Catorce

A la voz de mando de Manuel de Vargas, los dragones del Real Palacio rindieron sus lanzas y tres soldados con sendos pífanos entonaron una marcha lenta, pero vibrante, adornada por los contrapuntos floreados de un clarín y acompasada por los redobles de cuatro tambores.

La melodía y el ritmo recordaban algún tiento de batalla para órgano que el maestro de capilla de la catedral había compuesto para las entradas y salidas de las procesiones. Los toques marciales eran muy populares en Santiago, motivo por el que algunos de sus temas eran llevados a la música sagrada. Cada cosa engendra su semejante, y la milicia y el clero de Santiago no eran ajenos a este principio sancionado por el tiempo y la experiencia.

Pero fuera cual fuese el origen de la emotiva fanfarria, la euforia era la sensación más alejada del ánimo del presidente quien, bastón en mano y cojeando, entró al viejo edificio bajo el puntiagudo arco formado por las picas adornadas con gallardetes reales.

Luego de pasar toda la noche de acá para allá en el forlón, macilento, desgreñado y con un mal disimulado semblante de dolor a causa de la gota, Berrospe era la viva estampa del hombre agraviado. Todas las dolencias de su cuerpo y todos los pesares de su cargo parecían gravitar sobre él cuando penetró en el zaguán. Por primera vez desde su llegada a Santiago, tenía la impresión de que los honores de la guardia le deshonraban ante la flor y nata de la ciudad: los dos nuevos oidores, el juez de la Sala del Crimen, el tesorero real, el fiscal de la Audiencia, el Cabildo en pleno, con sus dos alcaldes, sus ocho regidores y el alférez real, así como una nutrida representación de dominicos, franciscanos, jueces, procuradores, jefes militares, abogados y escribanos.

No se trataba de un acto solemne, pero la situación que vivía la ciudad exigía la presencia de todos ellos, revestidos con sus mejores galas y ropajes. Querían rendir pleitesía al presidente y, por esa vía, manifestar también su lealtad al rey don Carlos.

El golpe seco de un bombo dio por concluido el toque. Tambores y clarines callaron. En el patio del Real Palacio se hizo un solemne silencio. Y un letrado de negra hopalanda, bonete con borlas de doctor y esclavina abotonada, dio un paso adelante y saludó al presidente con una refinada venia.

Se llamaba Juan de Cárdenas y era el rector vitalicio de la Real y Pontificia Universidad de San Carlos. Su gesto tenía un gran significado porque, aun siendo arcediano de la catedral, no comulgaba con las ideas del obispo y estaba peleado con los jesuitas. Según reiteradas denuncias de Cárdenas, los jesuitas azotaban a los jóvenes del colegio de San Lucas que osaban asistir a clases en la universidad oficial. Cárdenas odiaba además a Azpeitia, por haberse opuesto a la creación de la San Carlos, y Azpeitia odiaba a Cárdenas por haberle quitado a los jesuitas el privilegio de conceder títulos universitarios. Y esa tensión personal revelaba que las ojerizas académicas en Santiago eran tanto o más acérrimas que las políticas y las teológicas.

La iniciativa del rector dio pie a una seguidilla de reverencias que saturó el espacio del patio con el crujir de los ropajes, los roces metálicos de las espadas y el arrastre de las botas.

Berrospe devolvió el gesto y, al tiempo que saludaba, escuchó una voz potente que salía del bosque de cabezas descubiertas:

—¡Viva el Rey!

La respuesta fue un coro de vivas al monarca que desembocó a su vez en un recio aplauso.

Berrospe leyó rápido entre líneas. Ya le parecía a él que la recepción había sido demasiado amistosa. Aquella gente no estaba allí por afecto. El presidente había sido suspendido de su empleo por un enviado de su majestad y eso había creado una expectación angustiosa. Querían saber quién era el Rey o, por mejor decir, quién mandaba en Santiago, si Berrospe, el pesquisidor o Amézqueta. Y en la reciedumbre de las palmas, había percibido una exigencia que no era necesario que le recordasen: la de asumir los poderes plenos que las circunstancias demandaban, esto es, los poderes propios de un capitán general. Santiago estaba al borde de la anarquía, y el militar debía desplazar al presidente.

Pero, en su fuero interno, Berrospe deseaba no hacerlo. No era aquel el juego que le gustara jugar. Él sólo era un intendente, un papelista que sabía de ordenanzas, reglamentos y previsiones mercantiles, no un soldado, la única función de su empleo en la que se encontraba a disgusto. Prefería presidir un gobierno de jueces, como lo era el de Santiago, antes que un gobierno militar.

Esa noche, sin embargo, en la soledad del carruaje, había llegado a la conclusión de que no le quedaba más remedio que imponerse por la fuerza. Y aquel aplauso violento de los nobles, los frailes y los oficiales de la Corona, acaso enardecidos por el toque marcial y el redoble de las cajas, era la señal de que no podía seguir condescendiendo con quienes habían atentado contra la paz y la estabilidad del Reino. En el severo gesto de don Pedro de Arizmendi, gran senescal de Santiago, así como en la actitud de los religiosos que con su presencia bendecían aquella improvisada alianza, había un derecho de petición implícito que exigía una inmediata respuesta.

Berrospe agradeció con una nueva reverencia las palmas de los congregados y caminó sin decir palabra a la escalera. Paso a paso, grada a grada, luchando por mantener la dignidad de su cargo y su persona, el presidente inició un doloroso ascenso hacia las dependencias del piso alto.

En el primer descansillo, empero, se detuvo y, tomando del hombro a Carrillo, le susurró unas palabras. El magistrado regresó al patio y, dirigiéndose a los notables de la ciudad, les dijo:

—El capitán general ruega a sus mercedes esperarle unos momentos. Quiere informarse mejor de los sucesos ocurridos anoche y asearse un poco antes de hablarles.

Después siguió hasta el zaguán y gritó:

—¡Dueñas!

El alguacil apareció con su habitual cara de palo.

—Venid conmigo. El señor presidente quiere haceros unas preguntas.

Mientras tanto, en el patio, los murmullos se habían empezado a multiplicar.

—Ahora van a saber quién parte aquí el bacalao.

—Eso está por verse.

—Todo se andará. Tengámosle paciencia.

—Lo que hace falta es un buen escarmiento.

—Por Dios que sí.

—Pero lo primero es liberar a Quintana, a Ayarza, a Lone, a Retana. Hay que dar una lección a ese bastardo.

—Y al obispo, que es su socio.

—Y al obispo también.