Caos
Caos y los que provienen de él, la Madre Tierra Gea, Urano, Tártaro, los titanes y los gigantes, Tifón y las criaturas tifónicas, forman un conjunto. Prometeo se une a ellos como un apéndice al devenir titánico y con él se completa la esencia titánica. Posee un espíritu titánico que se mide una vez más con las fuerzas de Zeus y sucumbe en esta empresa. Este ámbito del devenir primigenio sobresale por encima de todo lo posterior y es en sí cerrado y unitario; sus acontecimientos irradian una luz propia. Todo lo que sale de Caos lleva la impronta de su origen. No importa cómo se conciba a Caos, bien sea como el espacio vacío e inconmensurable que, a decir de Hesíodo, engendra a Nix y Erebo, o como materia primordial que carece de toda forma y contiene el devenir del que proceden todas las formaciones, todo lo engendrado y conformado. Caos no está muerto, sino vivo.
La vida no brota de un estado inerte, muerto, ni de la materia muerta; ante todo existe la materia y se crea allí donde se necesita. Lo que aquí se describe son engendramientos. Caos está en vivo movimiento; a veces reposa con una calma inmóvil, a veces se revuelve con desenfrenada y furente agitación. Carece de orden y, a la vista, parece algo confuso, algo mezclado que no se puede distinguir ni ordenar. Aquello de lo que proceden todos los órdenes no puede estar en sí mismo ordenado. Caos no sólo es espacio, sino que también ocupa espacio y lo llena. Es espacio primigenio y oscuridad, y en un sentido estricto también es espacio subterráneo. Más tarde, para los filósofos de la naturaleza, Caos será otra cosa, el todo y el universo. El pensamiento se sirve del mito para formular conceptos. Es éste un procedimiento que aquí nos limitamos a apuntar, pero que no desarrollaremos.
Es preciso imaginar a Caos como un ser oscuro que no ha sido tocado por ningún rayo de luz, si bien en esta oscuridad la luz está incluida. Nix y Erebo, que proceden de él, también son oscuros. Pertenecen a la noche y a la tenebrosidad, un ser femenino y otro masculino de cuya unión surgen el Éter luminoso y la luminosa Hémera. Erebo significa asimismo el espacio tenebroso bajo la superficie luminosa de la tierra que cruzan las almas de los muertos en su camino hacia el Hades. En este ámbito, las potencias todavía no resaltan con nitidez del suelo primitivo del que proceden; su dimensión y su contorno todavía responden a lo informe. Aún no existen las figuras o las personas, lo único que se evidencia es una coagulación que hace que todo adquiera su proporción. Caos, como lo indiferenciado, no admite ser representado. Lo indiferenciado escapa a toda posibilidad de representación; no es una imagen y nadie puede formarse una imagen de él. Caos carece de sexo, puesto que en él el sexo también es indiferenciado y abarca tanto lo masculino como lo femenino. Caos existe, pero aún no posee una esencia fija. De él surgen, en primer lugar, Nix y Erebo, después Gea. Nix no es lo primero e indiviso, sino que es concebida ya como algo limitado y de reducidas dimensiones. Sólo después llegarán Éter y Hémera.
La fertilidad de Caos es inagotable, la gran fertilidad tiene algo de caótico. Caos tampoco se ve mermado porque de él se desprendan figuras y procedan órdenes; no se encoge. Por tanto, cabe pensar que su ser es un ciclo al que regresa todo lo que salió de él. Está siempre ahí y persiste para siempre, fuera del tiempo y del espacio. Pero no permanece intacto ni está desvinculado de las disposiciones del orden que se desprenden de él. En él repercute, en efecto, la lucha entre Zeus y Tifón, según observa Hesíodo; la derrota del fogoso Tifón aviva lo que hay de ígneo en Caos. Al comparar a Caos con Hades, vemos que en Hades el reino de los muertos ya está separado del de los vivos, mientras que Caos abarca la vida y la muerte.
No hay principio, no hay fin. El devenir se muestra sin principio ni fin de forma que todo lo que ha devenido sale de su ciclo y a él regresa. No hay creador ni creación. Caos no es un creador, no crea nada; de él se desprenden órdenes pero da la impresión de que no fomenta ni impide este desprendimiento. Pero puesto que en él se encuentra todo, también deberá poseer el deseo de sustraerse a las actividades informes y de adoptar una figura. Sin embargo, no crea este deseo; está ahí, se desprende de él y adopta una figura. Gea engendra a partir de sí misma. También Urano y Crono engendran. Zeus está muy lejos de ser el creador del universo, tampoco es un dios del principio, sino del medio.
Gea
Gea, la Madre Tierra y la diosa de la tierra, que se desprende de Caos y engendra a Urano, las Montañas y el Ponto, es la madre y la diosa de la que todo emana y a la que todo regresa. De ahí que se la represente con una llave. No es una diosa como las del Olimpo, es la madre y la antepasada de todos los dioses y diosas. A Caos no se le rinde culto, es Gea la primera a la que se venera. Su efigie se encontraba en el santuario de Deméter en Patras, sentada, como diosa, en el trono. Con medio cuerpo emergiendo de la tierra la vemos representada en el friso del altar de Pérgamo, donde, como madre afligida, presencia la lucha entre dioses y gigantes. Está representada como sufriente, no como actuante.
Homero la llama la Gloriosa y también la que dispensa frutos y vida. Su poder no sólo se extiende sobre lo que, enraizado en el suelo, se dirige hacia el espacio lumínico, de forma que también es madre de Urano, sino que es, además, la diosa del mundo subterráneo. Como diosa subterránea, conocedora de lo oculto, de lo que está enterrado, le rinden culto los magos y los buscadores de tesoros. En ella, la vida y la muerte se hallan tan estrechamente entrelazadas que resulta difícil diferenciarlas. Del mismo modo que conduce todo hacia la muerte a través de la vida, así también a través de la muerte obtiene toda vida. Abarca la luz del día y lo profundamente nocturno. Sobre ella descansan las cunas y las tumbas. Su inagotable fertilidad la convierte en la diosa de las uniones que engendran hijos. En esto se muestra su cercanía con respecto a Caos, del que surge toda la fertilidad. Su fuerza nutriente la convierte en nodriza. Por esta característica suya se la venera junto con Hestia, Cibeles y Deméter. Todas las madres, las divinas y las humanas, son hijas respecto a ella. Como diosa del espacio subterráneo, Gea es la diosa del mundo inferior y de la muerte. En su seno alberga los muertos y las tumbas. El juramento con el que se la invoca junto con otras divinidades subterráneas posee una fuerza particular y vinculante. Como esposa de Urano, al que ella misma engendró, es madre de los titanes, los cíclopes y los hecatónquiros. Recoge la sangre del Urano castrado y con ella engendra a las erinias, los gigantes y las ninfas de los fresnos (melias). De la unión con su hijo Ponto engendra a Nereo, Forcis y Taumante, a Ceto y Euribia. También se la denomina madre del dragón Pitón, de Tifón de cabeza de serpiente, de Cécrope, Erecteo y Anteo. Los autóctonos proceden de ella. De ella deriva todo, y todo retorna a ella, de ahí que posea el don del presagio. Antiguamente, presidía el oráculo de Delfos, el oráculo ctónico del que era la voz, o bien hablaba por medio de Dafne, la ninfa de las montañas. Gea, como présaga, predice a Crono que será destronado por uno de sus hijos.
Gea no tiene nada virginal, actúa por la fuerza del vientre materno. Es parturienta, nodriza y sustentadora, también es llamada la del ancho seno y la dispensadora universal. Su poder generador es tan grande que puede engendrar a sus criaturas sin necesidad de un procreador. Así como su hija recibe el nombre de Gran Madre Rea, Gea es la Madre de las Madres. Es parturienta y madre en la que se hace visible la potestad del sexo, pero no es madre de los enlaces matrimoniales que, para ella, carecen de fuerza propia. No venera al padre y esposo, sólo se fija en los hijos, que ocupan para ella el primer lugar. No incita a los titanes en contra del hijo sino en contra del padre Urano, y abandona a su esposo Urano cuando éste arroja al Tártaro a los hecatónquiros y a los cíclopes. Cuando hace su aparición e interviene en la lucha, lo hace como madre, ayudando a su descendencia. Tal como nos explica Tito, al proteger al hijo también protege al bandido y violador, pues siente satisfacción por todo lo que sea engendrar y alumbrar, y celebra al procreador sin que le importe cómo lleva a cabo su tarea. No le preocupa la virginidad sino la maternidad.
Gea es imperturbable, es solidez que perdura para siempre. De todas las diosas es la más persistente, muestra algo inmutable, que en sí mismo no cambia. Es contraria a todos los órdenes y estatutos nuevos. Toma partido por Crono y se enfrenta a Zeus, apoya a los titanes y los gigantes en su lucha contra los dioses, ama a los primogénitos y es la protectora de las erinias. Como madre, no rehúye a la afligida Rea cuando ésta, después de nacer Zeus, le pide ayuda. Gea se hace cargo de Zeus y lo cría en Creta. Zeus es impensable sin ella. Gea le implora hacia las alturas como dispensador de la lluvia. No muy lejos del mercado espartano se erigió un santuario en su honor y el de Zeus Agoraio. Así como se la invoca junto con otras diosas para prestar juramentos, del mismo modo en Atenas todos aquellos que han sido absueltos en el Areópago le ofrecen a ella, junto con Hades y Hermes, dioses de la muerte, una donación de parte de los que viven en la luz y a la luz han sido devueltos.
La diosa Gea no reina de un modo visible, sino oculto, pues, si bien está en todas partes y en todo, raras veces se muestra y entonces sólo en casos de máximo disturbio que le afecten mucho. Su fortaleza reside en su insuperable capacidad de persistir; posee esa gravidez que hace ser inmóvil e inamovible. Da la impresión de que sólo con gran esfuerzo se puede poner en pie. Su gravidez es la que hace pesada la vida campesina, el cuerpo del campesino. Hace falta una fuerza, una resistencia enorme para despertarla de su fértil ensueño. No ama la lucha ni los cambios y, femenina, desea que todo permanezca tal como está, desea proteger y mantener todo en su primera solidez. Tampoco es una diosa de la distancia sino de la proximidad, una diosa de lo que está próximo a ella y desea mantenerse cerca de ella, de lo que no siente deseos de alejarse ni desprenderse de ella. Crono está más cercano a ella que Zeus, y ella ama más a los titanes y a los gigantes que a los dioses. Nacida de Caos, surgida de lo informe, también ama lo próximo a Caos, las grandes figuras del devenir primigenio, los primeros en haber sido engendrados, aquellos cuyos rostros y cuerpos evidencian los vestigios de su origen. Se aparta de la sublimidad de Zeus, que abarca todo lo espiritual, afligida por la suerte de sus hijos e hijas, los titanes.
La naturaleza titánica de Gea se manifiesta en que le resulta difícil desprenderse del ámbito de poder que le ha sido atribuido; se la representa en postura yacente, en reposo, con medio cuerpo que emerge de la tierra. Allí donde se la representa de pie, como en algunos vasos, su fuerza parece mínima. El gigante Alcioneo muestra su vinculación con la tierra y con Gea; él, a quien Heracles sacó a rastras de Palene porque allí su mandato era inmortal. También Anteo, el libio, era hijo de Gea. Heracles se lo arrebató a Gea y lo estranguló en el aire, pues mientras Anteo se midiese con Heracles en la tierra era invencible, pero una vez lanzado al éter por la colosal fuerza mental del semidiós sucumbió rápidamente. Anteo es hijo de Poseidón y éste, a su vez, aparece vinculado a Gea, a Océano y a Urano, quienes lo aíslan del círculo de los dioses olímpicos.
Urano
Urano, hijo y esposo de Gea, es el primer soberano. Caos no funda una soberanía; tampoco Gea. Urano no es un titán, pues lo titánico en él surge sólo cuando se une a Gea. Así como ella es imperturbable solidez que perdura para siempre, tampoco es característico de Urano aquel movimiento retornante de los grandes titanes. Éste surgirá con la edad uránica y traerá su caída. Urano, como Gea, perdura en todas las épocas, y el hecho de que sucumba como soberano no anula esta perduración. La palabra «titanes» reviste múltiples significados y se pierde en la oscuridad. Hesíodo apunta que fue el propio Urano quien dio ese nombre a sus hijos, aludiendo al hecho de que al atentar contra él se convertían en sacrílegos.
Bajo el dominio de Urano se produce el primer choque de las fuerzas antagónicas. Entre los hijos que le dio Gea se encuentran los hecatónquiros y los cíclopes, a los que Urano inmediatamente lanza al Tártaro. Por esta razón, Gea incita a los titanes a enfrentarse a él. De Gea procede Hipe la Adamante, a la que entregará a Crono, el único de los titanes que está dispuesto a atentar contra su padre. La acción se lleva a cabo mediante una emboscada cuando Urano se une a Gea en un abrazo durante los esponsales a los que éste, ávido de amor, ha descendido. El terrible acontecimiento implica, al mismo tiempo, un instante de máxima fertilidad. De la sangre que se precipita como un torrente sobre la tierra brotan los gigantes y las erinias. El mar al que Crono lanza el miembro procreador castrado empieza a bullir y a encresparse, como un torbellino se forma una corona de espuma blanca alrededor del mismo y de éste surge con húmeda hermosura la hija de Urano, Afrodita Afrogeneia, la nacida de la espuma. Inafectada por la lucha, en la que no toma parte, sale silenciosa del mar, se acerca a Citera y en Chipre sube a tierra.
Gea profesa mayor estima a los hecatónquiros y los cíclopes, que desencadenan la lucha, que a su hijo mayor y esposo; siente más afinidad hacia ellos que hacia el poco sólido Urano. Gea se enfrenta a su hijo mayor porque éste pone en peligro su maternidad. Urano detesta a los hecatónquiros tanto como ellos lo detestan a él. Para Hesíodo, los hecatónquiros son los hijos más terribles de Urano y Gea; inmediatamente después de su nacimiento, su padre los oculta en las profundidades. Tal como su nombre indica, los tres son seres gigantescos y toscos. Cada uno de ellos, Coto, Giges y Briareo, tiene cincuenta cabezas y cien brazos. Son hermanos de los titanes pero su fuerza es más ruda, con ella no es posible entenderse. Seres como ellos no nacieron para gobernar, aunque en los momentos de cambio hacen su aparición, poderosamente, como servidores de un poder supremo a cuyo servicio inducen las decisiones. Briareo, llamado por Tetis, se presenta en el Olimpo y se sienta a un lado del trono de Zeus, a quien los dioses planean encadenar. Según una predicción de Gea, los titanes sólo podrán ser vencidos con la ayuda de los tres hecatónquiros. Zeus los conduce desde el Tártaro hacia las alturas, los agasaja en el Olimpo y Coto le promete su ayuda. No tarda en estallar la batalla, de corta duración. Como guardianes de los titanes derrotados, los hecatónquiros habitarán a partir de entonces ante las puertas del Tártaro, manteniendo en jaque a sus hermanos. Los tres cíclopes, Arges, Brontes y Estéropes, fueron encerrados en el Tártaro por Urano y por Crono, pero volvieron a salir a la luz gracias a Zeus, que mató a su vigilante, Campe. También los cíclopes, como los hecatónquiros, se enfrentan a los titanes. Se convierten en fieles servidores de Zeus, al que obsequian con el rayo, el trueno y el relámpago; a Poseidón le entregan un tridente, y a Hades un yelmo. En ellos se manifiesta una faceta de la naturaleza titánica que se muestra también en los dáctilos del monte Ida. Estos seres de un solo ojo son trabajadores, herreros, metalúrgicos, y tienen una fuerza y un tamaño colosales. En sus talleres y fraguas subterráneas forjan los rayos de Zeus, entre ellos el que hirió a Asclepio, hijo de Apolo, razón por la que se enfrentaron con Apolo. Forjando rayos y armas reaparecen más tarde en las fraguas de Hefesto, en los talleres del Etna y de las islas Lípari. Hay que diferenciarlos de los cíclopes constructores de murallas y también de los hijos de Poseidón, los cíclopes homéricos que viven en Trinacia como pastores y ganaderos. En los cíclopes, hijos de Gea, se evidencia el aspecto mecánico que tiende hacia lo titánico, lo ingenioso, diestro y a la vez violento, que halla su máxima expresión en Prometeo. En el estruendo de su trabajo, al que dedican toda su atención, en el humo de sus fraguas subterráneas, sin horizontes abiertos, se sienten bien y están contentos. Éste es el ámbito de su trabajo, cuyos productos sirven a otros. Lo titánico que retorna se presenta como un proceso mecánico en el tiempo, como un proceso laboral repetitivo. Arges, Brontes y Estéropes poseen la naturaleza de los esclavos y los servidores, están al servicio de Crono, de Zeus y de Hefesto, el único entre todos los dioses que posee una naturaleza acorde, emparentada con la suya. Será en sus fraguas donde buscarán cobijo.
Los grandes titanes
Crono y Rea
Los reinos de Urano y de Crono se suceden. ¿Cómo se distingue el uno del otro? El ámbito de poder de Urano parece más amplio y abarcador que el de Crono y, al mismo tiempo, más vacío y pobre en figuras. En el reino de Urano, el espacio prevalece sobre el tiempo, hay en él más espacio. El reino de Crono, comparado con el de Urano, no sólo es más diferenciado y en su diferenciación más claro, sino que además es más activo, más animado. Al así destacarse del de Urano, se encoge espacialmente. El tiempo participa de esta separación; por medio de la unión de Urano y Gea se funda una nueva edad. La confusión de Crono (Κρόνος) con el Tiempo (Χρόνος) que ya era habitual en la Antigüedad, es bastante significativa. En la representación de Crono ataviado con una vestimenta que le cubre la nuca y una hoz en la mano se expresa algo temporal. En épocas posteriores, la guadaña o la hoz, un símbolo ajeno al pensamiento antiguo, aparece como atributo de la figura de la muerte y, por medio de ella, se establece una relación con el tiempo. Saturno, que se confunde con el Tiempo, está envuelto en un oscuro raudal de tiempo, también en su calidad de dios de los sembrados, por la que los romanos le tributaban una especial veneración.
El reino de Urano acentúa la faceta de la espacialidad; el de Crono, la de la temporalidad. En el reino de Urano hay una calma imperturbable. En su mutismo, en su silencio, nada parece cambiar. El silencio uránico se extiende sobre el cielo y la tierra. El reino de Crono se llena cada vez más con la inquietud del devenir titánico, con la embestida de las fuerzas antagónicas que provocan, también en Gea, una aflicción profunda. Bajo el dominio de su hijo y esposo Urano, Gea parece más calmada.
Crono es el más joven de los titanes, el último en nacer, por tanto, es el que más alejado está de la soberanía de su padre y se cría donde ésta termina. Urano es implacable con sus hijos, pero su dureza es diferente a la de Crono. Crono está irritado por la dureza de su padre, que echa el cerrojo al devenir titánico. Crono desea este devenir titánico, desea que permanezca en sí mismo y se mantenga en su eterno ciclo. Engulle a sus hijos Hades, Poseidón, Hera, Hestia y Deméter. Los dioses no desean aquello que desea el padre, Zeus no lo desea; su poder no se agota con las repeticiones cíclicas, en el ciclo del retorno elemental por el que vela Crono, como el más poderoso de los titanes. Urano aparece en un espacio de un azul éneo y eterno en el que impera inmutable. La rigidez de Crono reside en el movimiento uniforme, repetido sin variación siguiendo órbitas fijadas de antemano. Crono se mueve, pero no concluye nada. El movimiento halla en Zeus su perfección.
Crono devora a sus hijos, a los crónidas, y a sus hijas. Rea salva a Zeus al entregarle al padre, en lugar de su hijo, una piedra envuelta en paños para que la engulla. Crono no advierte el engaño: se le escapa que Zeus se le ha escapado. De este modo al padre, inadvertido, se le escabulle el hijo, que vive oculto. Rea mantiene a su hijo escondido en una caverna. En el propio Zeus hay algo que permanece oculto a Crono, algo a lo que éste no puede acceder por sí mismo. El más joven se salva así del destino deparado a sus hermanos. Cuando alcanza la madurez viril, obliga a Crono a vomitar a los hijos que ha engullido. Crono no puede retenerlos y los escupe. También expulsa entonces la piedra que se había tragado y que Zeus coloca en Delfos a modo de testimonio. La que entrega a Zeus la poción que hace que los dioses y la piedra vuelvan a ver la luz es Metis, la oceánide, y es ella también la primera esposa de Zeus. Zeus no engulle a sus hijos, pero sí a Metis, su astuta consejera, cuando le predicen que ésta le dará primero una hija y después un hijo que pondrá en peligro su soberanía. Después de engullir a la oceánide, engendrará de su cabeza a Atenea.
La Titanomaquia se inicia en el instante en que Crono vomita a los hijos que se ha tragado. Crono es arrojado al Tártaro, donde desde entonces permanece en cautiverio. Como Urano, Crono perdura para siempre. De él se dice que, junto con Radamantis, impera sobre las Islas de los Bienaventurados; que, como monarca destronado, descansa en una cueva dorada de una isla en el mar crónida, más allá de Tule. La imaginación lo sitúa en reinos de sombras, en los que perdura. También perdura su culto. En Atenas se celebran en su honor las Cronias y bajo la acrópolis de Atenas se encuentra su santuario. En el períbolo del santuario al Zeus Olimpio se encuentra la loma crónida, el templo de Crono y Rea y el recinto sagrado de Gea Olimpia.
Hijo de Crono y de la oceánide Fílira es el centauro Quirón, que por su origen es el más venerado de todos los centauros. Lo centáurico, que vive libre de cualquier traba deambulando en campo abierto, envuelto en el fresco de la mañana campestre, se manifiesta en él en su aspecto más espiritual. Es el médico que cura y devuelve la vista al Fénix. En él habita la fuerza de las musas, es un maestro del arte musical y de la gimnasia. Es el protector de Peleo, su sobrino, al que defiende frente a los centauros. Honra su boda con su presencia y le regala una lanza infalible. Transfiere esta amistad a Aquiles y se convierte en su mentor. Así, es el protector y custodio de la vida juvenil de los héroes y su cueva en el Pelión es una escuela para los jóvenes héroes, entre los que se cuentan Teseo, Pólux, Diomedes y muchos otros. Si bien su origen es titánico, en Quirón no se manifiestan fuerzas titánicas. Es médico, artista, pedagogo y conocedor profundo de los poderes que dormitan en lo más profundo de las plantas. Es el que sufre a causa de su inmortalidad y el que padece por la flecha embebida de veneno de la Hidra de Lerna. Anhela morir y muere en el momento en el que Zeus transfiere su inmortalidad a Prometeo. A Quirón se le puede arrebatar su inmortalidad, algo inconcebible en los titanes. Su inmortalidad se puede pensar como transferible. En las constelaciones lo vemos como Sagitario. Los dioses y los héroes lloran su muerte y el duelo por él evidencia la magnitud de la pérdida, de la que todos participan, pues Quirón es el prototipo de la plenitud, la fuerza, la virtud y la competencia centáuricas.
Rea, esposa de Crono, es la más fuerte de las titánides y, al igual que su hija Hera, representa la fuerza y el poder femeninos primigenios. Su árbol es el roble, su animal el león. El león que se le atribuye, que encontramos representado a su lado, indica su naturaleza real. Yace solo o en pareja a los pies del trono, con una actitud estatuaria que indica una fuerza en reposo consciente de sí misma, o bien tira del carro en el que está sentada la titánide. En el friso del altar de Pérgamo, Rea cabalga sobre el león durante la Gigantomaquia. Ella misma es una leona y tiene algo solar.
Es la madre por antonomasia, la Gran Madre, la madre de los dioses. Zeus, Poseidón y Hades son sus hijos, y Hera, Deméter y Hestia sus hijas. Rea, como hija de la Madre Tierra Gea, está emparentada con ella, es más madre que esposa y se aparta de Crono, el progenitor. En la Titanomaquia toma partido por sus hijos; sienta las bases de la lucha y la introduce. En Creta, en los montes Dicte o Ida, o en la cueva cerca de Licto, dio secretamente a luz a Zeus, escondiéndolo de Crono. El progenitor Crono fue siempre también destructor de su maternidad; la convivencia con él supuso para Rea un interminable tormento, el sufrimiento sin fin de una madre que ve amenazada su descendencia. En el reino de Crono le ha sido vedado vivir como madre de sus hijos, cuidar de ellos y actuar como una madre.
¿Qué es titánico en Rea? Esto precisamente, que es madre y nada más. Las titánides son madres o, como les ocurre a Temis y Mnemósine, Zeus las hace madres. Por su maternidad y su espíritu maternal también las mujeres mortales rozan lo titánico, por la desmesura y la falta de límites de su preocupación y de su sufrimiento. En lo titánico de Gea y de Rea se encuentra la madre más que la joven, más que la virgen intacta e inaccesible. La característica que más se venera en Rea, de cuyo vientre proceden los dioses olímpicos, es la faceta siempre retornante de lo femenino, la procreación, el alumbramiento, los dolores y las contracciones del parto, la alimentación y la crianza de los hijos. Todo esto se repite, ninguna mujer escapa a esta regularidad. En Atenea, en Ártemis, no se encuentra este rasgo titánico, pero en Rea, la madre, existe con un poderío que raya lo salvaje, la ira desgarradora de la leona apartada de sus crías, amenazadas sus crías. El hecho de que sea el propio esposo quien amenaza a su progenie aumenta el salvajismo de la madre. Zeus recompensa a Rea por el esfuerzo que ha realizado en su favor, le da tranquilidad, le concede un lugar propio y la entroniza como madre para que disfrute de su dignidad. Por eso está sentada en el trono, con la corona almenada sobre la cabeza y los leones a sus pies.
Más que a la Rea entronizada se rinde culto a la Rea ofendida, cuya sede se encuentra en la isla de Creta, allí donde, en una cueva en el monte, dio a luz a Zeus. Y no sólo se le rinde culto en Grecia, también en Lidia, Misia, Frigia y otros países de Asia Menor. Es la madre de Pesinunte. Aquí no se muestra como titánide sino como la Gran Madre de un misterio que se ramifica hacia la lejanía, pero siempre también como Rea Cibeles, como representante de Gea, la Madre Tierra. Las mujeres acuden en tropel a ella y en la excitación palpitante de los misterios en honor de Atis se aprecia cómo el hijo y el amante se funden en uno para ella. Su maternidad se hace orgiástica y desbordante, y se acerca a la naturaleza dionisiaca, estrechamente vinculada a ella. Está rodeada de coribantes y curetes, y también de castrados, los galos, que forman parte de su cortejo. El tracio Baco Sabacio está estrechamente relacionado con Rea Cibeles, se le considera hijo de la Gran Madre. La naturaleza dionisiaca en su totalidad guarda con la maternidad orgiástica de Rea una relación tal que se piensa que procede de ella. El desenfrenado júbilo que deriva en frenesí, acompañado por el ruido de los timbales, forma parte del culto a Rea Cibeles.
En Rea lo titánico destaca cuando ejerce su influencia sobre los dáctilos del Ida, en razón de la fuerza que le es propia, y despierta en ellos el entusiasmo coribántico. Sirven a la Gran Madre. Nacieron en el Ida cretense o frigio. Es así como se distinguen los dáctilos cretenses de los frigios. De los cretenses se dice que son cinco, diez o cien, un número que apunta a una cantidad considerable. Los frigios sólo son tres: Damneo, Acmón y Celmis. Estos nombres significan martillo, yunque y fundidor, e indican, por tanto, que pertenecen al ámbito de la forja. Son seres titánicos, fundidores titánicos que salen de su renegrida fragua para rendir culto a Rea, para saludar a la hija de Gea. Al parecer, fueron los primeros en descubrir el hierro y el cobre, y en trabajarlo. Se los tiene también por inventores del compás, ese ritmo que retorna y que ellos escucharon al compás de sus martillos. Son hábiles e inventivos, poseen conocimientos de los secretos poderes de la naturaleza y se los tiene por magos. No sólo conocen los yacimientos metalíferos sino que ellos mismos son, en cierto modo, de metal, y sus capacidades artesanales y técnicas entroncan con la naturaleza elemental y espiritual, salamandrina. Como poseedores de secretos poderes que custodian, están apartados, son extraños y se los mira con desconfianza, tal y como sucede a menudo con los herreros. Su inquietud y su movilidad mercurial tienen algo demónico. Aparecen como trabajadores titánicos que, sin ser vistos, andan de aquí para allá en sus humeantes fraguas, activos como martilladores y fundidores, y pasivos frente a las fuerzas del yunque batido por el hierro. En ellos sobresale una faceta de la naturaleza titánica que no debe ser menospreciada. Pertenecen al séquito de los titanes, a las armerías y talleres titánicos en los que opera el espíritu metalúrgico, el proceso de la creación. Los inicios de toda técnica son de origen titánico.
Océano y Tetis
El gran titán Océano es, de todos los titanes, el único que no intervino en la lucha entre Crono y Urano. Tampoco participó, como la mayoría de los titanes, en la lucha entre Crono y Zeus. Es de naturaleza pacífica, constante, persistente, como la naturaleza del elemento que le corresponde. Por supuesto, el agua se mueve, es líquida, cambiante, pero también es, al mismo tiempo, persistente y contraria a cualquier apasionada inquietud. Proteo, que apacienta las focas de Anfitrite, es quien muestra con más claridad la cualidad cambiante del elemento, que permanece igual a sí mismo en todas las formas. En Poseidón se manifiesta algo que se estremece ligeramente, que se mueve ligeramente, pero que se aplaca también con prontitud. Océano está comprendido dentro de un movimiento que perdura, que es siempre igual a sí mismo y sobresale del ciclo del elemento sin jamás abandonarlo.
El nombre de Océano da a entender tres cosas. En primer lugar define al propio titán, un soberano con enorme poderío. Luego, es la corriente universal que circunda la tierra en forma de disco y que ciñe la tierra y el mar. Fluye formando un círculo exacto que, por tanto, vuelve hacia sí mismo. En el escudo de Aquiles, Hefesto lo representó como una corriente que refluye hacia sí misma. Allí donde la corriente entra en contacto con el mar que abarca, no se mezcla con él: las aguas permanecen separadas y la mirada las reconoce como distintas. Las proporciones del curso de Océano son impresionantes, en su amplitud linda con lo más lejano. De él se elevan Eos, Helio y Selene, y a él regresan. A sus orillas se encuentran la casa de Hades y las corrientes del mundo inferior, los bosquecillos de Perséfone y el País de los Sueños, está el Elíseo y viven los cimerios y los etíopes. Ora levantando enormes remolinos espumosos, ora en un profundo y suave fluir, la corriente universal roza apresuradamente los límites de todos los fenómenos. A decir de Hesíodo, de él manan diez manantiales que, al igual que Océano, fluyen en círculo alrededor de sí mismos. Estigia, la sagrada, la hija mayor de Océano, corresponde al manantial del mismo nombre que brota de unas rocas apoyadas sobre columnas plateadas y abarca la décima parte de las aguas de Océano que circundan el mundo. Hesíodo cuenta de Estigia que, al ser invitada a combatir contra los titanes, fue la primera en acudir corriendo con sus hijos al Olimpo, razón por la cual se le rendía culto y se la honraba. Sus hijos fueron acogidos para siempre en la casa de Zeus. Los dioses la invocaban en sus juramentos y, para reforzarlos, mandaban a Iris a buscar con un cántaro dorado un poco de agua de Estigia. Al finalizar su recorrido, los diez manantiales desembocan en el agua salada. Océano es una corriente de agua dulce. Según otra descripción, de él emergen todas las corrientes marítimas, los cursos de agua, los ríos y los manantiales. Aparece aquí como suelo primordial y fuente primigenia de todo aquello que existe. Es llamado el origen de todos los dioses que surgen de este círculo sin fin, en perpetuo movimiento y retorno.
Que Océano no tome partido por los titanes es algo que los dioses valoran como una contribución a su victoria; se mantienen sus honores y sus bienes, y sólo cede al poderío de Zeus. Océano es representado con el cetro, el cuerno de la abundancia y la arqueta con agua de la que emerge abundante líquido; está rodeado de animales marinos y de juncos, y en su cabeza se yerguen los cuernos de la fuerza. Su ancestral dignidad se evidencia en su figura, como en Ponto, Nereo, Taumante y Forcis; los señores del mar encarnan la edad de plata de la senectud. Son figuras magníficas y poderosas, entre las que descuella Ponto como el mayor, anterior a Océano y nacido de Gea. Ponto es el señor de las vastedades marinas. Nereo, el hijo mayor de Ponto y de Gea, es señor de las aguas profundas y quietas. De él y de la oceánide Doris procede el tropel de las cincuenta graciosas nereidas. Hesíodo lo llama el Anciano, el sincero, insobornable e infalible, lleno de clemencia, amante de las leyes y de ánimo recto e invariable. De Taumante se dice que es imponente y de Forcis que es magnífico. En la edad de plata y en los movimientos de los soberanos del mar se evidencia la atemporalidad de las aguas que percibe el hombre que vive a orillas del mar. El retorno rítmico de las olas y las ondas, el ascenso y descenso del agua, que es un inspirar y exhalar constante, es atemporal. El poder de serenar que tiene el elemento está relacionado con ello. A la orilla del mar, el tiempo transcurre sin que nos demos cuenta. Quita peso al hombre y lo aligera. Se encuentra en él el lugar de juego de los tritones, que carecen de principio y de final. Prodigioso es ese retorno de la corriente; el hombre que se entrega a ella se olvida de sí mismo. Se advierte así que el pescador tiene un concepto del tiempo distinto del campesino; maneja el tiempo con más libertad, se adapta al agua y a su movimiento.
Tetis, la amorosa, esposa de Océano y madre de las oceánides y de las divinidades del agua, vive en íntima unión con su esposo. Es la educadora de Hera, a la que Rea puso bajo su custodia. Se la representa subida a un carro tirado por animales marinos y sentada al lado de su hermano y esposo Océano. Se caracteriza por su jovial e inagotable fertilidad, por la plenitud de su capacidad generadora, que también caracteriza a Doris. En los soberanos de lo líquido se da la máxima fertilidad. El número de oceánides, de ninfas acuáticas, cuyo reino incluye al de las nereidas, suma tres mil criaturas masculinas y tres mil criaturas femeninas. Números como éstos siempre son redondos, así los bueyes de Helio, el número de hijos de Endimión y Selene o el número de dáctilos del Ida. Son estimaciones y resúmenes. Hesíodo dice que ningún mortal es capaz de conocer los nombres de los hijos de Tetis, el hombre conoce sólo a los que viven en los alrededores de su propia patria. La fuerza de Tetis sólo se puede calcular de modo aproximado; lo abarca y lo encierra todo hasta sus últimos confines. Es la correspondencia femenina del Océano masculino, al que acompaña en su curso y cuyo movimiento comparte incesantemente.
En Océano, comparado con Poseidón, se evidencia una diferencia con respecto a la naturaleza creadora elemental. Los titanes son los maestros de las fuerzas y los fenómenos elementales, pero a ellos no les ha sido dado oponerse por sí mismos al modo de obrar de estas fuerzas. Siguen siempre el impulso de las mismas y lo hacen visible sin ser capaces de desprenderse de ellas. Son hijos de Gea, de la que no consiguen desvincularse. Su grandiosidad no se alza sobre el suelo del que proceden. A sus espaldas está la oscuridad y cuando salen a la luz es como si llegasen directamente de la noche. Se trata de un rasgo innegable, incluso en el luminoso Helio. Lo inmensamente sublime que está asociado a ellos como hijos primordiales posee la sublimidad de la naturaleza y se asemeja a una tormenta, a las fosforescencias marinas o a una noche de tempestad. Les caracteriza la necesidad, y también el desenfreno y el desbocamiento del elemento al que sólo otro elemento es capaz de contener dentro de sus límites. Cuando cada uno de ellos camina hasta lo más externo, sin preguntar hasta dónde llega este extremo y dónde es contenido, chocan con dureza unos con otros. En sus movimientos hay presión y choque, así mantienen en pie la construcción elemental que al mismo tiempo está representada en ellos.
Océano abarca el reino entero de Poseidón que, en su máxima extensión, topa con el ámbito titánico. Así como el reino de Urano parece más amplio y vacío que el de Crono, y éste a su vez más amplio y vacío que el de Zeus, el reino de Océano parece más amplio y vacío que el de Poseidón. Este último actúa de un modo diferente a Océano pues, a diferencia del titán, no está bajo su poder la corriente que todo lo abarca y circunda con su curso y su retorno. Es señor y dios del mar, que está enteramente separado de él y debe pensarse como algo distinto a él. En su supremacía sobre el mar hay más libertad y distancia que en la de Océano sobre la corriente universal. Dado que existe esta separación, existe más orden, pues de no haber tal separación Poseidón sería idéntico al mar, lo cual no se puede afirmar ni siquiera de Océano y de la corriente universal. Este orden siempre es un orden añadido. Poseidón es quien sustenta la tierra y sacude la tierra, es el guía de las ninfas y hace que broten los manantiales. Procura el caballo y lo domestica, lo que lo convierte en el dios de los juegos Ístmicos; los cabos y promontorios, los istmos y las penínsulas dejan entrever su poderío tierra adentro. A su cargo está la feminidad nereida cuya conductora, la nereida Anfitrite, es su esposa. Es amante y protector de las muchachas que acuden a las fuentes a buscar agua; en este camino se le cruza la bella Amimone, la danaida. El reino de Poseidón está mejor ordenado que el de Océano. Es más suntuoso y armonioso. La corriente universal que fluye poderosamente lo encierra con un cinturón, lo encierra como centro a partir del cual la entera naturaleza marítima adquiere su forma. Las oceánides son hermosas, aunque sólo cuando Poseidón se una con la feminidad nereida se desplegarán las gracias del mar. Éstas se reúnen en el gran coro de las nereidas. Montadas sobre delfines y tritones, a caballo de los monstruos de las profundidades, cuando emergen desnudas del agua, poseen los dones de la gracia, el juego y el ocio que proporciona el mar. Regentan todas las buenas obras que depara el elemento y también acuden presurosas, desde las profundidades, a la superficie, atentas al clamor angustioso de los navegantes y náufragos para socorrerlos en las tempestades. Todo lo que procede del mar muestra un parentesco, tiene algo en común que no oculta su origen. Los delfines, las nereidas, los tritones, todos emergen del medio húmedo y su complexión muestra el poder del elemento del que proceden. Las escamas, las aletas, las colas de pez únicamente se forman en el agua y, por el modo en que se mueven, están en correspondencia con la resistencia de las corrientes. Algo parecido muestran las conchas y las caracolas en sus formas planas, en sus circunvoluciones y curvaturas. Determinadas criaturas marinas poseen una estructura estrictamente simétrica a partir de la cual configuran formas estrelladas y radiales, imágenes en las que también el agua interactúa con su fuerza moldeadora, radial y estrellada. Otras, como las medusas, son transparentes, su cuerpo entero está bañado en luz y avivado por exquisitos tornasoles. A todo lo nacido y crecido en el agua le es propio un esmalte, un color y un brillo que sólo el agua puede conferir. Es iridiscente, fluorescente, opalino y fosforescente. La luz que penetra a través del agua se deposita sobre un fondo sólido que refleja las delicadas refracciones y los destellos de la luz. Este tipo de brillo se observa en el nácar y aún más en la perla misma. Al mar no le faltan joyas, es más, todas las alhajas están en relación con el agua, poseen también una naturaleza acuática que les confiere un poder lumínico. En él los colores son más bien fríos y aun así resplandecientes, y se reflejan los unos en los otros. Prevalecen el verde y el azul, oscuros y claros a través de todos los matices. Al agitarse, las aguas se tornan negras y arrojan una espuma color de plata. También allí donde asoma el rojo, o el amarillo en estado puro, el agua participa en su formación.
Al que contempla estas formas admirables y a primera vista, a menudo, tan extrañas, le recuerdan ante todo los juegos de las nereidas. Son los juegos que ellas juegan en las aguas cristalinas, en sus cuevas verdes. Al nadador, al bañista le vienen a la mente estos juegos y lo serenan. La fertilidad del mar oculta un tesoro de serenidad; por mucho que se extraiga de él, siempre permanecerá inagotable. Quien descienda a las profundidades, sentirá el cariño con el que el mar se apodera del cuerpo y lo penetra, sentirá los abrazos que reparte. De la caracola en forma de espiral hasta el cuerpo blanco y níveo de Leucótea, de la que se enamoró el tosco Polifemo cuando la miraba jugar con la espuma de la orilla, todo sigue en él la misma ley. También Afrodita Afrogeneia emergió del mar; su belleza y su encanto son un obsequio del mar.
Del ámbito de Poseidón, del reino de Poseidón depende todo esto. Todo lo que se halla bajo la tutela del tridente tiene algo en común y muestra un parentesco inconfundible. Fluye, se mueve, es luminoso, transparente, cede a la presión y ejerce presión. Se eleva y se hunde rítmicamente, y en su formación revela el ritmo que lo impregna.
Hiperión y Tía
En Hiperión y Tía hay una herencia uránica. En ellos Urano sigue obrando poderosamente, también en la relación que establecen los hermanos entre sí, también en sus hijos. En Helio, Eos y Selene se evidencia que son nietos de Urano. Los rasgos de Hiperión y su hijo Helio guardan un enorme parecido. A menudo se funden en una sola persona, como en Homero, que equipara a Helio con su padre. Helio también recibe el nombre de Hiperiónida.
Lo titánico en Hiperión y Tía también se evidencia en Helio, su hijo. En él lo solar y radiante está en constante movimiento. Por la mañana emerge de una serena ensenada de ese Océano en perpetua circulación para dar comienzo a su propio curso circular sobre la tierra en forma de disco. Por la noche, vuelve a sumergirse en las aguas circulares de Oceáno. Se eleva hacia el país de los etíopes orientales y se hunde en el Océano occidental. Por la noche completa su curso repetido y, dormitando en la copa de oro, regresa por las aguas de Océano hacia Oriente, sobre una barca dorada. Es el esquife que le prestó a Heracles cuando éste partió hacia los jardines de las hespérides. Helio luminoso guarda relación con Océano y la Noche. Una y otra vez emerge de las puertas de la Noche en Oriente y, una y otra vez, corre en dirección a la Noche en Occidente. Su morada se encuentra en el Occidente más remoto, allí está el establo de sus corceles dorados y alados que desuncen las nereidas y las horas y que, después, pacen en los prados de las Islas de los Bienaventurados. En Occidente sus jardines están al cuidado de las hespérides. Egle, Aretusa, Eritia y Hesperia vigilan junto con el dragón Ladón el árbol de las manzanas de oro que brotó del seno de Gea. Las manzanas de oro y los bueyes de oro pertenecen al titán. En Eritia y en la isla de Trinacia se deleita con sus rebaños de bueyes, cuyo número es tan grande como lo son los días del año lunar. Baña a sus corceles en el lago solar de Cólquide y allí descansa. Su esposa es la oceánide Perse, de la que nacerán Eetes, Pasífae y Circe. Augías también es hijo suyo. De la oceánide Clímene nacen Faetonte, las helíades y Merops. Los destinos de Faetonte y de las helíades son uránicos. Faetonte se precipita sobre la tierra con su carro solar, para cuyo manejo no bastan sus fuerzas. Sus hermanas Aegle, Faetusa y Lampetía, que uncen el carro a espaldas de Helio, se convierten en álamos que segregan lágrimas doradas, unas lágrimas de las que se genera el ámbar.
En Helio lo titánico se eleva a su mayor potencia lumínica. Montado en su carro, forjado por Hefesto, circunvala la tierra con un brillo rotante, con el retorno igual del movimiento que es propio de todos los titanes. En el friso oriental del Partenón encontramos a Helio que emerge del mar. En la metopa de los troyanos está de pie tras la cuadriga de corceles encabritados, en actitud de conductor, con los brazos extendidos, la capa al vuelo y una corona radiante alrededor de la cabeza. El brillo de Helio y su manera de moverse lo diferencian de Apolo. Apolo, que se yergue como una estatua, nos mira con una calma absoluta. Se eleva sobre el zócalo de su serenidad y deja un espacio libre a su alrededor, de forma que se percibe en el centro al dios, que actúa desde el centro, que decreta el orden desde el centro. En Helio todo es agitación. Sus corceles se encabritan, su carro cruje y el viento tormentoso que levanta al desplazarse lanza hacia atrás su capa y sus cabellos. Helio no puede escapar a este movimiento, está ligado a él y conforma lo titánico que hay en él. En el brillo y la luz de los titanes Hiperión y Helio se evidencia su proximidad con respecto a Apolo. El ojo de Helio, como el de Apolo, es penetrante, abarcador; a Helio no se le escapa nada, en su recorrido lo oye y lo ve todo, por eso se lo invoca como conjurador cuando se presta juramento. La cabeza redonda, su rostro siempre se dirige hacia nosotros sin desviarse él de su trayectoria. Así lo muestran las monedas de Rodas. Rodas es la isla que Helio vio emerger del mar y que eligió como su sede. Rodas es una isla de Helio. Quien ponga su pie en ella, quien le ofrecezca dádivas, así lo sentirá cuando camine por sus montañas, quebradas y valles, por sus orillas, cuando desde la cima del Atabirio disfrute de una vista panorámica de la isla bañada en una luz diáfana, del mar y de las cadenas montañosas de la costa de Asia Menor. Rodas es la sede principal de su culto, el lugar en que los escultores lo glorificaron con imágenes de tamaño colosal. Aquí surgió la imagen de setenta codos de altura de Lisipo, quien lo representó montado sobre la cuadriga, y también la estatua del Chares, el discípulo de Lisipo que era oriundo de Lindo, cerca de Rodas, quien creó el Coloso, la estatua de Helio situada a la entrada del puerto de esta ciudad.
En Eos, que es la aurora y el crepúsculo, se hace patente la herencia uránica de sus padres Hiperión y Tía. Eos aparece inseparablemente unida a su hermano Helio. Incluso antes que él, se eleva del Océano circular, cubriéndose con el manto color azafrán, para uncir sus corceles Faetonte y Lampo. Anuncia la llegada de Helio, se le adelanta. Tampoco lo abandona durante el día, pero con la luz más incisiva se vuelve invisible y se pierde en el brillo de Helio. Su movimiento es más suave, más silencioso, es como la brisa fresca en la frescura del rocío del amanecer. Está también representada con alas, con una antorcha en la mano y volviéndose hacia Helio, que la sigue en su carro. Eos es el frescor de la mañana y el despuntar de la vida, es la suprema gracia juvenil, el encanto que se despierta y que despierta. Es la favorita de los poetas, que la llaman «la de rosáceos dedos», la de brazos rosáceos y bucles hermosos, la que resplandece y brilla. Ya antes de que llegue guiando su carro o volando, el oscuro Océano empieza a teñirse levemente de rojo y un resplandor recorre la tierra. Con timbre claro se escucha cantar a su ave sagrada, el gallo. Juvenil como es ella, ama a los jóvenes hermosos, al cazador Orión, a Céfalo y a Titono, con el que engendra al rey de los etíopes, Memnón, y a Ematión. Como esposa del titán Astreo es madre de los astros, es madre de Céfiro, Noto y Bóreas. En esta hija y esposa de titanes, lo titánico es suave pero aun así resulta inconfundible en los movimientos que realiza. En el reino de Zeus tiene una sólida posición como diosa.
Su hermana Selene revela algo distinto. Eos y Selene no viven juntas, ni lo eósico y lo selénico están unidos en lo femenino, sino que se diferencian como los estados de vigilia y sueño. Selene también emerge de Océano, que todo lo circunda. También ella conduce su carro con dos o cuatro corceles. También se la representa a caballo, no sólo cabalgando sobre corceles sino también sobre mulas y vacas. Las vacas de la luna de Selene están relacionadas con ella y con su naturaleza, que posee algo de la profunda y apacentadora afabilidad de una vaca. El encanto de Selene es la luz plateada; sus movimientos poseen la calma y suavidad más hondas, son callados, silenciosos y suaves como las alas de un búho. Mana de la vida manante de la noche, derramando en su entorno el resplandor más suave y delicado. Se la representa con el cuello envuelto en un velo, una antorcha en la mano, elevándose de la luna creciente o con una media luna sobre la frente. También la vemos con la media luna sobre la coronilla o con un velo en forma de media luna, a modo de bóveda, sobre la cabeza. En el altar del Louvre está flanqueada por Fósforo y Héspero, a los que se ha agregado una antorcha vertical y otra inclinada. Tiene la cabeza ligeramente ladeada y bajo su busto, que surge de la luna creciente, se encuentra la máscara de Océano, de cuyo curso emerge ella. El himno homérico la llama la de bellos bucles y níveos brazos, y le asigna largas alas y una diadema de oro.
Así como Helio y Apolo tienen puntos en común, así también Selene y Ártemis. Son dos parejas de hermanos que se corresponden. Pero la similitud entre ambas diosas, a las que a menudo se confundió en épocas posteriores, sólo lo es para una mirada fugaz. La esbelta Ártemis de falda corta, la cazadora virgen, hija de Leto y hermana de Apolo, es veloz, vigilante y de mente ágil. Las representaciones muestran que su cuerpo es grácil y tiene complexión de corredora, un rostro más bien ovalado y un atuendo que no le impide correr o cazar. Selene no es tan delgada, su cuerpo es más redondeado y su rostro más lleno; se asoma a través de los velos. Reposa profundamente, insertada en la naturaleza elemental, unida a ella por su curso. Helio y Eos están vinculados al curso del sol; Selene, al de la luna, y es también inseparable del curso de los astros. Apolo y Ártemis, en cambio, no son dioses que se corresponden con astros ni permanecen vinculados a ellos. El curso y recorrido de Ártemis es más libre que el de Selene; procede de Hiperión y Tía, de Océano y Urano. La virginidad de la de mente ágil se contrapone a la de Selene, que dormita en el sueño de la vida y el amor. Con Zeus, que estaba subyugado por su hermosura y gracia plateadas, engendró a la hermosa Pandia, a Ersa y a Nemea. Su naturaleza se hace patente en el afecto que la unió a Endimión, el joven que muestra lo selénico en su vertiente masculina. Es el genio puro del adormecimiento. En la gruta de Latmos, en la que yace en sueño eterno, Selene se inclina sobre él para besarle. Está representada mirándolo desde lo alto, bajando afectuosamente la mirada hacia él y yendo a su encuentro con un suave balanceo. Selene desciende hacia Endimión y descansa en sus brazos. Endimión yace, durmiendo, y la abraza. Están sumidos en la noche incipiente y plateada, en el fértil sueño de la vida, en la agitación soñadora del placer. Ningún despertar, ningún alborear del día sobresalta este largo abrazo. Tiene algo vegetal y floral.
Ceo y Febe
Febe es, tal y como lo expresa su nombre, portadora de un gran brillo. Por medio del titán Ceo se convierte en madre de Asteria y Leto; sus sobrinos son Apolo y Ártemis. La luz que irradia esta titánide también irrumpe con fuerza de su descendencia. Es la predecesora del oráculo de Delfos, que primero correspondía a Gea y después a la titánide Temis. El oráculo de Delfos estuvo desde un principio custodiado por mujeres. De él se dice que «hasta donde llega la memoria, el oráculo estuvo reservado a mujeres». En un primer momento se anunciaban allí las sentencias de Gea y de sus sucesoras, después las de Apolo por medio de su sacerdotisa. El oráculo titánico es un oráculo de las madres; el apolíneo, de las vírgenes que son boca, receptáculo y crátera de Apolo. Apolo se encarga de administrar el oráculo por encargo de Zeus. La sentencia de Dodona reza así:
Gea nos trae los frutos, por ello
venerad a la tierra como madre.
Zeus fue, Zeus es, Zeus será.
¡Oh tú, todopoderoso Zeus!
Se han formulado conjeturas sobre los inicios del oráculo de Apolo. En un primer momento parece que fueron pastores, caros a Apolo, quienes dieron con el lugar, se entusiasmaron con el vapor que ascendía de él y, bajo la inspiración de Apolo, pronunciaron las respuestas del oráculo. Boio, una délfica, dice que fueron los hiperbóreos quienes prepararon el oráculo para el dios. Se atribuye a Femónoe, la primera sacerdotisa de Apolo en Delfos, la invención del hexámetro, y se dice que fue la primera en componer las sentencias de Apolo en estos versos. Al parecer, la muerte del dragón pítico es el acontecimiento que pone punto final al antiguo oráculo ctónico. En Febe se advierte claramente que el oráculo pasa a pertenecer a Apolo.
Asteria, hija de Febe y de Ceo, es la madre de Hécate, a la que engendra con el titán Perses. El himno a Hécate inserto en la Teogonía muestra la veneración que se le tributaba y el poder de que disponía. En Hécate hay algo que todo lo une, de manera que con sus poderes y dones impera y entreteje a través de vastos espacios; en todos los lugares sale al encuentro del hombre y el hombre tiene acceso a ella desde múltiples ámbitos y en todos los caminos de la vida. De ahí que se la llame «la que actúa desde la distancia». La Teogonía dice de Hécate que ya en la época de los titanes ejercía un triple dominio: sobre la tierra, sobre el cielo y sobre el mar. No sólo es de origen titánico sino que ella misma es una titánida. Su ascendencia se remonta a tiempos inmemoriales y permanece incólume a través de todas las convulsiones. De ella se dice que tiene una parte en todo y que todo lo disfruta. Zeus la venera por encima de cualquier otra, jamás la ofende y no la priva de los honores de los que ya disfrutaba en gran medida bajo Crono. Antes bien, la respeta mucho y multiplica sus dignidades.
¿Qué significa que Hécate participa de todos los seres y todos los poderes titánicos y qué calidad tiene esta participación? Con ella nos encontramos ante una dominadora de un poder peculiar. No se limita a una determinada función; su acción atraviesa y cruza cualquier otra acción y une aquello que es opuesto o que parece serlo. Su poder interviene espacialmente en todo, en la tierra firme, en el espacio celeste y marino. No obstante, no es reina sobre la tierra, ni es soberana del cielo y del mar. Como Gea, abarca los espacios luminosos del día y la oscuridad subterránea. Pero no impera sobre el día ni sobre la noche. No es fácil pensar como una forma a la plural Hécate, que actúa en las correspondencias y en los antagonismos, pues se diluye de un modo fantasmagórico y se sustrae a toda mirada. Este diluirse es propio de ella. Como su poder, también ella tiene algo de trimorfo, su lugar predilecto es el cruce de tres caminos. Pausanias observa que Alcamenes representó en un primer momento a Hécate como tres figuras que entrechocan, y también que fueron Mirón, Escopas, Policleto y Náucides quienes la representaron como figura única. En el friso del altar de Pérgamo aparece con cuerpo único pero con tres cabezas y tres pares de manos. La Hécate capitolina está representada como una unión de tres figuras que se dan la espalda y que portan en las manos antorchas cortas, cuerdas y llaves. En otras representaciones encontramos dagas y serpientes, o antorchas largas que reposan en el suelo. Pero aquí no se está hablando de la Hécate de los misterios sino de la titánide.
Lo titánico en Hécate se manifiesta de un modo diferente al de los grandes titanes, como misterio de la naturaleza en el oscuro retorno de las conexiones y uniones. Hécate ama los caminos, sobre todo cuando se entrecruzan y entrelazan. A esto se debe que se haga escuchar en las reuniones, las contiendas, los juicios, las competiciones donde se cruzan muchas voluntades y opiniones; que asegure la victoria, el botín y la gloria; que otorgue protección a los navegantes, puesto que conoce incluso los desconocidos caminos del mar y guía con seguridad. También se halla bajo su influencia el sexo cuando se encuentra por caminos oscuros, y el feliz acoplamiento y apareamiento de los animales. Multiplica y mengua los rebaños. Es además refugio de los jóvenes y protectora de la juventud, a la que lleva por buen camino. Bajo su dominio están los juramentos; el juramento de aquel que la invoca es vinculante en cualquier lugar, puesto que Hécate está en todas partes. En sus manos está el saber hacer, es capaz de todo y de incentivar a todos.
Debido a que su poder actúa de múltiples maneras en las bifurcaciones, conexiones y cruces, al final de cada mes y en las encrucijadas de los caminos se colocaba en su honor y en el de los dioses que alejan las desgracias una comida con la que se confortaban los pobres. Como tiene parte en todo, está en contacto con todos los titanes y dioses, preferentemente con Rea, con Ártemis, protectora de los jóvenes, y con Selene y Perséfone. Bajo su dominio se encuentra toda la naturaleza elemental, pero siempre en las uniones, conexiones y perspectivas que existen entre los diferentes ámbitos y círculos. Es un ser mixto, con un poder y una daimonía sin par; una vigilante que lo percibe todo. En el Himno homérico encuentra y acompaña a Deméter; sigue los pasos de Perséfone, que conducen de la oscuridad hacia la luz y de la luz hacia la oscuridad. Es también soberana del mundo inferior y al mismo tiempo diosa de las expiaciones y purificaciones, pues a través de ella se abre el buen camino. Como diosa nocturna que conduce a lo más subterráneo está, al igual que Selene, bañada de un brillo plateado. Saca a las almas del Hades inaccesible, pues entra y sale de él volando libremente y, desde las profundidades, envía hacia la superficie a las lamias y las empusas. Vagabundea fantasmagóricamente en las encrucijadas con las almas de los difuntos. Se comprende bien que guarde relación con el mensajero Hermes, conocedor de los caminos, y así como los hermaion se encuentran en todas partes, así las columnas y postes de Hécate, las hekateia, se encuentran en los cruces de los caminos pero también delante de las casas y dentro de ellas. Hécate es la madre ancestral de los magos y las magas, la instructora de Medea y Circe. Por esta característica suya la invocan aquellos que se ocupan de la magia y los conjuros, y los que en las noches de luna recolectan las hierbas en las que han penetrado los poderes de Hécate. A Hécate le seducen la noche, las tumbas, la sangre de los asesinados; en su honor se sacrifican ovejas de color negro, perros jóvenes y miel. El perro es un animal inseparable de Hécate. No sólo se presenta acompañada por perros estigios cuando asciende del submundo, sino que los perros que vagan por los caminos nocturnos anuncian su cercanía con aullidos y alaridos. La relación del perro con Hécate da una idea de la naturaleza de este animal.
Asteria, madre de Hécate, por la que la isla de Delos en un primer momento se llamó Asteria, fue convertida en una codorniz porque desdeñó el amor de Zeus y Poseidón. Por este acontecimiento se dio a la isla un segundo nombre, Ortigia. Del mismo modo que la madre fue transformada, la hija posee el poder de transformar; en ella lo mágico es, como en todo, la capacidad de provocar múltiples transformaciones por medio de fórmulas, máximas, brebajes, venenos y también a través del contacto. Medea y Circe están impregnadas del poder de Hécate y también Hermes gobierna sobre estas fuerzas.
No es fácil rastrear todas las relaciones en las que actúa Hécate y apenas hay nadie que sea capaz de cumplir este cometido, pues no sólo se muestra en el mundo exterior, visible, sino que penetra hasta el fondo de lo invisible, hasta los proyectos, las reflexiones, los pensamientos y las intenciones. En ella lo titánico destaca de un modo asombroso y a menudo sorprendente; retorna en los reinos intermedios, acompaña y sigue, guía e indica el camino, acarrea bendiciones y desgracias.
Crío
Apenas sabemos nada de Crío o Creios, como tampoco de Ceo. Junto con todo lo que está bajo su dominio, permanece en la oscuridad, pues de lo que de él relatan Hesíodo y sus sucesores no se puede deducir nada concreto. La Teogonía, que para nosotros tiene un valor incalculable, a menudo se reduce a la brevedad de un catálogo genealógico de nombres. Su estructura genealógica es también arquitectónica; produce siempre asombro el aplomo con que la aborda su autor. El laconismo que practica guarda, para nosotros, algo doloroso.
Crío es el esposo de Euribia, con la que engendra a Astreo, a Palas y a Perses, hijos de cuyo modo de ser y de comportarse puede inferirse la naturaleza uránica de los padres. Astreo ya ha sido mencionado como esposo de Eos, con la que engendra los astros luminosos, entre ellos Eósforo, y los vientos llamados por esta razón hermanos astreos, que llevan este nombre por él. El titán Palas es esposo de Estigia y de su enlace proceden Zelo y Nice, Cratos y Bía. Estas dos parejas de hermanos aparecieron por primera vez en el Olimpo junto con su madre cuando Zeus exhortó a la lucha contra los titanes. Para Zeus, el hecho de que acudiesen constituía una garantía para la victoria. Nice alza los trofeos y en un escudo graba las proezas del vencedor. Tiene alas ligeras y lleva una palma y una corona, galardona al ganador, conduce sus corceles y le precede volando. Se la representa junto con Zeus, con Atenea, con los dioses y los héroes. Atenea, que tiene un santuario en la fortaleza de Megara, lleva el sobrenombre de Nice. Al igual que Atenea, también Nice es una virgen. La Nice del hombre se convierte en genio que lo acompaña. Cratos y Bía son sirvientes de Zeus en el Prometeo de Esquilo, donde encadenan al titán a una roca. Como fuerza y poder masculinos y femeninos pertenecen al dios más poderoso. Perses, que en la descripción de Hesíodo destaca en ardides, es esposo de la Asteria luminosa como una estrella. Píndaro la llama «estrella de la tierra oscura que brilla a lo lejos». Perses engendra con Asteria a Hécate.
Temis
Temis, que preside el oráculo délfico y como tal es la sucesora del antiguo oráculo ctónico de Gea, nos ocupa aquí precisamente por esta función suya. En Gea Temis lo titánico se evidencia porque, como heredera de Gea y por encargo de ella, administra el oráculo ctónico y pronuncia los presagios. La carga profética de la palabra, su poder sagrado y présago, se muestra por vez primera en Gea cuando ésta anuncia la caída inminente de Urano. Este presagio contribuye a endurecer a Urano, a negarle todo futuro hasta destruir incluso su paternidad. Los poderes de Gea se evidencian en las titánides Temis y Febe, en las que lo titánico femenino está dotado de un singular poder de predicción. En la madre tierra Gea este poder está relacionado con la maternidad, a lo que apunta en particular la sentencia dirigida a Urano. El oráculo délfico sigue siendo hasta el final del dominio titánico un oráculo de las madres y un oráculo de la preocupación materna titánica. Gea, preocupada y sufriente por el destino de sus hijos, lanza una advertencia a Urano. El oráculo de Gea anuncia dolor; el dolor de las madres titánicas resuena en los bosquecillos y en las cuevas délficas. Gea sufre, sufre la titánide a la que el futuro se le ilumina como por un rayo. Sufre la sacerdotisa que, arrebatada por Apolo, empieza a delirar con delirio mántico. Es un receptáculo del dios, que prepotente la penetra hasta hacerla estallar. Esta inundación de rostros, esta luz amenazante que cae y penetra afilada, no concibe sin sufrimiento, no se da sin un dolor punzante y un agotamiento profundo.
Parece como si en Temis no existiese lo titánico y esto es así porque su posterior destino proyecta una luz hacia el pasado, hacia sus inicios. Hay una diferencia entre Gea Temis y la Temis esposa de Zeus. El sufrimiento de Gea es grande porque es una titánide carente de medida y de centro. El sufrimiento ilimitado siempre es titánico. Temis no sólo sufre como vidente, por su videncia; al igual que Rea, se encuentra con otro sufrimiento. En el reino de Zeus es la regidora de todo derecho divino, es la diosa de las costumbres y del orden. A ello apunta todo desde un principio, pero bajo Crono no alcanza a desplegarse, no alcanza su madurez. El sufrimiento sin límites por la vulneración del derecho es titánico, ya porque se acepta y se tolera en silencio, ya porque aquel que fue ofendido en su derecho se convierte de nuevo en ofensor. Temis, en el reino de Crono, es una figura sublime que parece estar rodeada de oscuras nubes de aflicción y envuelta en ropajes oscuros.
La gran controversia entre los titanes y los dioses lo transforma todo y cambia también a los titanes que están de parte de los dioses. Se mantienen y se elevan sus honores y dignidades, pero se modifica su naturaleza; se suavizan y aflora en ellos cierta madurez. Temis se transforma cuando se convierte en esposa de Zeus; en la diosa se cumple lo que en la titánide era una esperanza. Su dignidad como esposa del dios supremo es grande; aun después de separarse de él sigue siendo su consejera y su persona de confianza. Como él, maneja la balanza, signo del poder supremo. Y sostiene un cuerno de la abundancia. El ámbito de su dominio es universal, impregna con una fuerza no excluyente todas las relaciones divinas y humanas. Temis llena por completo el ámbito del imperante Zeus. Ella congrega a los dioses, inaugura y clausura sus asambleas. Y asume la misma función en las asambleas de hombres que dan entrada a la diosa, aquellas que son de su agrado y que no terminan en fuerza bruta y quebrantamientos de la ley. No sólo está bajo su dominio la ley de la hospitalidad, sino que ella es la salvaguardia de toda ley, en particular de la ley divina en su relación con la vida de los hombres, en cuanto interviene en lo terrenal. Es la diosa de los que imploran protección. La definición de lo que lleva a cabo es demasiado estrecha si la limitamos a la función de diosa de la justicia. Temis, que según Esquilo aconseja lo justo, no es únicamente una salvaguardia de la ley, los reglamentos, la moral y el orden. Su cuerno de la abundancia apunta a ello. No custodia una ley rígida, ni costumbres rígidas. También le atañen las bellas proporciones del ser, la medida divina que se manifiesta en lo existente. Es fácil de reconocer lo que se aleja de Temis, puesto que cuanto más alejado está de ella, más visiblemente lleva el sello de lo tosco, lo inacabado y lo deforme.
Temis es madre de las horas y de las moiras. Eunomia, Dice, Irene son sus hijas y ya sus nombres indican qué facetas de Temis se evidencian en ellas. Tal y como relata Hesíodo, llevan a su madurez las obras de los mortales; Píndaro las llama «las horas éticas». Se diferencian de las demás horas, que imperan sobre las estaciones del año, y a la vez se pueden juntar con ellas. Zeus, como ordenador del curso del tiempo, tiene bajo su dominio los años, que, dado que él los ordena, se llaman años de Zeus. En las horas, encargadas de llevar a cabo este orden, la herencia uránica ha desplegado su mayor serenidad y encanto. Se siguen unas a otras en un corro, miran hacia el frente y se giran, como en la pintura de Villa Albani, en la que presentan a Peleo los regalos de boda. Se siguen unas a otras formando un corro uránico, prestan a Zeus y Hera múltiples servicios, y aportan al hombre los dones de que dispone cada una de ellas. Su movimiento rítmico se corresponde con el ritmo de las estaciones del año, que el hombre recrea. La felicidad que brindan es una corona de hermoso trenzado en la que se enlazan flores y frutas. Avanzan en suaves subidas y bajadas, amigas de las Cárites, con las que conviven en afectuosa unión. Es la belleza de la juventud la que se hace visible en ellas y son ellas quienes se ocupan de la educación de la juventud floreciente. A quien crece bajo la protección de las horas tal vez le sobrevengan muchas adversidades, pero no perderá la serenidad. Su relación con el tiempo se hace patente en el corro que bailan repetidamente y sin pausa; lo empiezan una y otra vez, y una y otra vez lo completan magistralmente. Llevan a feliz término todo lo que el hombre se propone y hace. Así como engalanan a la Afrodita Cipria, así derraman y esparcen belleza en la vida del hombre. La Horaia, la fiesta celebrada en su honor, es una de las más amenas. En Ática sólo se conocían dos horas, la de la primavera, llamada Talo, y la del otoño, llamada Carpo. Se habla de un máximo de cuatro, si bien a menudo no se enumera la hora del invierno.
También las moiras, que proceden de la unión de Zeus con Temis, son diosas uránicas. En Atenas se adoraba a Afrodita Urania como la diosa más antigua. En Tebas tienen un santuario junto con Temis y con Zeus Agoraio, el Zeus de las asambleas del consejo. En la medida en que se entiende que las moiras son hijas de la Noche o se las presenta como hijas de Océano y Gea, o como hijas de Ananque, se insertan totalmente en el devenir titánico. En cuanto hijas de Zeus y de Temis, son las diosas oscuras a las que les ha sido dado el poder sobre los hombres. Son tejedoras, hilanderas. Cloto es la hilandera; Láquesis, la diosa redentora; Átropo, la ineludible, es la encargada de cortar el hilo. Láquesis aparece representada también con un rollo, con las tablillas de la suerte o escribiendo; Átropo, con el reloj solar o la balanza. Desde el principio, el cetro es el signo de su poder. Las horas y las moiras, que son hermanas, están estrechamente relacionadas. El carácter implacable que muestran las moiras es también propio de las horas, sólo que se oculta bajo el follaje y los frutos. Las horas y las moiras acompañan al hombre. Aquéllas se entrelazan en la vida, lo que les confiere su florescencia y sus frutos; éstas manejan el hilo y la trama, el principio y el final. El tiempo de la vida depende de las horas, y de las moiras, el tapiz temporal de la vida.
Mnemósine
En Mnemósine hay algo misterioso, algo oculto, callado y profundo que emerge con claridad de la oscuridad y del sueño. Es una de las fuentes de la vida, que mana silenciosa y suavemente. En esta hija de Urano y de Gea el devenir titánico es el más silencioso y no está dirigido hacia fuera sino hacia dentro.
A primera vista puede, tal vez, parecer extraño encontrar a Mnemósine en el círculo de las titánides. Pero así como en Océano se hace visible un perpetuo ciclo que existe en sí mismo, un retorno de lo igual que en incesante fluir llena el círculo, así también en Mnemósine existe un retorno, pues como señora de la memoria y del recuerdo administra aquella fuerza, aquella capacidad que en la mente vuelve a hacer surgir las copias de lo existente y provoca que retorne el pasado en la imagen. Sea cual sea el tipo de imágenes y repeticiones, todas proceden del devenir titánico. Mnemósine es una auténtica hermana de Crono. Es voluntad de Crono conferir una duración ilimitada al devenir titánico o provocar que gire en círculo tal y como lo hace Océano. No desea el futuro, que según la sentencia de Gea no le pertenece a él sino a su hijo. Y también Mnemósine, en cuanto vive en el reino de Crono, no sabe nada de este futuro. Se inclina sobre sí misma y repite en el pensamiento algo que siempre ha pasado y siempre retorna. La memoria es de tal naturaleza que sólo es posible a través de la experiencia, en cuanto que la experiencia es repetición y presupone la posibilidad de repetir el acontecimiento.
Beocia era el territorio en el que se veneraba en particular a Mnemósine, y en Eleuteras y Tespia se encontraba la sede principal de su culto. De ella se cuenta que en una ocasión en Eleuteras liberó a Dioniso de su éxtasis, es decir, le devolvió la memoria. Pausanias relata de ella otras muchas cosas. Quien desee descender al santuario y oráculo subterráneo de Trofonio, que se encuentra en Beocia, es llevado de entrada a las fuentes de agua. Deberá beber del agua de Lete para olvidar todo aquello que había pensado hasta ese momento, y del agua de Mnemósine, que le hará recordar lo que ha visto y experimentado al descender al santuario. Cuando retorne estará tan impregnado de terror que en un primer momento no sabrá nada de sí mismo ni reconocerá su entorno. Pasará un tiempo antes de que Mnemósine acuda en su ayuda, hasta que vuelva en sí y sea capaz de reírse de nuevo.
La caída de los titanes transforma a Mnemósine. Se convierte en amante de Zeus, junto al que permanece durante nueve noches en Pieria y por el cual se convierte en madre de las nueve musas. De ahí toman su nombre las noches piéridas, noches en las que, al igual que en las musas, se engendra también toda obra inspirada por ellas. Son también piéridas las noches en las que la memoria titánica se transforma en memoria inspirada por las musas. Mnemósine, como madre de las musas, también llamadas mnemónidas, es madre del recuerdo que inspiran. Este tipo de recuerdo inspirado al que contribuye la memoria, que es el más elevado, surge del abrazo de Zeus y Mnemósine y sale a la luz en las musas.
Se dice que al principio sólo había una musa, que después fueron tres y al final nueve. Esto demuestra que se hicieron visibles una después de otra, tal como lo concibe y especifica en las artes la memoria inspirada por las musas. Allí donde se presentan, las musas están unidas y forman un coro bellamente ordenado. Las tres musas cuyo culto introdujeron por primera vez en el Helicón los alóadas Oto y Efialtes se llaman Melete, Mneme y Aoide; sus nombres designan aquello en lo que reside toda obra de las musas, a saber, la reflexión, la memoria y el orden melodioso. En las musas se observa el placer que sienten con el agua, de modo que posteriormente se las llama pimpleidas, según la fuente Pimpleia. También reciben otras denominaciones, tomadas de fuentes, cuevas y montañas. El Helicón es su morada predilecta; se bañan en los ríos Olmio y Permeso, en las fuentes Aganipe e Hipocrene. Se las encuentra en el Pindo, el Citerón, el Parnaso, donde beben de la fuente de Castalia. Humedecen la lengua de Zeus con el rocío para que sus palabras fluyan con suavidad de su boca. Esta relación con el agua, con las ondas, también la tiene Mnemósine, con la que se relaciona el conocimiento del ritmo y de la periodicidad. Su memoria contiene todo lo rítmico, tal y como se hace patente en la corriente circular de Océano. Mnemósine no es madre de la memoria mecánica y lógica sino de la ingeniosa, que se apoya en la percepción de estructuras rítmicas. El ritmo es retorno y lo que retorna rítmicamente está bajo la tutela de Mnemósine. Por tanto, también depende de ella el lenguaje rítmico.
El himno de Hölderlin que lleva como título Mnemósine trata de la memoria inspirada por las musas.
De genio audaz,
hábito constante de la inmóvil Salamina,
en el extranjero murió el gran Áyax.
Patroclo, en cambio, con la armadura de rey. Y también muchos otros
murieron. Pero en el Citerón estaba
Eleuteras, la ciudad de Mnemósine, a quien,
habiéndose quitado el manto, después el dios nocturno soltó
los bucles. Los celestiales, a saber, se enojan
cuando uno no se ha contenido,
cuidando el alma pues debe hacerlo; a éste
al punto le falta el pesar.
Éste es el significado: al soltar el nocturno Zeus los bucles de Mnemósine, también suelta el sufrimiento, que surge y retorna por un hondo sentimiento de apego al pasado. Suaviza lo titánico en Mnemósine, la gravedad del recuerdo. Y a esto se refiere el final. A los dioses no les gusta que el hombre con todo su ser se extinga en la Mnemósine titánica, en el conjuro retornante de lo pasado y en el pesar por la pérdida. Un pesar como éste acaba mal. También en el pesar se acerca el hombre a lo titánico.
Jápeto
Jápeto es el conductor de los implacables titanes en la lucha contra los dioses que se extiende desde la campiña del Otris tesálico hasta el Olimpo. Es el padre de Prometeo y su nombre es el primero que se encuentra en el cuadro genealógico helénico. Desde un principio, la naturaleza titánica penetra en el hombre y se mezcla con él. El hombre no es un titán, pero bajo múltiples aspectos se asemeja a ellos mucho más que a los dioses, en cuanto que deviene y que está condenado al retorno del devenir, por la actividad incansable de sus deseos y sus afanes, por los planes sin fin que trama y también por su encadenamiento al duro trabajo, a las penurias y a la pobreza. Aunque de un modo más atenuado y débil, le ocupa aquello que alienta a los propios titanes. Los titanes son bien conscientes de esta similitud en el afán; no miran con desagrado al hombre ni carecen de simpatía por él. En Prometeo la simpatía titánica hacia el hombre es apasionada y fuerte. Los titanes se acercan al hombre en la medida en que los dioses se alejan de él y se distancian. En un mundo sin dioses, lo titánico volverá a instalarse con toda su fuerza ancestral. Éste es el núcleo de la amenaza que Prometeo tiene deparada a Zeus. En cambio, el hombre que se incline de nuevo hacia lo titánico correrá peligro pues es evidente que a los dioses no les gusta lo titánico en el hombre. En estos hombres, Ananque se manifiesta con más claridad y Némesis y Dice, las moiras y las ceres, les siguen atentas. Cuando el hombre tiende hacia lo titánico, se aparta de Zeus y de Apolo, y también de Dioniso y Pan, por los que los titanes no sienten simpatía. El hombre entra en el marco de otra legalidad. Se ve implicado en la lucha contra los titanes y por todas partes y desde todos lados le amenaza la ruina. Cuando cae, se repite aquella caída que devastó el poder de los titanes.
En Jápeto la naturaleza titánica se muestra en su expresión más áspera e intransigente. La estirpe de los japétidas, a la que pertenece Prometeo, es irreconciliable con el nuevo poder. Jápeto, junto con Crono, el hermano al que asemeja, está preso dentro del Tártaro tenebroso. Jápeto mantiene una relación estrecha con Crono y también con su hermano Océano. Sus esposas Asia, Libia y Clímene son hijas de Océano y de Tetis. En la naturaleza de Jápeto se manifiesta una implacable dureza uránica que también tiene Atlas, al que engendra con la oceánide Clímene. En Atlas se disocian la herencia de Urano y la de Gea. Para Hesíodo posee una mente poderosa. Homero dice de él que urde la desgracia, que conoce las profundidades del mar en toda su extensión y que es el dueño de aquellas largas columnas o pilares que sostienen el cielo y la tierra. Está estrechamente unido a Océano. Participa en la lucha de lado de los titanes y se ve enredado en su caída. Zeus le impone sostener la bóveda celeste sobre la cabeza y las manos. Y así está, en pie, doblegado por la enorme carga, estribado en el Occidente de la tierra cerca de las hespérides, que son sus hijas. Posteriormente, se encuentra en las montañas del Atlas africano, donde tiene sus rebaños y sus jardines. En su ser hay algo pétreo y sale el encuentro de la petrificación cuando Perseo le presenta la cabeza de la Medusa y lo convierte en una montaña. En la metopa del templo de Zeus en Olimpia se puede ver a Heracles aliviando a Atlas de su carga. En el encuentro entre Heracles y Atlas se produce una unión de fuerzas semidivinas y heroicas con las fuerzas titánicas. Se acercan unas a otras para, de inmediato, separarse de nuevo. El cometido de los titanes, ser portadores y sostenedores de cargas, aguantar el peso y persistir bajo la presión, no es la tarea del semidiós ni el héroe.
La herencia uránica de Atlas se perpetúa en sus numerosas hijas. Con la oceánide Pléyone engendra a las siete hermosas pléyades que, inconsolables por la suerte de su padre y de sus hermanas híades, ultiman sus preparativos y son trasladadas al cielo como constelaciones, donde su aparición marca el inicio de la temporada favorable para los navegantes. Donde aparece lo estrellado, que tiene una órbita y un camino que siempre se traza de nuevo, no está lejos lo titánico. Atlas también es el padre de Hiante, al que mata una serpiente cuando estaba cazando, y de sus hermanas, a las cuales, dolientes por él, Zeus envía al cielo, donde se las puede ver junto a la cabeza del Toro. Las híades poseen una naturaleza nínfea que es fértil, húmeda y favorable al crecimiento; así se manifiesta en su relación con Dioniso Hies, del que son salvadoras y nodrizas. Con su aparición empieza la época de las lluvias y las tormentas. En todos estos hijos, también en las cuatro hespérides, se manifiesta una naturaleza uránica.
Entre los hijos de Jápeto se menciona a Búfago, que persigue a Ártemis y al que ella mata con una flecha. Entre los japétidas se encuentran Menecio, Prometeo y Epimeteo. El destino de Jápeto conforma el gigantesco acorde final del devenir cosmogónico y, puesto que se diferencia de la Titanomaquia, requiere una exposición para él solo.
La caída de Crono y la circunstancia de que casi todos los grandes titanes tomen partido a favor de los dioses no desalienta a Jápeto, que una vez más emplea todas sus fuerzas para salvar el poder. En él se hace patente la brusquedad, la insensibilidad que reside en todo afán y esfuerzo titánico. En este mundo de fuerzas gigantescas, tal como lo representa Jápeto, se muestra a la vez algo gris y falto de alegría. La idea de la autoconservación, de la afirmación del poder, destaca con toda su rigidez. En el reino de Crono se ha formado un equilibrio que no es capaz de cambiar ni desplegarse. Por doquier se hace patente el ciclo de fuerzas que se contraponen con dureza pero que dependen aun así las unas de las otras. La desconfianza de Crono hacia sus hijos mantiene este orden atascado y encerrado en sí mismo. Es un orden que repite incesantemente lo mismo y se agota en estos esfuerzos infructuosos. Crono tiene algo senil, muestra las huellas de la más avanzada edad. No se desprende nada maduro, nada consumado del devenir que no posee un punto de reposo fuera de sí mismo, que al igual que las mareas oscila de un lado a otro en incoercible desasosiego. Los propios titanes parecen modelos, esbozos de una Gea que trabaja con un salvajismo y una fertilidad elementales. Sólo se conocen a sí mismos y jamás están de acuerdo, ni siquiera en la lucha contra los dioses. Su mundo está escindido hasta los abismos y gargantas más profundos, tiene algo de volcánico; el vulcanismo aparece estrechamente ligado a lo titánico.
Lo que deviene posee poca conciencia de sí mismo o, en fin, sólo esa conciencia del devenir en el que no hay nada concluyente y entonces nada diferenciador. Sí hay mucho crecimiento ciego que empuja hacia arriba, metálico y pedregoso, llenando el espacio con el ruido de sus movimientos. Es un esfuerzo carente de historia, del cual nada deriva que pueda ser representado. No hay aquí nada trágico ni cómico, sólo catastrófico, pues el enfrentamiento titánico de fuerzas no engendra sino catástrofes. Nada tienen de trágico los conflictos que acontecen por la necesidad de una ley de la naturaleza, pues el conflicto trágico no se cimienta sobre esta necesidad de la ley de la naturaleza. Tan poco trágicos como en sí mismos son la vida y la muerte, lo son las inundaciones, las deflagraciones o los desprendimientos de rocas que destruyen al hombre; tampoco aflora un elemento trágico en el incesante devenir elemental. De ahí que en él tampoco encontremos la risa que impregna el mundo de los dioses.
Dioniso y el gran Pan
La victoria de los dioses olímpicos se obtiene con mucho esfuerzo. Tampoco son únicamente las fuerzas divinas las que lo consiguen. Para derribar a los titanes se requiere a los titanes. Y ni siquiera ellos son suficientes para vencer la resistencia de Jápeto, de Atlas y de sus secuaces. Es preciso abrir las puertas de las profundidades, es preciso que hagan su aparición los terribles vigilantes ctónicos que siempre habitan en lo oculto, que sólo emergen al pleno día y a la luz en épocas de profunda conmoción. Sólo acuden cuando se ve afectado el poder en su totalidad, cuando se ven afectados por el temblor que sacude el cielo y la tierra y el último abismo. Es entonces cuando se abren de golpe las broncíneas puertas del Tártaro, del que la Ilíada cuenta que está bajo del Hades, tan debajo de él como está el cielo encima de la tierra.
En la lucha de los dioses contra los titanes no subyace dualismo alguno. No se puede concebir como un enfrentamiento entre un principio de luz y otro de oscuridad. Los tenebrosos hecatónquiros y los cíclopes acuden en ayuda de Zeus, que los llama. La ofensiva contra los titanes se produce desde arriba y desde abajo. Sólo en virtud de este ataque tan generalizado pueden ser vencidos.
Dioniso participa también en el ataque. Dioniso está estrechamente vinculado a los titanes. La oposición entre lo dionisiaco y lo titánico se acentúa aún más por el hecho de que tienen una misma esencia emparentada. Dioniso, en contraposición con los dioses olímpicos, se caracteriza por ser un dios del devenir, del cambio y la transformación perpetuos. Esto también lo distingue de los dioses fálicos, cuya constante e inalterable función es la de ser los vigilantes, salvaguardias y protectores del sexo. Como dios del devenir, Dioniso colinda con los titanes, ante todo por la epifanía de su tormentosa irrupción juvenil. El estallido de su locura parece oscurecer el lucidus ordo del mundo de los dioses y los hombres en todas sus relaciones, y un hombre sin imaginación y sin olfato como el rey Penteo podía decir con un atisbo de razón que este delirio era equiparable a la destrucción y debía ser atajado. No siempre es fácil reconocer a un dios y Penteo, un soberano en época de cambio, hubo de responder por su equivocación de un modo cruel.
Dioniso no es un titán, por muy titánicos que puedan parecer siempre sus comienzos. No llega para apoyar a la casa de Crono; se encamina al reino que Zeus le ha adjudicado y lo conquista para tomar posesión y afianzarse en él. Al poco tiempo, se inmiscuye en la lucha contra los titanes, lado a lado con Zeus, del que es hijo y fiel seguidor. Queda patente lo que le separa de los titanes, del círculo de los doce grandes y de Prometeo. El devenir titánico y dionisiaco no son lo mismo y su retorno también es diferente. El cambio que da comienzo con la llegada de Dioniso toma otro camino y tiene otro objetivo. Su devenir no es la repetición elemental sin fin en la que desemboca el curso y el movimiento de los titanes, que no va más allá. Este modo telúrico de obrar se limita a arañar superficialmente la tierra, a cruzar su superficie como los cambios de tiempo. Dioniso no es únicamente un dios del cambio, es además un dios de las transformaciones, un dios por medio del cual el que deviene toma conciencia de lo devenido como de una paradoja. Desquicia el pasado y el futuro, y crea un acceso al presente atemporal. La insuficiencia dionisiaca es diferente de la titánica. Se considera que es tarea del hombre transformar su modo titánico en dionisiaco. Esto tiene lugar por medio del delirio catártico que Dioniso infunde al hombre. El que ha sido presa de este delirio es acogido en la comunidad dionisiaca, experimenta en sí mismo la fuerza del dios. Su vinculación con el dios se identifica con la eliminación de las fijaciones temporales, la supresión de los límites, la apertura del Hades, la exuberancia, la embriaguez y la gran fiesta. Entre los titanes no hay fiestas. En ese mundo de férrea necesidad nada es festivo, como tampoco es nada trágico ni cómico. En los titanes reina una seriedad grande y tosca, no sólo porque confían ciegamente en lo que son sino porque cada uno se conoce únicamente a sí mismo y nadie quiere saber nada del otro. Cada uno se mueve en la trayectoria que le es propia. Dioniso, en cambio, es un personaje público, y en este espíritu comunitario se fundamenta la fiesta dionisiaca. Dioniso no sólo produce la tragedia; a diferencia de los titanes, él mismo es un dios trágico y a la vez señor de las fiestas y de las procesiones fálicas. El conflicto trágico y el cómico son productos de su modo de obrar; advienen con el tiempo y con el nuevo concepto de tiempo que él aporta. De ahí que también sea el señor de la historia y ponga punto final al devenir ahistórico. Instaura la cesura que posibilita la historia. Esto no es fácil de concebir a no ser que entendamos que toda historia presupone algo que no le pertenece. Si todo estuviese dentro del ciclo de los titanes no podría existir la historia.
Los titanes son los defensores de un viejo orden cuyas murallas ciclópeas tienen algo indestructible, pues han sido erigidas por la propia necesidad. La necesidad no es aquí aquello que causa admiración. En el esfuerzo del hombre hay un afán incesante por liberarse de estas cadenas que oprimen y abren heridas. Necesario es aquello que está condicionado por la razón, que parece haber sido producido a través de condiciones. No obstante, también declaramos necesario lo incondicional. Y no porque no parezca estar ligado a condición alguna sino porque frente a él no hay elección, porque es constrictivo e incapaz de modificarse. Donde existe una necesidad que opera de un modo mecánico, allí también reconocemos que viene condicionada por un modo mecánico. Ahora bien, según nuestro uso lingüístico, lo incondicional también es necesario. La expresión es contradictoria, pero el significado es el mismo. No obstante, existe una diferencia. Aquello que nace de las condiciones, adquiere su necesidad a través de la secuencia de las condiciones, que es continua y obligatoria. Aquí prestamos atención a la dependencia. Cuando definimos la necesidad como incondicional, no prestamos atención a la secuencia de las condiciones sino a que ya no tenemos elección. Urano impera sobre un espacio en el que poco acaece. Una duración y una calma férreas definen su soberanía; el devenir titánico todavía no ha dado comienzo. Los titanes todavía no llenan la tierra con su vida, con su fuerza; por doquier reina un silencio atemporal. Urano evidencia una necesidad férrea. Esta necesidad uránica no es la del devenir, de la que está impregnada su descendencia. El tiempo parece haberse detenido; sólo empezará a correr más rápido bajo Crono. Cuando todo es concebido como necesario, no existe la libertad, ni siquiera existe una necesidad de libertad. Pero allí donde la mente que se sabe enviada a jugar ha sentido la necesidad, aunque sea una sola vez, ya no conseguirá librarse de ella. El poder y la fuerza de atracción de lo bello residen en que en sí mismo es libre. El mundo del devenir titánico no está imbuido de la sed y la pasión por lo bello. En él no se generan el exceso ni la exuberancia, puesto que las fuerzas se consumen en su propio obrar y si se renuevan constantemente es para caer de nuevo en la consunción. Los titanes no conocen el ocio. Dioniso se sustrae a su modo de obrar, no puede dedicarse a él. Es un dios de la exuberancia y la brinda allí donde llega. De él parten la riqueza, la ebriedad y el olvido. Los titanes no regalan nada a nadie, no se hacen partícipes sino que permanecen en moradas inaccesibles de las que no es posible llevarse fruto alguno. No cuidan ni protegen al hombre. Pero Dioniso es un curador. Como curador del pueblo y organizador de fiestas, guardián de las viñas y de los productos del campo, como esposo de Ariadna, está muy lejos de todo lo titánico.
A él lo persiguen los titanes con un odio tan atento, agudo y persistente como no le demuestran a ningún otro dios. Parece como si lo estuviesen observando constantemente, como si estuviesen al acecho sin perderle de vista. Lo titánico y lo dionisiaco limitan uno con otro. Los titanes siguen a Dioniso en todas las etapas de su epifanía y finalmente caen sobre él. Él se pone a la defensiva y emplea su arte de la transformación, como león, serpiente o tigre, hasta que sucumbe a ellos en forma de toro y es despedazado.
Pan se implica con Dioniso en la lucha contra los titanes. Se cuenta de él que se fabricó una corneta con una concha de mar, una trompeta cuyo estruendo asustó a los titanes. ¿En qué se fundamenta la batalla que aquí se libra? Al dios fálico no le gusta lo titánico, lo afronta con extrañeza y rechazo. Su poder se muestra en otro ámbito. Ya sus mismos movimientos se diferencian de todo movimiento titánico. Es un cazador, un buscador y un hallador. Su infatigable constancia concierne al sexo; empieza y acaba en el ámbito fálico. Es un ámbito que yace, con toda la vida que lo colma, en una calma imperturbada que hacia mediodía va adquiriendo la densidad de un silencio pánico. El silencio de Pan, su reposo, igual que su placer por el ruido, las risas y el alboroto, son fálicos. Pan surge desde el origen como un engendrador, como hijo de dioses y ninfas. En la profunda siesta que duerme, así como en su agitación atenta, se muestra como un procreador. En él la fuerza engendradora no está contenida como la corriente marítima lo está en el Océano. Su lugar no se encuentra en el mundo del devenir titánico, impregnado de esfuerzos de la voluntad. Como dios ocioso y sensible que preside el sexo y sus juegos, Pan se halla contrapuesto a la esencia titánica. En la ociosidad de Pan se puede ver la plácida existencia del dios ajeno a toda penuria y esfuerzo; así se demuestra en su contento por los asuntos ociosos. Es el dios de la naturaleza arcádica primigenia, el dios de las praderas nínfeas, de los danzantes cuyas figuras doradas destacan sobre el constante y profundo azul del cielo de Arcadia. Pan es un dios de la madurez y es propicio a todo lo que madura; así como Dioniso, dios de la exuberancia y de la fertilidad, es multiplicador y dispensador. Los titanes no derrochan nada; aun con todo su poderío, en ellos hay algo de mezquino. Al Pan ocioso sus esfuerzos le son extraños. Sus luchas son de otro tipo, se parecen a las cazas que emprende. Es un gran cazador y en ello se expresa la relación que mantiene con el sexo. De improviso, los titanes se asustan con la estruendosa aparición del dios fálico. Se ven atacados desde un lado que no esperaban y con armas a las que no es fácil hacer frente.
Los titanes y los gigantes
¿Qué une a los titanes y a los gigantes y en qué se distinguen? Ambos tienen en común que proceden de Gea y ambos están implicados en la lucha contra los dioses. Homero cuenta de los gigantes que están dominados por el rey Eurimedonte, que son muy altaneros y que, a pesar de su estatura gigantesca y su proximidad con respecto a los dioses, son mortales. Hesíodo añade que sostienen armas centelleantes y lanzas imponentes. Según él, brotan de las gotas de sangre que derrama el miembro cercenado de Urano que recoge Gea. Pero también se les atribuye como padre a Tártaro.
El Tártaro comprende dos cosas. Por un lado, el abismo que se encuentra bajo el Hades, que está cerrado por unas puertas de bronce y tiene las mismas dimensiones que el espacio celeste que se extiende sobre él. Además, es hijo de Éter y de Gea. Habita en las profundidades de la tierra con el mismo nombre, como un ser ctónico que no se deja ver. Vive en el seno de Gea, es su hijo menor y junto con ella engendra a Tifón. Tifón es de gigantesca estatura y tiene cien cabezas de serpiente que están en constante movimiento. De cada uno de sus ojos refulge fuego y cada una de sus cabezas está dotada de voz. A veces, los sonidos que emite los entienden los dioses, otras parecen el bramido de un león o de un toro, o el ladrido de un perro, o son como un silbido fuerte y penetrante. Actúa desde el interior de la tierra por medio de su fuerza concentrada, en la que se condensa el fuego telúrico, e irrumpe, devastador, el vapor ígneo. Su fuerza es tan grande que aspira a ser el único soberano. Se arma para este combate una vez que ha sido tomada la decisión entre los dioses y los titanes. Los dioses se tambalean ante su ataque y se dan a la fuga, entre ellos Pan, que se convierte en un macho cabrío con cola de pez y por tanto busca el agua. Zeus, con el apoyo de Atenea, sujeta a Tifón con sus rayos de forma que lo obliga a retornar a las tinieblas de las que emergió. La lucha de Zeus con Tifón se asemeja a la Titanomaquia. La tierra, el mar y el cielo tiemblan. Se desencadenan con furia terremotos, mareas y conflagraciones, de modo que se estremecen el Hades, el Tártaro y los titanes encerrados en él.
Como hijo de Tártaro y Gea, como padre de criaturas ctónicas, ocupa el centro de toda la esencia ctónica que se reproduce por medio de él y adquiere su forma. Es el padre de Tifón, enteramente semejante a él, y con Equidna engendra a Cerbero, a la Hidra de Lerna, a la Quimera y al perro Orto. Basta con echar una ojeada a estas criaturas para reconocer su parentesco. Cerbero, el perro vigilante de Hades que deja entrar a las almas en el Hades, pero no salir de él, tiene forma de serpiente y es pluricéfalo; sus ladridos hacen temblar al mundo inferior y de sus fauces abiertas sale una espuma venenosa de cuyas gotas brota la planta llamada acónito. La Hidra de Lerna tiene nueve cabezas; la del medio la hace inmortal y está completamente impregnada de veneno. Quimera, que está henchida de veneno y lo escupe, tiene tres cabezas que, a decir de Hesíodo, son de león, de cabra y de dragón. El perro Orto, que apacienta los rebaños de Gerión, tiene tres cuerpos que se unen en el vientre. Por su forma, estas criaturas se diferencian de los hijos de Urano y de Gea; lo titánico no se muestra en estas formas ctónicas. Son figuras espantosas que engendra la tierra, destructoras, devastadoras, devoradoras de la vida que les rodea. Son vigilantes de Gea. El pavor que infunden es enorme. En ellas hay algo ígneo y a la vez venenoso. Ya su propia forma corporal, la unión de figuras zoomorfas opuestas y su pluricefalia, pone en evidencia su carácter contradictorio. Son seres del devenir cosmogónico tal y como emerge de la última esfera ctónica. Los dragones y las serpientes son animales ctónicos, pero también lo son el perro y la cabra. Así como Tifón sólo empieza su lucha para ser el único soberano una vez que los titanes han sido subyugados por los dioses, así todas estas figuras ctónicas adquieren vida verdadera e irrumpen una vez que se ha hundido el reino de Crono. Aunque muy opuestos entre sí, estos seres configuran un grupo común. Todos quieren dominar, pero no están llamados a reinar y es preciso aniquilarlos cuando no se avienen a servir como vasallos. La caída de Tifón, el más fuerte de ellos, arrastra consigo a los demás. El hijo de Zeus, Heracles, proseguirá con la labor de su padre, a saber, acabar con estos seres. Heracles causa estragos entre los hijos de Tifón y de Equidna; limpia las montañas, las gargantas y los pantanos de estos seres. Este semidiós odia lo ctónico monstruoso y desmedido, y en todas partes establece límites y medidas. No quiere que la tierra esté poblada y dominada por estas criaturas puesto que no tienen cabida dentro del orden de Zeus y deben regresar al lugar de donde salieron, al seno de Gea, al abismo del Tártaro.
Ésta es también la suerte de los gigantes. Tienen algo tifónico que los diferencia de los titanes. También Heracles es su enemigo. Así como Tifón, cuya fuerza actúa desde el interior de la tierra, desde el ámbito del fuego telúrico del que irrumpe un vaho condensado y una lava ardiente, así los gigantes están próximos a la naturaleza profunda e ígnea de Gea. Su país natal es Flegra; los campos flegreos son el territorio en el que actúan. Donde los gigantes aparecen, en Tracia, Macedonia y la Italia meridional, o en el extremo occidente de Océano, cerca de Tartesos, su aparición está ligada a un entorno volcánico. El ámbito de su dominio es más acotado que el de los titanes. Además, pertenecen a Gea en un sentido más estricto que los titanes. De ahí que se aluda a ellos como los nacidos de la tierra, los surgidos de la tierra por antonomasia. En ellos apenas se detectan rasgos uránicos. Cuando se les asigna a Tártaro como padre, se pretende indicar con ello que son hijos de la tierra. En las representaciones más antiguas aparecen como figuras humanas. Una de sus características constantes es su cabello, que ondea al aire descontroladamente. Su fuerza ctónica se hace patente en sus garras de dragón, con las que se les suele representar. Cuando nos encontramos con estas formaciones nos hallamos muy lejos de lo titánico. Las patas en forma de cola que terminan en cabezas de serpiente silbantes les confieren algo poderoso, torpe e inquietante. En estas extremidades palpita una vida propia; se levantan trepando y serpenteando como si fuesen escamas y aletas. Las cabezas de serpiente toman parte en la lucha y se encarnizan con sus contrarios, tal y como se ve en el relieve del Vaticano donde una de esas cabezas muerde la espalda de Ártemis. En el friso del altar de Priene los gigantes tienen en parte figura de hombre, en parte de dragón; también tienen alas. Jamás los encontramos cabalgando y no tienen relación alguna con los corceles y los carros. Carecen del movimiento al que están encadenados los titanes; el movimiento circular de Océano y de Tetis, la órbita circular de Helio, de Eos, de Selene o de las horas no se percibe en ninguno de los gigantes. Tenemos ante nuestros ojos unas figuras totalmente diferentes.
Homero los define como un pueblo que estaba bajo el cetro de un rey. Existe un gran número de gigantes, pero sólo conocemos los nombres de sus cabecillas. Es difícil, a menudo imposible, diferenciar a los diferentes gigantes si no aparece su nombre en las representaciones. No hay en ellos nada que los distinga, y no es éste un rasgo de poca importancia. Atacan ruidosos, desordenados, llenos de la fuerza salvaje del movimiento. Son belicosos y acuden en masa, lanzan al cielo rocas y troncos de árbol encendidos y en su acometida llevan antorchas en las manos. Acerca de la Gigantomaquia podemos decir que las representaciones y elaboraciones artísticas son tanto más precisas cuanto más tardías. Lo que recopilaron al respecto los mitógrafos, en particular Apolodoro, coincide con la época de los coleccionistas eruditos. A estos coleccionistas, que carecen de sensibilidad por las relaciones del mito con la vida, se les escapa también la confusión de los titanes con los gigantes.
Entre los gigantes destacan Alcioneo y Porfirión. En su tierra natal Alcioneo, señor de Palene, es inmortal, de ahí que Heracles lo abata con sus flechas y a continuación, aconsejado por Atenea, lo arrastre fuera de Palene, donde perece. Porfirión, que ataca a Heracles y Hera y pretende violar a la diosa, muere atravesado por los rayos de Zeus y las flechas de Heracles. Encontramos representada esta escena en la vasija mélica del Louvre. Para Píndaro, Porfirión era el dios de los gigantes y señor de Atmonon. Polibotes, que se enfrenta a Poseidón, huye de él hacia Cos, y Poseidón le arroja un pedazo de isla. Yace debajo de la isla Nisiros que, tal y como relata Plinio, se separó violentamente de Cos a causa de un terremoto. Le está deparada una suerte similar a la de Tifón, sobre el cual arroja Zeus las islas que están frente a Cumas, y a la de Tántalo, sobre el cual Zeus desploma los montes del Sípilo. En una época posterior se decía que debajo del Vesubio yacía Alcioneo. Dioniso hunde su tirso en el gigante Éurito. Se cuenta que Dioniso, Hefesto y los sátiros acuden a la Gigantomaquia montados en asnos. Clitio es vencido por Hefesto, que lanza contra él un hierro candente, y por Hécate. A Agrio y a Toante, que entran en combate con mazas de bronce, los matan las moiras; a Gratión lo mata Ártemis, y a Hipólito, Hermes, portador del gorro de Hades. Zeus y Ares vencen juntos a Mimas; Atenea, a Encélado, al que en su huida le arroja Sicilia, y también a Palas, a quien despelleja. De parte de los gigantes combaten Asterio y León, así como los alóadas Oto y Efialtes, que se enfrentan a Apolo, Poseidón o Zeus y a los que da muerte Apolo porque persiguen a Ártemis. Los alóadas presentan rasgos gigantoides, pero también tienen dotes artísticas puesto que aparecen como instauradores del culto a las musas en el Helicón y poseen características que los diferencian de los gigantes. La isla de Naxos, donde ambos alóadas poseían su propio recinto sagrado, también sabe de un relato según el cual ambos murieron por un ardid de Ártemis, que pasó entremedio de ambos con forma de cierva, de suerte que dirigieron contra ellos mismos las flechas que disparaban.
En la lucha los gigantes aparecen como agresores. Se los presenta como los enemigos de los dioses, como los impíos y altaneros que asaltan el Olimpo y pretenden derrocar a Zeus y sobrepasarse con las diosas. Zeus los abate con sus rayos, Heracles acribilla a cada uno de los caídos con sus flechas. El núcleo de la lucha y el que la resuelve es Heracles. Sin un semidiós, así lo presagia el oráculo de Gea, no hay gigante que pueda morir a manos de un dios. Los dioses no pueden llevar por sí solos a término la lucha, por esta razón Atenea llama a Heracles. Así como combate a los hijos de Tifón, así lo hace con los gigantes. No toma parte en la Titanomaquia y sólo entra en relación con Prometeo, pero entonces como ayudante y amigo. El semidiós, que es un intermedio entre dioses y hombres, pone fin a la batalla. El hijo de Zeus es, pues, capaz de algo que el propio Zeus no puede llevar a cabo. Establece una nueva medida, un nuevo límite en esta lucha; él mismo delimita al hombre frente a lo gigantesco. Su fortaleza es otra y es de un tipo más elevado que la de Alcioneo, Polibotes, Porfirión y Encélado. Está enraizada en una presencia de ánimo que es inquebrantable y que no sucumbe al miedo. La lucha de Heracles contra Alcioneo muestra cómo hay que enfrentarse a seres así, que alardean de su invencibilidad telúrica; el hecho se repite en su lucha contra Anteo. Es el combate de Zeus contra Tifón, el de Apolo contra Pitón, el del mundo griego contra Equidna y Quimera, y Heracles es su paladín. Heracles sigue la llamada de Atenea, en cuya amistad confía y que libró, junto con él, la batalla hasta la victoria. Lo gigantesco no sólo constituye para el hombre mortal una amenaza, también es tentación de desbordar los límites. Es una jactancia de fuerzas gigantescas, una aspiración a lo colosal, una alianza con lo descomunal. Una y otra vez el hombre sucumbe a esta tentación, dedica sus fuerzas a una empresa para la que no está preparado. La Gigantomaquia inquietaba al pensamiento griego, como una línea de separación que debía ser trazada con precisión y exactitud; el espíritu griego siempre se ve amenazado desde ese lado. Quien sigue la llamada de Atenea está a la altura de estas amenazas y ya no las teme. La fortaleza del semidiós se manifiesta a plena luz. No se agota con la irrupción de la fuerza brusca y violenta, es fuerza atlética y a la vez mental, es proporción, porte, simetría, una concordancia de toda la fuerza de Zeus.
La Titanomaquia no constituyó un objeto de interés para las artes plásticas. Y no porque no se la pudiera representar, ni porque no fuera una matanza sino una batalla en la que no podía haber muertos. Los titanes son inmortales; no les afectan la muerte ni el tiempo, y el nuevo poder que se alza sobre ellos no cambia nada. Ahora bien, el recato prohibía ensalzar una lucha basada en el antagonismo entre padre e hijo. La caída de Crono, su castración, su hundimiento eran acontecimientos que no atraían al observador sino que lo mantenían a distancia. Herían la piedad que veneraba a Crono como primer padre de los dioses más poderosos. Esta veneración pervivió. Representarlo como vencido, como aquel al que se priva de su poder de soberano, estaba vedado por muchas razones. Sin los titanes no podía implantarse el dominio de los dioses. En el reino de Zeus, en el que la mayoría de ellos sigue dominando, sus dignidades están aseguradas; siguen siendo las figuras indestructibles, imposibles de exterminar, por las que el devenir primordial sale al encuentro del hombre.
La oposición entre dioses y gigantes fue más fructífera para el arte griego. No existe material en el que no se haya perpetuado este antagonismo: en gemas y monedas, vasijas, armas y armaduras, en la égida dorada de la Atenea de Fidias, en el peplos tejido que llevaba Atenea en la procesión de las grandes Panateneas, en bronce y en piedra, en representaciones individuales y en frisos de tamaño gigantesco que abarcan la lucha en toda su dimensión. Es uno de los temas capitales del arte plástico, sobre todo de la época tardía, que lo enriqueció y adornó, añadiéndole, hasta sobrecargarlo, trazos siempre nuevos. Estas representaciones son en su totalidad un ensalzamiento de Zeus y de su soberanía, una alabanza a los dioses del Olimpo y a Heracles, que aparece donde irrumpen los gigantes para medirse codo a codo con ellos. Da la impresión de que la lucha no quiere terminar, como si una y otra vez hubiese que dirimirla, con todo el pesar para Gea, que la acompaña con su lamento salvaje. Desde abajo atacan los gigantes, desde arriba salen a su encuentro los dioses. El triunfo de Zeus en esta lucha es un triunfo que los griegos celebraban como suyo, constituye un instante de máxima felicidad para el hombre griego. El artista se deleita resucitándolo al representarlo, se deleita el observador al sumergirse en estas representaciones. Los impíos son derrotados, aniquilados, hundidos bajo las islas y las montañas, como si la mirada tuviese que cerciorarse de que no volverán a emerger. Los griegos albergaban dudas acerca de la mortalidad y la inmortalidad de los gigantes puesto que Hesíodo ya los consideró inmortales. Los dioses no son capaces de matarlos por sí mismos y Gea procura protegerlos incluso de las armas mortíferas de Heracles, un plan que desbarata Zeus. A Alcioneo y Polibotes sí se les puede matar y, aun así, algo se mueve bajo las islas y las montañas. La idea de que los gigantes podrían volver a emerger asustaba una y otra vez al hombre antiguo. Dión Casio relata que en el año 79, cuando el Vesubio entró en erupción, el pueblo asustado creyó en la resurrección de los gigantes y veía figuras gigantescas sobre la montaña.
¿Hasta qué punto los gigantes son impíos? No se convierten en impíos, sino que lo son desde un principio, lo son en connivencia con Gea. La condición de Gea durante la lucha es la de una sufriente. Surge de las profundidades, tal y como lo muestra el friso de Pérgamo, y presencia la lucha en calidad de madre doliente. No es ella quien la conduce y ningún dios se atreve a dirigir directamente sus armas en contra de la madre que se lamenta. Aquí ella es la verdadera adversaria de Zeus, a cuya pretensión de dominio se opone. El poder, la profundidad y la fertilidad de la lucha residen en este antagonismo entre Gea y Zeus; la fuerza devastadora de la lucha sólo la percibe quien haya reflexionado acerca de la participación de Gea en ella. Es el padre Zeus quien triunfa; es la madre Gea quien sufre y es herida. Quien observe cómo presencia la derrota de sus poderosos hijos sentirá la gravedad del acontecer, a ése le sobrevendrá la tristeza.
Prometeo
En Prometeo lo titánico se muestra con una nueva figura, meditando nuevas ideas, trabajando en nuevos proyectos. La lucha que se dirime ha adquirido en él un nuevo sentido y se conduce con otros medios. Aquí todo está transformado, los adversarios, los medios de la lucha, su objetivo y la luz bajo la que aparecen los sucesos. Esta secuencia de acontecimientos contrasta nítida e inequívocamente con lo anterior; tiene unos contornos tan poderosos que se presenta a la vista de forma aislada. No es sólo consecuencia del modo esquileo de abordar el mito, Prometeo tiene una fuerza aislada y aislante.
El círculo de los doce grandes titanes muestra lo común, lo emparentado. Es la ley de Crono la que los mantiene unidos. Su inmortalidad es una necesidad elemental y de retorno cíclico de la que dependen, de la que emergen. Se encuentran por encima de las fuerzas de actuación cósmica de Gea, pero en inseparable comunión con ella. Crono, Hiperión, Jápeto, Océano y los restantes forman un grupo compacto cuando se les compara con Prometeo. Frente a su padre Jápeto, el hijo Prometeo aparece como un innovador. Ha salido de este círculo y tiene una presencia propia. Aun cuando pertenece a los titanes, apoya a Zeus aconsejándolo en contra de éstos. Se ha distanciado de la esencia titánica en su forma originaria; se mantiene alejado de ella. Conserva este mismo distanciamiento con respecto a los dioses. En consecuencia, se hace visible como individuo; desde todos lados cae luz sobre él. Posee una individualidad inconfundible y es el primero en el que ésta se percibe con tanta nitidez. Es imperceptible en los titanes porque está vinculada a la necesidad legal y en los dioses se manifiesta vinculada de otro modo, atenuada por la luz y el brillo que los envuelve. El ser, tal y como sobresale en sus formas supremas, carece de aquella individualidad que se puede medir en los hombres. Prometeo posee más individualidad pero menos madurez y resplandor que Apolo. Su movimiento es más desenvuelto que el de los titanes. En él lo individual se muestra con una fuerza que se desprende, que es inagotable en sus ocurrencias y fructífera. Esta inteligencia es titánica en cuanto que está completamente consagrada al devenir y en contradicción con el ser en reposo de Zeus. Es infatigable, activa, hábil, atenta a los cambios y, a diferencia de Crono, apunta hacia el futuro. Prometeo tiene algo de présago. Consigue muchas cosas y goza de una enorme dicha. La dicha de Prometeo es ante todo una dicha por los principios, por el comienzo y por crear despreocupadamente. Es la dicha de la osadía. Es la dicha de la fuerza que depende de sí misma, que no duda de sí misma y que cree estar preparada para todo lo que emprende. La caída de los titanes no parece afectar a Prometeo. Él mismo contribuye a ella cuando destruye el apoyo que éstos le dan y confía en su enorme fuerza. No rehúye el aislamiento, puesto que únicamente en él consigue afianzar su fuerza. No sólo sabe de qué es capaz, también tiene un poderoso orgullo que quiere vivirse a sí mismo y no quiere deber nada a nadie. Este orgullo y el atrevimiento desinhibido y audaz provocan que se le acerque Heracles, que siente simpatía por él y se presenta como su libertador. La libre osadía mental lo une a Atenea. Los atenienses le atribuían el martillazo que provocó el nacimiento de Atenea de la cabeza de Zeus.
La fuerza de Prometeo es genial; está emparentada con la de Zeus y a la vez la desafía. Su pensamiento y sus actos se definen por una libre genialidad y le garantizan la reverencia del hombre espiritualmente fuerte. Es un descubridor, se mueve en el reino de Zeus. Qué nuevo es el mundo en el que entra, qué nuevo se vuelve este mundo justamente porque su mirada empieza a fijarse en él. Crono y los titanes no tenían una mirada como la de Prometeo, veían el devenir y su retorno. Lo nuevo no era nuevo para ellos, lo conocían todo. Para el viejo Crono no había nada que fuese nuevo, tampoco para Océano. Hacían girar el devenir en círculos sin fin. El ritmo de esta soberanía era como la pleamar y la bajamar, como el silencioso y monótono murmullo de las olas del mar que sin cesar rompen en la orilla. Para Prometeo, que se salió de este ciclo, todo era nuevo. Era consciente de ello, se sentía como un creador. Su mirada poseía una fuerza transformadora. Delante de él estaba el devenir y únicamente tenía que levantar la mano, mover un dedo para imprimir el sello de su fuerza al acontecer. Todo estaba por comenzar, todo estaba inagotado. Era como si saliese a la brisa matinal, al rocío, a la fresca, sobrio y a la vez ebrio, como alguien al que se le ocurre una poderosa idea, que emplea su imaginación en un gran proyecto. Lo que veía ante sí era la plétora de lo posible, era un mundo al que podía dar forma a su imagen y también a su voluntad. Con Zeus o también en contra de él si rehusaba este trabajo.
En contra de Zeus y también de Apolo. Prometeo y Apolo se enfrentan como extraños el uno para el otro. Aquello que tanto mueve a los titanes, este nuevo devenir y su riqueza sin medida, eso no afecta a Apolo. Apolo no conoce esa inquietud de Prometeo, a quien no le basta el presente y se vuelve al futuro. El dios de lo consumado, de lo concluido y logrado no es al mismo tiempo el dios de los trabajos, de los proyectos y de los talleres. No es un dios del homo faber, al que sí favorece Prometeo. En Prometeo se agita un fuego más oscuro y salvaje que en Apolo. Concede más espacio a la pasión. Su mente tiene algo vigoroso, musculoso, que no tolera la resistencia y ajusta cuentas con ella de un modo tajante. El martillazo que asestó a la cabeza de Zeus atestigua el tipo de mentalidad que le es propia. Se asemeja a un martillo. En un sentido doble, puesto que tiene algo férreo que arremete con dureza, pero hay también en él una confianza en las invenciones, en las herramientas de la mente. Prometeo tiene una fuerza artesanal. Ha heredado algo más de los titanes, esa dualidad que separa a la esencia titánica. Su mente es fructífera, tiene múltiples capas e incluye la paradoja. La pasión por crear y hacer surgir lo convierte en un actuante; como todos los autores es incapaz de sustraerse al acto y el elemento que pone en marcha al final le engulle. La firmeza de su voluntad, aplicada al devenir, se hace patente en el cuerpo atlético, en los proyectos atléticos. Apolo tiene el pie más ligero, su presencia está completamente inspirada por las musas, su sangre fría le convierte en un guerrero invencible. Prometeo está tan cerca del hombre como ningún otro dios; Apolo se encuentra frente a él a una distancia insalvable. No puede establecer relación alguna con lo titánico, no importa cómo se muestre. Ahora el hombre griego tiene que decidir si desea tender hacia lo apolíneo o hacia lo prometeico.
En Prometeo se hace patente algo más: es un trabajador. Los titanes no lo son; encontramos herreros y metalúrgicos titánicos a los que se podría llamar trabajadores, pero sólo en el ámbito de las fraguas vulcánicas. Ahora bien, Océano tiene tan poco de trabajador como Hiperión o Helio; su actividad, su quehacer no se puede comparar con el de Prometeo. En ellos se trata de una necesidad elemental, de la que no se deriva ningún carácter laboral autónomo. Pero de la mano formadora de Prometeo salen obras autónomas. Su actuación se hace visible en obras que perviven independientemente de él; se entiende a sí mismo cuando produce, en la libre producción. Esta capacidad es una característica suya. Es inconcebible sin los talleres, sin el esfuerzo y sin un plan de trabajo. Siempre el mundo prometeico es a la vez un mundo del trabajo; en ningún lugar su titanismo salta tanto a la vista como cuando está activo en un trabajo infatigable de invención, en el ámbito de los pensamientos ingeniosos, de los talleres. Prometeo está orgulloso de las obras de su mente y de sus manos, y este orgullo se repite hasta la deformación en el hombre prometeico, hasta aquella autoestima del trabajo y del trabajador que vuelve a implantar el sisifismo en la vida.
Prometeo, que trabaja en sus obras, mantiene una relación estrecha con uno de los dioses, con Hefesto. También Hefesto es un trabajador. Es artesano y herrero, es el dios-mecánico en el círculo de los dioses. Vestido con la túnica corta de los artesanos, sobre la cabeza el gorro ovoide de obrero que le protege de las virutas de hierro incandescente y de las chispas, en la mano un martillo y unas tenazas, es el único trabajador entre los dioses. Es el señor de las fraguas y las minas subterráneas, señor del fuego subterráneo cuyo poder sabe aprovechar para sus propósitos. Hefesto es inventivo y hábil a la vez. Es el inventor de los primeros autómatas, pues autómatas son las dos esclavas de habla dorada que se mueven por sí solas y que él creó para apoyarse en ellas cuando caminaba. Son suyas obras de arte tan raras como la imagen de Pandora, el carro de Helio, las flechas de Eros, la armadura de Aquiles, los perros de plata y de oro de Alcínoo, el cetro de Pélope, la gargantilla de Harmonía, el vaso de Menelao, la coraza de Diomedes, trabajos todos ellos que en parte destacan por su suntuosidad y habilidad, y en parte evidencian los poderes vertidos y forjados en ellos. Hefesto también forjó las cadenas de Prometeo. En sus fraguas trabajaban los tres cíclopes Arges, Brontes y Estéropes. En ellas debieron buscar refugio y hacerse útiles algunas criaturas titánicas. Ahora bien, Hefesto no es un titán sino un dios. No sólo es un mecánico sino un artista divino en todos aquellos trabajos que surgieron con la ayuda del fuego. Lo que caracteriza a Prometeo es que sólo puede crear algo por medio del trabajo. Aquí reside una diferencia con respecto al modo de crear sin esfuerzo de los otros dioses. Poseidón, que crea el corcel, y Atenea, el olivo, lo hacen sin esfuerzo; esta creación está tan poco relacionada con el concepto del trabajo como lo está la creación artística de un Apolo o un Dioniso.
Los dioses no tratan a Hefesto del todo como a un igual. Su deformación, su cojera, provoca en ellos carcajadas interminables. Está afectado por algún que otro rasgo cómico, están asociados a él ciertos recuerdos, de modo que con sólo mirarlo provoca ganas de reír. A él no parece importarle esta risa, la acepta sin irritarse. Está garantizado su lugar en el banquete, su participación en el festín de los dioses. Aun cuando es el esposo de Afrodita —¿y quién sino podría ser su esposo?— aparece con la figura de un siervo y el ámbito que preside parece no tener nada de sublime. Los dioses le aprecian por el provecho que obtienen de él cuando lo necesitan, pero por lo demás lo tienen poco en cuenta aun cuando siempre es un servidor aplicado y servicial. Hefesto, que crea tantas obras brillantes y resplandecientes, carece de brillo. Sus dos esclavas de oro, sus autómatas doradas, dan la impresión de que lo envuelven en su resplandor. El menosprecio con que los griegos miraban a los escultores es responsable de esta postergación. El motivo es que Hefesto tiene menos ser que los demás dioses. Carece de lucidez. No posee la poderosa plenitud del ser de un Apolo o un Dioniso. Así lo demuestra precisamente el hecho de que es herrero, de que crea obras de arte, una empresa en la que los otros dioses ni siquiera piensan. Estas obras son menores que las de otros dioses, que el corcel de Poseidón, que el olivo de Atenea. Hefesto es incapaz de crear algo así; es muy habilidoso, pero esta cualidad está siempre vinculada a la creación mecánica.
No obstante, no podemos tomar exclusivamente a Homero como referente de la naturaleza de Hefesto. La epopeya siempre tiene en cuenta al héroe; la vida de los héroes y sus proezas constituye siempre la medida a partir de la cual se considera todo el acontecer. Hefesto es más salvaje, oscuro y pasional de lo que relata la epopeya. En el reino de Zeus se muestra servicial, al contrario de Prometeo; es condescendiente y dócil, sí, pero también doliente. Mantiene relación con los cabiros y los dáctilos, con Rea y con todas las fuerzas titánicas. Guarda un estrecho parecido con la inteligencia prometeica. Su santuario en Atenas se encuentra en el Cerameico, en el mercado de los alfareros, de los que es patrón junto con Prometeo. La inteligencia prometeica también actúa en él; es reflexiva, meditabunda, caviladora de las obras y artes mecánicas. Al igual que a Prometeo, también Hefesto está unido a Atenea. Arde con una pasión desenfrenada, vehemente y desesperada por la protectora suprema de toda destreza. Ansía tener una relación íntima de amor con Atenea quien, siempre inaccesible, lo elude. En esta relación, él es el postulante y el sumiso; ahora bien, y esto es muy significativo, se celebraban fiestas comunes a ambos. Lo que tienen en común Atenea y Hefesto aparece cuando ella honra en él al artista y al inventor. Al mismo tiempo, lo mantiene a raya mediante aquella mentalidad más estricta y preclara que es propia de la diosa. Es a Atenea Ergane a la que pretende Hefesto. Y, al igual que Atenea Ergane, Hefesto es el protector de las artes plásticas, que no se encuentran bajo el patrocinio de las musas porque están inseparablemente ligadas a las habilidades artesanales. Por último, Hefesto, que trabaja con el fuego telúrico, aparece relacionado con Dioniso. En las vasijas se lo representa emborrachado por Dioniso y cabalgando sobre un asno. De esta guisa cabalga junto a Dioniso hacia la Gigantomaquia. Ingresa en el ámbito de Selene y en su séquito. En el Hefesto ebrio por el vino de Dioniso, participante en la fiesta dionisiaca, algo irrumpe orgiásticamente. Al igual que los dáctilos del Ida, que siguen la llamada de la madre orgiástica Rea, así Hefesto sigue la poderosa llamada de Dioniso, que lo arranca del humo y del estruendo de su taller y lo conduce a la ebriedad.
Prometeo está emparentado con Crono, y Jápeto también porque dirige su fuerza hacia lo supremo, hacia el poder en su totalidad. No se contenta con poco. Su mente aspira a elevarse y a abarcarlo todo. Mide sus fuerzas con las de Zeus. Es Zeus Cronio quien sale a su encuentro. Como consejero y présago aparece de entrada en el círculo de los dioses, que reconocen sus dotes y lo tratan como a un igual. Establece con ellos una relación libre que no está basada en la filiación sino en las disposiciones, en las capacidades y en el conocimiento. En virtud de su mentalidad característica está en contacto con los dioses y a la vez se separa de ellos. En el Olimpo él es sólo un invitado. Su pensamiento recorre un camino diferente y sus proyectos y objetivos no admiten ser conciliados con los de los dioses. Sus pensamientos siempre giran alrededor de Zeus. En Zeus está aunado todo aquello que confiere fuerza, duración y seguridad a la soberanía de los dioses. Esta soberanía está inquebrantablemente cimentada en el Zeus que impera, reposa en el dios supremo. Es su ley la que ponen en práctica los dioses. La ley de Prometeo es otra. Este orden no puede convertirse en el suyo puesto que, si así fuese, él no podría llevar a término aquello que le impele. En él se encuentra la voluntad de cambiar, él desea algo nuevo. Su orgullo incluye también el deseo de no estar en deuda con Zeus. Quiere actuar autónomamente. Lo nuevo que le mueve saldría perdiendo si él no lo crease por sí mismo. Sólo entonces muestra los signos de su voluntad, la firma de su propio puño. Así como el artista firma sus obras, así las obras prometeicas también han de tener su propia e inequívoca marca. Imprime en ellas lo que le es característico, la huella de su individualidad; les infunde su aliento. Todo esto queda muy alejado de los titanes, que son portadores de una legalidad de carácter rígido. La necesidad que ellos presiden es elemental. Prometeo ya no cree en esta necesidad, siente dentro de sí unas fuerzas superiores y se considera capaz de dominarlas de manera nueva. No es la idea de un mundo creado lo que le mueve sino la idea de que es él quien puede crearlo. Contempla sin temor alguno los grandes prototipos del ser. De entrada, entiende que sólo él es real; real es aquello que él crea al introducirlo en el mundo. El mundo es una imagen de él mismo, de sus pensamientos, actos y esfuerzos, así como su rostro es la copia de la vitalidad mental que le impregna. El respeto, que conserva lo existente y lo protege, le resulta ajeno, se pierde ante la certidumbre de que en él habita la fuerza para fundar un mundo nuevo y más hermoso. Lo que refulge en él con la claridad de un rayo es la idea de la libertad. Incluso la necesidad más elemental carece de fuerza frente a la idea de libertad que irrumpe en él victoriosa y triunfante. Esta idea de libertad lo aísla. La independencia, el sentirse libre de todo servicio y dependencia, todavía no incluye la plena libertad. Ésta reside en la creación y en la producción, en la construcción de un nuevo mundo. El proyecto de Jápeto fracasó porque deseaba mantener, frente a Zeus, un reino en declive. Prometeo le contrapone un mundo nuevo. Paso a paso le irá arrebatando el poder a Zeus. Éste es su proyecto y a partir de ahora pone los medios para conseguirlo.
En las manos del titán brota la arcilla, vivaz y dúctil. La amasa y le da forma, moldea con ella figuras, hombres y animales. A lo que le parece logrado, le infunde su soplo, le inyecta un fuego celestial. Se lo lleva a Zeus y a Atenea, que infunden su aliento en estas obras. En su quehacer hay algo anímico y animador. La Antigüedad tardía dedicó su atención a esta creación y producción, y las representó en algunas de sus imágenes. Prometeo aparece relacionado con las moiras, con Eros y con Psique. En estas imágenes aparecen animales con alma. El relieve del Louvre muestra al escultor Prometeo creando al hombre mientras Atenea suelta una mariposa. Es la mariposa de la vida, del alma, portadora del aliento que se introduce en la arcilla inánime. Este quehacer de Prometeo le hace destacar frente a lo anterior. De Caos nació Gea; de Gea, Urano, el Ponto y las Montañas. Proceden de procreaciones primigenias, es partenogénesis. No existe una mano que crea y da forma, sino que las figuras irrumpen directamente desde el fondo del ser. Prometeo, en cambio, no engendra dioses ni titanes sino hombres y animales. Los forma con barro, la materia más frágil, más perecedera, un producto amorfo de la descomposición. Su quehacer es anímicamente fugaz y perecedero, sus hechuras son tan delicadas y vulnerables como la mariposa que les infunde aliento. Esta mariposa las volverá a abandonar. Prometeo engendra seres mortales, criaturas de su imaginación pero sujetas a la muerte. El alfarero Prometeo no les puede conferir la inmortalidad: envejecerán, se marchitarán y desaparecerán. Como benefactor puede atenuar su suerte, puede enriquecer sus vidas con sus invenciones y sus artes, pero no puede darles la inmortalidad ni la juventud eterna.
Aun así los ama, y los ama con más vehemencia y pasión que los dioses al amar al hombre. Los ama como hijos de su fuerza. No son del todo su obra; en ellos se hace visible la contribución de Zeus y Atenea. Pero en ellos lo prometeico es inconfundible; se le parecen y él es capaz de reconocerse en ellos. El fuego que a él le penetra también está presente en el hombre, en el que existe toda la inquietud del devenir, las ganas enteras de crear que el titán siente latir en su pecho. Los ama como un padre ama a sus hijos. Y puesto que los hace suyos, les concede protección por doquier. En sus manos se convierten también en un instrumento en contra de los dioses, en contra de Zeus. El hombre se ve involucrado en la lucha entre Zeus y Prometeo, padece esta lucha, a la que inevitablemente se ve arrastrado. Cuanto más visible se hace en él lo prometeico, tanto más amenazado se ve. A Zeus, que adivina los planes de los titanes, no le gusta el hombre prometeico; trama su aniquilación, quiere crear otra estirpe humana. El cielo empieza a ensombrecerse para el hombre y también Prometeo se ensombrece. Cuanto más se ve arrastrado a la lucha contra Zeus, tanto más se oscurece su ser. Es una imagen del supremo esfuerzo y de las fuerzas en tensión cuando se enfrenta a Zeus y busca preservar frente a él su obra. En él, lo atlético emerge en la medida en que se enfrenta a Zeus. Para él ya no hay vuelta atrás: o vence o lo aniquilan.
Hesíodo relata la asamblea de los dioses con Prometeo y los hombres en Mecone. Pone de relieve la naturaleza audaz y perspicaz del titán, que para realizar sus proyectos no desdeña los caminos tortuosos ni los engaños. Se trata aquí del sacrificio que los hombres ofrecen a los dioses, de la cuestión de si es necesario ofrecer sacrificios y, más en concreto, de cómo hay que ofrecerlos. Prometeo no suprime el sacrificio. El procedimiento que aplica afecta a la distribución de las piezas del sacrificio, que él regula de forma que los dioses obtienen las porciones más vistosas y los hombres las mejores. ¿Qué sentido tiene? El sacrificio es, en su opinión, un obsequio desinteresado del hombre a los dioses, una dádiva producto del agradecimiento, pero con él se modifica su esencia. Un sacrificio que se ofrece con una segunda intención ya no es un regalo desinteresado. ¿Para qué ofrecer un sacrificio así? Ofrecerlo sólo tiene sentido si se supone que los dioses exigen el sacrificio, que el hombre ha de ofrecerlos en razón de su inferioridad y su temor, para protegerse de un daño. Ésta es la idea que Prometeo sugiere al hombre prometeico, con la que le familiariza para provocar el distanciamiento entre hombres y dioses. Cuando los sacrificios se hacen por la fuerza, cuando es preciso ofrecerlos para ahuyentar un daño, se convierten en un tributo y un impuesto fastidioso cuya disminución por medio de la astucia constituye una prueba de la inteligencia del hombre. Pero no se puede engañar a los dioses, que adivinan esta conducta. Zeus se sonríe y elige la pieza del sacrificio que Prometeo ha amontonado en honor suyo.
Fue este sacrificio engañoso, tal y como observa Hesíodo, lo que indujo a Zeus a quitarles de nuevo a los hombres el fuego que ya poseían y del que disfrutaban. Se introduce así el robo del fuego que Prometeo lleva a cabo. El fuego es un elemento con el que Prometeo mantiene una relación muy estrecha. Es el elemento que da alas a todo lo anímico, lo vivo. Está presente en el propio titán, él lo insufla en todas sus obras. En su crear y producir habita una fuerza ígnea, es el portador de la llama, el que maneja la antorcha que dibuja en el espacio oscuro un trazo de luz clara. En la naturaleza del titán está el ímpetu ígneo de los cometas que se alzan como grandes fenómenos lumínicos en el cielo al surcar la bóveda celeste. Pero el fuego prometeico no sólo es luz que brinda claridad y calor y que posee también una fuerza voraz, patente cuando se lo utiliza y aprovecha. Como elemento de la Hestia virginal, el fuego es sagrado y puro. Al hombre le provoca un temor sagrado cuando lo mira, y lo maneja con prudencia. Existen costumbres ancestrales relacionadas con el acto de prender el fuego, con el fuego del sacrificio, cuya pureza salvaguardaban los griegos no sin ansiedad. Prometeo y Hestia están alejados el uno del otro; el fuego de Prometeo y el de Hestia son diferentes.
Hestia es una diosa de virginidad rigurosa que juró por la cabeza de Zeus mantenerse siempre virgen. A esto se debe el rito de consagrarle la simiente nueva, los primeros frutos, los bueyes de un año, y que ella sea la diosa de los principios. Su virginidad se corresponde con la función que detenta, en la que florece. En el Himno homérico se dice de ella que tiene su sede eterna y antiguos honores en las elevadas moradas de los dioses y en las de los hombres; que como primogénita posee, en lugar del matrimonio, el honor de ser la diosa más antigua para todos los mortales, de ocupar el centro de la casa y de beber aceite. En todos los sacrificios, la primera libación está dedicada a ella, un rito que siempre se respetaba en los altares de Olimpia. Es así como entre los griegos el fuego doméstico lleva el nombre de la diosa del hogar, de Hestia. El primer altar es el hogar doméstico; el primer fuego de sacrificio, el fuego del hogar. Del fuego que calienta, protege y nutre surgió el culto a Hestia. Puesto que el hogar comunitario ocupaba en sus orígenes el centro de la casa, se considera este centro como sede de la diosa, desde el cual ella interviene en todos los asuntos domésticos. La casa entera, todas sus partes, las habitaciones y alcobas, los sótanos y la cocina, la despensa y los rendimientos. Ella gobierna a cada uno de los moradores de la casa así como la comunidad, el lecho matrimonial, las relaciones matrimoniales y de parentesco; gobierna a todos aquellos que han sido acogidos en la comunidad, a los visitantes y a los invitados. De ahí que su dominio se extienda también a la hospitalidad y a los que buscan amparo en las casas. Esas máximas que invitan a entrar, que prometen una acogida amable y que hoy en día todavía encontramos a la entrada de las casas, esos «Bienvenido sea» o «¡Adelante!», garantizan la protección y la promesa de hospitalidad por parte de Hestia. Hestia da la bienvenida por medio de la luz y el humo del hogar. El florecimiento y la prosperidad de una casa, su seguridad, su vida ordenada dependen de la diosa, que es hermana de Zeus e hija mayor de Crono y Rea. También preside el altar de los sacrificios de la casa, de forma que los lares (dioses domésticos), que tienen su lugar al lado del hogar, la siguen y son guiados por ella.
¡Quién no conoce las casas que Hestia evita, los apartamentos de los que uno sale con sensación de alivio! En ellos no está presente Hestia y, por tanto, carecen de los buenos espíritus domésticos y comunitarios que van y vienen con el séquito de la diosa. ¡Quién no ha entrado alguna vez en una casa en la que ha pasado alegres horas y que ahora está vacía, abandonada por sus habitantes, carente de todas esas cosas que la hacían confortable! Cuando entonces le sobreviene una sensación de frío y tristeza, siente esto: que Hestia la ha abandonado. Es en la casa habitada donde encontramos a la diosa, que ama la proximidad de las personas y evita los edificios abandonados y en ruinas. Cuando se dice de ella que fue la inventora de la construcción, no se está pensando en las paredes desnudas; lo que ella protege son las relaciones domésticas en su totalidad y la casa como lugar de estas relaciones. La casa doméstica es el lugar donde se afana sin ser vista. En los puestos de guardia, las salas de máquinas, las oficinas, los cobertizos y los almacenes no se encuentra ni rastro de ella; tampoco en los museos, las salas de espera o los compartimentos de los trenes. No siente placer alguno por los pisos arrendados de las grandes ciudades, por las viviendas cambiantes y pasajeras. Es una diosa pacífica y constante, contraria a las mudanzas y los cambios rápidos. Es una benefactora silenciosa que pasa inadvertida, que ama el hábito familiar y la vida en comunidad. Si bien no evita al solitario, su ámbito es la familia.
El dominio de Hestia se extiende por las casas y los templos, y no sólo preside el fuego del hogar sino también el altar. De ahí que se le rinda culto en todos los templos, que en el sacrificio se la invoque en primer lugar, que el primer sacrificio esté destinado a ella y sea para ella el primero y el último donativo en la comida sacrificial. Así como la casa tiene un hogar, la ciudad tiene un hogar común a todos los habitantes, además de una efigie de la diosa en la casa del pritaneo que, al jurar su cargo, ofrece un sacrificio en su honor. De la llama de este hogar toman fuego los colonos que abandonan su patria y se marchan lejos, llevándoselo con ellos; la llama del hogar de la Hestia de la patria arde ininterrumpidamente en las ciudades recién fundadas. Un fuego alimentado constantemente arde en sus santuarios, una llama que no deberá apagarse y que, si alguna vez se extingue, no puede ser prendida de nuevo con otros fuegos sino que tiene que encenderse frotando dos piezas de madera o por medio de un espejo ustorio. El culto a Hestia siempre está ligado al hogar y un fuego que se apaga en una casa o un templo ahuyenta a la diosa. Así, malbaratar y apagar con violencia un fuego, como se solía hacer para penalizar al padre de la casa que no había pagado sus tributos, es un acto dirigido contra su Hestia. Tener que abandonar la propia Hestia significa tener que marcharse del fuego del hogar patrio. La chica que se casa deberá dejar su Hestia por un nuevo hogar, un nuevo fuego. Pitágoras decía que a la mujer se la aparta de su hogar, de su Hestia, y que acude al marido en busca de protección; por eso tiene él el deber de mantenerla.
El fuego de Hestia es un fuego plácido y silencioso, secreto y nutriente. La custodia de Hestia mantiene a raya su fuerza destructora, devoradora, engullidora. No es éste el fuego del que se apodera el titán. No es el fuego de Hestia el que él entrega a los hombres. Aspira a algo más elevado, se apodera de los signos de fuego del poder supremo, de los rayos de Zeus. En el tallo hueco y delgado de una varilla de férula lleva a la tierra, al hombre, el fuego refulgente de los rayos. Los rayos que fueron forjados por los cíclopes constituyen las armas del soberano de los dioses, expresan el poder aniquilador y también benefactor de Zeus. Dos aspectos abarca la acción del titán, el ataque al propio Zeus y una profanación. La puesta en servicio, el provecho y la utilización de este fuego son hechos profanadores y se los considera una profanación. Es una abierta declaración de guerra contra Zeus, que sale de la tranquila esfera de su dominio para derrocar a Prometeo. Son tres las circunstancias que aniquilan la obra del titán y que lo refrenan: el descenso de Pandora, el diluvio deucaliónico y el encadenamiento de Prometeo.
Pandora es el instrumento para debilitar al hombre prometeico. Zeus se enfrenta como inventor al inventor Prometeo. Utiliza el procedimiento prometeico cuando ordena a Hefesto que modele artificialmente una mujer. Hefesto la forma con barro y junto con Atenea Ergane la cubre de adornos. Para Hesíodo, Pandora era la primera mujer mortal. Según él, todos los males, las tribulaciones y las calamidades le vienen al hombre de la mujer, pero éste es incapaz de hacer nada sin ella. De Pandora se relata que, gracias a la colaboración de Afrodita, las musas y Hermes, está dotada de encantos, de poder de seducción, de un adulador arte del disimulo. Es ella quien trae la tinaja que contiene todos los males. Al abrirla, éstos salen volando, sólo la esperanza permanece. En esto queda patente que Zeus conoce a la perfección la naturaleza del hombre prometeico, pues Pandora representa la visión soñada y el ideal del ser humano, al que éste no es capaz de ofrecer resistencia cuando se le aparece con todo su brillo y su dulzura. Ella es el engaño titilante que se convierte en fatalidad para el deseo ciego, para la voluntad ciega, de forma que el hombre ni siquiera repara en la tinaja, repleta hasta el borde de calamidades. Esta misma ceguera muestra Epimeteo, el hermano débil de Prometeo. Los dioses dejan que se debilite y se malogre. Hermes conduce a Pandora hasta Epimeteo y él la acepta gustoso hasta que, habiéndola poseído, reconoce demasiado tarde la desgracia de la que es portadora. También Menecio, aunque más astuto, fue derrotado por el relámpago de Zeus y encerrado en el Tártaro junto con los titanes irreconciliables.
El diluvio deucaliónico representa la aniquilación del hombre prometeico a manos de Zeus. Irrumpe el agua y cubre la tierra durante nueve días, destruyendo el linaje humano. Sólo Deucalión, hijo de Prometeo, y su esposa Pirra, hija de Epimeteo y Pandora, consiguen salvarse escondidos en el interior de una caja de madera que flota sobre las aguas. El arca se deposita sobre el Parnaso u otro monte. Deucalión sale de ella y ofrece sacrificios a Zeus, quien le promete que creará una nueva raza de hombres. Deucalión y Pirra arrojan piedras hacia atrás, por encima de sus hombros, y de estos huesos de Gea, la gran madre, surgen hombres con los que Deucalión funda un nuevo reino. Junto con Pirra engendra a Anfictión, Helén y Protogenia. Se le considera el fundador de las Hidroforias, la fiesta que se celebraba en Atenas en memoria del diluvio.
A Zeus no le basta con aniquilar la obra de Prometeo, también desea derrocarlo. Encadenado en el Cáucaso con las cadenas que había forjado Hefesto, Prometeo sufre todos los tormentos del vencido y el sometido. Se ve privado de los frutos de sus esfuerzos. El águila de Zeus le picotea el hígado, que se renueva incesantemente. Inquebrantable, sufre hasta que Heracles, cruzando las montañas, mata al águila y libera al titán de sus ataduras. Como los grandes titanes, Prometeo es inmortal, y también es inmortal su voluntad. Zeus puede derrocarlo pero no es capaz de extinguirlo, ni a él ni a sus deseos. Regresa al Olimpo, donde retoma como antaño su papel de consejero y présago de los demás dioses.
La obra de Esquilo muestra a un Prometeo sufriente, encadenado. Empieza con el encadenamiento y finaliza con el momento en que el titán es arrojado al Tártaro. Esquilo representa a Prometeo como un caso singular, como alguien aislado. Hefesto, que siente simpatía por Prometeo, aparece representado con el martillo y las cadenas, suspirando y ejecutando contra su voluntad la labor de forja que le ha impuesto Zeus. Cratos y Bía, los fieles acompañantes de Zeus, traen al titán encadenado. Cratos exhorta con acritud al titubeante Hefesto para que efectúe su trabajo bien y sin dilación. En Prometeo sólo ve al necio ciego, odiado por los dioses, al ladrón y delator de los secretos divinos, a quien es preciso ablandar mediante el dolor. Prometeo no sólo es encadenado, también se le hunde en el pecho una cuña diamantina. El titán se mantiene silencioso durante la ejecución de este trabajo y únicamente cuando lo dejan solo prorrumpe, devastado, en salvajes lamentos.
Los titanes ven en Prometeo, a pesar de todo lo que los separa de él, a uno de los suyos. No lo abandonan cuando está encadenado a las rocas. Desde el mar, las oceánides, hijas de Tetis y Océano, acuden volando sobre un carro alado. Un coro titánico eleva su voz en las solitarias orillas marinas y en las gargantas rocosas. Desciende hacia Prometeo, le consuela, le alienta y le apacigua. Océano, el padre, que sigue a sus hijas montado en un caballo alado marino, se ofrece como mediador entre Zeus y el titán, con quien está emparentado y a quien aprecia más que a los dioses. Su intención es pedir a Zeus que suelte sus ataduras. Prometeo procura disuadirlo recordándole la suerte que corrieron Atlas y Tifón. Océano hace caso a la advertencia y regresa a su reino.
El coro de las oceánides eleva su canto. Con prepotencia, así empieza, Zeus ha demostrado su poder a los antiguos soberanos. En todos los países se escucha ahora el lamento por el destino de los titanes, por el de Prometeo, entre los habitantes de Asia y de la Cólquide, entre los escitas, los árabes y los habitantes de las fortalezas del Cáucaso. Alrededor del titán Atlas, que está encadenado con ataduras de diamante, resuena el lamento de las olas que irrumpen salvajes del mar; las profundidades del Hades suspiran y las corrientes sagradas lamentan su sufrimiento. Es el sufrimiento de Gea por sus hijos, seguido de un poderoso eco que procede de los mares y las montañas, de las gargantas y las corrientes. Este lamento que se derrama por doquier evidencia que Gea se siente unida al titán. Se ha producido un desgarro entre ella y sus hijos, una separación dolorosa y violenta, y todo lo que pertenece a Gea se ve transido por este dolor. Se percibe un hondo suspiro cuando Zeus se hace con el poder.
Ío, objeto de la ira de Hera y que, como una segunda Hera, va errando por los países, se encuentra con el titán en su huida. El vidente Prometeo le predice el recorrido y el final de sus penas y también le revela que su bisnieto Heracles acudirá a liberarlo. Ío no sólo está vinculada a Prometeo por ser antepasada de Heracles, también está ligada a él por el sufrimiento común. Su suerte es la contrapartida femenina de la suerte de Prometeo. La doncella inaquea, al convertirse en amada de Zeus, tiene la misma condición que el titán. No se considera aquí la culpa o la ausencia de culpa; basta con que se unió al dios, que la deseaba, como una mortal. Esto la elevó por encima de todo lo humano, la puso en peligro y la expuso a ser aniquilada. Se vio involucrada en la batalla de los dioses y una locura incansable la hace errar por el mundo. De ahí que las oceánides imploren al destino que nunca jamás una de ellas tenga que compartir lecho con un dios olímpico. Pues es muy dura la suerte de aquella que es amada por los dioses.
Contrariamente a Prometeo, que forjó su destino con determinación viril, Ío es la sufriente desamparada, la perseguida por Argos, el de mil ojos. Sus lamentos llegan al fondo del corazón cuando, en los momentos de serenidad, se formula la dolorosa pregunta de qué culpa vio Zeus en ella para atarla a esos tormentos y torturarla con el miedo y la locura. Debido a que es reciente y joven, el poder de Zeus está lleno de una dureza sin contemplaciones contra los titanes. Éstos aparecen aquí como los antiguos soberanos. Prometeo define a Crono como alguien marchitado por la edad; de marchita califica a la titánide Temis. Los dioses empiezan a gobernar de un modo nuevo; ya se sienten tan seguros, tal y como afirma Prometeo contra Hermes, que empiezan a disponer su morada como si fuese una fortificación inexpugnable. En su odio a Zeus y a los dioses olímpicos, Prometeo se vuelve a apoyar en lo titánico. Invoca al éter, a los vientos, a las olas del mar, a la gran madre Gea y a Helio, un mundo titánico y sin dioses al que se siente unido.
Prometeo sucumbe porque ha amado a los hombres más de lo debido. Es el enemigo ancestral de Zeus y se jacta de ello. Salvó a los hombres cuando Zeus deseaba aniquilarlos. Plantó en ellos una esperanza ciega, de forma que no fueron capaces de prever su destino y olvidaron su propia condición mortal y caduca. Les entregó el fuego para que aprendiesen múltiples artes. Se precia de que el hombre adquirió conciencia y espíritu gracias a él. A los que vivían en cuevas les enseñó a construirse casas, a observar el curso y el tiempo de los astros. El conocimiento de los números, la invención de la escritura, que todo lo fija, proceden de él. Sometió los animales al hombre, inventó la navegación a vela, los medicamentos, el arte de la adivinación, la observación de las entrañas de los animales sacrificiales; descubrió y enseñó la utilización de los metales. El coro de las oceánides escucha con un sentimiento contradictorio la enumeración de las obras de las que se vanagloria Prometeo. ¿Contra quién se jacta de ellas? El coro eleva su voz de forma intermitente, alabando a Zeus como garantía de la obediencia a él debida. Prometeo sintió demasiada estima por los hombres. Cometió una falta por amor a unos seres ciegos e insignificantes cuya voluntad quiere ir inútilmente más allá del consejo de Zeus. ¿Qué es el hombre? Una figura de ensueño que nunca abandona su propia impotencia, un espectro, nada.
Prometeo sigue siendo irreconciliable. Emprendió por sí mismo el camino del enfrentamiento con Zeus. Desde un principio reconoció que la lucha de los grandes titanes contra Zeus era inútil e intentó animarles con sus inteligentes consejos para que se sometiesen al poder de Zeus. La predicción de Gea y de Temis le enseñó que con violencia no se podía hacer nada contra Zeus, que sólo la astucia podía ser de utilidad. De ahí que, cuando los titanes desestimaron sus consejos, se pusiera, con Temis, del lado de Zeus, aconsejándole que encerrase a Crono en el Tártaro junto con sus secuaces.
¿Qué hace sólido a Prometeo en su fuerza y su obstinación? Prevé que Zeus lo necesitará y apuesta por ello. Sólo él conoce el acontecimiento futuro que amenaza el poder de Zeus. Se atreve a anunciar su caída y no se deja intimidar por la advertencia del coro. Habrá unos esponsales cuyo fruto será funesto para Zeus. A Hermes, que aparece como mensajero exigiendo una explicación, lo rechaza con acritud y sorna. Hermes también se enfrenta al titán con una ironía incisiva. Hay algo de verdad cuando le reprocha que sería insoportable si fuese feliz. A ello Prometeo responde sólo con un grito de dolor, un grito que Zeus, según el comentario lacónico de Hermes, ignora. A continuación, le anuncia las consecuencias de su negativa. Zeus lo arrojará al abismo con ayuda de sus rayos y no verá la luz durante largo tiempo. Después, una vez de vuelta en la tierra, el águila devorará su hígado, el centro de su fuerza y de sus deseos, hasta que llegue Heracles, hasta que Quirón se decida a descender al Hades en lugar de Prometeo. Prometeo, que hace tiempo que conoce su futuro, insiste en su negativa a pesar de la última advertencia del coro y, de inmediato, tiene lugar la decisión de Zeus. La tierra tiembla poderosamente y el titán se hunde junto con la roca a la que está encadenado. Desaparece en las profundidades invocando el éter sagrado.
Los titanes y los dioses
Los titanes no son dioses aun cuando engendran dioses, y en el reino de Zeus gozan de veneración divina. El Prometeo de Esquilo brinda suficiente información acerca de la contraposición entre ellos. El mundo que gobiernan los titanes es un mundo sin dioses. Quien se imagine un cosmos atheos, aunque no como lo definen las ciencias exactas, lo encontrará aquí. Los titanes y los dioses se diferencian, y como esta diferencia también se hace visible en su comportamiento frente a los hombres, pues éstos experimentan en sí mismos cómo gobiernan, son capaz de diferenciarlos en razón de su experiencia. El hombre es capaz de reconocerlos, no como producto de su experiencia sino como gobernantes por cuyo medio se funda la experiencia. La conquista del poder de Zeus marca un momento de cambio. Ahora se pueden comparar y medir una con otra la edad de Crono y la de Zeus. Cuando los dioses olímpicos se convierten en conductores del destino humano, todo lo titánico retrocede hacia la sombra. Crono y Jápeto siguen imperando en las tinieblas del reino de las sombras, descienden a la oscuridad de las cavernas de las que el joven Zeus se eleva hacia la luz. Los grandes titanes y su séquito, que se pone de parte de Zeus, se mantienen en su poder, si bien también ellos se ven afectados por la caída de Crono, ceden su lugar a los dioses olímpicos, que conforman el centro del acontecer.
Los grandes titanes no son descritos como impíos, insolentes u osados; se representa su poder grave, su legítimo y necesario modo de actuar. No son desenfrenados detentadores de poder ni detractores de la ley, más bien son los soberanos de una legalidad acerca de cuya necesidad no cabe duda alguna. Presiden con imperio el curso de los elementos, cuyas riendas y bridas sujetan, tal y como se observa en Helio. Son conservadores, protectores, salvaguardias, vigilantes y conductores de este orden. Ellos lo fundaron y ellos lo inician y despliegan más allá de Caos, como indica el comentario de Homero sobre Atlas cuando apunta que tiene en su poder los pilares que sostienen el cielo y la tierra. Su soberanía no es desorden, ni es un despliegue desordenado de fuerza; en relación con Caos constituyen un poderoso cerrojo que impide que todo retorne a la confusión de lo desordenado. Nos encontramos frente a un círculo, un ciclo de soberanos que aunque son diferentes unos de otros actúan conjuntamente. Su orden los distingue de la caterva de gigantes, en los que siempre hay algo masificado. Que el círculo de soberanos titánicos es numéricamente igual al de los dioses olímpicos no es un error de cálculo sin sentido ni una invención sino que muestra la simetría del relevo. Los titanes y los dioses se corresponden, y así como Zeus reemplaza a Crono, así Poseidón está en correspondencia con Océano; Hiperión y su hijo Helio lo están con Apolo; Ceo y Febe, con Apolo y Ártemis, y Selene, con Ártemis.
El reino de Crono no es un reino del hijo. En él los hijos se hallan ocultos, ya sea en el propio Crono, que toma para sí lo que él mismo engendró, o en su dominio, como Zeus, que vive oculto, al que Rea resguardó y crió en cuevas a escondidas de Crono. Como las cosas son así, el reino de Crono tampoco es un reino del padre. Crono no quiere ser padre puesto que para él la paternidad significa una amenaza constante a su soberanía y no supone más que trabajos y la preparación de su caída. Desea mantener el ciclo de lo existente sobre el que impera, dejar que perdure invariable; desea que ruede y gire en sí de eón en eón. Mantener y perseverar es ya la voluntad de su padre. Urano no desea el devenir titánico, lo que desea es perdurar inmutable en el espacio de su dominio. Urano es viejo, inconcebiblemente viejo, tan viejo como los metales y las piedras, el aire y el éter. Tiene una dureza acerada, alejada del devenir. Y también Crono es viejo. Da la impresión de ser viejo cuando, medido con Zeus, se compara al padre con el hijo. ¿Puede el flujo, el desbordamiento de las fuerzas titánicas adoptar a la vez el aspecto de lo inmóvil, de lo inmutable? Sí, si se lo considera como un retorno, como una etapa del retorno cuyo movimiento de incesante fluir revela al mismo tiempo la ley rígida e inviolable. Entonces todo parece ser viejo, viejo como Océano, que se mueve en círculo, que encierra los mares y las tierras; viejo como los viejos del mar que emergen de las aguas con sus rizos plateados. Esquilo llama a Crono el encanecido por la vejez, y a Gea Temis la encanecida. La inmortalidad ligada a la edad avanzada se hace patente en los titanes, pero no en los dioses. También la lozanía de los titanes diverge de la lozanía de los dioses porque en el florecimiento titánico se advierte el retorno del movimiento elemental. Zeus es joven porque niega este movimiento, porque lo rompe. No engulle a sus hijos, es un padre. Tiene la madurez de un padre. Urano y Crono son más viejos que Zeus y aun así no poseen esta madurez.
El reino de Crono está más rígidamente cerrado en sí mismo que el de Zeus, tal como lo muestra la dureza de Crono, que recuerda al guijarro; carece de centro. La esencia titánica desconoce el centro y por eso no puede alcanzar la madurez, pues el centro y la madurez se comportan como el hueso y la carne del fruto. Lo que deviene no forma una unidad con lo que madura, el tipo de movimiento es diferente. Crono no quiere saber nada de su propio fruto, su devenir excluye el fruto y la madurez. Aquí Rea aparece como una contrincante. Está cansada del devenir titánico, llena de nostalgia por la madurez; quiere ser madura, sobre todo como madre. Busca su madurez en la maternidad, a ello le ayuda su hijo Zeus.
¿Cómo alcanzan los titanes el centro? Caos carece de él y también Gea, que intranquila por la suerte de sus hijos irrumpe de la tierra con medio cuerpo. Lo que deviene carece de centro, sólo se hace visible en la consumación. El centro y la consumación se corresponden. A esto se refiere la sentencia de Solón de que nadie se puede considerar dichoso antes de su final. Lo que hay de dicha en una vida cuando puede decirse de alguien que es dichoso, sólo se percibe una vez se ha llegado al centro, cuando se ha producido la consumación. Una vida así irradia luz, obtiene brillo. Donde el devenir es un consumarse, allí el movimiento se aquieta en la consumación.
Zeus posee el centro y la madurez, y así todo en el mundo de Zeus obtiene su centro y madurez. Apolo es centro hasta lo luminoso, hasta el brillo supremo. Su brillo es diferente del de Helio, que siempre nos da sólo la cara. Atenea es centro por su serenidad y su mentalidad. Lo lúcido de este mundo irrumpe desde el centro. Y el resplandor llega volando hacia los titanes, que reconocen la preeminencia de Zeus y son admitidos en su reino. Rea madura como madre, Temis y Mnemósine maduran al unirse con Zeus.
Con el centro y la madurez está conectada también otra cosa, el sufrimiento de los titanes. El lamento de Prometeo encadenado indujo a Hermes al comentario burlesco de que un grito así era ajeno a Zeus. Los titanes, en tanto que mueven, son también movidos. Su lucha está impregnada de la inquietud del devenir y esta inquietud comporta sufrimiento. Se les han impuesto grandes tareas y grandes son las tareas que llevan a cabo. Están más cerca de Caos que los dioses, y en ellos se hace visible lo caótico. En Caos todavía no existe la necesidad, puesto que todavía no existe en él una ley visible, y lo necesario sólo surge cuando puede ser medido con respecto a una ley. La necesidad se refuerza en Urano y Crono con la ley del retorno. Esta necesidad es al mismo tiempo la más dura de las arbitrariedades. La arbitrariedad es sólo otro nombre para la necesidad, es la moderación de su voluntad. En la moderación de la voluntad de los esfuerzos titánicos se halla separado lo que en Caos estaba indiviso, lo desordenado e indiviso obtiene un orden y una distinción. Este orden impregnado de la inquietud del devenir lleva en sí la huella del esfuerzo que supuso; en él es evidente la aflicción. En las titánides es donde la tristeza se hace más patente: en la aflicción de Rea, que se ve afectada en su condición de madre; en la aflicción de Mnemósine, que incesantemente evoca el pasado. El fondo sobre cual se elevan permanece oscuro y la soledad las envuelve. El titán vencido es una imagen del sufrimiento. Derrotado, arrojado hacia los abismos de la tierra, condenado a una pasividad en la que sólo acarrea, levanta y se apoya, se asemeja a una cariátide que soporta una carga. Su espalda se arquea, sus venas y sus músculos se hinchan, como los de Atlas, que siente sobre sus espaldas y su nuca el peso de la tierra. Su invencible e indoblegable obstinación distingue la esencia de los titanes de la de los dioses, una obstinación en la que se endurecen y se petrifican. Invencible es la obstinación de Jápeto y de su estirpe, indoblegable la obstinación de Prometeo vencido, sufriente y encadenado al Cáucaso. Gea y sus hijos escuchan estos lamentos que llenan las montañas.
El sufrimiento de Dioniso recuerda al sufrimiento de los titanes, pero está incluido en la marcha victoriosa y la entrada triunfal del dios, es un estadio de su constante metamorfosis. Sucumbe bajo el sufrimiento, despedazado por los titanes que le atacan, y sale de él con una fuerza inmortal e invencible. El retorno de Dioniso, el señor que se transforma, es distinto del retorno de lo igual elemental sobre el que vela el titán inmortal. El sufrimiento ayuda a Dioniso a madurar. Los dioses del Olimpo no sufren como los titanes. Son en sí mismos felices y se bastan a sí mismos. Pero no como si no conociesen el sufrimiento de los hombres, pues son ellos quienes lo provocan y lo curan. En el pensamiento epicúreo, los dioses habitan los mundos intermedios, separados de la vida de la tierra y de los hombres en un grado tal que nada les alcanza ni proviene de ellos. Disfrutan de sí mismos en una dicha eterna que no comparten con nadie. Aquí la idea de que carecen de destino se lleva tan lejos que trasciende todo poder e impotencia; es como si los dioses estuviesen sumidos en el sueño más profundo, como si no existiesen para el hombre. No es necesario que el hombre piense en ellos, sólo deberá dejarles dormir su sueño dichoso. Hay en esto una reflexión filosófica ajena al mito. En el universo homérico la dicha de los dioses es de un signo completamente diferente, no tiene nada de epicúreo ni de estoico. Su autosuficiencia no les separa del hombre, en el hombre mismo habita algo divino que no se pierde y que necesita de los dioses. La soberanía de Zeus tiene algo que todo lo penetra, los dioses son fundadores y su fuerza fundadora se hace patente por doquier, incluso el ojo más ciego la percibe. Aquí no existen mundos intermedios, ni espacios aislados a los que ninguna noticia tiene acceso, de los que ninguna noticia procede. El Olimpo está enraizado en la tierra y la tierra de la que los dioses proceden tiene valor para ellos en todas sus formas: el continente, la isla, el mar y el río.
¿Acaso el dolor, el sufrimiento humano es menor bajo Zeus que bajo Crono? No, es de otro tipo. ¿Es mayor? Sí, en cuanto que la dicha también es mayor. En la dicha y en el dolor hay más madurez que en el ámbito titánico. En Dioniso se encuentra una madurez trágica de la que carecen los titanes. No les ha sido concedida ni la dicha de Apolo ni la ociosidad de Pan. Bajo Zeus se separa algo que bajo Crono todavía estaba unido. En la claridad que todo adquiere aquí hay un plus de dolor y de dicha. ¿Dónde empieza el dolor del hombre apolíneo? Donde la lucidez del cuerpo y de la mente se halla debilitada y empañada, donde anida lo torcido y lo sinuoso, en el pensar y en el hacer, en el Estado, en el Derecho, en las Artes. Nace de la vulneración del recto crecimiento y del caminar erguido, del oscurecimiento, de la falta de luz. Del mismo modo que Apolo odia la barbarie y la violencia, así también las odia el hombre apolíneo. ¿Quién se atreve a decir que este sufrimiento es poco? Por tanto, ¿es poca la dicha que brinda Apolo? Es grande el sufrimiento que se apodera del espíritu cuando éste ve al hombre cubierto de manchas.
El hombre dionisiaco sufre de otro modo. Tiene que adquirir conciencia de la cáscara, de lo vacío y hueco del transcurso del tiempo cuando Dioniso se aleja, cuando desaparece de la vista y se hace imperceptible. Entonces el tiempo se percibe como tal, la vida se convierte en un molino que se mueve y se mantiene mecánicamente, ¿por qué y hacia dónde? La existencia en la que ha perdido a Dioniso parece carecer de sentido para el hombre, su separación del dios se le antoja insoportablemente dura; suspira en su abandono, porque ¿qué es él sin el dios que es el vino de su vida, sin la exuberancia, la ebriedad y el olvido? Para él sería bueno, como dice Sileno, no haber nacido nunca o, si ya ha nacido, morir temprano.
¿Acaso el hombre que venera a Pan, el hombre pánico, no sufre? Sufre cuando se ve privado de su ociosidad, cuando su crecimiento se ve limitado y se le impide acceder a la naturaleza salvaje. Sufre como un cazador al que se priva de la caza, que ya no puede cazar, deambular y vagar, que ha sido excluido de las montañas y los bosques, de los ríos y las orillas, de los bosquecillos y los cañaverales. Sufre desde el sexo, por la deformación, porque en él ha sido atacado el origen del crecimiento, porque ha sido expulsado de los prados de las ninfas de Arcadia, de las corrientes de agua y luz de la naturaleza salvaje arcádica por la que transita el cazador Pan.
Los titanes y los hombres
Bajo Crono el hombre está incluido dentro del orden titánico; todavía no se encuentra en la oposición a él que se genera con la soberanía de Zeus. Experimenta en sí las fuerzas de los titanes, vive en su ámbito. El pescador y el navegante que se atreven a salir a la mar están en el elemento titánico; al pastor, al cazador y al campesino les sucede lo mismo en la tierra. Hiperión, Helio y Eos fijan el día, Selene la noche. Iris, las horas, las pléyades y las híades concluyen siempre de nuevo su danza y su corro. Las madres titánicas gobiernan, Gea, Rea, Gea Mnemósine y Gea Temis. Por encima de todo gobierna y dispone el viejo Crono, que abarca en el círculo todo aquello que aparece en el cielo, la tierra y el agua.
El curso de la vida humana está ligado al orden titánico. La vida forma una unidad con él; el curso de la vida no se desprende de él. Es curso del tiempo, curso del año, curso del día. Las mareas y los astros se mueven. El devenir se encuentra en interminable fluir. Crono impera sobre el retorno elemental y todo retorna, se repite, se asemeja. Ésta es la ley de los titanes y su necesidad. Su movimiento tiene un orden cíclico riguroso, un turno de retorno del que no puede escapar el hombre. Su vida es una copia de este ciclo, gira dentro del turno titánico de Crono.
El devenir carece de historia precisamente debido a esta necesidad que va ligada a él. El pensamiento mítico no conoce nuestro concepto de naturaleza. No obstante, está ya aquí lo que llamamos naturaleza pura, mediante la cual establecemos una contraposición con lo que viene determinado por imposición divina o humana, por el orden divino o humano. Para nosotros la naturaleza es todo lo que depende de las leyes naturales. En el reino de Crono no falta esta ley, está lleno de ella. Sin embargo, allí donde imperan una ley y una necesidad como ésta no puede haber historia, nada puede entrar en la historia. Del mismo modo que no puede existir una historia de las flores y de los árboles, puesto que siempre retornan en el tiempo, así tampoco existe una historia para el hombre que está totalmente insertado dentro del retorno del devenir elemental. De él no se desprende acontecer alguno en el que el hombre se pueda comprender por medio del pasado. No puede formarse el escalonamiento que se requiere para ello. Aquí no hay evolución, ni progreso, ni cambio que pueda ser retenido por la memoria y el recuerdo; aquí sólo hay un ir y venir de estirpes que se vuelven a sumergir en el anonimato. De ellos no sabemos nada, se han marchitado como la hierba y caído como las hojas de los árboles. Aquí el hombre todavía no tiene destino, como lo tienen los semidioses y los héroes. Bajo Zeus se despliega la vida de los héroes que pervive en el canto, en la épica y en la tragedia; con Crono no existen héroes, ni edad heroica. Para el hombre, Crono y los titanes no significan destino, pues ellos mismos carecen de destino. Helio, Eos, Selene no tienen destino, el mágico encanto de sus movimientos circulares y circundantes así lo demuestra. También los dioses carecen de destino allí donde impera la necesidad divina, donde el hombre los mira de un modo que no está contrapuesto al suyo. El hombre con el que se encuentran los titanes sólo perece, sucumbe a una catástrofe.
¿Cómo es que la memoria considera una época feliz aquella en que los hombres vivieron bajo Crono? Existe unanimidad acerca de que fue una época feliz, una edad de oro. Aunque el verso 110 de la Teogonía, en el que Crono es llamado soberano de la edad de oro, es una interpolación dentro del texto, la interpolación habla por sí misma. El recuerdo presupone una distancia; es una época más tardía la que recuerda la vida feliz bajo Crono. Se evoca con cierta nostalgia, con una cierta sensación de pérdida. ¿Qué tipo de felicidad fue aquella que gozaron los hombres en esa época y por qué su recuerdo tiene tanto valor para ellos? Para entenderlo se precisa partir de las experiencias de cada uno de nosotros. Cuando estamos sentados a la orilla de un arroyo o de un río y miramos el incesante ir y venir del agua, cuando escuchamos el monótono susurro y el murmullo sin fin, nos acuna este movimiento, nos acuna en la atemporalidad y en la falta de destino del elemento que nos transmiten el movimiento y el sonido del agua. A orillas del mar esta sensación es aún más fuerte. Cuando contemplamos una llama, el fuego, puede hacerse tan poderosa que actúe como hechizo o coacción. No podemos desviar los ojos del movimiento del elemento; se pierde la mirada, se torna soñadora y fija. Frente a un movimiento así, el hombre no sólo descansa, sino que se ve arrastrado por él y se adentra en él. Pierde su individualidad, su conciencia y su memoria. En el movimiento hay paz. Ya no es preciso que esté despierto, que sea receloso y calculador; puede entregarse a esa paz que carece de historia y sentir la felicidad de la entrega. ¿De dónde procede esta paz? De dónde sino del retorno. El retorno del movimiento que se va apoderando cada vez más del hombre, con el que éste siente que se está aproximando Mnemósine. Lo familiar de este movimiento procede de que siempre es igual a sí mismo. El hombre que desea encomendarse enteramente a él, que desea regresar a esta paz circular, siente el deseo vehemente de retornar a Crono. Con Crono, el hombre vive bajo cobijo, un cobijo que pierde con los dioses y que recuerda como algo que ha perdido. Lo recuerda y olvida en qué consistía. El hombre que no está resguardado tiene el sentimiento de cobijo, y lo tiene en la medida en que se ve amenazado y necesita amparo. Así sólo se protege aquel que necesita protección. El sosiego y el desasosiego del devenir titánico se corresponden. La ola sostiene y engulle. Y, frente al movimiento elemental del devenir, el hombre se siente débil y falto de recursos.
Ahora bien, sin que importe lo que aquí pueda sucederle, se puede afirmar que el hombre tiene las cosas más fáciles con los titanes que bajo los dioses. La carga que se le impone es menor. En este retorno de lo igual, el hombre también está incluido en su retorno, y lo está desde su nacimiento hasta la muerte. Es la costumbre, es el acostumbrarse lo que le mece en este retorno. Otra cosa no se espera de él y cumplir este cometido es fácil. Para cumplirlo no necesita a los dioses, ni al Estado, ni a la ciudad, ninguna ley adicional impuesta por los dioses o los hombres. Apolo es un fundador, un promotor de la ciudad-estado, y también su ordenador y su supervisor. De los titanes no se relata nada parecido, no son fundadores ni institutores, y con Crono no había Estado ni ciudades. El hombre no necesita para nada el Estado, las leyes, las instituciones, ni todo ese constructo que surge tras la caída de Crono. Aquí no existe aquella ley de Adrastea de la que habla Platón en su Fedro.
Zeus lo cambia todo. Ahora el hombre ha de decidir entre los titanes y los dioses. Es preciso, así se dice, que transmute su esencia titánica en dionisiaca. Debe ir a los lagares para volverse espiritual y maduro. A ello le ayudan el dios y su delirio catártico. En esta concepción, Dioniso cumple la misión de un dios salvador. Es una concepción que se encuentra en las reflexiones de Aristóteles sobre la tragedia, que no en las del mito.
Los titanes no escapan a la suerte que se depara a los vencidos. Fueron vencidos dos veces, por Crono y por Prometeo. El titanismo de Crono es devenir que retorna cíclicamente; el de Prometeo, un devenir en ilimitada evolución y despliegue que indujo a Zeus, pacíficamente sentado en el trono, a defenderse. Todos ellos sucumben al poder supremo del dios.
Los dioses poseen esa fuerza que basta para derrocar a los titanes, pero está fuera de su capacidad aniquilarlos, exterminarlos y privarles de su vida inmortal. No es éste su plan, ni tampoco en las luchas en las que se alzan con la victoria persiguen este objetivo. Lo titánico pertenece indefectiblemente a la edificación de la tierra, sigue continuamente activo en ella y es inconcebible sin ella. No puede ser erradicado. Los titanes rencorosos siguen viviendo en el reino de las sombras, los conciliados en el mundo de los dioses, y Prometeo retornará. De no existir lo titánico, la soberanía de los dioses carecería de fundamento, carecería de permanencia y de resistencia contra la cual se pudiera distanciar y adquirir forma. La carga de esta soberanía necesita un pilar que la soporte, unas espaldas y una nuca como la de Atlas sobre las cuales hacer reposar todo el peso. Zeus y los dioses brotaron de los titanes, y los dioses y los hombres son hijos de Gea. Es un cambio de dominio que arrebata a los titanes el derecho de primogenitura y precipita a los abismos y a las cavernas más profundas a aquellos que se oponen y que allí conservarán vivo su rencor. Durante mucho tiempo este destino funesto pendió sobre sus cabezas; estaban familiarizados con la idea de que llegaría. Intentaron impedirlo buscando anular ellos mismos el futuro. En su amargura se distanciaron de aquello que iba emergiendo. La ley del devenir, que sólo ellos reconocían, volvía como el Océano de flujo circular fluye hacia sí mismo; era como el fluir de las cosas que sólo cambian de lugar para volver a él. La vis inertiae adquiere su validez en los titanes, y su modo de ser y de actuar es tan determinable que puede ser definido como mecánico. Esta regularidad de la naturaleza es tan precisa que puede ser calculada. Un causalismo antiguo, duro como la piedra, yace en su camino. No reconocen a nada por encima de ellos y tampoco tienen nada por debajo de ellos. Es la calidad inagotable de la natura naturans por la que ambulan y deambulan, tanto en el silencio como en la agitación devastadora de las fuerzas. La ingobernabilidad e implacabilidad del devenir titánico asusta como un enorme acontecimiento de la naturaleza en el que el hombre no está incluido, o sólo lo está de un modo que lo aniquila ciegamente y sin elección.
Prometeo sabe que Crono será destronado. El hijo de Jápeto, dotado de una fuerza visionaria, prevé el final de esta soberanía. Se aparta de los titanes y no toma partido por los titanes llamados por su padre. Apoya a Zeus con sus consejos. Su concepto del devenir es distinto del de Crono, prevé un nuevo mundo con un gran porvenir a cuya edificación se dispone de inmediato.
El hombre titánico
El proverbio Titanas boan y Titanas kalein tiene un doble significado, uno irónico y otro serio, que está en función del que llama. La invocación de los titanes puede ser ligereza y jactancia que se despacha con una burla, puede estar basada en un atrevimiento humano que no se le escapa al que llama. También se invoca a los titanes por descuido, así, por ejemplo, un grumete que silba cuando se levanta la tormenta es reprendido por el timonel porque con su silbido atrae la tempestad. El hombre no es un titán y sus fuerzas están muy lejos de las de ellos. La suerte de Faetonte demuestra cómo les va a aquellos que se atreven a cosas que exceden en mucho sus posibilidades. Faetonte es lanzado fuera de la órbita que creyó poder recorrer con su juego y se precipita, carbonizado, quemado y mutilado, del éter a la tierra. Así le sucedió a Belerofonte, que tras gloriosos comienzos acabó su vida de héroe sumido en las tinieblas y la desesperación. Cuando pretendió ascender al Olimpo, el corcel alado le derribó furioso. Se hizo antipático y odioso a todos los dioses y erró hasta su muerte por la tierra, paralizado y ciego, separado de los hombres, cuyo contacto evitaba. Fue así como el inocente Ícaro se precipitó desde el azul a las profundidades.
Es la voluntad desmedida la que involucra al hombre en la esencia titánica. Dentro del devenir titánico actúa una voluntad poderosa. El hombre que por la imitación intenta reproducir esta voluntad sobrepasa sus límites, le sucede que busca realizar lo inalcanzable y sucumbe en el esfuerzo. Los dioses le castigan de modo tal que permanecerá atado por siempre a este esfuerzo. Es titánico el trabajo de Sísifo, que incansable sube una y otra vez la roca montaña arriba y ésta se le escapa al llegar a la cima. Fueron los dioses quienes impusieron este trabajo a Sísifo, rey de Éfira y fundador de los juegos Ístmicos, por el comportamiento ladino y embaucador que tuvo con ellos. Es trabajo de Sísifo todo aquel que no da frutos, todo esfuerzo estéril. Quien alaba el trabajo como tal, quien pide respeto por él como tal, está resucitando el sisifismo. El titanismo del hombre aparece ahí donde la vida y el mundo son entendidos como trabajo. Así se hace patente en los proyectos y esfuerzos gigantescos que exceden toda medida y fracasan estrepitosamente por agotamiento de las fuerzas. Tántalo, rey de Lidia y favorito de Zeus, fue precipitado por su desmedida insolencia al mundo inferior, donde se mantiene en pie bajo árboles frutales que retroceden ante él, junto a un estanque cuyas aguas, cuando se inclina sediento a beberlas, se retiran. Sufre los mismos tormentos que Sísifo, si bien por otros medios; ambos esfuerzos permanecen inalcanzables. Sísifo y Tántalo son hombres titánicos a los que les está deparada una suerte titánica porque vulneraron la medida. Lo que se percibe en ellos no es grandeza, pues ésta posee algo que el ojo y el conocimiento pueden medir. La grandeza sólo se fundamenta en la medida, pero donde no existe medida, no puede existir nada grande, no hay nada que medir. En la desmesura de Sísifo y de Tántalo hay jactancia y a la vez un desasosiego que los hace odiosos a ojos de los dioses. Píndaro representa a Tántalo suspendido en el aire, con una roca suspendida sobre su cabeza y que amenaza despeñarse sobre él. El tipo de castigo indica el carácter del delito por el que se le sentencia.
El hombre que carece de medida tiene algo de inacabado. Lo tiene porque la voluntad excede el ámbito de lo alcanzable que le corresponde. Estas personas, en su primer ímpetu, dan la impresión de ser los más fuertes, completamente imbatibles. Pero después yerran el objetivo y se precipitan al vacío, caen a los espacios subterráneos.
¿Qué sucede cuando los dioses se alejan del hombre, cuando lo abandonan? Dondequiera que se tornen imperceptibles para él, donde desaparezca su simpatía por él de forma que su destino empiece y acabe sin ellos, allí siempre sucederá lo mismo. Lo titánico regresa y hace valer su pretensión de poder. Donde no hay dioses, hay titanes. Es una ley a la que no escapa el hombre, dondequiera que dirija sus pasos. Los titanes son inmortales, siempre están ahí y siempre anhelan erigir de nuevo su soberanía en el antiguo poder. La estirpe de Jápeto sueña con ello y con ello también sueñan todos los japétidas. La tierra está henchida e impregnada de fuerzas titánicas. Están al acecho para irrumpir, para romper sus cadenas, para restablecer el reino de Crono. Los sueños de Gea están llenos de la gravedad titánica y siempre giran alrededor del mismo anhelo, del mismo objetivo. La maternidad de Gea es un titánico perseverar y adherirse a Crono, mientras que Rea tiene un afán titánico por separarse de Crono. Gea añora a Crono y esta añoranza la siente el hombre que se mueve hacia lo titánico.
Titánico es el hombre que confía completamente en sí mismo y que tiene una confianza ilimitada en sus propias fuerzas; esta confianza lo desliga y lo aísla de un modo prometeico. Es titánico el afán del hombre por una libertad y una independencia sin límites, y allí donde este afán se impone también aparece su precepto regulador, la necesidad, que actúa de un modo mecánico y que es preciso que surja como correctivo de un afán de este género. Tal es el final de lo prometeico, de lo cual Zeus es bien consciente. El nuevo mundo que crea Prometeo no es inagotable, también sus recursos se agotan.
El hombre se aproxima a lo titánico por medio de la voluntad, el entendimiento y el sentimiento. Tiende a ver la impronta de la grandeza en la voluntad desmedida, de ahí que una y otra vez sea preciso inculcarle que sin medida no existe grandeza. La medida es algo fiel a la imagen, es decir, nadie puede ser y permanecer como medida de sí mismo. En el concepto de medida se encuentra la relación entre imagen primordial e imagen fiel, de donde deriva la validez. Heracles es una imagen fiel de Zeus y posee medida y grandeza. Esta grandeza puede ser emulada. Heracles lleva a cabo con éxito, por su propia voluntad, lo que le ha sido impuesto como tarea por una voluntad ajena. Su fuerza está a la altura de los trabajos que tiene que realizar. Cuando su brillo se ensombrece, cuando se desvía de su recto camino, se ha producido una obcecación de la voluntad. Pero supera esta obcecación y se muestra atlético en su serenidad, por la que supera a sus contrincantes. La voluntad pura es elemento y reconduce hacia lo elemental. ¿Qué le sucede al espíritu que anhela regresar al elemento, que desea ser él mismo elemento? Se topa con lo titánico y este encuentro es lo máximo que ha conseguido hacer. Recorre siempre el mismo camino y siempre tiene que convertirse antes en enemigo de los dioses. Es un camino que parece conducir a lo inexplorado; pocos lo conocen y quien lo recorre no mide hacia dónde está yendo ni quién lo guía. Pero ¿dónde está el final? El espíritu llevado por la añoranza alza el vuelo hacia lo que está libre de ataduras, se esfuerza por distanciarse de las moradas en las que ha crecido. Es preciso que rompa la casa y el vaso. Le agobia tener patria, le agobia residir y estar apegado, eso le hace languidecer como en una cárcel. Desea alzar el vuelo hacia lo alto. Al ansiar volver a lo que carece de ataduras, desea sentirse libre, libre también de su propio aguijón, del que no se libra. Este añorante y soñador es también siempre violento. El que sueña no es menos violento que el que actúa. Éste último topa rápidamente con su límite y con la resistencia, pero lo espiritual carece de límites, rompe todas las barreras y supera todo fácilmente y sin esfuerzo. No obstante, ¿qué es lo no atado que anhela el espíritu? ¿Acaso sólo es algo que niega? No, puesto que cuando el espíritu rompe las barreras, las medidas y los límites por medio de los cuales se expresa, se topa con otra cosa, con lo elemental. Mientras aspire a ello deberá parecerle como lo no atado, en el camino no existe nada que le ate. Se dirige hacia allí en un vuelo de Ícaro que, despreocupado, avanza hacia el sol. Una vez lo ha alcanzado, la relación se invierte y se topa con un juego de fuerzas ancestrales cuya existencia ni siquiera sospechaba, ni siquiera esperaba encontrar. Lo elemental es necesario y sólo la necesidad impera en él. Aquí ya no se puede hablar de libertad, aquí todo va y viene según unas leyes férreas, todo retorna de un modo necesario, rodando en círculo como Océano que circula, como Helio resplandeciente o Selene, de resplandor más suave. Son los guardianes titánicos quienes reciben aquí al hombre. Ni Apolo ni Atenea lo acompañan en este camino, que es un camino de regreso. Aquellos «¡Nada en exceso!» y «¡Conócete a ti mismo!» de Apolo son cerrojos colocados ante todo lo titánico que amonestan al hombre para que no tome esa dirección.
Zeus
El Zeus que habita en el reino de Crono vive escondido. Como deus y filius absconditus, oculto a la mirada del padre, se prepara para su soberanía. Así transcurre, ocultándose, la etapa de su situación filial, que se caracteriza por unas circunstancias maravillosas y fabulosas. Las ninfas Ida y Adrastea lo alimentan con la leche de la cabra Amaltea, las abejas le traen miel y las palomas ambrosía. Son muy infrecuentes las representaciones de Zeus joven, las encontramos en lugares que guardan relación con su crecimiento en lugares ocultos.
Zeus es más fuerte que Crono y los titanes, más fuerte que Tifón y Prometeo. No sólo lo es por su voluntad sino por sus logros. Su voluntad establece una medida válida; en él la voluntad y la medida son lo mismo. Querer y lograr coinciden, puesto que no conoce un esfuerzo que no dé frutos. La madurez está ahí, pues en él todo está maduro y perfecto. Es más joven que Crono pero el reino que domina es más maduro que el de éste. Así lo muestra la comparación entre titanes y dioses. La madurez se demuestra en la consumación de las figuras que se han desprendido de Gea. Se hace patente en el néctar y la ambrosía, en la fragancia que envuelve a los dioses. Sobre su mundo se derrama un brillo, un resplandor, una luz más intensa. Aquí se agrupa un círculo de soberanos más grande y mejor ordenado. Este orden tiene su correspondencia en el templo, en el panteón sostenido por columnas. Aquí se tiene una vista panorámica desde las fortalezas y las cimas de las montañas consagradas a Zeus. Aquí la vista es amplia y despejada, como la que se divisa desde el monte Liceo, la máxima elevación de la montaña arcádica, desde el que se disfrutan vastas perspectivas, sobre todo el Peloponeso, que por ello estaba consagrado a Zeus. A Zeus entronizado en el éter le envuelve una luz blanca y fuerte. Blanco también es el color sagrado de Zeus y blancos son los caballos de su carro.
Es el poder del más masculino de los dioses, cuyas representaciones evidencian la virilidad más madura y vigorosa. También por su majestad se diferencia de los dioses; le complace sentarse solo sobre una cima y mirar hacia la tierra. No sólo es el que hace que el Egeo retiemble, es ante todo el imperturbable en cuya fuerza se perciben la calma, la seguridad y la duración del poder. Tal como muestra la balanza, es él quien vela por el equilibrio de todas las fuerzas, no porque en la lucha de los bandos sea él quien tenga mayor peso sino debido a una fortaleza capaz de hacer frente a una alianza de todos contra él. De ahí su amenaza a los dioses de lanzarlos a las tinieblas del Tártaro y su promesa de elevarlos a todos, junto con la tierra y el mar, hacia las alturas. Un poder tan impresionante como éste, que no tiene nada de opresor, de restrictivo, nada que marchite la vida, debe concebirse necesariamente, como todo lo sublime en general, como un poder totalmente en reposo. Basta con que exista para evitar ataques. Esta calma corresponde a la máxima serenidad, prudencia y comprensión, suficientemente previsora como para que la insten a precipitarse, a esforzarse desesperadamente, a moverse. Esta calma mueve pero no depende de una fuerza que la mueva. En el dios que posee el ser más pleno se manifiesta la plenitud en reposo del ser. Reposando, impera sobre todo. El Zeus imperante se encuentra por doquier, como consejero, fundador y conservador del reino, en el consejo y la asamblea del pueblo, en la familia, como patrono de la hospitalidad y como quien vela por el cumplimiento de los juramentos. Como Zeus Polieus preside la ciudad entera, como Zeus Xenios es el protector de las relaciones con los extranjeros e invitados, como Hikesios es el dios protector de los implorantes y como Horios el protector de los límites de los campos. Como Zeus Hórkios vela por los juramentos, como Tropeos otorga la victoria y el triunfo, como Zeus Soter se celebran las Soteria en honor suyo, el salvador, y se bebe el tercer vaso en su honor, y como Zeus Herkeios es el dios que bendice las casas. Siempre está presente sin que precise abandonar su trono áureo. No importa lo que suceda, sucederá dentro del orden que él fundó y que le está sometido y, por tanto, tiene que llegar a la sede de su poder. Cuando alguien presta un juramento y, para afianzarlo, invoca a Zeus Horkios, entonces Zeus está presente porque todos los juramentos dependen de él y ninguno puede escapar a su conocimiento. Así, el Zeus imperante es omnipresente en el mundo en el que reina. Pocas veces se muestra como un interventor sensible y visible. Sólo aparece donde su soberanía se ve afectada y donde es amante.
Los titanes no son amantes, en su ámbito toda inclinación es elemental y, cuando no es recíproca, necesariamente se torna violenta. El más fuerte y supremo de los dioses se inclina profundamente ante el poder de lo bello; lo sigue, lo persigue, se afana, no teme la transformación y recurre incluso a la astucia. Las transformaciones de Zeus son las transformaciones de un amante. El poder de lo bello es tan grande, tan triunfante, que también impulsa a Zeus a dejarse dominar por él. Una vez más, lo bello es en sí mismo tan libre que no se puede llegar a él por la fuerza, no por un mero acto de autoridad. Así es como el dios se desprende de su poder y pretende a las hijas de los reyes y los héroes. Al igual que su vate Homero, ama lo que hay de augusto en la mujer, su figura poderosa, la audacia y la fuerza del cuerpo y del espíritu. Hera es la imagen primordial de toda fuerza femenina y así se muestra Alcmena, madre de Heracles, de poderosas formas, perteneciente a una estirpe más orgullosa, cuyo hijo no sólo es el favorito de Zeus sino que es, además, el Zeus de los semidioses y los héroes en el que muestra por entero la naturaleza del padre. Quien es tocado por el espíritu de Heracles se hace invulnerable a toda afeminación. Las mujeres que se unen a Zeus son semejantes a él y sus hijos son obsequiados con las dotes del padre. Lo sublime se funde con lo encantador. Sobre Dánae cae una lluvia dorada y el cisne se aproxima a Leda cisneiforme. El águila de Zeus se precipita llevándose consigo a Ganímedes porque es el más bello de todos los habitantes mortales de la tierra y por ello merece vivir con los dioses y ser el escanciador de Zeus.
En lo divino se manifiesta ahora la serenidad, en la serenidad algo divino. Lo sereno en conexión con lo más sublime recibe el nombre de jovial, por Zeus. Lo jovial resplandece a través de la plétora de su poder como un signo de felicidad y al mismo tiempo es una benevolencia espiritual, una luz de la que todos pueden participar. En esta condición demora el dios; lo oscuro y poderoso, lo tenebroso y sublime, el pavor que él infunde sólo impera allí donde sale de su existencia en reposo y se dirige contra los que atacan su poder. La jovialidad no está presente entre los titanes, que no son joviales como los dioses, sino serios. Donde mejor se percibe ese enorme poder es en el reposo, y la imagen más apropiada de Zeus es la que lo muestra en reposo y sedente, como soberano sentado en el trono, inatacable, y como juez de los dioses y de los hombres. Así lo representa el cuadro más famoso, la imagen en oro y marfil de Fidias. Sentado en el trono, a su derecha Nice, de cara al observador, sostiene una banda de la victoria y, en la mano izquierda, el cetro con el águila. Sobre la cabeza tiene una corona de ramas de olivo y sus pies descansan sobre un escabel. La cabeza del dios llega tan alto hasta el techo que el observador tiene la impresión de que, si se levantase, haría estallar el templo y ascendería hacia lo alto del éter. Esta obra de arte, que suscitaba una reverencia mezclada con asombro, se ha perdido, pero una representación de lo Sublime como ésta, una vez ha salido a la luz ya no se puede olvidar. No muestra la majestad del poder sino la majestad del poder del padre. Es el padre quien infunde respeto reverencial. Por encima de él no existe nadie al que se pueda profesar mayor respeto.