AZOGUE

El circo Zamudio Hermanos no llegó a La Asunción como se supone que lo hace un circo a un pueblo de provincia: con un desfile ruidoso de payasos, elefantes, equilibristas, magos y gente estrafalaria. Arribó cuando ya se asomaba la noche, embalado en unos camiones enormes, de marcas desconocidas, que parecían cansados ya de tanto recorrer el mundo, señoras, señores y niños, que hoy nos honran con su visita. Se instalaron casi a hurtadillas en uno de los terrenos en la periferia de nuestra pequeña ciudad, allí donde la calle Ruiz dejaba de ser calle para convertirse en un camino de tierra colorada bordeado por cardones y guamaches, y no fue sino hasta la mañana siguiente, en la escuela, cuando nos enteramos de su venida.

Pedro Leonét nos habló de la llegada del circo apenas nos vio, antes de entrar a clases. Una de sus hermanas le había dado la nueva al regresar a casa de moler el maíz para las arepas del desayuno, era la noticia que circulaba entre las madrugadoras del molino. A mitad de mañana, a eso de las diez, comenzaron a llegar a la escuela, proyectados por los vientos que venían del mar, los sonidos de un martilleo metálico constante, y los ecos de unos gritos de faena proferidos en un castellano cantarín parecido al de los charros en las películas mexicanas. Con cada golpe de martillo nuestra curiosidad iba en aumento y para cuando terminó la jornada matutina de clases ya habíamos convenido el plan de fuga para ir a ver el circo ese mismo mediodía.

La carpa de doble cono, inmensa, tan alta como el campanario de la iglesia, apareció ante nuestros ojos apenas llegamos a las últimas casas de la calle Ruiz, allí donde en aquellos años terminaba La Asunción y comenzaba el barrio de Las Huertas. Era una lona azul desteñida por el sol, llena de parches, apoyada en dos postes metálicos de gran altura que sobresalían varios metros por encima de los conos y servían de astas a unas banderas multicolores. Frente a la carpa habían puesto, en forma de arco, una cerca de barrotes metálicos para mantener a raya a los curiosos como nosotros, y detrás, al fondo del terreno, formando un círculo, como hacían los colonos en las películas del Oeste, habían colocado los camiones y trailers, todavía cubiertos con un polvo amarillento arrancado a caminos que no eran de Margarita.

No fue sino hasta el sábado siguiente, después de un largo recorrido por la Patagonia y el Brasil, y por primera vez en Venezuela y en la isla de Margarita, señoras, señores y niños que hoy nos honran con su visita, que el Zamudio Hermanos abrió sus puertas. Dos funciones ese día y tres el domingo fueron suficientes para que en La Asunción no se hablara de otra cosa y se comenzara a forjar, comentario a comentario, una leyenda que se quedaría eternamente en nuestra ciudad, aunque el Zamudio Hermanos, señoras, señores y niños que tan amablemente nos visitan, se hubiese ido a trashumar el mundo entero y nunca más volviera. Esa leyenda se llamaba Zhandra y era la equilibrista del circo, venida directamente de las estepas de Ucrania, después de deslumbrar con sus temerarios números al público de Europa y América, señoras, señores y niños que nos enaltecen con su distinguida presencia.

Las señoras se enternecían, y hasta derramaban lágrimas por aquella bella muchacha rubia, de piel muy blanca, casi una niña, que podía ser hija de cualquiera de ellas, y que en cada función se jugaba la vida en los trapecios y la cuerda de equilibrio. Señores que, sin ternura alguna, habrían dado cualquier cosa por poseer aquella mujer joven metida en el primer bikini de verdad que apareciera por estas tierras, de cuerpo perfecto y senos puntiagudos que los invitaba al circo noche tras noche. Y niños que simplemente la amaríamos para el resto de nuestras vidas cual aquella novia secreta que solo se tenía en sueños.

No podría decir con exactitud cuánto tiempo estuvo el Zamudio Hermanos en La Asunción; como se sabe, el tiempo en la infancia tiene sus propias pautas. Cualquiera que haya sido, llenó nuestras vidas de tal manera que nos quedó la impresión de que estuvo allí por un período muy largo. Y durante ese tiempo, más allá de los maromeros, los ilusionistas, de los niños que se paraban encima de los caballos, mucho más allá, estaba Zhandra. Cuando las rutinas de los payasos ya no hacían reír y sus chistes estaban tan manidos que la gente los coreaba, cuando ya se conocían los trucos de los prestidigitadores y magos, cuando ya no había sorpresas en los números con los animales, todavía quedaba ella.

La equilibrista era, por encima de todas las cosas, un misterio. No podíamos encontrar una explicación aceptable para aquellas acrobacias tan inverosímiles. Con dos ayudantes, el padre y un hermano, subía a lo más alto de uno de los dos postes que sostenían la carpa, tomaba un trapecio y se columpiaba sentada en él hasta alcanzar la mayor altura posible, entonces se colgaba de la barra con sus rodillas dobladas y, así, boca abajo y al impulso de sus brazos, se soltaba para alcanzar con precisión milimétrica el trapecio que su padre le había lanzado desde el otro poste. El número se complicaba gradualmente hasta el punto en que, con unos redobles de tambor como fondo acústico y, por favor, hagan silencio señoras, señores y niños que nos visitan porque nuestra Zhandra va a ejecutar el peligrosísimo tirabuzón de la muerte, un número aprendido de sus abuelos cosacos. Y ella saltaba desde su trapecio, convertida en un ovillo que giraba varias veces en el vacío, antes de asir las manos de su hermano, que se sostenía sólo con sus rodillas dobladas de la barra del suyo. La audiencia estallaba en aplausos y gritos de alivio después de haber estado sometida a una tensión que, a diferencia de las del cine, era de carne y hueso.

Después del número del trapecio venía el de la cuerda de equilibrio; un cable de acero tensado entre los dos postes de la carpa a unos cuatro o cinco metros sobre la arena. Para desmayo de la audiencia, nuestra novia secreta debía actuar allí sin la malla protectora. Al comienzo se limitaba a cruzar de un poste a otro sosteniendo una barra para mantener el equilibrio. Después dejaba la barra y, solo con sus brazos, se desplazaba por la cuerda haciendo todo tipo de piruetas. Por último, saltaba en el aire, daba una vuelta completa sobre sí y caía de pie sobre el cable, que entonces nos parecía increíblemente delgado.

Pero no había magia en lo que Zhandra hacía, se trataba de un truco, nos aseguró Pedro Leonét, una noche reunidos bajo uno de los postes de luz eléctrica de nuestra calle. Usó el tono docto que solía adoptar siempre que estaba seguro de su sabiduría y de nuestra ignorancia. Usa azogue, dejó caer con solemnidad. ¿No sabíamos lo que era el azogue? Un metal líquido que se encontraba bajo las piedras más grandes de los ríos. Según le había explicado un tío suyo que trabajaba en el correo, era como el plomo derretido y servía para conservar el equilibrio. Era muy sencillo, quien se pusiera la misma cantidad en cada bolsillo podría caminar sin caerse por una cuerda; el azogue actuaba como un contrapeso perfecto y el equilibrio estaba garantizado. Le recordamos que Zhandra solo llevaba un bikini, que no tenía bolsillos donde ponerse azogue, y Leonét afirmó que probablemente lo tendría disimulado en bolsillos internos. Ante nuestra evidente incredulidad, nos concedió que, claro, no todo era el azogue, también contaba el entrenamiento.

Lo otro que nos aseguró Leonét aquel día fue que si a alguien se le ocurría lanzarle un limón partido a Zhandra mientras hacía su número sobre el cable de acero, el azogue se cortaría, dejaría de ser el contrapeso perfecto que la mantenía en equilibrio, y ella con toda seguridad se caería. Eso no lo entendí muy bien, pero la vehemencia de Leonét era un poderoso agente de convicción. Todo aquello no hizo sino aumentar mi admiración por ella, quien además de estar expuesta a los naturales peligros de su arte, era absolutamente vulnerable a un simple limón que alguien le lanzara.

El chisme del azogue y el limón se había propagado por todo el pueblo y al parecer llegó a los oídos de los dueños del circo. Y un domingo, en la función de las cinco de la tarde, la favorita de los niños, ocurrió algo que nos dejó absolutamente boquiabiertos. Durante el número de la cuerda, después de haber iniciado su rutina, uno de los asistentes le pasó a Zhandra un limón, cortado por la mitad. Ella se lo puso en la frente y, sin siquiera mirar el cable, caminó con naturalidad de un extremo a otro, señoras, señores y niños que nos honran con su excelentísima presencia. La teoría de Leonét cayó por tierra sin siquiera levantar polvo y su autor entró en un mutismo que le duró varios días.

Volvió a hablarnos un lunes en la mañana, cuando llegó corriendo a la escuela y delante de todo el salón nos dijo: «Anoche se fue el circo».