Capítulo II
UN HOMBRE DE CORAJE
La noticia de que Murphy presentaba su candidatura para sheriff del poblado, produjo estupefacción entre el vecindario. Nadie se explicaba el cinismo de aquella gente tratando de ocupar un cargo que tan reñido estaba con sus actividades perniciosas.
Se comentaba el caso en todas partes y en particular en las tabernas donde los hombres reunidos se preguntaban cómo iba a ser posible que el matón pudiese ostentar la estrella.
—No podrá ser elegido porque ninguno le votaremos— afirmó uno.
—Nosotros, no; pero… sus amigos sí. Y con que tenga un solo voto, si nadie le hace sombra tendrán que nombrarle sheriff; y me pregunto qué va a suceder entonces aquí. Tendremos que emigrar todos y dejar el poblado a esos buitres.
—Todo esto sucede porque no hay ningún hombre con agallas en este maldito pueblo capaz de presentarse también y quitarle esas ilusiones de la cabeza — afirmó un viejo pastor que necesitaba de una gruesa vara de fresno para sostenerse en pie—. En mis tiempos, podía haber sucedido esto y habríamos sido legión los que nos ofreciésemos no sólo a ocupar el cargo vacante, sino a meter en cintura a esos matones. Se aprovechan de que el Oeste empieza a degenerar y ya no hay ni simiente de aquella raza que se abrió paso de un lado a otro del continente a fuerza de tiros y de cuchilladas. Hoy, en cuanto surge un tipo un poco hábil manejando un revólver, se impone a los demás y se convierte en el amo de un poblado o de una ciudad. Da asco comprobar la cobardía de la gente.
—Claro, usted habla así porque nadie le puede preguntar si es tan bravo que está dispuesto a prenderse la estrella al pecho; diría usted que sus años ya no se lo permiten y se quedaría tan fresco.
—Pero podría atestiguar como fui vigilante en las minas de California en su peor época y me jugué la vida docenas de veces por defender los intereses de los demás. Cada uno tiene su época y si en este momento me encontrase con veinticinco años, no haría falta que me estimulase nadie para ser el primero en pedir que se me nombrase sheriff. Veríamos entonces si los que se consideran bravos, lo serían tanto como presumen ahora.
Alguien iba a contestar algo, cuando una voz desde la puerta dijo con acento, burlón:
—¿Quién habla de ser bravo aquí? ¿Por qué no lo demuestran si lo son?
La voz era la de Murphy, el cual avanzando hacia el centro de la taberna con aire retador, agregó:
—Aquí la gente habla mucho, pero hace poco. ¿Por qué no sale un valiente que me hace competencia y se inscribe en la lista de candidatos? Me gustaría saber que sale un contrincante disputándome el puesto, pero no, no habrá ninguno y tendré que acostarme sin sentir la terrible inquietud de que alguien puede arrebatarme la estrella.
Un silencio deprimente reinó en la taberna después de las retadoras palabras de Murphy, pero de repente, el silencio lo rompió una voz grave y reposada que dijo:
—Me temo que tendrá que acostarse con esa inquietud, Murphy.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque mañana, junto a su nombre, habrá el de otro candidato al puesto.
—Me gustaría saber quién es ese guapo.
—De guapo tiene muy poco, pero de hombre tiene lo suficiente. El que inscribirá su nombre mañana en la lista de candidatos seré yo.
El que así hablaba era un hombre de unos cuarenta y ocho años, alto, escurridizo de carnes, ágil de movimientos, de pelo rubio medio rizado y de ojos claros. Vestía sencillamente y daba la impresión de ser un vulgar peón.
Se había puesto en pie detrás de la mesa y su mano derecha descansaba en la cadera junto a la culata de su revólver. Calibraba la impetuosidad y salvajismo de su contrincante y no quería darle ventaja alguna, si en su rabia trataba de adelantarse a sacar el arma.
Todos los clientes fijaron sus miradas en el que de aquella manera desafiaba el poder y la bravuconería de Murphy. Nadie hubiese supuesto que podía ser él precisamente quien se atreviese a arrojar el guante tan gallardamente, no sólo a Murphy sino a sus engreídos primos.
El matón tuvo un movimiento instintivo de ira llevando la mano al costado, pero al darse cuenta de la actitud defensiva de su contrincante, desistió de la exhibición por si no le daban tiempo a ponerla en práctica y rompiendo a reír, exclamó:
—¡Bravo, Salomón!… Sabía que era usted un excelente guarnicionero, pero ignoraba que fuese un Kit Carson o algo por el estilo.
—Soy simplemente un hombre que está cansado de presenciar vejaciones y brutalidades sin que nadie salga al paso de ellas.
—No lo dirá usted por el sheriff que tuvo la desgracia de tropezar con un puñado de balas por no calibrar bien sus fuerzas.
—Lo digo por un pueblo que se sabe vejado y humillado por media docena de matones sin escrúpulos y aún no se ha levantado en masa para acabar con semejantes latrocinios.
»Y como alguien tiene que salir por los fueros de los demás, voy a intentarlo yo. Nos ha lanzado usted a la cara un guante llamándonos cobardes a todos y yo no estoy dispuesto a que nadie dude de mí en ese terreno. Optaré a la estrella y si gano la elección, voy a adelantarle una cosa. En el momento en que me tomen juramento, le voy a dar veinticuatro horas para que abandone el poblado y si no acepta la invitación, habrá perdido la oportunidad de abandonarlo con vida, para quedarse aquí sin ella.
Al decir esto su mano se movió lo Suficiente para poder aferrar la culata del revólver. Creía que la bofetada moral que acababa de administrar a Murphy, había sido tan humillante, que éste no resistiría ya a la tentación de sacar el arma y estaba dispuesto a adelantarse a su acción.
Pero Murphy no cometió semejante estupidez, no sólo por la actitud tajante y decidida de Salomón, sino porque había visto cómo algunos, en una reacción intuitiva, también habían llevado las manos a los costados en actitud manifiesta de salir en ayuda de Salomón.
Murphy, conteniendo la rabia que le abrasaba repuso:
—Muy bien, Salomón, acepto el reto y ya veremos quién consigue la estrella. Será una pena que un buen padre de familia que tiene una hija tan linda, se exponga a dejarla sola en el mundo, por un puntillo de amor propio que no tendrá la debida compensación.
»Y en cuanto a su amenaza de echarme del poblado en un plazo de veinticuatro horas, me temo que se ha excedido usted en calibrar sus fuerzas. Podrá salir nombrado sheriff, no lo discuto, pero en cuanto a cumplir su amenaza, temo que lo pensará mejor.
—Yo pienso las cosas antes de decirlas y si las digo las mantengo hasta donde puedo llegar. La promesa está lanzada y si consigo la estrella, dela por recibida.
—Me dan ganas de llorar por anticipado. Salomón.
—No le haga competencia a los cocodrilos en ese sentido. Se sentirían humillados al comprobar que las vierte usted más venenosas que ellos.
Murphy sentía arder su sangre y, sin embargo, no se encontraba en situación de imponer por vez primera el miedo entre los presentes. Se había verificado una reacción insospechada entre los que le escuchaban quizá porque la brava actitud de Salomón les había contagiado y sabía que un gesto suyo mal interpretado, podía ser un adelanto a la amenaza de su rival para la estrella.
Se acercó a la barra, pidió un whisky y levantando el vaso en alto, brindó:
—¡Brindo por el éxito de Salomón… si es que llega a obtenerlo!
Apuró el whisky, abonó el importe y se dirigió a la salida. Una vez en la puerta, se volvió para decir:
—Señores, no olviden que yo también presento mi candidatura y que recabo los votos de los que estén en condición de votar. Hacerlo en favor de Salomón, será tanto como ir en contra nuestra, e ir en contra nuestra… es muy peligroso para quien lo intente. Es todo lo que tengo que advertirles.
Y salió a la calzada perdiéndose en la oscuridad de la noche.
Un silencio impresionante se produjo en el establecimiento después de su salida. El entusiasmo momentáneo que todos habían experimentado en favor del bravo guarnicionero, se había enfriado como por ensalmo al darse cuenta de lo que Murphy había querido decir. Votar a favor de Salomón era provocar las iras de los Brett, y esto era exponerse a serios peligros.
Aquél se adelantó serenamente diciendo:
—Bien, señores. Antes alguien censuraba que no hubiese ni uno con el suficiente coraje para desafiar a esos buitres y hacerles la competencia en la disputa de la estrella, ese hombre malo o bueno, más valiente o más cobarde, ha surgido y cumplirá su palabra. Ahora son ustedes los que habrán de decidir, pues si yo me presento y ustedes por cobardía se abstienen de votar, no sólo saldrá elegido Murphy, sino que yo no podré durar más de veinticuatro horas en el poblado, eso, si me dan ese tiempo para salir de aquí con vida.
El viejo pastor que había provocado aquella dramática reacción, se puso en pie apoyado en su grueso bastón y avanzando hacia Salomón, dijo:
—Cuando menos, sepa que contará con mi voto. Yo no podré hacer ya otra cosa debido a mis años, pero aunque esa jauría de chacales me friese a tiros a la puerta del Ayuntamiento, cuente con que el día de la elección seré el primero en estar allí a depositar mi voto en favor de usted. Los demás que hagan lo que quieran; allá ellos con el concepto que tengan de su dignidad.
La frase flagelante surtió su efecto y todos, reaccionando, clamaron:
—Yo también votaré.
—¡Y yo!…
—¡Y yo!…
—Gracias, amigos — repuso Salomón—. Espero que no hagan falta muchos votos para anular los pocos que Murphy pueda obtener de sus primos y amigos; pero sería un aviso serio para ellos que el vecindario en pleno se volcase en la urna para hacerles comprender que no estoy solo aunque sea moralmente. Yo, que sé a lo que me expongo y lo acepto sin mirar atrás ni a los lados; sería para mí una satisfacción y un aliento que los demás me ayudasen a patentizar que el pueblo está conmigo.
»Corran la voz de lo sucedido e instiguen a los demás a que no se dejen amedrentar y voten ese día. Por muy osados que sean tendrán que darse cuenta de que si pueden aisladamente con todos y cada uno, nada podrían hacer contra todos unidos.
»Y como la pelota está lanzada, creo que ya no es cuestión de seguir discutiendo el asunto. Lo que tenga que suceder sucederá.
»Y como ya es tarde, les dejo.
El viejo pastor se adelantó, diciendo:
—Un momento, Salomón. Ha lanzado usted un reto muy peligroso y tratándose de gente como ese Murphy, no se puede desdeñar su mala fe. Podría estarle esperando a la salida para balearle cobardemente y no es de hombres decentes dejarle solo a merced de esa fiera. Propongo que los que estamos aquí le acompañemos hasta su casa por si ese cerdo está emboscado por ahí al acecho de su paso. De él cabe esperarlo todo.
Nadie se atrevió a negarse. El viejo tenía razón y si le veía salir rodeado de los que habían sido testigos del incidente, no se atrevería a tomar ninguna trágica iniciativa.
Salomón no se opuso sino todo lo contrario. Le agradaba que la gente fuese reaccionando, aunque fuese a remolque, pues esto impondría un poco de respeto a aquellos tipos incontrolados.
En aquellos momentos en que en el poblado no había autoridad de ninguna clase, cometer excesos no significa peligro alguno, ya que nadie iría a pedirles cuentas de sus actos. Sólo la fuerza aunque fuese simbólica, podía frenarles un poco.
El grupo, muy alerta por si eran atacados, acompañó al guarnicionero hasta su casita, donde tenía establecido el taller, en una calle no muy concurrida, y cuando le dejaron sano y salvo, volvieron al centro para cada uno, dirigirse a su domicilio.
De momento, aquella especie de bomba moral había estallado en un espacio muy reducido y eran pocos los que habían captado la explosión. Al día siguiente, cuando se corriese la voz de la brava actitud de Salomón, sería cuando se podrían calibrar sus efectos.
Cuando el guarnicionero entró en su domicilio, Elvira, su hija, ya estaba acostada. El solía pasar un rato después de la cena en la taberna, y la joven una vez en orden el menaje se acostaba.
Salomón penetró en su dormitorio, pero en lugar de acostarse, se sentó en el borde del lecho y se entregó a profundas meditaciones.
Se daba cuenta de la insensatez que había cometido, no por miedo personal, pues no lo tenía a pesar de ponderar el peligro a correr, sino por el estallido que iba a dar su hija cuando se enterase de aquella locura.
Porque a fin de cuentas, Elvira no tenía en el mundo más que a su padre.
Huérfana de madre desde los quince años, ella había sido la única animación del hogar y la única alegría que le quedaba a su padre en torno a él, y exponerla a quedarse huérfana cuando aún no había resuelto el camino de su vida, era una estupidez que no podría justificar al menos a los ojos de ella.
Cierto que la muchacha tenía novio y que algún día no lejano, se casaría y entonces no necesitaría de su tutela, pero en aquellos momentos, su porvenir estaba aún retrasado y sólo él era el responsable del futuro de su hija.
Pero ya la cosa no tenía remedio. Se había dejado llevar por los nervios al saberse aludido de cobarde por las enérgicas acusaciones del pastor y ya no podía recoger la palabra lanzada. Sucediese lo que sucediese, tendría que mantener el tipo y que Dios le ayudase en su noble empresa.
La única decisión férrea que había tomado, era la de no dejar que los demás tomasen la iniciativa. El dejarla en manos de los Brett, había sido la causa de todo, incluso de la reciente muerte del sheriff, pues conociendo éste la clase de gente con que trataba, no debió cometer nunca la estupidez de meterse en la boca del lobo con todos los lobos dentro, sino buscarle las vueltas a Robert y haberle sorprendido donde nadie pudiese ampararle. De haberlo hecho así, el bravucón acaso no se hubiese atrevido a proceder como procedió, sabiendo que contaba con el apoyo de los Brett y se hubiese entregado seguro de que si se le resistía se hubiese expuesto a recibir plomo como lo había recibido.
El no imitaría a su antecesor si salía elegido. Se mantendría a distancia de sus enemigos para verles las caras en todo momento y ya se vería si su poder llegaba tan lejos como había llegado hasta entonces.
No desdeñaba que el primer choque habría de tenerlo con Murphy. El plazo que le había concedido por adelantado para salir del poblado, empezaría a contar desde el momento que le tomasen juramento y aquellas veinticuatro horas serían de terrible peligro que debía estudiar cómo soslayar.
Cansado de dar vueltas a su imaginación al asunto, terminó por desnudarse y meterse en el lecho.
A la mañana siguiente, antes de abrir el taller, se presentó en la alcaldía dispuesto a entrevistarse con el alcalde.
En la puerta, sobre el negro encerado del tablón de avisos, había un papel grande en el que se leía la convocatoria y debajo, en el lugar destinado al nombre de los candidatos, un nombre: Keith, Murphy.
Salomón, furioso, escupió sobre él y luego penetró en el Ayuntamiento.
El alcalde acababa de desayunar y al ver al guarnicionero, le saludó afectuoso, diciendo:
—Mucho madruga usted, señor Campbell… ¿Qué le trae por aquí?
—Vengo para que inscriba usted mi nombre en la lista de candidatos para el cargo de sheriff.
El alcalde se quedó mirándole con asombro y repuso:
—¿Está usted loco, Salomón?
—¿Por qué voy a estarlo? Me seduce el cargo y quiero optar a él.
—¿Tan mal le va en la vida que está deseando que le supriman de ella?
—No por cierto. Estoy satisfecho de vivir, sino precisamente por mí, al menos por mi hija.
—¿Y pensando en ella trata de cometer esa locura?
—Alguien tiene que optar al cargo, ¿o es que debemos permitir que la estrella se la prenda al pecho quien debía estar ya colgado de una buena rama?
—Estoy de acuerdo con usted en eso, Salomón, pero entiendo que el cargo sólo es apto para un hombre que no tenga compromisos a la espalda ni hijas por quienes velar.
—Es posible, pero cuando los que no tienen cargas a su espalda ni hijas a quienes cuidar se muestran cobardes y están dispuestos a que un malvado se prenda la estrella al pecho y nos haga la vida más imposible aún que hasta ahora, algo hay que hacer y alguien tiene que decidirse.
»Usted sabe que el sheriff anterior murió por tratar de castigar el atropello cometido con una muchacha de aquí, atropello que no fue el primero y seguramente no sería el último, y yo tengo una hija demasiado atractiva para que no pueda verse en peligro de semejante ultraje.
»Yo no ignoro, aunque ella me lo ha ocultado, que más de una vez ha sido acosado por esos bárbaros sin darse a pensar que tiene padre y hasta un novio que no dejaríamos impune el atropello, pero si éste se consumase, con vengarlo nada arreglaríamos. Por esta razón y por otras muchas que no hace falta enumerar, me he decidido a correr el riesgo de seguir el mismo camino que el que pudo ser mi antecesor. Piense lo que sería el poblado si además de carecer de una autoridad efectiva, esta autoridad recayese en manos de quien está dispuesto a vulnerarla a cada paso.
»Sé lo que me juego, pero confío en mí y hasta confío en que en algún momento, la gente reaccione y deje de sentirse acogotada por media docena de matones, que a fin de cuentas por muy matones que sean, su poder no llegaría al extremo de contrarrestar la fuerza de muchos hombres unidos.
»Yo sé que existe un factor sicológico que les impide actuar y es el temor de caer en una lucha decisiva.
»Todos temen ser víctimas de la pelea, que aunque fuese por el bien común, no les reportaría beneficio alguno si cayesen en la pugna. Es la política del avestruz que esconde la cabeza debajo del ala, cuando otea el peligro. Dice el refrán que si por miedo a los gorriones no se sembrase trigo, nadie comería pan, y esto es lo que sucede.
»Confieso que en el momento que me lancé a firmar que presentaría mi candidatura, no lo pensé mucho y que ahora, al pensarlo, comprendo que hice el tonto, pues en igualdad de condiciones estaban los demás y nadie se atrevió a dar tal paso, pero de hombres enteros es sostener sus palabras y yo la sostendré pase lo que pase.
—¿Le ha dado usted cuenta a su hija de su decisión?
—Aún no sabe una palabra.
—Pues bien, demoraré la inscripción de su nombre en la lista de candidatos, hasta que consulte usted con ella y si consigue convencerla, entonces daré satisfacción a sus deseos. Yo sé que mis palabras tienen poca fuerza, pero confío en que las de ella alcancen más lejos.
—Ya es inútil, señor alcalde. Anoche acepté la candidatura delante de Murphy como un desafío y hasta le advertí que, una vez elegido, le daría veinticuatro horas para abandonar el poblado o le enterrarían en nuestro cementerio. Cuando un hombre va tan lejos en sus amenazas, no puede volverse atrás, porque todo el mundo se burlaría de él y le mirarían con desprecio.
»Acertada o no mi decisión, he de mantenerla, así es que resultaría inútil consultar con mi hija; sé que diría rotundamente que no, sin importarla la desairada posición, en que me encontraría. Las mujeres tienen menos sensibilidad que los hombres en lo que al honor de éstos se refiere en cuestión de rivalidades.
—Quizá sea porque son más reflexivas que nosotros y no se ciegan tan fácilmente.
—Es posible, pero influye más el cariño a la persona que lo que la gente pueda pensar de ella. Es un egoísmo muy humano el defender la vida del ser querido sin pararse a pensar si lo que tratan de defender es un guiñapo humano y no un hombre en toda la extensión de la palabra.
»Yo sé lo que me espera cuando Elvira se entere de mi decisión, pero pase lo que pase, ni ella ni nadie me hará volverme atrás. He puesto en juego mi hombría y tengo que defenderla, porque el hombre no es un ser irracional que con que le den de comer tiene bastante. Por lo tanto, inscriba mi nombre en la lista ahora mismo y que el tiempo diga su última palabra.
—Está bien, Salomón. Así lo haré contra mi gusto y sólo pido a Dios que le proteja y le dé suerte y acierto para sortear los muchos peligros que van a amenazarle.
—Eso es lo único que deseo, señor alcalde.
Salomón se despidió y salió a la calle. Ya habían empezado a correr la voz de su hombrada y algunos le detenían para felicitarle por su valor. Lo que nadie se atrevía a hacer, era ofrecerle su ayuda en el terreno que pudiese precisarla.
Y eludiendo las felicitaciones, volvió a su casa para abrir el taller.