Capítulo 1
JACK Howard miró con ojos nostálgicos las desnudas paredes de la habitación que acababa de alquilar por un plazo de tres semanas en la posada veraniega del «Aguila», cerca de Londres.
Había estado allí una vez y siempre deseó volver. Fue durante la guerra. Una breve licencia de quince días, que aprovecharon Stan y él para disfrutarlos en soledad en aquel apartado rincón de Inglaterra.
Stan era un atlético muchacho de Kansas. Su mejor camarada de la guerra. A las tres semanas de haberse incorporado al frente, Stan cayó para no levantarse más, casi segado por la mitad por una ráfaga de ametralladora. Allí se truncaron los hermosos planes que ambos habían forjado para el futuro en la soledad de la posada.
Una vez terminada la guerra, Howard ingresó en el F.B.I., donde se destacó por su inteligencia y arrojo en la lucha contra el crimen. Y aprovechó el mes de permiso que le había sido concedido como premio especial a su ímprobo trabajo en la solución del último caso en que había intervenido, para disfrutar unas vacaciones en aquel rincón de la vieja Inglaterra.
Un caso paradójico el suyo. Buscaba en el recuerdo del pasado un olvido del presente.
Atizó el alegre fuego que ardía en el hogar, procediendo luego a vaciar la maleta, colocando las ropas en el armario. En último lugar sacó la fotografía de una bellísima mujer, repasando las palabras escritas en el ángulo inferior derecho del retrato. «Para Jack Howard, cariñosamente, de su Helen Ferris».
La tiró con gesto brusco al fondo del armario, cerrando la puerta con llave. No era el mejor modo de olvidarla estar siempre contemplándola, aunque fuera en insensible imagen fotográfica.
Descorrió los visillos del balcón y miró el plúmbeo cielo y la desolada campiña que rodeaba la posada. Los raquíticos arbolitos diseminados en la pelada pradera se mecían a impulsos del gélido cierzo, que arrastraba consigo minúsculos copos de nieve.
Vio de pronto las saetas luminosas de los faros de un automóvil, que se acercaba a la posada a velocidad peligrosa.
Oyó el brusco frenazo del coche al detenerse frente a la entrada y el hecho de tener que compartir la solitaria posada con otro huésped desconocido le produjo cierta contrariedad.
El timbre del mostrador repiqueteó con insistencia y sintió las pisadas de míster Davidson, el dueño, bajar al vestíbulo para atender al recién llegado.
Fue al subir la escalera míster Davidson y el nuevo huésped, cuando Howard se sobresaltó. Concretamente al responder la persona que había llegado a una de las preguntas del posadero.
Acercóse a la puerta temblando de excitación, concentrando todos sus sentidos en el del oído.
—Claro que es en verano cuando esto se anima de veras —oyó decir a Davidson—.
Pero tampoco faltan los que se dedican a invernar y así vamos tirando.
Le respondió una voz de argentadas inflexiones. Una voz femenina que él reconocería entre un millón. ¡La voz de Helen Ferris! Aquella mujer que apareció misteriosamente en su vida, haciéndole concebir la dicha de un amor correspondido, para desaparecer después de la misma forma enigmática con que hiciera acto de presencia.
Se preguntó qué destino la habría llevado a la vieja Inglaterra, y, más concretamente, a la solitaria posada del «Aguila», donde él pensó encontrar la tranquilidad de espíritu que ansiaba, lejos del bullicio de las ciudades y de los lugares que pudieran recordarle a la muchacha.
Sonrió con sarcasmo al comprobar que Davidson introducía a la mujer en la habitación contigua a la suya.
Dedicóse a pasear de un lado a otro de la habitación, rumiando sus pensamientos, todo el tiempo que Davidson empleó en encender el fuego del hogar.
Cuando el posadero se alejó en dirección a la cocina, Howard salió al pasillo, golpeando con los nudillos la puerta del cuarto destinado a Helen.
Sintió flojear su ánimo a la vista de la esbelta figura de la mujer y de aquel par de grandes ojos que lo miraban con asombro.
—Buenas noches, Helen —saludó, dando a su voz un tono de irónica indiferencia.
—¡Jack! —exclamó la muchacha—. ¡Tú… aquí!
La empujó adentro con suavidad, entornando a medias la puerta.
—Los «dos» aquí, Helen —subrayó.
—Desde luego —respondió ella con voz velada por la emoción—. Pero el último sitio del mundo donde se me hubiese ocurrido imaginar que pudieras estar en este instante, es la posada del «Aguila».
—No hace falta que lo jures, Helen. A mí me ocurre lo propio. Ha sido todo tan inesperado… No hace una hora que llegué con la esperanza de… Bueno; ¿qué importa eso ahora?
—¿Tenías la esperanza de encontrarme aquí? —inquirió ella, mirándole con marcada desconfianza.
—Todo lo contrario, Helen.
Sonrió al decir esto. De pronto la vio llevarse el dorso de la mano a la boca y mirar con ojos desorbitados algo que debía estar a espaldas suyas.
Una voz masculina, extrañamente ronca, le sopló al oído:
—Levanta las zarpas, hermano. Y procura no hacer ningún gesto sospechoso si no quieres masticar plomo.
Howard hizo lo que el otro le ordenaba, volviéndose a él con parsimonia. El individuo cubría la parte inferior de su rostro con un pañuelo, manteniendo el sombrero de amplias alas echado hacia delante, ocultando el color de sus ojos. La mano que empuñaba la pistola oscilaba levemente de izquierda a derecha, cubriéndoles de una manera constante.
Jack le obsequió con una sonrisa despectiva, sin hacer demasiado caso de su amenazante actitud. Lo único que le preocupaba era la intriga en que veía nuevamente envuelta a la muchacha.
—¿Puedo saber qué significa todo esto? —inquirió con aplomo—. Porque le advierto que no llevo nada encima capaz de tentar la codicia de nadie.
—¡Gállate! —tronó el otro—. No te va bien esa falsa postura de ignorancia. Estás tan enterado como yo del asunto que me ha traído aquí. Pierdes el tiempo tratando de distraerme de ese modo. Es un truco demasiado conocido.
Howard no entendió nada de aquello. Así, optó por callarse y esperar los acontecimientos. Porque algo en la actitud de Helen le decía que no estaba dispuesta a plegarse a la voluntad del individuo.
De esa forma transcurrió más de media hora, hasta que oyeron el rugido del motor de un coche lanzado a gran velocidad contra la fuerza del gélido viento, el cual vino a detenerse junto a la entrada de la posada.
El chirrido de los frenos produjo un estremecimiento de Helen. También se dio cuenta que el enmascarado envaraba el cuerpo y sus músculos se tensaban como las cuerdas de un violín.
—Llegó el momento —siseó el hombre de la pistola—. El mínimo ruido o la menor palabra y os vacío el cargador en el cuerpo.
Alguien empezó a ascender ruidosamente la escalera.
El enmascarado se corrió a un lado, dejando libre la puerta. Con un gesto les invitó a bajar los brazos y mantenerlos pegados al cuerpo.
De pronto Helen gritó con toda la fuerza de sus pulmones, con un acento dramático que impresionó a Jack.
—¡Huye, Holland! ¡Peligro!
La joven lanzóse en plancha al suelo, de forma que la cama quedara interpuesta entre ella y el amenazante cañón de la pistola.
El hombre maldijo sordamente al tiempo que disparaba el arma.
Los cristales del balcón se hicieron añicos al recibir los impactos, en un punto donde una fracción de segundo antes estuvo el cuerpo de Helen Ferris.
El error del desconocido estribó en avanzar hacia la cama en busca de la muchacha, desentendiéndose momentáneamente del agente del F.B.I.
Howard le aplicó un puntapié en la diestra, haciéndole soltar la pistola. Le clavó el puño izquierdo en el estómago y casi lo levantó en vilo de un soberbio gancho en la mandíbula cuando se encogió sobre sí a causa del dolor del primer golpe.
Recogió la caída arma y salió al pasillo sin hacer caso del otro, que se retorcía en el suelo de dolor.
Al fondo del corredor divisó la temblorosa figura de míster Davidson, con el rostro blanco como un sudario.
Un agudo grito de Helen lo retuvo indeciso en el primer rellano de la escalera. Las armas empezaron a trepidar abajo, al tiempo que un coche arrancaba a toda marcha.
Prosiguió el descenso, volviendo a detenerse al oír detonar por dos veces a una pistola de pequeño calibre en la habitación de la joven; a las detonaciones sucedió el sordo ruido de un cuerpo al desplomarse, seguido de un fuerte portazo de los postigos del balcón.
Corrió arriba, temiendo por la seguridad de Helen.
La joven comenzaba a incorporarse cuando él penetró como una tromba en el cuarto. No vio ni rastro del enmascarado y Helen le indicó con la mirada las abiertas puertas del balcón.
Asomóse al exterior, distinguiendo la silueta del fugitivo huyendo en dirección a la cercana carretera a través de la pradera que rodeaba la posada, cojeando aparatosamente.
Los disparos habían cesado afuera.
Los faros pilotos del coche tripulado por Holland apenas eran dos puntitos en la lejanía. Otro coche emergió de la oscuridad, iniciando la persecución, el cual amainó la velocidad para recoger al herido fugitivo.
Howard no se movió hasta que el segundo coche húbose perdido en la distancia engullido por la densa niebla. Entonces cerró el balcón con parsimonia y quedó mirando a los ojos de la joven un buen rato antes de inquirir:
—¿Tenía otra pistola o fuiste tú quién disparó?
—Fui yo —tardó un poco en contestar—. Se incorporó y trató de hacer presa en mi cuello con sus horribles manazas. Apenas tuve tiempo de sacar la pistola del bolso.
Al decir esto señaló una pistolita caída sobre la alfombra junto a un bolso de charol.
—Es casi de juguete, pero resulta eficaz a corta distancia.
—Lo sé. Conozco esa clase de armas. Conservo dos señales de ellas en el cuerpo. Bien —agregó—. Lo heriste en una pierna, pero no lo suficiente para impedirle huir.
—No llegué a herirlo, Jack. Me dio un manotazo antes que consiguiera disparar. Luego me arrojó al suelo de un empellón y se lanzó por el balcón antes que yo pudiera reaccionar. Debió lastimarse una pierna al saltar. Hay una altura de cerca de cinco metros hasta el suelo.
—Desde luego. No cabe la menor duda que es un tío con suerte. Aunque quizá sea mejor que haya logrado escapar. Los sabuesos de Scotland Yard se las pintan solos para hacer «cantar» a la gente.
—¿Qué insinúas, Jack? —inquirió con voz temblona.
—Es posible que te resulte molesto lo que he dicho, pero lo cierto es que estás en mejor opción de dar explicaciones que de pedirlas. Comprueba las consecuencias de esta cuestión, de la cual yo ignoro el ciento por cien. Un pájaro enmascarado que se cuela aquí pistola en mano; una verdadera batalla campal a tiro limpio y una carrera de coches capaz de dejar en mal lugar a las de Indianápolis. Un verdadero lío, cuya clave debe estar en tus manos. Por eso dije que es una suerte que ese elemento haya conseguido huir. ¿Sabes tú quién era y por qué dijo lo que dijo? ¿Y qué relación guarda contigo ese tal Holland, cuya vida salvaste provisionalmente?
—Por favor, Jack—le atajó en tono represivo—. Son preguntas que no puedo ni debo contestar… por ahora. Por otra parte, creo que son pocas las cosas que podemos echarnos en cara mutuamente.
Howard permaneció en silencio, reflexionando en las palabras de la joven. No le faltaba razón para decirle eso. No podía dejar de tener en cuenta que ella ignoraba su verdadera personalidad de agente del F.B.I. Y tampoco le convenía revelarlo… por ahora.
Helen Ferris había estado íntimamente ligada a la siniestra cuadrilla de Donald Kane. La conoció precisamente cuando él pasó a formar parte de la banda de Kane, en misión especial y arriesgadísima. Para él, Helen Ferris era una delincuente. Y no cabía duda que la joven seguía considerándolo un fuera de la Ley, tal y como le conoció en Chicago.
—Me hago cargo de tus sentimientos, Jack —dijo ella de pronto—. Pero me es imposible hacerte una exposición de los hechos que han motivado lo que has visto. Son varias las vidas que están en juego. Y la mía es una de ellas, Jack. Puede que no sea la última víctima de este diabólico asunto, si estoy predestinada a ello, ni tampoco la primera. Sólo una cosa puedo decirte. Que fui realmente sincera cuando te confesé mi amor, allá, en Chicago. Y te sigo queriendo como entonces. Pero algo más fuerte que mis propios sentimientos me obligó a alejarme de ti, quizá cuando más me necesitabas.
Su voz se quebró en un sollozo.
Howard la estrechó entre sus brazos. Pero apartóse bruscamente al llamar alguien a la puerta.
Era míster Davidson, que oscilaba sus piernas, aún no repuesto del susto recibido.
—¿No le ha ocurrido… nada malo, señorita? —preguntó con un hilo de voz.
—Tranquilícese, míster Davidson. Todo ha pasado ya.
—¿Sabe quiénes eran esos hombres? ¿Qué diablos buscaban aquí?
—No sé quiénes eran, pero sí lo que buscaban. Míster Holland traía una valiosa colección de joyas.
—¿Joyas?
—Exactamente. Los dos somos intermediarios en la compra de ellas. La misión de Holland era traerlas de Amsterdam aquí, y la mía llevarlas de Inglaterra a Estados Unidos y ponerlas en manos de sus dueños.
—En tal caso, creo que lo mejor será avisar al Yard y que les preste protección. Es posible que míster Holland haya sido alcanzado en el camino.
—No lo creo. De todos modos conviene esperar los acontecimientos. Holland sabe arreglárselas solo.
—Bien; ¿qué opina usted de esto? —dijo, volviéndose a Howard.
La muda súplica que vio en los ojos de Helen le indujo a seguirle la corriente.
—Creo que miss Ferris tiene razón. Si los atacantes han logrado echar el guante a míster Holland, que sea él quien ponga el hecho en conocimiento de la policía. Y si ha eludido la persecución… Bueno, el aviso ha sido como para volver precavido al más flemático de los hombres.
—De acuerdo. Pero conste que…
Cortó la frase al fijarse de pronto en el individuo que había aparecido en el zaguán, apoyándose en un bastón de ébano de dorada empuñadura. Un hombre alto, de grave continente, con los aladares ligeramente plateados por la nieve de los años.
Helen apresuróse a ir hacia él, tomándolo por un brazo.
—Mi hermano Edgar —presentó—. Me olvidé advertirle su llegada. Disponga otra habitación para él.
Howard, desconcertado pero consciente de que su presencia era un estorbo, despidióse de la pareja, dispuesto a poner en práctica el plan de acción que habíasele ocurrido de pronto, encaminado a aclarar el profundo misterio que rodeaba la presencia allí de Helen Ferris. Howard era un hombre práctico cien por cien y no le gustaba profundizar demasiado en teorías.
Abrió el balcón, procurando que la falleba no produjera el menor chirrido. Pasó a la parte exterior del barandado de hierro, no sin cerciorarse antes que el perteneciente a la habitación de la joven permanecía sumido en la oscuridad.
Dejóse caer hacia adelante, rígido el cuerpo, asiendo las manos en el barandado inmediato antes de soltar los pies de la cornisa del suyo. Izóse con elásticos movimientos, comprobando que Helen había echado los pestillos de las contraventanas.
El sonido de las voces era perfectamente audible a través de los huecos de los cristales destrozados por los balazos del enmascarado.
—Ha sido providencial la presencia aquí de Jack Howard —oyó decir al hombre—. No quiero ni pensar en lo que te hubiese ocurrido de no hallarse junto a ti cuando gritaste para advertir a Holland del peligro.
—Lo sé, Edgar. Pero hubiese procedido igual de todas formas. Fue un impulso irresistible.
—Es una pena que Howard sea lo que es. Me gustaría poder confiar en él. Vamos a necesitar mucho de hombres de su temple para poder llevar a buen puerto la frágil barquichuela en que vamos a embarcarnos.
—Howard era el hombre de confianza de Kane. Y ya conoces las actividades a que Kane se dedicaba. Atracos, estupefacientes y espionaje.
Transcurrió una pausa, que rompió el propio Edgar:
—Hemos hablado de todo menos de lo que realmente nos interesa. ¿Crees que Holland habrá logrado refugiarse en la clínica de Grant, conservando en su poder el «costurero»?
—Me inclino a suponer que sí.
—¿Simple corazonada?
—Algo más que eso. La distancia a Londres es corta y ellos perdieron un tiempo precioso al recoger al hombre que nos estuvo amenazando.
—Holland iba herido. Vi claramente cómo recibía un balazo en el hombro izquierdo, mientras apoyaba su huida disparando desde el seto del otro lado de la carretera. Fue una buena idea permanecer allí de vigilancia mientras se llevaba a efecto la entrega del objeto.
—Lo mejor es llamar a la clínica por teléfono.
—Tienes razón. Espera un momento.
Edgar tardó casi media hora en estar de regreso. Por el tono con que empezó a hablar, Howard comprendió que las cosas habían rodado bastante bien para Holland a pesar de todo.
—Holland se encuentra a salvo en la clínica —dijo—. La herida no tiene mayor importancia. El «costurero» lo ha guardado Grant en la caja del despacho y Siles montará guardia en él toda la noche. Mañana, a poco que la suerte nos acompañe, pasará a poder nuestro.
Howard regresó a su habitación, comprendiendo que se había dicho todo cuanto pudiera encerrar un valor positivo para la solución del embrollo.
En la habitación permaneció el tiempo justo para enfundar la pistola en la funda sobaquera y proveerse de una potente linterna y un manojo de llaves maestras.