Procedencia de los héroes

El territorio mítico está poblado de vidas y proezas de los héroes. El continente, la costa y las islas, los bosquecillos y los manantiales están ocupados por lugares de culto consagrados a ellos. Tras su muerte, los héroes perviven en la memoria como seres divinizados y alejados, perduran en los altares y santuarios consagrados a ellos, comparecen entre las filas de batalla de sus sucesores y desde el cielo brillan como astros sobre la tierra. Son los ancestros, los antepasados, son fundadores de ciudades y colonias, son creadores, protectores, defensores y custodios; de ellos emana una fuerza que ordena y actúa intensamente, sin la cual es impensable la abundante articulación de la vida griega. No existe polis sin culto a los héroes, sin héroes. Una ciudad-estado con sus arcontes y bouleutes que careciese de él, necesariamente daría la impresión de ser frágil y miserable; es difícil imaginarse un estado tan desorganizado. El culto a los héroes está ligado a la vida de la polis de un modo exacto y estricto, y de él depende el ordenamiento y el florecimiento de las ciudades.

Homero y Hesíodo refieren quiénes eran los héroes y qué es un héroe; informan también sobre los lugares de culto a los héroes y sobre los mitos locales. Por un lado, el culto a un héroe puede cambiar de lugar como el propio héroe y, por otro, también puede propagarse e incluso generalizarse cuando las ciudades, las estirpes, los gremios y las profesiones se apoyan en ellos tal y como evidencian los cultos a Heracles o a los dioscuros. Ahora bien, la relación del héroe con el lugar es más profunda y duradera, tal y como se observa en el héroe epónimo, el héroe fundador de una ciudad o de una región. Entre los héroes epónimos en razón de los que Clístenes dio nombre a las diez phylae o tribus áticas, se encuentra Áyax de Salamina, pues Salamina pertenecía a Atenas como un demos especial. El héroe es y sigue siendo un genius loci, está ligado a un lugar determinado y perfectamente acotado dentro del cual cumple múltiples misiones. Como tal es héroe epicórico o encórico. Posee un lugar fijo y su heroon es propiedad permanente del territorio. En consecuencia, se puede hablar de territorios heroicos que delimitan unos con otros. A partir de ellos, surgió nuestro concepto de territorio heroico, de suerte que entendemos como heroico un territorio cuya naturaleza es imponente y poderosa, y evidencia formas libres y audaces. En su origen, el concepto de territorio heroico no era estético sino mítico. La naturaleza mítica, que tiene vida propia, pertenece a los héroes.

Ya se apuntó que no existen héroes en la época de los titanes, que ni siquiera se conocen los nombres de las generaciones de hombres que vivían en ella. En la Ilíada, Diomedes le pregunta a Glauco a qué estirpe pertenece, y éste le responde que por qué lo pregunta. Continúa diciendo que las generaciones de hombres crecen y desaparecen como las hojas de los árboles y que, por lo tanto, son anónimas, no conocemos los nombres de las épocas anteriores a la edad heroica. La necesidad que retorna a modo de ciclo, el carácter elemental del reinado de los titanes, no admite héroes, pues esta necesidad y esta elementalidad carecen de destino. Los héroes y sus nombres sólo aparecen allí donde hay dioses. También los dioses carecen de destino. Pero para el hombre que se topa con ellos, ellos son el destino; el hombre que se encuentra con ellos posee un destino. Los titanes y los héroes no se encuentran con anterioridad a la caída de los grandes titanes; el hombre suscita interés únicamente a partir de Prometeo. Tampoco se produce un contacto directo entre un héroe y Gea. El héroe ni procrea con Gea ni ha nacido de la tierra como los titanes y los gigantes. A Ticio y Erecteo se los tiene por hijos de Gea. Ticio no es un héroe, es un ser de tamaño gigantesco que desea procrear con diosas, para lo cual le ha sido deparada una suerte muy similar a la de los gigantes. Tampoco el anciano y serpentiforme Erecteo o Erictonio es un héroe. El stamnos o ánfora de Hermonax representa a Gea emergiendo de la tierra y entregando el hijo de Erictonio a Atenea.

Hay que diferenciar entre héroes y autóctonos. Los pueblos y las diferentes generaciones de héroes no sólo se remiten a los antepasados heroicos de origen divino sino también a los autóctonos. Los atenienses y los arcadios se consideraban a sí mismos autóctonos. Ogigo de Beocia, Pelasgo de Arcadia y Feneo, Perifas del Ática, Erecteo y Cécrope son autóctonos. Su correlativo en Italia son los aborígenes, el pueblo itálico originario del que proceden los latinos y cuyo primer soberano fue Jano bifronte. Son indígenas o terrígenos, nacidos de la tierra, tal y como también los llamaban los griegos. Autóctonos son los antepasados, autóctonos se llaman los pueblos y las generaciones que proceden de ellos y que no se han mezclado. El autóctono griego es alguien que ha brotado directamente de la tierra, que es su madre; no tiene padre. Es gémino, bimorfo, en la parte superior es hombre, en la inferior es dragón, y esta forma corpórea es la que lo caracteriza. El gémino, tal y como muestran los gigantes, siempre es un terrígeno. Sin pies reposa sobre la tierra de la que surgió al igual que los dragones, las serpientes y los gusanos que, como animales ctónicos, proceden directamente de Gea. Homero dice de Erecteo que lo engendró el terruño. Cécrope, a quien adoran los cecrópidas del Ática como a su antepasado, también es un gémino. El nacimiento de la tierra y la bimorfidad acercan a autóctonos y gigantes. La diferencia entre autóctonos y héroes reside en la genealogía; en los autóctonos lo determinante es la madre, en los héroes el padre. Los héroes son hijos de su padre y se remiten a un antepasado de origen divino, a los dioses. Viven en un orden patriarcal y no matriarcal. Son hijos de Zeus o de otro dios, no son hijos de Gea. Están sujetos al nomos de Zeus, no al de Gea. Puesto que el ámbito masculino, paternal, que desemboca en la historia produce un predominio indiscutible, los autóctonos irán retrocediendo cada vez más ante los héroes. No se extingue su recuerdo y se mantiene el culto en su honor ya que no es posible que desaparezca por varias razones, pero este recuerdo conduce de nuevo a la oscuridad, a lo insondable, al mismo seno de Gea. De éste provienen criaturas como la Esfinge, Equidna, Quimera y las sirenas, criaturas todas que tienen algo de enigmáticas porque aparecen en los límites y porque aúnan en ellas formas dispares.

Del antiguo orden autóctono apenas quedan vestigios. Se advierte bien que la naturaleza autóctona ha sido desplazada por los héroes, por doquier puede comprobarse el hecho de que a los autóctonos también se les atribuyen padres, como Hefesto. Una prueba de ello también es la curiosa relación que mantienen Erecteo y Atenea, a la que éste cuida y protege, y cuyo culto introduce en Ática, en cuyo honor instaura unos juegos y erige un templo. Este templo, el Erecteión, en el que Atenea es honrada junto con Erecteo y Pándroso, muestra ya en su construcción, que difiere de las construcciones habituales por una singular y curiosa disposición de sus espacios de culto, el tipo de dificultades que había que vencer. Los atenienses adoptaron posteriormente a Erecteo como uno de los diez héroes originarios y aparecerá como héroe epónimo ateniense.

Todavía queda por saber qué conexión existía entre Prometeo y los héroes. El héroe no es prometeico sino que se encuentra bajo la influencia del nomos de Zeus y se somete a él. La época del dominio de Zeus y sólo ella coincide con la aparición de los héroes. El héroe pertenece al ámbito mítico y no sale de él, no entra en la historia. Eso sucederá únicamente en aquellos raros momentos en los que las fuerzas míticas pasan a ser históricas, haciéndose de nuevo efectivas en medio del devenir histórico. En la batalla de Maratón había entre el ejército de los griegos un hombre a quien nadie conocía y que no se dejó ver una vez acabada la guerra. Iba vestido como un campesino y en la mano llevaba un arado con el que mató a muchos persas. El oráculo al que recurrieron los atenienses para conocer su identidad les mandó adorar al desconocido como héroe con mancera (ekhetleos). Y así fue. En la pintura de la batalla de Maratón ubicada en la Poikile está representado con una mancera. Lo excepcional de un procedimiento como éste reside en el hecho de que aquí el héroe aparece como alguien anónimo. Dejando a un lado casos como éste, no debemos buscar al héroe en una época histórica y sólo a modo de comparación pueden ser calificados como héroes los personajes que entran y actúan en la historia. Pero en un sentido estricto no lo son.

Homero llama héroe a todo hombre libre; su definición es la más amplia. No sólo la utiliza para hablar de un hombre sumamente respetado que destaca por sus méritos, no sólo del soberano y el guerrero, y de aquel que ocupa un asiento y tiene voz en el consejo o en la asamblea popular sino también cuando habla del jovenzuelo inexperto, del anciano, de los aedos y de los heraldos. Aún así, elogia el reinado de los héroes; a los soberanos, a los pertenecientes a una estirpe real, los realza frente a los demás. La Ilíada es la epopeya del reinado de los héroes, que se presenta junto con sus seguidores. Si bien en ella una de las características del héroe es su origen divino más o menos cercano o lejano, la palabra reviste un significado más amplio, que Hesíodo resumirá con mayor concisión al decir que en la tierra los héroes son la cuarta generación de hombres. Debido a su proximidad con los dioses, los héroes son, en cierto modo, divinos. El héroe se caracteriza como tal porque se encuentra con el dios. Todas las generaciones de héroes apuntan hacia un origen divino y descienden de un dios o de una diosa, y es este origen divino el que más tarde reivindicaron para sí los autóctonos. Las diferencias en los niveles de prestigio se justifican por la cercanía o lejanía con respecto a este origen. El semidiós no siempre aparece bien circunscrito con respecto al héroe, pero esta denominación sólo se aplica a los que tienen un origen divino, ya sea por parte de padre o de madre. El respeto por esta procedencia presenta ciertos grados y los vástagos de Zeus se llevan la palma. El primer canto de la Ilíada evidencia qué piensa Homero al respecto cuando Néstor, durante la lucha entre Agamenón y Aquiles, toma la palabra y sopesa los méritos de uno y otro. Lo que no menciona es que Agamenón procede de Zeus a través de Tántalo, y Aquiles a través de Eaco. A su entender, Aquiles es el más fuerte y goza, además, del privilegio de proceder, por parte materna, de una diosa. Agamenón es más poderoso y manda a un ejército más numeroso. Néstor advierte a Aquiles que no se oponga a Agamenón ni se le equipare en honores porque el propio Zeus, protector de los reyes, cubre de gloria al Átrida. El hecho de proceder directamente de Tetis no le otorga a Aquiles una ventaja en la batalla. Ahora bien, cuando Tetis intervenga en la lucha, la inclinará a favor de su hijo.

Es evidente que en el héroe se da más divinización del hombre que a la inversa. A través de los matices propios de la palabra, el camino conduce a los dioses supremos pasando por los semidioses. En cierto modo el hombre es divino, y es esto lo que atrae a los dioses y les induce a establecer contacto con ellos. Los dioses buscan al hombre, logran esta conexión con él. Esta idea, que Homero llevó al extremo, ilumina el poema épico con una luz no menos intensa que la de Helio. Más allá se encuentra la certeza, que recorre el mito entero, de que el hombre es capaz de algo de lo que no son capaces los dioses; de que en su corazón late el dilema por el que, apartándose de los dioses, dirige su atención al ámbito titánico.

La veneración debida a los dioses es similar a la de los héroes. Se adora a los héroes como si fuesen seres divinizados. Puesto que son genii locorum a los que se evoca en lugares sagrados, en manantiales y pequeños bosques, la dimensión espacial de su culto es, en principio, local y está circunscrita a una ciudad o zona. Así sucede con los héroes délficos Autónoo y Fílaco y con otros muchos héroes locales que nombra Pausanias en sus crónicas de viajes conocidas como Descripción de Grecia. A otros se les rinde culto en diversos lugares con los que tienen un vínculo existencial. Un vínculo de este género puede ser creado a posteriori; se observa entonces que el culto emigra, como ya dijimos refiriéndonos a Heracles y a los dioscuros. Por lo general, se puede decir que el poema épico propaga el culto a los héroes confiriéndole la más amplia dimensión. A los ayácidas y átridas, a Filoctetes e Idomeneo, y en particular a Ulises y a Diomedes se les rinde culto más allá de Grecia, incluso en Italia.

Los héroes han muerto y como a muertos se les venera. Son tanto espíritus protectores como punitivos, e intervienen en el destino de los vivos de modo numinoso. Se le aparecen tanto al que está en vela como al que está durmiendo, ya sea espontáneamente o porque han sido invocados, pero ante todo aparecen en sueños de favorables presagios. Se entiende que en el poema épico, en el que aparecen vivos y activos, no se hable mucho de su divinización, que pertenece al culto de los antepasados y de los muertos; no obstante, se perciben indicios de ello por todas partes. El poema épico evidencia el sellado de una época a partir de la que ya no surgirán nuevos héroes; la edad heroica llegó a su fin. El culto a los héroes, que es local, sigue al acontecer mítico. Al igual que a los dioses, a los héroes se les ofrecen sacrificios; estos sacrificios son víctimas sacrificiales y siguen un procedimiento propio. A los héroes se les ofrecen los primogénitos. Si se sacrifican animales negros en su honor, es necesario mantener la cabeza en dirección hacia la tierra, la sangre debe escurrirse en una cavidad y la carne no debe comerse como banquete sacrificial sino que debe ser quemada. La libación en su honor consiste en vino, miel, agua, leche o aceite. Se les ofrece sacrificio por la tarde y no por la mañana como a los dioses. La segunda crátera está destinada a los héroes y a las heroínas. El altar erigido en su honor es bajo y no es de piedra. En los relieves votivos se observa al héroe venerado sentado en su trono o postrado. Encima de la tumba a la que se rinde culto se erige un heroon. Se mantiene por doquier el carácter del sacrificio a los muertos. Se procede a verter la libación en una cavidad a poniente de la tumba y mientras hace esto el oferente dirige su mirada hacia occidente, hacia la zona del Hades. Los animales sagrados de los héroes son el caballo y la serpiente.

La educación centáurica

Que el modo centáurico de vivir se convirtiese en una escuela de héroes, que se los educase lejos de las moradas de los hombres, a cielo abierto, en las cuevas de la naturaleza salvaje de las montañas, puede parecer extraño, considerando el concepto genérico de lo centáurico. A él se asocian la rudeza y el salvajismo propios de la vida de los primeros cazadores. En ellos no se percibe nada de la fuerza suave de una Hestia o de una Deméter; no son pastores ni cultivan el campo. Están desnudos, son vellosos, impetuosos, poseen armas fabricadas por ellos mismos y llevan la vida errante de los cazadores que van por libre, que persiguen su presa y necesitan vastos espacios. Los cazadores de toros tesálicos, centauros con cuerpo humano, retrocederán más tarde ante los hipocentauros. De su cuerpo zoomorfo de caballo surgirá la figura humana, a modo de remate que no puede liberarse del pesado e imponente cuerpo de animal y permanece unido a él. Píndaro relata que fue Ixión quien engendró a los hipocentauros de su unión con una nube; Ixión, no obstante, es de origen lapita. El jinete y el caballo están unidos en el centauro; sus armas son troncos de árbol, lanzas, tizones o pedazos de roca, pero no arcos y flechas. Se alimentan de carne cruda; les gustan la leche y el vino, que los embriaga y los vuelve violentos, pero los coloca al mismo tiempo bajo la influencia hechizante de Dioniso. También guardan desde siempre relación con Pan, como indican los lugares que habitan, su vida errante y el hecho de haber sido criados por ninfas. Son veloces, fuertes y están hechidos de un poderoso deseo de unirse a mujeres humanas. Las centauresas equinas, que son menos frecuentes, presentan una hermosa constitución femenina. Se dice que los hipocentauros fueron lentamente desplazados de sus vastos parajes de caza y tuvieron que refugiarse en desiertos lejanos. Así lo evidencia el combate que mantuvieron con los lapitas, en el que fueron expulsados del Pelión y huyeron hacia el Pindo y a las fronteras del Épico, así como también la Centauromaquia, cuando lucharon contra Heracles, que los forzó a dispersarse y les infligió tal derrota que se diría que desaparecieron. Heracles, Teseo y Pirítoo son sus principales adversarios en este combate. Las montañas boscosas, las planicies cubiertas de hierba y, en general, los territorios salvajes intransitados constituyen la morada más antigua de los centauros. Los encuentros hostiles de los héroes con ellos se deben a incursiones en sus zonas de caza y en sus moradas como expediciones de castigo por sus raptos de mujeres. Ahora bien, aunque estos encuentros son ocasionales y hostiles, su efecto es profundo y duradero. Las vidas de los centauros y los héroes entran en una relación amistosa e incluso íntima. Un rasgo aislado lo conforma la acogida hospitalaria de Heracles por parte del centauro Folo, en quien las fuerzas rudas y desenfrenadas de la vida de los centauros parecen más suavizadas. A través de su antigua y proverbial rudeza se traslucen los rasgos de una nobleza indestructible que, en el inmortal Quirón, anula cualquier indicio de salvajismo. Por su origen Quirón se diferencia de los centauros porque es hijo de Crono y de Fílira, una de las hijas de Océano, y este origen evidencia su singular dignidad. Es el gran maestro y educador de héroes. La vida de los héroes se vuelve hacia el ámbito centáurico, en él echa sus raíces y de él emerge fortalecida e iniciada. ¿Qué puede aprender un héroe con el centauro? ¿Qué es lo que éste le enseña? Los héroes acuden a él cuando salen de la casa paterna, a una tierna edad, cultos y ávidos de saber. Son restituidos al elemento y, aun cuando se les acoge, son al mismo tiempo expósitos que se sumergen en el vigor de la naturaleza virgen. En ella se endurecen, adquieren fuerza y autonomía, aprenden a ser independientes. Una educación doméstica y urbana, y también teórica, está lejos de lo centáurico, lejos de toda educación centáurica. Ésta se caracteriza por la frescura del rocío de la mañana que cae sobre el joven, por la naturaleza virgen como lugar de esparcimiento de los jóvenes y de sus juegos, por el contacto con el aire, la luz y el agua. Quirón educa más por su cercanía, su trato, su modo de vida que porque esté constantemente enseñando. Se le representa en medio de sus alumnos. Cariclo, esposa de Quirón, y su madre Fílira participan en esta educación. En la Cuarta Oda Pítica, Píndaro hace decir al joven Jasón que procede de Cariclo y de Fílira, de las cuevas donde le educaron las nobles hijas del centauro y donde, durante veinte años, no ofendió a mujer alguna con sus actos ni con feas palabras. Lo que Quirón enseña es la vida sencilla, autosuficiente, libre e independiente, el uso de las armas, el arte de la cinegética, el conocimiento de las hierbas. Apolo conduce hasta él a Asclepio, al joven médico de los dioses, puesto que Quirón enseña a tratar las enfermedades y a curar heridas. Entre sus alumnos se cuentan también los hijos de Asclepio, los médicos héroes Macaón y Podalirio. También Palamedes, sagaz y sumamente instruido, es discípulo suyo. Quirón no sólo es el maestro de la caza y la medicina, también domina el arte del presagio, la música y la gimnasia. Su saber se completa con las artes liberales. De ahí que dependa de él la educación de los héroes en las artes y que, gracias a él, la vida de los héroes se llene de unas fuerzas artísticas sin las cuales necesariamente seguiría siendo tosca y pobre. El centauro es como el sátiro, al que recuerda por su vello y por las orejas puntiagudas; tiene mucha sensibilidad artística, y Quirón, el educador, recuerda al sileno entusiasta, educador y maestro de Dioniso. Apolo y Ártemis guardan una estrecha relación con Quirón, del que se decía que era comedido, sobrio y prudente, y que poseía un alto sentido de la justicia. En el Pelión frondoso en el que habita corretean sus alumnos y una de las imágenes más encantadoras y tiernas de esta convivencia muestra a Aquiles, todavía pequeño, cabalgando y jugando. La casa real a la que pertenece Aquiles está estrechamente emparentada con Quirón, puesto que Tetis es su hija, Peleo es su nieto y Aquiles su bisnieto. Peleo ya frecuenta la escuela del Pelión y junto con él está Néstor, que empieza aquí su larga vida; aquí están también Telamón y Teseo, los célebres cazadores Meleagro y Acteón, Cástor y Pólux, Jasón y tantos otros. El Pelión es la escuela que acoge a la flor de la juventud heroica, es la escuela de escuelas, frecuentada por la Hélade entera. La vida de los héroes, en sus inicios, remite al Pelión y se nutre del caudal de espíritu centáurico. Esta vasta y vigorosa naturaleza de las montañas, en la cual brota en abundancia la hierba sanadora llamada centaurion, es salvaje y se encuentra en el punto en el que nacen los manantiales, en los orígenes. Lo que Quirón lleva a cabo, lo hace la naturaleza virgen con sus fuerzas nutrientes en los hijos de los héroes, a los que se expone, que son amamantados por animales salvajes y posteriormente acogidos por pastores.

Al reflexionar acerca de la relación entre centauros y héroes, habrá que reconocer que el hombre es, en cierto modo, centáurico y que eso le impele a ir hacia el origen. Aúna en sí lo opuesto que se manifestaba en la lucha. En la unión que enseña Quirón hay una elevada dicha.

El numen

El numen es el encuentro, el contacto del hombre con la divinidad. Es también la impresión que deja este contacto en el hombre, al que le sobreviene, como dice Virgilio, un temor escalofriante (multo numine suspensus). La divinidad misma es numen y posee un numen que denota su poder, su fuerza, su voluntad, su mandato y su soberanía. El modo que tienen los dioses de obrar y reinar, la divina providencia, es numen.

Numen es una palabra romana. Al numen latino le corresponde el daimon griego, y el daimonion. El numen envuelve a su portador, lo rodea como un fluido, llena el lugar de un hálito visible y lo deslinda de su entorno, por eso Ovidio dice del Lucus Aventino: numen inest. Así, el lugar señala un daimon, da a conocer un daimonion. El daimon, en cuanto no se refiere a la propia divinidad, también abarca lo que los romanos llaman genius y tiene una amplia aplicación, en cuyo extremo se encuentra la oscura sentencia de Heráclito: Ethos anthropo daimon. Si entendemos esta frase como antítesis, significa que el hombre es un daimon para sí mismo en virtud del modo de ser que le es propio, a saber, que nada que esté fuera de él puede ser daimon para él. Esta interpretación es cuestionable, pues no hace falta tomar la frase como una antítesis y porque ésta también expresa que su constitución y su modo de ser guían y determinan al hombre como un daimon. Él es, es lo que es y es como es: para él, esto es algo insuperable. Aquí el daimon no es un numen. Y tampoco lo es el daimonion socrático, que resuena en el hombre como una voz que advierte y desaconseja. Tal vez la sentencia de Heráclito arroje luz sobre el lugar interno del que procede la advertencia susurrante del daimonion socrático. Lo que el daimonion produce, los romanos lo atribuirían al modo de obrar del genius. Tanto en el modo de obrar del genius como en el del daimonion se revela con inconfundible voz un fatum. Que el hombre posee un fatum es una convicción extendida, pero no se considera que él mismo sea un fatum. El hombre no es un fatum para el hombre; el destino de la vida del hombre, que depende del modo en que éste actúa, se llama sors. El fatum como aquello de lo que se habla, que se expresa, es una determinación divina. En correspondencia con ello está la heimarmene griega, bajo la que subyace el concepto de participación.

Un ejemplo del numen que se da en el encuentro lo ofrece el encuentro con el dios Pan. Bacon de Verulamio definió el terror panicus con estas palabras: Natura enim rerum omnibus viventibus indidit metum, ac formidinem, vitae atque essentiae suae conservatricem, ac mala ingruentiae vitantem et depellentem. Verumtamen eadem natura modum tenere nescia est: sed timoribus salutaribus semper vanos et inanes admiscet; adeo ut omnia (si intus conspici darentur) Panicis terroribus plenissima sint, praesertim humana. La característica de ésta y otras explicaciones reside en que anulan o eluden el numen. La clave para el terror panicus es el encuentro con el dios Pan. Pertenece a la esencia de Pan que aquel que se encuentre directamente y de improviso con él caiga presa del terror panicus. El hombre que se topa con el dios siente un pavor inmenso y no hay lógica que lo pueda preservar de tal susto. El terror panicus no surge porque la «naturaleza», que Bacon entiende como razón y entonces como un producto de la physis, le empuje, desde un instinto de conservación que le es propio, a oscilar entre la vida y la aniquilación, como un remedio que cura o previene, sino porque tal remedio no existe. Por esta razón, el hombre que se encuentra con el dios se ve lanzado fuera de su camino, tanto en el tiempo como en el espacio, y sufre una conmoción.

La experiencia enseña que el numen se percibe con más frecuencia que la propia divinidad. El hombre se topa antes con el numen que con la divinidad, de lo que se puede concluir que los dioses se dan a conocer en el encuentro con lo numinoso y que a partir de este encuentro se hacen perceptibles, visibles y representables. Ahora bien, cuando se hacen perceptibles, visibles y representables es necesario que se aparezcan. Pero las señales preceden a las epifanías. Por delante de los cortejos de Dioniso corre el anuncio de los mismos, la transformación numinosa del territorio y del hombre empieza antes de que aparezca el dios. Las relaciones entre dioses y hombres se representan de entrada como relaciones de estrecha coexistencia y convivencia. Es preciso partir de que existe un contexto numinoso ininterrumpido. Alcínoo, rey de los feacios, decía que en las hecatombes los dioses se aparecen visiblemente en la figura que les es propia, que participan en el banquete y que se le aparecen también al caminante solitario; al pueblo de los feacios les son tan familiares como los cíclopes y los gigantes. Por tanto, las epifanías ocurren con frecuencia, y no raramente; el encuentro con el dios no sólo constituye una experiencia interior sino que también es exterior y retornante, y en todas partes se registran coexistencias y convivencias, en particular con los dioses menores, pero también con los dioses supremos. Aunque los romanos utilizasen a menudo la palabra numen no hay que deducir de ello que tuvieran mayor experiencia de él que los griegos. Más bien, estaban más atentos a lo que sucede con menos frecuencia y disponían de la palabra adecuada. La utilizan más a menudo para definir el encuentro con los dii inferiores. Aquello que ellos llaman genius acompaña al hombre durante toda su vida. En cambio, un autor como Censorino sostiene que el numen se manifiesta una sola vez en la vida del hombre. Esta opinión contradice toda la tradición, pero seguramente se apoya en su experiencia personal y muestra que el numen se había convertido en un fenómeno poco frecuente. La experiencia numinosa se presenta entre los griegos con mayor profusión y riqueza que entre los romanos, y se presenta, además, en su forma más imponente, a saber, como un encuentro con el dios. Por tanto, les aventajan también en las representaciones de estas experiencias y antes de las innovaciones de los tarquinos los romanos ya reconocían esta superioridad.

¿Cuál es, en primer lugar, la relación entre numen y nomos? El numen encierra en sí totalmente al nomos y no lo deja ir, de forma que éste no se puede independizar como ley, regla o disposición y no puede producirse la contraposición entre lo público y lo privado, tan corriente para nosotros. Un nomos no puede formarse sin numen, puesto que sin él no hay ni necesidad ni comprensión. La separación e independización de este nomos se produce en el ámbito de la physis y aquí ni el hombre ni su lenguaje y su territorio son physis. El nomos aparece como numen y surge de un modo numinoso. El mito está todo él lleno de numen, como un prado lo está de flores o el firmamento de constelaciones. Para nosotros es como un prodigio (thauma). Pero el numen no es un thauma ni es magia. En Homero thauma no reviste el significado que se le dará más tarde. Lo que nos parece mágico y encantador del mito tiene que ver con las metamorfosis. Las metamorfosis sólo se producen ahí donde el nomos y la physis no están equiparados. Más adelante hablaremos de la correspondencia entre numen y metamorfosis.

Las concatenaciones que se producen en el transcurso de la vida de los héroes vienen provocadas por el numen. El contexto mismo es numinoso, tal y como lo demuestran la vida de Perseo, la de Teseo o la de los dioscuros. Si prescindiésemos del numen, no habría nada que relatar. Hay que relacionar el laberinto de Cnosos y el periodo dedálico del arte con las metamorfosis de los héroes en constelaciones de estrellas para poder entender el curso de los acontecimientos. En ellas está ausente aquello que llamamos motivación, a la que se otorga tanto valor porque a partir de ella proceden o parecen proceder la probabilidad, la credibilidad, la conexión y la unidad del acontecer; falta la conexión psicológica. El numen mismo es la fuerza motivadora. Hablamos de motivos allí donde se da una unión, una secuencia de voluntad y acción conforme a las leyes; la motivación entonces es causal y, por tanto, de ella se ha eliminado el numen. En el acontecer mítico el motivo para actuar es el nomos de Zeus, o el de Atenea, o el de Apolo o el de otro dios, que se manifiesta en el numen. A él, y no a algo por encima de él, se atribuye el modo que tiene el hombre de actuar, y se desecha aquello que de él difiere.

El numen es personal, forma una unidad con su portador, del que es inseparable. Se percibe por la proximidad de aquél al que pertenece, como algo que está presente. El concepto de nimbo, que es más tardío y que procede de la nube que, resplandeciente, rodea a la divinidad, es más limitado y más visual. Cada divinidad tiene su propio numen, que admite ser reconocido y definido, y se manifiesta en el ámbito de su actuación y dentro de él, de un modo espacial, en un determinado territorio. Pero no sólo la divinidad, tampoco el héroe es inconcebible sin el numen. No sólo actúa en él, sino que procede también del héroe muerto. Podemos estar seguros de que no carece de él, de que forma parte de sus características. Es imposible establecer quién es héroe a partir de una doctrina de la virtud y de la moral, porque lo ético como disciplina se ha desprendido de todo numen. El héroe vive cerca de la fuente de la experiencia numinosa y, muerto, se convierte en portador de un numen que sigue actuando durante mucho tiempo, que es percibido a lo largo de las generaciones y que constituye el núcleo del culto al héroe. Así Pélope, hijo de Tántalo, posee un numen poderoso que se extiende a su descendencia y a las reliquias que de él se conservan. Debido a que el numen se circunscribe y se localiza, permanece en un determinado lugar, en un determinado territorio, y se entienden los cometidos del héroe epónimo como los del héroe encórico y epicórico. El culto a los héroes a través de los sacrificios y de las ofrendas presentadas a los muertos incluye al numen, lo cuida y lo protege. La relación del héroe con el territorio es siempre profunda, como lo es la relación de los descendientes con su antepasado divino y su rey.

Aquello que de inmediato se observa en el territorio mítico y en los relatos sobre él, aquello por lo que destaca, es que actúa en los hombres a través de los numina que le son propios. No existe naturaleza sin ellos, por tanto tampoco ningún territorio que no los posea. El territorio se divide en zonas que limitan unas con otras por su numen, por el daimonion que las habita. Así, el territorio de Pan con sus «espacios sagrados e infranqueables» (Píndaro) limita con el de Deméter; así las islas, que son entornos particulares de los dioses, limitan con el ámbito de los dioses del mar; así las cimas constituyen el coto de Zeus, y también los bosquecillos, los manantiales y los árboles donde habitan las ninfas poseen un numen. En Delos se encuentra el de Apolo, en Rodas se percibe por todas partes el de Helio, que interviene en la vida de los isleños y determina la relación de éstos con el territorio. El riesgo de vulnerar el numen suscita temor y un afán de dejar inviolado también lo sacro, de trazar alrededor de él unos límites seguros. Al vulnerar el numen, se vulnera a su portador. Esto incluye también la consideración que se tiene del lenguaje mítico que usan los poetas; procede del numen y no se separa de él. El concepto de territorio profano está muy alejado del concepto de poesía; el territorio como ámbito profano del que ha sido expulsado el numen no existe. Si se ahuyenta a las musas y a las ninfas de los manantiales, atrás queda sólo el agua muerta e inerte. En su lenguaje, el aedo no separa al numen del territorio, como se hacía antiguamente cuando se desprendía la corteza de árbol del cetro floreciente de Aquiles, que, por tanto, ya no florece más; no existe territorio sin numen. El territorio heroico posee una vida interior propia que destaca con vivos contornos. Tiene una plenitud no vulnerada que se deposita, como el rocío, sobre las percepciones. De él emerge, abriéndose paso, lo que está vivo y adopta formas. Lo que mana de los manantiales se hace más perceptible, y el mar y el bosque murmullan con un sonido más audible. Esta percepción está contenida en el lenguaje, cuyas imágenes ofrecen perfiles delicados pero vigorosos; no se origina a través de descripciones que podríamos definir con exactitud sino que se despliega ya con la construcción misma del lenguaje y de las frases y a menudo, al parecer, en epítetos como los que utiliza Homero. El territorio heroico no aparece como un objeto de observación aparte, no como naturaleza separada del hombre sino como naturaleza penetrada por el numen. Es obvio que un territorio que carece de él está muerto o se ha convertido en mero objeto de disfrute y explotación por parte del hombre, que vendría a ser lo mismo. Al poeta, y no sólo al griego, lo caracteriza que respeta el numen.

Un ejemplo de un territorio como éste lo constituye la isla de Circe. Es una de las islas ubicadas cerca del Hades y esta proximidad con respecto al reino de los muertos le confiere una luz propia y reflectante. No es una isla grande, pues Ulises la domina con la mirada desde una cima. Está próxima a tierra firme y de su centro, donde Circe tiene su morada, Ulises ve salir humo de la tierra. Es evidente el efecto que produce el numen de la isla en el héroe y sus acompañantes. Ulises observa el lugar desde una roca en la orilla y medita si debería adentrarse en la isla de inmediato. Decide regresar a los barcos y sacrificar un ciervo, que le parece una ofrenda enviada por los dioses a modo de consuelo. Juntos se deleitan con la carne y con el vino. Pero qué llanto, qué torrente de lágrimas derraman los hombres cuando se toma la decisión de explorar la isla para traer noticias de ella. El lamento en que se deshacen es como el temor que los hace palpitar y temblar. Para la empresa se elige a suertes a Euríloco y sus hombres. A medida que se adentran en la zona numinosa de la isla, se va abriendo el reino de Circe. Lobos y leones encantados los rodean festejándolos, y luego escuchan el canto melodioso con el que Circe acompaña su labor de tejer el tapiz, como los cantos hechiceros que se entretejen en un tapiz mágico. Es evidente que teje un tapiz diferente de aquel con el que Penélope se entretiene y que cada noche desbarata. Se les da la bienvenida, se les invita y se les agasaja. A todos menos a Euríloco, que prudente se queda afuera, se les convierte en cerdos y se les envía a las zahúrdas. Euríloco regresa y relata lo sucedido. Entonces, Ulises emprende solo el camino; Hermes le entrega la hierba molu y Ulises sale airoso del encuentro con la diosa.

Lo que más llama la atención de estos acontecimientos son las abundantes transformaciones, los filtros, las varillas y las hierbas, los hombres convertidos en animales y la diosa transformadora. Igual que el Hades es un lugar de metamorfosis, también lo es la isla de Circe, cercana a él. De ahí que no sorprenda encontrarse en ella a Hermes, cuyas múltiples ocupaciones tienen que ver con su función de mensajero. No es por casualidad que Ulises se encuentre tan cerca del Hades con el conductor de almas y de muertos. En Eea, la plétora de metamorfosis es prodigiosa. También Calipso canta en su isla Ogigia mientras teje un hermoso tapiz, también Hermes ejerce sus servicios de mensajero. Calipso también desea transformar al héroe, aunque no en un animal sino en un inmortal eternamente joven. Estas islas se parecen mucho y están envueltas en el mismo encanto. Incluso Hermes se sorprende cuando regresa a la gruta de Calipso, ante la cual se elevan volutas de humo aromático de cedros y limoneros; cuando divisa el bosquecillo, los pájaros, la vid con racimos de uva, los manantiales y los prados verdes. ¿Cuál es la magia que nos conmueve? Estas islas están incluidas en la epopeya y en su acción, que avanza hacia ese futuro que oprime tan terriblemente al hombre; en ellas, el tiempo está detenido y un día parece un año o un año un día. Uno de los diez años que dura su periplo, Ulises lo pasa en Eea como amante de Circe, y durante siete años permanece en Ogigia como amante de Calipso, y para la epopeya estos años son como un día. Allí no envejece ni sucede nada. Penélope envejece día tras día sin que Ulises llegue, pero Circe y Calipso siempre son jóvenes y hermosas, y el extranjero que llega a sus islas las encuentra sumidas en su canto melódico y tejiendo sus bellos tapices. El deseo de Calipso y Circe de transformar a Ulises en un inmortal significa que así viviría una vida semejante, no afectada por el tiempo; significa que no envejecería al lado de su compañera, sin edad, sin miedos ni preocupaciones, sin deseos ni anhelos, sin futuro ni pasado. Los dioses sin destino desean eximir al héroe de su destino, de la trama temporal de su vida. El héroe se niega a entrar en esta paz, se asusta y, aunque Penélope es menos atractiva que las diosas, Ítaca más pobre que Eea y Ogigia, y el camino de regreso un calvario, elige lo que es menos porque es lo que más aprecia. En Ítaca, donde el tiempo no se detiene, donde los años pasan y los pretendientes se hacen más insistentes, son muchas las cosas que varían y cambian, y la Odisea entera apunta que el héroe todavía regresará a tiempo; la epopeya se erige sobre esta suspensión agobiante del tiempo. Para Ulises, todas las circunstancias son sólo dilaciones, distracciones, contratiempos que él mismo maneja y aparta a un lado; para él existe un único pensamiento: regresar, volver a casa. En Ulises lo épico es su fijación en un pensamiento que atraviesa todas las separaciones, todos los enredos y transformaciones, y tiene que descender hasta la entrada del Hades, hasta la sede primordial de toda transformación, para encontrar el camino de regreso hacia sí mismo. Aquí, como en todas partes, queda patente que el numen y la transformación existen juntas, y que es necesario que así sea, porque aquí no existe nuestro concepto de desarrollo, sea mecánico o histórico. Éste ha sido ganado y obtenido con engaño a la causalidad en la cual todo numen debe retroceder ante la physis. Sólo allí donde el devenir no sigue un concepto de tiempo mecánico o histórico pueden producirse las transformaciones.

La metamorfosis

No existe mito sin metamorfosis, en ningún pueblo de la tierra; es impensable sin ella. Los dioses poseen un poder transformador que se manifiesta de dos maneras, como capacidad para transformarse a sí mismos y como facultad de transformar a los hombres en otra figura. Así, diferenciamos entre metamorfosis activas y metamorfosis pasivas. La transformación de uno mismo es pasajera y se practica a menudo, pero siempre frente al hombre, puesto que frente a los dioses no es efectiva, dado que éstos se reconocen entre sí y descubren la metamorfosis. Los dioses no siempre se muestran al hombre tal y como son, ya sea porque el hombre soporta mirarlos en menor medida, ya sea porque no le es concedida su visión. Los dioses ponen en práctica sus intenciones cuando se transforman. Para ello adoptan figura humana, bien creando una figura propia para alcanzar sus objetivos, bien adoptando la figura de un hombre vivo, como hace Atenea con la de Néstor y Poseidón con la de Calcante. En estos casos, el numen permanece oculto en un primer momento y se percibe sólo cuando el dios deja entrever la transformación y se hace reconocible o perceptible. Los dioses se reconocen unos a otros, tal y como le dice Calipso a Hermes, por muy separados que estén sus ámbitos. Pero el hombre no reconoce a los dioses si éstos se ocultan y desean permanecer irreconocibles en su transformación. Patroclo no reconoce a Apolo, que se acerca envuelto en niebla; Aquiles tampoco lo reconoce, pues el dios huye delante de él en forma humana. De ahí que siempre haya que considerar la posibilidad de que bajo la figura humana se oculte un dios. Héctor, que observa a Diomedes durante la batalla, no está seguro de tener ante sí a un hombre o a un dios. Por consiguiente, le pregunta a Pándaro a este respecto. Éste cree haber reconocido a Diomedes, pero duda de si es o no un dios. Si se trata de Diomedes, entonces necesariamente recibe el apoyo de un dios, pues lucha de un modo que supera toda fuerza humana. En éste y en otros lugares surge la duda de si se trata de una transformación o de una sublimación, como las que los dioses otorgan a sus favoritos. Por el contratrio, el pequeño Áyax observa, cuando Poseidón se aleja de él bajo la figura de Calcante, que es muy fácil reconocer a los dioses. Si en la transformación el dios se sirve de una figura inferior, en la sublimación provoca que el hombre adquiera un aspecto similar a un dios. Su mirada se hace más penetrante, su figura más imponente y excelsa, su andar más firme y su belleza mayor; el poder de un dios se desliza en él. Sublimado de este modo, despierta asombro en aquellos que le ven; Nausícaa se asombra al ver al Ulises, que ha sido sublimado por Atenea.

Cuando los dioses adoptan figuras animales, la relación con respecto al hombre es otra. Zeus llega transformado en amante habiendo adoptado la forma de toro o cisne, Poseidón llega como corcel, Pan como macho cabrío. Atenea llega como observadora, transformada en gaviota o buitre. O bien el dios que se muestra bajo forma humana se marcha volando como un pájaro. Para otorgar un numen, los dioses se sirven de animales como representantes y mensajeros suyos, envían a los animales numinosos, entre los que destacan las águilas de Zeus. Por último, existen las metamorfosis en vegetales, en agua que corre, en lluvias de oro. El dios que se transforma no se introduce en un ser que ya existe sino que crea esa figura exclusivamente para él y se envuelve en ella; se abre el interrogante de si la transformación, a ojos de los hombres, no es una ilusión óptica, aun siendo inevitable e ineludible. En la metamorfosis, el dios provoca una ilusión; aparece y al mismo tiempo parece ser algo que por lo demás no es. La visibilidad de la metamorfosis no siempre es generalizada. Quién va a poder percibir al dios depende del dios. A veces sólo lo ve el que está directamente implicado; en otros casos, lo perciben todos los que están presentes.

Se advierte una metamorfosis cuando se reconoce al dios o a su numen. Puede existir incertidumbre, producirse una controversia acerca de si es obra de un numen o si basta la physis, una actuación conjunta de las fuerzas de la naturaleza y del hombre, para hacer visible un procedimiento. Príamo declara inocente a Helena en la guerra entre troyanos y griegos; echa la culpa a los dioses. Paris remarca que su belleza le fue dada por Cipris, que nadie puede tomarse ni darse por sí mismo estos dones. Atenea le explica a Telémaco que nació y se crió bajo el amparo de los dioses. El hombre se convence a sí mismo de algunas cosas, es su corazón quien se lo dice, y otras cosas se las otorgan los dioses. Por tanto, distingue entre numen y physis. En la Odisea, el pretendiente Eurímaco hace algo similar frente al arúspice Haliterses cuando desecha el numen que Zeus envía a través de sus águilas. Muchos pájaros, dice, vuelan con los rayos del sol, pero no todos traen necesariamente un augurio. Puede surgir entonces una controversia acerca de si se trata de un signo numinoso o no, de ahí que corresponda al vidente autorizado aportar la certeza acerca de estos signos.

Dioniso es el maestro de las metamorfosis. Los dioses del elemento agua también poseen una capacidad particular para transformarse que se manifiesta, sobre todo, cuando los atacan. Entonces tiene lugar una gran cantidad de transformaciones que se entrelazan como un anillo o un círculo. Menelao, al que Eidotea remite a su padre Proteo, se envuelve junto con sus compañeros en la piel grasienta de una foca, acecha al dios en el lugar en el que descansan las focas y lo ataca cuando hace su aparición. Proteo se transforma sucesivamente en león, pantera, dragón y jabalí, luego en agua que corre y por último en árbol. Después se agota, ya sea porque las transformaciones suponen para él un gran esfuerzo, ya porque se da cuenta de que el héroe está firmemente decidido a no dejarlo escapar. Se convierte entonces en un anciano que se dirige a Menelao para darle su infalible presagio. Aqueloo, el dios de la más grande de las corrientes de agua griegas y el dios más poderoso de las corrientes, combate contra Heracles. En el curso de la lucha se transforma en una serpiente y en un toro, y luego se muestra con la forma que le es propia, la de hombre con cabeza de toro bicorne. Es entonces cuando Heracles lo domina y le rompe un cuerno que más tarde Aqueloo cambia por el cuerno de Amaltea. Han sido muchos los intentos por explicar este combate, así Estrabón lo interpreta en clave geográfica e histórica, mientras que otros lo atribuyen a la relación entre el sol y la luna. Lo insatisfactorio de estas interpretaciones es que pueden darse desde cualquier ámbito, como la hidrostática o la hidráulica. Tienen como característica común el hecho de que eluden el numen e interpretan el procedimiento como una alegoría que encubre una physis.

Los dioses no pueden ser transformados por otros dioses. Aun así hay que remarcar que esto no es válido para las ninfas, que si bien toman parte en las reuniones de los dioses son divinidades de rango inferior. Las ninfas de los árboles, las dríades y las hamadríades, adoptan una posición intermedia entre mortales e inmortales, y aun cuando viven por mucho tiempo, perecen finalmente con el árbol que les pertenece. También a las híades, y a sus hermanas, las pléyades, hay que considerarlas ninfas. Las ninfas pueden transformarse en plantas, las pléyades se transforman en una constelación. La transformación en un astro es la modalidad de metamorfosis más impresionante. No hay que considerarla un castigo sino una recompensa. Figurar entre los astros, ser elevado a las estrellas, constituye un gesto de divinización reservado a los semidioses, los héroes y las heroínas, pero también a las ninfas, al centauro Quirón y a los animales míticos. En este cielo estrellado que, al igual que el Hades, es un lugar de imágenes, un cielo terrestre preptolomaico, también se encuentran los símbolos, el barco Argo, la lira de las musas, la flecha de Apolo, la corona de Ariadna y otros. El héroe que eleva su mirada hacia el cielo no contempla espacios infinitos, vacíos, sino que ve sobre sí el semicírculo colocado sobre la tierra, en cuya bóveda aparecen los dioses y los héroes a modo de custodios. Por lo general, Zeus es el encargado de la conversión en astro, aunque también Hera, Atenea, Poseidón y Dioniso poseen este poder de transformación.

El hombre no es capaz de transformarse a sí mismo, como tampoco lo son los animales y las plantas a no ser que un dios les otorgue este poder. A Periclímeno, hijo de Neleo y de Cloris, hermano de Néstor, Poseidón le ha otorgado el don de transformarse en diferentes figuras. Perseo se sirve de la cabeza de Medusa para provocar una metamorfosis petrificante, y del gorro de Hades para hacerse invisible. Menelao simula una transformación al introducirse en una piel de foca. El hombre sucumbe a las transformaciones que se practican con él. Las hermanas de Meleagro, que lloran sin cesar por la muerte de su hermano, son convertidas en gallinas pintadas; Atalante, en leona; Filomela, en un ruiseñor. Estas transformaciones, como las petrificaciones, casi siempre son castigos, pero también existe la petición de transformación, que actúa entonces como protección y salvación frente a una situación sin salida. Entre éstas se incluye lo que se cuenta de la ninfa Siringe, o la suerte de la titánide Asteria, que huye de los brazos de Zeus y que, convertida en codorniz, se precipita al mar, donde se transforma en la isla Asteria u Ortigia, la isla de las codornices. La transformación en isla está incluida dentro de las petrificaciones.

Todavía queda abierta la pregunta de si el hombre es capaz de provocar por sí mismo las transformaciones. En esto la magia no tiene nada que ver, no se puede hablar de intentos de forzar a las fuerzas de la naturaleza de un modo violento y mágico; estas fuerzas naturales que, liberadas, se encuentran frente al hombre como objetos, no existen. En tanto que el héroe posee un numen como difunto divinizado, no cabe duda de que es capaz de provocar transformaciones. También debe considerarse transformación lo que Orfeo provoca en vida. Lino y Orfeo, los primeros aedos y poetas entre los héroes, están unidos por un parentesco; son los maestros del canto apolíneo, de la palabra y del canto inspirados por las musas con el acompañamiento de la lira. A esta melodía y a este canto les es propio un poder transformador que Orfeo domina mejor que todos los demás. No transforma cambiando la figura sino dando vida, resucitando lo muerto y sacudiendo lo vivo. El poder de Orfeo es comparable al de Heracles, cuyos mentores fueron Lino y Eumolpo. Ambos son legisladores, nomotetas. Se dice que Orfeo, con su canto y su melodía, movió los árboles y las rocas y aplacó a los animales salvajes. Al tomar parte en el viaje de los argonautas, parece ser que con su canto atrajo a la nave Argo hacia el mar, venció a Quirón y a las sirenas en una competición, apaciguó a las simplégades, llamó a las erinias y a Hécate para que saliesen del Hades y narcotizó al dragón que vomitaba fuego. Acumula poderes prodigiosos. Él mismo transformó a Hades cuando se dispuso a traer de vuelta a Eurídice muerta. Abre y cierra el Hades, cuyas puertas se abren de par en par ante él; Hermes lo conduce hacia las profundidades del reino de los muertos. Este camino al Hades lo muestra en la cúspide de sus fuerzas, pero con él da también comienzo su decadencia. Al igual que Lino, al igual que Támiris, él también se extingue. Es originario del valle Hebros, en Tracia, de las fuentes de las musas piéridas, y como ellas ama los manantiales. Donde brotan los manantiales extasiantes mana el poder transformador de la palabra y el canto. De ahí que Orfeo también sea vidente y que su cabeza, incluso después de cercenada, pueda emitir el oráculo. Todo aquel que posea la fuerza de provocar transformaciones es un vidente. Los dioses son videntes y poseen el poder del presagio, así como la facultad de transformar. A partir de ellos este poder pasará a los hombres. Las transformaciones constituyen la piedra de toque del acontecer mítico.

También el lenguaje viene determinado por el numen; todavía su nomos no está separado del numen. Esta conexión permanece velada para la razón, que sólo formula peticiones de tipo lógico y gramatical al lenguaje. Cuando la palabra es considerada sólo como un logos semantikos, se ha olvidado que tenía otros cometidos más radicales. En una lengua que sólo sirve para entenderse y por ende para comunicarse, ya no se halla el numen y por eso en ella ya no se producen transformaciones. Quedan sólo las referencias, es decir, las definiciones y los significados. En este sentido, la razón lleva a cabo la empresa de extraer de la lengua aquello que la convierte en lengua, y lo hace por mor de querer elevar la exactitud, sublimar la concisión lingüística, la validez lógica, su compromiso y libertad de contradicción, es decir, su capacidad de intelección y de comunicación. Por esta vía, el lenguaje se convierte en un preparado y parece, al convertirse en preparado, adquirir la mayor destreza y utilidad. La destreza consiste en la capacidad de utilizar algo con soltura. Puesto que la utilidad existe sólo en orden a la utilización, una lengua como ésta existiría sobre todo para consumir y usar las cosas, para devorar y engullir. Se parecería a la lengua de los curiosos, que también existe para ser devorada y siempre es, en cierto modo, voraz. Cuando la lengua se convierte en cálculo, se ha allanado el camino para, calculadamente, eliminar de ella lo lingüístico. Ahora bien, es necesario reconocer que en el ámbito mítico la lengua no sirve, en primer lugar, para entenderse y comunicarse, sino para engendrar y transformar. Y sólo es capaz de transformar en cuanto contiene el numen, puesto que de otro modo no lo logrará.

Si el numen determina la lengua y el conocimiento, si los guía y los gobierna, se debe al hecho de que no se pueden llevar a cabo determinadas separaciones. En el lenguaje numinoso de los poetas, la palabra no está separada de las imágenes. Los conceptos, que debemos entender como desprendimientos, sólo se forman con dificultad y, por tanto, tampoco se forma un sistema. Estas separaciones, como las que se producen entre ser y parecer, entre la apariencia y la esencia, entre el ser y el significado, con el concepto de verdad que le es propio, no se dan aquí. La separación que más repercusión ha tenido es la idea platónica. Todavía remite al numen. Comparado con el lenguaje de Platón, en cierto modo quebradizo porque está entre un lenguaje numinoso y un lenguaje conceptual puro, el lenguaje de Homero muestra una exuberancia numinosa.

El curso de la ciencia excluye al numen. La idea y el numen, el concepto y el numen, se excluyen el uno al otro. Las ideas, los conceptos, el mundo entero del logos y su correspondiente nomos, carecen de numen y se las arreglan sin él. Se incluye aquí la verdad como algo que hay que escudriñar con ayuda de conceptos, que se encuentra en los conceptos, en un pensamiento conceptual pertinente. La razón desarrolla, la imaginación transforma. El hecho de que en nuestro sistema científico las ciencias humanísticas estén separadas de las ciencias exactas, amenazando con engullirse la una a la otra, se debe en última instancia a que ya no existe numen y se ha perdido, por tanto, el poder transformador del lenguaje. Sólo los poetas poseen todavía una intuición de ese comportamiento, de ahí que de ellos dependa el destino de la lengua. Una lengua sin numen es una lengua muerta.

El agon

Donde la relación de la poesía épica con la creación plástica se hace más patente es en la descripción que ofrece la Ilíada del escudo de Aquiles. Lo que sorprende de esta descripción es el espacio que ocupa, su extensión y su detallismo. El curso de la acción se va postergando sin temor. Por muy grande que nos imaginemos el redondo escudo, por muy pequeña que sea cada una de las figuras descritas, son tan abundantes que no pueden ser sino simples miniaturas y, como tales, hay que observarlas de cerca y con atención. No obstante, esta pequeñez viene compensada por el relato épico, pues lo pequeño se pierde completamente en él y se vuelve espacioso; el escudo se presenta como un cosmos en el doble sentido de la palabra, como mundo y como ornamento. Es evidente que no basta el contento por poseer una arma magnífica y primorosa, ni la complacencia que por ella siente el poeta épico, para justificar una descripción tan exhaustiva. A menudo esta complacencia se manifiesta al mencionar las armas, las armaduras, las bandejas, las vasijas, las fuentes, las urnas y los trípodes, y evidencia tanto un placer por las obras de bella factura, que son propias del ámbito de los héroes, como por la riqueza. Pero el escudo es algo más, es una reproducción del mundo en un espacio mínimo. Lo curioso es que este mundo se represente sobre un escudo, lo cual no expresa sino que hay que entenderlo como agon. Las imágenes representadas así lo dan a conocer. Homero no recalca en particular que el escudo sea redondo, pero se infiere de su descripción de la tierra en forma de disco y rodeada por el circular Océano. Océano recorre todo el borde redondeado del escudo, la corriente universal que todo lo abarca, que marca los límites más alejados y ciñe la tierra y el mar. En el escudo, el cielo con sus constelaciones está incluido dentro del anillo de Océano. Después de las constelaciones, Homero articula la doble representación de la polis, la ciudad en guerra y la ciudad en paz, y a continuación se suceden las imágenes de la agricultura, la vendimia, la vida pastoril, la danza y el canto. Esta riqueza de imágenes es puramente ornamental, no hace más útil el arma, ni más sólido y recio el metal. El escudo, tal y como se utiliza para combatir, no mejora por el hecho de estar adornado con estas imágenes. Es pura sobreabundancia lo que se refleja sobre su pulida convexidad. Por eso mismo, produce agrado. Es la imagen de la plenitud de la vida la que aquí, repujada sobre metal reluciente, irradia un fuerte resplandor. Cercado continuamente en sus límites por el ámbito titánico, el escudo muestra en su circunferencia interior, con múltiples imágenes, el nomos y el agon del mundo de Zeus, la ciudad de la paz y la ciudad de la guerra, dispuesta por la diké, ante cuyas tropas caminan Ares y Atenea con sus túnicas doradas, representados ambos dioses con grandes dimensiones, los guerreros en cambio más pequeños. A continuación, como guirnaldas, las bellas imágenes de la vida en el campo.

El mundo representado en el escudo es un mundo del agon. A diferencia del reino de Crono, el reino de Zeus vive en el agon. Está cimentado sobre el agon y la balanza de oro que Zeus sostiene en sus manos guarda relación con éste. Héctor huye del combate, pues presiente la balanza de Zeus y su fatídica oscilación contra él. Los titanes no se enfrentan en el agon. En ellos el impulso de la fuerza es otro y, rodando como el carro del sol de Helio o las olas de Océano, describe círculos que se repiten. En el escudo de Aquiles, Océano envuelve el agon guerrero y musical sin tomar partido por él. En él todo retorna y, en este retorno, se iguala. Si el movimiento durase hasta el fin de los tiempos como movimiento prevaleciente, si no fuese quebrado y gobernado por otra ley, no se identificaría en él otro enfrentamiento que el imperar titánico de los elementos al que se halla expuesto el hombre sin que por ello su paz interior se vea anulada. El enfrentamiento de titanes no cambia nada, está incluido en el retorno elemental y así como Océano jamás sale de su movimiento circular, tampoco se puede imaginar que sin la caída violenta del predominio de los titanes hubiese podido jamás suceder otra cosa. En todas las épocas observamos la actuación de los titanes pero, desde que Zeus dispuso otra cosa, ya no son soberanos. El cambio de poder comprende en sí al hombre; llegan los engendramientos, los vástagos divinos, los semidioses y los héroes. Homero nos presenta al Zeus del agon, el Zeus lleno del más profundo goce vital cuando ve a los dioses peleando, pues este agon constituye el fundamento de su poder y su inquebrantable soberanía así lo presupone. Este sentir medular y fundamental de la vida no sólo se encuentra en Zeus, imbuye a los dioses olímpicos y vive en el pecho de todo héroe.

El símbolo más poderoso que ha llegado hasta nosotros es la Ilíada. Tan sólo por eso es la epopeya de las epopeyas, el monumento más grande que se ha erigido a este agon. Se cimenta sobre él, de él extrae su vitalidad, por él se produce la unidad del plan; así lo demuestra su composición. Es sencilla y a la vez artística, tres son las circunstancias que subyacen bajo esta epopeya. La primera circunstancia fundamental es el enfrentamiento entre griegos y troyanos; las otras dos son la lucha entre Aquiles y Agamenón, y la amistad entre Aquiles y Patroclo. Si el enfrentamiento entre griegos y troyanos constituye la condición de la epopeya entera, las otras dos circunstancias secundarias son las que le confieren vitalidad y movimiento. Con ellas se relaciona la alternancia de todas las situaciones y con ellas enlazan los giros que va tomando el acontecer. La lucha entre Agamenón y Aquiles predomina en la primera mitad del poema épico; vinculados a ella están los grandes enfrentamientos alrededor de las murallas y los barcos. La amistad entre Aquiles y Patroclo ocupa la otra mitad de la epopeya y de ella surgen los enfrentamientos que conducen a la muerte de Héctor. La epopeya concluye con los agones de los juegos y los funerales en honor de Patroclo y de Héctor. Cabe entender que la amistad entre Aquiles y Patroclo, esa poderosa amistad sobre la que se sustentan grandes pasajes de la epopeya, es un agon en el mismo sentido en que lo es la lucha entre los griegos y los troyanos, o la lucha entre Agamenón y Aquiles. En este afecto se da una concurrencia, una competición de la amistad. Patroclo, con la armadura de Aquiles, es la imagen del Eros agónico. Homero relata cómo Patroclo se coloca esta armadura, cómo Héctor se la roba al muerto y se la apropia como si fuese suya, y cómo, con esta armadura que antaño regalaran los dioses a Peleo, corre de nuevo a la batalla. Aquiles lo lamenta ante su madre Tetis y ella lo consuela diciéndole que Héctor no llevará esa armadura por mucho tiempo. Inmediatamente después de la muerte de Patroclo se verá cómo el agon de esta amistad se transforma en aquel otro que impele a Aquiles a entrar a luchar a orillas del Escamandro. Ha sido herido en el lugar más vulnerable y la profundidad de la herida se evidencia en que se reconcilia con Agamenón, algo que de otro modo no hubiese sido posible tan fácilmente. Entonces todo cambia. La aparición de Aquiles, que hasta ese momento estaba en reposo, inactivo, confiere a la epopeya una vitalidad nueva y poderosa, y renueva también la participación en el curso de la acción, determinada ahora por el Pélida. El dolor hace brotar en él las fuentes más hondas de la vida, de modo que brinda al amigo la mayor ofrenda mortuoria, que culminará con la caída de Héctor.

Del mismo modo que la amistad puede ser entendida como un agon, así la relación entre sexos. Es una lucha entre mujeres y hombres, una lucha del amor y el odio, del afecto competidor y los celos. Este enfrentamiento se hace patente en la relación de Zeus con Hera, la más poderosa de todas las diosas, que expresa ante todo y en primer lugar, a la cabeza de todo su dominio, los intereses femeninos. Hera ambiciona la soberanía y está tan interesada en que se respeten y multipliquen sus derechos que roza los límites del dominio. En Hera todo el poder femenino halla su coronación; es el Zeus femenino, la mujer en la que todo lo que se encuentra bajo el signo de Zeus halla su correlato. Como en Rea, en ella se evidencia lo leonino; es una leona peleadora, difícilmente domable. En ella la dureza y la intransigencia femeninas se aúnan con lo totalmente glorioso y triunfante. Lo que hay de Hera en la mujer, lo egregio, libre, audaz e igual, atrae irresistiblemente a los hombres más fuertes. Pero no seduce a Paris, ese hombre tan afrodítico que concedió el premio a su protectora. El juicio de Paris evidencia que el ámbito de Afrodita no escapa al agon. De ahí que Afrodita, como vencedora, aparezca con todos los atributos de Ares: el casco, la espada, la lanza, el escudo y una Nice en la mano, de ahí que Eros también aparezca armado. Es también agon el afecto y la relación amorosa del hombre; cuanto más pura y profundamente se basa esta relación en el agon, tanto más gloriosa aparece; cuanto más difiere de las leyes del agon, antes entra en decadencia.

Que el poder de Zeus se basa en el agon lo demuestran las acotaciones de los ámbitos de poder de cada dios. De entrada, existe enfrentamiento en la tríada de dioses, en la relación entre Zeus, Poseidón y Hades como partícipes del sumo poder. El espacio de poder de cada uno tiene las mismas dimensiones, pues a Zeus le tocó el cielo, a Hades las profundidades subterráneas y a Poseidón el mar, mientras que la tierra y el Olimpo pertenecen a los tres por igual. Entre los hermanos se impone Zeus. Así lo expresa Poseidón en el decimoquinto canto de la Ilíada. Se aferra a los límites de la tríada fraternal y, de los tres hermanos, es el más sensible y susceptible cuando ve que se vulneran estos límites. A regañadientes, con reservas y rezongando, se somete al nomos basileus de Zeus, aunque lo hace con condescendencia fraternal. También Hades está atento para que no se vulnere su reino. Se le conoce como Zeus subterráneo, Zeus Catactonio, mientras que Poseidón es el señor del mar. Cada uno de los ámbitos posee sus propias leyes, es un ámbito vital cerrado y resguardado que se protege de las incursiones. El agon se despliega en lo que es común a todos y presupone también siempre la existencia de lo comunitario. Donde no existe nada comunitario, donde no hay nomos que vincule, tampoco puede existir el agon.

Donde con mayor fuerza y contundencia actúa este agon es en el ámbito estricto del dominio de los dioses olímpicos, tal como se desprende del poder que ejerce Zeus sobre los demás dioses y en la relación que éstos mantienen entre sí. Eris acompaña en particular a Ares, Atenea y Apolo. En los dioses no incluidos entre los olímpicos retrocede la fuerza imperante del agon. Así ocurre en Dioniso. Dioniso y Ares son tan extraños el uno para el otro como a Dioniso le es extraño el mundo de la guerra, toda batalla campal y toda lucha entre héroes. Lo mismo vale para Deméter y para Pan, también para los titanes, que siguen imperando en el reino de Zeus. No van acompañados de Eris y no se presentan en la batalla. La epopeya no los conoce ni los nombra como participantes del agon de los héroes, pues no se inmiscuyen en él.

Dioses y hombres odian al Ares homérico. Atenea es su acérrima enemiga y aplica una fuerza que lo supera. El propio Zeus define al hijo como un infame al que en realidad correspondería la suerte de los titanes. Ares otorga al agon características ante las que todos los dioses retroceden. La ira ciega y sin sentido de la lucha, la matanza, la carnicería, constituyen el placer de Ares. No es un estratega ni emplea la táctica, hace su aparición en el tumulto y el desenfreno, en los torbellinos en los que el amigo y el enemigo apenas se reconocen. Es el dios del grito de guerra más estridente. La guerra es su elemento, es el medio y el fin, y no le preocupan los planes y objetivos que guían y conducen la lucha. La epopeya no conoce al Ares inspirado por las musas. Tampoco puede llevar a engaño su relación con Afrodita, pues es la relación de un guerrero con el placer. El verdadero poder de Ares no admite ser quebrado; es igual en todo momento y obra allí donde el agon carece de medida, de fin y de límite. De ahí que de repente se yerga con una fuerza impresionante llenando con su voz broncínea y desgarradora la vastedad del campo de batalla. Es, en esencia, un devorador, en un primer momento un antropófago y después un derrochador de todas las fuerzas, de todo lo profuso, en fin, de toda sobreabundancia. En relación con los otros dioses, su fuerza no es muy grande. Está sujeto al nomos de Zeus y tiene que someterse a él, pues sabe bien que no puede medirse con el padre. El agon de Atenea es más enérgico que el suyo; la fuerza de la diosa radica en la circunspección máxima. Cuanto más tenaz y resistente es su fuerza, tanto más efímera es la de Ares, cuya furia y desenfreno no pueden durar, pues en su frenesí agota rápidamente su gigantesca fuerza. Luego se muestra débil, quejumbroso, sensible a las vulneraciones. Éste es el Ares homérico y no se puede ignorar que ha sido captado por la mirada de un vidente. En un hermoso pasaje de la Ilíada, el prudente Diomedes, legítimo amante de Atenea, siempre un poco sombrío, se reprime cuando Ares hace su aparición a la cabeza de los troyanos y la batalla adquiere una dimensión que complace al dios. Sólo cuando se le une Atenea, que se sube a su carro y sujeta las riendas, toma parte en la lucha y entonces se ve de inmediato quién es el más fuerte. En el agon de los dioses, a Ares le toca en suerte verse humillado por Atenea. Ella es la protectora de la lucha de los héroes. La prudencia de Diomedes se caracteriza por la simpatía que siente Atenea por él. Es hermoso el encuentro entre Diomedes y Glauco, un encuentro muy alejado del ámbito de Ares, pues aquí es Zeus en persona quien se implica, el Zeus Xenios que preside la hospitalidad. Es Zeus Xenios quien induce a Glauco a cambiar su armadura dorada por la broncínea de Diomedes.

Héctor advierte que Ares ayuda a todos en la batalla y que, a menudo, mata al asesino. Esta observación apunta a una verdad. Ares hace su aparición en la distribución de los bandos; él mismo toma partido. Se divide, por así decirlo, de tal forma, que el Ares más fuerte se pone de lado del ganador y el más débil se coloca en el lado opuesto. En la guerra de Troya toma partido por los troyanos, pero es incapaz de determinar el resultado de la contienda. No obstante, el Ares que ayuda a todos, el asesino de asesinos, no es el dios de una de las partes sino el dios del conflicto en sí, al que precede y que abarca. Sin Ares no hay lucha. Su poder se muestra en la fuerza vital de combate. El temblor de la jabalina hundida en la tierra y las convulsiones y los estertores del agonizante manifiestan las fuerzas desvanecientes de Ares. Al hombre agonizante lo abandona su Ares, el muerto ya no tiene Ares. Se le hiela la sangre y ya no es capaz de contentar a Ares.

En la Ilíada la lucha de los dioses es la culminación del agon. Zeus incita a ella, Eris la inicia y los dioses toman partido en la lucha de los héroes. Se liberan fuerzas poderosas, el efecto se parece a un terremoto. Tiemblan la ciudad, los promontorios, los barcos, pues Poseidón sacude la tierra desde abajo de forma que Hades, que no participa en la lucha, se levanta asustado de su trono. El sentimiento de vida que desemboca en el agon irrumpe de forma poderosa e inigualable. Aquiles arremete con furia contra los troyanos, el dios fluvial Janto contra Aquiles. Hefesto se lanza contra Janto, Atenea contra Ares y Afrodita, y Hera contra Ártemis, mientras Apolo, prudente y temeroso, retrocede ante Poseidón, que le invita a combatir. Hera está loca de alegría y Zeus, desde la cima del Olimpo, observa con regocijo la batalla. En la Ilíada, la lucha entre dioses constituye uno de los pasajes que permite entender a fondo qué es el agon. Eris la inicia, y la pregunta que se plantea es cuál es la misión, cuál la tarea que le corresponde en el agon. Eris es la diosa de la guerra en un sentido más amplio que Ares. No está limitada a los asuntos de guerra como él, no es sólo su mensajera y su predecesora. Acompaña además a otras divinidades que intervienen en la lucha, a Atenea y a Apolo, y también a las ceres, a Deimo y a Fobo, y a Cidoimos, que es el dios del fragor bélico. Domina un ámbito más amplio que Enio, que es una divinidad de la guerra absolutamente asesina y, como tal, devastadora de ciudades. Eris, tal como la representa Homero, es hermana y amiga de Ares, y tiene con él un parecido de hermanos. Figura, en un primer momento, como pequeña e insignificante, para alzar después su cabeza hacia el cielo. Revive poderosamente en el fragor de la batalla, tiene una voz parecida a la de Ares, se presenta en el lugar antes que Ares y permanece en el tumulto cuando los dioses ya se han retirado de él. Como su hermano, es ávida, insaciable y cruel. Si nos fijamos en cuándo Homero menciona a Eris, se advertirá que ésta nunca aparece sola. No es una diosa que se presente por sí sola sino que siempre acompaña y tiene algo de accesorio. Ésta es una de las sagaces observaciones en las que abunda la epopeya homérica. En la naturaleza de Eris está no tener bajo su poder ningún ámbito propio en el que maniobrar e imperar con fuerza innata. Siempre despliega su poder en otro ámbito, a cuyas leyes se somete. Acompaña a los dioses junto a los que se la nombra; los precede, permanece junto a ellos y se retira después de ellos. Ninguna Eris posee un poder pausado. Los dioses, en su apacible plenitud existencial, no poseen una Eris a ellos atribuida o que les acompañe. Eris sólo acude y se une a ellos cuando se inflama el agon entre los ámbitos de poder. La Ilíada la menciona sobre todo como hermana de Ares, pues es el ámbito de Ares el que predomina en la epopeya. Hesíodo refiere que Eris domina la vida entera de los hombres. En Hesíodo no sólo es invisible y mediata, también se reparte. La Eris buena de Hesíodo preside cualquier agon, cualquier capacidad abocada a la competición. Abarca el agon de los juegos, de las musas, los oradores, los artesanos. No existe profesión, ni arte, ni artesanía, ni habilidad que vaya acompañada de un agon en la que ella no tome parte. No designa el rango de la misma; éste depende del nomos al que está sujeta. Por tanto, también en Hesíodo es accesoria. El agon de los héroes está sujeto al nomos de Zeus. La lucha entre Aquiles y Héctor depende directamente de la balanza de Zeus. Es singular, y más curiosa de lo que estamos dispuestos a aceptar, la concepción de que los inmortales son pesados en la balanza de Zeus. No es la voluntad de Zeus la que hace subir y bajar los platillos; él no sólo es ajeno al resultado sino que lo conoce de antemano. Sabe que Héctor morirá a manos de Aquiles. Sólo verifica el lugar y el momento. Tiene el poder de aplazar el final, sopesa esta idea y la expresa cuando Atenea formula su objeción. Los inmortales poseen su propia gravedad innata, que Zeus ni incrementa ni reduce, y que se manifiesta en la balanza. La balanza abarca el agon y atestigua que el destino es algo común. El veredicto de la balanza muestra la relación existente entre Zeus y las moiras.

La dureza irreconciliable, implacable y terrible del agon se manifiesta por doquier y Homero no intenta suavizarla, refiere los acontecimientos con rigurosa veracidad. Describe las heridas abiertas por la espada, la lanza, la flecha y la honda con una minuciosidad que presupone un profundo conocimiento, también de anatomía. Así como las armas se parecen, también se parecen las heridas que causan. A las reglas de juego del agon pertenece la invectiva dirigida al enemigo antes de entablar batalla, los vítores del vencedor, la incautación de la armadura y el despojo del cadáver. El vencedor es dueño de perdonar la vida del derrotado, que implora su clemencia, que abraza su rodilla y toca su mentón; es dueño de aceptar el rescate o de matarle. El cautivo carece de protección, pero los dioses odian la crueldad extrema, como se hace patente cuando se hace escarnio del cadáver que por derecho corresponde al vencedor. Como dice Ulises, también las personas agobiadas por el sufrimiento que imploran auxilio son sagradas para los dioses. El agon es duro y despiadado, le es propio tanto el júbilo del vencedor como el dolor por el vencido, el lamento de la esposa y de los padres ancianos y desvalidos. Aun así sus reglas son inviolables y recuerdan a los juegos. Sus acuerdos deben ser respetados, posee una naturaleza de heraldo inviolable, se detiene ante la hospitalidad y está sujeto a los dioses.

Uno de los presupuestos del agon es que los dioses vigilan las fronteras de su poder. Se rechazan y se castigan severamente las incursiones contra este poder. Los dioses atribuyen importancia a la invocación, el ruego, la plegaria, el agradecimiento, porque todo ello reafirma las fronteras de su soberanía. Necesitan los sacrificios. Hermes explica a Calipso que no fue de su agrado cruzar el mar inconmensurable pues no había en él ciudad alguna que diese la bienvenida a los dioses con sacrificios y hecatombes. Los ámbitos de poder de los dioses no son de tal naturaleza que haya entre ellos huecos y espacios vacíos por los que pueda escapar el hombre, que contaría así con la posibilidad de sustraerse por sí mismo a su dominio. En ninguna parte existe un vacío como éste. Todo colinda o se superpone. Este segundo caso encierra peligros para el hombre y puede ejercer un efecto demoledor sobre él. Lo que se llama la envidia de los dioses es un caso particular del agon en que están insertos. Para el hombre es fatídico verse enredado en una pelea entre dioses, pero inevitablemente se ve involucrado, no puede escapar a este enredo. Donde lo rehúye, no puede sustraerse porque no se encuentra fuera de la lucha, sino metido en ella y, por tanto, siempre tiene un dios a su favor y otro en su contra, tal y como evidencia la Ilíada. Más tarde, esta lucha se convertirá en uno de los argumentos capitales de las tragedias. Ningún estudio que aborde el concepto de culpa en la tragedia griega será suficiente si no reconoce este conflicto y sus condiciones. La necesidad trágica pertenece al ámbito del agon de los dioses y forma parte del nomos de Zeus. Esta necesidad, como la culpabilidad misma, no admite ser derivada de una physis, si bien la tragedia euripidea es el lugar donde se inicia la solución.

No es una excepción sino la regla que el hombre se vea involucrado en la lucha de los dioses. No se ve involucrado en el momento en que se hace culpable sino cuando llega al ámbito de poder de los dioses y, a sabiendas o no, se convierte en cómplice de su agon.

Los oráculos

No existe oráculo que no tenga contacto con el daimonion, con el numen de la divinidad o de los héroes; este contacto es la condición de su existencia. Mientras el nomos esté incluido en el numen, mientras el nomos basileus de Zeus impere sobre toda ley, sobre todo orden, el oráculo será imprescindible. Es la solución a la duda, la salida al apremio, el punto de consulta, el lugar de la pregunta dirigida al numen. De ahí que los oráculos estén en todas partes y que intervengan en la vida.

La adivinación (la capacidad de presentir lo divino, el poder de presagiar) sólo puede ser entendida en cuanto el hombre tiene conocimiento del numen. Escucha la voluntad de la divinidad y se convierte en su portavoz. Es una convicción generalizada que todo hombre posee el don de la adivinación. Es un don innato y ha sido dado y puede ser fortalecido si se desarrolla, puesto que existe una escuela de adivinación. No obstante, la facultad adivinatoria no es igual en todos, ni está despierta por igual en todos; en algunos está dormitando. A nadie se le ocurriría no preocuparse por ello ni prestarle atención. En el oráculo de incubación, en el oráculo de signos, en el oráculo hablado, a cada uno se le ofrece la oportunidad de comprobar y demostrar su poder adivinatorio. Si lo posee, no necesita interpretación, ni explicación por parte de un tercero, de un sacerdote, vidente o intérprete de signos. Se recurre al experto para obtener la certeza. Calcante y Tiresias son hombres que poseen el sumo poder de la adivinación, la profetisa apolínea Casandra es una doncella. La fama de Calcante procede de su facultad como augur. Tal como dice la Ilíada, conocía lo que sucede, lo que sucedió y lo que sucederá. Que la ira de Apolo provoca una peste en el campamento de los griegos frente a Troya es algo que saben todos, pero sólo Calcante indica las razones por las que el dios está iracundo. También Tiresias es ante todo un augur; es ciego, para lo cual se refieren diversas razones. La ceguera de los videntes demuestra y testifica su capacidad vidente. También Homero, el vidente Homero, está ciego. Una persona que ve como él no necesita los ojos, ya no hace falta que mire con los ojos. Ve más sin ellos, se ha hecho todo ojos. También Casandra y su hermano Heleno son augures.

Los augurios pertenecen a los oráculos de signos. Los pájaros tienen algo de présagos; la palabra griega para pájaro tiene también el sentido de pájaro agüero, de algo presignificado. En el oráculo hablado se comunica el oráculo; la respuesta del oráculo, la sentencia, la profecía en un sentido amplio se llama chresmos. No corresponde al comunicante ofrecer una interpretación o explicación. En muchos casos, no es capaz de ello porque desconoce las condiciones de la pregunta, su significado y su contexto. El transmisor no tiene nada que ver con el consultante, se limita a comunicar la sentencia. La interpretación y la explicación son asunto del consultante. Puede ocuparse él mismo de ello o hacer que se ocupen otros. Egeo, que consulta al oráculo délfico por su descendencia, es incapaz de interpretar la sentencia a causa de su oscuridad, pero sí Piteo, a quien se le comunica y que actuará de acuerdo con ella. Leucipo, que busca a su padre y a su hermana, la comprende. En Delfos se le dan indicaciones para que recorra los países en calidad de sacerdote de Apolo, con lo cual partirá vestido de joven y encontrará a ambos. No es necesario el oráculo cuando la divinidad da a conocer su voluntad sin ambigüedad, cuando no existe duda acerca del numen. Donde reina la certeza, sobran las preguntas, como sobran también allí donde basta con la physis para disipar cualquier duda. Tal y como ya apuntamos, el hombre puede llevarse a engaño. El oraculum (chresmos) es la sentencia (respuesta) divina y adivinadora, y no sólo, por tanto, el lugar en que se emite. No obstante, la fama de los oráculos hablados y de los oráculos de incubación está vinculada a las antiguas sedes que se ocupan de pronunciar oráculos. El oráculo no depende de una sede y un lugar y puede por tanto ser enunciado en cualquier sitio, pero su prestigio está ligado a determinadas localidades. Las sedes se encuentran ante todo en la cercanía de los manantiales, de los de agua fría y de los de agua caliente, como los que emanan vapor en Delfos. En Dodona se observaba el movimiento de las hojas del roble sagrado, en Delos el susurro de las hojas de laurel, en otros lugares otros movimientos, pues es un movimiento, un cambio, lo que siempre precede a la sentencia. La sentencia se pronuncia en estado de arrebato y en este estado la recibe el consultante. Se representa a las pitonisas y las sibilas en este estado. Ayunar, abstenerse de beber vino y dormir en el recinto del templo son requisitos del oráculo incubatorio. Aquí, tanto el que consulta como el que contesta se encuentran sobrios.

No sólo los dioses, también los semidioses y los héroes pronuncian oráculos, de ahí que posean sus propios lugares oraculares. Así sucede con Heracles de Bura, Anfiarao de Oropo, Trofonio de Lebadeia. Los oráculos se instauran donde yacen sepultados los restos de personas videntes. Anfiarao, calificado de hijo de Apolo, era un vidente procedente de Argos que fue arrebatado por Zeus en la marcha de los Siete contra Tebas. En Oropo, donde desapareció, se encontraba el Anfiareion, en el que se pronunciaban oráculos de incubación. A Trofonio, hijo de Ergino, se lo tragó la tierra y en ese lugar se instauró un culto y un oráculo subterráneo en honor de Zeus Trofonio. En la gruta consagrada a Heracles Buraico, en Bura, se instauró un oráculo de dados.

¿Acaso se acredita la sentencia del oráculo porque haya previsto un suceso del futuro (predicción, profecía, presagio) o bien se produce este suceso del futuro porque ha sido predicho? ¿Es la sentencia verdadera porque viene determinada o porque es determinante? Ambas cosas. Supongamos de entrada que no se pronunciase la sentencia. ¿Cambiarían en algo el suceso y su curso? ¿El acontecimiento que se producirá en el futuro se habría producido también aunque no se hubiera planteado la pregunta ni se hubiese dado una respuesta? Ciertamente no en aquellos casos —a los que pertenecen los oráculos con ocasión de una expedición y fundación de colonias— en los que la sentencia es constituyente, constitutiva para la instauración y creación de la colonia. Ésta o bien no se hubiese creado o bien se hubiese creado en otro lugar si el oráculo no hubiese dado su aprobación a la expedición y la fundación, o si hubiese designado otro lugar. Están incluidos todos aquellos casos en los que la enunciación del oráculo tiene como consecuencia la actuación del propio consultante, pues de entrada la sentencia lo convierte en actuante y, además, el dicho y el hecho forman una totalidad indivisible. A Orestes el oráculo de Delfos le reafirma en sus planes de venganza y Orestes actúa en consecuencia. Enómao se entera de que deberá morir si su hija se casa e intenta, en consecuencia, evitar la boda. El oráculo de Delfos ordena a Damarmeno que entregue a los eleos el omóplato de Pélope, que había sido encontrado. A Pelias, rey de Yolco, un oráculo le anuncia que morirá a manos de un pariente de la estirpe de los eólidas. En consecuencia, los mata a todos, pero se le escapa Jasón. El oráculo no anticipa la reacción del afectado, pero se cumple tanto en el que actúa como en el que no actúa. Es improbable que no se tenga en cuenta la sentencia del oráculo: el afectado reaccionará. La expedición partirá, la colonia se fundará y el amenazado tomará medidas que le den seguridad frente a acontecimientos del futuro. De ahí que se deba rechazar la suposición de que el oráculo pretende anticipar determinaciones causales, como vemos en la segunda vista o segunda visión, porque todavía no existen en el ámbito de un acontecimiento como éste y, por tanto, no pueden tener nada de determinante. También en la segunda vista se ve algo que sucederá irremisible e irremediablemente. Este suceso se produciría también aunque el vidente no lo hubiese previsto y, por tanto, no hace falta que tenga relación con él. Así, por ejemplo, prevé un incendio, un cortejo fúnebre, un accidente, y no sabe cuándo ni dónde tendrá lugar. No es necesario que conozca a las personas que están involucradas y también puede ocurrir que el acontecimiento previsto suceda después de su muerte. No existe un destino que le sea revelado como hado o como parte de él. En la segunda vista falta ante todo el numen, el tiempo sólo irrumpe como forma de contemplación. Al vidente su visión le resulta un estorbo, no sirve de ayuda ni para él ni para otros. El oráculo va más allá del presagio y de la profecía cuando comunica un nomos que procede del numen y se da a conocer como tal. Dentro de este ámbito, todo lo profético permanece ligado al lenguaje, a la prophasis por medio de la que hace su aparición. El hombre no tiene esta prophasis por sí mismo, sino siempre por medio de un dios o un héroe. Por lo tanto —y contrariamente a la segunda vista— la sentencia conlleva siempre su legitimación y deberá ser reducible a la divinidad y su numen.

La enunciación del oráculo depende de la libre decisión de la divinidad, pero viene provocada por la pregunta del consultante. Tampoco se puede obtener por la fuerza, con lo cual aquí los recursos mánticos, que tienen algo de violento y artificial, no vienen al caso. Sin embargo, la facultad adivinatoria siempre está ligada al numen, del que no admite ser desprendida. Lo dudoso y cuestionable que en la época histórica afecta a los oráculos, y lo ilusorio y engañoso que en la época romana se asocia a la disciplina de los augures y los arúspices se debe a que dependen del numen y a que, en un mundo en el que el numen está desapareciendo, acaso ya no puedan existir intactos. Donde el numen retrocede, los oráculos incubatorios, los hablados y los de signos pronto dejan de existir. En su lugar surgen la astrología y los sistemas caldeo y egipcio de cálculo, que llenarán esos espacios vacíos que han abandonado el daimonion y el numen. Las funciones del oráculo las desempeñarán el cálculo del horóscopo y el exorcismo, que tienen algo de violento, pues se trata de operaciones que pretenden conseguir algo por la fuerza.

La idea de que los antiguos oráculos son infalibles, de que aquello que enuncian acontece de hecho, le parece inconcebible a la mayoría, por eso prefiere creer en conocimientos particulares de las circunstancias o en artificios. Estas personas, los que se guían por una mentalidad causal y teleológica, no admiten que la prophasis es incapaz de engañar o estafar mientras toda legitimidad quede comprendida dentro del numen y se exprese en el lenguaje que le es propio. En un mundo como éste, toda vía, todo camino indicativo y orientativo, pasa a través de la prophasis del oráculo. Sin oráculos, como ya hemos dicho, no hay salida. Para el hombre son tan necesarios como lo son el agua y el pan.

Es acertada la frase de Heráclito acerca del señor del oráculo de Delfos, que ni dice ni oculta sino que significa (es decir, da un signo). Ahora bien, sería equivocado atribuir a la frase un significado semántico; éste es incompatible con el daimonion que pasa a formar parte de la prophasis. Aquí se habla del señor del oráculo; mientras es señor, el daimonion, el signo y la prophasis son la misma cosa. En este sentido, el oráculo da un signo y no una escueta y seca indicación abstracta de aquello que sucederá y es necesario hacer en el futuro. De ahí que, precisamente, el análisis literal lleve al error. La tradición demuestra que el oráculo se presta a interpretaciones erróneas y que se entiende mal cuando se toma en su significado literal. En ese caso, falta la adivinación. Y la palabra ya no posee un poder transformador.

Hades

El lamento por los muertos está lleno de vida no vivida y es difícil de colmar, ese poderoso lamento que se eleva en torno al cadáver de Patroclo. El cuerpo del héroe constituye el centro de este lamento, y es evidente que este cuerpo es lo más bello y sublime que existe en la tierra y que su aniquilación provoca una conmoción que se propaga desde el centro. Es este mundo un mundo de hombres, un mundo masculino en el que se honran más el poder y la belleza de los hombres que los de las mujeres, y en el que, por tanto, el lamento por la muerte del hombre se escucha con más fuerza que el lamento por la mujer. En el cuerpo del héroe se observa y se mide el canon del poder y la belleza humanos. El lamento por su muerte tiene un gran alcance y afecta a los dioses, los vientos y el mar, tal y como muestra el entierro de Patroclo. En un poema épico tardío como el de Quinto de Esmirna, que lleva a término la Ilíada hasta el regreso de los griegos a su patria, se describe el lamento por la muerte de Aquiles en toda su amplitud. Es característico de estos poetas emuladores proponerse como objetivo ser exhaustivos y no descuidar nada. Quinto recopiló todos los elementos del lamento funerario que halló en Homero y en los poemas cíclicos. Su fuerza conmovedora no se percibe en ningún otro lugar mejor que en la Ilíada. Uno de los elementos característicos de esta lamentación es su tendencia a lo festivo. El acontecimiento luctuoso desemboca en el agon festivo de los juegos, en el que com piten las máximas fuerzas vitales. No es, por tanto, desatinada la hipótesis de que el agon de los juegos, ese agon somático que tuvo en Píndaro a su último poeta, surgió a partir del lamento fúnebre. El dolor mismo desemboca en un comportamiento agónico que se manifiesta actuando en las competiciones y los torneos. El reino de los muertos se abre y se vuelve a cerrar. El funeral existe para los muertos y los vivos. De entrada abre al muerto el Hades, ante el cual deambulará hasta que se haya llevado a cabo su solemne incineración. Una vez incinerado el cadáver, el muerto no regresará a su patria. La celebración funeraria lo sosiega; antes deambulaba infatigable e impaciente en un reino y un estado intermedios. Después, en cambio, se encuentra separado de los vivos de un modo estricto e implacable y ya no tiene nada que ver con ellos. A partir de este momento está sujeto sólo al Zeus de las sombras. Por tanto, el funeral provoca la firme delimitación de los muertos con respeto a los vivos. Se incinera el cuerpo y no se deja que se pudra. En cierto modo, la celebración misma es plástica de principio a fin, pues se procede a trazar un círculo alrededor de la tumba, se construye un empedrado, se erige un túmulo y (en el caso de Patroclo) se entierra en él la urna dorada. Todos estos procedimientos tienen lugar a plena luz del día. Para los vivos, la celebración y el lamento fúnebre tienen como efecto la curación del dolor. El enterramiento honroso y decoroso no sólo contenta al muerto, abriéndole las puertas del Hades, también es un consuelo para los supervivientes. No hay nada más triste, nada más ignominioso que privar al muerto de estos honores, dejar su cadáver abandonado en el suelo para que sea devorado por pájaros y perros. Que el dolor tiene algo de curativo es una idea que Homero no desarrolla pero que, aun así, en modo alguno le es ajena. El comportamiento estoico frente al dolor es algo que el héroe no conoce; se entrega enteramente a él como se entrega a la alegría. Para el hombre, no hay nada indigno en el torrente de lágrimas, el fuerte lamento y el llanto. Su objetivo no es la ataraxia, la impávida imperturbabilidad del alma, sino que se entrega libremente a sus sentimientos. No reprime ni niega el dolor y no persigue la insensibilidad, sino que concede a la naturaleza su derecho y derrama sin temor su lamento. Parece evidente que no existe dolor sin el Hades, sin el reino de los muertos, ni separación en la que se manifieste únicamente el dolor, no importa de dónde provenga. Pero la epopeya no conoce el Hades de Core, el Hades florido, el Hades de Dioniso, aquel Hades que forma una unidad con la vida y que es la condición de toda plenitud de vida, de toda renovación. Para la epopeya, el Hades es un lugar de espanto y de hacinamiento, una mazmorra de las almas. El alma presenta toda ella el aspecto del muerto, pero sólo es una sombra dotada de fuerza voladora, incorpórea, transparente, como el humo y la niebla. No entra en consideración frente al cuerpo que respira y se mueve en la luz. Temblando y zumbando corre hacia los ámbitos nocturnos. El difunto es menos que el vivo; el alma que corre hacia el Hades es menos que el hombre vivo, no es lo más noble del hombre y así lo siente ella con una aflicción sorda. Es sólo el pneuma fútil que queda del vivo, su triste sombra. El Hades es el lugar de los nostálgicos que sienten nostalgia de la luz del pasado. El alma no es indiferente al destino de los vivos, pero está debilitada, llena de nostalgia por la vida y ávida de sangre. Ha perdido su destino, carece de daimonion, de moiras, y sólo está sujeta al poder opresivo de Hades que es el Zeus y soberano del reino de las sombras y de todas las sombras. Homero define a su esposa Perséfone como «la Severa». Las almas guardan recuerdos de la vida en la tierra pero están inactivas, carecen de ocupación y se hallan entregadas a pensamientos pesarosos. Tampoco las almas que detentan una posición dominante en el Hades, los señores de los muertos como Aquiles, sienten satisfacción por su función. Es Ulises quien con mayor minuciosidad relata lo que sucede en el Hades. Las almas tienen el aspecto que tenían en el último instante de su vida, de ahí que la mirada las reconozca de inmediato. El vidente Tiresias todavía posee su cayado dorado, también sigue manteniendo su don de vidente. Sólo hablan las almas que beben la sangre del sacrificio, las otras, a las que esto les ha sido prohibido, se retiran en silencio al Hades. El alma es, tal y como dice la madre de Ulises, una imagen de ensueño, por tanto el Hades es un reino de ensueño. Las almas no se dejan tocar, ni abrazar. Pero sí se acuerdan de las personas que les son queridas. Agamenón pregunta por su hijo Orestes, Aquiles por su hijo Neoptólemo. Contento, baja por el prado de asfódelos después de que Ulises le relate cosas gloriosas de su hijo. Es también Aquiles quien define escuetamente el Hades como un reino de sombras de personas muertas que habitan en sus profundidades de un modo vano y absurdo.

Este lugar de las almas separadas de sus cuerpos es un recipiente de imágenes. Son imágenes las que se guardan en el Hades, donde se consumen poco a poco, palidecen y se van haciendo borrosas. Así como el señor de las sombras lleva un casco que le hace invisible, así la casa de Hades es una casa invisible. Entre las imágenes en sombras también se encuentran imágenes de héroes divinizados; la imagen de Heracles se encuentra en el Hades mientras que él mismo está en el Olimpo. Esto es curioso e indica la insignificancia de la parte del hombre que recoge el Hades: es simple imagen, sombra y sueño. Esta existencia en sueños e insensible con la que deambulan las sombras en el Hades, calladas o emitiendo sonidos estridentes y un fuerte griterío, convierte este lugar en un espacio espantoso.

El Hades subterráneo y el de occidente, de los que habla Homero, son el mismo y por tanto se solapan y se unen. La morada occidental que alcanza las profundidades de la tierra contiene la entrada principal del Hades. A través de ella entran, junto con las almas, también algunos vivientes. Dejando a un lado la entrada principal, hay múltiples senderos y caminos o incluso hendiduras que conducen al Hades, al que, por tanto, pueden acceder las almas desde cualquier lugar. El alma de Patroclo se hunde humeando y zumbando en la tierra. El Hades de los cantos homéricos no sólo es un lugar estático, también se atasca, se estanca. Es un mero lugar de retroceso de la vida, un receptáculo sin salida, totalmente estéril. De ahí el moho que cubre los senderos que conducen hacia él, lo mohoso y enmohecido que recorre el ámbito entero, el aleteo y el griterío de los murciélagos. Su existencia en las sombras se ha vuelto tan estacionaria que por todas partes se acumula el moho y se extiende el hacinamiento. En el oscuro encierro de las profundidades del Hades y del Erebo todo se pudre de un modo fantasmagórico. Hay algo fantasmal cuando el señor de las sombras se incorpora en su trono, angustiado por los embates de Poseidón, que sacude la tierra. Es presa del miedo, porque podrían formarse hendiduras y roturas en la gruesa costra que separa su reino del mundo superior, podría entrar luz en su hacinamiento y su oscuridad enmohecida. La lucha de los dioses afecta al Hades y lo sacude de parte a parte. Es significativa la idea de que sería posible hacer saltar el Hades desde afuera y de un modo violento. Al movimiento que sin cesar penetra en el Hades no le corresponde un movimiento contrario, de ahí que tenga algo de sobrecargado. No obstante, el sobresalto de su señor muestra que no es intocable; su aislamiento, su edificación bajo tierra presuponen un constante contacto con el mundo superior.

En estas reflexiones se hallan incluidas y ocultas circunstancias poderosas que la epopeya se limita a apuntar. Del mismo modo que el Zeus subterráneo está muy lejos de encerrarse terminantemente dentro de su reino y de mantenerse aparte, sino que sale de él para irrumpir enérgicamente con sus corceles negros y su carro dorado, sobre todo cuando con gran despliegue de poder rapta a Perséfone, así tampoco la morada del Hades está totalmente aherrojada ni es infranqueable para los vivos. El camino que conduce hacia allá es secreto y está lleno de peligros, pero aun así puede ser encontrado. El Hades no se basta a sí mismo, no es un ámbito independiente, y no lo es por el simple hecho de que depende por completo de los engendramientos. La unión entre él y el mundo superior se evidencia por las visitas que los héroes le hacen en vida. Heracles, acompañado de Hermes y Atenea, penetra violentamente en el Hades y alcanza con su flecha al mismo señor de los muertos, que le opone resistencia y debe huir al Olimpo, donde le curan la herida. El semidiós corona su acto encadenando a Cerbero y conduciéndolo hacia la luz. Perseo desciende al Hades, en él entran Teseo y Pirítoo, Orfeo lo visita, de él regresa Alcestis. A la entrada del Hades, Ulises ofrece un sacrificio y mantiene un diálogo con las sombras. Las relaciones de los héroes con el Hades son múltiples. Perseo, que mantiene una relación amistosa con el dios de los muertos, goza de su apoyo y protección, y da la impresión de no conocer obstáculos, de que no le detiene límite alguno cuando se dispone a visitar las profundidades. Es Heracles el que irrumpe con más ímpetu y con mayor éxito en el Hades. Teseo y Pirítoo, que deseaba llevarse a Perséfone de las profundidades, se ven apresados y retenidos en aquel lugar. Orfeo lo abre por la fuerza de su canto; a Alcestis, lo echan. Ulises no puede eludir la visita al Hades. Que lo busque y que lo encuentre es la condición de su regreso, y visitarlo constituye la cima y el punto de inflexión en su viaje. En su larga travesía circunvala el Hades, permanece durante años en islas vecinas sin poder salir de ellas. Ulises abre el Hades y arroja luz sobre él. Ésa es una de las funciones del héroe. Para él, Hades no es sólo el que hace invisible, el que todo sosiega y el que acoge a los muchos; no sólo es la mazmorra de las almas separadas de su cuerpo, también las atrae y, como un imán, las arrastra hacia su ámbito. Ellas superan el miedo que les inspira.

Los procedimientos que hacen saltar el Hades, que lo modifican desde dentro, van mucho más allá. Se anuncian en las visitas de los héroes y también en que los héroes, después de su muerte, unen lo de arriba con lo de abajo. Las relaciones del reino de los muertos con el reino de los vivos cambian. El Zeus subterráneo no es sólo el tenebroso y huraño vigilante de los muertos, es también el señor de los metales y el dispensador de la bendición que brota de la tierra. En Hesíodo se encuentra la instrucción de invocarle para que la simiente de Deméter se hinche. Si en la epopeya el Hades es un ámbito estanco que se sustrae a todo devenir, ahora se llena de un movimiento circular que lo incorpora plenamente al devenir. En él todo germina y desprende vapor de un modo primaveral, echa raíces y empieza a brotar. El gran ciclo de los jugos lo atraviesa. Ya no es el que sorbe las sombras, el que succiona las almas que en él viven su crepúsculo, sino que él mismo está preñado de vida. Es el Hades de Hécate, que se desliza hacia dentro y hacia fuera; de Dioniso, que emerge de las profundidades sombrías; de Core, que sin cesar camina de la luz a la oscuridad y a la inversa.

El Himno homérico a Deméter relata el rapto de Perséfone. Juega con las hijas de Océano en el prado florido, en el que brotan las violetas y rosas, el croco, los jacintos, los lirios y los narcisos. Core, la joven, tal como dice su nombre, juega en el campo florido; es la diosa de las flores, como su madre Deméter es la diosa de los frutos. Gea hizo que brotasen estas flores bajo mandato de Zeus para engañar a la doncella que jugaba; las flores estaban destinadas a distraerla y a mantenerla ocupada. Mientras recoge flores se prepara otra cosa. En el campo florido se abre una inmensa grieta de la que emerge Hades con su carro de oro, se apodera de Core y con ella desciende a su reino. El rapto se lleva a cabo con el conocimiento y la voluntad de Zeus; por tanto, había sido decidido tanto arriba como abajo. Se escucha entonces el lamento desgarrador de Deméter, quien, desesperada, empieza a buscar a su hija. Intenta arrebatársela a Hades, pero no lo logra, pues entre tanto la joven ha ingerido el alimento de Hades, una granada que el dios de los muertos le ha obligado a comer. A partir de entonces deberá permanecer una tercera parte del año bajo tierra. Los otros dos tercios del año los pasará en el Olimpo.

Este episodio constituye el contacto más poderoso entre el mundo de la luz y el de las sombras. El Hades se abre de una vez para siempre con la llegada de Core; se descerraja, reventado por un temblor que lo transforma totalmente. Los poemas homéricos silencian esta transformación. Para Homero, Perséfone es la diosa severa del submundo, la esposa severa de Hades. El submundo significa para él la casa de Perséfone, y Perséfone es el Hades femenino. En el Himno a Deméter se define de nuevo qué son la muerte y la vida. El ciclo de Core, que empieza entonces, demuestra que abajo y arriba, luz y oscuridad, son una misma cosa, una unidad indivisible. Core irrumpe de la oscuridad a la luz y de la luz regresa a la oscuridad. Este movimiento incluye una nueva primavera que llena el Hades y sopla a través de él, que lo inunda con ráfagas rítmicas y cíclicas. Es la propia primavera la que irrumpe hacia la luz, la que empieza a florecer y se llena de fragancia. Esto es lo que expresan las flores que florecen en el prado de Nisa. Es impensable una Core sin flores; con ella las flores se adentran en el Hades y con ella vuelven a salir de él. Sus raíces están en la oscuridad y su fragancia se elabora en las profundidades. Allí todo empieza a bullir como en una gran caldera. La vida dulce, fugaz y pasajera que se disuelve en la fragancia procede de esta caldera. La flor es el sexo que se dirige hacia la luz. Con la entrada de Core, Hades pierde su esterilidad y se convierte en lecho de flores y frutos. Se convierte en el origen del sexo, en seno con forma de seno, en el lugar de la concepción. Al internarse los héroes en él, se prepara ya el alumbramiento.

Todo esto regresa con Adonis. Lo que con Core es rapto, con él es muerte en la flor de la juventud. Al morir y derramar su sangre, de cada gota fluyen flores. La ley del retorno que cumple Core también es la suya; va al Hades y del Hades regresa hacia Afrodita. Su fiesta, las Adonias, es al mismo tiempo una celebración de los muertos y de la vida; al lamento por los muertos le sucede directamente el júbilo festivo. Con ocasión de las fiestas se siembran en cestas y cacharros semillas de hinojo, lechuga o trigo que rápidamente germinarán. Así, de la sangre del joven jacinto brota una flor oscura, una especie de iris como la que se ofrece a Deméter y con la que se forman coronas en ocasión de las Ctonias, la fiesta en honor a Deméter. Es así como Narciso, que muere joven, se convierte en flor. Donde aparecen flores y se producen transformaciones, el Hades está cerca.

Las diosas del destino

Las experiencias alegres y dolorosas por las que atraviesa el hombre le permiten reconocer con más claridad a las potencias en cuya acción se enreda la suya propia. Percibe unas leyes que retornan y que es preciso tener en cuenta. No todo parte de los dioses más venerados, puesto que éstos ni entretejen su propia existencia con la existencia penosa del hombre ni tienen como misión ordenar y determinar directamente todo lo relacionado con el destino de la vida humana. Esta tarea corresponde a otras divinidades, que los griegos identificaron globalmente como femeninas. Son las moiras y las ilitías, Némesis, Dice y Ate. También se incluye aquí a las erinias. El hombre llega a conocer su peculiar poder sólo cuando se encuentra con ellas. Aprende a diferenciarlas sólo por la repetición de los encuentros. Si las hiere, sobre él recae todo lo que hay de hiriente en sus acciones. Ellas se apoderan de su modo de actuar, lo unen y con él hilan un hilo, tejen un tejido. Ésta es la función de las moiras.

Moira, como concepto, significa porción, parte. Las moiras asignan al hombre una parte. Eso significa que el concepto de destino también puede ser entendido como partícipe y, por tanto, sólo en relación con otros destinos. El mundo como totalidad carece de destino, para él no existen las moiras. Si se lo considera como un mecanismo, posee una necesidad mecánica. En sentido estricto, tampoco el individuo —suponiendo que existiese como tal— tiene un destino. El destino es siempre algo común, cimentado sobre la interrelación. De ahí que las moiras no sólo «hilan» el hilo de cada destino individual, sino que trabajan en todo el tejido; las partes que se reconocen como hilos adquieren su destino por el entrelazamiento con otras partes, por su relación con ellas. Las moiras manejan el curso de los hilos y producen la trama. La imagen está tomada del arte de tejer, del trabajo de la mujer en el telar. El acto de hilar, en el que lo único que importa es el largo o el corto de la hebra, sólo define de manera incompleta su actividad, pues la moira abarca más, implica que el hombre se hace destino para el hombre. Moiras y hombres van juntos, y las moiras velan por el hombre desde que nace hasta que muere, pero no velan por las plantas y los animales, pues éstos no tienen destino, quedan completamente absorbidos por la especie y no hacen más que retornar. Las moiras tampoco deciden acerca de los dioses, en tanto que éstos carecen de destino. De otro modo, el Olimpo no sería lo que es. Por su rango, las moiras parecen menores que los dioses olímpicos y no los gobiernan. Actúan en el ámbito de la soberanía de Zeus, no fuera de él ni por encima de él. En la esfera de los titanes no existen moiras, pues no hay nada en ella que tenga destino. No obstante, la función de soberano de Zeus incluye sopesar los sinos, sin que por ello esté inexorablemente sujeto al veredicto de la balanza; él tiene libertad, puede cambiar la moira, que aparece aquí como peso. Esta concepción es propia de la poesía épica. Para Hesíodo, que en la Teogonía define a las moiras como hijas de Zeus y de Temis, éstas dependen de Zeus, que las honra particularmente. A este propósito, se menciona a Zeus como moirageta, conductor de las moiras. Hacen su aparición en un coro conducido por él, de ahí que estén vinculadas tanto las unas a las otras como a su función. Este vínculo se halla, por otra parte, en correspondencia con su vinculación a los hombres. No es únicamente Zeus, también los demás dioses pueden gobernar a las moiras. Apolo, Deméter y Perséfone colaboran con las moiras. Cabe pensar que esta conducción se corresponde, según cuál sea el dios que conduzca, al entramado del tejido. De ahí resulta que la moira de los dioses, su parte en el sino de los hombres, pueda ser separada de la participación de las moiras en este sino. Es evidente que en la epopeya las moiras están limitadas, pues no viven en un espacio sin soberano ni tienen una autonomía ilimitada sino que están sujetas a la legalidad del soberano, al nomos basileus de Zeus. No pueden intervenir en el modo de obrar de los dioses, no pueden anular ni limitar la participación del dios en el hombre. Los trágicos, en concreto Esquilo, sostienen a este respecto otra opinión. Ahora bien, si preguntamos qué provoca esta limitación de las moiras en la epopeya veremos que están limitadas precisamente por la intervención activa de los dioses, por su proximidad con el hombre y su vinculación con él. Destacan con más fuerza a medida que se aleja esta participación de los dioses por los hombres, que los dioses se retiran del hombre y se desvanecen para él. El destino, como tal, significa ya un alejamiento de los dioses, la actuación impersonal y anónima de los poderes.

Si consideramos la función de las moiras tal como la describe la poesía épica, se plantea la siguiente pregunta: ¿hay algo que no esté sujeto a las moiras? Es evidente que antes de que empiecen a desempeñar su función tiene que existir el hombre. Las ilitías, las diosas del parto, están activas antes de la intervención de las moiras. Asisten al parto del niño, lo traen a la luz y a la vida, supervisan el nacimiento y las contracciones. También ellas son diosas del destino, si bien en un sentido mediato, porque actúan bajo la condición de la vida sujeta al destino, durante el nacimiento. En este sentido, se vinculan a las moiras. El recién nacido, el lactante, carece de destino, vive en una dependencia absoluta y en razón de esta dependencia tiene una vida sin destino. Puesto que el destino abarca el hacer y el padecer de un modo tal que lo uno es impensable sin lo otro, se adhiere a ambos. La vida y el destino no son lo mismo.

Las moiras tejen el destino en la vida. Héctor ya existe cuando llegan ellas. Pero hay algo que todavía es más importante: en contraposición con Zeus, no depende de las moiras la plenitud de la existencia, de ellas depende sólo ese vuelco de las circunstancias que podría llamarse propio del destino, sólo el movimiento. Ni otorgan al hombre la vida ni hacen de él aquello que es cuando aparece en la tierra. No proyectan su predisposición, puesto que ya existe con ella; no le confieren el carácter, puesto que éste es innato en él y no pueden cambiarlo. Se encuentran con el hombre tal y como es, y así como lo encuentran dan comienzo a su misión con él. Del mismo modo actúa la Aisa homérica. Acontece lo que Aisa determina para el hombre y lo que las implacables hilanderas urden, después del nacimiento, con el hilo en ciernes. Se distingue a Aisa de las moiras, pero no somos capaces de definir lo que las diferencia. La Ilíada también dice de Aisa que teje la trama con el hilo que se va desenvolviendo. Puesto que los conceptos de suerte y de parte difícilmente pueden separarse, para nosotros también Aisa y moira convergen. Si bien hilar es una tarea propia de las moiras, con la que éstas ocupan su tiempo, no la ejercen sólo ellas. Allí donde se da a conocer una calamidad que procede de los dioses, son ellas quienes hilan. Traman para el hombre una vida llena de aflicciones, pero ellas no sufren. Homero no menciona lo que lleva a cabo Tique; no aparece en él. Arquéloco menciona a Tique junto con Moira; para Píndaro, Tique es una de las moiras. Esquilo las llama las hermanas madres y también hermanas de las erinias, y dice que las moiras asignan su misión a las erinias.

No cabe pensar que aquello que las moiras traman para la vida, para su curso, sea algo arbitrario, casual e inconexo, sin relación con el hombre, con su esencia, su manera. Eso estaría en contradicción con el modo de actuar de las moiras, que es un modo necesario. La moira que las moiras traman para cada hombre no está en contradicción con el ser de este hombre; esta moira es la parte que está en conformidad con su esencia, la parte que le corresponde. Las moiras actúan kata moiran, conforme al orden, según lo que corresponde. Dado que urden el destino del hombre, ya sea de acuerdo con su voluntad, ya sea en contra de ella, no puede hablarse aquí de libre voluntad del hombre. La urdimbre no sucede a posteriori, no como una mera confirmación y consignación de un acontecer ya consumado, sino que se va urdiendo. Lo que producen las moiras sucede por necesidad, es ananke, sin que por ello sea un fatum ciego. La certeza de que las moiras están siempre activas no resulta en un fatalismo, pues a la vez siempre se mantiene viva la convicción de que el hombre dispone por sí mismo de la parte que urde para él. Las moiras y los hombres actúan conjuntamente. Que el hombre se crea su propio mal, tal y como dice Zeus en la asamblea de los dioses, no se contradice con la actuación de las moiras, puesto que ellas no crearon al hombre, es él mismo la condición última de sus propios males; ellas no existen sin él. Si el hombre no diese a las moiras motivos para intervenir, ellas no podrían hacer nada. No crean desde sí mismas sino que actúan a través del hombre, por medio de él, y para ser activas dependen sin lugar a dudas de él. El hombre participa en la creación de su moira. El mal y la fatalidad, la fortuna y el infortunio adquieren sentido sólo por su vinculación con la voluntad del hombre, sin la cual no son nada y no pueden significar nada. De ahí que las moiras no se encuentren directamente con el hombre y no se aparezcan a su vista. El hombre no las ve como ve a los dioses. Crean sin ser vistas y actúan en lo oculto, en los hilos y los pliegues de la vida. Teócrito, en su primer Idilio, dice que Afrodita intentó elevar a Dafne muerto pero que no lo logró, pues faltaba el hilado de las moiras. Este hilado falta porque se acaba con la muerte, porque con él también finaliza todo quehacer de las moiras. En el Hades no hay moiras.

Todo esto indica que las moiras son diosas del tiempo, que actúan en los tejidos temporales de la vida. No crean flores, ni imágenes, ni figuras de la vida; sólo tienen que ver, más bien, con las interconexiones. No llegan al ser sino a su aparición en el tiempo. También lo que viene inspirado por las musas les queda lejos, como apuntan las palabras de Empédocles cuando dice que la Gracia odia la necesidad difícilmente soportable. Lo difícilmente soportable de la necesidad se desvanece ante la actuación de las cárites, pero se percibe en las moiras. En ellas se observa falta de interés por la realización de sus tareas. En sus quehaceres hay algo severo, atento, que jamás flaquea. Su incesante e incansable laboriosidad sólo afecta a su labor, en la que no se ven entorpecidas ni por el afecto ni por el desafecto. No les importa el hombre en cuyo destino participan hilando; no toman partido por él, ni le dedican atención. Esto les confiere un aspecto ceniciento. Son doncellas éneas que parecieran asexuales; no cabe dudar de su continua seriedad.

Dice, que según Hesíodo es hija de Zeus y de Temis y una de las tres horas, posee una cierta ubicuidad. Si bien no permanece siempre cerca de Zeus, como sí lo hace Temis, que es la asesora permanente del dios, está muy emparentada con su madre por su misión y su esencia. Temis también abarca a Dice, que nace de su vientre como hija de Zeus. Dice puede acceder libremente a Zeus y se le acerca quejumbrosa cuando ha sido herida. Tiene en común con las otras horas que ampara las obras de los hombres. Este rasgo de su esencia, típico de las horas, es rítmico, tiene un orden temporal y ocurre dentro del espacio del tiempo. Al mismo tiempo, es la fragancia y la eufonía que permite a los poetas decir de un objeto: huele a las horas, se ha bañado en el manantial de las horas. Si en un primer momento la función de las horas fue custodiar y gobernar las estaciones del año, fomentar lo que germina, brota, florece y da frutos, Hesíodo amplia su función, que se hace extensiva a los hombres y a la regularidad en la que viven, si bien siempre mantiene el ritmo y retorna en un periodo bien ordenado. Hesíodo dice que las horas hacen madurar el quehacer de los hombres. La Dice danzante que baila en el coro es la imagen más sublime de este orden, que se convierte en fragancia entera, en flor y en eufonía. Cuando se habla de la flor de la juventud, se habla de la hora. Si prescindimos de todo esto, sólo queda en Dice severidad y coacción. Pero el orden forzado, el mero estatuto impuesto y cumplido no tiene nada de Dice. Dice no se complace con él. No es una diosa de la necesidad sino que su naturaleza está inspirada por las musas y sólo se siente bien allí donde, en el hombre, resalta lo inspirado por ellas. Como sus hermanas, Dice es amiga de las musas y de las cárites, cuida lo bello y encantador. La Dice intacta es imperceptible pero actúa por todas partes sin ser vista, benévola, brindando, fomentando el crecimiento, demostrando su participación por el hombre que la honra. Es la Dice intacta la que encontramos ante todo en las obras de los poetas épicos y líricos; los trágicos mencionan a la Dice violada. En ésta, su naturaleza cambia, pues la fuerza inquebrantable que le es propia se levanta contra quien la quebranta para condenar y castigar. Lleva la espada con la que atraviesa el pecho del impío y se alía con las erinias. En este sentido más restringido custodia el derecho y las costumbres, combate el quebrantamiento de la ley y la prevaricación. Esta misión está más acotada porque precisa haber sido vulnerada antes de intervenir. En un sentido más amplio, en el baile de las horas advertimos a la Dice intacta que preside el orden adecuado de la vida entera.

Ate, que a decir de Homero tiene a Zeus como padre y, según Hesíodo, a Eris como madre, es la diosa de la desdicha que maquina las decisiones, las palabras y los actos precipitados y atropellados. Llega veloz, volando con sus pies alados, y con alados pies camina sobre las cabezas de los hombres. No se fija en lo ponderado, en lo meditado, sino en los actos y los pensamientos sobresaltados y pasionales, que favorece y suscita. Donde con el acaloramiento irrumpe la palabra incisiva, desconsiderada e hiriente, allí está Ate. Suelta la lengua, arrastra. Cuando así lo hizo con Zeus, induciéndole al juramento que privó a Heracles de su poder, Zeus la agarró por los pelos y la precipitó desde lo alto del Olimpo, al que nunca más pudo regresar. A decir de Homero, Ate cayó sobre las obras de los hombres. Por tanto, no tiene nada que hacer en el Olimpo, está excluida de la comunidad de los dioses y reina sólo sobre los hombres. En el cambio que precipita sobre las obras de los hombres, queda claro que no sólo provoca y suscita las decisiones infaustas sino que también tiene una misión vengativa. No es sólo la urdidora maliciosa de desdichas, que rápidamente se transforma, sino también la diosa vengadora y justiciera del destino. Como tal aparece en los trágicos. Su misión es más limitada, su ámbito más acotado que el de Dice, pero en Homero es una diosa poderosa. Esquilo dice que es una diosa subterránea: Zeus hace surgir de las sombras a Ate para que ejerza su tardía venganza sobre el poder sacrílego e impío de los hombres. Dice de ella que abraza al sacrílego con una fuerza que desgarra el alma hasta que se impregna de un torrente de desgracias. En la Ate de los trágicos no queda nada ligero y flotante; su función es concreta, punitiva. Cabe suponer que la actuación de Ate pueda coincidir con la de las moiras, es más, que una coincidencia como ésta es preciso que se produzca con frecuencia, pero no hay que confundir a Ate con las moiras. Las moiras acompañan al hombre durante todo su trayecto, durante su entero recorrido, mientras que Ate va y viene. Ate posee algo que sin duda es infausto, sin embargo, no cabe imaginar a las moiras como meras divinidades de la desdicha. Cuando parece que es así, se debe a que la vida de los hombres siempre está amenazada por el hado y que esta amenaza se hace visible por doquier. Todo hombre tiene moiras, pero no a todos se les aparece Ate. Las moiras actúan de un modo diferente a Ate. Las moiras determinan el destino del hombre por medio de tramas y concatenaciones, en un acontecer coherente y consecuente. No son vengadoras ni jueces sino que actúan en virtud de una necesidad condicionada. Su justicia, que parece indiferente, no es ordenadora, equilibradora y restablecedora como la de Ate, que detenta la función de la venganza y hace probar al sacrílego su poder. Así la mencionan los trágicos. La Ate homérica, en cambio, es imprevisible, caprichosa, alevosa y maliciosa, pero ligera como un pájaro, de una ligereza divina.

Lo que diferencia a Némesis, hija de la Noche, de Ate, es su modo de intervenir. Lo que la distingue de Dice es que le falta aquel caminar rítmico, temporal, propio de las horas, con que camina Dice. Probablemente, la palabra a utilizar para ofrecer una idea clara de Némesis sea miedo. Quien conoce a Némesis, o cree intuirla la teme mucho. Hesíodo la menciona junto con Aidos. Si se traduce aidos por vergüenza se lo restringe demasiado; aidos también significa pundonor, consideración, temor, veneración, respeto. Indica deferencia. El temor a Némesis precede a su llegada y en este temor se originan los actos que pondrán en marcha la reconciliación de Némesis. El sacrificio voluntario de algo de la propia suerte se destina a la conciliación de Némesis. Cuando en nuestra presencia alguien afirma que todo le sale bien y conforme a su deseo; cuando, en relación con el futuro, está lleno de confianza, golpeamos bajo la mesa con los nudillos, tocamos madera. También lo hacemos cuando hemos hablado con demasiada confianza. Esto se parece, en cierto modo, al sentimiento de los griegos cuando sienten la proximidad de Némesis. Pero para sentir de verdad esta proximidad, para alimentar el miedo a ella, no se requiere sólo una atención particular sino también una madurez y una sensibilidad plástica por las proporciones que fundamentan y delimitan la vida. A toda hybris le ha sido dado tener poca conciencia de sí misma y no presentir que se aproxima Némesis. De aquí procede la idea, en Heródoto y en Píndaro, de que precisamente el dichoso, el que se ha liberado del recelo, está particularmente expuesto a Némesis. Ella vela por las medidas, por los límites y las proporciones, y también por lo conveniente, y es, por tanto, una diosa que equilibra y restituye. Si examinamos esta misión suya con más precisión, vemos que su intervención no necesita presuponer una culpa; antes bien, interviene según el estado de las cosas, provocando el cambio, el vuelco que se manifiesta en la vida de los hombres. Esta convicción está claramente expresada en la idea de que los dioses no le otorgan al hombre una dicha demasiado grande, de que se sienten heridos por una dicha que se parezca demasiado a la suya. Basta esta grandeza, esta solidez e invariabilidad de la dicha para mover a Némesis a actuar. Que el exceso de dicha es un peligro, que nadie puede mantenerse en la cima y necesariamente tiene que caer cuando la ha alcanzado, es una de las enseñanzas que imparte Némesis a los hombres. Provoca la profunda, imprevisible y terrible caída desde las alturas. La ceguera con respecto a Némesis está amenazada por la caída. Cuando se la entiende más próxima a Dice y a las erinias, allí donde el dichoso se convierte en arrogante y sacrílego, Némesis se transforma en diosa punitiva y ajusticiadora, tal y como la definen los trágicos. Su epíteto, Adrastea, «la ineludible», no sólo apunta a la vengadora sino a su misión de conservar toda medida humana e instaurar un equilibrio entre los destinos. Es la diosa de las mudanzas y las vicisitudes de la vida, pues en lo que dura y permanece no se hace visible, y sólo actúa desde lo oculto. La Némesis en reposo es invisible. Por muy grande que sea el movimiento que produce, hemos de imaginárnosla tranquila. Además, se muestra con una figura hermosa y en las obras de arte es tan parecida a Afrodita que no es fácil distinguirlas, razón por la cual Agorácrito, discípulo de Fidias, pudo transformar su Afrodita en una Némesis con sólo conferirle otros atributos. La belleza de las proporciones de Némesis apunta a la simetría por la que ella siente simpatía. Es suave y amable, y aquel que le profese respeto no deberá temer nada de ella. Sus atributos son las bridas, la espada, las alas y la rueda con grifos.

Para dar una idea de cómo el pensamiento abstracto maneja el concepto de Némesis mencionaremos lo que dice a este respecto Aristóteles, en el capítulo séptimo del libro segundo de su Ética a Nicómaco. Define a Némesis como una sensación de dolor por la dicha inmerecida de los hombres indignos. Para él, Némesis es la virtud, un intermedio entre la envidia a la que aflige el bienestar ajeno y el contento por la desgracia de los otros. A este concepto de Némesis se le podría llamar el concepto civil; si nos remontamos a tiempos anteriores, llegamos a la concepción de los trágicos. La épica no relaciona estas ideas con Némesis, en particular, no la idea de un orden moral que es necesario restituir. Aquí Némesis dispone a su antojo y con arbitrariedad divina. Su intervención no presupone el sacrilegio, la culpa y la falta, designa el propio curso predestinado de la vida, el cambio de las circunstancias, la transformación veloz y a menudo fulgurante, el desplome y la caída.

Heracles y Aquiles

En el campamento de los griegos frente a Ilión, Néstor es el único de la anterior generación de héroes. Es el último testigo de una situación del pasado a la que mira la epopeya, un anciano que ha reinado sobre tres generaciones humanas. Es el baluarte y la gloria de los aqueos, el hombre con más experiencia del consejo, y su parecer es el más buscado. Su participación en los acontecimientos es enorme; no existe decisión importante por la cual no se le escuche. En él se aprecian la calma y la serenidad de la edad. Y aún así no rehúye el combate ni la bebida; la crátera de la que suele beber es tan pesada que un joven a duras penas puede levantarla. Su influencia es conciliadora, moderadora; su hablar, desapasionado y ponderado. Le gusta hablar del pasado y sabe elogiarlo, entreteje en su discurso apacible las circunstancias del pasado, las luchas de Heracles contra su padre Neleo, su propia lucha contra los arcadios, los eleos, los epeos y los moliónidas, y su participación, de joven, en la batalla de los lapitas contra los centauros. En su opinión, los héroes antiguos eran más fuertes que los de ahora, eran tan fuertes que ninguno de los héroes más jóvenes hubiese podido vencerles. En el primer canto de la Ilíada elogia como hombres de incomparable fuerza a Pirítoo, Driante, Ceneo, Exadio, Polifemo y Teseo. Todos ellos eran lapitas, exceptuando a Teseo. Había estado unido a ellos por lazos de amistad y con ellos había deambulado por los bosques y las montañas salvajes. Si pretendemos dar un nombre propio y sucinto a este periodo de la edad heroica, lo podríamos llamar periodo heraclida. Esta denominación está justificada por las circunstancias que describe la epopeya, La Ilíada traza límites y ella misma es un dique que separa el pasado del presente. Son dos los periodos heroicos que el poeta épico percibe claramente y de los que ha tomado conciencia. Néstor, que se encuentra en medio de ellos y los une, intenta compararlos y contrastarlos. Nosotros también percibimos la diferencia. De entrada, nos damos cuenta de que no nos hallamos ya al comienzo de la época heroica sino que nos acercamos a su término. La epopeya es el coronamiento y el remate de esta época. Los cantos homéricos arrojan luz sobre ella, una luz cuya claridad entenderemos mejor si consideramos que en ella hay algo reflectante, proyectante, como la claridad de un espejo o de un escudo grande. También reconoceremos la diferencia entre epopeya y tragedia. La segunda coincide con la época de la conciencia histórica que se ha despertado y tiene, por tanto, que abordar el conflicto que surge entre esta conciencia y el acontecer mítico. El escenario mismo, aun más, su mecanismo, evidencia este conflicto, como también el coro, lo monologante y dialogante de la tragedia, la soledad del héroe que, a medida que retroceden los dioses, sucumbe con mayor certidumbre a la necesidad trágica.

Tal vez a Néstor las circunstancias del pasado sólo le parezcan más poderosas en el recuerdo, pues el tiempo realza los contornos del pasado y a ello ayuda la propia inclinación. Es posible que así sea, pero no podemos rechazar la idea de que tiene razón. No obstante, ¿cómo se genera esta idea en nosotros? Indudablemente, la misma descripción de ese territorio mítico, a la vez antiguo y joven, que tiene algo de intacto, de intransitado, de inexplorado. Es un suelo virgen, es más callado; tiene algo acechante, un silencio al acecho, una poderosa fuerza pánica, centáurica. La vida de los héroes antiguos en las montañas, los bosques y los ríos nos causa una impresión más honda. En sus correrías penetran en lo profundo de la naturaleza virgen y abierta. Su mirada descubre los fondos y campos insondados, que en gran medida todavía se encuentran bajo el dominio de los animales míticos. Pasan a un segundo plano la navegación y el universo marino. Así se percibe en un barco como el Argo, cuya fama se debía todavía totalmente a la invención, y que, como obra maravillosa y animada, provoca un asombro que perdura durante mucho tiempo y se lo considera digno de convertirse en constelación. En el catálogo de barcos de la Ilíada no se mencionan nombres de naves ni se expresa asombro alguno porque flotas enteras de navíos surquen las costas del continente y el archipiélago. La construcción de embarcaciones es un oficio ampliamente difundido, si bien en la epopeya se observa que el ámbito de Poseidón se va descubriendo tímidamente y en un primer momento sólo por la navegación costera.

Las luchas de las que habla Néstor se conducen contra los hombres centauros tesálicos, que cazan toros; contra los monstruos «peludos, habitantes de las montañas» que habitan en las cuevas. Los seres lapitas y centáuricos, junto con la gran lucha que se origina entre ellos, pertenecen a la época heroica de Heracles y de ella forma parte la figura imponente y heraclida del rey de los lapitas Pirítoo que, junto con Heracles y Teseo, es el adalid de la lucha contra los centauros. Está emparentado con la rama de los hipocentauros. La generación de héroes a la que pertenece Aquiles fue la última educada por el centauro Quirón. A la época heroica heraclida pertenecen la lucha contra los animales míticos y también una vida como la de la Atalanta arcádica, cazadora al estilo de Ártemis, o la caza del jabalí de Calidón, que tuvo lugar en las montañas arboladas de Etolia, la cacería mítica más importante de la que se tiene constancia. La caza se llevó a cabo dentro del ámbito de Ártemis, que soltó al jabalí, y también se relaciona con Atalanta.

Los acontecimientos se suceden paralelamente. Entre las campañas comunes del periodo heraclida resalta la primera campaña contra Ilión que condujo Heracles, la expedición de los Siete contra Tebas y la de los argonautas, que llevó a la Cólquide bajo el mando de Jasón. Estas grandes empresas hallan su correspondencia en la época aquilea. La segunda campaña contra Ilión la conduce Agamenón; la segunda expedición contra Tebas, los epígonos bajo el mando de Adrasto. La expedición de los argonautas está en correspondencia con la gran travesía del errante Ulises. Los padres retornan en los hijos.

Si se compara a Heracles con Aquiles, se advierten las diferencias. El hijo de Zeus y Alcmena es creador y fundador, confiere a la edad heroica su fundamento y sus límites. La vena del poder heraclida recorre el entero acontecer. El ámbito del mito de Heracles no sólo es el más amplio y potente de todos los mitos heroicos, también es una fiel copia de las fuerzas y conflictos en medio de los cuales se encuentra el héroe. El amor del padre por este hijo es correspondido. Es el nomos de Zeus, en cuya órbita vive el hijo, que ejecuta una vez ha dispuesto la tierra. Heracles mide su fuerza con todo lo que se desvía de este nomos. Las luchas que sostuvo pertenecen al pasado y no es necesario que Aquiles las repita. Él encuentra ya aquello cuyas bases sentó Heracles. Ya han sido fijados los límites del reinado de los héroes. Teseo lo amplió y consolidó. Aquiles crece en el seno de estas instituciones fijas. Al mundo de los centauros ya sólo está ligado por la educación que recibió de Quirón; las Amazonas se vuelven a medir con él, pero la lucha está entrelazada como un episodio dentro de la guerra de Troya. Homero aunó en Aquiles todo lo que caracterizaba a la generación más joven, de la que era el adalid y héroe conductor. No se distingue por los rasgos de una fuerza ancestral, primitiva, divina, que se mide con lo enorme y transforma la tierra en una residencia segura para los hombres; con todo su poderío, se crió en un clima más benigno y es más moderado. Es el favorito de Homero, que no sólo le confiere una figura terrible, indómita e inflexible sino también tierna, franca y acogedora. Es magnánimo y amante de la libertad, de ahí que en el trato con él no haya nada opresivo ni humillante. Su sola vista alegra y levanta el ánimo incluso del más humilde, haciéndole suspirar aliviado. La nobleza innata irrumpe, poderosa y triunfante.

Perseo

Perseo es uno de los héroes a los que la tradición confiere un lugar propio y aparte. Está solo, sin relación alguna con los héroes de la epopeya y sus luchas, de las que se mantiene apartado. Tampoco tiene relación alguna con Heracles, que, al igual que él, es hijo de Zeus. Se mantiene, en definitiva, en su propia región. También le aísla la cabeza de Medusa que lleva consigo, que infunde temor como portadora de peligros mortales. Los poderes petrificantes de Medusa se transfieren a él. En cierta medida es invulnerable e inviolable. Lo que en él se halla bajo el signo de Zeus no resalta tan nítidamente como en Heracles. Es el favorito de Atenea y de Hermes, y los dones de ambos dioses se hacen visibles en él. Lo envuelve un poderoso daimonion; sin duda, el contexto de su vida es numinoso y a este respecto en él nos topamos con un rosario de transformaciones. Éstas empiezan con la lluvia de oro bajo la que se muestra Zeus para yacer con Dánae, y se manifiestan en el hecho de que el héroe es capaz de hacerse invisible y de vincularse a Medusa y su cabeza. El camino que toma desde las grayas, pasando por las ninfas, hasta llegar a las gorgonas, es un camino de transformaciones. Del golpe de hoz con el que decapita a Medusa salen Crisaor y el corcel alado Pegaso. Es un camino de transformaciones que conduce, desde la concepción del héroe y la lluvia de oro, que en esa ocasión cae del cielo, hasta su conversión en constelación celeste con la cabeza de Medusa. Es preciso que imaginemos reunido el esplendor de estos movimientos, a Zeus completamente áureo que desde el cielo desciende sobre Dánae y al héroe que, como una flecha, se eleva hacia las constelaciones.

Paralelamente a estas circunstancias, tendrá lugar una serie de encuentros y contactos que colocan a Perseo completamente en el ámbito de Hades, hacia el que conduce una y otra vez la ruta trazada por él, hasta penetrar en su interior. En este contexto figuran hechos como haber sido engendrado y haber nacido en un aposento subterráneo, y haber sido arrojado al mar, junto con Dánae, dentro de un cofre cerrado. Aunque no pertenece a la asociación de linajes cipsélidas, sí forma parte de ellos en un sentido más amplio. Sobre el cofre de Cípselo que los cipsélidas consagraron en Olimpia están representadas las gorgonas aladas. En este contexto se inscribe la proximidad de Gorgo con Hades, de la que da testimonio Homero, y por tanto también de sus hermanas y guardianas, las grayas, así como la amistad que une a Perseo con Hades, quien le presta su casco, que lo vuelve invisible, y su vinculación con Hermes. En Perseo observamos poderes que son propios de Hermes y de Hécate. Entre todos los héroes, es el que más se asemeja a Hermes. Ambos llevan sandalias aladas, a ambos les es propio un movimiento elevado, liviano, alado, en algo perfecto. Perseo es, todo él, vuelo, y atrae la mirada sobre sí como un vencejo veloz, rápido como una flecha y gracioso. Atraviesa vastos espacios a la velocidad del pensamiento. La ligereza de este movimiento, la desenvoltura divina, se hacen patentes en toda su vida, en la que todo lo difícil parece fácil y en la que logra, al primer intento, todo lo que se propone. En el centro de esta vida, que es un único movimiento maravilloso, se produce el encuentro con Andrómeda, la de hermosura nereida. El brillo fulgurante que envuelve su concepción, por el que mereció el apodo de «nacido de padre dorado», no le abandona y es tan permanente como las estrellas. Irradia brillo, plenitud y abundancia, y tal y como relata Heródoto, se derramará sobre Egipto una plenitud de bienes cuando se encuentre allí una de sus sandalias. El poder dispensador del héroe, que siempre es un multiplicador, nunca un menguador, se hace visible en él como una pátina de oro metálico con la que resplandece a lo lejos. No hay héroe que mantenga una relación tan fácil, amistosa y libre de temor con Hades como él. El acto de dar muerte a Medusa complació tanto a los hombres como a los dioses, e incluso a Hades. El Zeus subterráneo dio su consentimiento. Perseo mantiene con él una relación de amistad y accede libremente a él, de ahí que el héroe luminoso vuele en suspensión como un alma, y de ahí también la facilidad con la que asciende y desciende, de la luz a la oscuridad, a los reinos de las sombras, y de la oscuridad a la luz.

En este movimiento ingrávido se distancia de Gea y de sus engendramientos. La decapitación de Medusa hiere a Gea. A Gea no le gustan los héroes, pues sus armas siempre la hieren también a ella, hieren el seno de las madres.

Los dioscuros

Los dioscuros, en su amistad, ¿acaso no sufrieron? Pues luchar con un dios como Heracles, eso es sufrir. Y compartir la inmortalidad, envidiando esta vida, eso también es sufrir.

HÖLDERLIN

Los dioscuros proceden de un solo huevo. Éste es su destino, que los ata uno a otro para toda la vida. No existen gemelos tan unidos como ellos; existen juntos, están en comunidad y este amor fraternal, esta concordia, perdura cuando se han convertido en constelación celeste. En la constelación del Zodíaco aparecen como gemelos que se mantienen abrazados, tan abrazados como lo estuvieron en el huevo de cisne que los envolvía. En la Odisea, Poseidón dice que los abrazos de los dioses nunca son infecundos, que de sus uniones siempre sale un fruto. El nacimiento de gemelos es abundancia. ¿Por qué de los dioscuros emana tanta vitalidad embriagadora? Uno se refleja en el otro como las plantas trepadoras, como las flores y los frutos que se reflejan en el agua limpia de la orilla del lago. Eso es abundancia. Cada uno de ellos lleva una doble vida, dichoso, en el otro. Son cisnes y luminosos como cisnes, luminosos como los corceles blancos sobre los que cabalgan tras haber desaparecido de la tierra. El carro de su padre Zeus también está tirado por corceles blancos.

Presiden la vida heroica juvenil y floreciente, y como héroes se los venera, no sólo en su Esparta natal sino en otros muchos lugares, pues como héroes divinizados su culto se ha generalizado entre los aqueos y los dorios, en toda la Hélade, Sicilia e Italia. De ellos dependen la doma de caballos y el pugilato, en los que descollaban, pero también cualquier ejercicio de atletismo y cualquier trabajo artístico: presiden los agones de los juegos de Olimpia y son fundadores de las Teoxenias, una fiesta de la hospitalidad ofrecida a los dioses. Se los evoca al principio de la Oda Olímpica tercera de Píndaro, que se representó en el templo de los dioscuros en Acragas durante la fiesta de las Teoxenias. Son inventores de la danza de guerra, son danzantes agraciados por los cantores, son patronos de la navegación y de la hospitalidad, son dioses de la guerra, otorgan premios y traen la suerte. Desempeñan funciones en nombre de Zeus. Para formarse una idea de esta cantidad de funciones es preciso entender que la vida del hombre tiene una parte dioscura que sobresale en la juventud, en la comunidad fraternal, en la ambición por igual, en los atrevimientos y en los logros audaces. En ella todo es feliz por el gozoso sentimiento de crecer; en ella, la vida se agita danzando. En la danza de guerra que inventaron, en la danza pírrica veloz y fogosa, los dioscuros giran como pareja de danzantes y Atenea los acompaña con la flauta. La canción de Cástor, tocada en la flauta, precede al ejército espartano, y al frente del ejército camina el símbolo antiquísimo de los dioscuros, la doble viga unida por travesaños. En la pareja divina quedan abolidos el esfuerzo y la mezquindad de la vida; todo aquello que apenas se encuentra por separado existe aquí por duplicado. Ya en vida, durante su viaje a la Cólquide, parece que sobre sus cabezas brillaban estrellas y hay estrellas en la punta del sombrero semiovalado con el que se los suele representar. Como hermanos unidos por la más estrecha solidaridad, participan en las expediciones colectivas de héroes, están a la cabeza de la expedición contra Atenas, están presentes en la más importante de todas las cacerías, la caza del jabalí calidonio, se embarcaban en el Argo y por último luchan con los hermanos afareidas Idas y Linceo. Ya en tiempos de la guerra de Troya han sido arrebatados a la tierra como criaturas divinizadas.

Presiden el lado dioscuro de la vida del hombre como anaktes, como protectores auxiliadores. Pólux era inmortal, Cástor mortal. Ahora comparten, con la connivencia de Zeus, sus destinos. Pólux comparte su inmortalidad con su hermano y carga sobre sí la mitad de la mortalidad del otro. Que la inmortalidad admite ser transferida lo muestra el Quirón sufriente, lo muestran los esfuerzos de Calipso y Circe por Ulises. Cabe suponer que una transferencia como ésta es imposible que se produzca sin el consentimiento de Zeus. Después de morir, los dioscuros pertenecen a medias al Olimpo y a medias al Hades, cambian de lugar en días alternos, se pasean de la oscuridad a la luz y de la luz a la oscuridad. A menudo, aparecen en la tierra y, como siempre, lo hacen en pareja. El encuentro numinoso los muestra en su misión de anaktes, de patronos; se los invoca como protectores benefactores. A veces ayudan a los marineros y los náufragos, a veces llegan como invitados y se dejan agasajar sobre sus corceles, o sobre el tiro, o bien a pie. Son gratos a los poetas y a los aedos, como muestra la historia de Simónides. Estos encuentros tienen algo insospechado, sorpresivo y misterioso, pasan rápidamente y dejan tras de sí un profundo asombro.

Teseo

El vigor que nunca flaquea de Teseo se manifiesta en sus múltiples proezas; en su vida se agolpan circunstancias poderosas que parecen exceder la fuerza de un solo hombre. Pertenece totalmente a la estirpe heraclida de héroes y, de todos los héroes, es el que más se parece a Heracles, como se ve en las representaciones, aunque se muestra con una figura más esbelta y con el cabello más liso. Las tareas de ambos héroes se parecen y sus trayectorias se cruzan sin arrojarse sombra la una a la otra. Son amigos y tienen mucho en común: la lucha contra las amazonas y los centauros, la caza del jabalí, la amistad con Quirón y Pirítoo, el encuentro con Aqueloo, el descenso al Hades.

Teseo es un luchador poderoso y enérgico. Néstor, que lo conoció cuando era joven, ensalza su incomparable fuerza. En sus actos es incansable y prudente, supera con feliz facilidad lo pesado y lo dificultoso que se agolpan ante él. Su vida es un comienzo siempre renovado y a cada etapa se despliega de nuevo. Como joven, como hombre maduro y como anciano tiene ante sí siempre nuevas misiones. Muestra una fuerza inagotable cuando emprende algo y crece más y más al hacerlo, se abalanza poderosamente sobre lo que emprende, perfeccionándose. Es un hombre del destino y favorito de los dioses. A él va asociada la riqueza del acontecer numinoso ya antes de su nacimiento, como se pone de manifiesto en la pregunta de su padre Egeo al oráculo.

Teseo pertenece al grupo de los discípulos de Quirón y de los jóvenes caminantes que atraviesan a lo lejos la vasta campiña limpiándola de monstruos gigantescos y animales míticos. Estas luchas, que sólo a él conciernen, ocurren en su primera juventud y constituyen un apartado separado de su vida. Otro de estos apartados empieza con su regreso a Atenas, donde Egeo lo reconoce, lo presenta al pueblo y lo designa sucesor al trono. A las luchas con los hijos de Palas y la cacería del toro maratoniano que son consecuencia de ello, les suceden la travesía a Creta, la muerte del Minotauro y su relación amorosa con Ariadna. Estas circunstancias conforman un ciclo cerrado en sí. No obstante, el laberinto ya es una preparación para el descenso de Teseo y Pirítoo al Hades. Según Plutarco, antes de partir hacia Creta por mandato del oráculo de Delfos, Teseo no sólo realizó un sacrificio a Apolo Delfinio sino también a Afrodita Epitragia, y la cabra que utilizó a este efecto se convirtió en un macho cabrío. Era una señal favorable. El macho cabrío también era sagrado para Afrodita Pandemos; Teseo introdujo su culto cuando reunió a los demos de Atenas para formar una ciudad. En el barco con el que marchó a Creta ondeaba una vela negra. Existe una relación entre el laberinto y el Hades. Llama la atención el hecho de que, una vez que ha resuelto su tarea, Teseo se separa completamente de Creta; con el abandono de Ariadna en Naxos todo se derrumba trás él. Regresa a Atenas y, tras la muerte de Egeo, que se precipita al mar, es coronado rey. De nuevo se encuentra ante una misión. No es el fundador y precursor del reinado de los héroes pero sí le otorga una nueva constitución, un nuevo orden. Reúne a los áticos, que viven dispersos, une Megaris con Ática, instaura fiestas y juegos comunes, consagra nuevos templos. Confiere a la polis una forma nueva y más sólida. Con él, el reinado adquiere su sostén más poderoso y en él la realeza sobresale especialmente, dominando, legislando, constituyendo. Es el rey primigenio y, como tal, pervive en el recuerdo; fue visto incluso en la batalla de Maratón, donde avanzaba a la cabeza de los guerreros como su defensor y espíritu protector.

Delimita el reinado de los héroes y le confiere su propia dimensión. A ello se refieren las tenaces luchas con las amazonas; el modo de ser amazónico es incompatible con ese reinado, es atacado y sucumbe. Aquí se incluyen las luchas contra los centauros y la amistad con su adversario Pirítoo, el rey de los lapitas. Teseo se adentra en lo más profundo del territorio mítico, solo o acompañado de Heracles y Pirítoo. Participa en la caza del jabalí calidonio y en la expedición de los argonautas. Ayuda a Adrasto a enterrar a los guerreros que cayeron ante Tebas y acoge en su casa al fugitivo Edipo. Desciende al Hades con Pirítoo para ayudarle a raptar a Core. Esta empresa, la más osada de todas, fracasa, y ambos son retenidos en el Hades hasta que más tarde son liberados por Heracles.

La vida de Teseo se oscurece hacia el final, cuando se ve involucrado en los disturbios internos de Atenas. Las batallas contra los hijos de Palas se repiten cuando Menesteo incita a los atenienses contra él. Abandona la ciudad y muere, empujado por Licomedes desde una roca, o debido a un traspié. Ante Gargeto profiere una maldición contra los atenienses. A estas luchas, en las que Menesteo, respaldado por los tindáridas, consiguió reinar sobre Atenas, se debe el hecho de que no se mencione a Teseo entre los héroes epónimos de la ciudad. Pesa sobre ella su maldición. Más tarde se le instauró un culto como héroe, se transportaron sus restos a la ciudad y se erigió un templo en su honor cerca del Gimnasio. De entre la casta de los héroes, Teseo pertenece a la de los navegantes. Es uno de los favoritos de Poseidón. De su madre Etra se cuenta que Poseidón se unió a ella, y de Teseo se dice que era hijo de Poseidón, dios protector de Troizen, que visitó a Etra en la misma noche que Egeo, en el templo de Atenea en Troizen. Pausanias relata que Teseo fue a buscar al mar el anillo de Minos y lo trajo de vuelta, junto con una corona de oro que fue regalo de Afrodita.

Áyax

Y Áyax yace en las grutas, cerca del mar, en los arroyos en las proximidades del Escamandro. De genio audaz, hábito firme de la inmóvil Salamina, en el extranjero murió el gran Áyax.

HÖLDERLIN

Homero describió con notoria simpatía al Áyax Telamonio de Salamina, llamado «el Mayor», o «el Grande» para diferenciarlo de su homónimo, más joven y sin relación de parentesco con él. En la Ilíada se le menciona como el más poderoso de todos los héroes después de Aquiles, que es su primo. Es el adalid intachable en la lucha contra la ciudad. Se cuenta que su cabeza y sus hombros sobresalen por encima de todos los demás. Llama la atención sobre todo por su fortaleza física, por la que destaca entre todos y es inconfundible. Aventaja a Aquiles por su corpulencia, a Héctor por su fuerza. Príamo, que lo describe con todo detalle, observa que su corpulencia no sólo es enorme sino también noble, que resalta inconfundiblemente su nobleza innata. Si examinamos cómo logra la Ilíada transmitirnos una imagen nítida de cada héroe que pervive en el recuerdo y es capaz de multiplicarse, se observará que en las descripciones no hay caracterizaciones, le son ajenas. Los rasgos que definen y resaltan se utilizan con moderación. O bien, y con ello no se pretende expresar nada más allá, el interés por lo individual es escaso. Todo es manera y la desviación de ella, la mala manera no es sólo ridícula sino repulsiva. Tersites no produce el efecto de ser una figura ridícula sino que da la impresión de ser un individuo desagradable. Es un hombre indigno y le golpean en la boca para reducirle al silencio. En él se anuncia el fin de la democracia ateniense. Las malas maneras tienen la función de despertar el interés «para que se haga justicia» y se expongan las reglas de los acontecimientos.

La imagen del héroe se genera de diferente modo. En el amplio plano de la acción, al actuar, el hombre define su lugar, se hace visible en el espacio que se conquista con su acción. Áyax se muestra como baluarte de los aqueos, como bastión en la batalla que, por su posición inamovible, determina el acontecer. Todos perciben su llegada, su proximidad no pasa inadvertida, su continente contiene a todos los demás e irradia coraje, seguridad y confianza. Es un pilar, un dique, un escudo sobre el que rompe una impetuosa corriente. Asume voluntariamente cargas enormes y las acarrea con pausada y muda solemnidad. Mientras está presente, nada está perdido, pero cuando retrocede lentamente, a disgusto, malhumorado y sombrío, todo peligra y se tambalea. Es completamente fiable, se puede contar con él con toda seguridad. Su fortaleza física está en correspondencia con su rectitud mental. Ésta se manifiesta en el noveno canto de la Ilíada, donde junto con Ulises busca a Aquiles para animarle a que se reconcilie. Su manera hablarle es diferente a la de Ulises, que con su agudeza mental siempre se coloca en el lugar del adversario y parece estar hablando en provecho de éste. Áyax es lacónico, habla sin rodeos, con franqueza, e interrumpe las negociaciones cuando no hay salida. No retuerce ni invierte los argumentos. Su fortaleza no es lo único que le permite evitar los rodeos, las astucias y artimañas, su propia simplicidad se lo impide. Se le recuerda precisamente por esta energía simple; se le aprecia dondequiera que se presente. Con su ceñuda sonrisa, su andar vigoroso, balanceando su recia espada, sosteniendo ante de él su escudo de toro bañado en bronce, aparece en las batallas en las que Ares brama con más fuerza. Por dos veces arroja rocas sobre Héctor, que a punto está de sucumbir bajo sus manos; esta arma está en correspondencia con su fuerza descomunal. Héctor lo elogia diciendo que los dioses lo dotaron grandeza, fuerza y entendimiento y que es el mejor luchador de jabalina. Cuando protege con su escudo el cuerpo de Patroclo parece un león que defiende a sus crías frente al cazador, y frunce tanto el ceño que sus ojos apenas se ven. Cubre con su escudo a Menelao y a Meriones cuando éstos se llevan el cadáver de Patroclo, los cubre como un jabalí herido que, cuando se revuelve, hace palidecer y dispersarse a los cazadores. Como una enorme montaña que detiene las corrientes, junto con el Áyax Menor obliga a los troyanos a retroceder. Estas comparaciones e imágenes parecen decir poco de él, pero transmiten la imagen de su fuerza, de su sencillez y de su fiabilidad. En los animales atribuidos a él como animales heráldicos, el león y el jabalí, y el águila, que está relacionada con su nombre; en la región montañosa que refrena la impetuosa corriente, se trasluce su esencia. Es imperturbable, un amigo fiel, suave de ánimo y duro en la batalla.

El conflicto al que sucumbe va más allá del ámbito de Ares. Que se desencadene precisamente una lucha entre él y Ulises, y que esta lucha desemboque en la autodestrucción del héroe, no es el resultado de una enemistad particular entre ambos. La ira de Áyax se inflama cuando se da cuenta de que Ulises ha infringido las reglas de juego del agon, pero su locura se desata cuando, a pesar de esta infracción, a Ulises le otorgan las armas de Aquiles. En esta colisión reside un contraste poderoso que atañe al agon y a la interpretación del mismo, un contraste que siempre inquietó a los griegos. Áyax y Ulises chocan en el agon de los juegos; es un nomos diferente el que hace que este encuentro sea devastador. En Ulises se aúna el león con el zorro, es un hombre de una astucia profunda, acoplada al mayor coraje, a la mayor audacia. También es el hombre de las situaciones desesperadas, posee una mina de recursos, una habilidad vigilante con la que consigue escapar a situaciones desesperadas. Cuando flaquea, su astucia aumenta y se vuelve desconsiderada; se convierte en maestro de la mentira razonable, floreciente, y provoca la impresión de que es completamente creíble. Áyax, entrenado y educado en las danzas de Ares, rehúsa refugiarse en el disimulo y en la astucia, como se expresa en su duelo con Héctor del séptimo canto de la Ilíada. Lucha abiertamente, desea alcanzar abiertamente al adversario y rechaza recurrir a la artimaña. No soporta que Ulises se sirva de una treta para conseguir las armas de Aquiles. El mundo se ensombrece, su sentido de la rectitud se nubla, cae preso del delirio y cuando se despierta de él se arroja sobre su propia lanza. El Áyax sofocleo expresa esta profunda y trágica interioridad de dolor. A Píndaro el final de este agon le da pie para atacar a Homero y la poesía épica, y para reprocharle su partidismo en favor de Ulises. Elogia la gloria de Áyax. Su fin deja en nosotros una melancolía como la que sentimos en el ocaso de una grandeza auténtica.

Su sombra gigantesca aparece una última vez ante nuestros ojos a la entrada del Hades. Allí lo requiere Ulises, sin obtener respuesta, pues el héroe se aparta en silencio, irreconciliado, y desciende a la oscuridad del Erebo. Pervive en la memoria como héroe venerado en Salamina y héroe epónimo de los atenienses.

Paris

Paris es un hombre con un destino enorme a sus espaldas, un causante de muchas desgracias. Se convierte en una desgracia para su estirpe, para su ciudad, para su gente. El acontecimiento asociado a su persona sobrepasa de lejos sus fuerzas; es más un instrumento de los dioses que alguien que actúa por su cuenta. Él mismo así lo expresa. No tiene influencia sobre aquello que desencadena con sus actos. Lo que él pone en movimiento sigue su curso y, al hacerlo, arrastra todo consigo.

Tendemos a ver únicamente el lado más débil de Paris y apenas hay un autor hoy en día que no lo califique de personaje raro. Homero no lo hizo porque siempre consideró a Paris junto con el daimon y el daimonion. La opinión de los troyanos acerca de Paris no difiere de la de los aqueos, pero ambos veían en él algo diferente de lo que nosotros vemos. La juventud de Paris o, mejor dicho, sus comienzos, pues es un hombre siempre jovial y lozano que nunca envejece, ofrecen una idea de su ser. Ya en su nacimiento, un sueño de su madre, una mirada profética, lo identificó como causante de desgracias por lo cual se le destinó a ser expuesto. El pastor Agelao, a quien se le encargó esta tarea, se la sacó de encima y lo abandonó en los montes salvajes del Ida. Pero cuando observó que una osa amamantaba al niño, lo volvió a recoger y lo crió junto con sus propios hijos. Paris creció como un pastor, pero sobresalía de entre los pastores por su osadía, razón por la cual recibió el apodo de Alexandros, el que ahuyenta a los hombres. Zeus despachó hacia él a las diosas Hera, Atenea y Afrodita al monte Ida. ¿Por qué las tres diosas acudieron precisamente a él, al pastor del Ida?, ¿por qué se le confió la función de árbitro? Porque él y nadie más que él debía emitir este juicio, tal y como le había sido encomendado. Aquello que querían saber las diosas estaba dentro de sus capacidades y de su conocimiento. La pregunta no era sólo una pregunta, incluía a la vez una decisión sobre el propio Paris. Se dirigieron al hombre afrodítico porque la pregunta perseguía saber cuál de las diosas era más Afrodita; en la esfera de la seducción y del encanto afrodítico Hera y Atenea mantenían un agon contra Afrodita. Paris se decidió de inmediato a favor de Afrodita, pero no por necedad sino porque reconoció su sino. Fuera cual fuera la solución que se diera al conflicto, era preciso que el árbitro sucumbiese, pues a un mortal no le corresponde enjuiciar a las diosas. Así, con este juicio se inicia el fin de Paris.

Pocos han gozado tanto como él del favor de Afrodita y este favor se percibe inmediatamente en su figura, en su modo de ser, en el encanto que irradia. Homero representó a Paris tal y como se merece, conforme a la ley de su esencia. Cuando retrocede ante Menelao, Héctor lo insulta con suma dureza como el causante de los males, el seductor y el cobarde que merece ser apedreado. Pero aun en su ira, Héctor ensalza el porte sublime, la figura del injuriado, en el que se aprecian los dones de Cipris. El duelo con Menelao que tiene lugar a continuación es el más curioso de toda la Ilíada, puesto que Afrodita conduce a su favorito, vencido, directamente del campo de batalla a los brazos de Helena. Amonestado nuevamente por Héctor, vuelve a presentarse en la batalla; Homero lo compara con un caballo que arranca la cadena del pesebre y sale galopando como loco hacia los campos, a bañarse en el río. En el foso que rodea la ciudad se encuentra con Héctor, se une a él, luchan codo con codo y será él quien mate a Menestio. En la asamblea se enfrenta a Antenor, que le exige la restitución de Helena y de todos los tesoros que fueron robados, pues él sólo está dispuesto a entregar los tesoros de los átridas. En la lucha alrededor de la muralla encabeza el segundo contingente de troyanos. Sabe tocar la lira y maneja magistralmente el arco, con cuyas flechas hiere a Diomedes, a Macaón, a Eurípilo, a Euquenor y a Déyoco. Se le atribuye el disparo de flecha que mata a Aquiles en el templo de Apolo Timbreo. No es cobarde en absoluto, aun cuando su ámbito no sea el de la guerra, a la que parece estar tan ligado como Afrodita a Ares. Pero como guerrero es caprichoso y poco fiable, aparece aquí y allá en la batalla y no es un hombre de estado ni de consejo. Su poder se encuentra en otro ámbito. Es el más hermoso de todos los hombres, así como Helena es la más bella de las mujeres. Paris y Helena siempre se presentan como pareja, por mucho que Menelao se enfurezca con ellos. Helena sucumbió a Paris; el hombre afrodítico y la mujer afrodítica van juntos. Paris es un hombre de la fatalidad en el mismo sentido en que Afrodita es la fatalidad y la causante de males. Para reconocer inmediatamente lo divino en un hombre como éste, para definir sin prejuicios el alcance de su poder, se requiere una mirada griega. ¿Cómo puede un hombre así vivir cómodamente, en plena posesión de Helena, en la ciudad hasta cuyas puertas ha traído a los enemigos? No faltan reproches contra él, pero en cierto modo son insuficientes, no llegan hasta el fondo, rebotan en él debilitados pues Afrodita protege con su escudo a su favorito, que nunca vacila en dar fe del poder de ella. Es Afrodita Pandemos la que le brinda su favor más que a ningún otro. Ella es la que une al pueblo; en Atenas, Teseo fundó un templo en su honor. A esta fuerza que une al pueblo corresponde aquella otra que genera los disturbios, la confusión y la guerra. El poder de Afrodita Pandemos no atañe sólo a la relación entre hombre y mujer sino a toda la comunidad: este poder une y separa todo lo relativo a la polis. Afrodita participa en el estado y en los asuntos de estado, y esta participación va tan lejos como su poder sobre las relaciones amorosas, ya que el estado no es una cohesión asexual.

El Alcibíades histórico recuerda en algunos aspectos al Paris mítico. Ambos están envueltos de un encanto que hoy día llamaríamos desenvoltura.

Los tantálidas

El adjetivo romano sacer reviste el doble sentido de lo que está consagrado a un dios y por tanto es digno de respeto, y de lo maldito, lo detestable, lo execrable que ha sido víctima de una divinidad. En consecuencia, la estirpe de los tantálidas es un genus sacrum en el doble sentido de la palabra. Está expuesto a la fatalidad y en cierto modo es fatal. Una y otra vez un Alastor, el dios vengador, recorre la casa de los tantálidas. De él se dice que se encuentra en medio del acontecer mítico y que a ello se debe que sus actos y sus padecimientos se extiendan y provoquen que la Hélade entera actúe y padezca con él. Lo que representa el nomos en un mundo dominado por Zeus podía medirse tan sólo en los tantálidas, primero en Tántalo, que se enzarza en una pelea con Zeus, o en su hija Níobe, que sucumbe a la ira de Apolo y de Ártemis, e incluso en Orestes, que provoca que todas las potencias del Hades se rebelen en su contra. Lo que le sobreviene a uno de sus vástagos siempre es una fuente de desgracias y bendiciones para la polis, para Grecia entera. Este acontecimiento no admite ser encerrado en las antiguas fortalezas de piedra de la estirpe, es necesario que salga a la luz y se haga visible, por muy profunda y oscura que sea la trama que lo rodea. Del mismo modo que la estirpe ha sido elevada a la realeza, sus actos y sus padecimientos han sido elevados y están expuestos a todas las miradas; de todas partes cae sobre ella una luz rigurosa. Lo que acontece infunde un temor particular.

Tántalo, que procede de Zeus, ha sido elevado al ámbito de los dioses. Tiene algo doble, dividido, pues desde la luz se precipita totalmente en la oscuridad y su dicha del pasado parece haberse extinguido. No es fácil percibirlo en su dicha. Aun así fue uno de los más favorecidos y vivió en la plenitud de la luz que había sido derramada sobre él como invitado y anfitrión de los dioses. Es inmortal y parece un dios. Visitaba a los dioses y ellos acudían a verle, comían en su mesa y él comía en la de ellos. Así se podía jactar de ser igual a ellos. Vivió con esta plenitud y claridad, tan rico que su riqueza se hizo proverbial. Él mismo era preclaro, incluso en sus escarnios, con una irreverencia que traspasaba todos los límites. Sentía la tentación de poner a prueba a los dioses. No le bastaba vivir con ellos, deseaba demostrarles su superioridad y al hacerlo pereció. Entonces toda la luz se retiró de él y tras su caída apareció sombrío y gigantesco, también por el sufrimiento inseparablemente asociado a él tras los enormes ultrajes cometidos. Se encontró en medio de la riqueza como un necesitado ante el cual retrocede la abundancia. En medio de las aguas refrescantes, de los frutos fragantes, padece una sed y un hambre torturadoras. Homero lo describe como un anciano y lo coloca en compañía de Orión, de Ticio y de Sísifo, con los que se asemeja por sus pretensiones. Todos tienen algo titánico y forman un grupo separado dentro de la comunidad del Hades. No son sombras, sino inmortales a los que les fue asignado el Hades como morada. El castigo que les fue impuesto no tiene fin, y tampoco ellos cambian. Su padecimiento es ilimitado en el tiempo porque su esencia permanece siempre igual. En ellos se percibe la inmortalidad titánica, no gobiernan la ley del retorno elemental sino que se hacen dependientes de ella de un modo servil.

Pélope, hijo de Tántalo, del cual relata Píndaro en su Primera Oda Olímpica que los dioses lo lanzaron a las profundidades, hacia los mortales, por el ultraje cometido por su padre, corre peligro desde su temprana juventud. La leyenda que relata que fue descuartizado y guisado por su propio padre, ofrecido en un banquete a los dioses y luego devuelto a la vida por los mismos dioses, alude a sacrificios repudiados por los inmortales. En vistas al plan de Tántalo, este suceso es oscuro; como todos los sacrificios humanos, seguirá siendo siempre un ultraje al que se adhiere el horror. Este horror encubre que se trata de un acontecer del Hades; Pélope roza el Hades y, cuando es restablecido, de la olla encantada emergen dioses estrechamente vinculados con el Hades: Deméter, Hermes y Cloto. Hades y Tártaro parecen ollas de bronce. Lo que sucede con Pélope es una transformación.

Pélope, el vencedor del agon por la doncella Hipodamía, por la que obtiene el reino de la Élide, es uno de los favoritos de Píndaro, que mantiene alejado de las situaciones todo aquello que resulta escandaloso para así poder realzar a su favorito. Destaca por su fertilidad, por su gran cantidad de hijos que, al igual que él, son creadores y fundadores. De un modo más humano, es más poderoso que su padre. Gracias a él, el reinado de los héroes adquiere solidez. Además, son muchas las cosas que proceden de él y que duran y perduran. Homero lo llama el domador de caballos y este poder suyo sobre los caballos, la ubicación de su reino, su relación con las islas rodeadas de agua con las que se asocia su nombre, demuestran que es amigo y protegido de Poseidón. Así lo remarca Píndaro, que añade que Poseidón lo raptó por amor y que vivió un tiempo con los dioses. En él la juventud y la vejez están ensombrecidas por la desgracia; entremedias, se extiende una larga y dichosa vida de soberano. Pélope era dichoso y muchas cosas le salían bien. Irradiaba un brillo enorme, el brillo de la riqueza, del poder consolidado que reposaba en él. Era un innovador, un multiplicador cuyo nombre estaba destinado a permanecer en la memoria de los hombres. La fatalidad, siempre próxima, se detuvo frente a él. Se dice que, de manera desleal, lanzó al mar a Mírtilo, el conductor de carros que le había ayudado a conquistar a Hipodamía, y que el moribundo profirió una maldición sobre la casa de Pélope, una maldición que las erinias no olvidaron. Las divinidades benefactoras y dispensadoras de bienes lo protegieron de esta maldición. Él, a quien Hermes le proporciona el cetro real, es uno de los héroes más celebrados y en Olimpia, cuyos juegos restauró, se le veneraba más que a cualquier otro. Con él se asocia poderosamente el numen de los héroes como una fuerza que sigue actuando e imperando y que se manifiesta en la veneración permanente. Esta fuerza está adherida a todas las reliquias que se conservaron de él, también a su osamenta y, más en particular, al omóplato que Deméter o Rea reemplazaron por otro de marfil, razón por la cual también se le llamaba humero insignis eburno. Puesto que Troya no podía ser conquistada si no se llevaba allí, desde la Élide, uno de sus restos mortales, los griegos trajeron ese omóplato. Más tarde, se perdió, y cuando un pescador lo encontró el oráculo mandó que les fuese entregado a los eleos para alejar la peste. Los flier exhibían su carro, los sicionios la espada en su tesoro de Olimpia. Su tumba y su féretro de bronce se encontraban en Alfeo, cerca del templo de Ártemis en Pisa. Aquí los efebos se flagelaban cada año y ofrecían con su sangre un sacrificio. Al parecer, Heracles fundó el Pelopion en el bosquecillo de Altis y fue el primero en ofrecer un sacrificio a Pélope. Los magistrados de los eleos sacrificaban cada año un carnero negro en su honor.

El anciano Pélope expulsó a sus hijos del país porque estaban implicados en la muerte de su hermano Crisipo. Y así como la cabeza de la amapola se abre y esparce sus semillas, así se dispersaron por todo el Peloponeso. Pélope legó a Atreo su cetro real. En los pelópidas Atreo y Tiestes, la desgracia irrumpe con toda su fuerza. En ellos se aprecia que la ceguera, la mirada ciega, el actuar a ciegas, se corresponde en el hombre con la visión. Esta misma visión tiene el efecto de la ceguera porque la oscuridad está asentada en el interior del hombre, porque desde el principio el hombre experimenta un ofuscamiento. La moira, atenta a la voluntad del hombre, teje en lo oculto su destino. El hombre no la ve y sólo experimenta que actúa en él veladamente. Aquello que la moira teje va saliendo a la luz poco a poco, como un tapiz en el que el curso de las hebras progresa antes de que el observador acierte a discernir los dibujos que se van tramando. El hombre se lanza a ciegas a la vida, está ciego ante su futuro. Como actuante, es extraño para sí mismo, y su fortaleza entera es impotente ante esta extrañeza, en la que no se ve. El requisito para que el hombre perciba mentalmente a las moiras es que al actuar se convierta en un extraño para sí mismo. Al mirar con extrañeza su parte (moira), siente que esta parte está en manos de potencias que lo guían y que disponen de él. Con sus ojos, que ven, Atreo no da tanto la impresión de ser un ciego como alguien que está fuertemente cegado. Edipo, que en su juventud resolvió el enigma de la esfinge, con la edad y tras haberse cegado a sí mismo será un vidente, será todo ojos. Los hombres que vieron al anciano Edipo sintieron frente a él un temor que los ahuyentaba. Teseo sintió este temor cuando lo veneraba, captó el numen que ya se podía percibir en la vida de Edipo. Asociado a él había algo indecible que hacía enmudecer al hombre. Había sondado las profundidades del sufrimiento, la intimidad extrema del dolor. Cuando ya no es un sufriente, en su edad avanzada y carente de destino, en él empieza cada vez más a hacerse visible una luz. La interioridad del dolor también tiene algo alegre, y el asombro, la conmoción con la que se lo considera, posee también esa alegría, más evidente en la descripción que hace Sófocles de Edipo. El poder sanador del dolor lo sanó y lo hizo invulnerable; su pie consagra cualquier lugar que pisa. Parece un arrebatado. Es así como finalmente las Euménides lo apartan de la luz y lo acogen en su templo, como regresa al seno materno.

El carácter de intocable que se granjeó pervive, a nadie le está permitido acercarse a su tumba.

Atreo muestra algo diferente. Lo ciego en el Atreo de penetrante mirada destaca en tan gran medida porque es un hombre muy poderoso, porque en él se perciben por doquier signos de grandeza. Como un águila negra, anida en la cima de su bastión. Su grandeza tiene algo pétreo; en él la voluntad resalta en toda su desnudez. Esta voluntad desnuda y ciclópea está fielmente relacionada con lo ciego, con lo que en él está cegado. Allí donde se habla de Atreo, parece que se esté repitiendo un suceso antiquísimo. Entre él y nosotros se interpone la oscuridad, o una media luz fría y gris contra la que se recorta su propia figura, solitaria y gigantesca. Se siente la proximidad de las moiras, que tejen su tejido desnudo, y la lejanía de los dioses. Falta luz, como sucede allí donde resalta la desnuda capacidad voluntaria de la acción. De este ámbito se mantiene alejado Apolo. Atreo es un verdadero nieto de Tántalo. Tiestes, su hermano y contrincante, se le asemeja mucho; la energía terrible con la que ambos se atacan atestigua su fraternidad y su comunión indisoluble. De ahí que sea tan parecida y tan repetitiva la disposición de los planes de asesinato que forjan uno contra otro. Es difícil para ambos, casi imposible, alcanzar sólo al otro cuando se atacan: siempre se alcanzan y se hieren entre sí. Es como si el hacha rebotase. Por su acto, el actuante se convierte severamente en paciente. Por muy bien que se hayan fraguado los planes de asesinato, siempre tienen una profundidad que recorre lo planeado y lo echa a perder. La lógica del acontecer no se ve afectada. Por muy meditado que sea el proyecto, por muy cuidadoso que sea el cálculo, el acto escapa de algún modo a su autor y aquello que había en su voluntad deja de existir, se transforma. Esta transformación, que el autor no puede evitar, conlleva que el acto se separe del actuante con una fuerza propia y que adopte una regularidad que se le enfrenta. Esto se manifiesta ya en el hecho de que los instrumentos que emplea el actuante, los instrumentos que parecían fiables y que él utiliza para la ejecución, se transforman. Pierden el carácter de instrumentos que les asignaba la voluntad del actuante y pierden, además, la capacidad que se espera de estos medios. De la ceguera que cae sobre ellos en el ataque y la defensa surge el error. Esto es lo que nos explica el error in persona; la ignorancia y el engaño se entremezclan. Atreo asesina a su hijo, que fue criado por Tiestes y al que Tiestes envía para asesinarle. No sabe que está dando muerte a su propio hijo. Tiestes se come, sin saberlo, la carne de sus hijos, que Atreo le sirve tras degollarlos y cocinarlos. Atreo se desposa con Pelopia, a quien toma por una hija del rey Tesproto, cuando en realidad es hija de Tiestes y está embarazada de un niño engendrado con su propio padre. A este hijo, Egisto, Atreo lo envía a asesinar a su propio padre. Ambos se reconocen, y Egisto regresa y mata a Atreo. El acierto y el desacierto se confunden. Cuánta búsqueda y tanteo a ciegas, cuánto descuido y desatino hay en la lucha que se ha desencadenado entre los hermanos. Los golpes no caen directamente sobre la cabeza de aquel al que estaban destinados, a quien sólo consiguen fortalecer, sino que resbalan y alcanzan a los hijos. Al enorme ultraje corresponde la fatalidad que acompaña, uno a uno, todos los pasos. Ambos se engullen mutuamente de un modo que sobrepasa la humana previsión. El modo en que el acto se vuelve una y otra vez contra su autor explica cómo tejen y tejen las moiras. No se debe nunca perderlas de vista, siempre hay que imaginarlas acompañando el acontecer. Aquello que en la vida está impregnado de moira destaca más y más a medida que la vinculación directa del hombre con los dioses va quedando relegada a un segundo plano; Atreo y Tiestes parecen estar actuando en un espacio sin dioses, en el que sólo la voluntad y el destino se solapan. Por tanto, parece también como si las moiras hubiesen anulado el ciego actuar de Atreo, pues ellas ven en lugar de él. Ellas generan la luz penetrante que irrumpe una y otra vez en el escenario de la acción, iluminándolo en toda su crudeza. También destaca la actuación de Ate, que tiene algo de triunfante, quien acoge con júbilo el suceso.

En cada acción se advierte que tiene dos facetas. Una vez ha sucedido y ha sido ejecutada, ya no admite ser anulada ni invalidada. Parece una pared rígida que no deja pasar a su autor. Pero este punto final de la acción es sólo una ilusión, porque todo hacer ya posee futuro, porque el acto se dirige de un modo apremiante hacia ese futuro, porque actúa y surte efecto. Tántalo y los actos de Tántalo acompañan a toda su estirpe, y lo que sucedió en el pasado anticipa su vuelo hacia el futuro como una sombra, está presente antes de todo futuro y lo arrastra hacia la vida. La maldición proferida sobre Pélope y detenida por las erinias se cumple en sus hijos; Atreo y Tiestes anticipan a sus propios hijos. En la relación que mantiene Tiestes con Pelopia se anuncia ya el destino de Edipo.

Los hijos de Atreo, Agamenón y Menelao, están involucrados en las luchas de su padre contra su tío. Están de parte de su padre y conducen hasta él a Tiestes, encadenado; Atreo ordena a Egisto que ejecute a Tiestes. Puestos en fuga por Egisto, deambulan como fugitivos hasta que conquistan sendas monarquías. Ambos están constantemente unidos en un amor fraternal. Parece entonces que emergiesen de la oscuridad liberándose de la fatalidad de la estirpe. A la luz clara de la epopeya homérica aparecen como reyes y jefes de ejércitos. En comparación con la imponente y sombría figura de Atreo, dan la impresión de ser más suaves, pero sin alcanzar la estatura de su padre. Agamenón hizo suya y de toda la Hélade la causa de Menelao, es el jefe en la guerra que desencadena el rapto de Helena. En la Ilíada, su carácter sobresale con nitidez. La rudeza con la que trata a Crises, sacerdote de Apolo, es reprobada por todos y acarrea directamente la ira de Apolo, que desencadena la peste en el campamento. En la pelea con Aquiles se muestra encolerizado, vehemente y precipitado, y por el modo ofensivo en que trata al Pélida debilita y pone en peligro el proyecto entero. Se deja engañar e inducir por un sueño, y lleva a los griegos a la guerra. A su modo de actuar, veloz y a menudo precipitado, corresponden las vacilaciones en que incurre, la falta de coraje que le sobreviene en momentos de crisis. No es precisamente feliz en su papel de caudillo. Cuando los acontecimientos toman un sesgo desfavorable, aconseja partir y regresar a casa. Dejando a un lado estas debilidades, parece un soberano y un caudillo nato, el único que está a la altura de dirigir la gran empresa debido a un fundado prestigio, a su poder y a sus medios. Los poderes monárquicos salen a relucir particularmente en él: el prestigio de soberano, su belleza y su noble porte. Es así como desde lejos llama la atención de Príamo, quien, con profunda admiración, pregunta a Helena su nombre.

La luz clara que lo baña, la plenitud de poder que lo envuelve, no puede ocultar que exhala fatalidad. Tal y como corresponde a un vástago de la casa de los tantálidas, la desgracia está adherida a él y lo acompaña desde su juventud. No le fue dado morir en la batalla, como Aquiles y Héctor; no perece en el mar ni erra durante años, como Ulises y Menelao, por mares y países desconocidos y lejanos. Su hermano Menelao escapa a los enredos y, de sus viajes errantes por África, regresa a casa con riquezas; en su suntuosa morada vivirá con la esposa recuperada y su felicidad futura no está enturbiada por ningún nubarrón, tal como se desprende de la visita de Telémaco. A Agamenón, sin embargo, le toca una verdadera suerte de átrida; los golpes dirigidos contra él caen todos en la propia casa. Del mismo modo que puso la mano sobre su tío Tiestes, la sentencia del vidente Calcante le obliga a echar mano de su hija Ifigenia y ofrecerla a Ártemis como chivo expiatorio por la vulneración de su bosquecillo sagrado. Al final, morirá a manos de su propia esposa Clitemnestra. Cuando se halla en la cima de su fuerza y su poder, cuando regresa como vencedor a casa, Egisto lo mata. Es una víctima tardía de la lucha de aniquilación que comenzó entre Atreo y Tiestes. Y enormes como el delito de sangre son las consecuencias que conlleva.

La aparición de Orestes, hijo único de Agamenón, define uno de los puntos de inflexión en el acontecer mítico. Es el hijo del padre, y a él le corresponde la venganza. Agamenón nunca llegó a verlo a su regreso, pues cayó bajo la espada de los asesinos antes de poder saludarle. En el momento del asesinato, era un niño. Según los autores trágicos, existía un plan para eliminarlo junto con su padre, pero su hermana o su nodriza le salvaron. Según Homero, regresó a Micenas desde Atenas ocho años después del asesinato y ejecutó la venganza. A la muerte de Agamenón sigue un largo silencio, un silenciamiento del acto, durante el cual los asesinos disfrutaron con los frutos de su acción. Orestes crece con este silenciamiento, no sin estar advertido y ocupado totalmente con la misión que le impone el asesinato de su padre. El silencio que se produce tras la muerte de Agamenón es obra de Egisto. Él poseía los medios para imponer este silencio. Mientras los asesinos actuaban como si nada hubiera pasado, una circunstancia espoleaba sin pausa a Orestes en su intento de llevar a cabo su acción. Sabía, en efecto, que los pensamientos de Egisto, secretos y torturantes, siempre giraban en torno a él; que la indiferencia que mostraba su tío era sólo una máscara; que ese trono y esa cama que había obtenido mediante el asesinato nunca se liberarían del recuerdo del muerto. Egisto es uno de los vástagos más oscuros de la estirpe de los tantálidas, en cuyo tronco clava su hacha. Es audaz, decidido, vengativo y lleno de agudeza e hipocresía, un temible adversario para todo aquel que se le presenta como enemigo. Procede de una unión incestuosa entre un padre y su hija. Enviado por Atreo para asesinar a su padre Tiestes, regresa para matar a Atreo. Asesina a Agamenón en razón de un plan que debemos imaginar perfectamente ideado, dilatado y, al mismo tiempo, temerario. Nadie puede poner en duda que también eliminaría a Orestes si cayese en sus manos. Si lo hubiera conseguido, habría asesinado a los jefes de tres generaciones de la estirpe, que así se habría extinguido, pues Orestes era un jovencito y no tenía hijos.

Aun siendo muy profundo el silencio que se extiende después del asesinato de Agamenón, el acto pervive en Orestes. La iniciativa parte del oráculo de Delfos, que se ha ocupado de los hechos y que, consultado por Orestes, le anima a llevar a cabo sus planes de venganza. El joven no actúa con imprudencia sino con circunspección; se asegura la protección del dios. Apolo, señor del oráculo, había sido profundamente herido por el asesinato, como hijo de Zeus y protector de los derechos de los padres. Junto con Atenea, la menos maternal de todas las diosas, toma partido por Orestes. El acto no podía quedar sin desquite, exigía una satisfacción, pero sólo Orestes podía ejecutar la venganza, sólo el heredero de la casa y de la venganza de sangre. Parece un adversario débil frente a un hombre tan decidido y poderoso como Egisto. Lo que le falta en medios, lo compensa la energía con la que actúa. Él mismo se encomienda a las divinidades subterráneas cuando ejecuta la venganza en su madre. Si bien el asesinato de Egisto aumenta su fama y lo hace resplandecer en toda la Hélade, porque le asiste un derecho legítimo al que ningún juez ni ningún tribunal puede oponerse; si bien por haberlo llevado a cabo es alabado por los dioses y por los hombres; cuando asesina a su madre, en cambio, provoca un conflicto en el que se ven involucrados no sólo él sino también la polis, la Hélade entera y los dioses. Orestes es una de las figuras más puras del mito, el vástago impecable de una casa completamente castigada por la fatalidad. La nobleza juvenil de su ser está reflejada en la simpatía que le profesan Apolo y Atenea.

La acción de Orestes no sólo alcanza a su autor, al que al punto golpea con las tinieblas, sino que la locura pone en marcha a todas las potencias. La conmoción que procede del acto es tan profunda que Orestes, aun encontrándose en el centro del acontecer, desaparece de la vista. De él no cabe esperar una solución al conflicto, del desamparado y el doliente; se ha vuelto impotente e incapaz de actuar. La epopeya no brinda una descripción de su destino y sólo habla de él con elogios; es el héroe trágico por antonomasia. Así como los sufrientes Áyax o Filoctetes no pueden convertirse en objeto de la poesía épica, la epopeya tampoco puede abordar el destino del sufriente Orestes. Esta descripción del sufrimiento, del conflicto en el que se hunde el héroe por su modo de actuar con el mundo y consigo mismo, es la descripción de una necesidad trágica que se produce sin cesar. La batalla ya no tiene lugar en los campos y en los sembrados que rodean Troya, se desplaza al propio pecho. La epopeya se aferra a la unidad de toda acción; para ella, el afuera y el adentro son una misma cosa. No se desarrolla en el curso monologante o dialogante de la acción, también le falta el coro que acompaña a la acción trágica. La tragedia y el héroe trágico han sido sacados fuera de la epopeya; el héroe trágico aparece sublimado y al mismo tiempo solitario, aislado.

La Orestíada nos presenta a Orestes como botín. A su alrededor estalla la lucha entre los dioses olímpicos y los subterráneos. La maraña en que se ve envuelto Apolo después de dar muerte al dragón Pitón aparece de nuevo. Esta lucha es al mismo tiempo una lucha entre sexos, una lucha entre hombre y mujer, entre padre y madre. Zeus no interviene inmediatamente, pero es el adversario de las erinias, el padre que se enfrenta a las diosas madre. De entrada, el matricidio produce una ampliación del poder de Hades, que por medio de las erinias se convierte en sede de las madres, en el seno mismo. Tal y como dice la Odisea, ellas habitan en el Erebo como diosas subterráneas y unen el reino de los muertos con el reino de los vivos, del mismo modo en que están anudados la muerte y el nacimiento. Por tanto, son también diosas del parto, a las que se ofrecen sacrificios en los casos de esterilidad. Heródoto relata que los egidas espartanos cuyos hijos murieron a una edad temprana erigieron un santuario en honor de las erinias de Layo y de Edipo. En consecuencia, los descendientes de Cadmo se dirigen con veneración a las erinias de su estirpe siempre que desean poner fin a la muerte de niños. Las diosas de la venganza y de la maldición son al mismo tiempo diosas protectoras, son las mismas cuando protegen y cuando toman venganza. Los trágicos hablan de los perros rabiosos de la madre Erinia, de la maldición materna. Son diosas-madre y su vinculación con el sexo es inequívoca. El seno materno como fuente de vida y el Hades son una misma cosa; lo que sale a la luz procedente de este seno deberá cruzar nuevamente la oscuridad hacia la que conduce la barca de Caronte. Los engendramientos no sólo multiplican la vida, también multiplican la muerte.

Midas

Parece como si hubieras tragado oro: ¡te van a abrir el vientre!

NIETZSCHE

En el reino del cual es señor Midas no existe el agon de dioses y héroes, éste no es propio de los héroes-monarcas. La poesía épica no nos dice quién fue; la epopeya lo silencia. ¿Sabía Heródoto, sabían los órficos, sabía la sátira con la que divertía al público qué representaba él en realidad? Parece que sólo retuviesen el eco, la voz de aquellos cañaverales que susurraban su nombre, el eco del acontecer. Midas está rodeado de un murmullo de sabiduría olvidado y de necedad, y para los que vinieron después su nombre era sólo como un murmullo. Habían olvidado quién era, ya no lo sabían y tergiversaron el mito glorioso a fuerza de malentendidos. Cerraron así cualquier acceso a su reino. El relato, convertido en un cuento, oculta la conmoción que de él emanaba. Nadie que lo haya reconocido puede hablar de Midas sin conmoverse.

En Zeus ya se prefigura su hijo Dioniso. Cuando se convierte en toro, cuando desciende sobre Dánae como lluvia áurea, cuando alcanza a Sémele como rayo. ¿Pero qué pasa con el rey enteramente de oro que irradia un brillo como el del sol? Lo que toca se convierte en oro puro y acrisolado. El Pactolo, que corre cerca de Tmolo, lleva oro en sus aguas desde que Midas se bañó en él. Implorado por Midas, Dioniso ordena que brote un manantial de oro. Midas lanza oro a una sima llena de agua que se abre en la tierra. Erige un altar de oro al Zeus del monte Ida. Era considerado el más rico de todos los mortales, el rey de la fortuna. Y en el juego de azar con dados se llama Midas a una de las tiradas más afortunadas.

El dios, que se presenta como un demente, da vuelta al mundo. Hace pedazos todo nomos que se le opone, da la impresión de que en su embate lo derriba todo. Pero donde no existe resistencia, todo se presenta de otro modo, también la monarquía dionisiaca, cuyo rey es Midas. De él parte una exuberancia tan inconmensurable que la tradición le otorga un cariz fabuloso y la convierte en brillo sólido. No todos son suficientemente fuertes como para soportar una exuberancia como ésta: pocos lo hacen, de ahí que de la riqueza de Midas se cuenten historias de un hombre inmensamente rico que vivía torturado, atemorizado y oprimido por su riqueza. Para él, que todo lo que toca se convierte en oro, también la comida y la bebida se convierten en oro; se muere de hambre y de sed en medio de la riqueza que obtuvo de Dioniso. Dioniso, así se cuenta, hizo realidad el ruego del rey de que todo lo que él tocase se debía convertir en oro. Dioniso también le explica al rey cómo se puede liberar de esta fatalidad áurea bañándose en el Pactolo. Las riquezas de Creso proceden del Pactolo de Tmolo. El acontecer mítico experimenta una inflexión hacia la paradoja. Quien se afana por hacerse rico, es pobre. Quien es rico ya no tiene afán de enriquecerse, y da y regala. Cuanto más regale uno, tanto más rico será. Ahora bien, si sus riquezas son tan grandes que no se agotan ni con los regalos más suntuosos, si es más grande que cualquier regalo, entonces es como Midas, entonces empieza a torturar al rico con el «tormento de los graneros repletos». Nietzsche entendió esta situación en su ditirambo a Dioniso titulado «De la pobreza del más rico»; al borde de la aniquilación se adentró en el acontecer mítico. Lo que se relata de Midas es verdadero y a la vez falso. Que era más rico que todos es un hecho, pero esta riqueza no se interpreta correctamente. No se interpreta bien al propio Midas cuando se dice que su riqueza era una riqueza nula, estéril, que sólo un necio podría desear esa riqueza, que el propio Midas era un necio, un loco, un asno que escondía sus largas orejas pero éstas le traían el susurro del cañaveral. Este susurro son habladurías de barberos. Que la riqueza de Midas venía determinada por sus bienes, por su avaricia por el oro, que eso lo convirtió en un infeliz. Pero Midas era rico desde un principio y no necesitaba desear riqueza alguna. Era el más festivo de todos los reyes, un Rey Sol. Y no necesitaba esforzarse como se esfuerzan los héroes; su riqueza se identifica con la facilidad. No vivía, ni actuaba, ni sufría en el mundo del agon.

¿Por qué el resplandor en el que está envuelto, que irradia de él, es tan intenso y deslumbrante? Porque con él nos encontramos en medio del ámbito dionisiaco, en el que todo se transforma, en el que una transformación sigue a la otra. Todo lo que toca el rey se transforma en oro puro: las piedras, la arena, las flores, la comida y la bebida. El rey mismo resplandece y arde en este brillo. El cortejo festivo de Dioniso atraviesa el reino de Midas, avanzando vigoroso, y el rey hace acto de presencia en medio del cortejo y del círculo báquico. En el culto dionisiaco de Tiasos, en el tropel de bacantes, entra en escena como danzante, ebrio en el séquito del dios que es su amigo y protector. La riqueza de Midas es la riqueza de Dioniso. El dios, su invitado, al que agasaja con suntuosidad, proyecta sobre él su brillo. Midas no opone resistencia al dios, como Penteo y Licurgo; contento le abre las puertas de su reino y le deja imperar en él. Invita a Dioniso el de cabellera dorada, aquel que recubre con hiedra, al dios florido que planta la vid, que disuelve las preocupaciones, al cornudo que deambula con su cortejo. Junto con el dios va la riqueza. El reino de Midas es un viñedo en flor, es un jardín de rosas. En los jardines de rosas de Midas en el monte Bermion, Sileno borracho duerme su siesta. Al igual que con Dioniso, Midas tiene tratos con Sileno, lo agasaja y conversa con él. El modo de ser satírico siente simpatía por el rey: es un rey de los sátiros, está emparentado con la estirpe de los sátiros y asemeja un sátiro. Se dice que cazó a un sátiro cerca de la fuente de vino; hacia él es conducido Sileno atado con coronas de flores. Pero no era necesario que buscase y capturase a Sileno, pues éste entraba y salía de la casa del rey silénico, ése era su hogar, al igual que para Marsias, ese otro sileno que toca la flauta dionisiaca. En el concurso de Marsias con el Apolo que toca la cítara sale a la luz la contraposición entre los dioses, y Marsias pierde. Según se dice a continuación, después competir con Pan y después de que Midas concediese el premio a Pan y a su flauta, Apolo habría mandado como castigo que a Midas le creciesen orejas de asno. Aquí queda demostrado que el mito ha sido malentendido, que la naturaleza del rey dionisiaco ya no se entiende. Las orejas de asno no proceden de Apolo y no tienen nada que ver con él, forman parte de la naturaleza del rey satírico y dan testimonio de su origen.

En estas esferas de suprema ebriedad la razón ya no ocupa un lugar; todo lo que escucha de ellas es para la razón un cuento de viejas o una fábula pedagógica. La sobria razón no es más que un cálculo equivocado de la pobreza humana, ahí reside su economía. Cuanto más se aleja el hombre de la fiesta dionisiaca, tanto más incomprensible se le hace, hasta que por último se le muestra sólo por el lado de la locura destructiva, de la demencia aniquilante. Lo que significa esta locura, esta demencia, es algo que escapa a la razón, incapaz ya de penetrar en este mundo de riquezas, en su florecer y su brotar; ahora el hombre sólo se ocupa de sí mismo y de su miseria. La frase de Sileno acerca de la desdicha de la existencia humana se refiere al hombre que vive en la sensatez de esta pobreza y, con ello, alejado de Dioniso y de su fiesta.

Causa una extraña sensación que en los mercados de Roma y de las colonias romanas se hubiesen erigido estatuas de Marsias como símbolos del juicio severo, como representaciones del derecho romano, porque custodios del derecho como éstos evidencian la miseria de la alegoría. Mísero es el relato de que Midas disimulaba sus orejas de asno bajo un gorro; de que su barbero, agobiado por este secreto, se lo susurró a un agujero de la tierra y con ello lo delató. El acontecer mítico se diluye en fábulas y chistes anecdóticos y banales, y de este modo se pierde cualquier acceso a él. Se pierde el saber acerca de la procedencia de la riqueza de Midas. Este saber se encuentra en las fuentes; fuentes de oro brotan del reino de Midas. El rey primaveral, se pasea por la orilla fértil del Pactolo de abundantes cañaverales, cuyas aguas arrastran oro, por las tierras entre el Tmolo y el Hermo. Al igual que el dios, es Ampelofitor y Lenaico, viticultor y lagarero. Y como otro Pactolo impetuoso y dorado, conduce el cortejo dionisiaco a su país y pone su reino bajo la tutela de Dioniso Tesmoforo, el legislador Dioniso.