![](/epubstore/W/F-Warrington/El-Mirlo-En-Las-Tinieblas/OEBPS/Images/Logo.jpg)
Capítulo 3
Mientras acababa de hablar, Medrian se apoyaba contra un huso de roca azul, repasando los ángulos y caras de su brillante superficie con los dedos. Murmuró:
—Es tan fácil soñar con quedarse aquí para siempre… y tan falaz. Porque sé que tengo que partir y retomar la Misión, y cuando lo haga… —Se volvió en la niebla, con un movimiento lento y elegante como la extraña tranquilidad de la locura—. Estará esperándome. Esperándome.
—Pensé que librarte de M'gulfn mientras estuvieras en el Plano Azul sería un respiro bien recibido —admitió la Señora con tristeza—. Ahora me doy cuenta de que puede que sólo te ponga las cosas más difíciles en definitiva.
Medrian asintió, con los ojos oscurecidos por el terror reprimido.
—Estarinel y Ashurek todavía no saben quién eres, ¿verdad?
—No, claro que no —replicó Medrian con una sonrisa en la que se burlaba de sí misma—. La Serpiente no me deja decírselo. ¿Cómo iba a protegerla el receptor, a menos que se mantenga en silencio y anónimo? En la Casa de Rede pensé que Ashurek me mataría cuando me negué a decir nada, pero aunque hubiera podido hablar, no lo habría hecho. Porque no deben saber nada hasta el final.
—Sí, en eso tienes toda la razón.
—En cierto modo, me sorprende que no lo hayan adivinado. Las veces en que M’gulfn me ha atacado y casi he traicionado la Misión… pero todavía no lo saben. Quizá sea porque sospechan de Arlenmia. Y Ashurek cree que vine a la Misión desesperada, tras lo de Alaak, lo que en cierto modo es verdad. No sé lo que Estarinel piensa de mí. Es extraño, nunca me importó lo que pensaran de mí los demás hasta que llegó Estarinel… —De nuevo, la pregunta asomó a su garganta, pero no pudo articular las palabras.
—Medrian, hay algo que necesitas saber, ¿no es así? No tengas miedo y pregúntame —dijo la Señora, animándola sin presionarla demasiado.
Medrian habló con rapidez, antes de que la duda la detuviera.
—Bueno… soy libre por primera vez en mi vida. Pero el Plano Azul no es la Tierra, es tan bello que me resulta doloroso. Me preguntaba cómo sería sentirse libre de la Serpiente en la Tierra, sólo un tiempo. Así sabría lo que es ser… normal —soltó una seca carcajada—. Dijisteis algo, que la Serpiente había «pasado por alto». Forluin. Si fuera con Estarinel, ¿sería posible que M’gulfn no pudiera alcanzarme allí?
Oh, Medrian, pensó la Señora. Por lo menos eso puedo hacer por ti.
—Lo que dije era verdad. La Serpiente atacó Forluin físicamente porque no puede ejercer poder mental sobre la isla. Puedes ir allí con entera libertad.
—Gracias, mi Señora —murmuró Medrian.
—En cuanto a si tu visita es acertada o no —añadió la Señora, con los ojos brillantes de lágrimas— es algo que debes decidirlo tú.
Ashurek y Calorn estaban juntos sobre un promontorio de roca que se alzaba tan sólo unos centímetros por encima de la cristalina superficie del agua. Varios metros delante de ellos, en el extremo justo del promontorio, tres mujeres h’tebhmellienses —incluyendo a Filitha y la Señora— rodeaban una nube de chispeante luz azul, dándole la forma cohesiva de una esfera con extraños instrumentos metálicos. Junto a ellas estaban Medrian y Estarinel, ambos vestidos con las ropas h’tebhmellienses de un material sedoso azul claro. Estarinel llevaba pantalones y una camisa suelta; Medrian un vestido largo recogido en la cintura y en las mangas. Esperaban ansiosamente a que se completara el Punto de Salida.
Debido a una peculiaridad de la compleja órbita de los Puntos de Acceso de H’tebhmella, éstos pasaban por Forluin con más frecuencia que por cualquier otro lugar de la Tierra. Una rara conjunción permitiría a Estarinel y Medrian volver al Plano Azul en pocas horas.
—Estarinel no parece nada contento ante la perspectiva de visitar Forluin —observó Calorn.
—¿Por qué iba a estar contento ninguno de nosotros? —dijo Ashurek bruscamente.
—¿Por estar en H’tebhmella? —sugirió Calorn.
—Esto sólo puede durar unos días más. La idea de atacar a la Serpiente me alegra, pero queda Silvren… —Bajó la vista al suave musgo verde azulado bajo sus pies. Calorn podía percibir lo impotente e inquieto que se sentía inactivo. Ella misma ansiaba actuar, y deseaba encontrar alguna manera de ayudarle a recuperar a Silvren. No había nada más querido para su alma que una misión peligrosa con un resultado satisfactorio, por ejemplo, un rescate con éxito.
Los ojos verdes de Ashurek brillaban amenazantes, enmarcados por el rostro de color marrón oscuro y purpúreo, de marcados pómulos, cuando volvió a mirar a las h’tebhmellienses. Los pensamientos de Calorn se dirigieron por un instante a su pasado sangriento y maligno, luego los desechó. Conozco al hombre, no su reputación, pensó. Las h’tebhmellienses no han dicho nada malo de él.
Abrió la boca para decir algo, pero en ese instante Filitha exclamó que el Punto estaba preparado. Ashurek y Calorn se adelantaron para ver partir a sus dos compañeros.
—Dentro de dieciocho horas, pasará un Punto de Acceso por el lugar donde emergeréis. Estad preparados, ¡no debéis perderlo! —decía la Señora. Los besó a ambos en la frente—. Id ahora con mi bendición.
Estarinel y Medrian entraron en la nube de luz azul y desaparecieron.
—No sé si su decisión de visitar Forluin fue acertada —murmuró Ashurek—. De todos modos, siempre que no pierdan el valor para seguir…
Se volvió y caminó con celeridad por el estrecho puente de piedra de vuelta a la orilla sin esperar a los demás, obviamente con ganas de estar solo.
Calorn lo observó un instante; luego tomó una decisión y salió tras él.
Estarinel y Medrian emergieron del Punto de Salida al suelo suave de un bosque. El cambio de ambiente, el tacto mismo del aire, fue tan grande que ambos se quedaron inmóviles y aturdidos durante unos instantes. La atmósfera había perdido su claridad cristalina, pero había adquirido una cualidad más cálida, agradable y terrenal. La luz del atardecer se filtraba a través de los árboles, dibujando la silueta de cada hoja con plata y llenando el espacio entre los troncos de una neblina de bronce.
—Es verano, como si nunca me hubiese ido —dijo Estarinel—. Qué extraño pensar que ya ha pasado un año. El viaje desde Forluin a la Casa de Rede duró varios meses; nunca pensé realmente en el cambio de estaciones aquí mientras estábamos en el mar.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Medrian.
—Sí. Los bosques de Trevilith. Mi casa está a una hora de camino, eso es todo. Pasé tanto tiempo de mi infancia aquí… —Los recuerdos lo inundaron y lo dejaron callado.
—Vamos, entonces —dijo Medrian, pero Estarinel no se movió, como si hubiera echado raíces en aquel sitio.
—No sé —dijo sin expresión—. No creo que fuera una buena idea, volver a mitad de la Misión. Siento como si hubiera dado una gran vuelta y no hubiera estado en ninguna parte. No está bien. No quiero ver a nadie, ¿qué voy a decirles? ¿Qué he estado varias veces al borde de la muerte y no he conseguido nada? Sí, he vuelto, pero la Misión ni siquiera ha comenzado, tengo que volverme a ir. Oh, me entenderán si les explico… y luego temerán por mí, y confiarán en mí, como si yo pudiera salvarlos, a todos, yo solo. Fue la cosa más fácil del mundo embarcarse en esta Misión, lo más difícil ahora es seguir. No es justo que ellos tengan que confiar en mí. No quiero recordarles, cuando quizás han comenzado a olvidar. No tendría que haber vuelto.
Medrian lo miró unos segundos. Se sentía muy extraña como si flotara. La Señora había dicho la verdad, M’gulfn no tenía ningún poder sobre Forluin, y, por vez primera, se veía libre de ella en la Tierra. Pero todavía no se atrevía a relajarse, a permitirse sentir o a comportarse de manera diferente. No podía permitir que Estarinel le despertara compasión.
—Es demasiado tarde —replicó tranquila—. Ya has tomado tu decisión. Vamos, no podemos quedarnos aquí dieciocho horas.
Estarinel miró sus negros ojos y se preguntó por qué podía aguantar su mirada, cuando antes siempre lo dejaba helado. Siempre lo había apoyado, a su manera un tanto reservada, en los peores momentos de la Misión; ahora estaba en su tierra y debía ser capaz de confiar en él como él había confiado en ella.
Estarinel suspiró e intentó sonreír.
—Tienes razón, como siempre. Por aquí. —Cuando comenzaron a caminar a través del claro del bosque, añadió—: Me alegro de que me hayas acompañado.
Medrian no contestó. Caminó a su lado en silencio, con el borde de su vestido h’tebhmelliense rozando el suelo. Le parecía estar soñando, pero nunca antes había tenido un sueño semejante: al mismo tiempo era de una desgarradora realidad, que hacía que el resto de su vida no fuera más que una extraña pesadilla. Podía apreciar la sensación del manto de hojas bajo sus pies y el contacto de la brisa en la cara, la luz de bronce y plata del sol, y la rica y áspera textura de la corteza de los árboles sin sufrir el castigo burlón de la Lombriz por atreverse a amar algo. Por primera vez experimentó la normalidad, y era todo lo que siempre había deseado.
Salieron del escabroso linde del bosque a una ancha llanura de hierba y helechos, cuya verde frondosidad llenaba el aire de un fresco aroma. Estarinel apretó el paso y se abrieron camino a través de la vegetación que les llegaba hasta las rodillas, de una pequeña arboleda y luego por una ladera verde. Delante de ellos se extendían ante la vista campos de cultivo y árboles, de color verde y ámbar, y oro miel bajo el sol poniente. Cerca pastaban un par de ovejas y un pájaro solitario cantaba desde el cielo.
Medrian vio que Forluin era hermosa.
Pero a su izquierda, la puesta de sol era una mancha de carmín chillón, como una herida en las nubes. Y no pudo dejar de reconocer la neblina grisácea que se extendía en el horizonte.
Advirtió que, a su lado, Estarinel se estremecía. Durante unos minutos, él no dijo nada, tan dulce, familiar y hogareño le resultaba el paisaje a sus ojos. ¡Cuántas veces había cabalgado y caminado y corrido por aquel paisaje amado, al que quería casi tanto como a su familia! Pero él también reconoció la neblina gris de la Lombriz, que envenenaba el cielo y distorsionaba el color de la puesta de sol. La maldición no los había abandonado.
—Esta región, mi casa, estaba justo al sur de la peor zona del ataque —comenzó a explicar, y las palabras parecían arena en su boca—. La granja vecina fue arrasada… la nuestra escapó por poco.
—Recuerdo que me lo contaste —dijo Medrian rápidamente, con la intención de evitarle el dolor de hablar.
—Desde aquí no se puede ver bien la granja —siguió él—, pero se encuentra apenas a tres kilómetros de distancia.
La llevó colina abajo, por un sendero bordeado de grandes hayas doradas.
Al fin, Medrian dijo:
—Forluin es hermosa, es el sitio más bonito que he visto. Incluso ahora.
—Normalmente… antes —contestó él con encubierta tristeza— los prados y las arboledas bullían de actividad. Pájaros que cantaban, ciervos entre los árboles. Por todas partes se veían ovejas y caballos…
Sacudió la cabeza, incapaz de continuar.
Rodearon otro plantel de árboles y siguieron un camino de herradura muy trillado al lado de un seto. Por fin llegaron a una gran llanura ondulante y Estarinel casi echa a correr.
En su mente estaba grabada la imagen de un valle con forma de cuenco de la última vez que lo había visto: todavía verde, la vieja granja de piedra, que se alzaba satisfecha sobre el suelo de la hondonada entre huertas y prados como si nada hubiera ocurrido. Y más allá, en el extremo abierto del valle, se encontraban los árboles arrancados y las ruinas de la granja de su amigo Falin. Su familia había escapado por muy poco.
De repente, la perspectiva de ver a sus amados padres y hermanas otra vez alejó todas las dudas de su mente. Al fin y al cabo, eran lo único verdaderamente importante.
—¡Vamos! —le gritó a Medrian—. Ahí está el borde del valle.
Corrió adelantándose a ella y llegó por fin al verde límite del Valle del Cuenco, desde donde podría ver con todo detalle la granja de sus padres.
Medrian, que intentaba mantenerse a su altura, lo vio detenerse. Vio como una repentina y rígida incredulidad le estremecía el cuerpo; corrió hasta perder el aliento para alcanzarlo y ver lo que él había visto.
El valle estaba gris, un cuenco de cenizas malditas. Los árboles eran grotescos muñones, como huesos calcinados esparcidos en un suelo que parecía estar pudriéndose en ácido. La ruina causada por el veneno gris de la Serpiente se extendía por las laderas hasta unos pocos metros de donde ellos estaban. Lo que quedaba de las hierbas y setos estaba empapado de glutinoso veneno verde. Un hedor a desolación, tangible en la piel y en los ojos, emanaba del valle. Traía el odio de la Lombriz, un destino innegable donde la enfermedad y el sufrimiento se convertían en la misma cosa. Y en el centro se encontraban los restos del hogar de Estarinel.
Las ruinas parecían tan calladas y tristes, como un animalito que hubiera muerto de miedo.
Al principio, Estarinel se quedó tan desolado, tan aturdido por la amarga incredulidad, que no pudo moverse. Se sentía paralizado, insensible; un cable de acero parecía estarse apretando en torno a su garganta, haciendo que la sangre le oscureciese la vista. La cabeza le daba vueltas sumida en total confusión.
—Cómo… —un susurro se escapó de su garganta. Luego lo inundó una ola de furia, de horror y de pena, como el grito de la negación definitiva. ¡No! ¡No! La palabra se convirtió en su ser, animándolo como una marioneta loca y haciéndole echar a correr valle abajo. El trauma destructivo de la pena se extendió por sus miembros como si sólo pudiera encontrar una salida en la casa asolada por la Lombriz.
Medrian salió tras él inmediatamente, se lanzó sobre él para desviarlo en su carrera, luego lo cogió de los brazos e intentó detenerlo. Estarinel forcejeó con ella, con los ojos desorbitados, no parecía reconocerla.
—¡Deténte! —gritó Medrian.
—Suéltame —murmuró él ásperamente. Intentó soltarse, pero Medrian siguió agarrándolo con fuerza.
—¡No! —gritó con frenesí—. Si pisas eso, te matará. ¿No lo entiendes? Es ácido, ¡veneno!
Estarinel se quedó mirándola, temblando convulso, pero veía a Sinmiel, la hermana de Falin, morir en un charco de veneno. Morir por no mirar por dónde pisaba y tropezar con el líquido de la Serpiente que corroía la carne.
Con un grito ronco, se soltó de Medrian y corrió a trompicones hasta la cima del valle, luego se dirigió por la cresta hacia una pequeña casa de piedra que estaba intacta.
Medrian lo siguió a todo correr. El olor de la Serpiente se le había pegado a la garganta y le hacía toser, jadear en busca de aire. No podía mantener el ritmo endiablado de Estarinel. Lo vio entrar en la casa y volver a salir un instante después. Intentó acortar distancias pero él seguía corriendo más que ella, siguiendo una senda entre oscuros árboles que parecían esqueletos, rígidos de terror.
Al final, lo perdió de vista. Se detuvo jadeando y sollozando, casi doblada por el daño en los pulmones. Cayó de rodillas e intentó recuperar el aliento; luego se echó a llorar, tirándose de los cabellos con sus manos blancas.
Por primera vez, pudo expresar su dolor sin la burlona interferencia de M’gulfn, pero apenas se daba cuenta de ello. Estarinel… sus pensamientos se retorcían en una masa incoherente de sufrimiento. Oh, dioses, qué puedo hacer…
Cuando por fin comenzó a recobrarse, se incorporó y se sentó sobre los talones, mirando el crepúsculo de Forluin. Temblaba y el aire se le escapaba en ásperos sollozos.
—¿Y no tenía otro motivo para venir aquí? —se dijo a sí misma—. No era sólo para librarme de la Serpiente. Tenía que torturarme con sentimientos de culpa… ver la agonía que había causado M'gulfn para entender de verdad lo que ha hecho. Lo que yo he hecho, porque fui incapaz de disuadirla para que no lo hiciera. Incapaz… oh, Estarinel, debía haberlo intentado con más energía. No sabía…
Se puso en pie, limpió el polvo del vestido azul claro y se ordenó los cabellos con manos temblorosas. Luego tomó el camino que había seguido Estarinel.
Atravesaba campos cuyos límites septentrionales estaban arrasados y en cenizas. Donde la vista quedaba libre de árboles, podía ver el tenue gris a lo lejos, y supo que la Lombriz había hecho su trabajo a fondo allí. Partes enteras de Forluin habían sido arrasadas, y su veneno tenía la capacidad de extenderse, filtrándose por el suelo para seguir con la destrucción mucho tiempo después de que la Serpiente hubiera regresado a su hogar en el Ártico.
Fría y desconsolada, se encontró en los arrabales de una pequeña aldea. Seis o siete cabañas de piedra se apretaban en torno a una verde explanada con un pozo en el centro. En algunas de las ventanas se observaban luces mientras caía la noche, pero en el exterior no se veía a nadie. Estaba segura de que Estarinel se dirigía a esa aldea y que reaparecería si lo esperaba. Mientras tanto, no tenía intención de llamar a la puerta de ningún desconocido así que paseó por la explanada y se quedó al lado del pozo mirando a su alrededor.
Era evidente el amor y cuidado con que habían sido construidas las cabañas, de la misma manera que lo era el cuidado de la hierba y de las sendas que la rodeaban. Por todas partes se habían plantado flores y arbustos. Había una atmósfera de calidez amistosa en la aldea que no había sentido nunca antes, y menos aún en Alaak.
Se encogió ante la frescura del aire. Era raro, casi nunca tenía frío, al menos físicamente.
Esta es la clase de lugar, pensó, que la Serpiente despreciaría más que nada y que querría destruir. No el lugar, sino la gente y el sentimiento. Me pregunto por qué esperó tanto.
Tembló. No podía explicarse el torbellino que se agitaba en su interior. Libre de la Serpiente, el hielo con el que apartaba de ella su mente se había fundido automáticamente. El tibio calor que sentía le hacía pensar que estaba ardiendo, y cada llama era una emoción diferente. La mayoría era una mezcla de furia y de pena; pena por el destino de Alaak, de su familia, por Forluin y Estarinel; furia contra M’gulfn, Arlenmia, Gastadar; los motivos parecían infinitos. También tenía miedo, un terror tan crónico que paralizaría su mente si dejaba que se asentase en ella. Y en algún lugar sentía amor y preocupación por otro ser humano. Aquel sentimiento le resultaba tan extraño que a duras penas se daba cuenta de lo que era; la suave fuerza de ese sentimiento le hacía más daño que la quemazón de otras emociones.
Nunca había sido tan estúpida como para pensar que por reprimir sus sentimientos durante muchos años, los hubiera destruido, pero tampoco esperaba que fueran a volver con tanta fuerza. Desde el arrebato cerca de la granja, después de que Estarinel saliera corriendo, se sentía aturdida por aquella violencia interior.
Ahora estaba inmóvil junto al pozo, agradecida de tener unos minutos para ordenar sus pensamientos y recuperar su autocontrol.
¿Hasta dónde llega mi fortaleza?, se preguntó. Por lo visto es bien escasa una vez liberada de la Serpiente que me obliga a no aflojar ni un instante.
¡Libertad! ¿Qué me hizo pensar que sería libre estas pocas horas? Debo protegerme contra mis propios sentimientos, igual que lo hago contra M’gulfn, antes de traicionarme a mí misma…
Estarinel no debe sospechar que soy diferente. Eso haría imposible el resto de la Misión. Debo mantenerme fría, como siempre.
Sabía que sería difícil no demostrar compasión ni temor por el destino de la familia de Estarinel. Su indiferencia le haría las cosas aún más difíciles a él. Nunca había creído que Medrian fuera tan dura y fría en el fondo como aparentaba, pero quizá ahora lo creería; quizá empezara a odiarla. Tragó y sintió como cuchillas en la garganta. Sería mejor así. Entonces la Misión llegaría a buen término.
Sin ningún motivo especial, Falin se levantó y miró por la ventana de su cabaña. En medio de la explanada, junto al pozo, vio algo que al principio pensó que no era un ser humano sino una estatua. Sorprendido y desconcertado, contempló la figura en el crepúsculo hasta que se dio cuenta de que era una mujer pequeña y esbelta, que estaba inmóvil y sumida en profunda concentración. Eso le demostró que no era forluinita, incluso antes de verle el rostro y el color de la piel.
Abrió la puerta y se dirigió hacia ella. Ella alzó la vista cuando se acercó, pero no se movió. Su cara de rasgos delicados era blanca y contrastaba con sus grandes ojos negros y su cabello del mismo color; le pareció conocida, pero no sabía de dónde.
—Me llamo Falin —comenzó para tantearla—. ¿Necesitas ayuda?
—Estoy buscando a Estarinel —se limitó a decir ella.
Falin sintió que la tierra temblaba bajo sus pies; el asombro y la confusión lo perturbaron. ¿Qué quería decir, quién era ella?
—Estarinel —dijo, con la boca seca—. No está aquí. Se fue hace meses.
—No me reconoces ¿verdad? —dijo la mujer.
—No estoy seguro… —empezaba a recordarla, pero sólo logró que crecieran en él la incomprensión y el miedo.
—Nos conocimos en la Casa de Rede —dijo ella—. Tú eras uno de sus cuatro compañeros.
—Y tú debes ser Medrian. Lo siento, pareces distinta. Pero ¿qué haces aquí? Pensé…
—Tardamos más de lo que suponíamos en alcanzar el Plano Azul. Cuando llegamos allí, Estarinel quiso volver a Forluin para efectuar una breve visita, antes de continuar la Misión. La Señora le concedió permiso y también me dejó venir a mí.
—Oh dioses —dijo Falin, mesándose los cabellos castaños. Estaba muy pálido, observó Medrian, y con la mirada perdida y tensa de quien no puede dormir—. ¿Y te llevó derecho a su granja?
—Sí —respondió ella sin énfasis— y la granja ya no existe. Vino corriendo en esta dirección y lo perdí de vista.
—Oh —suspiró Falin desesperado—. Toda su familia murió. ¿Por qué no vino a verme? Sé dónde habrá ido. Será mejor que lo encontremos.
Medrian no dijo nada mientras lo seguía entre las cabañas y luego por un sendero que serpenteaba en una ladera cubierta de hierba.
Mientras caminaba, Falin temblaba, destrozado por la llegada de Medrian y la noticia de que Estarinel estaba allí. Habían pasado muy pocos días desde que la granja se derrumbara, minada por el veneno de la Serpiente, matando a la familia de Estarinel, incluida su amada Arlena. Desde entonces apenas había dormido; temía el momento en que Estarinel regresara y tuviera que darle a su amigo la terrible noticia. Tenía miedo de enfrentarse a la pena de su mejor amigo; sabía que no podría soportarla, después de todo lo que había pasado.
Pero temía aún más que Estarinel no regresara nunca. Los pensamientos se agolpaban en su mente; nunca, nunca habría esperado que él volviera de manera tan repentina y, si había entendido bien a Medrian, tendrían que marcharse otra vez, una segunda partida mucho más dolorosa y desesperada que la primera.
Después se puso a pensar en Medrian, y la miró de reojo.
De pronto se dio cuenta de lo fría que parecía, helada e insensible, como si nada hubiera ocurrido o, en todo caso, no le importase.
¿Quién era? ¿Había confiado a su amigo a una persona que parecía tan inconmovible y traicionera como el hielo?
La idea le resultaba insoportable, de manera que rompió el silencio.
—Hay un granero grande; era del carretero, pero lo cedió después de la venida de la Serpiente, para usarlo como… bueno como lugar de descanso. Hemos puesto allí a todos los muertos. Estoy seguro de que Estarinel habrá ido para ver si su familia… —luchó contra el nudo que le atenazaba la garganta.
—¿Y están allí? —preguntó Medrian, con la misma voz gélida, como si no pasase nada.
—Sí.
Llegaron al bajo granero de piedra y entraron. Cada lado del largo edificio tenía una serie de lechos de madera de poca altura, donde habían sido colocados muchos de los muertos por la Serpiente. Todos estaban vestidos con ropas verde claro y tenían hojas y flores amarillas enredadas en el pelo. No había nada patético en el granero; el ambiente era como el claro crepúsculo de un anochecer de primavera, fresco y bastante tranquilo.
En el extremo más alejado, Estarinel de rodillas junto a uno de los lechos, cogía la mano de su madre. Su rostro estaba más blanco que el de cualquiera de los cadáveres y parecía demasiado aturdido por la impresión para poder llorar. Muy despacio, Falin se le acercó. Medrian lo siguió de inmediato.
—E’rinel —dijo Falin con suavidad. Vaciló cuando su amigo levantó la vista. La honda pena de su mirada era tal y como Falin había imaginado que sería, una y otra vez. Se acercó a Estarinel y éste se puso en pie. Los dos se abrazaron sin decir nada.
Medrian miró los cadáveres de la familia de Estarinel. Reconoció a Arlena, la hermana de Estarinel, una chica alta y rubia que también había estado en la Casa de Rede. Su madre era parecida aunque algo más rubia, de cabellos más dorados y cálidos. A su lado había un hombre que, evidentemente, era el padre de Estarinel; se asemejaba a su hijo y no parecía mucho mayor. La hermana pequeña, Lothwyn, también se parecía a su hermano por su tez más oscura. Su rostro era amable y dulce.
Era extraño cómo, de pronto, veía a Estarinel de manera infinitamente más real entre su familia, como si antes no fuera más que un espectro cuyo camino se hubiera cruzado con el suyo. Qué diferente era su percepción sin M’gulfn. Era a la vez doloroso y fascinante darse cuenta de que las personas importaban las unas a las otras, de que existían y sufrían de una manera vital que Medrian no había comprendido hasta entonces. Era como haber sabido cosas de manera abstracta, pero sólo ahora vivía la verdad de todo aquello. Ya no se sentía distante.
¡Debo mantenerme distante!, pensó, dando la espalda a Estarinel y a Falin para que no pudieran ver su rostro.
Recordó cómo debía haber muerto la familia de Estarinel, aplastada al derrumbarse la granja. Los demás cuerpos que allí estaban, habrían muerto, era de suponer, en las fauces de la Serpiente, consumidos por su veneno o muertos a consecuencia de la enfermedad causada por las cenizas que había dejado. Pero ninguno de ellos parecía tener señales ni signos de descomposición. Ni siquiera los cadáveres que llevaban más tiempo depositados en el granero.
Una terrible sensación se apoderó de Medrian, una terrible visión crucificada en su cerebro; figuras en un paisaje gris, heladas bajo un cristal de topacio en adoración eterna y agónica a la Serpiente…
Descubrió entonces lo difícil que era ocultar sus sentimientos sin la terrible presencia de la Serpiente, que le impedía demostrarlos. Tuvo que luchar para no gritar o salir corriendo; apretó los puños hasta que, por fin, el horror remitió y su rostro volvió a adoptar su gesto inexpresivo.
Sólo es un sentimiento, un sentimiento, se dijo a sí misma. Tenía que haber otra razón para que los cuerpos estuvieran en perfecto estado. No lo pienses. Están muertos, ni siquiera la Serpiente podría…
—E’rinel —decía Falin—, ven a mi cabaña. Allí podremos hablar. Te sentirás mejor después de beber algo.
—Dime cómo ocurrió —dijo Estarinel con voz ronca.
—Sí, cuando volvamos a casa. Vamos.
Era casi noche cerrada cuando los tres salieron del granero y cerraron con suavidad las dobles puertas de madera. Mientras caminaban, Falin sostenía a Estarinel, demasiado debilitado por la impresión para poder andar solo. Pero Medrian iba delante de ellos como si no existiera, fría como el alabastro.
Pero al menos, el rasgo más forluinita, el amor y la preocupación que sentían los unos por los otros, no había disminuido, a pesar de la Lombriz. En aquel aspecto, no los había conquistado y nunca lo haría aunque al final murieran todos. Por eso no podía entender a aquella extraña mujer, que había venido con Estarinel pero que no le había dicho ni una palabra, que seguía dándole la espalda, y cuyo rostro mostraba con claridad —pensó— que no sentía nada, absolutamente nada.
Quizá los sentimientos de Falin hacia Medrian estuviesen marcados también por los celos. Había sido la compañera de Estarinel durante varios meses, mientras que Falin y sus otros seres queridos estaban alejados, sin saber cuál había sido su suerte; ni siquiera si estaba vivo o muerto. Y tenía la sensación de que, fuera lo que fuese lo que hubieran pasado juntos, no se lo iban a contar. En cierto modo se sentía excluido de su relación, y lo enfurecía pensar que Estarinel hubiera llegado a sentir amor y amistad hacia Medrian mientras que a ella, en apariencia, le era indiferente.
Debía intentar no prejuzgarla aunque fuera difícil, cuando la vida de Estarinel estaba en juego.
A los pocos minutos estaban en el interior de la cabaña de Falin. Este se movió por la habitación encendiendo lámparas, luego avivó el fuego hasta que sus llamas alejaron la oscuridad. El suelo estaba cubierto con alfombras rojas, verdes y doradas, y las paredes color crema con varios tapices pequeños. A ambos lados de la chimenea de piedra había puertas de madera oscura que llevaban a otras habitaciones.
Estarinel se sentó en una silla junto al fuego y bebió agradecido el vino que le ofreció Falin. Medrian se sentó enfrente. Estarinel la miró una vez, pero ella no lo miraba, tenía la vista fija en el fuego.
Poco a poco, el vino lo tranquilizó; los músculos se relajaron y notó que el color le volvía a las mejillas. Se sintió casi extrañamente tranquilo cuando dijo:
—Ésta es la cabaña de tu tía Thalien ¿verdad?
—Sí —dijo Falin, sentado en el suelo a su lado—. Edrien y Luatha también estaban aquí, pero querían volver a la costa. Thalien se fue con ellos porque no se sentía muy bien y pensó que el aire del mar podría ayudarla. Así que ahora vivo solo aquí.
Luchaba para que no se le saltaran las lágrimas mientras hablaba. Estarinel se dio cuenta entonces de lo pálido y agotado que parecía. Tras perder a su familia en el primer ataque de la Serpiente, había sido virtualmente «adoptado» por la familia de Estarinel. Y además estaba Arlena; debería haberse dado cuenta de que Falin tenía tanto motivo como él para estar desesperado.
—Lo siento, Falin. No deberíamos haber aparecido como salidos de la nada de esta forma. Sólo pensaba en mí mismo…
—Tenía miedo de tener que decírtelo —dijo Falin—. No sé qué me hizo pensar que vendrías a verme a mí antes de ir a ver a tu familia, sobre todo teniendo en cuenta que no podías saber dónde estaba viviendo. Ocurrió hace muy pocos días; estaba demasiado confundido para pensar con serenidad.
—Cuéntame lo que pasó —dijo Estarinel en voz apenas audible.
—Bien, tu padre. —Falin tragó saliva— murió poco después de que tú te fueras. Nos lo dijeron cuando volvimos de nuestro viaje. Fue la fiebre que trajo la Serpiente, casi siempre es mortal.
Pero no hubo ningún aviso de lo que le iba a pasar a la granja. Parece como si el veneno de la Serpiente se hubiera filtrado a través del suelo, disolviendo los cimientos; debe de haberse derrumbado de manera tan repentina que no hubo manera de que tu madre y tus hermanas pudieran escapar. Lilithea se despertó por la mañana y ya había ocurrido… Vino corriendo a la aldea para decírnoslo. Conseguimos bajar al valle y traer aquí sus cuerpos, pero poco después el veneno de la Serpiente lo inundó y cubrió todo. No podemos quitárnoslo de encima. Mata. ¡Si al menos hubiera estado con ellas, quizá no habrían muerto!
—Falin, está bien —dijo Estarinel, cogiendo la mano de su amigo—. Lo más probable es que tú hubieras muerto también. ¿Dónde está Lilithea? Su granja está vacía.
—Está bien. Se fue al sur, para estar con sus padres.
Al oír esto, Estarinel respiró visiblemente aliviado. Por lo menos Falin y ella se habían salvado hasta el momento.
—Durante el viaje de vuelta de la Casa de Rede —prosiguió Falin—. Arlena y yo estuvimos juntos casi todo el tiempo. Decidimos que la Serpiente no debía disfrutar y que la mejor manera de derrotarla era seguir viviendo y sacar el máximo provecho de la vida. Íbamos a casarnos en un par de semanas… esa criatura no descansará hasta que todos hayamos muerto ¿no es así?
Medrian se levantó de golpe, como si hubiera saltado una brasa del fuego y la hubiera quemado. Ya de pie, dijo en voz baja:
—¿Tienes algún sitio donde pueda descansar?
—Sí, sí claro —dijo Falin; se puso en pie apresuradamente y abrió una de las puertas—. La llevó por un corto pasillo hasta una habitación alfombrada y con una manta de retales en la cama baja. De nuevo se preguntó qué peripecias habrían pasado Estarinel y ella desde que los viera en las frías montañas del Continente Meridional —junto a Eldor y Ashurek— perderse en la media luz del Antártico. Encendió una lámpara para Medrian.
—Ahí tienes agua, si quieres lavarte —dijo, indicándole un cuarto auxiliar—. ¿Quieres algo de comer? Perdona, debía habértelo preguntado antes…
—No —dijo ella, mirándolo con aquellos ojos sin alma. Parecía a punto de decirle algo, pero sólo añadió.
—Gracias.
Falin volvió junto a Estarinel y, dejando escapar un suspiro, se sentó en la silla frente a él. Quizá Medrian sólo estuviera pretendiendo ser discreta; desde luego, se sentía más a gusto sin ella allí.
Estarinel dijo, como si leyera sus pensamientos:
—No pienses mal de ella. Es muy desgraciada.
Falin asintió y pensó que en realidad no tenía ningún derecho a formarse una opinión de Medrian.
—¿Cuánto tiempo puedes quedarte? —preguntó.
—Sólo esta noche. Tenemos que regresar a H’tebhmella por la mañana. ¿Te contó algo Medrian?
—Me dijo poca cosa, no mucho. Me doy cuenta de que la Misión no ha terminado.
—No. Falin, no tendría que haber regresado; me doy cuenta de que me equivoqué. Esto sólo despertará nuevos temores y quizá falsas esperanzas, al menos en ti, aunque nadie más sepa que he estado aquí. Pero tenía que saber cómo iban las cosas…
Falin lo miró y se dio cuenta de que su amigo parecía más viejo, cansado del mundo y obsesionado. Su rostro mostraba cicatrices; ¿en qué batallas habría estado?
—Entonces será mejor que lo sepas todo. Ese veneno que la Serpiente dejó es como una sustancia viva; se esparce por el suelo y mata cuanto toca.
Creo que pronto tendremos que evacuar esta aldea. Se extiende en repentinos brotes, sin avisar. Han muerto tantos animales, se han arruinado tantas granjas… a la postre cubrirá todo Forluin. Hacemos lo que podemos con lo que queda, pero es sólo cuestión de tiempo. Así están las cosas, amigo mío.
Estarinel se hundió en la tristeza, como si no hubiera suelo bajo sus pies y nunca más lo volviese a haber. Pero por Falin…
—Hay esperanza —dijo, e intentó parecer convencido—. Los h’tebhmellienses nos ayudan… perdóname, creo que no puedo hablar de eso, ni de todas las cosas que nos han pasado hasta ahora. Pero hay esperanza.
Falin intentó sonreír.
—No pasa nada. Todavía no quiero saberlo. Prefiero esperar a que la Misión haya terminado y entonces podrás pasar horas junto al fuego o al aire libre en las praderas, y me contarás todo lo que ocurrió —dijo con valentía forzada.
—Volveré —dijo Estarinel.
—Sí, debes volver.
Se miraron, compartiendo recuerdos de su infancia y de sus familias, de todos los amigos, animales y lugares que habían hecho sus vidas en Forluin tan felices y hermosas, hasta que llegó la Lombriz.
Se quedaron junto al fuego una hora más, pero sentían que no tenían mucho más que decirse. Por fin, Estarinel se levantó, le dio las buenas noches a Falin y dijo que iría a ver a Medrian antes de acostarse, para averiguar si se encontraba bien.
Falin azuzó el fuego y le puso una guardia, luego apagó todas las lámparas menos una, que se llevó a su habitación. Una vez acostado, la apagó también y se quedó largo tiempo tumbado con los ojos abiertos en la oscuridad.
Estaba muy preocupado por Estarinel. Lo veía agotado y desanimado tras la primera etapa de la Misión y además había sufrido el tremendo golpe de la muerte de su familia. Pero Falin se había dado cuenta de lo extrañamente sereno que había parecido desde que volvieran a la cabaña. Algo dentro de él reprimía la pena, no dejándola expresarse en furia ni en lágrimas. Si Seguía reprimiendo su sufrimiento, pensó Falin, acabaría destruyéndose. No podría continuar la Misión de la que dependía el futuro de Forluin…
Falin tomó entonces una decisión. El luchaba con la misma pena, pero ya no tenía que asimilarla. Creía que la pesadilla era real, y no había sufrido la angustia mental y física de Estarinel en la primera parte de la Misión. Sabía que la muerte de la Serpiente no era cuestión de venganza sino de la supervivencia de Forluin y haría lo que fuera con tal de evitarle sufrimientos al amigo más querido que le quedaba.
Debían haberme enviado a mí, pensó. Mi familia ya estaba muerta, no tenía nada que perder, excepto a Arlena. Estoy listo para ir en su lugar.
Tomada la decisión, se sintió liberado de la terrible ansiedad que se había apoderado de él durante días, cerró los ojos y durmió profundamente.
Estarinel llamó con discreción a la puerta del cuarto de Medrian, y luego dudó, al darse cuenta de que la calma que se había apoderado de él, procedente al parecer de ninguna parte, le había venido del interior de sí mismo y sólo para proteger a Falin del dolor aún mayor que le habría producido su sufrimiento. Sin Falin a su lado perdió la serenidad y empezó a temblar. Esperaba que Medrian estuviera dormida, para poder sentarse a su lado unos minutos y marcharse después.
Pero ella estaba sentada en el suelo, con las rodillas apretadas contra el pecho y miraba la lámpara que apenas alumbraba.
—Medrian —dijo en voz baja—. Debería haberte esperado junto a la granja… podías haberte perdido. No sabía lo que hacía…
Ella no lo miró, siguió con la vista fija en la lámpara como si Estarinel no estuviera allí. El se dio cuenta de que no tenía sentido disculparse, de que ella debía entender bastante bien la angustia que le había hecho correr a ciegas a la aldea sin ella; a pesar de su frialdad, no era insensible.
Estarinel se sintió mareado, afectado de pronto por lo encerrada en sí misma y sola que parecía Medrian. Era como si a su alrededor hubiera ringleras de oscuridad, como la desolación del espacio, y que cualquiera que se aventurara en la oscuridad moriría de frío antes de encontrar a Medrian en el centro.
No sabía por qué tenía ella que mantenerse tan alejada de todo, protegerse con capas sucesivas de insensibilidad. A menudo le asombró, incluso le asustó, como si detrás de su frialdad, ella misma fuera la Serpiente, y nunca fue capaz de sostener la tremenda negrura de su mirada. Pero a pesar de eso, siempre lo había fascinado; nunca se sintió rechazado, ni siquiera ante su intensa hostilidad. En el fondo de su frialdad, adivinaba una pena tan grande que se había convertido en todo su ser. Y siempre deseó hacérsela olvidar a fuerza de amor y esperanza.
Pero ella rechazó decidida todos sus intentos de consolarla, como si cualquier clase de alivio le resultase profundamente doloroso. Quizás era que no lo había intentado con suficiente intensidad, quizás había tenido miedo de descubrir que estaba equivocado y que ella era de verdad de hielo y en el fondo maligna.
Aquella idea adquirió fuerza. Ella misma lo demostraba, porque se había alejado de él más que nunca, en un momento en el que sólo con una palabra podría haberle dicho que entendía el significado de su pérdida y esa palabra habría sido un consuelo. Estaba cayendo; Falin no podría sostenerlo, porque también él estaba cayendo. Pero Medrian podría haberlo hecho porque, a pesar de lo que pareciese ser, o de lo que fuese en realidad, Estarinel la amaba.
Se habían enfrentado juntos a la muerte y al peligro, a muchos kilómetros de su amada familia y su hogar. Y ahora su familia no estaba; sólo quedaba Medrian.
La cabeza le daba vueltas; se acercó a la cama, tambaleándose, y se sentó en la colcha antes de derrumbarse. Algo le oprimía el pecho, apenas podía respirar. Se cogió la cabeza con las manos, miró el suelo; y allí vio una alfombra que había tejido su hermana Lothwyn. Era un objeto sencillo, uno de sus primeros intentos de tejer cuando era niña. Había olvidado que se lo hubiera dado a la tía de Falin, Thalien, que la quería mucho. Y ahí estaba todavía, en un sitio prominente junto a la cama, querida y apreciada porque la había hecho Lothwyn.
Medrian vio cómo su cuerpo se tensaba, y los rasgos desencajados de su rostro. Parecía un hombre azotado por todas partes por fríos vientos, que no podía encontrar refugio en ningún sitio. Y yo soy uno de esos vientos, pensó Medrian. Se encogió aún más, y recordó su decisión. No podía permitirse debilidades. Que piense que no me importa; a la larga será mejor así.
Pensó que Estarinel empezaría a llorar, pero no lo hizo; comenzó a hablar como si no le importase que ella contestara o escuchara siquiera.
—Me alegra, en cierto modo, haberle enseñado Forluin a alguien que nunca había estado aquí —comenzó, con voz monótona pero teñida de amargura—. Incluso tal y como es ahora; has visto la parte que sigue siendo hermosa. No debes pensar que no éramos conscientes de su belleza y que la consideráramos normal. Dábamos las gracias todo el tiempo, en cada aspecto de nuestras vidas. Cuidábamos la tierra, las plantas y los animales, y nos preocupábamos sobre todo los unos por los otros. Le dimos a Forluin todo el amor y respeto del que éramos capaces. Y ella nos dio cuanto necesitábamos para ser felices, así que le dábamos las gracias por ser felices. La vida era así de sencilla.
Pero debimos equivocarnos en algo. No nos dimos cuenta de la posibilidad de que se nos arrebatara todo. Nos mostramos satisfechos de nosotros mismos. Nunca pensamos… —apenas alzó la voz, pero estaba llena de angustia—, ¡nunca pensamos que nuestra felicidad y buena fortuna estuvieran a merced de la Serpiente que se abstuvo de atacarnos durante tanto tiempo!
Debo ser fría, fría; no debe sospechar que soy diferente, pensó Medrian con frenesí. Veía que él necesitaba cada vez más desesperadamente alguna expresión de consuelo de su parte. Su propia crueldad la dejaba enferma de horror. Pero no podía aparentar, no podía ofrecer unas cuantas frases triviales de simpatía mientras se mantenía indiferente en su interior. Sabía que si decía una sola palabra estaría perdida. Se odió a sí misma, pero se obligó a mantener la boca cerrada y a fijar la vista en el vacío.
—Mi hermana pequeña, Lothwyn, tejió esta alfombra —siguió Estarinel—. Al principio, cuando todo esto ocurrió, parecía un sueño. Seguro que nadie podía tener una pesadilla tan horrible y no despertar. Pero ahora, cuando he visto la alfombra, me he dado cuenta. Lothwyn y los demás me han hecho comprender que es real. Cuando vi a la Lombriz yaciendo sobre la casa de Falin… cuando me miró y vi que tenía los ojos azules… aquello era real. ¿Cómo podemos tener la esperanza de derrotar algo capaz de semejante odio?
El recuerdo de la Serpiente lo hacía temblar de asco. ¡Qué bien conocía Medrian ese asco, y qué familiar le resultaba el odio de la Serpiente! Los había conocido, día tras día, durante largos años de sufrimiento. Oh, necesita mi ayuda… no debo…
Estarinel vio que el rostro de Medrian se volvía aun más impávido y, en medio de su pena, sintió que crecía el enfado.
—¿De dónde saca su odio la Serpiente, Medrian? —casi gritó. La vio encogerse como si la acusara de algún crimen terrible y se arrepintió en el acto de sus palabras.
—Dime —dijo más tranquilo—, la única cosa que impedirá que el veneno de la Serpiente destruya Forluin, será que la matemos ¿verdad? Es la voluntad de M'gulfn la que da poder al veneno.
Ella asintió, los ojos brillantes como azabaches.
—Entonces… ¿podría ser que la Serpiente se hubiera vengado de mí? ¿Se habría salvado mi familia si no me hubiera embarcado en la Misión?
Pero Medrian no contestó. Su rostro se tornó aún más blanco; parecía hecha de nieve y que nada le importara.
Estarinel dejó caer la cabeza entre los brazos, dominado por el dolor y la pena. Aquél era el peor momento que había conocido, la experiencia más glacial y desolada que jamás había tenido que soportar. Parecía que en todo el mundo sólo Medrian tenía el poder de rescatarlo de la desesperación, y estaba usando ese poder para atormentarlo cuando se encontraba al borde mismo de las tinieblas. La única forma de salvarse sería convertir su amor en odio ¿era lo que intentaba conseguir ella? Pero sabía que eso no ocurriría nunca, nunca. Sólo le quedaba rendirse ante el abismo.
Y, sin embargo, Medrian temblaba como si un viento polar soplase sobre ella. He tomado una decisión, seguía diciéndose.
Sabía que no sería fácil. ¡Pero que fuera tan difícil! ¿Cómo puedo contemplar su dolor y no hacer nada? ¿Me he vuelto tan cruel como M'gulfn? No puedo quedarme sentada y ver cómo la pena lo destruye del todo, ya no…
—No —dijo Medrian, y Estarinel se sobresaltó y la miró—. La Lombriz no es tan lista, no habría atacado a tu familia específicamente. No hay nada que tú pudieras haber hecho.
Y tal como sabía que le pasaría, su entereza desapareció por completo mientras hablaba. Comenzó a llorar; lágrimas de tristeza, por Estarinel y por Forluin, corrieron por sus mejillas. Como una inválida, se desdobló y se arrastró por la alfombra de Lothwyn hasta Estarinel, levantándose para caer en su brazos.
Escondió el rostro contra su cuello y susurró:
—Oh, lo siento, lo siento —una y otra vez, como si el ataque a Forluin hubiera sido culpa suya. Estarinel la acunó, le acarició la cabeza, sus lágrimas cayeron en los cabellos de Medrian y la abrazó. No se paró a pensar por qué había cambiado ella de forma tan súbita y completa; no importaba. Se contentó con aceptar su consuelo aliviado y dándole amor sin hacerle preguntas, cuando ella lo sacó del vacío para devolverlo a la luz y el calor.
Medrian pensaba: es una locura, venir a Forluin era una locura, debería haber sabido que esto iba a pasar. ¡Qué estúpida fui al pensar que podría ser fuerte! Lloró como si ya nunca pudiera cesar de hacerlo, inundada de pena, no sólo por Estarinel sino también por su propia existencia sin luz, convertida en horror por la Serpiente. Y de miedo y espanto ante la idea de seguir el camino emprendido. Nunca tendría que haber deseado esas horas de libertad, se dijo con severidad, si hubiera sabido que sólo significarían entregarme al terror y la autocompasión, a todas las debilidades que ponían en peligro la Misión…
Pero era demasiado tarde. Estarinel la necesitaba, no podía haber hecho otra cosa. Y descubrió algo que nunca antes había sido capaz de sentir, la ternura de ser abrazada por alguien, más allá del mero consuelo. La necesidad de liberar su pena se esfumaba ante una necesidad más acuciante que parecía hambre: el ansia de amar y ser amado. Oh, dioses, soy humana… incluso yo… incluso después de todo lo que me ha pasado. Malgastar estas pocas horas sería una aberración; son todo lo que tendré. Puede que ahora no consiga derrotar nunca a la Serpiente, pero si tengo un solo instante de alegría y amor para recordar, ella tampoco podrá derrotarme nunca…
Estarinel la besó, satisfecho de advertir su repentina calidez en medio de la pena. Fuera lo que fuera lo que le hacía amarla, el ser evasivo que ella había mantenido sellado bajo el hielo del Ártico era real; todo el amor que nunca pudo ni recibir en su vida, la avasallaba ahora como una tormenta. De nuevo, Estarinel no preguntó por qué; se aventuró en la oscuridad y en el centro, por fin, encontró a Medrian.