrededor se alzaban paredes de hielo, que brillaban como vidrio congelado, con atisbos de azul claro que resplandecían en sus profundidades.

Estarinel vio un saliente llano en el otro extremo de la cueva y se dirigió allí para colocar a Medrian. Se resbalaba ligeramente sobre el suelo de hielo al caminar. La puso lo más cómoda que pudo, tranquilizado al ver que sus ojos estaban cerrados y su respiración era regular. Incluso, sus mejillas habían recuperado algún color.

—Miril dijo que se recuperaría —dijo enfáticamente Estarinel, mirando a Ashurek.

—No puedo retirar lo que dije sobre ella —replicó él en voz baja—. Sin embargo, admito que me equivoqué al querer abandonarla. Forma parte de esta Misión hasta su amargo final. Es víctima de la Serpiente, igual que nosotros. —Se paseó lentamente por la cueva, buscando una salida. Por fin encontró una rendija oculta por algunos bloques de hielo caídos.

—Creo que Miril nos ha traído aquí a propósito para que estemos a salvo durante un tiempo —dijo Ashurek. Su voz resonó en la cueva de techo alto—. Será mejor que descansemos y comamos antes de pensar en continuar. Nos quedaremos aquí hasta que Medrian se recupere.

Estarinel asintió, agradecido por el cambio de ánimo de Ashurek.

Tras acomodar a Medrian, sacó la Vara de Plata de la vaina roja para revisarla. En cuanto la tocó supo que había cambiado.

—¡Mira Ashurek! —exclamó. En el extremo de la Vara, donde antes no había nada, se veía ahora un orbe ovalado del tamaño de la palma de la mano de Estarinel. Parecía hecho del mismo metal que la Vara, pero poseía una cualidad traslúcida. En su núcleo, algo se agitaba con movimientos suaves, apenas perceptibles, lo mismo que un polluelo que todavía no ha roto el cascarón.

—Dijo que estaría con nosotros —recordó Ashurek. Tocó el orbe plateado con un dedo largo y oscuro—. No sé exactamente qué significa esto. Sólo que ella está de alguna manera dentro de la Vara y que podemos llamarla para que nos ayude cuando la necesitemos realmente.

Estarinel volvió a guardar con suma precaución la Vara de Plata en su funda.

—Ya no crees que haya otra respuesta que no sea la destrucción de la Tierra ¿verdad?

—No. —Ashurek suspiró—. También me equivoqué en eso. Pero sigue existiendo un peligro y depende de nosotros, de todos nosotros, encontrar la manera de terminar la Misión con éxito. Me temo… bueno, me temo que tendré que enfrentarme otra vez con la Piedra Ovoide. No sé si sobreviviré a eso.

—Pero dijiste que se había perdido… con Meshurek…

—Sí, así fue. Ah, no sé. Quizás esos filósofos me han afectado al cerebro. Ahora —dijo con más violencia—, aquí hay mucha luz; creo que estamos muy por debajo de la superficie. Lo primero que pienso hacer es encontrar una salida de esta caverna y ver qué hay afuera. Si el camino resulta tortuoso lo iré señalando según avance. Volveré pronto. Se volvió para marcharse, pero se detuvo. Hay muchas cosas que dije en la tundra de las que ahora me arrepiento. Nada ha cambiado, en cuanto a Silvren y los demás, pero Miril me hizo comprender… bueno, que el camino que había elegido era una locura. Como tú señalaste con acierto. Me equivoqué al intentar encargarme yo solo de la Misión. Ahora sé que nosotros tres somos la Misión.

—No importa —dijo Estarinel, mirándolo con una media sonrisa. No había olvidado que cuando se tuvo que enfrentar con la decisión de matarlos a Medrian y a él, con lo cual la Serpiente habría, sin duda, triunfado, Ashurek se había detenido—. Es agua pasada.

Ashurek asintió y le apretó brevemente el hombro. Luego trepó por los bloques de hielo hasta la pequeña abertura en la pared de la cueva y su figura alta y delgada se perdió de vista.

Medrian se encontró tumbada sobre una superficie firme, con algo blando que le hacía de almohada en la cabeza. Se sentía bien. Se quedó echada con los ojos cerrados durante largo rato, medio dormida, sin querer que nadie alterase aquella suave y pacífica oscuridad en la que se mecía.

¿Dónde estaba M’gulfn? Ah, allí estaba, todavía dentro de ella, pero muy distante, como un niño perdido en la noche. Qué siguiera perdida. Por primera vez desde que dejaran el Plano Azul, disfrutó de un respiro a su tormento.

Se preguntó dónde estaría, pero sintió que realmente no importaba. Sabía que estaba segura. Había un montón de extraños recuerdos en su interior, todos confusos y superpuestos, pero ya no eran inquietantes. Había algo sobre un Plano de cristal negro en el que altos filósofos de cuatro brazos caminaban; un mar gris viscoso de terror; y luego una dulce luz de oro y plata, que hacía retroceder el mar hasta que éste se encogió y encogió, y se convirtió en nada.

Miril había devuelto a Medrian a sí misma. Tenía completo dominio de la Serpiente, un dominio tal que jamás habría logrado sola. Ahora ya no necesitaba un enorme glaciar para protegerse de ella. No tenía por qué encapsular sus pensamientos en hielo ni forzar a sus emociones a permanecer congeladas en lo más profundo de su corazón. Podía decir, pensar y sentir lo que quisiera, y M’gulfn podría retorcerse en su mente, gruñir y quejarse, pero no podría tocar a Medrian. Nunca más, nunca.

Se estiró y abrió los ojos. La blancura que la rodeaba la hizo parpadear, hasta que se dio cuenta de que era hielo. Se alzó, apoyándose en los codos, y descubrió que yacía en un saliente plano, envuelta en su capa y con la mochila bajo la cabeza.

Cerca de ella, a unos noventa centímetros del suelo, flotaba una suave esfera de luz dorada y azul estrellado. La miró sorprendida, incapaz de entender qué era, pero se dio cuenta de que emitía un calor maravilloso y vivificante. Junto a ella se arrodillaba Estarinel con un recipiente dorado en la mano, aparentemente calentando un poco de vino.

Medrian lo miró como si fuese la primera vez que lo veía; su pelo largo y oscuro, su hermoso rostro y sus dulces ojos marrones. Tenía unos deseos, tan desesperados de hablar con él que sintió el dolor de quien se muere de hambre. Mientras lo miraba, él se volvió y vio que estaba despierta.

—Bebe esto —le dijo, y le pasó el recipiente. Ella tragó agradecida el caliente vino h’tebhmelliense, notando que el calor reconfortante y la vitalidad se extendía por su cuerpo—. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor. Mejor de lo que he estado en mucho tiempo —contestó ella y le sonrió—. ¿Qué es eso? —Señaló la lámpara flotante y estrellada.

—Oh, es un objeto que nos dieron los h’tebhmellienses. Mira… —metió la mano en la esfera que, a pesar del calor que desprendía, era fría al tacto. La luz desapareció enseguida y le mostró una pequeña bola dorada en la palma de la mano—. Para encenderla, basta con presionar esta muesca —y enseguida la nube de estrellas azules y doradas volvió a aparecer—. Flota en el aire dondequiera que la coloques. Nos dará luz y calor ahora que los fuegos normales no son posibles; sólo funciona en condiciones de clima ártico. Al menos, eso me dijo Filitha.

—¿Dónde está Ashurek? —preguntó ella, pasando las piernas por el borde del saliente y sentándose.

—Fue a buscar la salida de esta cueva, hace solo unos minutos. Medrian, ¿recuerdas algo del Plano Negro?

—Apenas… algo vago sobre unos nemen. Pero recuerdo a Miril.

—¿De verdad? ¿Escuchaste lo que te dijo?

—No. No podía ver ni oír nada. Sólo había una luz de oro y plata. Estarinel ¿quieres sentarte a mi lado?

Se sentó a su lado sobre el saliente y le dijo:

—Miril me pidió que te dijera que aunque tú pienses que tus sentimientos son una debilidad, acabarán demostrando ser tu fuerza.

Ella bajó los ojos y no contestó. Estarinel se dio cuenta de que sus pestañas negras, curvas y resaltadas por sus pálidas mejillas, brillaban llenas de lágrimas.

—Hay algo que tengo que decirte —susurró ella. Deslizó sus frías manos entre las de él y levantó la vista, con los ojos sombríos brillantes como la lluvia. Estarinel supo que algo había cambiado en su interior, como ocurriera cuando fueron a H’tebhmella y Forluin, pero de una manera sutilmente diferente. Medrian siempre había sido reservada, pero ahora estaba además serena como si hubiera asumido un miedo de toda la vida—. Siempre quise esperar hasta el final mismo de la Misión para decir esto… pero las cosas han cambiado. Ahora no hay nada que me impida hablar.

Estarinel recordó las veces que había intentado persuadirla para que le hablara, y la desesperación que le daba verla esconder con tenacidad su dolor. Y ahora estaba allí, a punto de contarle todo, y se dio cuenta de que temía lo que pudiera decirle, casi no quería saberlo. Se quedó sentado cogido a sus manos, esperando sin decir nada a que ella comenzase.

Medrian dudó. Pensaba en Forluin, que había tenido que apartar de su mente por necesidad, para evitar que M’gulfn la atormentara. Pero ahora recordó con profunda añoranza lo que había sido sentirse libre de la Serpiente, el triste dolor de encontrar el amor cuando sabía que lo perdería de nuevo. Y aquí estaba Estarinel, mirándola con el amor y preocupación que siempre le había demostrado, con firmeza, sin importar lo extraño de su comportamiento o la dureza con que lo había rechazado.

¿La seguiría queriendo cuando se lo contase?

Quizá tendría compasión de ella, pero no veía cómo impedirle sentir repugnancia ni si soportaría tocarla. Se odiaba a sí misma por engañarlo, pero no podía evitarlo; anhelaba unos cuantos minutos más en los que él no supiera la verdad y la amase todavía.

—¿Medrian? ¿Qué es lo que no marcha bien? —preguntó él con ternura.

—También tengo que decírselo a Ashurek. No puedo decirlo dos veces.

—Has tenido mucha paciencia —dijo ella con voz apenas audible, apoyó la cabeza en el hombro de Estarinel y le rodeó la cintura con el brazo. El asombro de Estarinel duró sólo un segundo, perdido en la sencilla alegría de abrazarla y besarla. Era extraño con qué poco esfuerzo podía aliviarse la soledad y el dolor, y trágico que Medrian hubiera estado atrapada tanto tiempo en amargo aislamiento.

Nunca habría adivinado Estarinel lo confusos que eran los sentimientos de Medrian en aquel momento; en cierto modo, se despreciaba, pero al mismo tiempo pensaba qué bueno era amar y sentirse amada, sentir sus brazos rodeándola, sus manos acariciándole el cabello. Y que M’gulfn no la tocara. Observó sus celos en la distancia y no le importó. El desapego en que había basado su vida había quedado reducido a cenizas.

Pero en lo más hondo de su mente, una vocecita le dijo: si sigues así, la Serpiente triunfará.

Ashurek volvió por fin y Medrian se apartó de Estarinel y se sentó rígida, intentando recuperar su severo autocontrol. Pero él seguía cogiéndole la mano izquierda y Medrian no hizo ningún intento por soltarse.

—He encontrado la salida. El camino es largo pero no difícil —dijo Ashurek, extendiendo las manos para calentarse con el fuego h’tebhmelliense—. ¿Queda algo de vino?

—Todavía tenemos tres frascos. Será mejor que los hagamos durar —dijo Estarinel.

—Tengo algo que decir —dijo Medrian casi susurrando.

Ashurek la miró sorprendido. Se sentó sobre un bloque de hielo y dijo con amabilidad inusual.

—Sí, adelante.

Ella bajó la cabeza, el cabello oscuro le cayó alrededor del rostro y dejó la mirada fija en su mano derecha que tenía sobre la rodilla. Comenzó:

—La Misión está a punto de terminar. Siempre iba a explicar esto cerca del final… no tan pronto sino en algún otro momento. No podía… no podía… —su voz era tan frágil y fría como una capa de hielo. Tragó saliva y se esforzó por continuar—, no podía contaros esto al inicio de la Misión por dos razones. No se me permitía hablar de ello de ninguna manera, pero aunque hubiera podido, no os lo habría contado porque de haberlo hecho… nunca me habríais llevado con vosotros.

No puedes hablar de esto. Tienes que permanecer callada, dijo en tono áspero M’gulfn, pero Medrian no le hizo caso.

Como si tuviera la boca llena de veneno, dijo:

—Soy el receptor humano de la Serpiente.

Creyó oír el lamento del viento ártico y el lejano crujir del hielo en el silencio que se produjo a continuación. Sintió que Estarinel le soltaba la mano, como sabía que haría, y la apartó, y sintió que la invadía una amargura metálica que le petrificaba el alma.

—Ashurek, no me digas que no lo sabías —musitó.

—Sabía que le servías —contestó él con calma—. Debí haberlo supuesto. Quizás incluso yo me negaba a pensar lo peor de ti. Y tenía una sospecha tan intensa de Arlenmia que me nubló el juicio. Esto lo explica todo, claro: cómo supo siempre la Serpiente dónde estábamos, cómo consiguió frustrar nuestros planes tan a menudo…

—¿Estarinel? —dijo ella con dureza y odio hacia sí misma—. ¿Entiendes ahora por qué te advertí tantas veces que no confiaras en mí o que no me quisieras? La cosa más egoísta que hice fue corresponder a tu amor en Forluin. ¿No estás de acuerdo? —pero él ni le habló ni la miró.

—¿Así que todo lo que te hemos dicho o lo que hemos dicho que tú hayas podido escuchar —dijo Ashurek—, ha sido como hablar con la Serpiente? ¿Y sigue siendo lo mismo ahora?

Tenía que contarles muchas más cosas para que comprendieran. Se obligó a contener la amargura e intentó no hacer caso del aborrecimiento casi tangible de Estarinel.

—No, no entiendes. Yo no soy la Serpiente. ¡Odio a la Serpiente! No me envió a esta Misión para sabotearla: vine en contra de la voluntad de M’gulfn, ¡para matarla!

—Sí, eso también puedo creerlo —dijo Ashurek pensativo.

—Tengo tanto que explicaros. Quiero empezar desde el principio —dijo ella. Y les contó su historia, sin apartar ni un momento la vista de sus manos, y su voz era tan baja y helada como el viento amargo que silbaba por la desolada llanura de nieve—. La Serpiente ha estado en mi interior desde que nací. Nunca conocí un momento sin su presencia. Mis primeros recuerdos de la infancia en Alaak eran el traqueteo de los telares en la granja de mi familia, mi madre y mi padre trabajando… riendo a veces, otras hablando en voz baja de Gorethria. Y había un montón de lana sin hilar; creo que ése es mi primer recuerdo, estar sentada sobre él, sintiendo lo suave que era, cogiendo los trocitos de ramitas; pero antes de eso estaba la Serpiente. Así que antes de que tuviera algún pensamiento propio, parecía que yo fuera una inteligencia sarcástica, antigua y gris disfrazada de bebé.

Según fui creciendo, me di cuenta que esa mente era distinta, de la mía, y completamente ajena. Pero todavía no tenía ni idea de que yo fuera diferente de todos los demás. Sólo me preguntaba cómo era posible que los otros niños pudieran reír y jugar, cómo podían mis padres sonreír y abrazarme, cómo podía mi hermano corresponder a su afecto… no sé cómo describiros la naturaleza de M’gulfn. Está… está siempre allí. Y es gris, un reptil enorme… igual que una pesadilla que parece tangible y aterradora, aunque sólo es algo dentro de tu mente. Y está llena de odio, es una enfermedad, y ha llegado a entender a los humanos a través de anteriores receptores, sabe las maneras más sutiles e insidiosas de atormentarlos.

Cuando era niña no me evitó ninguna tortura. Podía hacerme llorar y gritar de miedo, podía hacer que atacara a otros niños, que destruyese cosas, lo que la divirtiera. Aun así, no había nada que pudiera hacer sospechar que yo fuera la receptora. A todos los efectos, era una niña traviesa y de mal carácter. Mi madre debe de haberme querido para soportar aquello —se quedó callada durante unos segundos, luego prosiguió—. No sé cómo llegué a darme cuenta de que no todo el mundo tenía aquella presencia de pesadilla en su interior. Creo que cuando crecí, me di cuenta de que mi yo real estaba separado del de M’gulfn y era muy distinto. Me di cuenta de que no me querían en mi aldea, de que incluso me temían. Y creo que la misma Serpiente me había explicado de alguna manera que yo era «especial». «Elegida». Era una extraña, pero mi verdadero yo deseaba ser amado, igual que el de cualquier persona.

Creo que a esas alturas, la mayoría de sus anteriores receptores ya se habían vuelto locos. No sé por qué yo no. Quizá se deba a la tenacidad del carácter alaakino, la misma que nos hacía imposible aceptar el gobierno de Gorethria. Recuerdo estar enfadada, y alejarme sola de las colinas para luchar con ella. Creo que tenía siete u ocho años. Y descubrí que cuanto mayor era mi enfado, más me atormentaba la Serpiente; y que cuanto con más energía luchaba, más fácilmente me controlaba, mientras se reía y se encolerizaba en mi interior. De no haber sido por la obstinación alaakina, desde luego habría enloquecido.

Pero no lo hice. Experimenté. Descubrí que cuanto menos me permitía expresar sentimiento alguno, menos podía herirme M’gulfn. Primero reprimí la ira, luego, lentamente… oh, tardé meses, años… todas las demás emociones, la infelicidad, el amor. El miedo fue lo más difícil, pero al final también eso desapareció. Me convertí en un ser frío e impenetrable. Creo que ese cambio debió de molestar y desconcertar a mis padres más que mi comportamiento anterior; pronto ya no hubo más sonrisas ni más abrazos. Creo que mi madre llegó a odiarme. Dioses. ¿Sabéis que no recuerdo cómo eran mis padres? —Medrian hizo una pausa, sin alterar su expresión, pero apretando las manos hasta que los huesos brillaron a través de la piel—. Pero tenía el control. La Serpiente no podía leer ni uno solo de mis pensamientos, a menos que yo se lo permitiera. Oh, pero me hizo sufrir por pretender mantenerla a raya. Nunca cesó de luchar contra mí, susurraba y empujaba contra la barrera helada que yo había levantado. A veces tuve la seguridad de que la atravesaría y me devoraría, y a veces pudo conseguir controlarme durante un breve período de tiempo. Y yo siempre pensaba: ¿cómo acabaré con esto? En cuanto tuve la edad necesaria, catorce años, me alisté en el ejército. Se suponía que Alaak no debía tener un ejército, como sabrás, Ashurek, pero nos adiestrábamos en secreto. Luego vino el levantamiento y la masacre… y sobreviví y me quedé en la llanura, sabiendo que los gorethrianos habían seguido avanzando hacia la aldea y que nunca más vería a mi madre, a mi padre ni a mi hermano. Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que los gorethrianos también eran hijos de la Serpiente, y que ella no sólo me hacía sufrir a mí sino al mundo entero. Así que dejé Alaak, sin saber adonde ir ni qué hacer, sólo sabía que debía encontrar la manera de acabar con aquel maldito sufrimiento.

No penséis que no se me ocurrió suicidarme: lo intenté, pero en mi lugar murió el caballo negro como el carbón que M’gulfn había enviado. Caballos semejantes me han protegido de otros golpes mortales, como ya sabéis, y cuando uno muere, siempre viene otro. Tengo la sospecha de que el que vino por el bosque cuando estaba con Calorn, yace ahora muerto por la picadura de una planta venenosa. M’gulfn no quiere que yo muera. Tiene… una especie de relación posesiva con sus receptores. Si alguien consiguiera matarme, se convertiría inmediatamente en el receptor. Pero creo que abandonar a sus receptores antes de que la edad se los lleve le produce una especie de agonía. Sin embargo, no tiene inconveniente en permitir que se me torture o se me hiera. Lo extraño es que el dolor físico la aparta de mí, de forma que tengo más libertad y control en esas ocasiones. Por eso he llegado casi a deleitarme en la batalla y el peligro, su voz transmitía su profundo disgusto.

Me dirigí al Imperio Gorethriano y pasé allí años, buscando una respuesta. Fui a la biblioteca de palacio, en Shalekahh, y allí encontré algunos libros que hablaban de la Serpiente. No eran de mucha utilidad, pero hicieron que me diera cuenta de que tenía acceso al conocimiento que necesitaba precisamente dentro de mi mente. Los pensamientos de M'gulfn contenían los recursos de sus anteriores receptores. Todo lo que tenía que hacer era mirar allí… y habían miles, sucediéndose desde el principio del hombre, uno detrás de otro. Todos habían sufrido, la mayoría se habían vuelto locos, una incluso intentó matar a la Serpiente y fue tremendamente torturada y humillada por su intento. Y aprendí que la Serpiente es inmortal e indestructible, llena de odio hacia la humanidad, y que la única razón por la que no nos había destruido hacía tiempo era que los Guardianes le habían arrebatado uno de sus ojos, la Piedra Ovoide, para disminuir su poder.

Pero el robo del ojo fue también lo que detonó su odio. Temía que volvieran otra vez y que la matasen. Así que decidió tomar un receptor humano que cumpliera la siguiente función: si alguna vez alguien conseguía destruir el cuerpo de la Serpiente, su espíritu podría huir y esconderse en el cuerpo humano del receptor, hasta que se regenerase. Sólo ha tenido que hacer eso una vez. Hace cientos de años, una expedición partió del norte de Vardrav y la hirieron tan gravemente que pensaron que la habían matado. Y la propia M'gulfn se asustó y se escondió dentro de su receptor, pero sus heridas se curaron gracias a su inmensa energía y pronto volvió a la vida y asoló el norte de Vardrav como venganza. Todos los demás que quisieron matarla, murieron sin llegar a tocarla.

Y después de haberme enterado de aquello, ocurrió el ataque a Forluin —de nuevo se detuvo, mordiéndose los labios.

A veces me parece estar en parte en su cuerpo, y veo a través de sus ojos y… —estiró los dedos, rígidos y se quedó mirándolos—. No pude detenerla, lo intenté, me ofrecí a mí misma, cualquier cosa… No me hizo caso. Y supe, lo que siempre he creído saber, que no servía de nada buscar un final sólo a mi sufrimiento. La Serpiente debía morir. No debía haber más receptores, no más testigos de su crueldad depravada… yo sería la última.

No tenía ni idea de cómo podía lograrse. Todo lo que sabía era que la Serpiente y el receptor, de alguna manera, debían morir juntos. Yo era su última defensa, así que cualquier empresa contra ella no tenía ninguna posibilidad de éxito sin mi presencia. Al final fui a la Casa de Rede, desolada, con M’gulfn luchando en mi interior a cada metro que avanzaba. No tenía verdadera esperanza. Pero cuando me encontré con Eldor, él supo quién era yo y me dijo que pronto llegarían otros para organizar una Misión contra la Serpiente y que iríamos al Plano Azul. La Señora de H’tebhmella también me reconoció. Sí, lo sabía, pero Eldor y ella se mostraron de acuerdo en que nadie debía deciros esto, sólo yo. Por eso no pude responder a vuestra pregunta.

Entiende, Estarinel, que aunque era presa de la desesperación más profunda, no podía encontrar consuelo. Si lo hubiera intentado M’gulfn habría barrido mis defensas y me habría poseído. El mero hecho de ofrecerme ayuda me atormentaba.

Claro está que a M’gulfn la llenó de ira que yo me embarcase en la Misión. Hizo todo lo que pudo para detenerme. A veces, se me escapaba el control y me obligaba a actuar contra vosotros. Siempre fui consciente de ese peligro e hice todo lo posible para advertiros… Pero hubo una ocasión en la que conseguí que su voluntad se doblegase ante la mía. Cuando invocaste al demonio Siregh-Ma, Ashurek, y se negó a obedecerte, convencí a M’gulfn para que lo enviase de regreso a las Regiones Tenebrosas. Pero el demonio reconoció en mí al receptor, y se lo dijo a Gastadar, y Gastadar se propuso sellar mi boca para que nunca pudiera deciros quién era, y mantenerme encerrada de modo que la Serpiente no corriese peligro.

Ah, pero no os he hablado de Arlenmia. Su «sacerdotisa» —había un amargo tono burlón en su voz—. Ella también descubrió quién era yo. Ella quería ser la receptora de la Serpiente; estoy segura de que no entiende lo que eso significa, pero desde luego tenía el poder para transferirla de mi cuerpo al suyo. Quizá el poder no era más que una determinación fanática, pero era real. Me dio miedo. Era tan tentador… durante toda mi vida no había anhelado otra cosa que verme libre de ella. Sólo tenía que ceder y dejar que la carga se desprendiese de mí. Pero al final no pude hacerlo: ya había tomado mi decisión. No podía dejar el destino del mundo en manos de Arlenmia, sólo por mi propio bien. Naturalmente, mi negativa la enfureció. Decidió asesinarme entonces, pensando que así se convertiría inmediatamente en la receptora. Fue irónico que me protegiera el caballo, porque si Arlenmia fuese la receptora, la Serpiente sería invulnerable.

En H’tebhmella se cumplió mi deseo; me liberé de M'gulfn. No puede tocar el Plano Azul de ninguna manera, y la parte de ella que mora en mí se quedó en una especie de limbo cuando pasamos por el Punto de Acceso. Oh, aquella dulzura estaba teñida de dolor. Tenía cuanto había soñado, pero siempre supe que no podía durar, y que tenía que regresar al infierno. Hubiera sido mejor no haber ido al Plano Azul.

Y en cuanto a Forluin, la Señora me aseguró que allí también estaría libre de la Serpiente. Y no pude resistir la tentación de caminar por la Tierra, libre por una vez.

—Nadie te puede culpar por eso —dijo Ashurek.

—Me dije a mí misma que quería estar segura de que Estarinel no abandonaría la Misión, y que quería ver la maldad de M’gulfn en acción para no cejar en mi propósito… y eran razones verdaderas, pero la principal era mi deseo egoísta de probar la libertad, un deseo que se convirtió en arma que la Lombriz volvió contra mí.

Quizás ahora entendáis por qué estuve tan mal cuando regresamos a la Tierra. La Serpiente volvió a meterse en mí enseguida, y su furia casi me destruye. El dolor me hizo volver en mí, pero mi capacidad de control no era la de antes porque la experiencia de la libertad me había debilitado. Y cuando llegamos a la Ciudad de Cristal, había vencido.

Pero Miril me salvó. La Lombriz siente pavor ante ella. Cuando me tocó, M’gulfn se encogió de miedo. Y eso me permitió recuperar el control y adquirir una energía que nunca había tenido antes. Por eso puedo hablaros ahora con libertad. También puedo pensar y actuar según mi voluntad sin que ella intervenga. Tenías razón al sospechar de mí, pero ya no hay peligro de que la Serpiente sabotee la Misión por mi intervención. Sigue estando dentro de mí, pero me he librado de ella. ¿Me entiendes?

—Sí —dijo Ashurek—, te entiendo.

—Tuve que ser muy cauta con la Vara de Plata, naturalmente. He hecho cuanto he podido para que ella no supiera nada de la Vara. Todo lo que sabe es que tenemos algún tipo de arma, y eso le preocupa. Pero ya no puede leer mis pensamientos ni ver a través de mis ojos. Miril la ha cegado. Creo que le mostró un reflejo de ella misma. Y aquí acaba mi explicación —terminó con voz apagada, la vista todavía baja y perdida. Estarinel seguía sentado a su lado, petrificado, inexpresivo y con el rostro pálido como la cera.

—Creo que debo pedirte disculpas, Medrian —dijo Ashurek. Su voz demostraba pena y comprensión, incluso cierta vergüenza—. Te he juzgado mal. Y lo hice de una manera que podía haber llevado la Misión al desastre. Lo siento.

—No es necesario —replicó ella con una sombra de sonrisa—. Ninguno de nosotros puede evitar ser lo que es.

Estarinel estaba sentado, completamente entumecido, aturdido por lo que acababa de escuchar. Siempre supo, claro está, que ella estaba de alguna manera involuntaria ligada con la Serpiente. Quizá si se hubiese preocupado en analizar todo lo que Medrian había dicho y hecho, habría llegado a la terrible verdad tiempo atrás. Pero tenía aún más motivos que Ashurek para cerrar su mente a las conexiones que pudieran haber llevado a la conclusión impensable: que Medrian, a quien amaba, y la vil Lombriz, que estaba incluso por debajo del odio, estaban unidas de una manera tan obscena e íntima que eran una misma cosa. Su primera reacción fue de repugnancia, y Medrian lo sabía, y ahora se daba cuenta de lo mucho que debía haberla herido. Pero su aborrecimiento no iba dirigido a ella en realidad, y según se iba aclarando su historia —mucho más tenebrosa de lo que hubiera imaginado—, el asco y la indignación que le provocaba M’gulfn por haberla sometido a semejante angustia fueron irresistibles. Entendía su dolor y sabía que él le había causado aún mayor tormento. Sentía por ella una pena inenarrable. Y la admiración que le provocaba su fuerza y su determinación resuelta y sutil, era en extremo profunda.

Entonces comprendió que siempre había sabido la verdad. Medrian era una víctima de M’gulfn, pero aun más era ella misma, y nada de lo que dijera podría hacer que la amase menos, al contrario, la querría más.

Estarinel se dio cuenta de que ya no estaba junto a él. Se había adelantado al centro de la cueva y estaba de pie, de espaldas, empequeñecida por las paredes de hielo que se levantaban a su alrededor. Y además de la tremenda carga de la Serpiente, creía que él la había abandonado, y se odiaba a sí misma porque creía que lo había traicionado.

En un instante estuvo a su lado, lo cogió en sus brazos y la abrazó con fuerza, hasta que ella se relajó y le devolvió el abrazo.

—Lo siento —susurró Medrian—. Nunca quise engañarte, pero no podía detenerme. Me desprecio por mi comportamiento.

—Medrian, no —dijo él con ternura—. Nunca pienses mal de ti. Si supieras cuánto te quiero… Soy yo quien debe decir «lo siento».

—Debe ser diferente, ahora que ya lo sabes —dijo ella muy tensa, mirándolo.

—Sí, lo es… nunca me di cuenta del valor que tienes. Siempre he sabido que la Serpiente te torturaba de alguna manera, pero nunca hubiera imaginado que fuese de manera tan aterradora. La Serpiente te ha sometido a algo abominable, que está más allá de la razón. Nunca pensé que podría llegar a odiarla más de lo que ya la odiaba, pero esto…

—No, no digas eso —musitó ella—. Todo aquel que ha sido mancillado por el odio de la Serpiente, como lo he sido yo, no podrá volver a odiar realmente nada.

—Di entonces que estoy tan sólo más decidido a estar a tu lado —la abrazó con más fuerza—. Nunca vuelvas a poner en duda que eres amada.

—Nadie habría podido tener un compañero más firme que tú, habiendo hecho menos para merecerlo —dijo ella, apoyando la cabeza contra su brazo.

—¿Por qué tienes tan poca consideración contigo misma, después de lo que has conseguido luchando contra fuerzas tan monstruosas?

—Porque Miril tenía razón, creo que mis sentimientos son debilidades, y pienso que tendría que ser más que humana. —Su sonrisa se burlaba de ella misma—. Pero no lo soy.

—Para mí también has sido una compañera firme y me has ayudado en muchos trances duros.

—Habrá más oscuridad… —Y la oscuridad parecía destilarse de sus grandes y desconcertantes ojos mientras lo miraba—. Me gustaría poder prometerte que no volverás a sufrir, pero no puedo. No he cambiado tanto: todo lo que hago debe ser por la Misión, y no por ti. Todo lo que puedo decir es que espero que me perdones… algún día.

—Pase lo que pase, no habrá nada que perdonar —respondió Estarinel en voz baja—. Me gustaría poder ayudarte a encontrar alguna esperanza de que el futuro no será negro como supones. No dejaré que lo sea.

Medrian sintió que lloraba, para sus adentros y sin lágrimas, al oírlo. Estaba tan agradecida por su amor y por la fuerza que con tanto cariño quería transmitirle que no se atrevía a advertirle que no abrigara ninguna esperanza sobre el futuro. Sería una crueldad innecesaria e inoportuna. Dijo:

—Temía el momento en que tuviera que decirte la verdad. Pero ahora que lo he hecho, me siento aliviada… casi feliz. Sólo con poder hablar, saber que me comprendes y que ya no podré herirte con mi indiferencia.

—Las veces que debo haberte atormentado, intentando que me hablases… —recordó él con desaliento—. Lo siento mucho. Pensé que el amor era la respuesta a todo.

—Lo es —replicó ella—, lo es a la larga.

Cogidos de la mano, volvieron a sentarse en el saliente, junto al fuego h'tebhmelliense. Su resplandor dorado y azul hacía que en el hielo bailaran luces como luciérnagas, lo mismo que en los pliegues de sus capas. Ashurek les pasó algo de las provisiones h’tebhmellienses —pan negro y un pastel dulce y apretado que sabía a frutas— y comieron en medio de un silencio que era, sin embargo, amistoso. Ya no había tensión ni sensación de alejamiento entre ellos, nada que los separase. En su lugar había surgido una camaradería renovada, más firme que nunca y, aunque estaban más cerca de la Serpiente, cada uno de ellos estaba tranquilo como nunca lo habían estado antes. Había desaparecido el recelo y hasta parecían envueltos por cierta resignada alegría.

Por fin Ashurek dijo:

—Al menos, ahora podemos hablar de la Misión con más libertad. Tenías razón al decir, Medrian, que si hubiera sabido al principio que eras la receptora, si hubiera sabido toda la historia, no me habría arriesgado a venir contigo. Incluso en el Plano Azul habría tenido serias dudas. Pero ahora entiendo lo esencial que es tu presencia y creo que tienes a M’gulfn lo bastante controlada como para que no nos moleste. Me pregunto cuánto más tendremos que avanzar.

—Unos ciento cincuenta kilómetros —dijo Medrian terminantemente. Había algo desconcertante en la inesperada precisión; la miraron sorprendidos—. No sé cuántos días tardaremos: es evidente que nuestro avance será lento en el hielo, y que depende también del tiempo. Y de la Serpiente, naturalmente. No pasa nada, Ashurek… podrías tirar la brújula y aun así encontraríamos a M’gulfn. Sé exactamente dónde está. Por lo general sé lo que está haciendo. Sabré si se mueve aunque odia hacerlo. Los vuelos la dejan aletargada durante meses. Por eso supe que no podría haber atacado Forluin una segunda vez, dijera lo que dijera Arlenmia. Por eso ataca tan de tarde en tarde.

—Tus conocimientos sobre ella van a ser en extremo valiosos. ¿Tienes alguna idea de cómo hay que matarla? —preguntó Ashurek.

Vio que ella reprimía un estremecimiento.

—No, me temo que no. Eso debemos descubrirlo, como dijo Miril. Sigue existiendo un gran peligro. Si nos atacara, por encima de todo no debemos tocarla con la Vara de Plata, porque hacerlo provocaría un cataclismo como el que tu predijiste. Al menos, debería hacerse en última instancia.

—Ay, no consigo entender cómo usaremos la Vara si no podemos atacar con ella directamente a M’gulfn; —dijo Ashurek, y sacudió la cabeza pensativo.

—No lo sé —dijo Medrian—. Lo descubriremos de algún modo. Todo lo que sé es que la Serpiente y el receptor deben morir juntos.

Dijo esto con tanta naturalidad que Estarinel tuvo que reprimirse para no gritar su protesta. De pronto recordó lo que ella le había dicho, ahora parecía que hacía una eternidad, cuando le preguntó (¡qué cruel! ) si no tenía un hogar y una familia a donde regresar cuando la Misión terminara. «Una vez… hace mucho tiempo… pero no queda nada», había dicho ella. «Pero, cuando no hay elección y sólo queda el último viaje por delante, es en cierto modo un alivio, ¿verdad? ». Ahora que el significado de aquellas palabras estaba perfectamente claro, se retorcían en su pecho como un garfio de alambre.

—Medrian, ésa no puede ser la única respuesta —dijo, cogiéndole la mano—. Debe de haber alguna manera…

—No esperes demasiado —contestó ella con toda la dulzura de que fue capaz—. Siempre he sabido cómo acabaría la Misión para mí. Está bien: no quiero nada más. Estoy preparada.

—Pero después de todo lo que has pasado, te mereces algo mejor que eso… una oportunidad de ser feliz por lo menos —insistió él—. Escucha, en el Plano Azul eras libre… si hubiera alguna manera de que volvieses allí, mientras Ashurek y yo…

—No, eso sería imposible. Mientras estaba en H'tebhmella, la Serpiente no se retiró totalmente a su cuerpo, me esperó. Además, en cuanto pensase que corría peligro, encontraría un nuevo receptor. Incluso podría elegir a Arlenmia.

—Por los dioses —murmuró Ashurek.

—Además, sin mí para guiaros y advertiros sus movimientos no tendríais ninguna posibilidad —añadió—. No pongas tus esperanzas por encima de esta verdad, Estarinel, te lo ruego.

Estarinel no dijo nada más, pero seguía decidido a que ella se librase de M'gulfn sin que le pasara nada. La Serpiente ya se ha cebado demasiado con nosotros, pensó. Medrian, no podría soportar perderte a ti también. No podría soportarlo.

—¿Crees de verdad que tenemos alguna posibilidad de matar a la maldita Lombriz? —le preguntó Ashurek a Medrian con gesto hosco.

—Sí, tenemos una posibilidad —contestó ella. El aspecto enfermo y macilento había abandonado por fin su rostro y, aunque seguía estando pálida, su cara se veía despejada, casi radiante—. Os diré por qué pienso así. La Serpiente tiene pesadillas. Algo le da miedo. Sólo por esas pesadillas abandoné Alaak y pensé que teníamos una posibilidad. Son pesadillas terribles y desoladas.

Durmieron durante varias horas en la cueva de hielo, protegidos del frío por sus capas, y calentados por el fuego h'tebhmelliense. Cuando despertaron, volvieron a comer y luego se prepararon para emprender la última etapa de su viaje.

Los h'tebhmellienses les habían dado ropas apropiadas para el Ártico: polainas, chaquetas con cintos, guantes y gruesas botas, todo hecho del mismo material flexible, color gris perla, tejido tan prieto que parecía cabritilla. Era impermeable a la nieve y al viento, y estaba forrado con capas de lana acolchada.

Encima llevan sus resistentes capas también impermeables, cuyas capuchas podían ceñirse para proteger los rostros de las ventiscas cuando hiciera falta. Todo lo que ahora acarreaban en sus mochilas —aparte de una cuerda que llevaba Medrian— eran las provisiones que necesitaban para mantenerse durante las siguientes semanas; como su viaje había sido acortado por el paso a través del Plano Negro, tenían abundancia de suministros. También tenían recipientes en los que, usando el fuego h’tebhmelliense, podían hervir nieve para tener agua potable.

Cada uno seguía llevando una espada y un cuchillo. Además, Estarinel y Ashurek llevaban hachas, pero Medrian había dejado su ballesta, después de haber usado todos los dardos en el combate contra los pterosaurios. Y Estarinel llevaba la Vara de Plata junto a su espada, la funda roja atada con correas a la vaina de la espada de manera que no estorbara sus movimientos. El extremo en forma ovoide de la Vara iba protegido por un trozo de cuero con un nudo no demasiado apretado.

Por fin estuvieron listos para abandonar la cueva de hielo, un refugio muy bien recibido entre Hrunnesh y lo que les esperaba. Por último, Estarinel apagó el fuego h'tebhmelliense y metió la ligera esfera de oro en su mochila. Luego se echó la capa por encima de los hombros.

—Casi tengo calor con tanta ropa —observó.

—Sí, pero estarás más que agradecido de llevarla cuando estemos en los campos nevados. —Dijo Ashurek sonriendo. Les condujo a través de la cueva y por los bloques de hielo, pasando luego por la abertura a un estrecho pasadizo, que remataba en punta por encima de sus cabezas. Enseguida descubrieron el valor de las nuevas y gruesas botas: proporcionaban una buena sujeción sobre la superficie helada. Aquel pasadizo no era, aparentemente, nada más que una grieta que atravesaba el hielo, y que podría cerrarse cuando las enormes capas de hielo ártico volviesen a moverse.

La grieta se ensanchaba a medida que avanzaban pero, de forma desconcertante, empezó a bajar, llevándolos hacia el interior de la capa de hielo.

—Hay una serie de extrañas cuevas ahí delante —dijo Ashurek—. Antes no me pasó nada, creo que no hay peligro.

El pasadizo bajaba hasta una cueva lisa y de un azul lechoso que tuvieron que atravesar casi a gatas, por lo bajo que era el techo. Una galería estrecha descendente llevaba a través de otras tres cuevas parecidas, cada una más pequeña y menos iluminada que la anterior, como cuentas ensartadas en un exótico collar. Por fin entraron en un túnel tan bajo y estrecho que sólo lo resbaladizo de sus paredes cristalinas permitía que se abrieran camino.

—¿Estás seguro de que viniste por aquí antes? —preguntó sofocado Estarinel, quien no era nada amigo de los sitios cerrados.

—Sí, se ensancha más adelante —contestó Ashurek, sin mencionar que primero se estrechaba hasta ser una mera fístula por la que tendrían que arrastrarse sobre sus estómagos… Sin embargo, el pasaje demostró ser más incómodo que difícil, y pronto llegaron al final de la garganta. Más allá se encontraron en una amplia caverna llena de ecos, que parecía una gruta subterránea, con columnas de hielo de un blanco diamantino y de sombras azules.

Algo los obligó a cruzar despacio y en silencio absoluto, mirando maravillados mientras avanzaban. Parecía estar iluminada no sólo por el reflejo de la luz diurna y el aire reverberaba con el lejano crujir del hielo. Estarinel se dio cuenta con disgusto de que no había suelo debajo de la capa polar, sólo un océano helado, negro como la pizarra. Le pareció que tenían toneladas de hielo por encima y sólo una capa delgada, igual que una hoja de cristal, por debajo. Casi podía ver agua, que se arremolinaba y borboteaba iracunda por debajo del suelo traslúcido, oír el gemido del hielo que cedía bajo su peso… Si era una ilusión, no sabía si había surgido de su propia fantasía o de una sensibilidad invisible que flotaba en el aire inmóvil y helado.

Pero aquella sensación agorera parecía no tener fundamento. Llegaron al otro lado de la caverna sin que ocurriese nada y entraron en un amplio pasadizo blanco cristalino que comenzó de nuevo a ascender. Al irse acercando a la superficie, la luz se hizo más y más brillante, mientras el pasadizo se ensanchaba en otra caverna de hielo. No podían apreciar su tamaño, porque estaban rodeados por todas partes por cortinas de escarcha de un blanco puro, que tintineaban suavemente bajo una brisa imperceptible. Parecía un reino ajeno y encantado donde los humanos eran intrusos no bienvenidos.

Anduvieron en silencio a través de la caverna, con la impresión de que cada punto de luz que centelleaba en las hojas de escarcha era un ojo diminuto, y que el tintineo de los trozos de hielo era el rumor de voces sobrenaturales, sobresaltadas por su presencia.

Pero no advertían verdadera sensación de peligro, sólo una inquietante espiritualidad. La caverna se estrechaba y poco a poco dio paso a una tosca fisura, al principio cerrada por grandes bloques de hielo inclinados en diferentes posiciones y después abierta al cielo. Entonces el frágil encantamiento fue sofocado y borrado por la realidad severa e inminente del Ártico. Estarinel se convenció bien pronto de que la aparente sensibilidad de las cavernas de hielo no era más que un producto de su imaginación demasiado sensibilizada.

Pero justo cuando se estaba diciendo esto, Ashurek dijo:

—He pensado a menudo que debe de haber formas de vida tan diferentes de nosotros que ni siquiera las reconocemos como tales. Estamos mucho más cerca incluso de los Grises que de esas cosas.

—Si es así, son de todos modos hijos de la Tierra, y corren tanto peligro como el resto de nosotros ante… —Medrian no mencionó el nombre de la Serpiente. Quizá pensó que hacerlo ahora que se acercaban al Ártico propiamente dicho era casi como invocarla.

Una cinta quebrada de azul claro corría por encima de sus cabezas, ensanchándose poco a poco, a medida que las paredes de la fisura iban descendiendo. Por fin, las paredes quedaron por debajo de la altura de sus hombros y poco después no fueron más que bloques de hielo que se confundían con la nieve que había sido arrastrada al final del barranco. Cruzaron la fría suavidad del témpano y salieron, por fin, a la amplia llanura de nieve blanca como un espejo.

La fisura de la que habían salido retrocedía hasta una áspera masa de colinas de hielo que se extendían a lo largo del horizonte de norte a sur. La corteza polar había sido durante incontables años agrietada y levantada en gigantescos fragmentos verticales, que luego se volvían a helar, y el proceso se repetía una y otra vez hasta que parecía haber unos enormes dientes glaciales hincados en el paisaje.

Aquella cordillera quedaba al este de donde se encontraban. Al norte y al oeste se extendía una llanura de nieve, que brillaba igual que la chaqueta de plata, azul y blanca, de un arlequín. Sobre ella se arqueaba un cielo claro y diáfano que tenía el delicado tono de la campánula. El aire estaba tan quieto como dentro de las cuevas, pero tenía un punto amargamente cortante, el sol parecía pequeño y sin color, sus rayos cegadores no ofrecían la menor promesa de calor.

Estaban a principios de otoño, pero Ashurek esperaba que todavía tendrían la luz a su favor. Si el sol se ponía, sería sólo durante unos minutos cada día. El tiempo sería duro, pero de ninguna manera intolerable, como en pleno invierno. Las cosas podían haber sido peores.

—Al menos no tenemos que cruzar esos riscos helados —dijo Estarinel, mientras contemplaban la vista.

—No estaría tan segura —contestó Medrian—. Puede que den la vuelta y acaben cruzándose en nuestro camino. M’gulfn me ha dado un concepto vago dé la geografía polar… pero no está nada claro, y, de todos modos, siempre está cambiando. Me gustaría poder ser más precisa.

—Cualquier información es mejor que nada —dijo Ashurek—. Por el momento será útil que nos movamos en sentido paralelo a esos riscos. Pueden darnos refugio si hay tormenta.

Comenzaron a avanzar por la nieve en dirección norte. Sus capas, camaleónicas, habían adquirido un tono blanco sombrío, de forma que cualquier ser que mirase desde lejos a duras penas los vería. La nieve era firme, aunque una precipitación reciente y fina crujía bajo sus botas y salpicaba una espuma resplandeciente alrededor de sus tobillos. Y aún no tenían la sensación de que aquéllos fueran los dominios de la Serpiente; parecía un territorio neutral e intacto.

Animados por ello, bien descansados y alentados por el cielo despejado, avanzaron bastante el primer día. Cuando los acució la necesidad de dormir, acamparon en un nicho entre riscos de hielo, animados por el fuego h’tebhmelliense. Mientras tanto, el sol seguía su lento circuito en el horizonte, un fuego flotante distinto al normal. Los satélites aparecieron en el cielo claro, como dos pedazos de marfil gastado.

Cuando intentaba conciliar el sueño, Estarinel comenzó a tener la inquietante sensación de que en realidad el sol permanecía inmóvil, mientras la Tierra giraba vertiginosamente bajo sus pies, y de que se encontraban muy cerca del centro de aquellos giros. Era una sensación aterradora que mareaba, como la experimentada en la Caverna de la Comunicación, cuando atisbo el verdadero tamaño y majestad del universo, y se sintió a la vez infinito e infinitesimal; menos que nada, pero parte de todo. Se durmió sin darse cuenta y sus pensamientos se convirtieron en sueños.

Era extraño que se hubiera visto acosado anteriormente por fantasmas de nieve; ahora estaban aquí, entre la nieve, y él soñaba con algo distinto. Un lugar en la penumbra; algo grisáceo, voluminoso pero medio escondido en las sombras, que lanzaba sordos gruñidos. Otra forma, oscura y húmeda, forcejeaba dentro de una membrana reluciente. Y estaba su madre, de rodillas en la paja, la cabeza inclinada y sus rubios cabellos apartados del rostro. Sus brazos desnudos estaban manchados de sangre casi hasta la altura de los hombros y, cuando levantó la cabeza, ésta también estaba manchada de sangre y de lágrimas.

Pero cuando lo miró, vio que reía de alegría.

—Somos parte de ello, pero nos reduce a la nada —dijo ella. Y luego se dio cuenta de que la forma gris era una yegua de cría y la forma oscura y húmeda sobre la cual se inclinaba su madre un potrillo recién nacido.

Había ayudado a su madre tantas veces en partos semejantes. Qué corriente era aquella escena, pero qué preciosa, cuánto más deseable incluso que la belleza trascendente y cristalina del Plano Azul. Pero completamente inalcanzable. Ida para siempre. Destruida por algo que ni siquiera podía comprender lo que se perdía, que sólo sabía envidiar y odiarlo.

—Madre, la Lombriz está ahí fuera —dijo en el sueño, con tanta tranquilidad como si anunciase la llegada de un amigo. Al mismo tiempo se sintió clavado en el sitio presa del pánico, al saber que su madre corría un peligro mortal. Pero ella siguió sonriéndole tranquilamente, sin signos de alarma.

—¿Ya? —dijo ella. Luego, sin ninguna lógica—. Dile que ahora vuelvo.

—Sí, lo haré. Todo lo que hago es por esto —contestó él.

Debía de haber hablado en voz alta porque se despertó entonces y se encontró con que Medrian, ya despierta, lo estaba mirando.

—¿Qué decías? —exclamó ella.

—No lo sé. Estaba soñando —contestó él, sentándose e intentando aclarar su mente del sordo dolor que las imágenes le habían provocado.

—¿Tienes sueños semejantes muy a menudo? —le preguntó Medrian—. Sueños prescientes quiero decir.

—Si era una precognición, no la entendí. Eran sólo recuerdos confusos. He tenido algunos presentimientos del futuro… no siempre cuando estaba dormido. ¿Cómo lo has sabido?

—Lo veo en tus ojos, a veces. No hay ninguna mirada parecida a ésa.

—¿No? —dijo él, vagamente inquieto por aquel pensamiento—. Pero las cosas que veo no tienen sentido. Sólo después de que ocurra lo que anunciaban llegó a entender el significado de la visión.

—¿Pero lo que ves acaba teniendo sentido?

—Sí, aparentemente. Medrian, ¿sabes que la noche antes de que la Serpiente atacase, soñé con una mujer de tez muy pálida y cabellos negros? Lo recuerdo de manera muy vivida. Eras tú… aunque no me di cuenta hasta después de un tiempo de habernos conocido.

—¿Estás seguro? La memoria engaña…

—No, estoy seguro, porque aquella noche también soñé con el caballo de Arlenmia.

—¿Taery? —exclamó ella.

—Sí, un caballo verde azulado con la crin y la cola doradas. ¡Eso es algo que no hubiera podido confundir de ninguna manera!

—¿Pero nada más que tuviera que ver con Arlenmia?

—No, sólo tengo indicios de cosas muy al azar. Siempre había nieve, pero eso es sorprendente porque sabía que teníamos que venir al Ártico. Creo que vi a Silvren antes de saber cómo era… ya Calorn antes de que supiera siquiera que existía. Y el castillo de los Guardianes: cristal rojo y figuras grises. Sí, y la Vara de Plata, antes de que llegásemos a H’tebhmella. Y algo que tenía que ver contigo y con la Vara…

—Oh, no —dijo ella, cogiéndole el brazo con su mano enguantada—. No sigas. Escucha, no debes dejar que estos presentimientos te inquieten. A veces yo también los sufro, y te aseguro que por nuestro bien parecen sin sentido hasta que puedes verlos en retrospectiva. De otra manera, sólo te causarían daño y te harían intentar cambiar lo que no puede cambiarse.

—Sí, estoy seguro de que tienes razón —dijo él, y la besó.

—Creemos que entendemos las cosas —dijo ella—, pero eso es para evitar que nos volvamos locos. En realidad, todo está más allá de nuestra capacidad de comprensión.

Reanudaron su caminar a través de la brillante llanura de nieve. El aire seguía tan quieto y seco como antes, y el cielo de un fino azul, blanqueado en el este por la luz plateada del sol. Era difícil creer que el mal estuviera tan cerca.

—Seremos realmente afortunados si el tiempo se mantiene —dijo Ashurek—. Medrian, perdóname si ésta parece una pregunta necia, pero ¿no podríamos estar equivocados al pensar que la Serpiente habita el Polo Norte? No tengo la sensación…

—Da gracias porque así sea —replicó ella bruscamente—. No puede durar.

Como si respondiera a sus dudas, antes de que hubieran andado otra hora, una coloración se alzó en el cielo septentrional, como el veneno que oscurece la piel en torno a la mordedura de una serpiente. Se detuvieron y se quedaron mirándolo. A Estarinel le provocó tal depresión y desaliento que casi se da vuelta para echar a correr; sólo mediante un gran esfuerzo de voluntad consiguió mantenerse firme y evitar gritar de miedo.

Era una parodia horrible de la aurora boreal, un telón de oscuridad semitransparente que flotaba sobre el horizonte. Dentro había cierta clase luz; una fosforescencia ocre y macabra, que hacía que el cielo tras ella se viera verde. El sol pareció desfallecer y amedrentarse ante aquella violación de la atmósfera.

—No —protestó Estarinel débilmente, al tiempo que cerraba los ojos y se agarraba sin proponérselo al hombro de Medrian. Pensó que prefería morir antes que dar otro paso hacia la abominación que ondulaba en el cielo como humo pardusco. Qué estúpido había sido, pensó, al imaginar que podría enfrentarse a M’gulfn y menos aún atacarla.

—Ahora lo creo —dijo Ashurek—. ¿Eso es una advertencia o una bienvenida?

Vientos pardos guardaban luto sobre la Tierra, anunciando el triunfo inevitable de la Serpiente. Por todas partes la gente se acurrucaba temblando dentro de sus moradas mientras criaturas grises aullaban y ululaban en el exterior, y aves sobrenaturales volaban por el cielo lanzando graznidos. La enfermedad y la oscuridad se cerraban como fauces sobre el mundo. Algunos decían: ¡Si hubiéramos creído en la existencia de la Serpiente y hubiéramos luchado contra ella! Y otros decían: si la hubiéramos adorado. Ahora es demasiado tarde. Esta es su venganza.

En Excarith, Setrel miraba con desánimo el cielo torturado por la tormenta, un cielo del color de la sangre seca y se decía a sí mismo:

—Han fracasado. Ojalá hubiera llevado a mi familia a la Casa de Rede con Benra.

La Casa de Rede era el último bastión contra M’gulfn en la Tierra, y los refugiados habían acudido allí en masa, procedentes de los continentes asolados por la Lombriz. Siempre había estado allí, una casa donde reinaban la cordura, la amabilidad y la sabiduría. Nadie quería creer que su seguridad se había convertido en un trágico engaño. «La Casa de Rede será la última en caer» había dicho Silvren, pero aquellas palabras no dijeron hasta qué punto su destrucción sería un acto de venganza tan específico y jubiloso, perpetrado por los Shana para celebrar el amanecer de la era de M’gulfn.

El demonio Ahag-Ga llegó a la Casa de Rede, con la apariencia de Benra, el nemen. Allí Dritha se dejó engañar al extremo de invitarlo a traspasar el umbral. Pero en cuanto reconoció quién era, Ahag-Ga se deshizo de su disfraz y la destripó lleno de júbilo.

Dritha era una Guardiana, y como tal no podía morir, pero el alma tuvo que abandonar su cuerpo humano y refugiarse en un reino lejano. Entonces Ahag-Ga adoptó su figura, paseó sonriendo entre los cientos de refugiados que había en la casa de Eldor y sus alrededores, y comenzó a atormentarlos y matarlos. Y creyeron que era Dritha que de pronto se volvía contra ellos y los traicionaba. Entonces supieron que la Serpiente había triunfado. Aquellos que escaparon del demonio, huyeron y se arrojaron al helado océano.

Así cayó la Casa de Rede.