Capítulo VIII

LAS PRIMERAS HORCAS

La reunión, por haberse celebrado lejos del núcleo de población, había permanecido tan en secreto, que nadie sospechó lo que las tinieblas habían de traerles.

Durante el resto de la tarde, reinó al parecer la más completa normalidad y así, se echaron encima las sombras de la noche.

Los comprometidos para la redada, estaban citados a las doce en la parte más alta de la vía más ancha y concurrida. De allí habían de partir en dos grupos; uno que vigilaría la mitad de la calzada desde aquella parte, y el otro, desde la parte baja.

“Lord” Darrell, “Manija”, Davis “El Tuerto” y Swilling, serían los encargados de penetrar en los establecimientos y señalar los que debían salir para que justificasen más tarde el empleo de su tiempo. Otros tantos esperarían a la puerta para ayudarles, si la pelea se encendía, y si no, para irse haciendo cargo de los detenidos.

Se habían provisto de bastantes trozos de recia cuerda, con los que los anularían, apenas les fuesen entregados. Las lámparas de petróleo lucían vivamente en todos los establecimientos. En su interior, mesas y barras se hallaban bastante nutridas, pues no sólo los vagos y sospechosos acudían por las noches a los centros de vicio, sino que muchos colonos, después de las faenas, se dirigían a las tabernas para beber un trago, o echar una partida, como un lenitivo al agotamiento del trabajo.

“Lord” Darrell se había armado con un “Derringer”, terrible y práctica arma de dos cañones aserrados, cuyos disparos serían mortales de necesidad, y sus compañeros llevaban un “Colt” en la mano y otro colgado al cinto.

Los cuatro, serenos, decididos, firmes en resolver aquella noche el problema que tanto había afectado a Adalina, avanzaban silenciosamente, calzada abajo, buscando las primeras tabernas. No dejarían ni una por registrar, ni un solo sospechoso libre hasta que no se descubriese a los asesinos.

En la primera taberna donde entraron, había bastante público. Como los cuatro conocían a todos los habitantes del poblado, la elección no era problema.

La entrada de los cuatro, armados prudentemente, produjo cierta sensación entre los clientes. No estaban acostumbrados a verlos entrar a menudo y menos unidos, y el hecho de que además esgrimiesen los revólveres como carta de presentación, les alarmó.

Darrell, de una rápida y aguda mirada, abarcó el local. Tres tipos de dudosa condición bebían en el mostrador, casi de espaldas al grupo. “Lord” se acercó a ellos y con su flema de buen británico, les invitó suavemente:

—Caballeros, ¿me hacen el favor de darse prisa en terminar sus bebidas y salir con nosotros? Necesitamos hacerles ciertas preguntas relacionadas con la muerte de dos de nuestros compañeros y es ahí fuera, al aire libre, donde podemos charlar mejor.

El más cercano a Darrell, un tipo alto, grande, de rostro cetrino y gesto agresivo, se medio volvió, midió a su contrincante con la mirada y luego, despectivamente, repuso:

—Retírese, espantapájaros con levita. Está demasiado delgado para presumir de “coco”.

Pero la delgadez de Darrell era más aparente que real. Poseía unos puños de hierro endurecidos por el trabajo, y, picado en su amor propio, quiso hacer una demostración de fuerza ante el despectivo indeseable.

Con una flexión elegante, pero durísima, plantó su cerrado puño sobre la boca del forastero, y fue tal el ímpetu del golpe, que el agraciado salió proyectado de espaldas con tal violencia, que fue a parar unas cuatro yardas más lejos de la barra.

El agredido trató de revolverse en el suelo, llevando la mano al revólver, pero el "lord” que no quería hacer uso del suyo, si no se veía muy comprometido, pues su idea era ahorcar a los asesinos y no permitirles que muriesen de un modo más noble, aferró, veloz, el vaso que el caído había dejado sobre la barra y se lo lanzó a la cabeza con tal puntería, que se lo clavó en la frente, abriéndole una regular brecha y dejándole casi inconsciente.

Los dos amigos del interesado pretendieron salir en defensa del vapuleado, apelando a las armas, pero allí estaban “Manija”, Davis y Swilling, los cuales, imitando al “lord”, cayeron sobre ellos, impetuosos, aplastándoles a puñetazos y desarmándolos en un abrir y cerrar de ojos.

Luego, ante los atónitos ojos del resto de los clientes, los tomaron como a fardos por los cuellos de las chaquetas y los arrastraron a la calzada, gritando a los que esperaban fuera:

—Ahí van esas carroñas. Háganse cargo de ellas.

Y como, tras un último examen, comprobasen que allí ya no quedaba ningún sospechoso, saludaron con un gesto de mano cortés, y abandonaron la taberna para dirigirse a la más inmediata.

En la siguiente que se disponían a visitar, el elemento indeseable era más numeroso. Lo comprobó enseguida “lord" Darrell, al asomar discretamente la cabeza por el vano de la puerta y, como allí los puños solamente llevarían las de perder, indicó a sus compañeros:

—Preparen las armas. Este nido de víboras está demasiado nutrido, y no se puede jugar con su veneno.

Los sospechosos eran siete u ocho, y su catadura, muy poco recomendable.

Por ello, el “Derringer” del “lord”, con la eficaz colaboración de los “Colt” de sus compañeros, asomaron amenazadores por delante de ellos, al tiempo que la voz seca y campanuda del inglés advertía:

—Señores, hagan el favor de levantar delicadamente los brazos. Un momento nada más… el tiempo justo para despojarles de los dientes.

Los indeseables, sorprendidos por aquel aparato de fuerza, allí donde sabían que no existía ninguna autoridad oficial, se vieron obligados a obedecer la orden, mientras Darrell, empuñando con su mano derecha la mortífera arma, los despojaba hábilmente con la izquierda de sus inquietantes “Colt”.

Y cuando estuvieron desarmados, ordenó finamente:

—¿Tienen la amabilidad de salir fuera? Les están esperando unos amigos que sentirán un placer sin límites charlando un ratito con ustedes.

Los indeseables, rabiosos por la sorpresa, parecían pretender resistirse a la orden, pero los empujaron entre los cuatro, sacándoles fuera.

Rápidamente, los que esperaban los amarraron sólidamente con cuerdas; y así fueron recorriendo taberna por taberna y garito por garito, realizando una redada de más de cincuenta tipos, que hubiesen armonizado muy a tono, retratados en fila en el patio de una prisión federal.

Cuando terminó la requisa sin más incidentes, porque habían cuidado evitarlos con una organización drástica y perfecta, los empujaron en cuerda hasta un corral de las afueras, donde los tuvieron bien vigilados toda la noche para que ninguno consiguiera escapar.

Querían ofrecer el fruto de su trabajo a Adalina, y no eran aquellas horas de ir a molestar a la valiente fundadora del poblado.

Y así, al día siguiente, sobre las nueve, en una extraña procesión que la gente contemplaba con curiosidad, y cuando Adalina regaba sus flores de la cerca, se vio sorprendida por aquella extraña caravana que avanzaba hacia la casita de adobe.

Al abarcarla con la mirada, se dio cuenta de lo que significaba, y sonrió, complacida.

Comprendía a aquellos hombres mejor que nadie. Sabía que no eran malos ni despreocupados por malicia, sino un poco abúlicos y a veces inconscientes, porque sus músculos y su tensión nerviosa se habían resquebrajado cuando la fortuna había empezado a sonreírles; pero cuando se les sabía tocar en la fibra sensible, aún eran los bravos colonos de los tiempos de la invasión.

Tensa, salió a su encuentro. “Lord” Darrell, sonriendo flemáticamente, advirtió:

—Señora, hemos pasado la escoba por el poblado y he aquí toda la inmundicia que hemos encontrado en él. No creo que se nos haya escapado ni una hormiga a través de las mallas de la escoba.

”Y ahora, añadiré que apuesto mis tierras y mis cosechas contra una pipa de tabaco, a que entre toda esta pringue están los asesines de nuestros compañeros.

Ella, sonriéndole dulcemente, contestó:

—Muchas gracias, señores. Estaba convencida de que todos sabrían cumplir con su deber, y ahora sólo espero que puedan completar su buena obra, señalando a los autores materiales de esos repugnantes crímenes. En sus manos los dejo y, cuando lo hayan averiguado, avísenme.

Se retiró, dejando a los colonos con el grupo de indeseables. Todos los que habían tomado parte en la redada, se rascaban la cabeza, perplejos, pues no era lo mismo apresar a los que tenían fama de rufianes, que señalar concretamente entre ellos los que habían cometido los asesinatos.

Se reunieron a deliberar, y fue Swilling quien apuntó una fórmula:

—Vamos primero a interrogar a todos preguntándoles quién cometió los crímenes, y si ninguno se confiesa autor, creo que tengo el medio de obligarles a hablar.

El interrogatorio no dio resultado alguno. Todos sabían el final que esperaba a los autores de los hechos, y ninguno se mostraba dispuesto a hacer confesiones.

En vista del poco éxito de aquella primera tentativa, Swilling indicó a sus compañeros:

—Esperen un cuarto de hora. Estoy seguro de que esto se arreglará rápidamente.

Montó a caballo y desapareció, para regresar más tarde con dos grandes rollos de cuerda que había pedido en el almacén, y con el encargado del establecimiento de pompas fúnebres, que recientemente había sido abierto en el poblado.

Sus compañeros le miraron con curiosidad. Swilling hizo un guiño expresivo y dirigiéndose al encargado de los enterramientos, preguntó:

—¿Cuántos ataúdes tiene dispuestos en su tienda?

—Pues no sé, quizá siete u ocho. Por lo general, no se usan muy a menudo, y me da tiempo a renovarlos.

—Son muy pocos, señor Whas, y como le vamos a proporcionar de golpe una buena clientela, haga el favor de ir tomando la medida uno por uno a todos estos buenos mozos. Tendrá que buscarse varios ayudantes, porque vamos a necesitar para mañana por la mañana unos cincuenta ataúdes. Cuénteles y empiece.

Luego, tiró las cuerdas al suelo y añadió:

—Compañeros, vayan cortando soga para todos ellos. Si no hay bastante para todos, he dejado apartados otros dos rollos.

“Lord” Darrell sonrió con ironía al darse cuenta del efecto sicológico que la maniobra de Swilling estaba produciendo en el grupo. Todos habían palidecido de angustia, y el mayor espanto se reflejaba en sus pálidos y contraídos rostros.

Y como habían comprendido que la cosa iba en serio, alguien, más medroso que los demás, se agitó, tratando de librarse de sus ligaduras, al tiempo que bramaba:

—¡No, eso no; yo no asesiné a nadie!

—Bueno, quizá, pero alguien lo hizo —arguyó Darrell— y como hay que ahorcar a los asesinos, mientras no señale alguien quiénes son, ahorcando a todos estamos seguros de no dejar impunes esos crímenes. A fin de cuentas nada perderá el mundo con que por una vez nuestros árboles den un fruto tan podrido.

Y cortando un trozo de cuerda de unos tres metros, se dirigió con ella al más cercano.

Este clamó de miedo, se agitó como un epiléptico, y protestó hasta enronquecer:

—¡No, a mí no! Yo no asesiné a aquellos hombres.

—Señala quién, y di si tienes alguna sospecha…

—Yo no sé quién los mataría, pero…quiero ayudar a que los descubran para salvar mi cuello del lazo. No acuso a nadie concretamente, pero diré algo que he observado. La otra noche, en la taberna de Andrew, Edgard Lawford y Louis Mead, que andaban sin un centavo, se presentaron presumiendo de dinero y sacando billetes del bolsillo. A Louis, que se emborrachó, se le cayó al suelo un pañuelo y, cuando lo recogió, observé que tenía manchas de sangre. Que les pregunten de dónde sacaron el dinero y por qué estaba manchado de sangre el pañuelo.

Una enorme expectación se produjo entre los apresados, y los aludidos, palideciendo intensamente ante la indirecta acusación, miraron de una manera homicida al presunto delator.

El llamado Louis bramó:

—¡Embustero!… ¡Chivato!… El pañuelo no tenía sangre.

—La tenía, que yo la vi —sostuvo firmemente el delator—. No niegues ni pretendas que paguemos cosas que nosotros no hemos hecho.

Los dos indeseables, rabiosos hasta el paroxismo, pugnaban por desasirse de la férrea presión de las cuerdas para saltar sobre su acusador, pero “lord” Darrell, tomando a cada uno por el cuello, los arrastró del grupo, sacándolos a un primer plano.

Luego, hizo desatar a uno y, remangándose las mangas de la camisa, tras despojarse de la levita, exclamó:

—Prepárate, sapo. Voy a darte la paliza más fenomenal que hayas podido recibir en tu vida. Defiéndete, si puedes, y vosotros, cuidado; si intenta huir, asadle las piernas a tiros; éste ha de morir en la horca.

El inglés, que dominaba la ciencia de saber aplicar sus puños, esquivando los del contrario, se lanzó sobre éste, machacándole brutalmente a cada impacto que le aplicaba. El forajido, rabioso, se revolvía, tratando de devolver los golpes, pero casi siempre fallaba.

El “lord” poseía una agilidad felina para rehuir los desesperados contraataques de su enemigo, y así parecía estar jugando con él en un juego trágico, donde la sangre era el tributo a pagar.

Sus compañeros le contemplaban, complacidos. Habían visto a Darrell enfadado pocas veces, pero jamás le habían contemplado en una pelea tan violenta y dura como aquélla.

El bandido sangraba por el rostro como un cerdo a medio degollar, pero, en su desesperación, se defendía con ahínco, y Darrell, cada vez que le administraba un golpe demoledor y lo lanzaba a tierra como a un pelele, preguntaba broncamente:

—¿Confiesas?

Su enemigo se levantaba más ciego aún, y se lanzaba suicidamente sobre su contrincante, anhelando colocarle sus duros puños para evitarse aquel tormento; pero el inglés esquivaba con gracia y serenidad y replicaba con más violencia, machacando lentamente, pero con terrible eficacia, el rostro del rufián.

Hasta que éste, materialmente deshecho, suplicó:

—¡Perdón, no puedo más!… Déjeme…

—Levanta —rugió “lord” Darrell—, Quizá tu víctima te hizo la misma súplica cuando te vio armado de cuchillo, y no le hiciste caso.

Le asió del cabello y le levantó en vilo. Luego, extendió el puño salvajemente y se lo aplicó a la boca, obligándole a escupir parte de los dientes.

El indeseable cayó al suelo, suplicando:

—Máteme de un tiro y acabe conmigo de una vez; es preferible.

—No te concederé esa gracia que no mereces. Si caes sin sentido, esperaré a que te repongas y volveré a machacar tus podridos huesos. Habla, y te evitarás ese tormento.

El rufián, aterrado por la amenaza, se retorció en tierra y clamó:

—¡Basta! Confieso que yo los maté, ayudado por Louís. Que también él sufra lo que yo estoy sufriendo.

Darrell, sonriendo salvajemente, repuso:

—Eso está mejor dicho. Soltadme a ese otro pájaro, que voy a administrarle una buena dosis de puño para que los dos vayan iguales al-infierno. Vamos, no pierdan tiempo, que nos queda mucho por hacer.

“Manija” se adelantó:

—Un momento, ahora me toca a mí. Usted ya está un poco cansado y el premio debemos repartirlo entre todos.

—¿Cansado yo? ¿De cuándo acá me has visto a mí cansado? Vamos, quita de ahí. Yo he tomado la iniciativa y a mí me corresponde terminarla. Soltadle.

Lo dijo lleno de furia, y nadie se atrevió a contradecirle.

Cumpliendo el deseo del exaltado “lord”, desataron al indeseable. Este, convencido de que ya nadie podría librarle de la cuerda, decidió pelear como una fiera, para al menos no sufrir la horrible paliza que había soportado su compañero y tratar de abatir a aquel tipo duro como el granito, que presumía de una fuerza de titán.

Por ello, apenas se vio libre, se lanzó contra su enemigo tratando de clavarle la cabeza en el estómago y reventarle del golpe.

Darrell saltó como una pelota, esquivando la acometida. La cabeza de su enemigo pasó rozándole el costado y como no encontrara en el impulso nada que le detuviera, se deslizó fieramente de bruces, cayendo a tierra y arrastrándose en ella más de una yarda, hasta que perdió velocidad.

Cuando se incorporó bramando, su rostro era algo monstruoso. Se había raspado toda la piel al rastrear sobre la dura tierra y sólo presentaba un manchón rojizo, mezclado con polvo adherido a la piel.

El forajido, cegado por la sangre, buscó casi a tientas a su contrario, pero éste, fuera de sí, se revolvió, le echó mano al revuelto cabello y, accionando su puño derecho de abajo arriba, le aplicó tan fiero gancho, que le hizo saltar como un muelle, para caer de espaldas casi inconsciente y con la nariz materialmente aplastada.

Allí había terminado la pelea. Darrell fieramente, recogió su levita, se la puso y ordenó:

—Recojan esa basura; ya no queda nada por hacer.

Apartaron a los dos maltrechos criminales y se encaminaron a la cabaña a dar cuenta a Adalina del resultado del interrogatorio.

—Ya los tenemos, señora —dijo Darrell—. Uno ha confesado, acusando a su cómplice.

—Bien, señáleme quiénes son.

—Temo que no los va a conocer —dijo con sorna el inglés—, pero si quiere verles, ahí los tiene.

Señalaba a distancia. Adalina se adelantó, llena de curiosidad, pero al fijar su limpia mirada en los destrozados rostros de los vapuleados, retrocedió con horror, exclamando:

—¡Santo Dios!… ¿Qué han hecho con ellos?

—Sostener un simple careo. No me mire así, que nadie les ha maltratado impunemente. Ordené soltarlos y les di la posibilidad de destrozarme a mí a puñetazos, si podían. Ha sido lo que llaman en mi patria: ¡Un juicio de Dios!, aunque Dios no podía estar de parte de dos asesinos.

Lo dijo fríamente, y Adalina, comprendiendo la intención, exclamó:

—Está bien, “Lord”. Sé que no es capaz de nada innoble. Puesto que están convictos y confesos, llévenselos de aquí y ahórquenlos. Cuando los hayan colgado, avísenme.

La orden fue obedecida, y los dos criminales, separa dos del resto de los prisioneros, fueron colgados de las ramas de unos árboles.

Cuando se hubo cumplido la fatal sentencia, Adalina fue llamada. Ella, entera, aunque un poco pálida, dijo:

—Síganme y lleven con ustedes toda esa escoria.

La siguieron, obligando a los indeseables a caminar tras ella. Cuando se detuvieron junto a los cuerpos de los ahorcados, Adalina, fieramente, exclamó:

—Este es el castigo que en Phoenix se sabe dar a los que se salen dé la legalidad. El que haya creído que esto es campo abonado para sus instintos criminales, le demostraremos lo equivocado que está. “Lord” Darrell, prepare cuerdas para colgar también a toda esa escoria.

El inglés, pese a su flema, saltó como un muelle. Jamás hubiese creído a Adalina dotada de un temperamento tan salvaje como para ahorcar en racimo a toda aquella chusma, pero así lo había ordenado, y para él, las órdenes de la joven eran leyes.

Con toda calma, tomó uno de los rollos de cuerdas y se puso a medir la cantidad de cáñamo que haría falta para colgar al primero.

Por su parte, tanto “Manija” como Davis y Swilling, la miraban de reojo con gesto tenso. Cierto que se trataba de tipos sin escrúpulos capaces de las mayores barbaridades, pero… sancionado el asesinato de los dos colonos, les parecía excesiva la medida.

Sin embargo, nadie osó replicar y, contra su gusto, se dispusieron a oficiar de verdugos a destajo, aunque sería un espectáculo que exigiría mucho estómago para presenciarlo.

Los indeseables, seguros de que sería cumplida la fatal sentencia, se dejaron caer a tierra, suplicando misericordia en todos los tonos. La arrogancia matona que muchos habían demostrado en otras ocasiones, había desaparecido, y sólo les quedaba el miedo supremo, la cobardía innata que les animaba, aunque sabían disfrazarla con desplantes, fiados en su dominio de las armas.

Cuando Adalina les contempló arrastrándose como inmundas sabandijas, les miró con infinito desprecio y, dirigiéndose al duro cuarteto de colonos, exclamó:

—Está bien. Suspendan la ejecución, pero toda esta canalla merecía eso y mucho más. Quizá hayamos sido demasiado blandos con ellos y alguno tenga que purgar más tarde un nuevo delito en la horca.

"Pero no crean que esta gracia que hago de sus vidas servirá para que se queden aquí, al acecho de nuevos latrocinios. Entréguenle a cada uno un odre con agua y pónganlos en un extremo del valle, cara a las montañas donde habitan los indios. Que el cielo o el infierno les ayude, pero si alguno volviese a hacer acto de presencia aquí, encárguense de ahorcarlo sin más contemplaciones.

“Lord” Darrell, que sudaba como un condenado, sacó el pañuelo y se lo pasó por la empapada frente. Adalina se dio cuenta del gesto y preguntó:

—¿Qué le sucede, “lord”? ¿Hace demasiado calor?

—¿Qué diablos de calor? Es que me ha tenido con el corazón en la garganta durante unos minutos. Jamás me he sentido tan violento como cuando tan fríamente dio la orden de ahorcar a todos en masa. Creí que se hundía el cielo a mis pies.

—¿Por qué me creyó capaz de semejante cosa?

—¡Porque no creía que fuese capaz de llevar adelante esa “masacre”, y sin embargo…!

—Gracias, “lord”… fue para asustarlos más.

Una hora más tarde, eran conducidos en reata al pie de los montes, obligándoles a internarse en ellos. De momento, Phoenix quedaba limpio de indeseables, aunque la limpieza, sería circunstancial.