Capítulo V

TRAGICA ADVERTENCIA

Los hermanos Brett eran dos tipos extraños que no tenían motivos especiales para enfrentarse con todo el poblado ni nada que vengar de sus habitantes.

Sí era cierto que, mal educados por su padre, habían campado por sus respetos llevando una vida licenciosa, no precisamente en el poblado donde se carecía de locales para cultivar el vicio a tono con sus inclinaciones, pero sí en otros poblados más importantes de la circunscripción.

Su padre, un tipo duro, reservado y con pocas simpatías entre la gente por su carácter agrio e imperativo, había instalado un enorme corral para recluir ganado en tránsito.

Este corral lo alquilaba cuando algún ranchero enviaba reses a la divisoria de Montana y otras, lo empleaba para sus negocios personales, pues también solía traficar con reses.

Poseían un bonito rancho en las afueras, no muy lejos del lugar donde estaba instalado el corral y se les suponía con dinero heredado del viejo Brett.

A la muerte de éste, los hijos se hicieron cargo del negocio. Tenían como intermediario eficiente a Murphy y el difunto Robert era un buen elemento para sus negocios, unido a otra media docena de peones destinados a hacerse cargo de las reses, bien en tránsito bien por cuenta de los Brett.

El primer choque con los vecinos del poblado se produjo cuando alguien acusó veladamente a los dos hermanos de haber masturbado el negocio de su padre, metiéndole por un callejón muy peligroso al comerciar con ganado de dudosa procedencia.

Al parecer, alguien se había enterado de que los dos hermanos tuvieron un grave asunto que resolver en Minot, al ser acusados de estar en combinación con unos abigeos que, con reses robadas, habían retenido éstas en el corral durante un tiempo, hasta que pudieron librarse de ellas apuradamente.

Los dos hermanos pudieron capear el temporal afirmando que ellos alquilaban el corral a los traficantes en tránsito simplemente y que no estaban obligados a conocer la procedencia de las reses ni el destino de las mismas.

Salieron bien librados por no habérmeles podido demostrar que tuviesen parte en el negocio del hatajo, pero lo sucedido se llegó a saber en Medora y la gente corrió la voz.

Agravó el choque un suceso dramático acaecido en cierta ocasión en las proximidades del corral.

Un vecino demasiado impulsivo sintió la curiosidad de examinar las marcas de un hatajo que los Brett habían introducido desde Montana, alojándolo en el corral. Murphy sorprendió al curioso merodeando por los alrededores y le administró una paliza que le tuvo en cama más de un mes.

Y no conforme con esto, pregonó a gritos que todo el que pretendiese meter la nariz en los negocios de sus primos y apareciese por los alrededores del corral, sufriría la misma suerte.

Si era cierto que comerciaban con reses robadas, o que ayudaban a los abigeos a camuflarlas en diversas ocasiones, percibiendo un fuerte canon por esta ayuda, era algo que no se había podido aclarar, pero la gente había lanzado ya la piedra sobre ellos y para el vecindario los Brett habían dejado de ser personas decentes y pronto empezaron a notar las consecuencias de esta opinión general.

Los dos rancheros más próximos y algunos granjeros de la demarcación que sostenían relaciones amistosas con ellos, las fueron enfriando hasta cerrarles las puertas de sus haciendas y los Brett se vieron aislados y mirados de mala manera, por cuantos giraban en torno a ellos.

Esto les irritó hasta el paroxismo. Eran agresivos, cínicos, autoritarios y el hecho de verse repudiados por todos les encrespó fieramente.

Habían tenido varias polémicas y peleas con algunos al pedirles explicaciones de su animosidad contra ellos y como la gente rehuyese hablar claro, limitándose a decir que las amistades las escogían ellos y no se las imponía nadie, los Brett montaron en cólera y juraron que iban a hacer la vida imposible a cuantos les repudiaban abiertamente.

En ocasiones, penetraban en las tabernas, se bebían en menos de un cuarto de hora una botella de whisky por cabeza y luego, cuando su sangre hervía a causa del alcohol, se revolvían agresivos contra todos los que se encontraban en ellas y les obligaban a abandonar los locales, amenazándoles con emplear los revólveres si no obedecían la orden.

Más tarde, en vista de que nadie se atrevía a darles cara pues era muy peligroso enfrentarse a la vez con varios tipos matones por naturaleza, decidieron excitarlos acudiendo a una maniobra repugnante que ponía de manifiesto la ruindad de sus personas.

Impunemente, alardeando de osados y agresivos, se dedicaron a acudir los domingos a la calle principal por donde paseaban las muchachas en grupos, o a la plaza a la hora de la misa y se dedicaron a acosar a las jóvenes de tal manera, que poco a poco habían logrado acorralarlas en sus casas, temerosas de sufrir en algún momento una humillación de las irreparables.

Los que más se habían distinguido en esta clase de acoso, habían sido Robert y en segundo lugar Murphy. El primero, era un sátiro sin freno, al que resultaba difícil contener y era el que más se había distinguido en esta repugnante tarea y al que más miedo le habían tomado las muchachas.

En aquella clase de lucha, el matón había salido perdiendo, pues sólo era valiente con un revólver en la mano y cuando se vio aplastado a puñetazos, tiró del «Colt» e hirió gravemente al brazo que le había salido al encuentro dispuesto a luchar con las armas naturales y no contra la ventaja de un afinado pistolero.

El más grave suceso en este aspecto, fue el que el repugnante Robert llevó a cabo con la infeliz Ana, una muchacha muy linda, que apenas había cumplido los dieciocho años.

Robert había estado acosando a la muchacha durante algún tiempo con la pretensión de que aceptase sus relaciones, pero Ana que sabía de la conducta incalificable del matón, le había rechazado enérgicamente rehuyéndole como un ratón acosado rehúye a un gato hambriento. Pero el rufián la había estado acechando y una tarde, cuando la joven había ido al río a lavar ropa, la sorprendió brutalmente, dando origen al incidente en que el sheriff había perdido la vida por tratar de castigar tan inhumano ultraje.

Esto había colmado la medida. El pueblo se declaró en rebeldía contra aquella… chusma de indeseables, y los Brett, haciéndose solidarios de las tropelías de sus secuaces, les apoyaron con sus amenazas y con sus revólveres.

Así estaba la situación aquella mañana de primeros de setiembre, cuando en la modesta urna de cristal colocada por el alcalde sobre una mesa de su despacho, se iba a decidir la pugna entre los Brett y el poblado. Del éxito que Salomón pudiese alcanzar en su arriesgada decisión, iba a depender la suerte de éste, o la de los expoliadores del poblado.

Serían las ocho menos veinte, cuando un jinete llegó a la plaza y, desmontando, avanzó hacia el Ayuntamiento. No se trataba de los Brett, ni de Murphy, sino de uno de los peones que los dos hermanos tenían a su servicio.

Ives le cortó el paso, diciéndole:

—No se puede pasar aún. Hasta las ocho no empezará la votación.

El peón miró en torno con gesto agresivo y preguntó:

—¿Usted quién diablos es para impedirme el paso?

—Soy el enviado especial del Demonio para tomar parte en el festejo.

—Pues váyase al infierno que es donde debe estar, Yo vengo a ver al alcalde y no a usted.

—¿El alcalde, para qué?

—Eso es cosa de él y mía.

—Bien, en ese caso espere, que le pasen recado. Si lo estima pertinente, saldrá a recibirle con la banda de música que no hay en el poblado.

Y llamando a uno de sus peones, dijo:

—Peter, entra y di al señor alcalde que aquí hay un enviado especial de los poderosos señores Brett, que desea hablar con él.

El alcalde, extrañado, salió del edificio para entrevistarse con el peón.

—¿Qué deseaba de mí?

El peón le mostró un papel, diciendo:

—Esta es una autorización del candidato Keith Murphy, para que en representación suya presencie la votación con objeto de que se celebre con toda legalidad.

Ives saltó como un muelle.

—Ya es cinismo que quien toda su vida procedió ilegalmente, en esta ocasión invoque la legalidad que tan poco le importa.

»Pero cuando la gente honrada procede con legalidad, no les importa que los granujas fiscalicen sus actos; por nuestra parte no hay inconveniente en que, el enemigo presencie la votación. ¿Cuál es su opinión, señor alcalde?

—Que ambos candidatos tienen derecho a que alguien en su nombre vise la elección,

—En ese caso, puede pasar; pero antes, entregue el revólver y cuando termine el escrutinio le será devuelto.

—Yo no me separo nunca del arma.

—¿Duerme con ella a la cintura?

—Eso es cosa mía.

—Lo supongo, pero es cosa nuestra impedir que se permanezca con el revólver ahí dentro. Hace un calor sofocante y la pólvora podría inflamarse y producir una catástrofe. Si quiere pasar, pase, pero dejando el arma en manos de quien quiera.

—En el Oeste no es costumbre obligar a nadie a que permanezca desarmado.

—Pero aquí estamos al sudoeste, que no es igual. Escoja lo que mejor le parezca, pero dese prisa porque va a empezar la votación.

El peón quedó un momento dudando. No estaba dispuesto a dejarse desarmar, o había recibido instrucciones de no consentirlo, porque se negó en redondo.

—O paso con el revólver o no paso.

—Perfectamente. Como no estamos dispuestos a consentir que entre armado, váyase a dar una vuelta por el campo o a dar cuenta a sus amos de nuestra decisión.

—Iré, pero ustedes se atendrán a las consecuencias.

—A eso precisamente hemos venido. Puede manifestárselo así a sus amos.

—Yo no tengo amos.

—No lo diga muy alto por si alguien se ríe de usted.

El peón, furioso, se dirigió al caballo, saltó a la silla y emprendió el galope abandonando la plaza.

—Hemos ganado la primera baza —aseguró Ives—. Ese tipo venía a explorar el terreno, o quién sabe si a meterse a cuña en la sala de votación, para intervenir desde dentro a la hora del jaleo. No quiero enemigos a la espalda, de manera que si quieren fuegos artificiales que den la cara.

A la plaza habían acudido hasta dos docenas de vecinos ansiosos por conocer el resultado de la pugna y habían sufrido la primera sorpresa, al observar que Salomón no había quedado solo y que tenía guardándole las espaldas hasta una docena de buenos mozos bien armados de revólveres y dispuestos a usarlos si las circunstancias así lo exigían.

Al sonar las ocho en el reloj del Ayuntamiento, la puerta se abrió, señal de que los votantes podían pasar, pero nadie se decidió a romper el fuego.

Ives indicó:

—Votaré yo el primero por si después no me dejan.

Y pasó al interior para depositar en la urna su papeleta.

Ya el alcalde se había apresurado a depositar su voto. Por lo menos, Salomón contaba ya con dos, en tanto que su contrincante no contaba con ninguno.

Y serían las ocho y media, cuando apareció en la plaza Murphy muy engalanado y decidido.

Llegaba a pie y sin demostración alguna de miedo o de agresividad, se dirigió rectamente a la alcaldía, Salomón se puso tenso al verle y quedó en guardia, en tanto que Ives, dispuesto a dar la cara, le cortó el paso.

—Apártese —ordenó secamente el rufián—. Vengo a ejercer mi derecho a votar.

—Nadie se lo va a negar, señor Murphy. Quizá sea ésta la única cosa legal que haga en su vida, pero hay orden del señor alcalde de que nadie entre sin antes dejar el revólver en manos de un depositario.

—¿En manos de quién?

—Puede escoger el que le parezca más guapo.

—No reconozco a nadie con autoridad para exigirme que entregue el arma.

—En ese caso, como no vamos a pintar esa autoridad que usted invoca, pásese sin votar. Después de todo, su voto no va a decidir nada.

—¿Quiere eso decir que piensan amañar la elección?

—Si llama usted amañar a que unas cuantas docenas de vecinos ejerzan ese derecho, admitiremos su teoría.

—Dudo mucho que alguien se atreva a votar a mi rival.

—Es usted un incrédulo y, ¡por favor, retire esa mano del revólver, porque hay una docena apuntándole a y lo pasaría muy mal! Le decía que es usted un incrédulo al poner en duda mi afirmación. Aquí al menos, hay una docena de hombres que ya han votado y otros que se fueron. Si eso no le satisface, pase y vea la urna.

—¿Para qué? Ya veo que han apelado a la coacción para sacar triunfante a mi rival.

—Si cree que he traído atados de un ronzal a mis compañeros de equipo para que ejerzan su derecho, interrógueles. Lo que sucede es que no contó usted ni conmigo ni con mis compañeros, ni con algunas otras personas, creyendo que bastaba una simple amenaza para meternos el resuello en el cuerpo,

»Si usted y sus primos llegaron a pensar que el señor Salomón se iba a ver completamente solo en este trance, váyase despidiendo de esa idea y hágaselo saber a sus adorables primos. El señor Salomón no está solo ni lo estará al menos mientras yo tenga alientos para ayudarle.

»Y vote usted o no, no olvide una cosa. Si el señor Salomón sale elegido, hay un plazo de veinticuatro horas para que abandone usted el poblado con vida. Su advertencia la hago mía y el plazo terminará a contarse desde las cuatro de la tarde, hora en que se cerrará la admisión de votos. Si como espero sale elegido, el plazo será inexorable.

—Una cosa es amenazar y otra cumplir.

—De acuerdo. Cuando llegue el momento se verá si las amenazas son realidades.

—¿Es que creen que me voy a dejar expulsar como un borrego? Todavía tengo un revólver para defenderme.

—Habrá otros, para atacarle. Vaya pensándolo bien, que la cosa merece la pena.

—De eso hablaremos en su momento. Me temo que la estrella en el pecho de mi rival, va estar prendida al aire.

—Pero estará prendida en su pecho, cosa que usted no conseguirá nunca.

—De eso hablaremos a su debido tiempo. Cuando un sheriff desaparece, otro tiene que sustituirle.

—En efecto, sobre todo cuando alguien elimina al que está en activo asesinándole cobardemente.

Los dientes de Murphy rechinaron como ruedas de carreta sin engrasar. Nunca le había tratado nadie de aquella manera tan agresiva y su rabia era feroz, pero sabía que si hacía un movimiento mal hecho había una docena de revólveres dispuestos a convertirle el cuerpo en un colador.

—Se permite usted insultar a la gente porque antes se ha rodeado de una muralla de cañones.

—Usted me ha brindado la ocasión, porque yo no le fui a buscar.

—Pero yo he venido solo.

—Ya lo veo. Le esperaba en compañía de sus queridos primos y demás satélites. ¿Qué les ha ocurrido para no venir? ¿Acaso cenaron mal y están en cama con algún cólico de bilis?

—Desde donde estén ya darán señales de vida.

—Estamos seguros de ello, pero adviértales que nosotros aún estamos vivos. Es una advertencia a tener en cuenta.

—Alguno no lo estará en un momento determinado.

—Todos tenemos que morir, hasta usted y sus primos. Y ya que hablamos de morir, no olvide una cosa. Está pendiente de proceso un asesinato, el del sheriff anterior que fue vilmente asesinado cuando actuaba en función de su cargo. Este asesinato no ha de quedar impune y los que le asesinaron se verán colgados de una cuerda si no aprovechan estas horas para desaparecer de aquí. Dígaselo también a sus queridos primos, para que se palpen el cuello y vean si los creen resistentes al dogal. Es cuanto tengo que decirle en nombre del futuro sheriff como comisario suyo que seré nombrado está misma tarde, a menos que cuenten ustedes con tantas simpatías que el pueblo se vuelque en las urnas y le saquen a usted triunfante.

Nunca como en aquel momento Murphy había sentido más ansias de sacar el revólver y descargarlo a quemarropa sobre el inflexible Ives, pero no podía desdeñar que dos docenas de pares de ojos estaban fijos en él y una docena de manos apoyadas en las culatas de los «Colt».

Lívido por la ira, dio media vuelta y sin encontrar palabras para responder a las trágicas amenazas del vaquero, se alejó por la plaza para desaparecer por una de las callejas que desembocaban en ella.

Mientras se alejaba, nadie le perdió de vista. Le sabían tan atravesado, que le creían capaz de aprovechar la más mínima oportunidad para volverse y disparar a traición sobre el grupo.

Pero si sintió esta tentación, fue lo suficientemente sensato para aguantársela. No era aquel su momento y, mal que le pesase, tenía que aguantar todas las amenazas que le habían lanzado.

El grupo de vecinos que se había mantenido a distancia, tuvo que ser testigo de la arrogancia y valentía con que Ives había despedido al fanfarrón Murphy y contagiados de aquella actitud, cambiaron impresiones.

El resultado fue que, en un arranque de decisión, se adelantaron y uno a uno, fueron pasando por el despacho del alcalde para depositar su voto.

Más tarde, se fue corriendo la voz y aisladamente, algunos sin poder ocultar el miedo que sentían, fueron haciendo acto de presencia en el Ayuntamiento y la urna empezó a llenarse de papeletas proclamando sheriff a Salomón.

Ahora tenían más confianza en él sabían que no estaba solo; conocían la decisión del que iba a ser futuro yerno y confiaban en que, siquiera por una vez, alguien estuviese dispuesto a plantar cara a los matones del poblado y a terminar con la presión dramática que ejercían sobre la gente.

Durante todo el día, los vaqueros permanecieron alerta esperando la posible reacción de los Brett, pero éstos, prudentemente, no aparecieron por allí. Sabían que el momento no era propicio a sus bravatas y que cualquier intento hostil que realizasen recibiría de modo adecuado la réplica merecida.

Pero esto no quería decir que se considerasen vencidos. Si Murphy les había advertido de los planes del sheriff dispuesto a exigirles estrecha cuenta del asesinato del sheriff anterior, tendrían que levantar su guardia y defenderse en el terreno que pudiesen hacerlo.