III
Luego amaneció y, con la lluvia, la hierba de los céspedes universitarios se puso muy verde. Una hierba recortada y cuidada, como un lago terso y fresco del que emergían castillos grises de estilo tardogótico que terminaban desdibujándose en el gris del cielo. Había docenas de tales islas graníticas en los grandes lagos de hierba: algunas de ellas suspendidas sobre terrazas que parecían enormes olas estáticas; otras, ensartadas en graciosos istmos y penínsulas insinuados aquí y allá y que a la larga se unían con otras penínsulas por medio de claustros que, a modo de puentes, salvaban los tramos de aguas verdes, muy verdes.
A las nueve y media el sol proyectó sus rayos sesgados sobre Nassau Hall, y, al entrar en el lujoso garaje, preguntamos por la salud de la Chatarra Rodante.
El mecánico la contempló con escepticismo.
—¿Van lejos?
No repetí el error cometido en Westport.
—A Washington.
—Bueno —dijo con lentitud—, inténtenlo si quieren, pero no me jugaría mucho a que van a llegar…
—Nadie ha hablado de apuestas —repliqué entre dientes.
—… porque nunca me juego dinero cuando hay tanto riesgo de perderlo. Puede que lleguen, y puede que no.
Recibida esta información, me monté sobre la manivela de arranque y el garaje se llenó de un estruendo y un clamor considerables. Pronto navegábamos Nassau Street abajo, camino de Trenton.
El perezoso ladrillo rojo de la escuela de Lawrenceville dormía al sol cuando nosotros pasamos frente al edificio. Miramos el mapa de la marca de semillas, pero cuando comprobamos que Trenton se encontraba sepultado por las palabras «More Power Seeds», le tiramos el mapa a un cerdo que trotaba animosamente camino de Princeton, evidentemente dispuesto a ingresar en el primer curso de alguna facultad.
En Trenton cometimos el primero de nuestros errores graves. Tras habernos desprendido del mapa de los Estados Unidos con la publicidad de las semillas, mapa que, pese a sus lagunas, nos daba al menos cierta idea de la dirección en que íbamos, nos compramos la Guía para Automovilistas del doctor Jones. A partir de este momento, la cadencia de la prosa del doctor Jones estuvo resonando todo el día en nuestros oídos; y los misterios de sus kilometrajes, sus conocimientos de folklore, y finalmente su capacidad para enumerar todas sus conclusiones del derecho y a la inversa, se convirtieron para nosotros en un espíritu demoníaco tan infalible como el Papa.
Para empezar, el texto nos remitía a tres índices, y a partir de las pruebas combinadas que nos proporcionaban todos ellos descubrimos que Filadelfia se encontraba más o menos a mitad de camino entre Nueva York y Washington, dato que yo sospechaba desde hacía mucho tiempo. A este descubrimiento le siguió una prolongada búsqueda: «Déjame mirar a mí». «Espera un poco… Hace horas que lo tienes tú». «No es verdad. ¡Si hace un instante que me lo has dejado!». «Oh, de acuerdo, pero no sigues bien las instrucciones». Y seguimos así, hasta que hicimos otro descubrimiento: lo primero que había que hacer era ir al pasitrote por la izquierda de la carretera.
—¿Qué significa «pasitrote»? —preguntó Zelda.
—¿«Pasitrote»? Supongo que querrá decir meterle gas a fondo y derrapar en las curvas.
Zelda me miró solemnemente.
—Creo que quiere decir ir en segunda.
—En realidad significa que hay que ir dando vueltas y más vueltas, trazar grandes círculos para lograr salir de cada sitio.
—Quizá quiere decir que hay que dar brincos o algo así. Además, ¿cómo vamos a averiguar si la Chatarra Rodante puede ir o no al pasitrote? A lo mejor sólo pueden ir así ciertos coches especiales.
Ignoro si el procedimiento que seguimos para salir de Trenton merece o no el nombre de pasitrote. Zelda sostenía el libro del doctor Jones en su regazo, e iba dándome instrucciones y diciéndome que girase cada vez que alcanzábamos —y a veces justo después de pasar— un cruce. Al poco rato, la página que explicaba la forma de ir de Trenton hasta Filadelfia se rasgó y salió volando, de modo que pasamos a la página que explicaba cómo ir de Filadelfia a Trenton, y la leímos en orden inverso, lo cual era casi lo mismo. Casi, pero no exactamente lo mismo, porque una vez dimos media vuelta completa y, no sé muy bien cómo, iniciamos el regreso hacia Trenton. Por suerte, esa página también se desprendió del libro, nos fue sustraída por el viento, y llegamos a Filadelfia siguiendo el método ortodoxo, a saber preguntándoles a los sabios que suelen sentarse a la puerta de las tiendas de las aldeas, y que, a cambio de dar informaciones capaces de despistar al mejor piloto, cobran una comisión de los fabricantes de neumáticos.
El día era aún un muchacho imberbe cuando entramos en el lugar donde nació Benjamín Franklin… ¿o era William Penn?
Justo cuando desembarcábamos del coche, una patrulla de policías cargó contra nosotros y nos informó que esa calle era de una sola dirección, pero que en cualquier momento podían cambiarla y ponerla como calle de otra dirección, en cuyo caso tendríamos que quedarnos allí toda una semana, momento en el cual volverían a cambiarla para ponerla como calle de una sola dirección. En fin, que nos fuimos a una calleja sin reglamentación alguna. Rondaba por allí un tipo astroso, y en cuanto logré captar su mirada, la cual era, por cierto, tan movediza que me pareció casi irrecuperable, le dije que dejábamos en el coche un equipaje valiosísimo, y que le estaríamos muy agradecidos si le comunicaba a todo aquel que pasara por allí que nos hiciese el favor de no llevárselo. Nos dijo que de acuerdo, y nos fuimos.
Después de comer regresamos a la calleja. Todo estaba tal como nosotros lo habíamos dejado, con la sola excepción del hombre de la mirada movediza, que había desaparecido. Lo cual me pareció sorprendente, pero justo cuando iba a poner el motor en marcha oí una voz que hablaba desde una ventana próxima.
—Oiga, señor. —La cara de quien hablaba estaba ennegrecida por el pelo y la mugre—. Ya puede llevar ese cacharro a que le den un buen trago de gasolina. Se lo merece.
Naturalmente, creímos que se trataba de otra de esas bromas de mal gusto que tan de moda se estaban poniendo en Connecticut. Pero nos equivocábamos.
—Lo que le digo, señor. Hace menos de una hora que le ha hecho un gran favor. Se lo merece.
Le miré con gesto ceñudo.
Se asomó un poco más por la ventana y mientras hablaba pude ver claramente el brillo de la mugre en su cara.
—Había un tipo de ojos idos que estuvo fisgoneando alrededor de su cacharro un buen rato, y luego agarró esas bolsas que lleva usted ahí y empezó a mirar calle arriba y calle abajo, y entonces comenzó a caminar, muy cautelosamente, hasta que, de golpe, ¡bang!. Y el tipo pegó un brinco y gritó: «¡No disparen!» y se largó calle arriba como si toda la policía estuviera corriendo en pos de él.
—¿Le disparó usted? —preguntó Zelda.
—¿Yo? No. Fue el coche, un reventón.
Me apeé. ¡En efecto! El neumático trasero derecho estaba de rodillas.
—¿Nos han robado el neumático? —preguntó Zelda con ansiedad.
—No. Se nos ha reventado. Está sin una gota de aire.
—Ah. Pero tenemos otro, me parece.
Lo teníamos. Se llamaba Lázaro. Estaba cicatrizado, y le habían hecho incontables operaciones en la vejiga. Sólo lo usábamos para ir hasta el garaje más próximo cuando alguno de los otros cuatro quedaba inhabilitado. Al llegar al garaje, teníamos por costumbre hacer que nos reparasen el neumático inhabilitado y que volvieran a colocarlo. Luego, Lázaro volvía al porche trasero, para seguir dormitando allí.
Al cabo de veinte minutos conseguí encontrar el gato y elevé aquella ruina chirriante del suelo, apenas diez centímetros. Entretanto, Zelda fue apoyándome con frases tan valiosas como «Si no te das un poco de prisa, no habrá modo de llegar a Washington antes de que se haga de noche». O, «Podrías haber dejado el gato bajo el asiento de atrás, así no tendría que estar levantándome a cada momento». Cuando logré reemplazar el neumático reventado por la rueda a la que Lázaro vivía aferrado, Zelda se encontraba en un lamentable estado de depresión.
Finalmente logramos salir despacito de la calleja y comenzamos a buscar un garaje por los alrededores. Un policía nos proporcionó detalladísimas informaciones, con muchas referencias al este y al oeste, y cuando le dije que me había olvidado la brújula en casa pasó a interpretar su propio texto en términos de izquierdas y derechas. Fue así como al final terminamos por llegar a una localidad que me pareció extrañamente familiar, y en la que me puse a tocar el claxon tan pronto como nos detuvimos ante el «Garaje Familiar Bibelick».
—¿Ves lo que yo veo? —dijo Zelda en tono atemorizado—. La calleja que está detrás de este edificio debe de ser el lugar de donde venimos.
Pues del garaje salía a recibirnos nuestro último conocido, el hombre cuyo rostro estaba ennegrecido de pelo y mugre.
—¿De vuelta? —gruñó cínicamente el tipo.
—Podría habernos dicho que esto era un garaje —repliqué algo acalorado.
Mr. Bibelick me lanzó una mirada belicosa.
—¿Y cómo iba yo a saber que buscaban ustedes un garaje?
—Quiero reparar el neumático.
—Y necesitamos tenerlo pronto —añadió Zelda—, porque vamos a…
—Sí —la interrumpí apresuradamente—. Tenemos que salir enseguida hacia las afueras. Póngale una cámara nueva al neumático, hínchela y vuelva a colocar la rueda.
Tras un alegre ataque de maldiciones espasmódicas, Mr. Bibelick se puso manos a la obra. Sacó el neumático herido y me mostró despectivamente un gran agujero en el que yo no me había fijado. Asentí con timidez cuando afirmó que tendría que poner un neumático nuevo. Mientras él llevaba a cabo la imprescindible sustitución, Zelda y yo nos divertimos bautizando a los demás neumáticos. A los dos delanteros les pusimos Sansón y Hércules, por su relativa buena salud. El eje trasero iba vigilado, a su derecha, por el anciano Lázaro, mientras que a su izquierda velaba una cosa de caucho mulato y edad indeterminada en la que, sin embargo, depositamos considerable confianza. Tenía un salpicado de pecas, pero estaba libre de moretones. Yo era partidario de llamarlo Matusalén, pero por motivos inescrutables Zelda le puso Santa Claus. A Santa Claus le estaba reservada ese mismo día una aventura tan grotesca que, de haber gozado de visión premonitoria, lo hubiéramos bautizado con un nombre muy distinto.
Al neumático nuevo que nos pusieron atrás lo bautizamos con el nombre de Daisy Ashford. En ese momento Mr. Bibelick anunció con un vigoroso estallido de expectoraciones que había terminado su trabajo. A estas alturas yo ya tenía la sensación de haber vivido muchos días en Filadelfia, y que la Chatarra Rodante se había convertido en una casa que ya no volvería a rodar nunca más, y que lo mejor que podíamos hacer era establecernos allí y poner un anuncio por si alguien quería un cocinero y una doncella.
—¿Qué hago con la cámara vieja? —preguntó burlón Mr. Bibelick—. Puedo meterla en el coche y les servirá de salvavidas si se ven metidos en una riada.
—No se preocupe —replicó Zelda, tan movediza que su sola visión hubiese hecho las delicias de san Vito—. Meta la goma en moldes rectangulares y véndala como chicle.
—¿Hay agua suficiente? —pregunté.
Respondiendo en apariencia a mi pregunta, pero mirando a Zelda y refiriéndose a su intervención, Mr. Bibelick dijo:
—Si se queda sin, use la que lleva ella. No tiene otra cosa en el cráneo.
La frase era tan indescriptiblemente ruin que puse el motor en marcha y llené el aire de azules y humeantes vapores. Poco después dejamos Filadelfia a nuestra espalda y comenzamos a correr por las blancas carreteras de Delaware.