Capítulo 5
EL individuo abrió la puerta de la bodega, haciendo una seña al esposado Howard para que pasara.
El agente del F.B.I, dio dos pasos hacia las negruras que se extendían más allá.
El empujón le cogió desprevenido y rodó escaleras abajo, hasta el frío suelo del subterráneo.
Sufrió una fuerte luxación en el codo izquierdo, privándole casi del uso de los sentidos el fuerte choque de la frente contra la esquina de uno de los empinados escalones.
El pandillero de Holloday rió con fuerza al escupirle desde arriba:
—Esto por los puñetazos de la posada.
Quedó tendido, sin fuerzas para moverse, mientras sentía manar la sangre por la herida de la cabeza.
Notó de pronto el roce de unas manos acariciarle suavemente y la voz de Helen llegó a sus oídos con acento pletórico de sentimiento:
—Jack; mi pobre Jack. Yo soy la única culpable de que te encuentres en esta lamentable situación.
Le ayudó a incorporarse a medias. Luego se sentó en el último peldaño de la escalera y apoyó la cabeza del agente en su regazo, mientras le limpiaba la sangre con un pañuelo.
—La culpa es enteramente mía, Helen. No te preocupes por eso. Vine a meter la cabeza en la boca del león. Debí proceder de otra manera más sensata y no confiarlo todo a mi propia iniciativa. Imagínate que pretendía entrar en el club por la puerta de la dependencia y sacarte de aquí sana y salva. Y el enemigo es de cuidado. De verdadero cuidado. Bueno; ni tan siquiera me dieron tiempo a llegar a la puerta. Espiaban mis pasos desde que aparecí en el callejón de atrás. Estarían apostados en esos almacenes de madera que hay ahí, porque no vi a nadie que me hiciera recelar lo que iba a ocurrir.
—No hacen las cosas a medias, Jack. El almacén es tan suyo como el club. ¿Crees sino que iban a tenernos en un sitio como éste, donde podríamos gritar y llamar la atención de las personas que transitaran por la calle?
—Debí suponerlo. He procedido como un colegial que juega a policías y ladrones y no como corresponde a un… —detúvose a tiempo, añadiendo—: Quizás sea mejor así después de todo. Lo primero que me interesa era llegar hasta ti y eso ya lo he conseguido. Ahora falta la parte más difícil. Pero no te preocupes demasiado, Helen. Son muy poca cosa un puñado de rateros de segunda mano para interponerse en mi camino y vencerme —y al oírla sollozar quedamente—: ¿A qué viene eso ahora, muchacha? ¿Acaso dudas de lo que estoy diciendo?
—Es que te muestras así… tan decidido, tan optimista… ¿No comprendes, Jack, que nos hallamos los dos en la situación más crítica que hayamos podido atravesar jamás? Quizás para estas horas nuestra muerte ha sido ya decretada. En tal caso, nuestras vidas tienen tanto valor como el que pueda tener un centavo falso. Somos un estorbo y esa gente tiene por norma eliminar los estorbos de la manera más rápida y contundente.
Howard miró a la joven en silencio antes de decirle:
—Oprime el clavo del centro del tacón de mi zapato derecho y córrelo a un lado. Saca del hueco el manojo de llaves que hay y prueba a abrir las esposas con una de ellas. El resto déjalo de mi cuenta.
Helen cumplió los deseos del joven.
Soltó un suspiro de alivio cuando los resortes de las esposas cedieron con un chasquido y le ayudó a frotarse los entumecidos miembros para restablecer la circulación de la sangre.
Fue a sentarse en una caja colocada en el suelo junto a un tonel, invitando a Helen a hacer lo propio. Tomó una botella de otra caja inmediata a la que les servía de asiento y la levantó en alto, intentando ver la etiqueta a la tenue claridad que se filtraba a través del enrejado.
—Es coñac Napoleón —dijo ella sonriendo, totalmente tranquilizada.
—No se privan de nada estos pajarracos, ¿eh? —bromeó—. Bien; le ha llegado su Waterloo.
Estrelló la botella contra el muro y atrajo a la muchacha contra sí, pasándole el brazo por los hombros. Ella se acurrucó contra su pecho, buscando la protección que tanto necesitaba tras la pasada depresión nerviosa.
—¿Sabes, Helen? He estado mucho tiempo esperando este momento —empezó a decir con voz acariciadora, consciente de la confianza que ella depositaba íntegramente en su potencia física y en su inteligencia—. Después de tu súbita desaparición, siempre soñaba con encontrarte de nuevo, con volver a tenerte junto a mí, con mirarme en tus ojos y estrecharte entre mis brazos. Claro que nunca llegué a suponer que nuestro encuentro tuviera lugar en un ambiente tan misterioso y tan lleno de peligros en que se ha producido, y precisamente en el lugar elegido por mí para intentar olvidar tu personita. Pero ahora me siento enteramente feliz, aunque sea la incertidumbre la principal característica del retorno. No sé lo que nos tendrá deparado el Destino, pero quiero confesarte toda mi participación en este asunto. Antes de nada, dime; ¿sabes que Holland ha sido asesinado en tu habitación del «Aguila»?
—¡Asesinado! —la exclamación brotó con acentos no exento de incredulidad—. ¿Y en mi habitación?
—Sí, Helen. Uno de los secuaces de Holloday lo despachó de una puñalada. Pero no murió en el acto. Tuvo tiempo de llamarme, golpeando la pared, y decirme que te habrían traído aquí. Me encomendó notificarlo al doctor Grant. No le hice caso, quise solucionarlo por mí mismo y… Bueno, ya ves el resultado.
—Pobre Holland —musitó, sin darse apenas cuenta de las últimas palabras del agente—. Era uno de los mejores hombres que he conocido. Leal, valiente, caballeroso… ¡Oh! Jack. Este es el asunto más horrible y más siniestro que haya podido concebirse. Y parecía todo tan sencillo al principio… Primero Curtis, el alegre y temerario Curtis. Ahora Holland, asesinado de manera miserable… y nosotros…
Howard la oprimió más contra sí al ver que estaba a punto de estallar en sollozos.
—Helen —habló pasado un rato—: ¿Qué contiene en el fondo ese costurero en forma de libro, por el que están dispuestos a matar y morir qué sé yo cuántas personas? Holland no tuvo tiempo de revelármelo. Pero me encargó deciros que podías confiar en mí.
Helen se le quedó mirando fijamente antes de preguntar a su vez:
—¿Qué es lo que sabes tú de ese costurero?
—¿Recuerdas lo que te dije en el «Americain» mientras bailábamos? Pues creo que ha llegado el momento de las confidencias. El costurero lo tengo yo. Yo fui quien lo robó de la clínica Grant, después de poner fuera de combate a tres hombres. Escuché la conversación que sostuviste con tu hermano la noche de vuestra llegada a la posada. Por eso decidí apropiármelo y ver lo que contenía en su interior. Así me enteré que el enfermero Lewis pertenecía a no sé qué movimiento de un «Mundo Nuevo», del que Holloday parece ser un personaje importante, y René Lecreq a cierta organización internacional del crimen.
Seguidamente le relató toda su participación en el caso, desde su llegada a la posada hasta su violenta entrada en la bodega del club, omitiendo únicamente su condición de agente federal.
—¿Qué planes tienes con respecto al costurero? —preguntó la joven repentinamente seria—. Eso, naturalmente, en el supuesto de que logremos librarnos de las garras de míster Holloday.
—Antes de eso tendrás que aclararme una cosa. Mejor dicho, decirme si estoy equivocado o no en mi hipótesis. ¿Perteneces al Servicio Secreto norteamericano?
—Sí.
—Lo suponía. Y Grant, Maxwell, Holland y tu hermano Edgar. ¿No es así?
—Desde luego.
—¿Has revisado el interior del costurero? —dijo ella tras una pausa.
—Sí. ¿Cuál es el secreto que encierra?
—¿Qué harás con él después de saber que yo…? «Gángster» o no, soy un ciudadano norteamericano que ama a su patria y se jugó voluntariamente la vida en la guerra por defender su honor. Tan pronto hayamos salido de aquí te entregaré el objeto y si me lo permitís, os ayudaré a llevarlo hasta los Estados Unidos.
El rostro de Helen se iluminó.
—Mereces saber toda la verdad.
—Pues suéltala ya.
—Curtis, uno de nuestros mejores agentes, efectuó una misión de reconocimiento en una de las regiones más inexploradas del Tibet. No sé hasta qué punto estarás enterado de la desaparición de determinados hombres de ciencia en varios países del mundo. Por la confidencia de un sherpa supimos que alguno de ellos había sido visto en ese misterioso país. Creímos que sería cosa de los comunistas, pero Curtis, que logró infiltrarse dentro de la organización descubrió que se trata de una especie de movimiento que pretende revolucionar al mundo con nuevas ideas. Un verdadero peligro para la paz. Parece que hay complicadas gentes de todo el mundo. Es todo cuanto conozco de esa parte del asunto.
—¿Y el costurero?
—Curtis fue descubierto antes que consiguiera abandonar aquella inhóspita región. Sabiéndose perseguido, ocultó su secreto de forma que no pudiera ser encontrado fácilmente y lanzó un desesperado S.O.S. a Washington. Holland acudió al encuentro de Curtis y logró hacerse con el preciado objeto. Al día siguiente fue hallado muerto Curtis en su habitación de un hotel de Lahore, cosido a puñaladas. Holland fue cercado a su vez y no pudiendo trasladarse a Estados Unidos vis China, optó por atravesar Turquía, llegando hasta la Alemania Occidental.
—Me parece adivinar el resto. Pero hay algo que no acabo de entender. ¿Por qué siendo Grant miembro del Servicio Secreto no fue Holland directamente a la clínica con el costurero?
—Porque estábamos ciertos que, conociendo como conocen la doble personalidad de Grant, la clínica sería el punto más vigilado. Por eso se concertó la entrega en la posada del «Aguila». Un sitio elegido al azar.
Howard volvióse a Helen para decirle en tono emocionado:
—Ahora comprendo el porqué del silencio de todos cuando traté de interceder por ti a raíz del aniquilamiento de la banda de Donald Kane.
La joven le miró perpleja.
—¿Que tú trataste de interceder por mí? ¿Quieres aclararme eso mejor?
Howard, por toda respuesta, sacó su carnet de agente federal.
—Soy un agente del F.B.I.
Helen rió de la mejor gana. Luego suspiró con fuerza, como si se hubiese quitado un gran peso de encima.
—Tendrás que perdonarme, Jack. La verdad es que había llegado a pensar cosas terribles de ti.
—En tal caso, estamos en paz, Helen. Confieso que yo…
—Kane se dedicaba al espionaje.
—Lo sé. Pero eso ya es agua pasada. Dime, ¿qué pintan Lecreq y su organización en el asunto?
—La organización está dirigida por un tal Tarrant, a quien no conozco personalmente. Ignoro qué fuente informativa les puso al corriente de los hechos. Lo cierto es que cualquier potencia pagaría una fortuna por hacerse con el objeto. Y la ambición mueve a los hombres a realizar las más arriesgadas empresas. El Tibet cae ya bajo las fronteras comunistas. No me extrañaría que intentaran negociar con ellos la venía del costurero.
—¿Y el secreto?
—El hilo de los carretes es un hilo especial magnetofónico, donde se recogen todas las declaraciones de Curtis acerca de lo que vio. Nombres, datos, fechas y lugares.
Y la cinta métrica, sumergida en ácidos especiales, revelará un centenar de fotografías que completan su ingente labor. Pensó que nadie repararía en un objeto que poseía la delicadeza de un obsequio femenino.
—Esto está mejor ahora. ¿Qué dijo Holloday?
—Me sometió a un breve careo nada más llegar al club. Está obcecado con la idea de que yo conozco el lugar exacto en que se halla el costurero. De momento se limitó a amenazarme veladamente.
—A mí, en cambio, me amenazó abiertamente.
Un ruido procedente del otro lado de la puerta los redujo al silencio. Oyeron murmurar algo y comprendieron que había llegado el momento de actuar.
Howard se tumbó en el suelo y Helen se arrodilló a su lado, mientras la pesada puerta era abierta por los mismos hombres que condujeran allí al agente, que descendieron la empinada escalera pistola en mano.
—Vamos, zángano; levántate ya del suelo —le apostrofó uno de ellos aplicándole un puntapié.
Dejó escapar un gemido.
—No sea bruto—le reprochó Helen, incorporándose—. ¿No ve que está herido en la cabeza? Y se ha lastimado una pierna. No sé si no la tendrá rota. No puede moverla.
—Vamos a ver—terció el otro agachándose para palpar la pierna del joven.
Se la obligó a mover con brusquedad; entre apagados gemidos del agente, y al fin se levantó, diciendo:
—No es nada importante. No tiene fracturado ningún hueso. Vamos, amiguito —añadió guardándose la pistola y tomando a Howard por los sobacos para ayudarle a ponerse en pie—. Tienes que venir sea como sea. El jefe quiere hablar contigo y sólo después de muerto podrías negarte a concederle la entrevista —y dirigiéndose al otro—: Encárgate tú de la rubia y yo ayudaré a éste a caminar.
—Andando, preciosa—cloqueó el forajido colgándose del brazo de la joven, que hizo un gesto de repugnancia.
Howard echó a andar penosamente tras los dos, arrastrando la pierna como si la tuviera anquilosada. Y esperó a alcanzar la mitad del tramo de la escalera antes de entrar en acción.
De pronto fingió que le fallaba la supuesta pierna herida. Dio un paso atrás, se torció de medio lado como si intentara restablecer el equilibrio al tiempo que dejaba caer al suelo las esposas. Giró sobre la pierna izquierda y disparó el puño súbitamente contra el mentón del desprevenido sujeto.
Puso toda su alma en el golpe y la mandíbula del hombre se partió con electrizante chasquido.
No se preocupó más de aquel enemigo, que cayó como una masa inerte escaleras abajo.
Saltó hacia adelante, tratando de evitar a toda costa que el otro pudiera efectuar algún disparo y sembrar la alarma en el interior del club.
Sonrió al ver cómo Helen le arrojaba la pistola al suelo de fuerte golpe con el canto de la mano, al tiempo que le aplicaba un codazo en el bajo vientre.
Howard no tuvo más que sujetarlo por las solapas, descargándole un puñetazo en pleno rostro, que sonó como un mazazo, sumiéndolo en la inconsciencia.
Recogió las dos pistolas, entregando una a la muchacha.
Salieron al oscuro pasillo y torcieron a la izquierda, desembocando en una amplia nave donde se apiñaban cajas de licores y refrescos.
Fueron a parar a las cocinas, desiertas y apagadas, y salieron a un ancho corredor que formaba recodo diez metros más allá.
Tomaron por la bifurcación, para encontrarse en un pasillo cerrado al fondo por una cortina de rojo terciopelo, avanzando en esa dirección.
Iban por la mitad del pasillo cuando sintieron abrirse una puerta a sus espaldas. Miraron hacia allí y vieron aparecer tres hombres en mangas de camisa, que se quedaron un instante parados, observando la extraña actitud de la pareja fugitiva.
Aquel segundo de duda fue su perdición, porque el agente no les dio tiempo a reaccionar.
Comenzó a disparar contra el grupo, logrando solamente uno de ellos escapar indemne, lanzándose de prodigioso salto al interior de la sala que acababan de abandonar. Sus dos compañeros quedaron tendidos en el suelo lanzando ayes de dolor.
La diestra del pandillero asomó armada por el abierto marco, haciendo fuego contra ellos.
Los proyectiles silbaron peligrosamente cerca y el inminente peligro le hizo abandonar su idea de alcanzar la roja cortina del fondo.
Helen pareció adivinar su pensamiento. Mientras él trataba de hacer blanco en la mano armada, pulsó el picaporte de la puerta más cercana al lugar donde se encontraban.
Se encontraron en una vasta sala en la que formaban hilera una veintena de mesas de billar.
Jack dejó escapar una exclamación de júbilo a la vista de los amplios ventanales, que daban a la fachada lateral del club. Miró la calle a través de las grandes cristaleras y abandonó toda precaución para dedicarse a abrir una de ellas.
Apenas había empezado su tarea cuando percibió a sus espaldas un leve grito de aviso de Helen, seguido de la áspera imprecación de un hombre.
Sonaron dos disparos casi simultáneos y uno de los cristales quebróse con estrépito.
Howard se hizo atrás a tiempo de ver desplomarse el cuerpo ya sin vida del tercer hombre que los sorprendieran en su huida por el pasillo.
Helen le entregó entonces la pistola. La sopló antes de guardarla en un bolsillo y ayudó a la joven a descender a la seguridad de la calle.
Se alejaron en dirección al callejón donde Jack aparcara el «Austin», sin que nadie les molestara. Sin embargo, al echar su última ojeada al edificio que quedaba atrás, no pudo evitar que un estremecimiento recorriera su cuerpo de pies a cabeza al ver la descompuesta faz de míster Holloday pegada a una de las ventanas del bar del club, observando el último capítulo de su fuga.
—¿Vamos al «Aguila»? —preguntó Helen cuando el agente hubo puesto en marcha el «Austin».
—Todavía no. El cadáver de Holland habrá sido descubierto ya y rondarán los sabuesos de Scotland Yard. No nos interesa entrar en contacto con ellos por ahora. No pueden acusarnos de nada, pero nos someterán a una estrecha vigilancia, lo cual no nos conviene en modo alguno. Vamos a ver a Jerry Nolan. Un compatriota, amigo de la infancia. Él es quien lo guarda. Se encargará de entregarlo al doctor Grant sin que nadie sospeche, porque es seguro que la clínica estará vigilada a conciencia. Luego iremos a la posada.
Jerry los recibió en su despacho. Jack se fue derecho a lo que le interesaba.
—Se acabó tu tarea de perro guardián, Jerry —le dijo—. Puedes devolverme el objeto que te dejé.
Nolan abrió la caja fuerte empotrada en la pared, hurgando en su interior en busca de lo pedido. De repente lo vieron volverse con hosca expresión y una luz de incredulidad en el fondo de sus pardos ojos. Había palidecido y Howard saltó del asiento al ver el súbito cambio operado en su antiguo camarada.
—¿Qué sucede, Jerry? —inquirió, sospechando la verdad de lo ocurrido.
—Que no está. Alguien lo ha robado y… —apretó los puños con rabia.
—Cálmate, Jerry—dijo el agente, dominando la situación con su habitual serenidad—. No conducirán a nada las lamentaciones. Procura hacer memoria y contestar mi pregunta. ¿Puedes recordar cuándo ha sido la última vez que lo viste en la caja al abrirla para cualquier cosa?
—Pues… esta mañana… no. Ayer… eso es; ayer por la tarde. Sobre las cinco aproximadamente. Recuerdo que la abrí para entregar al cajero dos paquetes de peniques para el cambio.
—¿Y viste entonces lo que yo te había dejado?
—Lo vi. Tan seguro como que estoy aquí.
—¿Había alguien presente mientras sacabas los paquetes conteniendo moneda fraccionaria?
—Mi encargado, Jack. Pero puedo jurar que es de absoluta confianza.
—Eso lo comprobaremos enseguida. ¿Quieres llamarlo un momento?
El jefe de los empleados permaneció rígido frente a la mesa de su patrono, retorciéndose el nudo de la corbata con evidente nerviosismo.
—Mira, Hyde—le dijo Nolan—. Este amigo mío quiere preguntarte algo. Es preciso que contestes como si fuera yo mismo quien te dirigiera la pregunta. Es un asunto de la mayor importancia.
El hombre cambió la mirada en dirección a Howard, asintiendo.
—¿Puede decirme si míster Nolan estuvo ausente de su despacho ayer tarde?
—Sí. Estuvo ausente entre seis y seis y media.
—De acuerdo. ¿Podría usted recordar cuál de los empleados pudo tener acceso al despacho durante esa media hora de ausencia de míster Nolan?
El hombre estuvo un rato pensativo y dijo:
—Me parece que sí, señor. Boriet; Juan Boriet. Un francés que entró en la Casa hace escasamente un mes. Lo eché en falta a poco de marcharse míster Nolan y apareció algo después en su puesto. Enseguida vino a mí y me dijo que se hallaba indispuesto. Me pidió permiso para retirarse a su domicilio. La verdad es que estaba pálido y me pareció que tenía fiebre. Accedí a que se fuera y hoy no ha venido a trabajar.
Howard recogió apresuradamente su sombrero que había dejado encima de la mesa.
—Hay que ponerse en marcha inmediatamente —dijo—. Puede que lleguemos a tiempo todavía. ¿Dónde vive Juan Boriet?
—Bastante cerca de aquí —respondió Jerry levantándose—. Te acompañaré. Y lo seguiré haciendo hasta que vea en tus manos el objeto que me diste a guardar.
Nolan frenó el «Austin» frente a una casa del Soho, de tres pisos, en cuyo exterior aún conservaba las huellas de los bombardeos alemanes.
Helen permaneció en el interior del coche mientras los dos amigos penetraban en el «hall».
Howard hizo sonar el timbre que había sobre la sencilla mesita de centro a cuya llamada acudió una mujer de edad avanzada, secándose las manos en el delantal de cocina.
—¿En qué puedo servirles, caballeros?
—Queríamos ver a Juan Boriet. Él nos está esperando. ¿Tendría la amabilidad de indicarnos su habitación?
La mujer los guió hasta una puerta sin numerar del segundo piso. Howard esperó a que se perdiera el ruido de sus pasos antes de llamar. Golpeó con los nudillos y aguardó la respuesta del interior.
Alguien se removió adentro antes de que una voz trémula inquiriera el objeto de la llamada.
El agente recordó el nombre del pasaporte del individuo a quien golpeara en la carretera la noche del robo del costurero en la clínica y procuró imitarle del mejor modo posible las gangosas inflexiones de voz del hombre.
—Soy Dany; Dany Haniot. Abra un momento. Tengo algo importante que comunicarle.
—¿Trae el pasaporte? —había ansiedad en la pregunta.
—Sí, lo traigo.
Oyó girar la llave en la cerradura y empujó la puerta con fuerza.
Boriet los miró con ojos espantados, mientras una palidez cadavérica se extendía por su rostro.
—¡Míster Nolan! —pudo balbucir al fin.
—Sí, muchacho; míster Nolan, que te va a enseñar a no robar nada en lo sucesivo. Aunque me parece que poco puede aprender un hombre al que han convertido en picadillo. Porque eso es lo que vamos a hacer contigo.
Howard contuvo a su amigo y cogió al atemorizado hombrecillo por las solapas. Lo sentó en la cama y le espetó:
—Ahora, amiguito, vas a decirnos antes de nada dónde guardas el objeto que robaste de la caja de Jerry. Si te portas como un buen chico, es posible que te perdonemos. Pero si te obstinas en negar y en fingir inocencia, vas a experimentar en tu cuerpo los más refinados suplicios orientales. ¿Has oído hablar de ellos? Bien; pues empieza. ¿Dónde lo guardas?
—Yo… yo no lo tengo.
—¿No? Alárgame una caja de fósforos, Jerry. Son muy útiles para refrescar la memoria. Y ayúdame a descalzarlo.
Sonrió levemente al verlo sudar de angustia.
—Esperen, por favor. Yo no tengo la culpa. Lo robé de la caja, cierto, pero… Será mejor que se lo cuente desde el principio.
Jack volvió a guardar las cerillas y lo invitó a explicarse.
—Ayer recibí la visita de un hombre, un compatriota que se presentó bajo el nombre de Dany Haniot. No le había visto en mi vida. Y jamás había oído hablar de él. Me habló de mi madre enferma y de mi hermano ciego y… Bien, me dijo que el amo guardaba en su caja un objeto que le interesaba grandemente poseer. Era un libro envuelto en papel de celofán y atado con una cinta azul. Me ofreció tres mil libras si me apoderaba de él y se lo entregaba y un pasaporte para que hoy mismo pudiera embarcar para Francia. Esta mañana se lo llevé a cambio del dinero prometido y quedó en volver esta tarde a traerme el pasaporte. Les juro que no quería hacerlo; pero él insistió recordándome las penurias de mi madre enferma y mi hermanito y…
De pronto le impuso silencio con un imperioso gesto de su mano. Alguien se aproximaba.
Cuando llamaron a la puerta, Howard indicó a Boriet que fuera a abrir mientras Jerry y él se situaban junto al marco, pegados a la pared.
Haniot entró sin recelar nada y se sobresaltó al sentir en sus riñones el contacto del cañón de la pistola que Howard empuñaba.
—Bien, M. Haniot—le dijo con sarcasmo—. Esta es la segunda vez que nos encontramos.
Lo desarmó, obligándole a sentarse en el sillón.
—De forma que me siguió los pasos, ¿eh? Me vio llevar el costurero a la tienda de Jerry y supuso que lo habíamos guardado en la caja fuerte del despacho. Un buen trabajo. Aunque no resultaba muy honroso coaccionar a un desgraciado como Boriet, valiéndose de las necesidades de su familia. Eso rezuma suciedad por todas las partes. Debió ser usted quien se jugara el tipo, arriesgándose a penetrar en la tienda como fuera y robarlo con la limpieza de un Arsenio Lupin. Concretando; ¿dónde guarda el costurero?
El francés sonrió con marcado cinismo.
—Está en un error si piensa que voy a decírselo. Además, tengo una cuenta pendiente con usted.
—No olvide que yo fui el provocado.
—Desde luego. Recobré el sentido a tiempo de evitar la muerte por congelación. Y juré que le haría pagar caros aquellos terribles momentos. Me costó un esfuerzo sobrehumano vencer el sopor del frío.
—Tendrá que esperar otra ocasión para tomarse el desquite, Haniot. Entonces podrá hacerlo de las dos cosas a la vez. De aquello y lo de ahora. Porque todavía soy yo quien domina la situación. ¿Quiere decirme dónde tiene el costurero?
Haniot oprimió los labios por toda respuesta.
—Está bien; usted se lo ha buscado. Ayúdame, Jerry. Vamos a atarlo y amordazarlo.
Lo tumbaron en la cama, descalzándole el pie derecho. Howard encendió un cigarrillo, indicó a Jerry que lo pusiera boca arriba y lo sujetara, y empezó a hacerle cosquillas en la planta del pie.
El acceso de hilaridad casi le ahogó al impedirle la mordaza la libre expansión. Entonces le aplicó la brasa del cigarrillo.
El alarido de dolor fue contenido por el pañuelo que le cubría la boca, y Jerry tuvo que hacer acopio de tocias sus energías para contenerlo.
El agente retiró la mordaza para que pudiera respirar sin dificultad y le enjugó el sudor que corría a raudales por su congestionado rostro.
—¿Qué —le dijo—, continuamos o prefiere decirnos lo que nos interesa?
—Hablaré —rezongó, respirando entrecortadamente—. ¡Maldito «gángster» del infierno!
—Bien. ¿Dónde está el costurero?
—Lo tiene René Lecreq. Hotel Lahore; habitación número 23. En la margen derecha del Támesis.
—Lo conozco —intervino Jerry—. Se titula hotel, pero es un fonducho de mala muerte.
—Una pregunta, Haniot. ¿Cómo no se ha hecho cargo del objeto míster Tarrant? Tengo entendido que es el jefe de la organización a que ustedes dos pertenecen.
—Tarrant quería negociar con los comunistas. Rusos o chinos. He convencido a Lecreq para prescindir del jefe al menos por esta vez. Prefiero negociar con cualquier país del mundo libre.
Dejaron el coche en la entrada del estrecho callejón, con Helen al volante, y se adentraron en dirección al destartalado edificio de dos plantas de cuya fachada sobresalía un cartel de chapa de hierro, donde apenas eran visibles las palabras del título del hotel.
Penetraron en el «hall», recargado de incongruentes adornos alegóricos al Cercano Oriente, y saludaron al portero que leía un libro en un cuartucho, con un turbante cubriendo su cabeza.
Apenas les prestó atención y buscaron la puerta señalada con el número 23.
Howard detuvo el brazo en alto antes de aplicar los nudillos a la madera para llamar. Jerry le consultó con la mirada y se aprestó a entrar en acción al ver el gesto de alarma dibujado en el rostro del agente del F.B.I.
A una señal de Howard, Jerry retrocedió unos pasos, embistiendo ambos contra la puerta, cuya hoja chascó estrepitosamente al recibir el impacto, cediendo la cerradura de sencillo resorte.
La fuerza de la inercia les precipitó hasta casi el centro de la habitación, donde permanecieron inmóviles una fracción de segundo, contemplando la escena que se ofrecía a sus ojos.
Lecreq se hallaba sobre el lecho, en pijama, y un hilillo de sangre manaba de una herida de la sien, yendo a perderse en la almohada, bajo su cabellera.
Junto a él, dos individuos de pésima catadura estaban procediendo a atarlo sobre las revueltas ropas del lecho. ¡Dos hombres de Holloday!
Jack vio el desconcierto pintado en las caras de sus antagonistas y se abalanzó contra ellos antes que sus músculos tuvieran tiempo material de obedecer los dictados del cerebro.
Disparó el pie como un proyectil, golpeando con la puntera la espinilla izquierda del más cercano a él, que cayó retorciéndose de dolor.
Se volvió furioso al sentir el impacto de un puño en su oreja y se lanzó contra su nuevo enemigo.
Le aplicó una serie de puñetazos al rostro, logrando derribarlo con una ceja partida. Se agachó para registrarlo y recibió un rodillazo en la ingle que lo abatió, mientras le asaltaban violentas náuseas.
Logró desasirse de él, lanzándole por encima de su cabeza con elástico juego de piernas, privándole del conocimiento mediante un fulminante puñetazo al plexo solar.
Acudió en ayuda de Jerry, que forcejeaba por tumbar a su vigoroso adversario. Le propinó un culatazo en el cráneo, dedicándose acto seguido a registrar a los caídos.
Con un suspiro de alivio sacó el costurero del bolsillo del abrigo del que luchara con Jerry. Luego miraron sorprendidos el pálido rostro del portero, que observaba paralizado el hecho desde el vano de la abierta puerta.
Jack sacó una chapa del bolsillo. Una chapa que lo acreditaba como socio del Club Darling de Nueva York, y la acercó a los ojos del empleado reteniéndola en la palma de la mano, casi oculta bajo los arqueados dedos.
—Scotland Yard —musitó, volviéndola a guardar.
Temía que el hombre se diera cuenta de la superchería y observó sus reacciones con evidente interés. Pero el portero se había puesto demasiado nervioso para darse cuenta de la verdad.
Howard le entregó una pistola de uno de los caídos pandilleros de Holloday.
—Vigílelos, amigo. Vamos abajo a llamar a una ambulancia.
Salieron a escape y no respiraron tranquilos hasta que el coche rodó por las arterias principales de la gran urbe, lejos del Hotel Lahore, del alelado portero y las sórdidas callejuelas.
—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Jerry.
—Hay pocos caminos a seguir. No podemos ir a la posada con el costurero, porque sería lo mismo que ponerlo en manos de cualquiera de las partes empeñadas en hacerse con él. Y tampoco podemos llevarlo a la clínica de Grant, al menos de momento. Creo que lo mejor será que continúes guardándolo tú. No se les ocurrirá pensar que vamos a seguir dejándolo en un sitio donde pudo ser robado con tanta facilidad. Ya buscaremos el modo de ponernos en comunicación contigo. Cuando llegues a casa, llamas a su patrona y que se encargue de poner en libertad a Boriet y Haniot. Y no temas por ese lado. Los dos guardarán un silencio de tumba.