Diecisiete
Nadie sabe cuándo el ansia de matar llega a su cima y se precipita desde lo más alto de la saña en una galopada sin frenos, pero quienes, como Rosa, padecían tal desorden, sabían que el monstruo podía permanecer agazapado algún tiempo, simulando mansedumbre, y saltar inesperadamente al menor estímulo. El amor de Manuel de Vargas le había ayudado a sujetar ese demonio, incluso inducido a pensar que la venganza no podría reparar el mal causado. Pero las más de las veces, Rosa terminaba concluyendo que, si matar no le devolvía la honra, le permitiría al menos librar al mundo de tres alimañas. Lo que acaso no fuera justo, pero menos lo era vivir sometida a las asechanzas de los alguaciles.
Rosa se sabía protegida siempre que Vargas estaba en Santiago, pero, bastaba que el capitán de dragones abandonara la ciudad, para que empezara a intuir que las hienas la observaban. Percibir de lejos su hedor y sentir que el deseo de matar se reactivaba era todo uno. En días así, el insomnio y el miedo volvían, y la vida tornaba a ser el horror que había sido. Rosa sentía entonces que la bestia se revolvía en su encierro, gruñendo durante horas, sin que ninguna voz y ningún látigo fuesen capaz de aplacarla.
Finalmente, un día, la bestia logró escapar. Ocurrió la tarde del miércoles de ceniza de aquella misma Cuaresma. Rosa regresaba a su casa a horas de la tarde cuando, al doblar la esquina de Santo Domingo, el Tieso le salió al paso y la puso contra la pared. Malhuele le metió un pañuelo en la boca y Sinesio Dueñas se echó encima de ella y la empezó a manosear y a jadearle en el oído con exagerados resuellos. El vómito acudió a la boca de Rosa con tal ímpetu que lo escupió junto con el pañuelo a la cara de Dueñas.
Ciego de asco y de ira, el alguacil desenvainó su espadón y comenzó a dar de cintarazos a Rosa. Y quizá hubiera sido aquella su última hora de no ser porque, de improviso, se abrieron las puertas del templo y en el atrio apareció el abigarrado cortejo de devotos que, candelas en mano y oraciones en boca, iniciaban a esa hora el rezado de la Virgen del Rosario. La casualidad o el ángel de la guarda la habían salvado esa vez, pero Rosa concluyó que las ausencias de Vargas la habían vuelto vulnerable. Y' fue entonces que dispuso dejar suelta a la fiera que pugnaba por escapar de su jaula.
Matar, tomarse la justicia por su mano, liberar la ciega pulsión que la asediaba desde hacía meses, no purificaría su corazón, pero al menos la redimiría de un acoso que no deseaba revelar a su amante. No podía pensar que, algún día, aquellas tres sabandijas le hirieran con una sucia versión del forzamiento. Necesitaba adanizar su vida, merecer al hombre que amaba como nunca había amado a nadie, mirarle a los ojos con la misma limpieza que él la miraba. Cierto que por algún tiempo lo había utilizado como escudo, pero no podía ni imaginar ahora pedirle que fuera su sicario. Sería ella quien se encargara del trámite.
Rosa dispuso entonces reiniciar sus salidas nocturnas y concentrarlas en Victoriano Ariza, alias el Tieso, el mas alto y corpulento de los alguaciles. Ariza se sabía en la mira de muchos padres y maridos, pero era difícil de sorprender a causa de las precauciones que tomaba. De hecho, a Rosa le llevaría casi toda la Cuaresma hallar la forma de enviarlo al encuentro de Dios Padre.
Ariza visitaba con asiduidad una vivienda de la calle del Desengaño, en el barrio de San Jerónimo, donde vivía la viuda de un soldado muerto en la guerra contra los itzáes. El alguacil acudía allí los lunes y los viernes, con un bulto bajo la capa, y abandonaba la vivienda poco antes del amanecer.
Una noche, pocos días antes de que empezara la Semana de Pasión, Ariza salió como de costumbre de la casa de la viuda, se caló el sombrero, embozó el rostro y echó a andar a paso tranquilo, acentuado por un balanceo muy peculiar que permitía a cualquiera identificarle de lejos.
Terminaba de asomar a la alameda de Santa Lucía, cuando escuchó una campanilla a su espalda que repicaba con monotonía los tres toques y un silencio del viático. El Tieso se detuvo al divisar a un franciscano que, revestido con blanco roquete, estola al cuello y alumbrándose de un farol, llevaba a algún enfermo los óleos.
Cuando el fraile llegó a la altura de Ariza, éste se quitó el sombrero, se puso de rodillas, humilló la cabeza y se santiguó. Pero, apenas había terminado de hacerse la cruz, cuando la suspicacia con que afrontaba cada hecho de su vida cotidiana le hizo entrar en sospechas. El franciscano no iba acompañado de un acólito y, lo más raro del caso, la campanilla había dejado de sonar.
Ariza levantó la cabeza. El franciscano era muy joven y de unas facciones tan hermosas que por un momento le hicieron pensar que se trataba de un arcángel. Pero aquella beatífica visión sólo duraría un suspiro. El arcángel sacó de la manga un puñal de tres aristas que deslizó en el cuello del Tieso y penetró suavemente, de arriba abajo, por el sitio de la yugular.
Una expresión de estupor acudió al rostro del alguacil, al paso que del cuello le brotaba un chorro violento y oscuro que al caer en el polvo de la calle sonó como goterones de aguacero. Ariza quiso sacarse el puñal, pero las dos veces que lo intentó sólo alcanzó a emitir una especie de graznido.
A medida que se iba quedando sin resuello, los pómulos y las mejillas fueron adquiriendo una palidez lunar. De su boca entreabierta brotaban gorgoteos y sonidos carrasposos, como si se hubiera tragado una taza de cal viva. Boqueaba como un animal herido de muerte y en cosa de segundos su preocupación no fue ya sacarse el puñal del gaznate, sino sólo respirar.
Con la tráquea cortada en dos, la sangre que se precipitaba en su garganta le ahogaba, y la vida se le iba entre ronquidos. Ariza acezaba con ansia en busca del golpe de aire que le liberara del ahogo, pero todo lo que conseguía era que un vómito negro le saliera de la boca a borbotones.
El franciscano alzó el farol y buscó la mirada del alguacil. El Tieso parecía un crucificado en agonía y, al fijar sus ojos en el fraile, su mueca de angustia cambió a una expresión de sorpresa que, en instantes, se transformó en espanto cuando el monje se echó hacia atrás la capucha y la luna iluminó sus largos y oscuros cabellos.
Los ronquidos del alguacil se redoblaron. Había entrado en la agonía, pero no acababa de morir. El fraile comenzó entonces a patearle y a clavarle en pecho y vientre las tachuelas de las botas, hasta que la fatiga le detuvo.
Cuando Ariza quedó al fin inmóvil, el franciscano se volvió a cubrir con el capuchón, tomó el farol en la mano y se alejó de la alameda, haciendo sonar la campanilla tres veces y dejando en medio un silencio, como ordenaba el ritual, tres veces y un silencio, tres veces y un silencio, hasta que sonido y fraile se desvanecieron en la noche.
Victoriano Ariza murió sin decir Jesús, echado hacia atrás y sentado sobre los talones de las botas. Y en esa postura lo hallaron al amanecer del siguiente día los primeros arrieros que llegaban a Santiago con sus cargas de ocote, carbón y leña.