LEONÉT

Pedro Leonét contaba películas. En la escuela, en los descampados callejeros escenarios de nuestros juegos, en medio de los corrillos de muchachos que se formaban en las noches bajo los postes de la luz eléctrica, en los velorios de los muertos del barrio, mientras esperábamos por el chocolate o por la infusión de malagueta que repartían después del rezo, en cualquier parte y momento, Pedro Leonét contaba películas. La mayoría de las veces nos contaba las mismas series que habíamos visto juntos en el matiné del domingo —Pedro era entonces tan niño como nosotros— y, aunque parezca una mentira, nunca fueron tan buenas como cuando él nos las contaba. Era como ver a todo color y en «cinemascope» los viejos y repetidos filmes en blanco y negro, como ver realizado todo lo que el director quiso pero que por alguna razón no pudo hacer.

El atractivo de sus narraciones estaba, en principio, en el histrionismo sobresaliente de Pedro; era un actor extraordinario que representaba con igual soltura el papel del muchacho y el del jefe de los bandidos. Tenía una capacidad tan insólita para crear recursos cinematográficos, que se adelantó a grandes directores de la industria —le vimos usar el movimiento en cámara lenta para dramatizar la violencia mucho antes que a Peckinpah se le ocurriera hacerlo: sin dejar de narrar la acción, se contorsionaba con exagerada lentitud cuando se disponía a golpear al bandido con todas sus fuerzas y parecía levitar en el aire antes de desplomarse al piso después de haber recibido un disparo. Poseía, además, una gran habilidad para crear y realizar efectos de sonido. Era también un experto en efectos especiales: imitaba el galope de los caballos y el tintineo de las espadas al cruzarse en los duelos; reproducía el chasquido metálico de las balas al chocar contra las piedras, ese zumbido particular que hacían los disparos de las películas vaqueras antes de la llegada de los spaghetti western, al tiempo que recreaba el soundtrack del film para acompañar la acción.

Pero nunca era tan bueno Pedro Leonét como cuando contaba sus propias películas. Aquellas tremendas producciones que nadie, ni siquiera él, había visto. En esas ocasiones Pedro desplegaba todo el poder de su incontenible fantasía cinematográfica y, cual un Charles Chaplin del cine oral, creaba el guión, producía, dirigía y actuaba sus propias películas. Con un añadido que ni el mismo Chaplin tuvo la suerte de poner en práctica: Pedro Leonét modificaba el guión del film a medida que narraba sólo para complacernos a nosotros, su privilegiada audiencia. Solicitudes de enmienda, casi protestas, que unos espectadores, tan niños como él, hacían para corregir algunas tendencias narrativas de Pedro Leonét, intolerables para nuestra aún tierna concepción del cine y de la vida. Leonét tenía, recuerdo, una preferencia casi enfermiza por matar al mejor amigo del muchacho; lo que a nosotros se nos antojaba era una muerte innecesaria. Le insistíamos que la película resultaba mejor si la bala que había disparado el bandido con su Winchester desde un escondite, acertándole en el pecho, se detenía al chocar contra una moneda de un dólar que llevaba en el bolsillo de la camisa. Que por esa razón, cuando el amigo del muchacho había caído al suelo, no estaba muerto sino desmayado.

Pedro tampoco era afecto a los happy endings, prefería darle a sus finales un toque de realidad que nos parecía amargo: dejaba separados al muchacho y a la muchacha. Una escena final típica de las producciones de Pedro, era la del muchacho que llegaba al galope en un caballo blanco a la casa de la muchacha, quien lo esperaba en el porche de la casa del rancho. Se detenía y caracoleaba a la bestia, antes de hacer que se parara en las patas traseras para desde esa estatuesca posición, lanzarle un beso de despedida con la mano enguantada, antes de irse en busca de más aventuras, sin fijarse siquiera en las copiosas lágrimas de la heroína. Allí también nos rebelábamos y ante nuestra ruidosa insatisfacción, el cineasta daba un giro al libreto para decir entonces que sí, que el muchacho se había ido porque tenía un asunto pendiente en otro pueblo donde los buenos reclamaban su presencia para acabar con unos pistoleros muy malvados, pero que había regresado al poco tiempo y había encontrado a la muchacha tan rendida como la había dejado y, ahora sí, se habían juntado para vivir felices.

Otra de las grandes virtudes de Pedro Leonét era incluirnos en la trama de la película. Hacernos soñar que, a pesar de nuestra corta edad y de otras distancias con los protagonistas reales, podíamos ser el muchacho, su amigo o, si no había otro papel disponible, el bandido. Nos asignaba papeles a medida que desarrollaba sus narraciones: «el muchacho era un tipo catire, así como Chuíto», línea suficiente para que el aludido asumiera que a él le tocaba ser el protagonista y, cual estrella de Hollywood, se mostrara extraordinariamente dispuesto a defender su lugar de privilegio en aquella marquesina imaginaria. Si alguien reclamaba que ya Chuíto había sido el muchacho en la película anterior, el aludido se defendía arguyendo que él no tenía la culpa si el muchacho siempre era catire. Disputas que Pedro resolvía creando una interminable gama de roles: el del amigo del muchacho que era como el muchacho, el del muchacho de otro pueblo que venía a ayudar al muchacho porque los bandidos eran muchos, el del bandido que después se hizo bueno y se convirtió en amigo del muchacho, el del jefe de los bandidos y hasta el del rey de los bandidos, que era el malo más malo del mundo.

Todo artista crea una obra maestra, la obra por la que siempre será recordado y Pedro Leonét también tuvo la suya, la película por la que lo recordaremos eternamente. Fue en una noche triste, la noche en que todo el barrio velaba a Andresito, uno de nuestros compañeros de juego que un día no fue a la escuela porque se sentía mal y poco después se había apagado por completo, sin que nadie hubiese sabido la razón. Andresito, «el amigo del muchacho» que murió de una enfermedad desconocida, sin la buena suerte de los amigos del muchacho que Pedro Leonét mataba en sus películas y nosotros revivivíamos con sonoras protestas. Estábamos —como siempre hacíamos en los velorios— sentados en los bancos más lejanos de la puerta de la casa del difunto, a distancia segura de los regaños de los adultos. Los rezos llegaban hasta nosotros como un murmullo ininteligible y casi no percibimos el momento cuando Pedro comenzó a narrar una de sus películas en el mismo tono monótono de las plegarias que en la sala de la casa se elevaban por el alma del niño Andrés.

Era una película de aventuras, como todas las producciones Leonét, pero muy extraña, tanto, que comenzaba con la muerte del muchacho —Pedro jamás había violado la premisa de hierro de nuestra cinematografía infantil: el muchacho nunca moría. El film contaba las peripecias, más allá de la muerte, del muchacho «que era un tipo así como Andresito», que se había muerto y lo habían enterrado y todo, pero en realidad no había ocurrido así, «parecía muerto pero nadie sabía que estaba vivo en otro mundo, que desde aquí no se ve». La acción de esa extraña película de Pedro Leonét transcurría en esa otra dimensión, físicamente ubicada fuera de Margarita, donde «el muchacho que era igualito a Andresito» llevaba una vida distinta a la nuestra, pero no por ello menos vida. El muchacho «que era exacto a Andresito» nos podía ver a nosotros, pero nosotros a él no, contaba Pedro con la misma voz con la que rezaba El Credo en el catecismo.

En la película cumbre de Leonét participábamos todos: nosotros de este lado y Andresito desde su otro lado. Nosotros no lo miraríamos, pero sería él quien colocaría a nuestro alcance la pistola salvadora cuando los bandidos nos pillaran desarmados; o quien haría aparecer el caballo imprescindible para ir al pueblo a avisar que ya los indios se acercaban a atacar; y sería Andresito quien al final se encargaría del jefe de los bandidos, un malvado que tenía poderes sobrenaturales, las balas lo traspasaban sin hacerle nada. En esa película inolvidable cada uno de nosotros se actuaba a sí mismo, en ella crecíamos y nos hacíamos hombres para casarnos con las amigas de la muchacha —la muchacha de la película se reservó para el muchacho «que era idéntico a como va a ser Andresito cuando llegue a grande», aseguró Leonét. Hecho que ocurriría en un momento indeterminado en el futuro, cuando, para sorpresa de todos quienes lo creían muerto, regresaría a casarse con ella. «Porque no estaba muerto sino que era algo desconocido lo que le había pasado y, aunque estaba vivo, nadie se daba cuenta, ni siquiera él».

Esa noche al volver con la abuela a casa, después del rezo, por primera vez en días, y gracias a la magia del cineasta más completo que haya nacido, pude dormir con la tranquilidad de que Andresito sí estaba vivo, y que volvería a estar con nosotros.

Así como Andresito, Pedro Leonét también desapareció de nuestras vidas. Un día se fue con sus padres a Ciudad Guayana, lugar que en aquellos años quedaba muy lejos, y más nunca supimos de él. Por años pensamos que una noche cualquiera nos lo íbamos a encontrar como director, productor y actor de un estreno en la cartelera del viejo cine de Félix Silva. Y aunque ha pasado mucho tiempo —ya ni siquiera existe ese cine donde veíamos las películas que él nos contaba como si no las hubiéramos visto— no hemos perdido la esperanza de que algún día nos lo encontremos en plan de director estrella de Hollywood. En fin de cuentas, nunca nadie, ni Chaplin, hizo películas tan buenas como las de Pedro Leonét.