Capítulo 3
Quería ver cuanto antes a Svidrigailof. Ignoraba sus propósitos, pero aquel hombre tenía sobre él un poder misterioso. Desde que Raskolnikof se había dado cuenta de ello, la inquietud lo consumía. Además, había llegado el momento de tener una explicación con él.
Otra cuestión le atormentaba. Se preguntaba si Svidrigailof habría ido a visitar a Porfirio.
Raskolnikof suponía que no había ido: lo habría jurado. Siguió pensando en ello, recordó todos los detalles de la visita de Porfirio y llegó a la misma conclusión negativa. Svidrigailof no había visitado al juez, pero ¿tendría intención de hacerlo?
También respecto a este punto se inclinaba por la negativa. ¿Por qué? No lograba explicárselo. Pero, aunque se hubiera sentido capaz de hallar esta explicación, no habría intentado romperse la cabeza buscándola. Todo esto le atormentaba y le enojaba a la vez. Lo más sorprendente era que aquella situación tan crítica en que se hallaba le inquietaba muy poco. Le preocupaba otra cuestión mucho más importante, extraordinaria, también personal, pero distinta. Por otra parte, sentía un profundo desfallecimiento moral, aunque su capacidad de razonamiento era superior a la de los días anteriores. Además, después de lo sucedido, ¿valía la pena tratar de vencer nuevas dificultades, intentar, por ejemplo, impedir a Svidrigailof ir a casa de Porfirio, procurar informarse, perder el tiempo con semejante hombre?
¡Qué fastidioso era todo aquello!
Sin embargo, se dirigió apresuradamente a casa de Svidrigailof. ¿Esperaba de él algo nuevo, un consejo, un medio de salir de aquella insoportable situación? El que se está ahogando se aferra a la menor astilla. ¿Era el destino o un secreto instinto el que los aproximaba? Tal vez era simplemente que la fatiga y la desesperación le inspiraban tales ideas; acaso fuera preferible dirigirse a otro, no a Svidrigailof, al que sólo el azar había puesto en su camino.
¿A Sonia? ¿Con qué objeto se presentaría en su casa? ¿Para hacerla llorar otra vez? Además, Sonia le daba miedo. Representaba para él lo irrevocable, la decisión definitiva. Tenía que elegir entre dos caminos: el suyo o el de Sonia. Sobre todo en aquel momento, no se sentía capaz de afrontar su presencia. No, era preferible probar suerte con Svidrigailof. Aunque muy a su pesar, se confesaba que Svidrigailof le parecía en cierto modo indispensable desde hacía tiempo.
Sin embargo, ¿qué podía haber de común entre ellos? Incluso la perfidia de uno y otro eran diferentes. Por añadidura, Svidrigailof le era profundamente antipático. Tenía todo el aspecto de un hombre despejado, trapacero, astuto, y tal vez era un ser extremadamente perverso. Se contaban de él cosas verdaderamente horribles. Cierto que había protegido a los niños de Catalina Ivanovna, pero vaya usted a saber el fin que perseguía. Era un hombre pleno de segundas intenciones.
Desde hacía algunos días, otra idea turbaba a Raskolnikof, a pesar de sus esfuerzos por rechazarla para evitar el profundo sufrimiento que le producía. Pensaba que Svidrigailof siempre había girado, y seguía girando, alrededor de él. Además, aquel hombre había descubierto su secreto. Y, finalmente, había abrigado ciertas intenciones acerca de Dunia. Tal vez seguía alimentándolas. Y sin «tal vez»: era seguro. Ahora que conocía su secreto, bien podría utilizarlo como un arma contra Dunia.
Esta suposición le había quitado el sueño, pero nunca había aparecido en su mente con tanta nitidez como en aquellos momentos en que se dirigía a casa de Svidrigailof. Y le bastaba pensar en ello para ponerse furioso. Sin duda, todo iba a cambiar, incluso su propia situación. Debía confiar su secreto a Dunetchka y luego entregarse a la justicia para evitar que su hermana cometiese alguna imprudencia. ¿Y qué pensar de la carta que aquella mañana había recibido Dunia? ¿De quién podía recibir su hermana una carta en Petersburgo? ¿De Lujine? Rasumikhine era un buen guardián, pero no sabía nada de esto. Y Raskolnikof se dijo, contrariado, que tal vez fuera necesario confiarse también a su amigo.
«Sea como fuere, tengo que ir a ver a Svidrigailof cuanto antes —se dijo—. Afortunadamente, en este asunto los detalles tienen menos importancia que el fondo. Pero este hombre, si tiene la audacia de tramar algo contra Dunia, es capaz de… Y en este caso, yo…».
Raskolnikof estaba tan agotado por aquel mes de continuos sufrimientos, que no pudo encontrar más que una solución. «Y en este caso, yo lo mataré», se dijo, desesperado.
Un sentimiento angustioso le oprimía el corazón. Se detuvo en medio de la calle y paseó la mirada en torno de él. ¿Qué camino había tomado? Estaba en la avenida ***, a treinta o cuarenta pasos de la plaza del Mercado, que acababa de atravesar. El segundo piso de la casa que había a su izquierda estaba ocupado por una taberna. Tenía abiertas todas las ventanas y, a juzgar por las personas que se veían junto a ellas, el establecimiento debía de estar abarrotado. De él salían cantos, acompañados de una música de clarinete, violín y tambor. Se oían también voces y gritos de mujer.
Raskolnikof se disponía a desandar lo andado, sorprendido de verse allí, cuando, de pronto, distinguió en una de las últimas ventanas a Svidrigailof, con la pipa en la boca y ante un vaso de té. El joven sintió una mezcla de asombro y horror. Svidrigailof le miró en silencio y —cosa que sorprendió a Raskolnikof todavía más profundamente— se levantó de pronto, como si pretendiera eclipsarse sin ser visto. Rodia fingió no verle, pero mientras parecía mirar a lo lejos distraído, le observaba con el rabillo del ojo. El corazón le latía aceleradamente. No se había equivocado: Svidrigailof deseaba pasar inadvertido. Se quitó la pipa de la boca y se dispuso a ocultarse, pero, al levantarse y apartar la silla, advirtió sin duda que Raskolnikof le espiaba. Se estaba repitiendo entre ellos la escena de su primera entrevista. Una sonrisa maligna se esbozó en los labios de Svidrigailof. Después la sonrisa se hizo más amplia y franca. Los dos se daban cuenta de que se vigilaban mutuamente. Al fin, Svidrigailof lanzó una carcajada.
—¡Eh! —le gritó—. ¡Suba en vez de estar ahí parado!
Raskolnikof subió a la taberna. Halló a su hombre en un gabinete contiguo al salón donde una nutrida clientela —pequeños burgueses, comerciantes, funcionarios— bebía té y escuchaba a las cantantes en medio de una infernal algarabía. En una pieza vecina se jugaba al billar. Svidrigailof tenía ante sí una botella de champán empezada y un vaso medio lleno. Estaban con él un niño que tocaba un organillo portátil y una robusta muchacha de frescas mejillas que llevaba una falda listada y un sombrero tirolés adornado con cintas. Esta joven era una cantante. Debía de tener unos dieciocho años, y, a pesar de los cantos que llegaban de la sala, entonaba una cancioncilla trivial con una voz de contralto algo ronca, acompañada por el organillo.
—¡Basta! —dijo Svidrigailof a los artistas al ver entrar a Raskolnikof.
La muchacha dejó de cantar en el acto y esperó en actitud respetuosa. También respetuosa y gravemente acababa de cantar su vulgar cancioncilla.
—¡Felipe, un vaso! —pidió a voces Svidrigailof.
—Yo no bebo vino —dijo Raskolnikof.
—Como usted guste. Pero no he pedido un vaso para usted. Bebe, Katia. Hoy ya no lo volveré a necesitar. Toma.
Le sirvió un gran vaso de vino y le entregó un pequeño billete amarillo.
La muchacha apuró el vaso de un solo trago, como hacen todas las mujeres, tomó el billete y besó la mano de Svidrigailof, que aceptó con toda seriedad esta demostración de respeto servil. Acto seguido, la joven se retiró acompañada del organillero. Svidrigailof los había encontrado a los dos en la calle. Aún no hacía una semana que estaba en Petersburgo y ya parecía un antiguo cliente de la casa. Felipe, el camarero, le servía como a un parroquiano distinguido. La puerta que daba al salón estaba cerrada, y Svidrigailof se desenvolvía en aquel establecimiento como en casa propia. Seguramente pasaba allí el día. Aquel local era un antro sucio, innoble, inferior a la categoría media de esta clase de establecimientos.
—Iba a su casa —dijo Raskolnikof—, y, no sé por qué, he tomado la avenida *** al dejar la plaza del Mercado. No paso nunca por aquí. Doblo siempre hacia la derecha al salir de la plaza. Además, éste no es el camino de su casa. Apenas he doblado hacia este lado, le he visto a usted. Es extraño, ¿verdad?
—¿Por qué no dice usted, sencillamente, que esto es un milagro?
—Porque tal vez no es más que un azar.
—Aquí todo el mundo peca de lo mismo —replicó Svidrigailof echándose a reír—. Ni siquiera cuando se cree en un milagro hay nadie que se atreva a confesarlo. Incluso usted mismo ha dicho que se trata «tal vez» de un azar. ¡Qué poco valor tiene aquí la gente para mantener sus opiniones! No se lo puede usted imaginar, Rodion Romanovitch. No digo esto por usted, que tiene una opinión personal y la sostiene con toda franqueza. Por eso mismo me ha llamado la atención lo que ha dicho.
—¿Por eso sólo?
—Es más que suficiente.
Svidrigailof estaba visiblemente excitado, aunque no en extremo, pues sólo había bebido medio vaso de champán.
—Me parece que cuando usted vino a mi casa —observó Raskolnikof— no sabía aún que yo tenía eso que usted llama una opinión personal.
—Entonces nos preocupaban otras cosas. Cada cual tiene sus asuntos. En lo que concierne al milagro, debo decirle que parece haber pasado usted durmiendo estos días. Yo le di la dirección de esta casa. El hecho de que usted haya venido no tiene, pues, nada de extraordinario. Yo mismo le indiqué el camino que debía seguir y las horas en que podría encontrarme aquí. ¿No recuerda usted?
—No; lo había olvidado —repuso Raskolnikof, profundamente sorprendido.
—Lo creo. Se lo dije dos veces. La dirección se grabó en su cerebro sin que usted se diera cuenta, y ahora ha seguido este camino sin saber lo que hacía. Por lo demás, cuando le hablé de todo esto, yo no esperaba que usted se acordase. Usted no se cuida, Rodion Romanovitch… ¡Ah! Quiero decirle otra cosa. En Petersburgo hay mucha gente que va hablando sola por la calle. Uno se encuentra a cada paso con personas que están medio locas. Si tuviéramos verdaderos sabios, los médicos, los juristas y los filósofos podrían hacer aquí, cada uno en su especialidad, estudios sumamente interesantes. No hay ningún otro lugar donde el alma humana se vea sometida a influencias tan sombrías y extrañas. El mismo clima influye considerablemente. Por desgracia, Petersburgo es el centro administrativo de la nación y su influencia se extiende por todo el país. Pero no se trata precisamente de esto. Lo que quería decirle es que le he observado a usted varias veces en la calle. Usted sale de su casa con la cabeza en alto, y cuando ha dado unos veinte pasos la baja y se lleva las manos a la espalda. Basta mirarle para comprender que entonces usted no se da cuenta de nada de lo que ocurre en torno de su persona. Al fin empieza usted a mover los labios, es decir, a hablar solo. A veces dice cosas en voz alta, entre gestos y ademanes, o permanece un rato parado en medio de la calle sin motivo alguno. Piense que, así como le he visto yo, pueden verle otras personas, y esto sería un peligro para usted. En el fondo, poco me importa, pues no tengo la menor intención de curarle, pero ya me comprenderá…
—¿Sabe usted que me persiguen? —preguntó Raskolnikof dirigiéndole una mirada escrutadora.
—No, no lo sabía —repuso Svidrigailof con un gesto de asombro.
—Entonces, déjeme en paz.
—Bien: le dejaré en paz.
—Pero dígame: si es verdad que usted me ha citado dos veces aquí y esperaba mi visita, ¿por qué, hace un momento, al verme levantar los ojos hacia la ventana, ha intentado ocultarse? Lo he visto perfectamente.
—¡Je, je! ¿Y por qué usted el otro día, cuando entré en su habitación, se hizo el dormido, estando despierto y bien despierto?
—Podía… tener mis razones…, ya lo sabe usted.
—Y yo las mías…, que usted no sabrá nunca.
Raskolnikof había apoyado el codo del brazo derecho en la mesa y, con el mentón sobre la mano, observaba atentamente a su interlocutor. El aspecto de aquel rostro le había causado siempre un asombro profundo. En verdad, era un rostro extraño. Tenía algo de máscara. La piel era blanca y sonrosada; los labios, de un rojo vivo; la barba, muy rubia; el cabello, también rubio y además espeso. Sus ojos eran de un azul nítido, y su mirada, pesada e inmóvil. Aunque bello y joven —cosa sorprendente dada su edad—, aquel rostro tenía un algo profundamente antipático. Svidrigailof llevaba un elegante traje de verano. Su camisa, finísima, era de una blancura irreprochable. Una gran sortija con una valiosa piedra brillaba en su dedo.
—Ya que usted lo quiere, seguiremos hablando —dijo Raskolnikof, entrando en liza repentinamente y con impaciencia febril—. Por peligroso que sea usted y por poco que desee perjudicarme, no quiero andarme con rodeos ni con astucias. Le voy a demostrar ahora mismo que mi suerte me inspira menos temor del que cree usted. He venido a advertirle francamente que si usted abriga todavía contra mi hermana las intenciones que abrigó, y piensa utilizar para sus fines lo que ha sabido últimamente, le mataré sin darle tiempo a denunciarme para que me detengan. Puede usted creerme: mantendré mi palabra. Y ahora, si tiene algo que decirme (pues en estos últimos días me ha parecido que deseaba hablarme), dígalo pronto, pues no puedo perder más tiempo.
—¿A qué vienen esas prisas? —preguntó Svidrigailof, mirándole con una expresión de curiosidad.
—Todos tenemos nuestras preocupaciones —repuso Raskolnikof, sombrío e impaciente.
—Acaba de invitarme usted a hablar con franqueza —dijo Svidrigailof sonriendo—, y a la primera pregunta que le dirijo me contesta con una evasiva. Usted cree que yo lo hago todo con una segunda intención y me mira con desconfianza. Es una actitud que se comprende, dada su situación; pero, por mucho que sea mi deseo de estar en buenas relaciones con usted, no me tomaré la molestia de engañarle. No vale la pena. Por otra parte, no tengo nada de particular que decirle.
—Siendo así, ¿por qué ese empeño en verme? Pues usted está siempre dando vueltas a mi alrededor.
—Usted es un hombre curioso y resulta interesante observarlo. Me seduce lo que su situación tiene de fantástica. Además, es usted hermano de una mujer que me interesó mucho. Y, en fin, tiempo atrás me habló tanto de usted esa mujer, que llegué a la conclusión de que ejercía usted una fuerte influencia sobre ella. Me parece que son motivos suficientes. ¡Je, je! Sin embargo, le confieso que su pregunta me parece tan compleja, que me es difícil responderle. Ahora mismo, si usted ha venido a verme, no ha sido por ningún asunto determinado, sino con la esperanza de que yo le diga algo nuevo. ¿No es así? Confiéselo —le invitó Svidrigailof con una pérfida sonrisita—. Bien, pues se da el caso de que también yo, cuando el tren me traía a Petersburgo, alimentaba la esperanza de conocer cosas nuevas por usted, de sonsacarle algo.
—¿Qué me podía sonsacar?
—Pues ni yo mismo lo sé… Ya ve usted en qué miserable taberna paso los días. Aquí estoy muy a gusto, y, aunque no lo estuviera, en alguna parte hay que pasar el tiempo… ¡Esa pobre Katia…! ¿La ha visto usted…? Si al menos fuera un glotón o un gastrónomo… Pero no: eso es todo lo que puedo comer —y señalaba una mesita que había en un rincón, donde se veía un plato de hojalata con los restos de un mísero bistec—. A propósito, ¿ha comido usted? Yo he dado un bocado sin apetito. Vino no bebo: sólo champán, y nunca más de un vaso en toda una noche, lo que es suficiente para que me duela la cabeza. Si hoy he pedido una botella es porque necesito animarme: tengo que verme con una persona para tratar de ciertos asuntos, y quiero aparecer vehemente y resuelto. Por lo tanto, usted me encuentra de un humor especial. Si hace un momento he intentado esconderme como un colegial ha sido por terror a que su visita me impidiera atender al asunto de que le he hablado. Sin embargo —consultó su reloj—, tenemos aún un buen rato para hablar, pues no son más que las cuatro y media… Créame que en ciertos momentos siento no ser nada, nada absolutamente: ni propietario, ni padre de familia, ni ulano, ni fotógrafo, ni periodista. A veces resulta enojoso no tener ninguna profesión. Le aseguro que esperaba oír de su boca algo nuevo.
—Pero ¿quién es usted? ¿Y por qué ha venido a Petersburgo?
—¿Que quién soy? Ya lo sabe usted: un gentilhombre que sirvió dos años en la caballería. Después estuve otros dos vagando por Petersburgo. Luego me casé con Marfa Petrovna y me fui a vivir al campo. Aquí tiene usted mi biografía.
—Era usted jugador, ¿verdad?
—Jugador de ventaja.
—¿Hacía trampas?
—Sí.
—Alguien debió de abofetearle, ¿no?
—Sí. ¿Por qué lo dice?
—Porque entonces tuvo usted ocasión de batirse en duelo. Eso presta animación a la vida.
—No le digo lo contrario…, pero no estoy preparado para discusiones filosóficas. Ahora le voy a hacer una confesión: he venido a Petersburgo por las mujeres.
—¿Apenas enterrada Marfa Petrovna?
—Pues sí. ¿Qué importa? —respondió Svidrigailof sonriendo con una franqueza que desarmaba—. ¿Se escandaliza de oírme hablar así de las mujeres?
—¿Cómo no escandalizarme su libertinaje?
—¡Libertinaje, libertinaje…! Para responder a su primera pregunta, le hablaré de la mujer en general. Estoy dispuesto a charlar un rato. Dígame: ¿por qué he de huir de las mujeres siendo un gran amador? Esto es, al menos, una ocupación para mí.
—Entonces, ¿usted sólo ha venido aquí para ir de jarana?
—Admitamos que sea así. Sin duda, eso de la disipación le tiene obsesionado, pero le confieso que me gustan las preguntas directas. El libertinaje tiene, cuando menos, un carácter de continuidad fundado en la naturaleza y no depende de un capricho: es algo que arde en la sangre como un carbón siempre incandescente y que sólo se apaga con la edad, y aun así difícilmente, a fuerza de agua fría. Confiese que esto, en cierto modo, es una ocupación.
—Pero ¿qué tiene de divertido para usted esa vida? Es una enfermedad, y de las malas.
—Ya le veo venir. Admito que eso es una enfermedad como todas las inclinaciones exageradas, y en este caso uno rebasa siempre los límites de lo normal; pero tenga en cuenta que esto es cosa que cambia según los individuos. Desde luego, hay que reprimirse, aunque sólo sea por conveniencia; pero si yo no tuviera esta ocupación, acabaría por descerrajarme de un tiro en la cabeza. Bien sé que el hombre honrado tiene que aburrirse, pero aun así…
—¿Sería usted capaz de dispararse un balazo en la cabeza?
—¿A qué viene esa pregunta? —exclamó Svidrigailof con un gesto de contrariedad—. Le ruego que no hablemos de estas cosas —se apresuró a añadir, dejando su tono de jactancia.
Incluso su semblante había cambiado.
—No puedo remediarlo. Sé que esto es una debilidad vergonzosa pero temo a la muerte y no me gusta oír hablar de ella. ¿Sabe usted que soy un poco místico?
—Ya sé lo que quiere usted decir… El espectro de Marfa Petrovna… Dígame: se le aparece todavía.
—No me hable de eso —exclamó, irritado—. En Petersburgo no se me ha aparecido aún. ¡Que el diablo se lo lleve…! Hablemos de otra cosa… Además, no me sobra el tiempo. Aun sintiéndolo mucho, pronto tendremos que dejar nuestra charla… Pero aún tengo algo que decirle.
—Le espera una mujer, ¿verdad?
—Sí… Un caso extraordinario. Pura casualidad… Pero no es de esto de lo que quería hablarle.
—¿No le inquieta la bajeza de esta conducta? ¿Es que no tiene usted fuerza de voluntad suficiente para detenerse?
—Fuerza de voluntad… ¿Acaso la tiene usted? ¡Je, je, je! Me deja usted boquiabierto, Rodion Romanovitch, y eso que esperaba oírle decir algo parecido. ¡Que hable usted de disipación, de cuestiones morales! ¡Que haga usted el Schiller, el idealista! Desde luego, esos puntos de vista son muy naturales, y lo asombroso sería oír sustentar la opinión contraria, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, la cosa resulta un poco rara… ¡Cuánto lamento que el tiempo me apremie! Me parece usted un hombre en extremo interesante. A propósito, ¿le gusta Schiller? A mí me encanta.
—Es usted un fanfarrón —repuso Raskolnikof con un gesto de repugnancia.
—Le aseguro que no lo soy, pero, aun admitiendo que lo fuera, ¿haría con ello algún mal a alguien? He vivido siete años en el campo con Marfa Petrovna. Por eso, cuando me he encontrado con un hombre inteligente como usted…, inteligente y, además, interesante…, es natural que me sienta feliz de charlar con él. Además, me he bebido el champán que me quedaba en el vaso y se me ha subido a la cabeza. Sin embargo, lo que más me trastorna es cierto acontecimiento del que no quiero hablar… Pero ¿dónde va usted? —preguntó, sorprendido.
Raskolnikof se había levantado. Se ahogaba, se sentía a disgusto en aquel ambiente y se arrepentía de haber entrado allí. Svidrigailof se le aparecía como el más despreciable malvado que pudiera haber en el mundo.
—Espere, espere un momento. Pida un vaso de té. No se marche. Le aseguro que no hablaré de cosas absurdas, es decir, de mí. Tengo que decirle una cosa… ¿Quiere usted que le cuente cómo una mujer se propuso salvarme, como usted diría? Es una cuestión que le interesará, pues esta mujer es su hermana. ¿Se lo cuento? Así emplearemos el tiempo de que aún dispongo.
—Hable, pero espero que…
—No se inquiete. Avdotia Romanovna no puede inspirar, ni siquiera a un hombre tan corrompido como yo, sino el respeto más profundo.