Más de un año atrás…
Leo me entregó cuatro memorias USB y me pidió que no mirase la información, que mientras menos supiera, mejor para mí.
Lo mejor era no haberte conocido.
Mis conocimientos en informática me permitieron ocultar los datos tras un cifrado que, para cualquiera que la encontrase, solo serían fotografías de paisajes. Pero la cruda verdad era otra, en ese dispositivo había muchos datos de cuentas bancarías, rutas de narcotráfico y armas, también una lista de nombres, algunos resaltados en color amarillo que incluían a un lado la palabra «blanco». Era una lista de enemigos y posibles víctimas. Y, no suficiente con ello, había fotografías de adolescentes, chicas y chicos, que distribuían los estupefacientes, quizás en las universidades o fiestas de fraternidad. Una fotografía llamó mi atención, la chica tenía los ojos grises y el cabello rubio. Su parecido conmigo era sorprendente y hasta escalofriante. La fotografía estaba titulada con el nombre. «Encargo LC», las iniciales de Leo.
Me pregunté por qué conservó aquella foto. Si su plan era incriminar solo a su padre, ¿por qué dejó un rastro suyo? La respuesta no tardó en llegar, Leo me estaba mintiendo. Y peor aún, utilizando. Sabía que podía cifrar el contenido de las memorias y esconderlas. Pero, ¿por qué simplemente no la borraba?
Hice lo que me pidió. Escondí las memorias en distintos puntos. Dos en Canadá, una en una caja fuerte de un banco en L.A. y la otra en un depósito, junto con la droga que él debía recoger en la dirección que le enviaron en aquel mensaje. Fui lista y usé un nombre falso, una peluca negra y hasta lentes de contactos color miel. Además, pagué en efectivo.
Mi plan era dejarlo y darle aviso al FBI de las pruebas y dónde podían encontrarlas. Para entonces, estaría lejos de Estados Unidos. No tenía claro a dónde iría, pero sabía que necesitaba alejarme por un tiempo, al menos hasta que todo se resolviera. Pero, antes de marcharme, tenía que encontrar a Donald Geller.
—¿Dónde estás metida? —gritó Leo desde la entrada del apartamento.
—¡Aquí! —grité en respuesta. Estaba muy asustada, pero debía controlarme o se daría cuenta que estaba fingiendo.
—¿Cuántas veces te he dicho que no metas tus narices en mi teléfono?
—Yo no hice nada —repliqué.
—No te hagas la tonta, Nat. Leíste el mensaje y luego lo borraste. ¿Dónde carajo está la droga?
—¡No sé de qué hablas! —grité, fingiendo ira, pero en cambio estaba aterrada. Nunca lo vi tan molesto como esa vez. Su mirada podía partirme en dos.
—No tienes idea de lo que has hecho. Yo era el responsable por esa mercancía y si no la consigo, es todo. Mi padre me va a matar, Nat. ¡Tienes que decirme dónde está!
—¡No lo sé! No sé de qué hablas. Quizás nunca llegó ese mensaje.
Mi excusa pareció convencerlo, pero no todo estaba dicho. El rigor en su mirada lo delataba, era miedo simple y puro lo él que sentía.
—¡Maldita sea! Tenemos que irnos de aquí. Cuando mi padre indague, sabrá que copié la información y le pondrá un precio a mi cabeza.
—¿Irnos? No podemos hacer eso. Tú mismo lo dijiste —la idea de irme con él me aterraba. Lo nuestro dejó de existir desde el momento que descubrí a qué se dedicaba y no huiría con un narco a ningún lugar del mundo.
—Saldremos mañana en la noche.
—¿A dónde iremos?
—Lo sabrás mañana. Necesito que busques una de las memorias que guardaste en la ciudad, la vamos a necesitar.
—¿Por qué?
—¡Deja de hacer preguntas estúpidas! —gritó.
Estaba loco si creía que me iría con él. Ya no había tiempo, tenía que huir sin mirar atrás. Buscar a mi padre ya no era mi prioridad.
Saqué una maleta del armario, junto con algunos cambios de ropa. No tenía tiempo para empacar mucho. Cuando abrí la maleta, me encontré con una panela de droga escondida en un saco de lona.
—¿Preparando el equipaje desde ya? —siseó Leo con voz acusadora— Confié en ti, Nat. Pensé que eras leal.
—Lo soy, Leo. Te lo juro. Quería empacar para estar preparados.
—¿Y qué harías con mi coca, la envolverías para regalo?
—Yo no…
—¡No me mientas, maldita sea! Sé que tú moviste la mercancía, sé que quieres dejarme. Mi padre tenía razón, eres como ella. ¡Eres como todas las zorras!
Su ira aumentaba cada vez más y temí por mi vida. Leo se veía muy furioso y faltaba poco para que perdiera el control. Debía amansarlo, calmarlo de algún modo.
—Ponme a prueba. Déjame demostrarte que no miento —rogué.
Él asintió mientras miraba a un punto perdido de la habitación. Estaba considerando mi propuesta.
—Esta noche llevarás esa droga a una fiesta, harás la entrega y si algo sale mal, te llevaré con mi padre y le diré quién eres.
—Él sabe quién soy —objeté.
—No, campanita. No tiene idea. Ponte un vestido lindo que la fiesta es de etiqueta.
*****
Me puse el vestido que él escogió para mí, era negro y ceñido al cuerpo, marcando mi derrier. Continuaba con una abertura tipo “A”, que me permitía caminar con soltura. El toque sexy se lo otorgaba la desnudez de mi hombro izquierdo, el derecho estaba cubierto con una media manga. Del lado drecho, el vestido estaba decorado con pedrería negra y, a nivel de las costillas, transparentaba con una blonda dejando ver una gran porción de mi piel, marcando así mis curvas.
El accesorio infaltable fue mi cartera, el lugar donde escondía el paquete que debía entregarle a un sujeto. El nombre y su aspecto no lo sabía, Leo me enviaría un mensaje, una vez que llegara al lugar.
Eran las siete de la noche cuando subí al auto deportivo de Leo. Me había instalado un micrófono y me advirtió que no intentara nada, que me tenía vigilada. Eso dificultaba mis planes. Cuando propuse que me pusiera a prueba, solo quería ganar tiempo para poder escaparme, y ahora me encontraba en un lío más grande. Pero algo se me ocurriría, buscaría la forma de huir de él.
Conduje al menos media hora, con Leo siguiéndome en una Tahoe negra. Más de una vez pensé en acelerar y escaparme de él, pero lo menos que necesitaba era ser atrapada con un kilo de cocaína por la policía de California.
Finalmente, llegué a mi destino, una lujosa mansión en Beverly Hills. El momento había llegado y los nervios comenzaron a trepar, construyendo en mi interior una torre más grande que la de Babel.
Me bajé del auto y le ofrecí una sonrisa al valet cuando llegó el momento de entregarle las llaves. Por un segundo, quise gritar por ayuda, pero Leo estaba al acecho y no quería poner en peligro a ningún inocente.
Al llegar a la puerta, el encargado de la seguridad me preguntó mi nombre. Alice Silver, pronuncié con voz firme. Fue el nombre que Leo aseguró me daría pase libre a la fiesta. Así fue, estaba en la lista de invitados y pude entrar. Maldije por lo bajo, esperaba que aquel nombre no estuviera en esa lista y así dar media vuelta lejos de ahí.
Mi cuerpo entró en extrema tensión cuando entré a la casa. Había muchas personas, más de las que imaginé, todos con sus trajes relucientes, peinados elaborados, copas de champagne o vasos con whisky –en el caso de los hombres–, ignorando que la chica de ojos grises y de peluca castaña, escondía una gran cantidad de droga en su bolso de mano.
Un mesonero me ofreció una copa, la tomé de la bandeja y me la bebí de un trago. Una segunda copa terminó en mis manos y la vacié con la misma velocidad. El mesonero sonrió con amabilidad, pero vi en sus ojos el asombro. Le di las gracias y avancé, tratando de mezclarme entre los invitados.
Sin darme cuenta, me encontré tarareando la canción que sonaba en los altavoces. La había escuchado muchas veces, se titulaba Por esta noche, interpretada por Peter Keanton. Llegué a ir a uno o dos de sus conciertos con Leo.
La realidad cayó sobre mí como un balde de agua fría, cuando mis ojos se cruzaron con los suyos. Él estaba ahí, en la fiesta, Peter Keanton en vivo y en directo. Estaba usando un traje azul de tres piezas a la medida. Sus ojos grises destellaban con brillo y emoción. Y su sonrisa ¡Dios bendito! Era la más hermosa que vi alguna vez, incluso más que la de Leo.
Embobada por el cantante de voz cautivadora, no me di cuenta que estaba retrocediendo. En el proceso, tropecé con un cuerpo fuerte y, por su olor, masculino. Me giré y me encontré con un par de ojos negros como la noche. El trajeado me miró de arriba abajo, como si intentara descifrar quién era yo y qué hacía ahí.
—Eh, Henry. ¡Ven aquí! —gritó alguien. El hombre desvió la mirada hacia la voz, supe entonces que él era Henry.
Aproveché su descuido y escapé de su mirada inquisitiva. Busqué un lugar apartado y saqué el teléfono del bolso, esperando que el mensaje de Leo hubiese llegado. Nada.
Decidí mantener el teléfono en la mano para no perder ni un minuto. En cuanto tuviera las indicaciones, haría la entrega y saldría de ahí.
Desde mi lugar, pude ver a Peter y a Henry hablando, pero no parecía una conversación del tipo cordial. ¿Le estará diciendo que una intrusa se coló en la fiesta?
Impaciente por salir de ahí, comencé a mirar a los invitados. ¿Quién estaría esperando el paquete? Las posibilidades eran tan infinitas como la arena del mar y por sí sola no lo iba a descubrir.
De pronto, una idea se cruzó por mi mente: dejar el paquete en algún lugar donde lo pudieran recoger. Le enviaría a Leo un mensaje con la ubicación y él se la diría al cliente.
Sí, eso voy a hacer.
Me escabullí escaleras arriba sin que nadie lo notara. Al finalizar la escalera, me encontré con un pasillo. Tres puertas a la derecha, tres a la izquierda. Esperaba que alguna me llevara a un armario.
Bajé la manilla de la puerta uno, la de la derecha, estaba cerrada. Seguí mi recorrido hasta el final. La última puerta de la izquierda estaba sin seguro, la abrí y tanteé las paredes hasta encontrar el interruptor de la luz. Cuando el bombillo iluminó el espacio, que resultó ser un armario, vi tres maletas negras en el suelo. Abrí la más pequeña, tenía ropa masculina, vaqueros, camisetas, medias… Saqué el paquete de mi cartera y lo metí entre la ropa. La cerré de nuevo, apagué la luz y salí al pasillo.
Al llegar abajo, serpenteé entre los invitados, buscando la salida.
—¿Por qué tan apurada? —preguntó una voz gruesa que me aceleró el corazón.
Mi mirada estaba clavada en el suelo. Lo único que veía era un par de zapatos negros muy lustrosos. Le hice un barrido lento de pies a cabeza aquel cuerpo. Él usaba un traje azul de tres piezas, era Peter Keanton. Me estremecí. Tenerlo delante de mí obnubiló mis pensamientos. Aquellos ojos grises y vigorosos, junto a su sonrisa destellante, me robaron el habla y la capacidad de raciocinio. La música desapareció y con ella las personas a nuestro alrededor.
—¿Me dirás tu nombre, al menos? —preguntó sin borrar la sonrisa.
Sacudí la cabeza y giré con poca gracia. Necesita huir de él, de su mirada cautivadora… del torbellino de emociones que despertaba en mí.