—Nos volvemos a encontrar, princesita —murmuró una voz que me crispó la piel—. No intentes nada y métete en el auto —ordenó.
Miré con desesperación a cada persona que pasaba por mi lado, pero nadie notó mi miedo, nadie intentó ayudarme.
Con el corazón latiéndome en la garganta, me giré y entré a la Tahoe negra que estaba estacionada frente al banco. Mario estaba sentado a la derecha y Anton se deslizó a la izquierda, junto a mí.
El conductor puso el auto en marcha, rumbo al infierno. No esperaba menos del lugar al que me llevarían.
—El Don está muy enojado contigo, Natalie —siseó Mario—. Fuiste muy valiente al dispararle a Leo, pero no hiciste un buen trabajo.
Un nudo apretado bajó por mi garganta. Leo estaba vivo y lo menos que quería era verlo de nuevo, lo odiaba. Lo odiaba con todo mi corazón y quería que pagara por todas las veces que me hizo daño.
—Yo te salvé ¿por qué me haces esto? —le pregunté. De no ser por mí, Leo le habría disparado en aquel bosque.
—Yo sé dónde están mis lealtades y no es contigo—siseó—. Hora de dormir.
—¡No! —grité y forcejé, pero no pude evitar que me sedara.
Cuando desperté, no podía ver nada, todo estaba tan oscuro como en un pozo profundo. Quise moverme, pero fue imposible. Me ataron de pies y manos a una silla. Y con cada intento de liberarme las sogas, me lastimaba la piel; las apretaron tanto que sin duda se me estaba cortando la circulación.
—¿Hay alguien ahí? —grité. Mi voz se repitió como un eco hasta que se desvaneció—. ¿Qué piensan hacer conmigo? —intenté de nuevo. Nadie habló.
De pronto, un reflector iluminó el punto donde me encontraba, como lo harían con una actriz o bailarina en un escenario. Tardé unos minutos en adaptarme a la luz y pude distinguir una silueta en el fondo. ¡Leo!
El miedo, el asco, la ira… desencadenó un torrente de adrenalina que me hizo temblar sin poder evitarlo. No quería que se acercara. Lo aborrecía con todas mis fuerzas.
—Tranquila, nena. No te haré daño. Al menos, no por ahora —habló desde la penumbra.
—¿Me quieres hacer más daño? ¡Creo que es imposible!
—¡Tú no sabes lo que es el dolor! —gritó, dando un paso al frente. Mantenía una mano presionando su estómago, seguro le seguía doliendo la herida del disparo.
—¿Y tú sí?
—Me mentiste, me hiciste creer que me seguías amando y luego… ¿Cómo pudiste dispararme? ¿Cómo pudiste escapar para meterte en la cama de ese jodido ciego?
—¿Amarte a ti? ¡Nunca podría amarte! Eres un maldito sin corazón que lo único que ha hecho es herirme. ¿Sabes lo que siento por ti? ¡Odio! ¡Te odio!
Leo se abalanzó sobre mí y rodeó mi cuello con sus manos. La presión que ejercía me cortaba la respiración, haciendo que mis pulmones ardieran y que mis ojos llorasen. Miré con intensidad a aquellos ojos cargados de ira y maldad, le pedía que se detuviera, que recapacitara… que me dejara vivir.
—¡Suéltala, Leo! ¡El Don la quiere viva! —gritó Anton—. ¡Qué la sueltes! —insistió.
Lentamente, la presión fue cediendo. Tosí compulsivamente hasta mis pulmones se llenaron de oxígeno.
—¿Lo recordaste? ¿Sabes lo que provocó tu amnesia? —preguntó con aires de suficiencia.
—Recuerdo todo lo que me hiciste, sí —respondí con ira, rabia… impotencia. Quería levantarme y clavarle las uñas en los ojos. Quería desgarrarle la piel con ellas y bañarlo en vinagre. ¡Él merecía eso y más!
—¿Estás segura de que lo recuerdas? ¿Sabes cómo llegaste al hospital? ¿Recuerdas lo que hiciste?
Me estremecí. Él tenía razón, no recordaba todo. En mi mente seguían existiendo lagunas, memorias inconclusas. Pero no podía confiar en él, Leo me había mentido muchas veces y lo haría de nuevo.
—No, no lo recuerdas, campanita. Sabes, cuando supe que habías perdido la memoria, sentí tanto alivio. Pensé que sería un nuevo comienzo, que podía enmendar mis errores, que te enamorarías de mí y seguiríamos juntos. Para mí era lo mejor, pero ya sabes, mi padre tenía sus propios intereses y él manda —admitió—. Bueno, volviendo al punto importante. Era sábado, si bien recuerdo. Salimos temprano esa mañana para ir a recuperar la droga en casa del cantante. Tú conducías, necesitaba las manos libres para apuntarte con mi arma. Lloraste todo el camino, no dejabas de hacerlo y me estabas volviendo loco. Te dije que no lo hicieras más, pero no paraste ni un maldito segundo.
Las imágenes se comenzaron a formar en mi cabeza. Recordé mis manos temblando mientras sostenía el volante de su auto, recordé las lágrimas y el dolor de mi cuerpo. Leo me había golpeado hasta que acepté ir por la droga que dejé en casa de Peter. También quería la del depósito, pero esa la buscaríamos luego.
—Lo que hiciste después no me lo esperaba. No pensé que serías tan estúpida como para intentar algo así. Giraste el volante y chocaste con un auto que venía de frente. Por suerte, no conducías muy rápido y mi auto solo dio unos giros, pero el otro no tuvo tanta suerte.
¡No! ¡No! ¡No!
—Te bajaste del auto y corriste para ayudarlos. Un hombre gritaba desesperado en medio de la calle. ¿Qué gritaba, Nat? ¿Qué era lo que el hombre gritaba? —me preguntó con insistencia.
Las lágrimas se desbordaron en mis ojos y el corazón gritaba dentro de pecho. Sentía un dolor tan desgarrador que por un momento estuve por desmayarme.
—¿¡Qué gritaba el hombre, Natalie!? —exhortó una vez más.
—¡Kaili! ¡Gritaba Kaili!