DÍA VEINTISIETE

Querido diario de Kiwiperonolafruta:

Buenas tardes (ya casi noches). Deje que me presente. Me llamo Suel Manti. Seguramente me conocerá de oídas. Sepa que es un verdadero honor el poder dirigirme a usted. Ha sido Kiwiperonolafruta (nuestro querido Oteón) quien me ha pedido, entre tiernas lágrimas, que le refiera el día de hoy. Ya irá usted comprendiendo a medida que avance el relato.

Paso a ello sin más dilación:

Esta mañana nos hemos levantado los tres con gran tranquilidad. Hemos desayunado, hemos dado un paseo, y luego nos hemos montado en la carretilla para visitar a la buena de Gilda (Oteón se negaba a partir sin despedirse de ella). Una vez en su casa, éste le habrá pedido unas veinte veces perdón por haberle mentido en su momento, y unas cuarenta veces le ha agradecido su amabilidad. No creo que haga falta que le describa mucho la escena, pues usted lo debe de conocer mejor que nadie. Gilda, mujer amable y hospitalaria donde las haya, no nos ha permitido partir sin antes invitarnos a almorzar con ella. Y, como cualquiera movía de allí a Oteón y a Jolani, que ha resultado ser todo un «gourmet», hemos aceptado. Este último ha hecho mil preguntas al degustar cada plato. Incluso durante el postre; y eso que era macedonia de frutas… Oteón seguía con su cantinela, ya más orientada al agradecimiento que al perdón.

Nos hemos despedido de Gilda; Oteón, con lágrimas en los ojos y Jolani, prometiendo volver y hablando de montar un negocio con ella. Gilda se ha emocionado. Me alegra mucho haberla visitado. Los aprecia enormemente a los dos. Ella sabe bien quién es Jolani y todo lo que hizo por mí y por mi familia, amén del bien que procuró a toda la ciudad durante su juventud. Y en cuanto a Oteón… Pasaron unos meses juntos; ya sabe usted el cariño que se le puede llegar a tomar.

Tras despedirnos hemos salido de la ciudad, abandonándola por la misma carretera por la que llegó Oteón hace un tiempo. La hemos seguido hasta que el empedrado ha dado paso a la tierra y el llano a un monte. Es éste enorme, en cuanto a su diámetro, pero de pendiente suave y cumbre serena.

Una vez allí, ciertamente apenados por la partida inminente de nuestro amigo, nos hemos sentado a charlar en la cima para hacer tiempo hasta que callera la tarde. Oteón ha preferido partir al anochecer, pues dice que se desenvuelve mejor en ella.

Si bien al principio la conversación era animada, hemos terminado guardando silencio. El sol se estaba poniendo. ¿Quién sabe qué estaría pasando por la cabeza de Oteón? Hoy no lo sabrá usted. Hoy deberá conformarse con saber que guardó un profundo silencio. Esta tarde ha debido de ser dura para él. ¡Muchas emociones…! Ha estado inquieto durante horas, hablando mucho a ratos y callando de repente. Ya sabe lo apasionado que es.

Lo que voy a pasar a relatar ha acontecido hará apenas unos minutos.

Estando los tres sentados, ya el sol deformando su panza en el horizonte, Oteón, de golpe y porrazo, se ha incorporado y, tratando de ocultar su tristeza, ha dicho: «Bueno, pues a volver a caminar una auténtica burrada. Hay cosas que nunca cambian, je, je. Pero, eso sí, en cuanto vea una carreta, ¡zas!, arriba, y a viajar gratis».

Su voz se ha ido apagando a medida que hablaba. De repente ha aparecido El Inventor en forma de rayo de luz, cosa que le encanta hacer.

—Muy buenas tardes, señores —nos ha saludado, al tiempo que tocaba tierra con sus difusos pies luminiscentes.

—Buenas… y preciosa tarde, por cierto. Le ha quedado muy bella —lo he saludado yo mismo.

—¿Sí? Pues creo que me he pasado un poco con el arrebol, ¿no?

—No, no. Está bien así.

—He trabajado toda la mañana en ella.

—«Je nota» —ha intervenido Jolani, con la boca abierta, y casi entontecido. Tiene usted que tener en cuenta que es la primera vez que ve a El Inventor—. Pero ¿quién es usted? —ha preguntado de la misma guisa.

—Oh, no te preocupes por eso, ya lo sabrás, Jolani. Tenemos una cita; ahora mismo no recuerdo cuándo, porque no me cabe la agenda en el traje de luces.

—Ah… —ha respondido Jolani, tratando de asimilar la existencia de un rayo parlante.

—Bueno, Oteón, ¿no tienes nada que decirme?

—Eh, sí. Ejem… Mucho, tengo mucho que decirle, pero necesitaríamos varias tardes tan preciosas y sublimes como ésta…

—Venga; seguro que puedes abreviar un poco.

—Sí, sí, claro… —ha replicado Oteón, muy nervioso—. Tan sólo necesito comenzar; el resto irá como la seda, como Quien dice… Ejem. A ver, un segundo que me concentre… La cosa es que he recobrado mi memoria, ¿sabe? Y en ella aparece, como sin duda recordará, cierto encuentro fortuito con usted, durante el cual, tal vez, no entendió bien lo que yo pedía y…

—¡Oteón…!

—Sí, sí, perdón. Sólo quiero volver a ser un kiwi normal y corriente. Me arrepiento de lo que le pedí. Quiero volver a ser lo que fui; quiero que me retire el don. No quiero ser un humano encerrado en un cuerpo de kiwi, quiero ser un kiwi encerrado en un cuerpo de kiwi…

—No hace falta que digas más, querido Oteón. Despídete de tus amigos. Cuando partas, volverás a ser tú mismo.

—Muchas gracias, señor Inventor —ha dicho Oteón, muy solemnemente. A continuación, se ha vuelto hacia nosotros, reteniendo las lágrimas dentro de sus ojos. Primero se ha dirigido a Jolani, el cual se ha bajado de su nube particular para volver a la realidad durante unos segundos. Luego me ha hablado a mí. En un principio sólo nos ha dedicado una leve y grave inclinación de cabeza, pero no ha tardado en arrojarse a nuestros brazos.

Sin que nos hayamos dado cuenta, su espalda se ha visto liberada de sus artefactos mágicos. La máquina ha quedado posada en el suelo junto a la carpeta. Oteón, acordándose de usted, le ha preguntado a El Inventor si yo podía utilizar, aunque fuera sólo una vez, sus «mágicos artefactos» para culminar el relato y para decirle a usted adiós de su parte; éste ha accedido. Luego, dejando un sonoro «sea» flotando en el aire, El Inventor se ha desvanecido.

Así he recibido este grato encargo. Me lo ha pedido con voz emocionada y ojos sensibles nuestro querido Oteón. Al final nos ha enternecido a todos con su gran nobleza y su bella forma de sentir. Me ha pedido que le dé las gracias y que le diga que nunca se olvidará de usted, que se lo «projura».

—Ya saben ustedes cuánto los aprecio —ha continuado, cada vez más emocionado—. ¡Me han ayudado tanto! ¡Su compañía me ha sido tan grata! No sé si podré conservarlos en mi memoria, puesto que estoy a punto de perder mi mente humana, pero les aseguro que los llevaré en el corazón. Y, señor Manti, al despedirse de mi querido diario, por favor, hágalo como yo lo he hecho cada noche, dígale: «Buenas noches, querido diario»; que él sepa que son mis palabras. —Y tras una última y sentida mirada, incapaz de decir adiós, ha pronunciado con la voz entrecortada—: Hasta otra, queridos amigos.

Al instante, nuestro querido Oteón ha encarado su camino y ha empezado a recorrerlo, descendiendo la pendiente, ya como un kiwi.

Y así continúa ahora mismo, mientras escribo estas líneas. Parte hacia el crepúsculo, que para él es la luz. Parte hacia el sol que muere, ya sin cargas, sus plumas arreboladas tenuemente, con la cabeza alta, orgulloso de emprender el camino que emprende, sin mirar atrás, esperanzado. Vuelve a su tierra a encontrarse con su amada, con su Espiga, dispuesto a afrontar lo que haya de ser afrontado. Así parte, y ya no es más que un oscuro punto en el horizonte apenas iluminado.

Nos deja su diario; nos encomienda a usted, su querido amigo. Aquel bello ser se aleja de nuestras vidas, pero nos queda lo que tanto le ha costado, aquello en lo que tanto cariño ha depositado, aquello que le ha guiado hacia la felicidad, su testimonio. Todo ello culmina aquí, esperando que alguien recuerde algún día el largo camino de Oteón, aquél que tanto anduvo (una auténtica burrada) y que tan sincero fue consigo mismo.

Al cabo, aquí termina el peculiarísimo y harto curioso diario de Kiwiperonolafruta.

«Buenas noches, querido diario».