CAPÍTULO XI

ÉXITO Y FRACASO

Le detuvo el lindo carruaje de Gisella a la puerta de la verja y la joven se apeó ágilmente. Se trataba de una morena muy linda, de ojos negros y brillantes, cabellera como la endrina, que se desbordaba en tirabuzones sobre su suave cuello y labios finos y carnosos que la denunciaban como una mujer voluntariosa.

Vestía un precioso traje rosado, ceñido hasta el cuello con anchas mangas hasta el codo, donde se aprisionaban al brazo y era tal la largura del vestido, que ocultaba hasta los rojos zapatos que calzaba.

Tiró del alambre de la campanilla y mientras la abrían, Raoul y Carol, a largo trote, la alcanzaron. Ambos se detuvieron ante ella y destocándose con galantería Raoul preguntó:

—¿Tenemos el placer de hablar con la señorita Gisella?

—En efecto, yo soy. ¿Qué deseaban?

—Venimos de Dayton y traemos para usted algo de parte de Barry.

—Oh, muy bien, díganme de qué se trata.

—Es algo muy serio que no debe ser tratado en la calle. Si nos hace el honor de recibirnos en sitio más discreto, se lo diremos. Por si le interesa le diremos también que pertenecemos a «Los ángeles de las minas».

—Bien, síganme —dijo ella cuando la joven criadita les abría la puerta de la verja.

Les condujo a un gabinete primoroso amueblado con femenina coquetería y despojándose de la pamela indicó:

—Pueden hablar; estamos solos.

—Raoul, como si no supiese por dónde empezar, daba vueltas al sombrero. Por fin exclamó:

—No sé cómo decirle lo que sucede, señorita; pero es algo muy grave y sólo por el afecto que teníamos a nuestro jefe…

Ella, asustada, se envaró, interrumpiéndole:

—¿Qué ha dicho?

—Que sólo por el afecto que teníamos a nuestro jefe…

Ella le tomó de un brazo exclamando:

—¿Quiere decir que… ha… muerto?

—Pues… bueno… claro que no se lo podemos ocultar ni debemos hacerlo. El momento es grave y hemos venido desbocando los caballos solo para ponerla en guardia. Anoche, Barry, ante una incipiente rebelión de los mineros que se negaban a seguir pagando y habían matado seis hombres de la cuadrilla, nos reunió a todos y nos lanzó contra el campamento minero dispuesto a tomar represalias y obligarles a claudicar, pero los mineros se habían organizado de tal forma, que nos recibieron con una lluvia de plomo tan terrible, que después de media hora de lucha nos vimos obligados a retirarnos, dejando allí dos terceras partes de nuestros compañeros. La cosa fue demasiado dura, lo comprendemos, y Barry estaba colérico. Cuando más tarde nos reunimos para cambiar impresiones sobre el futuro, surgieron las disidencias. Todos le achacaban de haber obrado a la ligera y la cosa se puso grave, tan grave, que alguien se permitió echarle en cara su error e incluso acusarle de llevarse la parte del león dejándonos las migajas. Barry, que ya estaba caliente, perdió los estribos y, sacando el revólver, le tapó la boca a tiros, pero antes de poder intervenir en la disputa había recibido doce balazos que le dejaron tendido sin vida. Todo fue tan rápido que casi no nos dimos cuenta de cómo había sucedido. Lo cierto es que le dejaron allí seco y que después, exaltados, afirmaron que usted se llevaba las ganancias de todos y que había que rescatarlas. Y se han puesto de acuerdo para venir aquí y arrasar la villa y despojarla de todo cuanto tiene. Es algo que lo, harán, porque están rabiosos por el fracaso. Nosotros, que apreciábamos al jefe porque siempre se portó bien, hemos decidido avisarla y de madrugada, antes que nos echen de menos, hemos emprendido el viaje a caballo y estábamos deseando verla para advertirla del peligro. Ahora, usted sabrá lo que tiene que hacer para evadirlo.

Gisella, tras un momento de meditación, adoptó una enérgica actitud.

—Muchas gracias por su aviso —contestó—; pero se llevarán chasco si creen que yo les voy a servir de carnaza a sus instintos de rapiña. Cuando lleguen, sólo van a encontrar lo que no me interese.

Abrió un cajón y extrajo dos pequeños saquetes de oro que ofreció a ambos, diciendo:

—Esto para ustedes por el aviso. Cuando menos, les servirá para aguantar hasta que encuentren otra cosa.

—Muchas gracias, señorita —dijo Raoul.

Carol, que estaba asombrado por aquella historia fantástica que Raoul se había inventado de momento sin consultarle, preguntó:

—¿Y ahora, qué piensa usted hacer?

—No se preocupen. Por fortuna, el aviso llega a tiempo, pues de haber sido por la tarde poco podía hacer. Perdonen que les despida, pero he de aprovechar el tiempo. Muchas gracias por todo, señores.

Los dos aventureros se vieron obligados a abandonar la villa. Ya en la calle, Carol exclamó:

—Bueno, no sé a qué ha venido esa historia.

—Espera y lo sabrás. Esa muchacha es decidida. Lo que tenga a mano que llevarse se lo llevará y sólo debemos estar alerta para cuando huya con ello. No se podía hacer otra cosa. Vamos a vigilarla desde donde no nos vea.

Se escondieron entre los palos de un sombrajo a esperar. Cuando Gisella quedó sola no perdió el tiempo. Se despojó rápida de aquel traje ostentoso, vistiendo uno sencillo de abrigo y luego, bajando al jardín, buscó un hacha con la que se dirigió al despacho de Barry.

Movió un cuadro con el retrato del presidente de la República y dejó al descubierto una pequeña caja. Con el hacha, pegando vigorosamente, logró hacer saltar la tapa y del interior sacó una llave pequeña, unos fajos de billetes, un saquete con alhajas y algunos papeles. Luego, sin detenerse, volvió a salir a la calle, donde había quedado el carruaje y saltó al pescante.

Raoul, desde su escondite, advirtió.

—A caballo. Hay que seguirla.

Pero el viaje fue corto. El carruaje se detuvo a la puerta del Banco. Gisella, apeándose, se dirigió rectamente al despacho del director, diciendo:

—Señor Spack, he recibido una nota urgente de Barry en la que me pide que saque su depósito y se lo lleve a Dayton, donde lo necesita para un gran negocio. Me manda los recibos de depósito y la llave de su caja donde está guardado. Haga el favor de dar orden de que lo depositen en mi carruaje.

—Pero señorita, eso es muy expuesto. Se trata de mucho oro en polvo. Usted es una mujer…

—Me saldrán al paso varios hombres suyos para custodiarme. Dese prisa y no se preocupe, pues con entregar el depósito usted ha salvado su responsabilidad. Vamos, rápido.

El pobre hombre, aturdido, llamó a dos empleados y abrió la caja. Estaba repleta de saquetes precintados señalando la cantidad del contenido.

—Si quiere que lo pesemos —dijo.

—No hace falta. Usted es una persona honrada. Que los lleven al coche.

Contados los paquetes, que coincidían con los recibos, los empleados empezaron a almacenar el oro en el interior del vehículo, vigilados por Gisella que no se apartaba un momento de su lado.

Cuando todo estuvo depositado, la joven saltó al pescante, diciendo:

—Hasta la vista, señor Spack.

Y flagelando los flancos de sus poderosos caballos, el carruaje viró para tomar la salida del poblado por el lado sur.

Carol y Raoul habían asistido desde el esquinazo de una calleja a la carga de los saquetes de oro en el coche y ambos se frotaban las manos de gusto. La cosa les había salido mejor que pensaban y ahora, todo el caudal de Barry lo tenían a su disposición.

—¿Ves? —dijo Raoul—; no hay como tener ingenio para lograr las cosas. Ahora ese oro…

—¿Le vamos a despojar de todo a la muchacha? —preguntó con escrúpulo Carol.

—Pues… Bueno, creo que podemos hacer tres partes. Una para ella y dos para nosotros. A fin de cuentas, ella también ha puesto lo suyo en el trabajo. Atención que se va.

El carruaje pasó como una exhalación a poca distancia de ellos. Cuando se había adelantado, ambos saltaron a la silla lanzándose tras sus huellas. La dejaron rodar para que se alejase del poblado lo suficiente y cuando comprendieron que ya no podían ser vistos ni oídos, lanzaron sus caballos al galope tras el calesín.

Le descubrieron a poco más de una milla de distancia y esforzando el galope, trataron de acortar la distancia. Gisella debió darse cuenta de la persecución, porque vaciló un momento, pero, luego, con actitud decidida detuvo el carruaje y esperó.

—Mejor así —comentó Raoul—; me hubiese dado pena tener que detenerla a tiros. Vamos, ya es nuestra.

Siguieron avanzando mientras Gisella, tensa, de pie en el pescante, cara a ellos, se mostraba como una diosa con los brazos caídos y la mirada brillante. Y de súbito, cuando ambos avanzaban impetuosos, la joven estiró rígidamente los brazos y en sus manos aparecieron dos pequeños revólveres que disparó con velocidad fantástica.

Cuando ambos amigos quisieron darse cuenta de la acción, sus caballos, alcanzados de frente, botaban en la tierra de dolor, haciéndoles vacilar en las sillas, en tanto que la joven, volviéndose rápidamente, empuñaba las riendas, fustigaba enérgica los caballos y éstos, a todo galope, emprendían la marcha.

Cuando Raoul y Carol, rabiosos, quisieron disparar sobre ella, ya era tarde. Los dos habían quedado desmontados y el coche estaba lejos.

Gisella volvió la cabeza y al verlos pie a tierra, se inclinó sobre el coche y tomando dos saquetes de polvo de oro, los arrojó a la senda, gritando:

—Para que compren otras monturas. Y gracias por su ayuda. Den muchos recuerdos a Barry.

Los dos rechinaron los dientes con rabia, pero luego rompieron a reír al unísono. Había sido una gran jugada de la joven, que les demostró ser más lista que ellos.

—La erramos —afirmó Raoul cuando cesó de reír—; la hemos juzgado tonta y nos ha dado una lección que no podremos olvidar nunca. Después de tanto ingeniarnos para conseguir esa fortuna, henos aquí desmontados y haciendo el ridículo. Menos mal que ha sido generosa y con estos dos saquetes de oro tendremos para algo.

Los recogió del polvo. Carol, amoscado, comentó:

—Sí, tendremos para tomarnos unos whiskys y que nos den fuerzas para volver a la mina a destripar terrones. Y yo que me había hecho a la idea de no tomar un pico en la mano…

—Qué le vamos a hacer. Somos demasiado exigentes. ¿Qué teníamos cuando llegamos de California? Nada, un poco de oro. Ahora, tenemos algo más de oro y una mina. No hay que ser demasiado ambiciosos. Al fin y al cabo, la chica se lo tenía ganado mejor que nosotros soportando a ese bestia de Barry. El consuelo que nos queda es que la hemos ayudado a que le haga una jugada genial. Quisiera ver la cara que pone ese buharro cuando se sepa derrotado y sin un centavo. Será como para aplicarse un revólver a la cabeza.

Tenían que hacer algo. Uno de sus caballos había muerto y el otro agonizaba. Raoul propuso:

—Vamos a olvidarlo y a volver al poblado. Allí podemos adquirir alguna nueva montura y quizá tropecemos con Barry. Si así es, te aseguro que me pagará el fracaso que nos ha hecho encajar esa bonita damisela. Si la tuviera a mano, la daría un beso como premio a su valor.

Y desciñendo la silla de su montura muerta, se la echó al hombro siendo imitado por su compañero. Luego tomaron la senda camino del poblado. Estaban a unas dos millas de él y tendrían que darse un buen paseo para alcanzarle antes de la hora del almuerzo.

* * *

Barry, satisfecho de su hazaña en Dayton al eliminar a Iván en pago a su deserción, llegó al poblado sobre las once de la mañana. Había dado un gran rodeo por si sus antiguos hombres trataban de seguir su pista y aquello le entretuvo bastante. Durante el viaje, había meditado de nuevo tomando otra resolución. Rehacer la cuadrilla le iba a costar mucho y como a su espalda había dejado hombres duros que no le perdonarían haber matado a Iván, lo mejor que podía hacer era levantar el campo y marchar de nuevo a California, al menos hasta que pudiese formar otra vez cuadrilla y regresar con las espaldas cubiertas. Convertiría el oro en dinero, haría una transferencia con él al Banco de San Francisco y se iría a la costa salvaje a pasar una temporada con Gisella. Esto le consolaría del fracaso que, él había sufrido y le haría olvidar.

Cuando llegó a la puerta de la villa desmontó y dejando el caballo medio trabado llamó. La criada salió a recibirle:

—Hola, Esther —dijo él—. ¿Sin novedad?

—No… Ninguna; la señorita no está.

—¿Salió a pasear?

—Sí, señor. Salió en el calesín y volvió, pero recibió una visita de dos hombres que querían hablar con ella. Más tarde volvió a salir con el coche.

A Barry le extrañó aquello. No acertaba a definir quién podía haber visitado a Gisella y hasta se alarmó. Pero decidido a esperar, subió al piso y se dirigió a su despacho. Apenas abrió y tendió la vista alrededor un rugido de rabia infinita, seguida de una horrible serie de maldiciones salieron de su garganta. En un rincón, tirado, aparecía el lindo traje de Gisella con varias ropas más y el cuadro fronterizo estaba descolgado, mientras mostraba la caja fuerte destrozada a hachazos y el hacha aparecía sobre su mesa.

Pronto echó en falta todo lo que guardaba la caja y con el hacha en la mano salió en busca de la muchacha:

—¿Dónde está Gisella? Habla pronto o te mato.

—Oh, señor, no lo sé. Yo estaba en el jardín cuando salió y no dijo nada. Creo que… esté paseando.

—¿Paseando? ¿Cuánto tiempo hace que se marchó?

—Bastante. Acaso dos horas.

Barry, dando gritos como un loco, abandonó la villa y salió a la calzada. Dos horas eran demasiado y tenía que averiguar qué había pasado con su oro.

Montando a caballo galopó hasta el Banco. Al llegar a él saltó como una fiera y penetró en tromba en el despacho del director. Éste, asustado, balbució:

—¿Qué le sucede, Barry? ¿Acaso le han robado a Gisella el oro? Yo le advertí que…

—¿Conque se lo llevó? —bramó Barry.

—Oh, pues claro. Me trajo la llave de la caja y los recibos de depósito y dijo que usted lo había pedido con urgencia y que debía llevarlo a Dayton. Yo quería disuadirla, pero…

Barry, recobrando su aplomo, gritó:

—Y usted, ¿con qué autorización le hizo entrega de ese depósito?

—¿Yo? Pues… traía la llave y los recibos y era su amiga. Yo…

—¿Es que traía también alguna autorización firmada por mí?

—¡Oh, no!, pero ella era su amiga y siempre…

Barry, en el colmo de la desesperación, tiró de revólver, rugiendo:

—Me ha arruinado usted por estúpido y me lo va a pagar.

Fríamente descargó el arma sobre el infeliz banquero haciéndole caer bañado en sangre. Luego enfundó y con paso nervioso salió a la calzada.

Estaba loco, no sabía qué hacer ni por dónde iniciar su búsqueda. La infiel Gisella le llevaba dos horas de ventaja y ni siquiera sabía qué sendero tomar para tratar de acortarlas.

Encaminó el caballo con dirección al norte, mientras los empleados del Banco, aterrados, salían a la calzada, gritando:

—¡Han matado al señor Spack! ¡Lo ha matado Barry!

Y los gritos se repetían a los lados de la calzada, sembrando la alarma y el desconcierto.

Barry había ganado la salida del poblado, pero curiosamente frenó y volvió grupas. Era una insensatez seguir el sendero del norte. Ella sabía que él estaba en Dayton y su osadía no iba a ser tanta que se expusiese a tropezar con él.

Lo seguro era que hubiese tomado la dirección contraria, bajando hacia el sur para bordear el lago Tahoe y penetrar en California por Genca o Minden galoparía como un diablo hasta reventar su cabalgadura, pero tenía que alcanzarla antes de que cruzase la divisoria y si la daba alcance…

La sonrisa feroz que floreció en sus labios decía de sus bestiales sentimientos. Gisella moriría a sus manos sin ningún género de piedad.

A galope volvió a ganar la calle principal en que los grupos, alarmados por la muerte del banquero, comentaban el suceso, mientras mucha gente se arremolinaba a la puerta del Banco.

Barry cruzó raudamente por la ancha calzada con el revólver en la mano dispuesto a abrirse paso tiros si alguien osaba interponerse a su paso y había ganado las tres cuartas partes de la calle, cuando por el extremo opuesto surgieron dos siluetas con las sillas de sus caballos al hombro. Ambos se detuvieron un instante en lo alto de la calle al observar el inusitado movimiento que reinaba en ella. Alguien, no lejos, comentaba en alta voz la muerte del banquero, aludiendo a Barry y ambos se envararon. Su enemigo estaba en el poblado o había estado. Era una pena haber perdido la ocasión de ser los primeros en recibirle, pues hubiesen evitado aquella muerte estúpida de la que se juzgaban culpables; un sentimiento de rabia infinita se apoderó de ellos pero cuando se disponían a seguir adelante, un caballo a todo galope avanzó en dirección hacia ellos y a la fuerte luz del sol le reconocieron.

—¡Barry! —rugió Raoul—. Hemos tenido suerte Carol. Prepárate a darle, la bien llegada.

Se detuvieron tensos con los brazos fláccidos. Barry siguió avanzando y al observar a la pareja parada en el centro de la calzada, levantó el brazo dispuesto a eliminarlos a tiros, pero antes de que tuviera tiempo a disparar, dos revólveres brillaron a la lumbrarada del sol escupiendo plomo por sus bocas hasta agotar sus cargadores.

Cuando cesó el estruendo, Barry había volteado del caballo como un pelele y yacía en el polvo de la calzada cosido a balazos. Nuevamente se produjo la alarma en la calle, pero esta vez al darse cuenta de lo ocurrido, la reacción fue grande. Lo que nadie en el poblado se había atrevido a intentar, lo habían realizado dos forasteros.

—Mientras los curiosos rodeaban el cadáver de Barry, Carol había detenido la soberbia montura del muerto, diciendo:

—Yo ya tengo caballo, Raoul. Ahora tú procúrate otra por tu cuenta.

—Pues claro que me la procuraré —masculló el aludido—. Ya sé dónde hay alguno tan bueno como ése. Vamos, no te detengas porque no me gustan las manifestaciones de entusiasmo. A lo mejor tratan de levantarnos una estatua por la hazaña, y no me agradaría pasarme toda la vida unido a ti aunque; sea sobre un pedestal. Ya está bien que te soporte en vida, pero no más allá de la muerte.

Se desentendieron de los curiosos y avanzaron hasta la villa de Barry. Raoul había oído hablar de los magníficos caballos de Gisella y contaba con apoderarse de uno.

Dio la vuelta a la finca y penetró en la cuadra, saltando la pequeña cerca. En efecto, allí había tres magníficos caballos, de uno de los cuales se apoderó, saltando a la silla. Abrió la puerta y salió a la calleja donde Carol le esperaba también a caballo. Los grupos habían reaccionado y les buscaban para celebrar su hazaña, pero Raoul, azuzando el caballo, ordenó:

—Por aquí, Carol. Déjalos que se las entiendan con esa carroña. Nosotros ya nada tenemos que hacer aquí.

Y a todo galope buscaron la salida del poblado para encaminarse a la senda que conducía Dayton.

Ya en ella, y lejos de Carson City, Carol comentó:

—La verdad es que las cosas nos han salido bastante bien y de no haber sido por la jugarreta de la muchacha, a estas horas seríamos ricos y hasta podíamos volver a Texas a comprar un rancho.

—Bueno, habrá que tener paciencia. A fin de cuentas, poseemos una mina que puede dar para ello. Todo consiste en que arrimes el hombro y trabajes como una fiera.

—¿Y tú?

—¿Yo? Bueno, quizá te ayude, pero no mucho. Ya sabes que los trabajos violentos me sientan mal —y riendo, continuaron su galope.