Capítulo VI
UN LATROCINIO FRUSTRADO
Después de aquel alarmante incidente que puso en peligro el futuro del poblado, la paz y la tranquilidad volvieron a reinar en él, y como un chorreo lento pero sin grandes interrupciones, iban afluyendo nuevos colonos, que se expandían a lo largo y lo ancho del valle.
Adalina se multiplicaba a medida que Phoenix crecía. Con orgullo de creadora, recorría las ya largas calles del poblado, en las que industrias y comercios modestísimos empezaban a cobrar vida e impulso.
Los sueños de Pedro Holcomb se habían convertido ya en realidad. Desentendiéndose de la agricultura, hizo un convenio con unos colonos recién llegados, les traspasó su parcela ya desbrozada y preparada, e instaló una carnicería con un sistema de venta bastante original, pues consistía en colgar de un gancho una res partida en dos mitades, para que los clientes llegasen, tomasen un buen cuchillo, cortasen el trozo que más era de su agrado, y todo el trabajo realizado por él, era pesar la cantidad y cobrar su importe.
Era un trabajo descansado, que además evitaba discusiones con las mujeres, sobre la mejor o peor calidad de la carne.
Un día, Adalina, que había salido a dar un paseo a caballo, se detuvo a la puerta de la carnicería, atraída por algo que no le agradó y, desmontando, penetró en el interior.
—¡Hola, Pedro!… ¿Cómo va ese negocio?
—Bastante bien, señora Gray. No puedo quejarme.
Ella, severamente, advirtió:
—Pues si le va bien, ¿por qué no es más cuidadoso y procura que esa legión de asquerosas moscas no se posen sobre la carne? Un día hubo aquí un conato de epidemia por suciedad en los cuerpos y los hogares, y otro día puede haberla por ingerir alimentos contaminados, ¿es que no se ha dacio cuenta?
Pedro, ruborizado por la reprimenda, balbució:
—Pero, señora Gray, yo no puedo convencer a las moscas que dejen tranquila la carne y se vayan a otro sitio. Créame que si tuviese poder para ello, lo haría con gusto.
—¿Y por qué no va a poder hacerlo, Pedro? —replicó ella—. La cabeza la tenemos sobre los hombros para algo más que peinarnos y ponernos el sombrero. Aquí bajan de las reservas bastantes indios, que unas veces comercian con nosotros, otras roban lo que pueden y otras mendigan. Sacrifique algunos centavos de sus ganancias y contrate a un chiquillo indio para que con un abanico de ramas y hojas espante las moscas, mientras usted despacha la carne. No le arruinará eso.
El la miró con los ojos muy abiertos, como si la sencilla fórmula hubiese sido para él el descubrimiento de un nuevo mundo y luego, rascándose la barbilla, repuso:
—¡Oh, claro que tiene razón! ¡Cuánto siento no poseer su iniciativa para haberlo pensado antes y evitarme que usted tuviese que avergonzarme! Lo haré enseguida, señora Gray; no se alarme, porque le juro que lo haré.
Y en efecto, al día siguiente, un chiquillo indio, medio desnudo, con una larga rama cuajada de hojas en la mano sacudía la carne, rítmica e indolentemente, no dejando que los molestos insectos se posasen sobre las medias reses pendientes del gancho.
Para Pedro fue algo que le llenó de orgullo el saberse el primer colono con un asalariado a su servicio, y cuando Adalina volvió a pasar por allí y descubrió al pequeño salvaje entregado a su tarea, felicitó a Pedro. Así, cuando alguna, cliente le daba las gracias por aquel cuidado, él respondía humildemente:
—Las gracias pueden dárselas a la señora Gray. Ella me lo indicó, aunque claro es que más tarde se me tenía que haber ocurrido a mí, pues ya tenía en estudio el caso para resolverlo.
La llegada de los indios al poblado había empezado a constituir una seria preocupación para Adalina.
Al principio, se asomaron desde lejos, quizá para pulsar el movimiento e importancia de la población; más tarde, algunos se fueron acercando con cautela y, por fin, empezaron a decidirse a mezclarse con los blancos, ofreciéndoles el producto de sus trabajos de artesanía, a cambio de otras cosas que ellos necesitaban.
Mansos y suntuosos —quizá porque las armas de fuego les imponían respeto— empezaban a constituir una plaga con la que había que contar y no perder de vista. Cuando alguien descuidaba su vigilancia, la mayoría de ellos eran capaces de llevarse hasta las piedras.
Se trataba de indios pumas, altos, delgados, flexibles, ágiles de movimientos y de buena presencia, aunque la mayor parte desfiguraban sus rasgos con pinturas que ellos creían que les favorecían.
Bajaban de las reservas con telas tejidas en bonitos y brillantes colores, o adminículos confeccionados hábilmente con lianas y otras raíces dúctiles para ser manejadas.
En su lenguaje, salpicado con algunas palabras sueltas que sabían del inglés, conseguían hacerse entender y entender a los demás.
En cierta ocasión, un grupo de estos indios se presentó en la cabaña de Adalina para ofrecerle algunas chucherías por ellos confeccionadas.
Era un nutrido grupo de unos quince salvajes, que, formando corro, la mareaban con sus gritos y sus ademanes, que casi le impedían ver nada.
Pero, mujer astuta, mientras discutía con ellos tratando de sacudírselos de allí, se dio cuenta de que del grupo había desaparecido un indio. Previamente había contado catorce y no lograba localizar más que trece. Adivinando que estaban tratando de envolverla en una estratagema para distraer su atención, rompió el cerco con violencia y, como una exhalación, penetró en el interior de la cabaña. En la cuadra, un indio fornido, quitaba las trabas a una de las mulas para sacarla por la puerta de la corraliza y llevársela mientras sus compañeros aturdían a la joven.
—¡Eh, tú, mono pintarrajeado! ¡Suelta eso!
El indio se revolvió furioso, y al descubrir sola a la valiente joven, tiró de cuchillo y pretendió saltar sobre ella.
Pero Adalina que no sólo era brava, sino precavida, y como nunca se separaba del pequeño revólver que su marido le había regalado, lo empuñó velozmente y antes de que el indio tuviese tiempo a saltar sobre ella, disparó, colocándole una bala en el pecho.
El piel roja emitió un rugido de intenso dolor y soltó el cuchillo para caer en tierra, retorciéndose angustiosamente.
Adalina, sin perder un segundo, siguió empuñando el revólver y corrió hacia donde habían quedado los compañeros del caído, encañonándoles con el arma antes de que tuvieran tiempo a reaccionar.
Furiosa y amenazadora, sin miedo a que el número de enemigos la aplastase si se decidían a atacarla, bramó:
—Vamos, sacad a ese tipo de ahí y lleváoslo. Al primero que vuelva aquí con intención de robar, le dejaré seco de un balazo.
Todos miraron con espanto el arma que empuñaba con fiereza y se apresuraron a tomar el cuerpo del herido, arrastrándole fuera de las cuadras, mientras ella les vigilaba a distancia, por si intentaban sorprenderla.
Cuando por fin se alejaban, llevándose el cuerpo del herido, éste gesticulaba trágicamente y gritaba algo, mirando ardientemente a Adalina, gritos que ella no entendió, pero sí creyó adivinar su significado. Juraba tomar represalias contra ella y, conociendo el carácter rencoroso de los indios, no desconsideró la amenaza.
Pero transcurrieron los días y nada sucedió.
Adalina, embargada por múltiples preocupaciones y actividades, fue olvidando el incidente.
Un día, Gray se ausentó del valle, como ya había hecho otras muchas veces.
No se curaba de la obsesión de poder localizar alguna mina oculta en las fragosidades de las montañas, y periódicamente realizaba incursiones, que hasta el momento no habían fructificado más que en decepciones.
Su mujer quedaba sola, pero, valiente y decidida, no se preocupaba mucho por ello. Hasta que una noche, cuando, asomada a su ventana dejaba volar su pensamiento en múltiples e infinitas cosas, descubrió varias sombras huidizas que avanzaban cautelosamente, tratando de rodear la casa.
Adalina se dio cuenta de que ya era tarde para avisar a nadie, pidiendo ayuda. Los colonos más próximos habitaban bastante alejados de allí, y tenía que valerse de sus propios medios.
La única ventaja que podía gozar, era, primero, que la puerta de la cerca estaba bien cerrada y no era fácil forzarla, y segundo, que los había descubierto a tiempo, y podía tomar medidas defensivas.
Sin vacilar tomó el rifle además del revólver que ahora llevaba siempre colgado a la flexible cintura y, en silencio, ganó la pequeña terraza, quedando inclinada sobre el bordillo, con el rifle preparado. Sabía manejarlo con la pericia de un hombre, y aquella arma en sus manos era un peligro de muerte para los demás.
Pronto descubrió la maniobra de los indios. Estos, con la cautela y la elasticidad propia de su raza, avanzaron sin producir el más leve ruido trataban de ganar la cuadra, donde había varias vestias de carga, muy codiciadas por los pieles rojas.
La cuadra era larga y de adobe, rematada por una azotea, tras cuyo estrecho pretil, la joven fue a parapetarse, esperando que los asaltantes iniciasen el intento de penetrar en ella.
Forcejeaban con la débil puerta, cuando estalló el primer disparo, al que siguió un agudo alarido de agonía. Los indios, rabiosos al ver frustrada su sorpresa y comprender el peligro que corrían, se esforzaron por violentar la puerta para consumar el robo, pero Adalina, activa, brava y serena, con el rifle en la mano y el bolsillo lleno de proyectiles, inició la desigual batalla con los feroces indios.
Disparaba desde un ángulo y corría al otro para volver a disparar desde allí. Sus proyectiles vibraban y, de vez en vez, un alarido de muerte le indicaba que había acertado en el blanco, pero los indios, tozudos y rapaces, confiando en que sólo tenían frente a ellos a un solo enemigo, no renunciaban a su empeño.
Se retiraban, volvían, se arrastraban y apelaban a todas las argucias para marear y cansar a la joven, pero ésta, firme, tenaz y exaltada por el peligro, no se descuidaba un momento y en cuanto captaba una sombra o un leve ruido, volvía a disparar con el rifle, cuando no con el revólver, barriendo los alrededores de la cuadra con oleadas de mortal plomo.
Fue una noche trágica la que tuvo que aguantar desde las doce hasta el amanecer, siempre con los nervios en tensión y disparando periódicamente, para frustrar toda maniobra de posible asalto.
Y así, cuando el sol amenazaba con asomar, y los indios temieron que acudiesen algunos colonos en ayuda de la valerosa pionera, decidieron retirarse, rabiosos y vencidos, contando en sus filas bastantes bajas.
Al huir, habían recogido sus muertos y heridos, pero los últimos disparos de Adalina, detuvieron en plena fuga a uno de los salvajes que huía con un cuerpo sobre sus bronceadas espaldas. El indio, al sentir en ellas la quemadura de la bala, soltó el cuerpo de su compañero y sólo pensó en su salvación, huyendo velozmente, no sin dejar tras él un reguero de sangre.
Cuando poco después, Adalina, creyendo conjurado el peligro, avanzó bravamente sobre la ruta de los huidos, descubrió que el cuerpo abandonado era el del mismo indio a quien hiriera la noche del anterior asalto a la cuadra. Cumpliendo su promesa, había vuelto a vengarse, pero aquella vez su caída había sido definitiva. Adalina nunca supo los muertos y heridos que causara a los indios, pero estaba segura de haberles producido un buen número de bajas.
Pronto se supo lo sucedido y algunos colonos acudieron, ansiosos, a enterarse del estado de Adalina, pero ésta, serena, les tranquilizó. Se había defendido bastante bien y había hecho una seria advertencia a los pieles rojas.
Se llevaron el cadáver para enterrarlo. Por un capricho del destino, un ambiente de las montañas, extraño a la colonia, iba a reposar en la misma tierra que los vecinos del poblado.
Cuando aquella noche, Swilling acudió a la choza a saludar a Adalina, lo hizo, víctima de una sorda cólera.
Alguien le había enterado del asalto a la choza y se culpaba de no haber cuidado de la joven como era su obligación, ya que más de una vez Colon le había confiado la custodia de su mujer.
Y cuando se enteró de que el asalto era la continuación de un intento anterior, clamó:
—¿Por qué no me advirtió de lo que sucedía? Conozco a los indios mejor que usted y sé lo vengativos que son. Hubiese estado al acecho y, entre los dos, no hubiese quedado uno solo con vida.
—Déjelo, Jack —repuso ella—. Esto les servirá de escarmiento, pero si así no fuese, entonces… iríamos a sus reservas y les daríamos una severa lección.
Y lo dijo con gran naturalidad, como si el hecho de ir a buscar a los pieles rojas en su cubil, no encerrase riesgo alguno.
Adalina aprovechó la visita para preguntar:
—¿Cómo se desenvuelve, Jack? Apenas si se le ve de vez en vez.
El esbozó una mueca extraña y contestó:
—Estoy muy enfadado conmigo mismo, señora, pues adivino que usted también se va a enfadar.
"He echado la cuenta de las hortalizas que florecen en mi huerta y he sacado la conclusión de que me sobran para alimentarme hasta la próxima cosecha. Con eso y con lo que cace, tengo suficiente, y si así es, ¿para qué esforzarme más?
—Eso se llama hacer el vago, Jack. Un hombre…
—Sí, ya sé lo que me va a decir, pero yo no soy un hombre como otro cualquiera. No me va la agricultura, por más esfuerzos que realizo para acostumbrarme a ella, y he pensado ayudar a algunos ganaderos a cuidar reses. Ya empieza a haber por aquí bastante ganado, y algún día se extenderán muchos ranchos por el valle. A caballo, se está más descansado que con la espalda doblada sobre la tierra. El único inconveniente será que no podré tocar la guitarra cuando sienta ese deseo, pero en fin, probaré a sujetarme.
—Eso está mejor, Jack. Sabe que le estimo de veras porque me ha hecho pasar muy buenos ratos con sus canciones y que me alegraría verle prosperar como los demás. ¿Por qué no hace ese sacrificio y lo intenta?
—Pues… podía alegar muchas razones, pero… me las reservo.
—No quiero obligarle a exponerlas, si son un secreto, mas vea nuestro ejemplo. Si mi esposo y yo no hubiésemos hecho sacrificios en todos los sentidos, ¿gozaríamos de lo que nos rodea?
—No; pero ustedes tenía un motivo sentimental para hacerlo, y yo, no. En eso estriba la diferencia.
—Usted es joven, ¿por qué desesperar de no encontrarlo?
—Pues… porque me salió al camino cuando menos lo esperaba y, cuando me di cuenta, ya era tarde. ¿Me comprende?
—Creo que sí, y lo siento. Es un buen chico, y quizá una mujer hubiese hecho carrera de usted.
—Es posible. Nunca se me ocurrió que eso pudiese suceder, pero… creo que es mejor dejar ese tema. Si usted lo desea, yo puedo fabricarme cerca un cubil desde donde vigilar, por si esos cerdos volviesen a asomar el hocico por aquí.
—No hace falta, pues, como habrá visto, sé defenderme bastante bien. Cuando vine aquí, lo hice convencida de que debía fiar en mí misma sobre todas las cosas, aunque no por eso desdeño la ayuda ajena.
—Pero… tiene usted su esposo. ¿Por qué se va con frecuencia y la deja expuesta a estos avatares?
—Mi esposo, como todos los hombres, tiene sus propias ideas y sus ilusiones. Cree que aquí hay filones de oro u otros metales, y sueña con descubrir alguno que le haga rico mucho antes de lo que la tierra puede hacerle, por eso realiza esas incursiones y me deja algunas veces sola… confiando en mí y en los demás.
—En usted sobre todo. Yo he llegado a comprobar que es una mujer maravillosa. Su esposo la adora, es cierto, pero a veces, la abandona. Algunos ratos dudo de que haya llegado a comprender el valor de lo que el cielo le ha otorgado.
Bruscamente, antes de que ella tuviese tiempo a decir nada, abandonó la cabaña para volver al poblado.
Sin que él mismo se diese cuenta, estaba perdiendo la alegría un poco abúlica que poseyera cuando se decidió a quedarse en el valle. Poco a poco, se iba haciendo sombrío, huidizo, menos cordial con la gente. La rehuía, se sentía más a gusto cuando vagaba por el valle a solas, entregado a sus más vivos y ocultos pensamientos, y más de una vez sentía ansias incontenibles de abandonar aquel paraíso para lanzarse de nuevo a los avatares de una existencia incierta; pero algo que no acertaba a definir le ataba al valle como si le hubiesen puesto cadenas en los pies.
Entre los varios comercios que últimamente se habían establecido en el poblado, figuraba una taberna. A Adalina no le fue posible evitarlo, pues comprendía que era algo que fatalmente tenía que llegar allí, como a todos los pueblos del Oeste.
Si hasta entonces los colonos se habían librado de los estragos del alcohol, día tenía que llegar que exigiesen el establecimiento de una industria como aquélla, porque la bebida era algo congénito con los hombres del Oeste. Lo que siempre había pedido a Dios, era que si las tabernas y los bares florecían en Phoenix, los hombres del poblado fuesen lo suficientemente ecuánimes para no abusar del alcohol. Este solía traer malas consecuencias, arruinaba muchos hogares y muchas vidas, y era el semillero de las discordias, de las peleas y de los crímenes.
Jack se dirigió esta vez a la taberna y no al valle. Las penas que le atormentaban se suavizaban a veces con el alcohol y, por ello, se hundió en un rincón de la taberna y pidió un vaso de aguardiente, y se entregó a amargas reflexiones. La alegría de su espíritu parecía haber huido de él como por arte de magia.