Capítulo 6

He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikof. En la pieza inmediata aumentó el ruido rápidamente y la puerta se entreabrió.

—¿Qué pasa? —gritó Porfirio Petrovitch, contrariado—. Ya he advertido que…

Nadie contestó, pero fue fácil deducir que tras la puerta había varias personas que trataban de impedir el paso a alguien.

—¿Quieren decir de una vez qué pasa? —repitió Porfirio, perdiendo la paciencia.

—Es que está aquí el procesado Nicolás —dijo una voz.

—No lo necesito. Que se lo lleven.

Pero, acto seguido, Porfirio corrió hacia la puerta.

—¡Esperen! ¿A qué ha venido? ¿Qué significa este desorden?

—Es que Nicolás… —empezó a decir el mismo que había hablado antes.

Pero se interrumpió de súbito. Entonces, y durante unos segundos, se oyó el fragor de una verdadera lucha. Después pareció que alguien rechazaba violentamente a otro, y, seguidamente, un hombre pálido como un muerto irrumpió en el despacho.

El aspecto de aquel hombre era impresionante. Miraba fijamente ante sí y parecía no ver a nadie. Sus ojos tenían un brillo de resolución. Sin embargo, su semblante estaba lívido como el del condenado a muerte al que llevan a viva fuerza al patíbulo. Sus labios, sin color, temblaban ligeramente.

Era muy joven y vestía con la modestia de la gente del pueblo. Delgado, de talla media, cabello cortado al rape, rostro enjuto y finas facciones. El hombre al que acababa de rechazar entró inmediatamente tras él y le cogió por un hombro. Era un gendarme. Pero Nicolás consiguió desprenderse de él nuevamente.

Algunos curiosos se hacinaron en la puerta. Los más osados pugnaban por entrar. Todo esto había ocurrido en menos tiempo del que se tarda en describirlo.

—¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído? —exclamó el juez, sorprendido e irritado.

De pronto, Nicolás se arrodilló.

—¿Qué haces? —exclamó Porfirio, asombrado.

—¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! —dijo Nicolás con voz jadeante pero enérgica.

Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si todos los presentes hubieran perdido el habla. El gendarme había retrocedido: sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y allí permanecía inmóvil.

—¿Qué dices? —preguntó Porfirio cuando logró salir de su asombro.

—Yo… soy… un asesino —repitió Nicolás tras una pausa.

—¿Tú? —exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran desconcierto—. ¿A quién has matado?

Tras un momento de silencio, Nicolás respondió:

—A Alena Ivanovna y a su hermana Lisbeth Ivanovna. Las maté… con un hacha. No estaba en mi juicio —añadió.

Y guardó silencio, sin levantarse.

Porfirio Petrovitch estuvo un momento sumido en profundas reflexiones. Después, con un violento ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan. Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Entonces, Porfirio dirigió una mirada a Raskolnikof, que permanecía de pie en un rincón y que observaba a Nicolás petrificado de asombro. El juez de instrucción dio un paso hacia él, pero, como cambiando de idea, se detuvo, mirándole. Después volvió los ojos hacia Nicolás, luego miró de nuevo a Raskolnikof y al fin se acercó al pintor con una especie de arrebato.

—Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte —exclamó, irritado—. Nadie te ha preguntado nada sobre ese particular. Contesta a esto: ¿has cometido un crimen?

—Sí, soy un asesino; lo confieso —repuso Nicolás.

—¿Qué arma empleaste?

—Un hacha que llevaba conmigo.

—¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?

Nicolás no comprendió la pregunta.

—Digo que si tuviste cómplices.

—No, Mitri es inocente. No tuvo ninguna participación en el crimen.

—No te precipites a hablar de Mitri… Sin embargo, habrás de explicarme cómo bajaste la escalera. Los porteros os vieron a los dos juntos.

—Corrí hasta alcanzar a Mitri. Me dije que de este modo no se sospecharía de mí —respondió Nicolás al punto, como quien recita una lección bien aprendida.

—La cosa está clara: repite una serie de palabras que ha estudiado —murmuró para sí el juez de instrucción.

En esto, su vista tropezó con Raskolnikof, de cuya presencia se había olvidado, tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había producido.

Al ver a Raskolnikof volvió a la realidad y se turbó. Se fue hacia él, presuroso.

—Rodion Romanovitch, amigo mío, perdóneme… Ya ve usted que… Usted no tiene nada que hacer aquí… Yo soy el primer sorprendido, como puede usted ver… Váyase, se lo ruego…

Y le cogió del brazo, indicándole la puerta.

—Esto ha sido inesperado para usted, ¿verdad? —dijo Raskolnikof, que, dándose cuenta de todo, había cobrado ánimos.

—Tampoco usted lo esperaba, amigo mío. Su mano tiembla. ¡Je, je, je!

—También usted está temblando, Porfirio Petrovitch.

—Desde luego, no ha sido una sorpresa para mí.

Estaban ya junto a la puerta. Porfirio esperaba con impaciencia que se marchara Raskolnikof. El joven preguntó de pronto:

—Entonces, ¿no me muestra usted la sorpresa?

—¡Le están castañeteando los dientes y miren ustedes cómo habla! ¡Es usted un hombre cáustico! ¡Bueno, hasta la vista!

—Yo creo que sería mejor que nos dijéramos adiós.

—Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera —gruñó Porfirio con una sonrisa sarcástica.

Al cruzar la oficina, Raskolnikof advirtió que varios empleados le miraban fijamente. Al llegar a la antesala vio que, entre otras personas, estaban los dos porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás que lo llevaran a la comisaría. De su actitud se deducía que esperaban algo. Apenas llegó a la escalera, oyó que le llamaba Porfirio Petrovitch. Se volvió y vio que el juez de instrucción corría hacia él, jadeante.

—Sólo dos palabras, Rodion Romanovitch. Este asunto terminará como Dios quiera, pero yo tendré que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?

Porfirio se había detenido ante él, sonriente.

—¿No? —repitió.

Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.

—Perdóneme por mi conducta de hace un momento —dijo Raskolnikof, que había recobrado la presencia de ánimo y experimentaba un deseo irresistible de fanfarronear ante el magistrado—. He estado demasiado vehemente.

—No tiene importancia —repuso Porfirio con excelente humor—. También yo tengo un carácter bastante áspero; lo reconozco. Ya nos volveremos a ver, si Dios quiere.

—Y terminaremos de conocernos —dijo Raskolnikof.

—Sí —convino Porfirio, mirándole seriamente, con los ojos entornados—. Ahora va usted a una fiesta de cumpleaños, ¿no?

—No; a un entierro.

—¡Ah, sí! A un entierro… Cuídese, créame; cuídese.

—Yo no sé qué desearle —dijo Raskolnikof, que ya había empezado a bajar la escalera y se había vuelto de pronto—. Quisiera poderle desear grandes éxitos, pero ya ve usted que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.

—¿Cómicas? —exclamó el juez de instrucción, que ya se disponía a volver a su despacho, pero que se había detenido al oír la réplica de Raskolnikof.

—Sí. Ahí tiene usted a ese pobre Nicolás, al que habrá atormentado usted con sus métodos psicológicos hasta hacerle confesar. Sin duda, usted le repetía a todas horas y en todos los tonos: «Eres un asesino, eres un asesino». Y ahora que ha confesado, empieza usted a torturarlo con esta otra canción: «Mientes; no eres un asesino, no has cometido ningún crimen; dices una lección aprendida de memoria». Después de esto, usted no puede negar que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.

—¡Je, je, je! Ya veo que usted se ha dado cuenta de que he dicho a Nicolás que repetía palabras aprendidas de memoria.

—¡Claro que me he dado cuenta!

—¡Je, je! Es usted muy sutil. No se le escapa nada. Además, posee usted una perspicacia especial para captar los detalles cómicos. ¡Je, je! Me parece que era Gogol el escritor que se distinguía por esta misma aptitud.

—Sí, era Gogol.

—¿Verdad que sí? Bueno, hasta que tenga el gusto de volverle a ver.

Raskolnikof volvió inmediatamente a su casa. Estaba tan sorprendido, tan desconcertado ante todo lo que acababa de suceder, que, apenas llegó a su habitación, se dejó caer en el diván y estuvo un cuarto de hora tratando de serenarse y de recobrar la lucidez. No intentó explicarse la conducta de Nicolás: estaba demasiado confundido para ello. Comprendía que aquella confesión encerraba un misterio que él no conseguiría descifrar, por lo menos en aquellos momentos. Sin embargo, esta declaración era una realidad cuyas consecuencias veía claramente. No cabía duda de que aquella mentira acabaría por descubrirse, y entonces volverían a pensar en él. Mas, entre tanto, estaba en libertad y debía tomar sus precauciones ante el peligro que juzgaba inminente.

Pero ¿hasta qué punto estaba en peligro? La situación empezaba a aclararse. No pudo evitar un estremecimiento de inquietud al recordar la escena que se había desarrollado entre Porfirio y él. Claro que no podía prever las intenciones del juez de instrucción ni adivinar sus pensamientos, pero lo que había sacado en claro le permitía comprender el peligro que había corrido. Poco le había faltado para perderse irremisiblemente. El temible magistrado, que conocía la irritabilidad de su carácter enfermizo, se había lanzado a fondo, demasiado audazmente tal vez, pero casi sin riesgo. Sin duda, él, Raskolnikof, se había comprometido desde el primer momento, pero las imprudencias cometidas no constituían pruebas contra él, y toda su conducta tenía un valor muy relativo.

Pero ¿no se equivocaría en sus juicios? ¿Qué fin perseguía el juez de instrucción? ¿Sería verdad que le había preparado una sorpresa? ¿En qué consistiría? ¿Cómo habría terminado su entrevista con Porfirio si no se hubiese producido la espectacular aparición de Nicolás?

Porfirio no había disimulado su juego; táctica arriesgada, pero cuyo riesgo había decidido correr. Raskolnikof no dejaba de pensar en ello. Si el juez hubiera tenido otros triunfos, se los habría enseñado igualmente. ¿Qué sería aquella sorpresa que le reservaba? ¿Una simple burla o algo que tenía su significado? ¿Constituiría una prueba? ¿Contendría, por lo menos, alguna acusación…? ¿El desconocido del día anterior? ¿Cómo se explicaba que hubiera desaparecido de aquel modo? ¿Dónde estaría? Si Porfirio tenía alguna prueba, debía de estar relacionada con aquel hombre misterioso.

Raskolnikof estaba sentado en el diván, con los codos apoyados en las rodillas y la cara en las manos. Un temblor nervioso seguía agitando todo su cuerpo. Al fin se levantó, cogió la gorra, se detuvo un momento para reflexionar y se dirigió a la puerta.

Consideraba que, por lo menos durante todo aquel día, estaba fuera de peligro. De pronto experimentó una sensación de alegría y le acometió el deseo de trasladarse lo más rápidamente posible a casa de Catalina Ivanovna. Desde luego, era ya demasiado tarde para ir al entierro, pero llegaría a tiempo para la comida y vería a Sonia.

Volvió a detenerse para reflexionar y esbozó una sonrisa dolorosa.

—Hoy, hoy —murmuró—. Hoy mismo. Es necesario…

Ya se disponía a abrir la puerta, cuando ésta se abrió sin que él la tocase. Se estremeció y retrocedió rápidamente. La puerta se fue abriendo poco a poco, sin ruido, y de súbito apareció la figura del personaje del día anterior, del hombre que parecía haber surgido de la tierra.

El desconocido se detuvo en el umbral, miró en silencio a Raskolnikof y dio un paso hacia el interior del aposento.

Vestía exactamente igual que la víspera, pero su semblante y la expresión de su mirada habían cambiado. Parecía profundamente apenado. Tras unos segundos de silencio, lanzó un suspiro. Sólo le faltaba llevarse la mano a la mejilla y volver la cabeza para parecer una pobre mujer desolada.

—¿Qué desea usted? —preguntó Raskolnikof, paralizado de espanto.

El recién llegado no contestó. De pronto hizo una reverencia tan profunda, que su mano derecha tocó el suelo.

—¿Qué hace usted? —exclamó Raskolnikof.

—Me siento culpable —dijo el desconocido en voz baja.

—¿De qué?

—De pensar mal.

Cruzaron una mirada.

—Yo no estaba tranquilo… Cuando llegó usted, el otro día, seguramente embriagado, y dijo a los porteros que lo llevaran a la comisaría, después de haber interrogado a los pintores sobre las manchas de sangre, me contrarió que no le hicieran caso por creer que estaba usted bebido. Esto me atormentó de tal modo, que no pude dormir. Y como me acordaba de su dirección, decidimos venir ayer a preguntar…

—¿Quién vino? —le interrumpió Raskolnikof, que empezaba a comprender.

—Yo. Por lo tanto, soy yo el que le insultó.

—Entonces, ¿vive usted en aquella casa?

—Sí, y estaba en el portal con otras personas. ¿No se acuerda? Hace ya mucho tiempo que vivo y trabajo en aquella casa. Tengo el oficio de peletero. Lo que más me inquieta es…

Raskolnikof se acordó de súbito de toda la escena de la antevíspera. Efectivamente, en el portal, además de los porteros, había varias personas, hombres y mujeres. Uno de los hombres había dicho que debían llevarle a la comisaría. No recordaba cómo era el que había manifestado este parecer —ni siquiera ahora podía reconocerle—, pero estaba seguro de haberse vuelto hacia él y haber respondido algo…

Se había aclarado el inquietante misterio del día anterior. Y lo más notable era que había estado a punto de perderse por un hecho tan insignificante. Aquel hombre únicamente podía haber revelado que él, Raskolnikof, había ido allí para alquilar una habitación y hecho ciertas preguntas sobre las manchas de sangre. Por consiguiente, esto era todo lo que Porfirio Petrovitch podía saber; es decir, que tenía conocimiento de su acceso de delirio, pero de nada más, a pesar de su «arma psicológica de dos filos». En resumidas cuentas, que no sabía nada positivo. De modo que, si no surgían nuevos hechos (y no debían surgir), ¿qué le podían hacer? Aunque llegaran a detenerle, ¿cómo podrían confundirle? Otra cosa que podía deducirse era que Porfirio acababa de enterarse de su visita a la vivienda de las víctimas. Antes de ver al peletero no sabía nada.

—¿Ha sido usted el que le ha contado hoy a Porfirio mi visita a aquella casa? —preguntó, obedeciendo a una idea repentina.

—¿Quién es Porfirio?

—El juez de instrucción.

—Sí, yo he sido. Como los porteros no fueron, he ido yo.

—¿Hoy?

—He llegado un momento antes que usted y lo he oído todo: sé cómo le han torturado.

—¿Dónde estaba usted?

—En la vivienda del juez, detrás de la puerta interior del despacho. Allí he estado durante toda la escena.

—Entonces, ¿era usted la sorpresa? Cuéntemelo todo. ¿Por qué estaba usted escondido allí?

—Pues verá —dijo el peletero—. En vista de que los porteros no querían ir a dar parte a la policía, con el pretexto de que era tarde y les pondrían de vuelta y media por haber ido a molestarlos a hora tan intempestiva, me indigné de tal modo, que no pude dormir, y ayer empecé a informarme acerca de usted. Hoy, ya debidamente informado, he ido a ver al juez de instrucción. La primera vez que he preguntado por él, estaba ausente. He vuelto una hora después y no me ha recibido. Al fin, a la tercera vez, me han hecho pasar a su despacho. Se lo he contado todo exactamente como ocurrió. Mientras me escuchaba, Porfirio Petrovitch iba y venía apresuradamente por el despacho, golpeándose el pecho con el puño. «¡Qué cosas he de hacer por vuestra culpa, cretinos! —exclamó—. Si hubiera sabido esto antes, lo habría hecho detener». En seguida salió precipitadamente del despacho, llamó a alguien y se puso a hablar con él en un rincón. Después volvió a mi lado y de nuevo empezó a hacerme preguntas y a insultarme. Mientras él me dirigía reproche tras reproche, yo se lo he contado todo. Le he dicho que usted se había callado cuando yo le acusé de asesino y que no me reconoció. Él ha vuelto a sus idas y venidas precipitadas y a darse golpes en el pecho, y cuando le han anunciado a usted, ha venido hacia mí y me ha dicho: «Pasa detrás de esa puerta y, oigas lo que oigas, no te muevas de ahí». Me ha traído una silla, me ha encerrado y me ha advertido: «Tal vez te llame». Pero cuando ha llegado Nicolás y le ha despedido a usted, en seguida me ha dicho a mí que me marchase, advirtiéndome que tal vez me llamaría para interrogarme de nuevo.

—¿Ha interrogado a Nicolás delante de ti?

—Me ha hecho salir inmediatamente después de usted, y sólo entonces ha empezado a interrogar a Nicolás.

El visitante se inclinó otra vez hasta tocar el suelo.

—Perdone mi denuncia y mi malicia.

—Que Dios lo perdone —dijo Raskolnikof.

El visitante se volvió a inclinar; aunque ya no tan profundamente, y se fue a paso lento.

«Ya no hay más que pruebas de doble sentido», se dijo Raskolnikof, y salió de su habitación reconfortado.

«Ahora, a continuar la lucha» se dijo con una agria sonrisa mientras bajaba la escalera. Se detestaba a sí mismo y se sentía humillado por su pusilanimidad.