El profesor y el sacerdote eran viejos y buenos amigos, y por
eso sus charlas eran tranquilas y sin muchas discusiones. Uno
enseñaba física y el otro religión. Los dos tenían cincuenta y
tantos años, habían dejado atrás la mayoría de las pasiones, y
encontraban deleite en las cosas simples. Ese día de otoño se
reunieron después de la cena y empezaron a pasear por el parque de
la universidad. Era una tarde hermosa y fresca de octubre. Habían
comido temprano, y quedaba una hora de luz. Los grandes arces y los
robles se lucían en maravillosos tonos herrumbre y ámbar. Era una
tarde apropiada para que se renovara la fe en Dios, como hizo notar
el sacerdote.
–Yo siempre había pensado -dijo el profesor- que la fe era
algo absoluto. – No lo es. – ¿Cómo puede ser de otra manera? Claro
-agregó el profesor-, que hablo como hombre de poca fe. – Lo que es
una lástima. – Pero con algunos conocimientos. – De lo que me
alegro. – Gracias. Pero, ¿no estamos los dos en la misma situación?
Si su fe necesita ser renovada periódicamente, y puede ser
influenciada por hechos tan comunes como la acción de ciertas
sustancias químicas en las hojas de los árboles deciduos, es tan
relativa como mi pequeño caudal de conocimiento.
El sacerdote permaneció ensimismado en sus pensamientos
durante un minuto, y luego reconoció que el profesor había
esgrimido un argumento interesante. – Sin embargo -dijo-, lo que
necesita renovación no es mi fe, sino yo. Mi fe es absoluta, como
Dios. – Pero es imposible conocer a Dios, si es que uno cree en Él.
¿Es su fe imposible de conocer también? – Quizá… en cierta forma. –
Entonces agradezco a Dios que la ciencia no dependa de la fe. Si
así fuera, estaríamos todavía viviendo en épocas primitivas. – Lo
cual no sería lo peor del mundo -dijo el
sacerdote.
En la infinidad del espacio, sin embargo, las leyes del
tiempo y el azar dejan de existir, y en un millón o un billón de
años (dos cifras que carecen de sentido), los vientos del espacio
llevaron la semilla hacia otra galaxia, un gran molinete de
incontables estrellas brillantes. En cierto lugar del espacio, la
galaxia ejerció su atracción de gravedad sobre la semilla, y ésta
se precipitó a través del espacio hacia el borde exterior de la
galaxia. Por último se acerco a una de las aspas alargadas del
molinete y quedó atrapada en el campo de gravitación de una de las
incontables estrellas que componían la galaxia.
Obedeciendo ciegamente a las leyes del universo, la semilla
dio vueltas formando un gran círculo alrededor de la estrella,
igual que otros trozos de pecio que se habían incorporado al campo
de la estrella. Pero si bien todos obedecían las leyes del azar, la
semilla era distinta. La semilla estaba viva.
–Puede no ser lo peor del mundo -reconoció el profesor-, pero
como recién me recupero de una infección que muy bien podía haber
acabado conmigo de no ser por la penicilina, me quedo con la
ciencia. – Es comprensible. – Y desconfío de una fe que se renueva
con la belleza del crepúsculo-. Señaló el magnífico despliegue de
colores en el oeste. – Sin embargo -dijo el sacerdote suavemente-,
la fe es más constante y segura que la ciencia. ¿Reconoce eso? – De
ninguna manera. – Pero la ciencia es pragmática y empírica a la
vez. – Naturalmente. Experimentamos, observamos, anotamos los
resultados. ¿Qué otra cosa podría ser la ciencia si no pragmática y
empírica? Lo que tiene de malo la fe es que no es ni pragmática ni
empírica. – Eso no es exacto -dijo el sacerdote-. Por el contrario,
ése es el fundamento de la fe. – De nuevo me perdí -dijo el
profesor. – Entonces se pierde con facilidad. Permítame darle un
ejemplo que puede entender su mente científica. ¿Ha leído a San
Agustín? – Sí. – Si le digo que esencialmente mi fe no se
diferencia fundamentalmente de la de San Agustín, ¿lo aceptaría? –
Si, creo que sí. – Habrá leído también, estoy seguro, el Almagesto
de Claudio Ptolomeo, que establecía a la tierra como centro del
universo. – Eso no es ciencia -dijo despreciativamente el profesor.
– Por el contrario, fue ciencia, y muy buena hasta que Copérnico la
desbarató. Como ve, mi querido amigo, el conocimiento empírico es
siempre seguro y absoluto hasta que surge otro nuevo conocimiento y
demuestra que está equivocado. Cuando el hombre postuló, hace miles
de años, que la tierra era plana, tenía la evidencia de sus propios
ojos en qué basarse. Su conocimiento era seguro y demostrable,
hasta que surgieron nuevos conocimientos que eran a su vez seguros
y demostrables. – Eran más seguros y demostrables. Hasta su clara
mente jesuita debe aceptar eso. – Soy paulista, aunque no importa,
pero acepto su corrección. Más demostrable y más seguro. Y
enormemente diferente de la teoría anterior. Sin embargo, la fe de
San Agustín todavía me sirve.
La vida de la semilla y la estructura de esa vida tenían una
relación especial con la luz y la energía que salían de la
estrella. Absorbían la radiación y la convertían en alimento, y con
el alimento crecían. Durante miles y miles de años la semilla giró
alrededor de la estrella y se alimentó de la fuente interminable de
radiación, y durante miles y miles de años siguió creciendo. La
semilla se convirtió en fruta, planta, ser, animal, ente, o quizá
simplemente una fruta, ya que todos estos términos describen cosas
completamente distintas de la cosa en que llegó a convertirse la
semilla.
El profesor suspiró y meneó la cabeza.
–Si me dice que la creencia en los ángeles sigue siendo la
misma, me hace acordar del hombre que cultivaba acónito para que no
se acercaran los vampiros a su casa. Tuvo un éxito increíble. – Ese
es un golpe bastante bajo, para provenir de un hombre de ciencia. –
Mi querido amigo, usted puede mantener la fe de San Agustín porque
no requiere experimento, ni observación, ni catálogo de resultados.
– Yo pienso que sí -dijo el cura, casi disculpándose. –
¿Experimentos como el de hoy, caminar en el crepúsculo y sentir que
se renueva la fe? – Quizá. Pero dígame, la medicina, es decir la
práctica de la medicina, ¿es empírica? – Ahora mucho menos que
antes. – ¿Y hace cien años? ¿Era empírica la medicina entonces? –
Claro, cuando usted habla de la medicina -dijo el profesor-, y dice
que es empírica, es como si dijera que es pura charlatanería. Eso
se debe a que en el caso de la medicina, se trata de vidas humanas.
– Lógicamente, y cuando ustedes experimentan con bombas atómicas y
con plasma y cosas por el estilo, no se trata de vidas humanas. –
Estamos a mano. Touché. – Pero hace cien años, el médico estaba tan
seguro de su profesión y de sus curas como el de hoy. ¿Quién era
ese hombre que le sacó el intestino grueso a medio centenar de
pacientes porque estaba convencido de que era la causa del
envejecimiento? – Claro, la ciencia progresa. – Sí quiere llamarlo
progreso -dijo el sacerdote-. Pero ustedes los científicos
construyen castillos de conocimientos con arena muy húmeda. Sigo
pensando que mi fe descansa sobre una base más sólida. – ¿Qué
base?
La forma que tomó la cosa que antes había sido una semilla
fue la de una esfera, una esfera enorme de veinticinco mil millas
de circunferencia, medida con la vara humana, pero una medida muy
insignificante dentro del universo. Era la tercera masa de materia,
contando a partir de la estrella, y su forma no era distinta a la
de las otras. Vivió, creció, tomó conciencia de sí, no como
conocemos nosotros la toma de conciencia, pero de cualquier manera
no se puede negar que tomó conciencia de sí. En el curso de los
eones de su existencia aparecieron pequeñas culturas en su
superficie, igual que hay pequeños organismos que prosperan en la
piel del hombre. Un aura de oxígeno y nitrógeno la rodeó y protegió
su piel de los pinchazos de los meteoros, pero la cosa era
diferente, no se daba cuenta de las culturas que aparecían y
desaparecían de su piel. Durante una eternidad navegó por el
espacio, rodeando al astro que la alimentaba y le daba
vida.
–La sabiduría y el amor de Dios -replicó el cura-. Una base
muy sólida. Por lo menos no está sujeta a alteraciones cada
década-. Ustedes estaban muy contentos con su física de Newton,
seguros de haber desentrañado todos los secretos del universo, y
después vinieron Einstein y Fermi y Jeans y los demás, y todas las
certezas se desmoronaron. – Todas no. – ¿Qué queda, si la luz puede
ser tanto una partícula como una ola, sí el universo puede tener
límites o ser ilimitado, si la materia tiene su contraparte, la
antimateria? – Por lo menos aprendemos, trabajamos con realidades.
– ¿Realidades? ¡Vamos! – Oh, sí. La realidad cambia, se amplía
nuestra visión, seguimos adelante.
–¿Con la esperanza de que por lo menos su visión pueda
compararse a la fe? – Preguntó el cura, sonriendo.
Los miles de años se convirtieron en millones y éstos en
billones, y la cosa que antes había sido una semilla seguía girando
alrededor del sol. Pero ahora estaba madura, plena. Sabía que se le
terminaba su tiempo, pero no se oponía ni protestaba contra el
cielo eterno de la vida. Vagamente sabía que la semilla original se
había desprendido de la fruta madura, y sabía que lo que había
ocurrido debía volver a ocurrir en el ciclo interminable de la
eternidad, que su propósito era propagarse: con qué fin, no lo
sabía ni le interesaba. Su plenitud aceptaba los
hechos.
El día llegaba a su fin. El sol, que ya estaba bajo en el
horizonte, se había refugiado detrás de un encaje de nubes rojas,
púrpuras y anaranjadas, y contra este fondo las hojas doradas de
los árboles formaban un todo que ridiculizaba el arte de los
mejores orfebres. Una fresca brisa nocturna coronaba un día
perfecto. – Qué día perfecto -dijo el cura. No se discutió más. –
Qué cosa extraña. Habían llegado al final del parque, donde
terminaba el césped y empezaban los campos. – Qué cosa extraña
-dijo el profesor, señalando el campo de maíz. – ¿Qué es extraño? –
Esa grieta. Ayer no estaba allí. El sacerdote siguió con la mirada
lo que señalaba con el dedo extendido el profesor y vio la grieta a
la que se refería, como de un metro de ancho, atravesando el campo.
– Muy extraño -acordó. – Evidentemente es una falla. No sabía que
había una aquí. – Se está ensanchando, sabe -dijo el cura. Y siguió
ensanchándose cada vez más y más y más y más.