CAPÍTULO VIII
LA GRAN DERROTA
nochecía. EL
campamento minero reposaba en silencio y sus componentes, colocados
estratégicamente en un semicírculo que cerraba todas las entradas,
esperaban tensos preguntándose qué iría a suceder.
Raoul, como un verdadero general, había dado órdenes concretas a todos para una mejor labor defensiva. Carretillas, arcones, todo lo que significaba algún volumen, así como, grandes montones de cuarzo, formaban un cinturón que si no constituía un sólido parapeto, cuando menos podía considerársele como un serio obstáculo no muy fácil de salvar.
Cada hombre se había fabricado las troneras necesarias para dominar el terreno, protegiéndose lo mejor posible. Sólo en un ataque en masa muy compacto e irresistible, podía ser salvado todo aquello e irrumpir dentro del propio campamento.
Raoul se mostraba muy satisfecho de las medidas tomadas y del espíritu de los mineros. Todos habían llegado a darse cuenta del peligro que corrían y de la necesidad de defenderse y ya no existían medrosos ni vacilantes. Todos a una estaban dispuestos a pelear como fieras para conseguir la victoria.
Cuando ya la noche amenazaba con caer, Carol, que vigilaba desde lo alto de un terraplén, gritó:
—¡Atención! ¡Enemigo a la vista!
Las manos se tensionaron en las armas, los dientes se enclavijaron y todos los ojos se clavaron turbiamente en el camino que conducía desde el poblado al campamento.
Envueltos en una espesa capa de polvo, avanzaba un nutridísimo grupo de jinetes que galopaban cómo diablos.
Raoul trató de calcular el número y murmuró:
—Deben ser cerca de sesenta. Habrá que apretar de firme para detenerlos.
Y luego en voz alta gritó:
—Que nadie dispare hasta que yo lo haga dos veces seguidas. Déjenme a ver si les convenzo de que es mejor que se larguen y renuncien al ataque.
Esperó hasta que parecía que iban a irrumpir dentro del recinto improvisado. Entonces disparó un tiro de aviso y esperó.
El proyectil mordió el polvo próximo a las avanzadas. Barry, que capitaneaba el grupo, frenó el caballo y sus hombres se detuvieron detrás de él.
El jefe de la banda, con los ojos encendidos en cólera, bramó:
—Escuchen y no sean insensatos. Sólo vengo en busca de dos tipos que se refugian ahí y que me han matado seis hombres a traición. Si me los entregan, les hago la promesa de retirarme con ellos y no molestarles, pero si se obstinan en protegerles, les juro que arrasaré el campamento a sangre y fuego, tomando ejemplar venganza.
Raoul, sin darse a ver demasiado por si disparaban sobre él a traición, gritó:
—Barry, le doy la ocasión de largarse para siempre y salvar su vida y la de sus sapos, que no es poco. Aquí, en las minas, se ha acabado lo que tenía usted que hacer. Los mineros se bastan y se sobran para protegerse unos a otros y no están dispuestos a regalar una parte de lo que tanto les cuesta ganar. Lárguese de Dayton para siempre y busque otro lugar donde haya tontos que estén dispuestos a llenarle los bolsillos de oro estúpidamente. Aquí se acabó la explotación y el que intente avanzar un solo paso adelante, que piense lo que se juega en el intento.
—Y yo por última vez, pido la entrega de esos hombres. Si no lo hacen, aténganse a las consecuencias.
—Estamos dispuestos a ello.
—Pues adelante, muchachos. Barred eso hasta que no quede uno en pie con vida.
Aquella orden fue lo peor que se le pudo ocurrir decir. Los mineros, sabiendo ya lo que les podía esperar, se dispusieron a pelear como fieras y cuando el pelotón picó espuelas y trató de abrirse en abanico para asaltar el campamento en una gran extensión, Raoul disparó por dos veces y de modo inmediato cien revólveres y algunos rifles explotaron en fuego graneado, formando una trágica barrera que frenó el ímpetu de los asaltantes.
Los más impetuosos y dotados de mejores caballos, fueron alcanzados por aquella barrera de plomo fundido, haciéndoles morder el polvo. Hombres y caballos cayeron confundidos, rodando trágicamente y el alud de sus compañeros que galopaba por detrás, les envolvió entre los cascos de sus caballos, pateándoles sin misericordia y haciéndoles desaparecer a la vista de los mineros.
Pero la segunda línea de ataque no sufrió mejor suerte que la primera. Algunos mineros más distanciados, se habían corrido hasta aquel frente por reforzarle y la lluvia de plomo era cada vez más intensa y trágica, tanto que Barry se dio cuenta de la horrible carnicería que le estaban causando y bramó:
—¡Atrás! ¡Atrás! Diseminaos. Atacad aisladamente por todos los flancos. Así solo haréis que os aplasten.
Hubo un momento de vacilación en los atacantes. Las bajas eran considerables y aún no habían conseguido acercarse prudencialmente a las barricadas. La cosa se presentaba mucho más difícil que habían supuesto y una prudencia, mezclada con bastante miedo, les obligó a retroceder para reorganizarse.
Pronto se dispersaron abarcando un radio de acción más dilatado, pero los mineros, animados por aquel éxito inicial que había mermado mucho los efectivos de ataque, se apresuraron a correrse de nuevo a sus primitivas posiciones, dispuestos a no dejar un hueco libre por donde permitirles entrar en el coto minero.
«Los ángeles de las minas», exasperados por el fracaso inicial y animados de una horrible sed de exterminio, volvieron a la carga buscando cada cual por su cuenta el punto más vulnerable por donde poder romper aquel cerco de revólveres y la lucha se estableció en un extenso frente, en episodios aislados, que la prolongarían de modo dramático, hasta que alguno de los dos bandos flaquease y permitiese al contrario un éxito que pudiese decidir la contienda.
En la medrosa penumbra del anochecer se desarrollaron episodios de un dramatismo feroz. Algunos secuaces de Barry, duros como el pedernal y osados como fieras, se lanzaban al ataque ciegamente, consiguiendo llegar hasta los obstáculos puestos a. Su paso, mientras disparaban rabiosamente con un revólver en cada mano. Otros, después de aquel esfuerzo, cuando ya iban a irrumpir en el interior, caían alcanzados por algún certero balazo, haciendo estéril el heroico esfuerzo, pero otros conseguían eliminar al que se les ponía por delante y salvaban el obstáculo para meterse en cuña dentro del terreno en explotación.
Pero Raoul, que había contado con esta posibilidad, tenía dispuestos una docena de hombres dentro del recinto, montados a caballo y listos para cortar el paso a los que por valor o suerte consiguiesen romper el cerco y así, cuando tras el brutal esfuerzo algunos jinetes salvaban la fiera muralla y se adentraban en las minas, aquella ronda volante les salía al encuentro y de nuevo se veían obligados a sostener una nueva lucha, que por su carácter aislado se resolvía a favor de los mineros.
Durante media hora el forcejeo fue terrible. En algunos momentos parecía que los supervivientes del ataque iban a conseguir meterse en cuña en las explotaciones rompiendo la barrera defensiva por la espalda, pero la movilidad de aquellos hombres, enardecidos por el fragor de la pelea, se lo impedía y así, cuando ya casi era imposible distinguirse unos a otros, los atacantes, diezmados, sintieron el desaliento de la derrota y por propio impulso, sabedores de que sólo se harían matar sin beneficio alguno, retrocedieron chorreantes de sudor. Rojos de ira y despecho y muchos vertiendo sangre por las heridas más o menos graves que habían recibido. Barry, que había peleado en primera línea dando ejemplo de bravura, aunque estéril, también acusaba las huellas de la feroz pelea en dos heridas que había recibido, aunque no graves. Cuando advirtió el desaliento de sus hombres y comprendió que la derrota era completa, retrocedió a su vez con los ojos inyectados en sangre y los dientes enclavijados de tal forma, que le costó trabajo abrir la boca para hablar.
Dos terceras partes de sus efectivos estaban fuera de combate, unos muertos y otros heridos. Los que quedaban, agotados del esfuerzo y con las monturas heridas casi todas, poco podían hacer ya. Temiendo que aquella merma de sus hombres alentase a los mineros para intentar una salida en masa que podía acabar con todos ordenó:
—Recoged los heridos y retiraos con ellos. Que no quede ni uno.
Mientras los más útiles mantenían el fuego para impedir una salida de los sitiados, el resto recogió a los heridos que se arrastraban por la tierra huyendo del radio de acción de la pelea y fueron retrocediendo con ellos hasta ponerse lejos del alcance, de los proyectiles. Cuando la operación quedó terminada, Barry con voz ronca gritó:
—Retiraos hacia el pueblo. Buscad al médico y que se encargue de los heridos. Los demás, conmigo.
Le rodearon unos quince hombres útiles. Barry, erguido en la silla de su montura, bramó:
—Habéis vencido, pero no os regocijéis por ello. Esta vez he venido con poca gente, pero no tardando mucho regresaré con doscientos y no dejaré del campamento ni las cenizas. Acordaos de mi promesa y en cuanto a ese par de buitres, los haré pedazos vivos y los arrojaré a los coyotes de la pradera.
Volvieron grupas y en la penumbra de la noche emprendieron el regreso al poblado. Los que habían salido de él como seguros vencedores, volvían convertidos en un guiñapo del que muchos se reirían para sus adentros.
Cuando desaparecieron en la lejanía, Raoul, sudando como un condenado, exclamó roncamente:
—Eran duros los malditos. La victoria ha sido neta, pero me temo que el precio haya sido elevado.
Seguido de Sansón y David que permanecían tensos con los músculos como muelles y los ojos brillantes, se entregaron a la tarea de recorrer el recinto, enterándose de las bajas sufridas. En la ronda, descubrieron algunos cadáveres de sus enemigos muertos ya dentro de las minas después de salvado el reducto, pero poco a poco, iban descubriendo también sus propias víctimas; hombres bravos y abnegados que habían perdido la vida por la defensa común de sus intereses.
En silencio, con los labios apretados, iban apartando los muertos, mientras otros se ocupaban de los heridos. Por fortuna, las bajas no habían sido tan numerosas como Raoul llegó a temer. Siete muertos y doce heridos era el saldo en contra, aunque de los heridos, sólo dos presentaban alguna gravedad.
Un silencio impresionante se produjo en aquella masa de hombres rudos, ante los cuerpos, sin vida, de los que habían caído en la lucha. Raoul, dándose cuenta de lo que cada uno sentía íntimamente, comentó:
—Lo siento, pero no habrían pensado ustedes que para batir una horda tan fiera como ésa, se iba a conseguir sin víctimas. Ha sido sensible el número de bajas, aunque insignificante ante las que les hemos producido a nuestros enemigos. No hay lucha sin sangre y yo me pregunto si el triunfo y el haber salvado la dignidad de todos, no ha merecido el esfuerzo. Siento esas bajas como cosa propia, pero díganme si alguien hubiese organizado una lucha como ésta con menos sangre derramada. Si la creen excesiva, estoy dispuesto a responder de ella en el terreno que me lo exijan.
Sansón, poniéndole la mano sobre el hombro, murmuró:
—No se atribule, Raoul. Nunca pensé ni creo que ninguno pensase, que nos iba a costar tan poco conseguir tanto. Quizá para los que han caído el sacrificio ha sido excesivo, pero todos hemos corrido el mismo albur y todos hemos podido pagar el mismo tributo. Ya no cabe otra cosa que desear paz a los muertos.
En silencio, se entregaron a la tarea de cavar una fosa común donde enterrar a los caídos. Alguien fabricó una gran cruz de madera y en una cartela clavada en el mástil, grabó toscamente a cuchillo los nombres de los caídos y la fecha.
Una hora más tarde, las huellas de la tragedia habían desaparecido. Las hogueras volvieron a brillar en la negrura de la noche y dos hombres, rifle al brazo, vigilaban en lugares avanzados por si acaso. No temían una reacción casi imposible de las huestes de Barry, pero había que pensar en todas las posibilidades.
Raoul y Carol, sentados a la puerta de la tienda de Max, fumaban en silencio entregados a sus pensamientos. El momento de las bromas había pasado y Carol se preguntaba qué se estaría cociendo en la mente de su audaz compañero, pues conociéndole muy bien, adivinaba que no estaba todo lo contento que debía con aquel gran éxito.
Sansón y David les hacían compañía fumando también y pensando algo parecido, hasta que el primero se atrevió a romper el silencio diciendo:
—No parece que está usted muy entusiasmado, Raoul.
—Sí lo estoy, pero pienso en el más allá.
—Me lo figuro. Se trata de la amenaza que ese buitre ha lanzado antes de irse.
—En parte, nada más. Las bravatas se echan por la boca fácilmente, pero no es tan fácil cumplirlas. Ha perdido muchos hombres y prestigio. Ya su poder no es irresistible y muchos dudarán en embarcarse en una aventura que puede tener el mismo resultado si se intenta. No pueden despreciar nuestra fuerza y lo mirarán bien.
A continuación y como viera que nadie contestaba añadió:
—Claro es que tratándose de un hombre terco, que sabe lo que se juega en la partida, tratará de rehacerse buscando hombres que le sigan. No lo conseguirá fácilmente en Dayton, después de la derrota y es fácil que intente enrolarlos en Carson City o en algún lugar más al sur. Estoy pensando…
Se detuvo. Como tardara en hablar, Carol, impaciente gruñó:
—Échalo ya fuera y no te lo comas, que puede hacerte daño.
—Es posible. Lo que pienso es esto, Carol. Dime si crees que debemos hacerlo. Se trata simplemente de acabar la obra suprimiendo a Barry.
—Diablo —exclamó Carol—, no lo creo tan fácil. Ha perdido mucha gente, pero le queda la suficiente para no dejarse sorprender.
—Ya lo sé, pero mi idea es amplia. No se trata de bajar a Dayton y andar a tiros con él y los que le guarden. Mi proyecto es marchar a Carson City.
—¿A qué?
—Sencillamente a esperarle allí. Cuando se serene un poco, si es capaz de ello, seguramente se dirigirá a ese poblado. Tiene allí sus intereses y una mujer que le atrae. Mi proyecto es adelantarme a él y esperarle en Carson. Si va, dejará aquí sus hombres de vanguardia y no creerá necesario llevar allí escolta. Sería mucho más fácil encontrar una ocasión de hacerle desplegar las alas y mandarle al infierno. Sólo así se evitará que intente reorganizar su cuadrilla.
Carol le miró con intensidad y preguntó:
—¿En qué me afecta a mí eso, Raoul?
—Simplemente en que quieras acompañarme, a menos que todo el miedo que has derrochado esta noche, te pese tanto en los pies que no te permita moverte de aquí.
—Pues, posiblemente suceda así, pero claro es que si tú, que eres más miedoso que yo te sientes tan animado para hacer eso, no tendré más remedio que acompañarte. Me sabría mal dejarte abandonado y que te echasen mano y te pusiesen las posaderas rojas dándote azotes por travieso. Para algo me contrataste como niñera tuya.
Sansón, sonriendo, intervino para decir:
—¿Es que piensan abandonar la mina? Yo creí…
—¡Oh, no!, se trata de unos días simplemente. Los suficientes para localizar a Barry y acabar con él. Supongo que se nos respetará el derecho a volver y seguir explotando el filón de Max.
—Eso ni se duda, Raoul —afirmó Sansón enérgico—; nadie sería capaz de disputárselo después de todo lo que ha hecho usted en beneficio de la comunidad.
—En ese caso, estoy decidido. Mañana por la noche, aprovechando las sombras, saldremos de aquí para Carson City. Rodearemos el poblado para no darnos a ver y que no sospechen de nuestros proyectos. No arañaré la tierra con gusto hasta que no sepa a Barry descansando cómodamente dos metros bajo tierra.
Carol, levantándose displicente, rectificó:
—No digas tonterías. Tú no arañarás la tierra a gusto ni con Barry muerto, ni con Barry vivo. A ver si vas a tratar ahora de engañarnos.
—Bueno, quizá tengas razón. No nací para minero, pero a la fuerza ahorcan. Trataremos de sacar lo justo para adquirir un buen rancho, y contentos.