LIBRO TERCERO Y ÚLTIMO
DE LA PRIMERA PARTE DE LA VIDA DEL BUSCÓN
CAPÍTULO III, 1
De lo que le sucedió en la corte luego que llegó hasta que amaneció
Entramos en la corte a las diez de la mañana, fuímonos a apear de conformidad en casa de los amigos de don Toribio. Llegó a la puerta, llamó; abriole una vejezuela muy pobremente abrigada, rostro cáscara de nuez, mordiscada de facciones, cargada de espaldas y de años; preguntó por los amigos, y respondió, con un chillido crespo, que habían ido a buscar.
Estuvimos solos hasta que dieron las doce, pasando el tiempo él en animarme a la profesión de la vida barata, y yo en atender a todo.
A las doce y media entró por la puerta una estantigua, vestida de bayeta hasta los pies, punto menos de Arias Gonzalo[353], que al mismo Portugal empalagara de bayetas[354]. Habláronse los dos en gemianía[355], de lo cual resultó darme un abrazo y ofrecérseme. Hablamos un rato, y sacó un guante con dieciséis reales y una carta, con la cual, diciendo que era licencia para pedir para un pobre, lo había allegado. Vació el guante; y sacó otro y doblolos a usanza de médico. Yo le pregunté que por qué no se los ponía, y dijo que por ser entrambos de una mano, que era treta para tener guantes. A todo esto noté que no se desarrebozaba, y pregunté, como nuevo, para saber la causa de estar siempre envuelto en la capa; a lo cual respondió:
—Hijo, tengo en las espaldas una gatera, acompañada de un remiendo de lanilla y de una mancha de aceite, que en mi hato, aunque caminéis a cualquier parte, nunca saldréis de la Mancha, que parece que hago caravanas para lechuza[356] u que retozo con algunos candiles. Este pedazo de arrebozo lo disimula todo.
Desarrebozose y hallé que debajo de la sotana traía gran bulto; yo pensé que eran calzas, porque eran a modo dellas, cuando él, para entrarse a espulgar, se arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón que traía atadas a la cintura y encajadas en los muslos, de suerte que hacían apariencia debajo del luto[357], porque el tal no traía camisa ni gregüescos, que apenas tenía que espulgar, según andaba desnudo. Entró al espulgadero y volvió una tablilla como las que ponen en las sacristías, que decía «Espulgador hay», por que no entrase otro.
Grandes gracias di a Dios viendo cuánto dio a los hombres en darles industria, ya que les quitase riquezas.
—Yo —dijo mi buen amigo— vengo del camino con mal de calzas, y así me habré menester recoger a remendar.
Preguntó si había algunos retazos, que la vieja recogía trapos dos días en la semana por las calles, como las que tratan en papel, para acomodar jubones incurables, ropillas tísicas y con dolor de costado de los caballeros. Dijo que no, y que por falta de harapos se estaba, quince días había, en la cama de mal de zaragüelles[358] don Lorenzo Iñíguez del Pedroso.
En esto estábamos, cuando vino uno con sus botas de camino y su vestido pardo, con un sombrero prendidas las faldas por los dos lados. Supo mi venida de los demás y hablome con mucho afecto; quitose la capa y traía —¡mire vuestra merced quién tal pensara!— la ropilla de paño pardo la delantera, y la trasera de lienzo blanco, con sus fondos en sudor: no pude tener la risa. Y él, con gran disimulación, dijo:
—Harase a las armas y no se reirá. Yo apostaré que no sabe por qué traigo este sombrero con la falda presa arriba.
Yo dije que por galantería y por dar lugar a la vista.
—Antes por estorbarla —dijo—. Sepa que es porque no tiene toquilla[359], y que así no lo echan de ver.
Y diciendo esto, sacó más de veinte cartas y otros tantos reales, diciendo que no había podido dar aquellas. Traía cada una un real de porte, y eran hechas por él mismo: ponía la firma de quien le parecía, escribía nuevas, que inventaba, a las personas más honradas, y dábalas en aquel traje[360], cobrando los portes, y esto hacía cada mes, cosa que me espantó, ver la novedad de la vida.
Entraron luego otros dos, el uno con una ropilla de paño larga hasta el medio valón, y su capa de lo mismo, levantado el cuello por que no se viese el angeo[361], que estaba roto. Los valones eran de chamelote[362], mas no era más de lo que se descubría y lo demás de bayeta colorada. Este venía dando voces con el otro, que traía valona[363], por no tener cuello, y unos frascos[364], por no tener capa, y una muleta con una pierna liada en trapajos y pellejos, por no tener más de una calza. Hacíase soldado, y habíalo sido… en los alojamientos y hasta la mar[365]. Contaba extraños servicios suyos, y a título de soldado entraba en cualquier parte. Decía él de la ropillla y casigregüescos:
—La mitad me debéis, o por lo menos mucha parte, y si no me la dais, juro a Dios…
—No jure a Dios —dijo el otro—, que en llegando a casa no soy cojo y os daré con esta muleta mil palos.
Si daréis, no daréis y en los «mentises» acostumbrados arremetió el uno al otro, y asiéndose se salieron con los pedazos de los vestidos en las manos a los primeros estirones, y no fue mucho. Metímoslos en paz y preguntamos la causa de la pendencia. Dijo el soldado:
—¿A mí chanzas? ¡No llevaréis ni medio! Han de saber vuestras mercedes que estando hoy en San Salvador[366] llegó un niño a este pobrete y le dijo que si era yo el alférez Joan de Lorenzana, y dijo que sí, atento a que le vio no sé qué cosa que traía en las manos. Llevómele y dijo, nombrándome «alférez»:
—Mire vuestra merced qué le quiere este niño.
Yo, que luego entendí la flor, aceté[367]. Recibí el recado y con él doce pañizuelos, y respondí a su madre, que los inviaba a algún hombre de aquel nombre. Pídeme agora la mitad; yo, antes, me haré pedazos otra vez que tal de: todos los han de romper mis narices.
Juzgose la causa en su favor; solo se le contradijo lo del sonar con ellos, mandándole que los entregase a la vieja, para honrar la comunidad, haciendo dellos unos cuellos y unos remates de mangas, que se viesen y representasen camisas, que el sonarse estaba vedado en la orden, si no era en el aire u de saetilla, a coz de dedo.
Era de ver llegada la noche cómo nos acostamos en dos camas, tan juntos que parecíamos herramienta en estuche. Pasose la cena de en claro en claro; no se desnudaron los más, que con acostarse como andaban de día, cumplieron con el preceto de dormir en cueros.
CAPÍTULO III, 2
En que prosigue la materia comenzada y cuenta algunos raros sucesos
Amaneció el Señor y pusímonos todos en arma. Ya estaba yo tan hallado[368] con ellos como si todos fuéramos hermanos, que esta facilidad y dulzura se halla siempre en las cosas malas. Era de ver a uno ponerse la camisa de doce veces, dividida en doce trapos, diciendo una oración a cada uno, como sacerdote que se viste. A cuál se le perdía una pierna en los callejones de las calzas y las venía a hallar donde menos convenía, asomada. Otro pedía guía para ponerse el jubón, y en media hora se podía averiguar con él.
Acabado esto, que no fue poco de ver, todos empuñaron aguja y hilo, para hacer un punteado en un rasgado y otro; cuál, para culcusirse[369] debajo del brazo, estirándole, se hacía L; uno, hincado de rodillas, arremedando un cinco de guarismo, socorría a los cañones[370]; otro, por plegar las entrepiernas, metiendo la cabeza entre ellas, se hacía un ovillo. No pintó tan extrañas posturas Bosco[371] como yo vi, porque ellos cosían y la vieja les daba los materiales, trapos y arrapiezos de diferentes colores, los cuales había traído el soldado.
Acabose «la hora del remedio», que así la llamaban ellos, y fuéronse mirando unos a otros lo que quedaba mal parado. Determinaron de irse fuera, y yo dije que antes trazasen mi vestido, porque quería gastar los cien reales en uno y quitarme la sotana.
—Eso no —dijeron ellos—; el dinero se de al depósito y vistámosle de lo reservado, luego señalémosle su diócesi en el pueblo, adonde él solo busque y apolille[372].
Pareciome bien. Deposité el dinero y, en un instante, de la sotanilla me hicieron ropilla de luto de paño, y acortando el herreruelo[373], quedó bueno; lo que sobró de paño trocaron a un sombrero viejo reteñido, pusiéronle por toquilla unos algodones[374] de tintero muy bien puestos. El cuello y los valones me quitaron y en su lugar me pusieron unas calzas atacadas con cuchilladas, no más de por delante, que lados y trasera eran unas gamuzas. Las medias calzas de seda aun no eran medias, porque no llegaban más de cuatro dedos más abajo de la rodilla, los cuales cuatro dedos cubría una bota justa sobre la media colorada que yo traía. El cuello estaba todo abierto de puro roto[375]; pusiéronmele y dijeron:
—El cuello está trabajoso por detrás y por los lados. Vuestra merced si le mirare uno, ha de ir volviéndose con él, como la flor del sol con el sol[376]; si fueren dos y miraren por los lados, saque pies; y para los de atrás, traiga siempre el sombrero caído sobre el cogote, de suerte que la falda cubra el cuello y descubra toda la frente, y al que preguntare que por qué anda así, respóndale que porque puede andar con la cara descubierta por todo el mundo.
Diéronme una caja con hilo negro y hilo blanco, seda, cordel y aguja, dedal, paño, lienzo raso y otros retacillos, y un cuchillo; pusiéronme una esquela en la pretina[377], yesca y eslabón en una bolsa de cuero, diciendo:
—Con esta caja puede ir por todo el mundo sin haber menester amigos ni deudos; en esta se encierra todo nuestro remedio; tómela y guárdela.
Señaláronme por cuartel para buscar mi vida el de San Luis[378], y así empecé mi jornada saliendo de casa con los otros, aunque por ser nuevo me dieron para empezar la estafa, como a misacantano, por padrino el mismo que me trujo y convirtió.
Salimos de casa con paso tardo, los rosarios en la mano; tomamos el camino para mi barrio señalado. A todos hacíamos cortesías; a los hombres quitábamos el sombrero, deseando hacer lo mismo con sus capas; a las mujeres hacíamos reverencias, que se huelgan con ellas y con las paternidades[379] mucho. A uno decía mi buen ayo: «Mañana me traen dineros»; a otro: «Aguárdeme vuestra merced un día, que me tray en palabras el banco». Cuál le pedía la capa, quién le daba prisa por la pretina…; en lo cual conocí que era tan amigo de sus amigos, que no tenía cosa suya. Andábamos haciendo culebra de una acera a otra por no topar con casas de acreedores. Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otro el de la espada y otro el de las sábanas y camisas, de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como mula[380].
Sucedió, pues, que vio desde lejos un hombre que le sacaba los ojos —según dijo— por una deuda, mas no podía el dinero; y por que no le conociese, soltó de detrás de las orejas el cabello, que traía recogido, y quedó nazareno, entre ermitaño y caballero lanudo; plantose un parche en un ojo y púsose a hablar italiano conmigo. Esto pudo hacer mientras el otro venía, que aún no le había visto, por estar ocupado en chismes con una vieja. Digo de verdad que vi al hombre dar vueltas alrededor, como perro que se quiere echar: hacíase más cruces que un ensalmador, y fuese diciendo:
—¡Jesús! Pensé que era él; a quien bueyes ha perdido[381], etc.
Yo moríame de risa de ver la figura de mi amigo. Entrose en un portal a recoger la melena y el parche, y dijo:
—Estos son los aderezos de negar deudas. Aprendé, hermano, que veréis mil cosas destas en el pueblo.
Pasamos adelante y en una esquina, por ser de mañana, tomamos dos tajadas de alcotín[382] y aguardiente de una picarona, que nos lo dio de gracia después de dar el bienvenido a mí adestrador. Y díjome:
—Con esto vaya el hombre descuidado de comer hoy, y por lo menos esto no puede faltar.
Afligime yo considerando que aún teníamos en duda la comida, y repliqué afligido por parte de mi estómago. A lo cual respondió:
—Poca fe tienes con la religión y orden de los caninos[383]. No falta el Señor a los cuervos ni a los grajos, ni aun a los escribanos, ¿y había de faltar a los traspillados[384]? Poco estómago tienes.
—Es verdad —dije—, pero temo mucho tener menos y nada en él.
En esto estábamos y dio un reloj las doce, y como yo era nuevo en el trato, no les cayó en gracia a mis tripas el alcotín, y tenía hambre como si tal no hubiera comido. Renovada, pues, la memoria con la hora, volvime al amigo y dije:
—Hermano, este de la hambre es recio noviciado; estaba hecho el hombre a comer[385] más que un sabañón y hanme metido a vigilias. Si vos no lo sentís, no es mucho, que criado con hambre desde niño, como el otro rey con ponzoña[386], os sustentéis ya con ella. No os veo hacer diligencia vehemente para mascar, y así yo determino de hacer lo que pudiere.
—¡Cuerpo de Dios —replicó— con vos! Pues dan agora las doce ¿y tanta prisa?; tenéis muy puntuales ganas y ejecutivas, y han menester llevar en paciencia algunas pagas atrasadas. No sino comer todo el día, ¿qué más hacen los animales? No se escribe que jamás caballero nuestro haya tenido cámaras[387], que antes, de puro mal proveídos, no nos proveemos. Ya os he dicho que a nadie falta Dios, y si tanta prisa tenéis, yo me voy a la sopa de San Jerónimo, a donde hay aquellos frailes de leche[388] como capones, y allí haré el buche. Si vos queréis seguirme, venid, y si no, cada uno a sus aventuras.
—Adiós —dije yo—, que no son tan cortas mis faltas que se hayan de suplir con sobras de otros; cada uno eche por su calle.
Mi amigo iba pisando tieso y mirándose a los pies; sacó unas migajas de pan, que traía para el efeto siempre en una cajuela, y derramóselas por la barba y vestido, de suerte que parecía haber comido.
Ya yo iba tosiendo y escarbando, por disimular mi flaqueza, limpiándome los bigotes, arrebozado y la capa sobre el hombro izquierdo, jugando con el decenario, que lo era porque no tenía más de diez cuentas. Todos los que me vían me juzgaban por comido, y si fuera de piojos no erraran. Iba yo fiado en mis escudillos[389], aunque me remordía la conciencia el ser contra la orden comer a su costa quien vive de tripas horras en el mundo. Yo me iba determinado a quebrar el ayuno, y llegué con esto a la esquina de la calle de San Luis, adonde vivía un pastelero. Asomábase uno de a ocho[390], tostado y con aquel resuello del horno: tropezome en las narices, y al instante me quedé del modo que andaba, como el perro perdiguero con el aliento de la caza; puestos en él los ojos, le miré con tanto ahínco, que se secó el pastel como un aojado. Allí es de contemplar las trazas que yo daba para hurtarle; resolvíame otra vez a pagarlo. En esto me dio la una; angustíeme de manera que me determiné a zamparme en un bodegón de los que están por allí. Yo, que iba haciendo punta[391] a uno, Dios que lo quiso, topo con un licenciado Flechilla, amigo mío, que venía haldeando[392] por la calle abajo, con más barros que la cara de un sanguino[393], y tantos rabos[394], que parecía chirrión[395] con sotana, pulpo graduado u mercader que cargaba para Italia. Aremetió a mí en viéndome, que según estaba fue mucho conocerme. Yo le abracé; preguntome cómo estaba, díjele luego:
—¡Ah, señor licenciado, qué de cosas tengo de contarle! Solo me pesa de que me he de ir esta noche y no habrá lugar.
—Eso me pesa a mí —replicó—, y si no fuera por ser tarde y voy con prisa a comer, me detuviera más, porque me aguarda una hermana casada y su marido.
—¿Que aquí está mi señora Ana? Aunque lo deje todo, vamos, que quiero hacer lo que estoy obligado.
Abrí los ojos oyendo que no había comido; fuime con él y empecele a contar que una mujercilla, que él había querido mucho en Alcalá, sabía yo dónde estaba, y que le podía dar entrada en su casa. Pegósele luego al alma el envite, que fue industria tratarle de cosa de gusto.
Llegamos tratando en ello a su casa, entramos; yo me ofrecí mucho a su cuñado y hermana, y ellos, no persuadiéndose[396] a otra cosa sino a que yo venía convidado, por venir a tal hora, comenzaron a decir que si lo supieran que habían de tener tan buen güésped que hubieran prevenido algo. Yo cogí la ocasión y convídeme diciendo que yo era de casa y amigo viejo, y que se me hiciera agravio en tratarme con cumplimiento.
Sentáronse y senteme, y por que el otro lo llevase mejor, que ni me había convidado ni le pasaba por la imaginación, de rato en rato le pegaba yo con la mozuela, diciendo que me había preguntado por él, y que le tenía en el alma, y otras mentiras de este modo, con lo cual llevaba mejor el verme engullir, porque tal destrozo como yo hice en el ante[397] no lo hiciera una bala en el de un coleto. Vino la olla, y comímela en dos bocados casi toda sin malicia, pero con prisa tan fiera, que parecía que aun entre los dientes no la tenía bien segura. Dios es mi padre[398], que no come un cuerpo más presto el montón de la Antigua de Valladolid[399], que le deshace en veinte y cuatro horas, que yo despaché el ordinario[400], pues fue con más prisa que un extraordinario el correo. Ellos bien debían notar los fieros tragos del caldo y el modo de agotar la escudilla, la persecución de los güesos y el destrozo de la carne. Y si va a decir verdad, entre burla y juego, empedré la faltriquera de mendrugos.
Levantose la mesa, apartámonos yo y el licenciado a hablar de la ida en casa de la dicha; yo se lo facilité mucho, y estando hablando con él a una ventana, hice que me llamaban de la calle y dije:
—¿A mí, señor? Ya bajo…
Pedile licencia diciendo que luego volvía, quedome aguardando hasta hoy, que desaparecí, por lo del pan comido y la compañía deshecha. Topome otras muchas veces y disculpeme con él contándole mil embustes, que no importan para el caso.
Fuime por las calles de Dios. Llegué a la puerta de Guadalajara[401] y senteme en un banco de los que tienen en sus puertas los mercaderes. Quiso Dios que llegaron a la tienda dos de las que piden prestado sobre sus caras, tapadas de medio ojo, con su vieja y pajecillo. Preguntaron si había algún terciopelo de labor extraordinaria. Yo empecé luego, para trabar conversación, a jugar del vocablo, de «tercio» y «pelado», y «pelo» y «apelo» y «pospelo», y no dejé güeso sano a la razón. Sentí que les había dado mi libertad algún seguro de algo de la tienda y yo, como quien no aventuraba a perder nada, ofrecilas lo que quisiesen; regatearon diciendo que no tomaban de quien no conocían. Yo me aproveché de la ocasión diciendo que había sido atrevimiento ofrecerles nada, pero que me hiciesen merced de acetar unas telas que me habían traído de Milán, que a la noche llevaría un paje, que les dije que era mío, por estar enfrente aguardando a su amo, que estaba en otra tienda, por lo cual estaba descaperuzado[402]; y para que me tuviesen por hombre de partes y conocido, no hacía sino quitar el sombrero a todos los oidores y caballeros que pasaban, y sin conocer a ninguno, les hacía cortesías como si los tratara familiarmente. Ellas se cegaron con esto, y con unos cien escudos en oro, que yo saqué de los que traía, con achaque de dar limosna a un pobre que me la pidió.
Pareciolas irse por ser ya tarde, y así me pidieron licencia, advirtiéndome con el secreto que había de ir el paje. Yo las pedí por favor, y como en gracia, un rosario engarzado en oro que llevaba la más bonita dellas, en prendas de que las había de ver a otro día sin falta; regatearon dármelo, yo les ofrecía en prendas los cien escudos, y dijéronme su casa, y con intento de estafarme en más, se fiaron de mí y preguntáronme mi posada, diciendo que no podía entrar paje en la suya a todas horas, por ser gente principal. Yo las llevé por la calle Mayor, y al entrar en la de las
Carretas, escogí la casa que mejor y más grande me pareció. Tenía un coche sin caballos a la puerta, díjeles que aquella era, y que allí estaba ella, y el coche y dueño para servirlas. Nombreme don Alvaro de Córdoba, y entreme por la puerta delante de sus ojos. Y acuérdome que, cuando salimos de la tienda, llamé uno de las pajes con gran autoridad con la mano, hice que le decía que se quedasen todos y que me aguardasen allí, que así dije yo que lo había dicho, y la verdad es que le pregunté si era criado del comendador mi tío, dijo que no, y con tanto acomodé los criados ajenos como buen caballero.
Llegó la noche escura, y acogímonos a casa todos; entré y hallé al soldado de los trapos con un hacha de cera que le dieron para acompañar un difunto, y se vino con ella. Llamábase éste Magazo, natural de Olías[403]; había sido capitán en una comedia y combatido con moros en una danza[404]. A los de Flandes decía que había estado en la China, y a los de la China en Flandes; trataba de formar un campo, y nunca supo sino espulgarse en él; nombraba castillos y apenas los había visto en los ochavos[405]. Celebraba mucho la memoria del señor don Juan[406]; y oíle decir yo muchas veces de Luis Quijada[407] que había sido honra de amigos; nombraba turcos, galeones y capitanes, todos los que había leído en unas coplas que andaban desto; y como él no sabía nada nada de mar, porque no tenía de naval más del comer nabos[408], dijo, contando la batalla, que había vencido el señor don Juan en Lepanto, que aquel Lepanto fue un moro muy bravo, como no sabía el pobrete que era nombre del mar. Pasábamos con él lindos ratos.
Entró luego mi compañero, deshechas las narices y toda la cabeza entrapajada, lleno de sangre y muy sucio. Preguntárnosle la causa y dijo que había ido a la sopa de San ferónimo, y que pidió porción doblada, diciendo que era para unas personas honradas y pobres; quitáronselo a los otros mendigos para dárselo, y ellos, con el enojo, siguiéronle y vieron que en un rincón detrás de la puerta estaba sorbiendo con gran valor; y sobre si era bien hecho engañar por engullir y quitar a otros para sí, se levantaron voces y tras ellas palos, y tras los palos chichones y tolondrones en su pobre cabeza: embistiéronle con los jarros, y el daño de las narices se le hizo uno con una escudilla de palo, que se la dio a oler con más prisa que convenía. Quitáronle la espada, salió a las voces el portero, y aun no los podía meter en paz. En fin, se vio en tanto peligro el pobre hermano, que decía: «¡Yo volveré lo que he comido!» Y aun no bastaba, que ya no reparaban sino en que pedía para otros y no se preciaba de sopón.
—¡Miren el todo trapos, como muñeca de niños, más triste que pastelería en Cuaresma, con más agujeros que una flauta y más remiendos que una pía[409], y más manchas que un jaspe, y más puntos que un libro de música —decía un estudiantón destos de la capacha[410], gorronazo—, que hay hombre en la sopa del bendito santo que puede ser obispo u otra cualquier dignidad, y se afrenta un don peluche[411] de comer! Graduado estoy de bachiller en artes por Sigüenza[412].
Metiose el portero de por medio, viendo que un vejezuelo que allí estaba decía que, aunque acudía al brodio[413], que era descendiente de los godos[414], y que tenía deudos.
Aquí lo dejó, porque el compañero estaba ya fuera desaprensando los güesos.
CAPÍTULO III, 3
En que prosigue la misma materia, hasta dar con todos en la cárcel
Entró Merlo Díaz hecha la pretina[415] una sarta de búcaros y vidros[416], los cuales pidiendo de beber en los tornos de las monjas había agarrado, con poco temor de Dios. Mas sacole de la puja[417] don Lorenzo del Pedroso, el cual entró con una capa muy buena, la cual había trocado en una mesa de trucos[418] a la suya, que no se la cubriera pelo al que la llevó, por ser desbarbada[419]. Usaba éste quitarse la capa como que quería jugar, y ponerla con las otras y luego, como que no hacía partido, iba por su capa y tomaba la que mejor le parecía, y salíase. Usábalo en los juegos de argolla y bolos.
Mas todo fue nada para ver entrar a don Cosme cercado de muchachos con lamparones, cáncer y lepra, heridos y mancos, el cual se había hecho ensalmador, con unas santiguaduras y oraciones que había aprendido de una vieja; ganaba éste por todos, porque si el que venía a curarse no traía bulto debajo de la capa, no sonaba dinero en faldriquera o no piaban algunos capones, no había lugar.
Tenía asolado medio reino. Hacía creer cuanto quería, porque no ha nacido tal artífice en el mentir tanto, que aun por descuido no decía la verdad. Hablaba del Niño Jesús, entraba en las casas con «deo gracias», decía lo del «Spíritu Santo sea con todos»; traía todo ajuar de hipócrita: un rosario con unas cuentas frisonas[420]; al descuido hacía que se le viese por debajo de la capa un trozo de diciplina salpicada con sangre de las narices; hacía creer, concomiéndose[421], que los piojos eran silicios[422] y que la hambre canina eran ayunos voluntarios; contaba tentaciones; en nombrando al demonio, decía: «¡Dios nos libre y nos guarde!»; besaba la tierra al entrar en la iglesia, llamábase indigno; no levantaba los ojos a las mujeres, pero las faldas sí.
Con estas cosas traía el pueblo tal, que se encomendaban a él, y era como encomendarse al diablo, porque él era jugador y lo otro, «ciertos[423]» los llaman y, por mal nombre, «fulleros». Juraba el nombre de Dios unas veces en vano y otras en vacío. Pues en lo que toca a las mujeres, tenía seis hijos y preñadas dos santeras. Al fin, de los mandamientos de Dios los que no quebraba, hendía.
Vino Polanco haciendo gran ruido, y pidió su saco pardo, cruz grande, barba larga postiza y campanilla. Andaba de noche desta suerte, diciendo: «¡Acordaos de la muerte y haced bien para las ánimas…!», etc. Con esto cogía mucha limosna y entrábase en las casas que veía abiertas, si no había testigos ni estorbo robaba cuanto había; si le topaban, tocaba la campanilla y decía con una voz que él fingía muy penitente: «¡Acordaos, hermanos…!», etc.
Todas estas trazas de hurtar y modos extraordinarios conocí por espacio de un mes en ellos. Volvamos agora a que les enseñé el rosario y conté el cuento; celebraron mucho la traza, y recibiole la vieja por su cuenta y razón, para venderle; la cual se iba por las casas diciendo que era de una doncella pobre, y que se deshacía dél para comer. Y ya tenía para cada cosa su embuste y su trapaza[424]. Lloraba la vieja a cada paso; enclavijaba las manos y suspiraba de lo amargo; llamaba «hijos» a todos. Traía encima de muy buena camisa jubón, ropa, saya y manteo, un saco de sayal roto de un amigo ermitaño que tenía en las cuestas de Alcalá. Ésta gobernaba el hato, aconsejaba y encubría.
Quiso, pues, el diablo, que nunca está ocioso en cosas tocantes a sus siervos, que yendo a vender no sé qué ropa y otras cosillas a una casa, conoció uno no sé qué hacienda suya; trujo un alguacil y agarráronme la vieja, que se llamaba la madre Labruscas.
Confesó luego todo el caso y dijo cómo vivíamos todos y que éramos caballeros de rapiña. Dejola el alguacil en la cárcel y vino a casa, y halló en ella a todos mis compañeros y a mí con ellos. Traía media docena de corchetes[425], verdugos de a pie, y dio con todo el colegio buscón en la cárcel, a donde se vio en gran peligro la caballería[426].
CAPÍTULO III, 4
En que trata los sucesos de la cárcel, hasta salir la vieja azotada, los compañeros a la vergüenza y él en fiado
Echáronnos en entrando a cada uno dos pares de grillos y sumiéronnos en un calabozo. Yo que me vi ir allá, aprovecheme del dinero que traía conmigo y, sacando un doblón, díjele al carcelero:
—Señor, óigame vuestra merced en secreto —y para que lo hiciese, dile escudo como cara[427]. En viéndolos, me apartó.
—Suplico a vuestra merced —le dije— que se duela de un hombre de bien.
Busquele las manos y, como sus palmas estaban hechas a llevar semejantes dátiles[428], cerró con los dichos veinte y seis, diciendo:
—Yo averiguaré la enfermedad y, si no es urgente, bajará al cepo.
Yo conocí la deshecha[429] y respondile humilde. Dejome fuera, y a los amigos descolgáronlos abajo.
Dejo de contar la risa tan grande que en la cárcel y por las calles había con nosotros, porque, como nos traían atados y a empellones, unos sin capas y otros con ellas arrastrando, eran de ver unos cuerpos pías[430] remendados, y otros aloques de tinto y blanco[431]; a cuál, por asirle de alguna parte segura, por estar todo tan manido, le agarraba el corchete de las puras carnes y aun no hallaba de qué asir, según los tenía roídos la hambre. Otros iban dejando a los corchetes en las manos los pedazos de ropillas y gregüesco; al quitar la soga en que venían ensartados, se salían pegados los andrajos.
Al fin, yo fui, llegada la noche, a dormir a la sala de los linajes. Diéronme mi camilla. Era de ver algunos dormir envainados sin quitarse[432] nada; otros desnudarse de un golpe todo cuanto traían encima, como culebras; cuáles jugaban; y al fin, cerrados, se mató la luz. Olvidamos todos los grillos.
Era de ver a los que no tenían cama llegar y asir de los pies al acostado y sacarlo arrastrando en medio de la sala, y encajarse en la cama, y aquél asir de otro para acomodarse. Estaba el servicio a mi cabecera: vime forzado, a intercesión de mis narices, a decirles que mudasen a otra parte el vedriado[433], y sobre si le viene muy ancho o no[434], como si me hubieran tomado la medida con el bacín, tuvimos palabras; usé el oficio de adelantado[435], que es mejor a veces serlo de un cachete que de un reino, y metile a uno media pretina en la cara. Él, por levantarse aprisa, derramole, y al ruido despertó el concurso; asábamonos a pretinazos[436], a escuras, y era tanto el mal olor, que hubieron de levantarse todos. Alzose el grito. El alcaide, sospechando que se le iban algunos vasallos, subió corriendo, armado con toda su cuadrilla. Abrió la sala, entró luz y informose del caso: condenáronme todos, yo me disculpaba con decir que en toda la noche me habían dejado cerrar los ojos. El carcelero, pareciéndole que por no dejarme zabullir[437] en lo hondo le daría otro doblón, asió del caso y mandome bajar allá. Determineme a consentir antes que a pellizcar el talego más de lo que estaba.
Fui llevado abajo; recibiéronme con arbórbola[438] y placer los amigos. Dormí aquella noche algo desabrigado.
Amaneció el Señor y salimos del calabozo; vímonos las caras; y lo primero que nos fue notificado fue dar para la limpieza, como si en una noche lo hubiera yo ensuciado todo, so pena de culebrazo[439] fino. Yo di luego seis reales; mis compañeros no tenían qué dar, y así quedaron remitidos para la noche.
Había en el calabozo un mozo tuerto, alto, abigotado, mohíno de cara, cargado de espaldas y de azotes en ella; traía más hierro que Vizcaya: dos pares de grillos y una cadena de portada; llamábanle «el Jayán». Decía que estaba preso por cosas de aire, y así sospechaba yo si era por algunas fuelles, chirimías o abanicos[440], y decíale si era por algo desto. Respondía que no, que eran cosas de atrás. Yo pensé que pecados viejos quería decir…, y averigüé que por puto. Cuando el alcaide le reñía por alguna travesura, le llamaba botiller[441] del verdugo y depositario general de culpas. Otras veces le amenazaba, diciendo:
—¿Qué te arriesgas, pobrete, con el que ha de hacer humo[442]? Dios es Dios, que te vendimie de camino[443].
Había confesado éste y era tan maldito que traíamos todos con carlancas, como mastines, las traseras, y no había quien se osase ventosear, de miedo de acordarle dónde tenía las asentaderas.
Éste hacía amistad con otro que llamaban Robledo y, por otro nombre, el Trepado. Decía que estaba preso por liberalidades y, entendido, eran de manos, en pescar lo que topaba. Este había sido más azotado que postillón[444]: no había verdugo que no hubiese probado la mano en él. Tenía la cara con tantas cuchilladas, que a descubrirse puntos no se la ganara un flux[445]. Tenía nones las orejas y pegadas las narices, aunque no tan bien como la cuchillada que se las partía[446].
A éstos se llegaban otros cuatro hombres rapantes[447], como leones de armas, todos agrillados, gente de azotes y galeras, chilindrón legítimo[448]. Decían ellos que presto podrían decir que habían servido a su rey por mar y por tierra. No se podrá creer la notable alegría con que aguardaban su despacho[449].
Todos estos, mohínos de ver que mis compañeros no contribuían, ordenaron a la noche de darlos culebra de cáñamo, con una soga dedicada al efeto. Vino la noche. Fuimonos ahuchados[450] a la postrera faldriquera[451] de la casa, mataron la luz; yo metime luego debajo de la tarima; empezaron a silbar dos de ellos y otro a dar sogazos. Los buenos caballeros, que vieron el negocio de revuelta, se apretaron de manera las carnes ayunas —cenadas, comidas y almorzadas de sama y piojos—, que cupieron todos en un resquicio de la tarima. Estaban como liendres en cabellos o chinches en cama; sonaban los golpes en la tabla, callaban los dichos. Los bellacos, que vieron que no se quejaban, dejaron el dar azotes y empezaron a tirar ladrillos, piedras y cascote, que tenían recogido. Allí fue ella, que uno le halló el cogote a don Toribio y le levantó una pantorrilla en él de dos dedos; comenzó a dar voces que le mataban; los bellacos, por que no se oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos y hacían ruido con las prisiones[452]. Él por esconderse así[a] de los otros, para meterse debajo: allí fue el ver cómo, con la fuerza que hacían, les sonaban los güesos. Acabaron su vida las ropillas, no quedaba andrajo en pie. Menudeaban tanto las piedras y cascotes, que dentro de poco tiempo tenía el dicho don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta[453], y no hallando remedio contra el granizo, viéndose sin santidad cerca de morir San Esteban[454], dijo que le dejasen salir, que él pagaría luego y daría sus vestidos en prendas; consintiéronselo y a pesar de los otros, que se defendían con él, descalabrado y como pudo se levantó y pasó a mi lado. Los otros, por presto que acordaron hacer lo mismo, ya tenían las chollas[455] con más tejas que pelos; ofrecieron para pagar la patente[456] sus vestidos, haciendo cuenta que era mejor entrarse en la cama por desnudos que por heridos, y así aquella noche los dejaron; y a la mañana les pidieron que se desnudasen, y se halló que de todos sus vestidos juntos no se podía hacer una mecha a un candil.
Quedáronse en la cama, digo, envueltos en una manta, la cual era la que llaman «ruana[457]», donde se espulgan todos. Empezaron luego a sentir el abrigo de la manta, porque había piojo con hambre canina, y otro que en un brazo dellos quebraba ayuno de ocho días; habíalos frisones[458], y otros que se podían echar a la oreja de un toro[459]. Pensaron aquella mañana ser almorzados dellos. Quitáronse la manta, maldiciendo su fortuna, deshaciéndose a puras uñadas.
Yo salime del calabozo, diciéndoles que me perdonasen si no les hiciese mucha compañía, porque me importaba no hacérsela. Torné a repasarle las manos al carcelero con tres de a ocho[460] y, sabiendo quién era el escribano de la causa, inviele a llamar con un picarillo. Vino, metile en un aposento y empecele a decir, después de haber tratado de la causa, cómo yo tenía no sé qué dinero. Supliquele que me lo guardase y que, en lo que hubiese lugar, favoreciese la causa de un hijodalgo desgraciado, que por engaño había incurrido en tal delito.
—Crea vuestra merced —dijo, después de haber pescado la mosca[461]— que en nosotros está todo el juego, y que si uno da en no ser hombre de bien, puede hacer mucho mal. Más tengo yo en galeras de balde, por mi gusto, que hay letras en el proceso. Fíese de mí, y crea que le sacaré a paz y a salvo.
Fuese con esto, y volviose desde la puerta a pedirme algo para el buen Diego García, el alguacil, que importaba acallarle con mordaza de plata; y apuntome no sé qué del relator, para ayuda de comerse[462] cláusula entera. Dijo:
—Un relator, señor, con arcar las cejas, levantar la voz, dar una patada para hacer entender al alcalde, divertido[463], hacer una acción, destruye a un cristiano.
Dime por entendido y añadí otros cincuenta reales; y en pago me dijo que enderezase el cuello de la capa y dos remedios para el catarro que tenía de la frialdad del calabozo, y últimamente me dijo, mirándome con grillos:
—Ahorre de pesadumbre, que con ocho reales que de al alcaide, le aliviará, que esta es gente que no hace virtud si no es por interés.
Cayome en gracia la advertencia. Al fin, él se fue; yo di al carcelero un escudo, quitome los grillos.
Dejábame entrar en su casa. Tenía una ballena por mujer y dos hijas del diablo, feas y necias y de la vida[464], a pesar de sus caras.
Sucedió que el carcelero —se llamaba tal Blandones de San Pablo, y la mujer doña Ana Moráez— vino a comer, estando yo allí, muy enojado y bufando. No quiso comer la mujer, recelando alguna pesadumbre; se llegó a él, y le enfadó tanto con las acostumbradas importunidades, que dijo:
—¡Qué ha de ser, si el bellaco ladrón de Almendros, el aposentador[465], me ha dicho —teniendo palabras con él, sobre el arrendamiento— que vos no sois limpia!
—¿Tantos rabos[466] me ha quitado el bellaco? —dijo ella—. ¡Por el siglo de mi agüelo que no sois hombre, pues no le pelastes[467] las barbas! ¿Llamo yo a sus criadas que me limpien?
Y volviéndose a mí, dijo:
—Vale Dios que no me podrá decir que soy judía, como él, que de cuatro cuartos que tiene, los dos son de villano y los otros ocho maravedís[468] de hebreo. ¡A fe, señor don Pablos, que si yo lo oyera, que yo le acordara de que tiene las espaldas en el aspa de San Andrés[469]!
Entonces, muy afligido, el alcaide respondió:
— ¡Ay, mujer!, que callé porque dijo que en esa teniades vos dos o tres madejas, que lo sucio no os lo dijo por lo puerco, sino por el no lo comer[470].
—¿Luego judía dijo que era? ¿Y con esa paciencia lo decís, buenostiempos? ¿Así sentís la honra de doña Ana Moráez, hija de Esteban Rubio y Joan de Madrid, que sabe Dios y todo el mundo[471]?
—¿Cómo hija —dije yo— de Joan de Madrid?
— De Juan de Madrid el de Auñón[472].
—¡Voto a Dios —dije yo— que el bellaco que tal dijo es un judío, puto y cornudo! —Y volviéndome a ellas—: loan de Madrid, mi señor, que esté en el cielo, fue primo hermano de mi padre; y daré yo probanza de quién es y cómo, y esto me toca a mí, y si salgo de la cárcel yo le haré desdecir cien veces al bellaco; ¡ejecutoria[473] tengo en el pueblo tocante a entrambos con letras de oro!
Alegráronse con el nuevo pariente y cobraron ánimo con lo de la ejecutoría; y ni yo la tenía ni sabía quiénes eran. Comenzó el marido a quererse informar del parentesco por menudo: yo, por que no me cogiese en mentira, hice que me salía de enojado, votando[474] y jurando. Tuviéronme[475], diciendo que no se tratase más dello. Yo, de rato en rato, salía muy al descuido con decir:
— ¡Joan de Madrid! ¡Burlando es la probanza que yo tengo suya!
Otras veces decía:
—¿Juan de Madrid el mayor? Su padre de Joan de Madrid fue casado con Ana de Azevedo la gorda.
Y callaba otro poco. Al fin, con estas cosas el alcaide me daba de comer y cama en su casa; y el escribano, solicitado de él y cohechado con el dinero, lo hizo tan bien que sacaron a la vieja delante de todos en un palafrén pardo, a la brida, con un músico de culpas[476] delante. Era el pregón: «A esta mujer, por ladrona». Llevábale el compás en las costillas el verdugo, según lo que le habían recetado los señores de los ropones[477]. Luego seguían todos mis compañeros, en los overos de echar agua[478], sin sombreros y las caras descubiertas: sacábanlos a la vergüenza, y cada uno de puro roto llevaba la suya defuera[479].
Desterráronlos por seis años. Yo salí en fiado, por virtud del escribano; y el relator no se descuidó, porque mudó tono, habló quedo y ronco, brincó razones y mascó cláusulas enteras.
CAPÍTULO III, 5
De cómo tomó posada y la desgracia que le sucedió en ella
Salí de la cárcel, halleme solo y sin los amigos; aunque me avisaron que iban camino de Sevilla a costa de la caridad[480], no los quise seguir.
Determineme de ir a una posada, donde hallé una moza rubia y blanca, miradora, alegre, a veces entremetida y a veces entresacada y salida[481]; zazeaba[482] un poco; tenía miedo a los ratones; preciábase de manos y, por enseñarlas, siempre despabilaba las velas, partía la comida en la mesa, en la iglesia tenía puestas las manos, por las calles iba enseñando siempre cuál casa era de uno y cuál de otro, en el estrado[483] de contino tenía un alfiler que prender en el tocado, si se jugaba a algún juego era siempre al de pizpirigaña[484], por ser cosa de mostrar manos; hacía que bostezaba adrede sin tener gana, por mostrar los dientes y hacer cruces en la boca[485]; al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada, que enfadaba ya a sus mismos padres.
Hospedáronme muy bien en su casa, porque tenían trato de alquilarla con muy buena ropa a tres moradores. Fui el uno yo, el otro un portugués, y un catalán. Hiciéronme muy buena acogida.
A mí no me pareció mal la moza para el deleite, y lo otro la comodidad de hallármela en casa. Di en poner en ella los ojos; contábales cuentos, que yo tenía estudiados para entretener; traíalas nuevas, aunque nunca las hubiese; servíalas en todo lo que era de balde. Díjelas que sabía encantamentos y que era nigromante, que haría que pareciese que se hundía la casa y que se abrasaba, y otras cosas que ellas, como buenas creedoras, tragaron. Granjeé una voluntad en todos agradecida, pero no enamorada, que como no estaba tan bien vestido como era razón, aunque ya me había mejorado algo de ropa, por medio del alcaide, a quien visitaba siempre, conservando la sangre[486] a pura carne y pan que le comía, no hacían de mí el caso que era razón.
Di, para acreditarme de rico que lo disimulaba, en enviar a mi casa amigos a buscarme cuando no estaba en ella. Entró uno el primero, preguntando por el señor don Ramiro de Guzmán, que así dije que era mi nombre, porque los amigos me habían dicho que no era de costa[487] mudarse los nombres, y que era útil. Al fin, preguntó por don Ramiro, «un hombre de negocios rico, que hizo agora tres asientos[488] con el Rey». Desconociéronme en esto las huéspedas y respondieron que allí no vivía sino un don Ramiro de Guzmán, más roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre.
—Ese es —replico— el que yo digo, y no quisiera más renta al servicio de Dios que la que tiene a más de dos mil ducados.
Contoles otros embustes. Quedáronse espantadas, y él las dejó una cédula de cambio[489] fingida que traía a cobrar en mí de nueve mil escudos. Díjoles que me la diesen para que la acetase, y fuese.
Creyeron la riqueza la niña y la madre y acotáronme luego para marido. Vine yo con gran disimulación y, en entrando, me dieron la cédula diciendo:
—Dineros y amor mal se encubren, señor don Ramiro. ¿Cómo que nos esconda vuestra merced quién es, debiéndonos tanta voluntad?
Yo hice como que me había disgustado por el dejar de la cédula y fuime a mi aposento.
Era de ver cómo, en creyendo que tenía dinero, me decían que todo me estaba bien, celebraban mis palabras, no había tal donaire como el mío. Yo que las vi tan cebadas, declarele mi voluntad a la muchacha, y ella me oyó contentísima, diciéndome mil lisonjas.
Apartémonos, y una noche, para confirmarlas más en mi riqueza, cerreme en mi aposento, que estaba dividido del suyo con solo un tabique muy delgado, y sacando cincuenta escudos, estuve contándolos en la mesa tantas veces, que oyeron contar seis mil escudos. Fue esto de verme con tanto dinero de contado para ellas todo lo que yo podía desear, porque dieron en desvelarse para regalarme y servirme.
El portugués se llamaba «O siñor Vasco de Meneses», caballero de la cartilla, digo, de Cristus[490]. Traía su capa de luto, botas, cuello pequeño y mostachos grandes; ardía por doña Berenguela de Robledo, que así se llamaba. Enamorábala sentándose a conversación y suspirando más que beata en sermón de cuaresma. Cantaba mal y siempre andaba apuntado[491] con el catalán, el cual era la criatura más triste y miserable que Dios crió: comía a tercianas[492], de tres a tres días, y el pan tan duro que apenas le pudiera morder un maldiciente; pretendía por lo bravo, y si no era el poner güevos, no le faltaba otra cosa para gallina, porque cacareaba notablemente.
Como vieron los dos que yo iba tan adelante, dieron en decir mal de mí. El portugués decía que era un piojoso, picaro, desarropado; el catalán me trataba de cobarde y vil. Yo lo sabía todo, y a veces lo oía, pero no me hallaba con ánimo para responder.
Al fin, la moza me hablaba y recibía mis billetes. Comenzaba por lo ordinario: «Este atrevimiento…, su mucha hermosura de vuestra merced…» Decía lo de «me abraso», trataba de «penar», ofrecíame por esclavo, firmaba el corazón con la saeta. Al fin llegamos a los túes, y yo para alimentar más el crédito de mi calidad, salime de casa y alquilé una mula, y arrebozado y mudando la voz vine a la posada, y pregunté por mí mismo, diciendo que si vivía allí su merced del señor don Ramiro de Guzmán, señor del Valcerrado y Vellorete[493].
—Aquí vive —respondió la niña— un caballero de ese nombre, pequeño de cuerpo.
Y por las señas dije yo que era él, y las supliqué que le dijesen que Diego de Solórzana, su mayordomo que fue de las depositarias, pasaba a las cobranzas y le había venido a besar las manos. Con esto me fui, y volví a casa de allí a un rato. Recibiéronme con la mayor alegría del mundo, diciendo que para qué les tenía escondido el ser señor de Valcerrado y Villorete. Diéronme el recado. Con esto la muchacha se remató, cudiciosa de marido tan rico, y trazó de que la fuese a hablar a la una de la noche por un corredor que caía a un tejado donde estaba la ventana de su aposento.
El diablo, que es agudo en todo, ordenó que, venida la noche, yo, deseoso de gozar la ocasión, me subí al corredor, y por pasar desde él al tejado que había de ser, vánseme los pies y doy en el de un vecino escribano tan desatinado golpe que quebré todas las tejas y quedaron estampadas en las costillas. Al ruido despertó la media casa, y pensando que eran ladrones —que son antojadizos dellos los deste oficio—, subieron al tejado. Yo que vi esto, quíseme esconder detrás de una chimenea, y fue aumentar la sospecha, porque el escribano y dos criados y un hermano me molieron a palos y me ataron a vista de mi dama, sin bastarme ninguna diligencia. Mas ella se reía mucho, porque como yo la había dicho que sabía hacer burlas y encantamentos, pensó que había caído por gracia y nigromancia, y no hacía sino decirme que subiese, que bastaba ya con esto; y con los palos y puñadas que me dieron, daba aullidos, y era lo bueno que ella pensaba que todo era artificio, y no acababa de reír.
Comenzó luego a hacer la causa, y porque me sonaron unas llaves en la faldriquera, dijo y escribió que eran ganzúas, y aunque las vio, sin haber remedio de que no lo fuesen.
Díjele que era don Ramiro de Guzmán y riose mucho. Yo, triste, que me había visto moler a palos delante de mi dama y me vi llevar preso sin razón y con mal nombre, no sabía qué hacerme. Hincábame de rodillas, y ni por esas ni por esotras bastaba con el escribano.
Todo esto pasaba en el tejado, que los tales, aun de las tejas arriba[494] levantan falsos testimonios. Dieron orden de bajarme abajo, y lo hicieron por una ventana que caía a una pieza que servía de cocina.
CAPÍTULO III, 6
Prosigue el cuento, con otros varios sucesos
No cerré los ojos en toda la noche, considerando mi desgracia, que no fue dar en el tejado, sino en las manos del escribano, y cuando me acordaba de lo de las ganzúas y las hojas que había escrito en la causa, fechaba de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano].
Pasé la noche en revolver trazas: unas veces me determinaba a rogárselo por Jesucristo, y considerando lo que pasó con ellos[495] vivo, no me atrevía. Mil veces me quise desatar, pero sentíame luego y levantábase a visitarme los nudos, que más velaba él en cómo forjaría el embuste que yo en mi provecho.
Madrugó al amanecer, y vistiose a hora que en toda su casa no había otros levantados sino él y los testimonios[496]. Agarró la correa y tornó a repasarme las costillas, reprehendiéndome el mal vicio de hurtar, como quien tan bien le sabía.
En esto estábamos, él dándome y yo casi determinado de darle a él dineros, que es la sangre con la que se labran semejantes diamantes[497], cuando, incitados y forzados de los ruegos de mi querida, que me había visto caer y apalear, desengañada de que no era encanto sino desdicha, entraron el portugués y el catalán, y en viendo el escribano que me hablaban, desenvainando la pluma los quiso espetar por cómplices en el proceso. El portugués no lo pudo sufrir y tratole algo mal de palabra, diciendo que él era un caballero «fidalgo de casa du rey», y que yo era un «orne muito fidalgo», y que era bellaquería tenerme atado; comenzome a desatar y, al punto, el escribano clamó resistencia, y dos criados suyos, entre corchetes y ganapanes[498], pisaron las capas, deshiciéronse los cuellos, como lo suelen hacer, para representar las puñadas que no ha habido, y pedían favor al rey. Los dos, al fin, me desataron, y viendo el escribano que no había quién le ayudase, dijo:
—¡Voto a Dios que esto no se puede hacer conmigo y que a no ser vuestras mercedes quien son les podría costar caro! Manden contentar estos testigos y echen de ver que les sirvo sin interés.
Yo vi luego la letra[499]: saqué ocho reales y díselos, y aun estuve por volverle los palos que me había dado, pero por no confesar que los había recibido, lo dejé y me fui con ellos, dando las gracias de mi libertad y rescate.
Entré en casa con la cara rozada de puros mojicones y las espaldas algo mohínas de los varapalos. Reíase el catalán mucho, y decía a la niña que se casase conmigo, para volver el refrán al revés, y que no fuese tras cornudo apaleado, sino tras apaleado cornudo. Tratábame de resuelto y sacudido, por los palos; traíame afrentado con estos equívocos. Si entraba a visitarlos, trataban luego de varear, otras veces de leña y madera. Yo, que me vi corrido y afrentado, y que ya me iban dando en la flor[500] de lo rico, comencé a trazar de salirme de casa; y para no pagar comida, cama ni posada, que montaba algunos reales, y sacar mi hato libre, traté con un licenciado Brandalagas[501], natural de Hornillos[502], y con otros dos amigos suyos, que me viniesen una noche a prender.
Llegaron la señalada y requirieron a la güéspeda, que venían de parte del Santo Oficio[503] y que convenía secreto. Temblaron todas por lo que yo me había hecho nigromántico con ellas. Al sacarme a mí, callaron; pero al ver sacar el hato, pidieron embargo por la deuda, y respondieron que eran bienes de la Inquisición. Con esto no chistó alma terrena. Dejáronles salir, y quedaron diciendo que siempre lo temieron. Contaban al catalán y al portugués lo de aquellos que me venían a buscar, decían entrambos que eran demonios y que yo tenía familiar[504]; y cuando les contaban del dinero, que yo había contado, decían que parecía dinero, pero que no lo era de ninguna suerte; persuadiéronse[505] a ello.
Yo saqué mi ropa y comida horra. Di traza con los que me ayudaron de mudar de hábito y ponerme calza de obra[506] y, vestido al uso, cuellos grandes y un lacayo en menudos, dos lacayuelos[507], que entonces era uso. Animáronme a ello, poniéndome por delante el provecho que se me seguiría de casarme con la ostentación, a título de rico, y que era cosa que sucedía muchas veces en la Corte, y aun añadieron que ellos me encaminarían parte conveniente y que me estuviese bien y con algún arcaduz por donde se guiase. Yo, negro cudicioso de pescar mujer, determineme.
Visité no sé cuántas almonedas y compré mi aderezo de casar. Supe dónde se alquilaban caballos y espeteme en uno el primer día, y no hallé lacayo[508]. Salime a la calle Mayor y púseme enfrente de una tienda de jaeces, como que concertaba alguno; llegáronse dos caballeros, cada cual con su lacayo, preguntáronme si concertaba uno de plata que tenía en las manos; yo solté la prosa y con mil cortesías los detuve un rato. En fin, dijeron que se querían ir al Prado a bureo[509] un poco, y yo, que si no lo tenían a enfado, que les acompañaría. Dejé dicho al mercader que si viniensen allí mis pajes y un lacayo, que los encaminase al Prado. Di señas de la librea[510], y metime entre los dos, y caminamos.
Yo iba considerando que a nadie que nos veía era posible el determinar cúyos eran los lacayos ni cuál era el que no le llevaba. Empecé a hablar muy recio de las cañas de Talavera[511] y de un caballo que tenía porcelana[512]. Encarecíales mucho el Roldanejo, que esperaba de Córdoba. En topando algún paje, caballo o lacayo los hacía parar, y les preguntanba cúyo era, y decía de las señales y si le querían vender: hacíale dar dos vueltas en la calle y, aunque no la tuviese, le ponía una falta en el freno, y decía lo que había de hacer para remediarlo. Y quiso mi ventura que topé muchas ocasiones de hacer esto. Y porque los otros iban embelesados, y a mi parecer diciendo: «¿Quién será este tagarote[513] escuderón?»; porque el uno llevaba un hábito en los pechos y el otro una cadena de diamantes, que era hábito y encomienda[514] todo junto, dije yo que andaba en busca de buenos caballos para mí y a otro primo mío, que entrábamos en unas fiestas.
Llegamos al Prado y en entrando saqué el pie del estribo y puse el talón por defuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos; cuál decía: «Este yo le he visto a pie». Otro: «Hola, lindo va el buscón». Yo hacía como que no oía nada, y paseaba.
Llegáronse a un coche de damas los dos y pidiéronme que picardease un rato. Dejeles la parte de las mozas y tomé el estribo de madre y tía. Eran las vejezuelas alegres, la una de cincuenta y la otra punto menos. Díjelas mil ternezas, y oíanme, que no hay mujer por vieja que sea que tenga tantos años como presunción. Prometilas regalos, y preguntelas del estado de aquellas señoras; y respondieron que doncellas, y se les echaba de ver en la plática. Yo dije lo ordinario: que las viesen colocadas como merecían. Y agradóles mucho la palabra «colocadas». Preguntáronme tras esto que en qué me entretenía en la corte. Yo les dije que en huir de un padre y madre que me querían casar contra mi voluntad con mujer fea, y necia y mal nacida, por el mucho dote.
—Y yo, señoras, quiero más una mujer limpia, en cueros, que una judía poderosa, que por la bondad de Dios mi mayorazgo[515] vale al pie de cuatro mil ducados de renta, y si salgo con un pleito que traigo en buenos puntos, no habré menester nada.
Saltó tan presto la tía:
—¡Ay, señor! Y cómo le quiero bien, no se casi sino con su gusto y mujer de casta, que le prometo que, con ser yo no muy rica, no he querido casar mi sobrina con haberle salido ricos casamientos, por no ser de calidad. Ella pobre es, que no tiene sino seis mil ducados de dote, pero no debe nada a nadie en sangre.
—Eso creo muy bien —dije yo.
En esto las doncellicas remataron la conversación con pedir algo de merendar a mis amigos. «Mirábase el uno a otro, y a todos tiembla la barba[516]».
Yo, que vi la ocasión, dije que echaba menos mis pajes, por no tener con quién inviar a casa por unas cajas[517] que tenía. Agradeciéronmelo, y yo las supliqué se fuesen a la Casa del Campo[518] al otro día, y que yo las inviaría algo fiambre. Acetaron luego; dijéronme su casa y preguntaron la mía, y con tanto se apartó el coche y yo y los compañeros comenzamos a caminar a casa. Ellos, que me vieron largo en lo de la merienda, aficionáronse, y por obligarme[519], me suplicaron cenase con ellos aquella noche. Híceme algo de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo bajar a buscar mis criados y jurando de echarlos de casa.
Dieron las diez, y yo dije que era plazo de cierto martelo[520], y que así me diesen licencia. Fuime, quedando concertados de vernos a la tarde en la Casa del Campo. Fui a dar el caballo al alquilador, y desde allí a mi casa.
Hallé los compañeros jugando quinolicas[521]; conteles el caso y el concierto hecho, y determinamos enviar la merienda sin falta, y gastar docientos reales en ella.
Acostámonos con estas determinaciones. Yo confieso que no pude dormir en toda la noche con el cuidado de lo que había de hacer con el dote; y lo que más me tenía en duda era el hacer del una casa o darlo a censo[522], que no sabía yo cuál sería mejor y de más provecho.
CAPÍTULO III, 7
En que se prosigue lo mismo, con otros sucesos y desgracias que le sucedieron
Amaneció y despertamos a dar traza en los criados, plata y merienda. En fin, como el dinero ha dado en mandarlo todo y no hay quien le pierda el respeto, pagándoselo a un repostero de un señor, me dio plata, y la sirvió él y tres criados.
Pasose la mañana en aderezar lo necesario, y a la tarde ya yo tenía alquilado mi caballito. Tomé el camino a la hora señalada para la Casa del Campo. Llevaba toda la pretina llena de papeles, como memoriales, y desabotonados seis botones de la ropilla, y asomados unos papeles.
Llegué, y ya estaban allá las dichas y los caballeros, y todo. Recibiéronme ellas con mucho amor y ellos llamándome de vos en señal de familiaridad. Había dicho que me llamaba don Filipe Tristán, y en todo el día había otra cosa sino don Filipe acá y don Filipe allá. Yo comencé a decir que me había visto tan ocupado con negocios de su majestad y cuentas de mi mayorazgo que había temido el no poder cumplir, y que así las apercibía a merienda de repente[523].
En esto llegó el repostero con su jarcia, plata y mozos. Los otros y ellas no hacían sino mirarme y callar. Mandele que fuese al cenador y aderezase allí, que entre tanto nos íbamos a los estanques. Llegáronse a mí las viejas a hacerme regalos, y holgueme de ver descubiertas las niñas[524], porque no he visto desde que Dios me crió tan linda cosa como aquella en quien yo tenía asestado el matrimonio: blanca, rubia, colorada, boca pequeña, dientes menudos y espesos, buena nariz, ojos rasgados y verdes, alta de cuerpo, lindas manazas, y zazosita[525]. La otra no era mala, pero tenía más desenvoltura y dábame sospechas de hocicada[526].
Fuimos a los estanques, vímoslo todo y en el discurso conocí que la mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes por inocente: no sabía, pero como yo no quiero las mujeres para consejeras ni bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mismo que acostarse con Aristóteles o Séneca, o con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas[527], que cuando sea boba, harto sabe si me sabe bien.
Esto me consoló. Llegamos cerca del cenador y, al pasar una enramada, prendióseme en un árbol la guarnición del cuello y desgarrose un poco; llegó la niña y prendiómelo con un alfiler de plata, y dijo la madre que inviase el cuello a su casa al otro día, que allá lo aderezaría doña Ana, que así se llamaba la niña.
Estaba todo cumplidísimo, mucho que merendar, caliente, y fiambre, frutas y dulces. Levantaron los manteles, y estando en esto vi venir un caballero con dos criados por la güerta adelante, y cuando no me cato, conozco a mi buen don Diego Coronel. Acercose a mí y, como estaba en aquel hábito, no hacía sino mirarme. Habló a las mujeres y tratolas de primas. Y a todo esto no hacía sino volver y mirarme. Yo me estaba hablando con el repostero, y los otros dos, que eran sus amigos, estaban en gran conversación con él. Preguntoles, según se echó de ver después, mi nombre, y ellos dijeron:
—Don Filipe Tristán, un caballero muy honrado y rico.
Veíale yo santiguarse; al fin, delante dellas y de todos se llegó a mí, y dijo:
—Vuestra Merced me perdone, que por Dios que le tenía, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es, que no he visto cosa tan parecida a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar.
Riéronse todos mucho, y yo me esforcé para que no me desmintiese la color, y díjele que tenía deseo de ver aquel hombre, porque me habían dicho infinitos que le era parecidísimo.
—¡Jesús! —decía el don Diego—, ¿cómo parecido? El talle, la habla, los meneos, hasta en esa señal de la frente, que en vuestra merced debe de ser herida y en él fue un palo que le dieron entrando a hurtar unas gallinas. ¡No he visto tal cosa! Digo, señor, que es admiración grande y que no hay cosa tan parecida.
—Dolo[528] al diablo —dije yo—, ¿y no ahorcaron ese ganapán?
Entonces las viejas, tía y madre, dijeron que cómo era posible que a un caballero tan principal se pareciese un picaro tan bajo como aquél. Y porque no se sospechase nada dellas, dijo la una:
—Yo le conozco muy bien al señor don Filipe, que es el que nos hospedó por orden de mi marido, que fue gran amigo suyo, en Ocaña.
Yo entendí la letra[529] y dije que mi voluntad era y sería de servirlas con mi poco posible en todas partes.
El don Diego se me ofreció y me pidió perdón del agravio que me había hecho en tenerme por el hijo del barbero. Y añadía:
—No creerá vuestra merced: su madre era hechicera y un poco puta; su padre ladrón, y su tío verdugo, y él el más ruin hombre y más mal inclinado tacaño del mundo.
Yo decía, con unos empujoncillos de risa:
—¡Gentil bergantón! ¡Hideputa pícaro! —Y por de dentro, considere el pío letor lo que sentiría mi gallofería[530]. Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas. Tratamos de venirnos al lugar. Yo y los otros dos nos despedimos, y don Diego se entró con ellas en el coche.
Preguntolas que qué era la merienda y el estar conmigo, y la madre y la tía dijeron cómo yo era un mayorazgo de tantos ducados de renta y que me quería casar con Anica, que se informase y vería si era cosa no solo acertada, sino de mucha honra para todo su linaje. En esto pasaron el camino hasta su casa, que era en la calle del Arenal, a San Filipe[531].
Nosotros nos fuimos a casa juntos, como la otra noche. Pidiéronme que jugase, cudiciosos de pelarme; yo entendiles la flor[532], y senteme. Sacaron naipes: estaban hechos[533], perdí una mano; di en irme por abajo[534] y ganeles cosa de trecientos reales, y con tanto me despedí y vine a mi casa.
Topé a mis compañeros licenciado Brandalagas y Pero López, los cuales estaban estudiando en unos dados tretas flamantes. En viéndome lo dejaron, cudiciosos de preguntarme lo que me había sucedido. Yo venía cariacontecido y encapotado; no les dije más de que me había visto en un grande aprieto. Conteles cómo me había topado con don Diego y lo que me había sucedido. Consoláronme, aconsejando que disimulase y no desistiese de la pretensión por ningún camino ni manera.
En esto, supimos que se jugaba en casa de un vecino boticario juego de parar[535], entendíalo yo entonces razonablemente, porque tenía más flores que un mayo, y barajas hechas lindas[536]. Determinamos de ir a darles un muerto, que así se llamaba el enterrar una bolsa. Envié los amigos delante, entraron en la pieza y dijeron si gustarían de jugar con un fraile, que acababa de llegar a curarse en casa de unas primas suyas, que venía enfermo y traía talegos como el brazo y una calza de doblones[537]. Crecióles a todos el ojo y clamaron: «¡Venga el fraile, norabuena!»
—Es hombre grave en la orden —replicó Pero López, y como ha salido, se quiere entretener, que él más lo hace por la conversación.
—Venga y sea por lo que fuere.
—No ha de entrar nadie de fuera, por el recato —dijo Brandalagas.
—No hay de tratar deso —respondió el güésped—. Ni criados.
Con esto, ellos quedaron ciertos del caso y creída la mentira. Vinieron los acólitos, y ya yo estaba con un tocador en la cabeza, por disimular la corona y fingir la enfermedad. Sahumeme con paja y afeiteme de tercianas[538] con una color de cera amarilla y mi hábito de fraile, unos antojos y mi barba, que por ser atusada, no desayudaba. Entré muy humilde, senteme. Comenzose el juego. Ellos levantaban bien: iban tres al mohíno[539], pero quedaron mohínos los tres, porque yo, que sabía más que ellos, les di tal gatada[540] que en espacio de tres horas me llevé más de mil y trecientos reales. Di baratos[541], y con mi «¡Loado sea nuestro Señor!», me despedí, encargándoles que no recibiesen escándalo de verme jugar, que era entretenimiento y no otra cosa. Los otros, que habían perdido cuanto tenían, dábanse a mil diablos. Despedime y salímonos fuera. Venimos a casa a la una y media, y acostámonos después de haber partido la ganancia.
Consoleme con esto algo de lo sucedido, y a la mañana me levanté a buscar mi caballo, y no hallé por alquilar ninguno, en lo cual conocí que había otros muchos como yo. Pues andar a pie pareciera mal y más entonces, fuime a San Filipe y topeme con un lacayo de un letrado que tenía un caballo y le aguardaba, que se había acabado de apear, a oír misa. Metile cuatro reales en la mano, por que mientras su amo estaba en la iglesia me dejase dar dos vueltas en el caballo por la calle del Arenal[542], que era la de mi señora. Consintió.
Subí en el caballo y di dos vueltas calle arriba y calle abajo, sin ver nada, y al dar la tercera asomose doña Ana. Yo que la vi y no sabía las mañas del caballo ni era buen jinete, quise hacer galantería: dile dos varazos, tírele de la rienda, y empínase y tirando dos coces aprieta a correr y da comigo por las orejas en un charco.
Yo que me vi así y rodeado de niños que se habían llegado, y delante de mi señora, empecé a decir:
—¡Oh, hideputa! No fuérades vos valenzuela[543]. Estas temeridades me han de acabar. Habíanme dicho las mañas y quise porfiar con él.
Traía el lacayo ya el caballo, que se paró luego. Yo torné a subir, y al ruido se había asomado don Diego Coronel, que vivía en la misma casa de sus primas. Yo que le vi, me demudé; preguntome si había sido algo; dije que no, aunque tenía estropeada una pierna. Dábame el lacayo prisa por que no saliese su amo y lo viese, que había de ir a palacio. Y soy tan desgraciado que, estándome diciendo el lacayo que nos fuésemos, llega por detrás el letradillo y, conociendo su rocín, arremete al lacayo y empieza a darle de puñadas, diciendo en altas voces que qué bellaquería era dar su caballo a nadie, y lo peor fue que, volviéndose a mí, dijo que me apease con Dios, muy enojado.
Todo pasaba a vista de mi dama y de don Diego. ¡No se ha visto a tanta vergüenza ningún azotado! Estaba tristísimo de ver dos desgracias tan grandes en un palmo de tierra. Al fin, me hube de apear, subió el letrado y fuese. Y yo, por hacer la deshecha[544], quedeme hablando desde la calle con don Diego, y dije:
—En mi vida subí en tan mala bestia. Está ahí mi caballo overo[545], en San Filipe, y es desbocado en la carrera y trotón. Dije cómo yo le corría y hacía parar. Dijeron que allí estaba uno en que no lo haría, y era éste deste licenciado; quise probarlo. ¡No se puede creer! Qué duro es de caderas, y con mala silla fue milagro no matarme.
—Sí fue —dijo don Diego—, y con todo, parece que se siente vuestra merced de esa pierna.
—Sí siento —dije yo—, y me querría ir a tomar mi caballo y a casa.
La muchacha quedó satisfecha y con lástima de mi caída; mas el don Diego cobró mala sospecha de lo del letrado, y fue totalmente causa de mi desdicha, fuera de otras muchas que me sucedieron, y la mayor y fundamento de las otras fue que cuando llegué a casa y fui a ver una arca, a donde tenía en una maleta todo el dinero que me había quedado de mi herencia y lo que había ganado, menos cien reales que yo traía conmigo, hallé que el buen licenciado Brandalagas y Pero López habían cargado con ello y no parecían.
Quedé como muerto, sin saber qué consejo tomar de mi remedio. Decía entre mí: «¡Malhaya quien fía en hacienda mal ganada, que se va como se viene! ¡Triste de mí! ¿Qué haré?»
No sabía si irme a buscarlos, si dar parte a la justicia. Esto no me parecía bien, porque si los prendían habían de aclarar lo del hábito y otras cosas, y era morir en la horca. Pues seguirlos, no sabía por dónde. Al fin, por no perder también el casamiento, que ya yo me consideraba remediado con el dote, determiné de quedarme y apretarlo sumamente.
Comí, y a la tarde alquilé mi caballico y fuime hacia la calle, y como no llevaba lacayo, por no pasar sin él, aguardaba a la esquina antes de entrar a que pasase algún hombre que lo pareciese, y en pasando, partía detrás dél, haciéndole lacayo sin serlo, y en llegando al fin de la calle, metíame detrás de la esquina hasta que volviese otro que lo pareciese, metíame detrás y daba otra vuelta.
Yo no sé si fue la fuerza de la verdad de ser yo el mismo pícaro que sospechaba don Diego o si fue la sospecha del caballo del letrado, u qué se fue, que don Diego se puso a inquerir quién era y de qué vivía, y me espiaba. En fin, tanto hizo, que por el más extraordinario camino del mundo supo la verdad, porque yo apretaba en lo del casamiento por papeles bravamente, y él, acosado dellas, que tenían deseo de acabarlo, andando en mi busca, topó con el licenciado Flechilla, que fue el que me convidó a comer cuando yo estaba con los caballeros. Y éste, enojado de cómo yo no le había vuelto a ver, hablando con don Diego y sabiendo cómo yo había sido su criado, le dijo de la suerte que me encontró cuando me llevó a comer, y que no había dos días que me había topado a caballo, muy bien puesto, y le había contado cómo me casaba riquísimamente.
No aguardó más don Diego, y volviéndose a su casa encontró con los dos caballeros del hábito y cadena, amigos míos, junto a la Puerta del Sol, y contoles lo que pasaba, y díjoles que se aparejasen, y en viéndome a la noche en la calle, que me magul[l]asen los cascos, y que me conocerían en la capa que él traía, que la llevaría yo.
Concertáronse, y en entrando en la calle, topáronme y disimularon de suerte los tres que jamás pensé que eran tan amigos míos como entonces. Estuvímonos en conversación, tratando de lo que sería bien hacer a la noche hasta el Avemaria[546]. Entonces despidiéndose los dos, echaron hacia abajo y yo y don Diego quedamos solos y echamos a San Filipe. Llegando a la entrada de la calle de la Paz[547], dijo don Diego:
—Por vida de don Filipe, que troquemos capas, que me importa pasar por aquí y que no me conozcan.
—Sea en buen hora —dije yo.
Tomé la suya inocentemente y dile la mía; ofrecile mi persona para hacerle espaldas, mas él, que tenía trazado el deshacerme las mías, dijo que le importaba ir solo, que me fuese.
No bien me aparté dél con su capa, cuando ordena el diablo que dos, que lo aguardaban para cintarcarlo por una mujercilla, entendiendo por la capa que yo era don Diego, levantan y enpiezan una lluvia de espaldarazos sobre mí. Yo di voces y en ellas y la cara conocieron que no era yo. Huyeron, y yo quedeme en la calle con los cintarazos; disimulé tres o cuatro chichones que tenía y detúveme un rato, que no osé entrar en la calle de miedo. En fin, a las doce, que era a la hora que solía hablar con ella, llegué a la puerta, y emparejando, cierra[548] uno de los que me aguardaban, por don Diego, con un garrote conmigo y dame dos palos en las piernas, y derríbame en el suelo; y llega el otro y dame un trasquilón de oreja a oreja, y quítanme la capa, y déjanme en el suelo, diciendo:
—Así pagan los pícaros embustidores mal nacidos.
Comencé a dar gritos y a pedir confisión, y como no sabía lo que era, aunque sospechaba por las palabras que acaso era el güésped de quien me había salido con la traza de la Inquisición, o el carcelero burlado, o mis compañeros huidos. Y al fin, yo esperaba de tantas partes la cuchillada, que no sabía a quién echársela, pero nunca sospeché en don Diego ni en lo que era.
Daba voces a los capeadores; a ellas, vino la justicia; levantáronme, y viendo mi cara con una zanja de un palmo y sin capa ni saber lo que era, asiéronme para llevarme a curar. Metiéronme en casa de un barbero, curome; preguntáronme dónde vivía y lleváronme allá. Acostáronme y quedé aquella noche confuso, viendo mi cara de dos pedazos, y tan lisiadas las piernas de los palos que no me podía tener en ellas, ni las sentía; robado y, de manera, que ni podía seguir a los amigos, ni tratar del casamiento, ni estar en la corte, ni estar fuera.
CAPÍTULO III, 8
De su cura y otros sucesos peregrinos
He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la güéspeda de casa, vieja de bien, arrugada y llena de afeite, que parecía higo enharinado; niña, si se lo preguntaban, con su cara de muesca, entre chufa y castaña apilada[549], tartamuda, barbada y bizca, y roma, no le faltaba una gota para bruja. Tenía buena fama en el lugar, y echábase a dormir con ella y con cuantos querían[550]; templaba gustos y careaba placeres[551]. Llamábase [tal de la Guía]. Alquilaba su casa y era corredora para alquilar otras; en todo el año no se vaciaba la posada de gente.
Era de ver cómo ensayaba una muchacha en el taparse; lo primero enseñándola cuáles cosas había de descubrir de su cara. A la de buenos dientes, que riese siempre, hasta en los pésames; a la de buenas manos, se las enseñaba a esgrimir; a la rubia, un bamboleo de cabellos y un asomo de vedijas por el manto y la toca estremado; a buenos ojos, lindos bailes con las niñas y dormidillos, cerrándolos, y elevaciones mirando arriba.
Pues tratada en materia de afeites, cuervos entraban y les corregía las caras, de manera que al entrar en sus casas de puro blanco no las conocían sus maridos. Enlucía manos y gargantas como paredes, acicalaba dientes, arrancaba el vello, Tenía un bebedizo, que llamaba Heredes, porque con él mataba los niños en las barrigas, y hacía malparir y malempreñar. Y en lo que ella era más estremada era en arremedar virgos y adobar doncellas. En solos ocho días que yo estuve en casa la vi hacer todo esto. Y para remate de lo que era, enseñaba a pelar y refranes que dijesen las mujeres. Allí les decía cómo habían de encajar la joya: las niñas por gracia, las mozas por deuda y las viejas por respeto y obligación.
Enseñaba pediduras para dinero seco y pediduras para cadenas y sortijas. Citaba a la Vidaña, su concurrente en Alcalá y a la Plañosa en Burgos, a Muñatones la de Salamanca.
Esto he dicho para que se me tenga lástima de ver a las manos que vine y se ponderen mejor las razones que me dijo; y empezó por estas palabras, que siempre hablaba por refranes:
—De donde sacan y no pon, hijo don Filipe, presto llegan al hondón; de tales polvos, tales lodos; de tales bodas, tales tortas. Yo no te entiendo ni sé tu manera de vivir; mozo eres, no me espanto que hagas algunas travesuras, sin mirar que durmiendo caminamos a la güesa, yo como montón de tierra te lo puedo decir. ¡Qué cosa es que me digan a mí que has desperdiciado mucha hacienda sin saber cómo, y que te han visto aquí, ya estudiante, ya picaro y ya caballero, y todo por las compañías! Dime con quién andas, hijo, y direte quién eres; cada oveja con su pareja; sábete, hijo, que de la mano a la boca se pierde la sopa. Anda, bobillo, que si te inquietaban mujeres, bien sabes tú que soy yo fiel[552] perpetuo en esta tierra de esa mercaduría, y que me sustento de las posturas[553], así que enseño, como que pongo, y que nos damos con ellas en casa; y no andarte con un pícaro y otro pícaro tras una alcorzada[554] y otra redomadona[555], que gasta las faldas con quien hace sus mangas[556]. Yo te juro que hubieras ahorrado muchos ducados si te hubieras encomendado a mí, porque no soy nada amiga de dineros. Y por mis entenados[557] y difuntos, y así yo haya buen acabamiento, que aún lo que me debes de la posada no te lo pidiera agora a no haberlo menester para unas candelicas y hierbas.
Que trataba en botes sin ser boticaria, y si la untaban las manos, se untaba[558] y salía de noche por la puerta del humo.
Yo que vi que había acabado la plática y sermón en pedirme, que con ser su tema acabó en él y no comenzó, como todos hacen, no me espanté de la visita, que no me la había hecho otra vez mientras había sido su güésped, si no fue un día que me vino a dar satisfaciones de que había oído que me habían dicho no sé qué de hechizos, y que la quisieron prender y escondió la calle; vínome a desengañar y a decir que era otra de su nombre.
Yo la conté[559] su dinero, y estándoselo dando, la desventura, que nunca me olvida, y el diablo, que se acuerda de mí, trazó que la venían a prender por amancebada y sabían que estaba el amigo en casa. Entraron en mi aposento, como me vieron en la cama y a ella conmigo, cerraron[560] con ella y conmigo, y diéronme cuatro o seis empellones muy grandes, y arrastráronme fuera de la cama. A ella la tenían asida otros dos, tratándola de alcagüeta y bruja; ¡quién tal pensara de una mujer que hacía la vida referida! A las voces del alguacil y a mis quejas, el amigo, que era un frutero que estaba en el aposento de adentro, dio a correr; ellos que lo vieron y supieron, por lo que decía otro güésped de casa, que yo lo era[561], arancaron tras el picaño[562] y asiéronle, y dejáronme a mí repelado y apuñeado; y con todo mi trabajo me reía de lo que los picarones decían a la Guía, porque uno la miraba y decía:
—¡Qué bien os estará una mitra, madre! Y lo que me holgaré de veros consagrar[563] tres mil nabos a vuestro servicio.
Otro:
—Ya tienen escogidas plumas los señores alcaldes, para que entréis bizarra.
Al fin, trujeron el picarón y atáronlos entrambos; pidiéronme perdón y dejáronme solo. Yo quedé algo aliviado de ver a mi buena güéspeda en el estado que tenía sus negocios, y así no tenía otro cuidado sino el de levantarme a tiempo, que la tirase mi naranja[564]. Aunque según las cosas que contaba una criada que quedó en casa, yo desconfié de su prisión, porque me dijo no sé qué de volar, y otras cosas que no me sonaron bien.
Estuve en la casa curándome ocho días, y apenas podía salir; diéronme doce puntos en la cara y hube de ponerme muletas. Halleme sin dinero, porque los cien reales se consumieron en la cura, comida y posada; y así, para no hacer más gasto, no tiniendo dinero, determiné de salirme con dos muletas de la casa, y vender mi vestido, cuellos y jubones[565], que era todo muy bueno. Hícelo, y compré con lo que me dieron un coleto[566] de cordobán viejo y un jubonazo de estopa famoso, mi gabán de pobre remendado y largo, mis polainas y zapatos grandes, la capilla del gabán en la cabeza, un Cristo de bronce traía colgando del cuello, y un rosario.
Impúsome en la voz y frases doloridas de pedir un pobre que entendía de la arte mucho, y así comencé luego a ejercitallo por las calles. Cosime sesenta reales, que me sobraron, en el jubón, y con esto me metí a pobre, fiado en mi buena prosa.
Anduve ocho días por las calles, aullando en esta forma, con voz dolorida y realzamiento de plegarias:
—¡Dalde, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado, que me veo y me deseo!
Esto decía los días de trabajo; pero los días de fiesta comenzaba con diferente voz, y decía:
—Fieles cristianos y devotos del Señor, por tan alta princesa como la reina de los ángeles, madre de Dios, dalde una limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor —y paraba un poco, que es de grande importancia, y luego añadía—: Un aire corruto en hora menguada, trabajando en una viña, me trabó mis miembros, que me vi sano y bueno como se veen y vean, ¡loado sea el Señor!
Venían con esto los ochavos trompicando, y ganaba mucho dinero. Y ganara más, si no se me atravesara un mocetón mal encarado, manco de los brazos y con una pierna menos, que me rondaba las mismas calles, en un carretón, y cogía más limosna con pedir malcriado. Decía con voz ronca, rematando en chillido:
—¡Acordaos, siervos de Jesucristo, del castigado del Señor por sus pecados, dalde al pobre lo que Dios reciba! —y añadía—: ¡Por el buen Jesú!
Y ganaba que era un juicio. Yo advertí, y no dije más «Jesús», sino quitábale la s, y movía a más devoción. Al fin, yo mudé de frasecicas, y cogía maravillosa mosca[567].
Llevaba metidas entrambas piernas en una bolsa de cuero, y liadas, y mis dos muletas; dormía en un portal de un cirujano[568], con un pobre de cantón[569], uno de los mayores bellacos que Dios crió. Estaba riquísimo y era como nuestro retor: ganaba más que todos, tenía una potra[570] muy grande, y atábase con un cordel el brazo por arriba, y parecía que tenía hinchada la mano y manca y calentura, todo junto. Poníase echado boca arriba en su puesto, y con la potra defuera, tan grande como una bola de puente[571], y decía:
—Miren la pobreza y el regalo que hace el Señor al cristiano.
Si pasaba mujer, decía:
—¡Ah, señora hermosa, sea Dios en su ánima!
Y las más, por que las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí, aunque no fuese camino para sus visitas.
Si pasaba un soldadico:
—¡Ah, señor capitán…!
Decía. Y si otro hombre cualquiera:
—¡Ah, señor caballero…!
Y si clérigo en mula:
—¡Señor arcediano…!
En fin, él adulaba terriblemente. Tenía modo diferente para pedir los días de los santos, y vine a tener tanta amistad con él, que me descubrió un secreto con que en dos días estuvimos ricos. Y era que este tal pobre tenía tres muchachos pequeños, que recogían limosna por las calles y hurtaban lo que podían. Dábanle cuenta a él, y todo lo guardaba. Iba a la parte con dos niños de la cajuela[572] en las sangrías que hacían dellas, y tomé el mismo arbitrio, y él me encaminó la gentecica a propósito. Halleme en menos de un mes con más de docientos reales horros[573]; y últimamente me declaró, con intento que nos fuésemos juntos, el mayor secreto y la más alta industria que cupo en mendigo, y la hicimos entrambos: y era que hurtábamos niños cada día entre los dos, cuatro o cinco. Pregonábanlos y salíamos nosotros a preguntar las señas, y decíamos:
—Por cierto, señor, que le topé a tal hora; y que si no llego, que le mata un carro. En casa está.
Dábannos el hallazgo y veníamos a enriquecer, de manera que me hallé yo con cincuenta escudos y ya sano de las piernas, aunque las traía entrapajadas.
Determiné de salirme de la corte y tomar mi camino para Toledo, donde ni conocía ni me conocía nadie. Al fin, yo me determiné. Compré un vestido pardo, cuello y espada, y despedime de Valcázar, que era el pobre que dije, y busqué por los mesones en qué ir a Toledo.
CAPÍTULO III, 9
En que se hace representante, poeta y galán de monja
Topé en un paraje una compañía de farsantes[574] que iban a Toledo; llevaban tres carros[575], y quiso Dios que entre los compañeros iba uno que lo había sido mío del estudio en Alcalá, y había renegado y metídose al oficio. Díjele lo que me importaba ir allá y salir de la corte, y apenas el hombre me conocía con la cuchillada, y no hacía sino santiguarse de mi per signum crucis[576].
Al fin me hizo amistad, por mi dinero, de alcanzar de los demás lugar para que yo fuese con ellos.
Íbamos barajados[577] hombres y mujeres, y una entre ellas, la bailarina, que también hacía las reinas y papeles graves en la comedia, me pareció estremada sabandija. Acertó a estar su marido a mi lado, y yo, sin pensar a quien hablaba, llevado del deseo de amor y gozarla, díjele:
—A esta mujer, ¿por qué orden la podremos hablar, para gastar con su merced unos veinte escudos, que me ha parecido bien por ser hermosa?
—No me lo está a mí el decirlo, que soy su marido —dijo el hombre—, ni tratar deso; pero sin pasión, que no me mueve ninguna, se puede gastar con ella cualquier dinero, porque tales carnes no tiene el suelo, ni tal juguetoncica.
Y diciendo esto saltó del carro y fuese al otro, según pareció, por darme lugar que la hablase.
Cayome en gracia la respuesta del hombre, y eché de ver que estos son de los que dijera algún bellaco que cumplen el preceto de San Pablo[578] de tener mujeres como si no las tuviesen, torciendo la sentencia en malicia.
Yo gocé de la ocasión, hablela, y preguntome que adónde iba, y algo de mi vida. Al fin, tras muchas palabras, dejamos concertadas para Toledo las obras. Íbamonos holgando por el camino mucho.
Yo, acaso, comencé a representar un pedazo de la comedia de San Alejo, que me acordaba de cuando muchacho, y representelo de suerte que les di cudicia. Y sabiendo, por lo que yo le dije a mi amigo que iba en la compañía, mis desgracias y descomodidades, díjome que si quería entrar en la danza con ellos. Encareciéronme tanto la vida de la farándula, y yo que tenía necesidad de arrimo y me había parecido bien la moza, concerteme por dos años con el autor[579]. Hícele escritura de estar con él, y diome mi ración y representaciones; y con tanto llegamos a Toledo.
Diéronme que estudiar tres o cuatro loas[580] y papeles de barba[581], que los acomodaba bien con mi voz. Yo puse cuidado en todo y eché la primera loa en el lugar: era de una nave, de lo que son todas, que venía destrozada y sin provisión; decía lo de «Este es el puerto», llamaba a la gente «senado», pedia perdón de las faltas, y silencio, y entreme. Hubo un «¡Víctor!» de rezado[582], y al fin, parecí bien en el teatro.
Representamos una comedia de un representante nuestro, que yo me admiré de que fuesen poetas, porque pensaba que el serlo era de hombres muy doctos y sabios y no de gente tan sumamente lega; y está ya de manera esto, que no hay autor que no escriba comedias, ni representante que no haga su farsa de moros y cristianos, que me acuerdo yo antes, que si no eran comedias del buen Lope de Vega, y Ramón[583], no había otra cosa.
Al fin, hízose la comedia el primer día, y no la entendió nadie. Al segundo, empezárnosla, y quiso Dios que empezaba por una guerra, y salía yo armado y con rodela, que, si no, a manos de mal membrillo, tronchos y badeas[584] acabo, ¡no se ha visto tal torbellino! Y ello merecíalo la comedia, porque traía un rey de Normandía sin propósito, en hábito de ermitaño, y metía dos lacayos para hacer reír, y al desatar de la maraña no había más de casarse todos y allá vas. Al fin, tuvimos nuestro merecido.
Tratamos todos muy mal al compañero poeta, y yo principalmente, diciéndole que mirase de la que nos habíamos escapado y escarmentase. Díjome que jurado a Dios que no era suyo nada de la comedia, sino que de un paso tomado de uno y otro de otro había hecho aquella capa de pobre, de remiendo, y que el daño no había estado sino en lo mal zurcido. Confesome que los farsantes que hacían comedias todo les obligaba a restitución, porque se aprovechaban de cuanto habían representado, y que era muy fácil, y que el interés de sacar trecientos o cuatrocientos reales les ponía aquellos riesgos. Lo otro que, como andaban por esos lugares, les leían unos y otros comedias:
—Tomárnoslas para verlas, llevámosnoslas, y con añadir una necedad y quitar una cosa bien dicha, decimos que es nuestra.
Y declarome cómo no había habido farsante jamás que supiese hacer una copla de otra manera. No me pareció mal la traza, y yo confieso que me incliné a ella, por hallarme con algún natural a la poesía, y más que tenía yo conocimiento con algunos poetas y había leído a Garcilaso; y así determineme de dar en el arte.
Y con esto y la farsanta y representar pasaba la vida. Que pasado un mes que había que estábamos en Toledo haciendo comedias buenas y enmendando el yerro pasado, ya yo tenía otro nombre, y habían llegado a llamarme «Alonsete», que yo había dicho llamarme Alonso. Y por otro nombre me llamaban «El cruel», por serlo una figura[585] que había hecho con gran aceptación de los mosqueteros[586] y chusma vulgar.
Tenía ya tres pares de vestidos, y autores que me pretendían sonsacar de la compañía. Hablaba de entender de la comedia, murmuraba de los famosos, reprehendía los gestos a Pinedo, daba mi voto en el reposo natural de Sánchez, llamaba bonico a Morales[587], pedíanme el parecer en el adorno de los teatros y trazar las apariencias[588]. Si alguno venía a leer comedia, yo era el que la oía.
Al fin, animado con este aplauso, me desvirgué de poeta en un romancico, y luego hice un entremés, y no pareció mal. Atrevime a una comedia, y por que no escapase de ser divina cosa, la hice de Nuestra Señora del Rosario. Comenzaba con chirimías, había sus ánimas de Purgatorio y sus demonios, que se usaban entonces, con su «bu-bu» al salir y «ri-rri» al entrar. Caile muy en gracia al lugar el nombre de Satán en las coplas y el tratar luego de si cayó del cielo y tal. En fin, mi comedia se hizo y pareció muy bien.
No me daba manos a trabajar, porque acudían a mí, enamorados unos, por coplas de cejas, y otros de ojos, cuál soneto de manos y cuál romancico para cabellos. Para cada cosa tenía su precio, aunque como había otras tiendas, por que acudiesen a la mía, hacía barato. ¿Pues villancicos?; hervía en sacristanes y demandaderas de monjas, ciegos me sustentaban a pura oración, ocho reales de cada una; y me acuerdo que hice entonces la del Justo Juez[589], grave y sonorosa, que provocaba a gestos. Escribí para un ciego, que las sacó en su nombre, las famosas que empiezan:
Madre del verbo humanal,
hija del padre divino,
dame gracia virginal, etc.
Fui el primero que introdujo acabar las coplas como los sermones, con «aquí gracia y después gloria», en esta copla de un cautivo de Tetuán:
Pidámosle sin falacia[590]
al alto rey sin escoria,
pues ve nuestra pertinacia
que nos quiera dar su gracia
y después allá la gloria. Amén.
Estaba viento en popa con estas cosas, rico y próspero, y tal que casi aspiraba ya a ser autor[591].
Tenía mi casa muy bien aderezada, porque había dado para tener tapicería barata en un arbitrio del diablo, y fue de comprar reposteros de tabernas y colgarlos; costáronme veinte y cinco o treinta reales, y eran más para ver que cuantos tiene el rey, pues por estos se veía de puros rotos, y por esotros no se verá nada[592].
Sucediome un día la mejor cosa del mundo, que aunque es en mi afrenta la he de contar. Yo me recogía en mi posada el día que escribía la comedia al desván, y allí me estaba y allí comía; subía una moza con la vianda y dejábamela allí. Yo tenía por costumbre escribir representando recio, como si lo hiciera en el tablado. Ordena el diablo que a la hora y punto que la moza iba subiendo por la escalera, que era angosta y escura, con los platos y olla, yo estaba en un paso de una montería y daba grandes gritos componiendo mi comedia, y decía:
¡Guarda el oso, guarda el oso!
Que me deja hecho pedazos
y baja tras ti furioso.
Que entendió la moza, que era gallega, como oyó decir «baja tras ti» y «me deja», que era verdad, y que la [avisaba[593] a] huir, y con la turbación písase la saya y rueda toda la escalera, derrama la olla y quiebra los platos, y sale dando gritos a la calle, diciendo que mataba un oso a un hombre. Y por presto que yo acudí, ya estaba toda la vecindad conmigo, preguntando por el oso. Y aun contándoles yo cómo había sido ignorancia de la moza, porque era lo que he referido de la comedia, aun no lo querían creer.
No comí aquel día. Supiéronlo los compañeros, y fue celebrado el cuento en la ciudad. Y destas cosas me sucedieron muchas mientras perseveré en el oficio de poeta. Y no salí del mal estado.
Sucedió, pues, que a mi autor, que siempre paran en esto, sabiendo que en Toledo le había ido bien, le ejecutaron no sé por qué deudas y le pusieron en la cárcel, con lo cual nos desmembramos todos y echó cada uno por su parte.
Yo, si va a decir verdad, aunque los compañeros me querían guiar a otras compañías, como no aspiraba a semejantes oficios, y el andar en ellos era por necesidad, ya que me vía con dineros y bien puesto, no traté de más que de holgarme. Despedime de todos.
Fuéronse, y yo, que entendí salir de mala vida con no ser farsante, si no lo ha vuestra merced por enojo, di en amante de red, como cofia, y por hablar más claro: en pretendiente de Antecristo[594], que es lo mismo que galán de monjas. Tuve ocasión para dar en esto, porque una, a cuya petición había yo hecho muchos villancicos, se aficionó en un auto del Corpus de mí, viéndome representar un San Juan Evangelista, que lo era ella[595]. Regalábame la mujer con cuidado, y habíame dicho que solo sentía que fuese farsante, porque yo había fingido que era hijo de un gran caballero, y dábala compasión.
Al fin, me determiné de escribirla lo siguiente:
CARTA
Más por agradar a vuestra merced que por hacer lo que me importaba, he dejado la compañía, que para mí cualquiera, sin la suya, es soledad. Ya seré tanto más suyo cuanto soy más mío. Avíseme cuando habrá locutorio y sabré juntamente cuándo tendré gusto, etc.
Llevó el billetico la andadera[596]. No se podrá creer el contento de la buena monja sabiendo mi nuevo estado. Respondiome desta manera:
RESPUESTA
De sus buenos sucesos antes aguardo los parabienes que los doy, y me pesara dello, a no saber que mi voluntad y su provecho es todo uno. Podemos decir que ha vuelto en sí; no resta agora sino perseverancia, que se mida con la que yo tendré. El locutorio, dudo por hoy, pero no deje de venirse vuestra merced a vísperas, que allí nos veremos, y luego por las vistas, y quizá podré yo hacer alguna pandilla[597] a la abadesa. Y adiós. Etc.
Contentome el papel, que realmente la monja tenía buen entendimiento y era hermosa. Comí y púseme el vestido con que solía hacer los galanes en las comedias. Fuime derecho a la iglesia, recé, y luego empecé a repasar todos los lazos y agujeros de la red con los ojos, para ver si parecía, cuando Dios y enhorabuena, que más era diablo y enhoramala, oigo la seña antigua: empieza a toser, y yo a toser, y andaba una tosidura de Barrabás; arremedábamos un catarro y parecía que habían echado pimiento en la iglesia; al fin yo estaba cansado de toser, cuando se me asoma a la red una vieja tosiendo, y eché de ver mi desventura, que es peligrosísima seña en los conventos, porque como es seña a las mozas, es costumbre en las viejas, y hay hombre que piensa que es reclamo de ruiseñor y le sale después graznido de cuervo.
Estuve gran rato en la iglesia, hasta que empezaron vísperas; oílas todas, que por esto llaman a los enamorados de monjas «solenes enamorados», por lo que tienen de vísperas, y tienen también que nunca salen de vísperas del contento, porque no se les llega el día jamás. No se creerá los pares de vísperas que yo oí.
Estaba con dos varas de gaznate más del que tenía cuando entré en los amores, a puro estirarme para ver; gran compañero del sacristán y monacillo y muy bien recibido del vicario, que era hombre de humor. Andaba tan tieso que parecía que almorzaba asadores y que comía virotes[598].
Fuime a las vistas, y allá, con ser una plazuela bien grande, era menester inviar a tomar lugar a las doce, como para comedia nueva[599]: hervía en devotos. Al fin, me puse en donde pude. Y podíanse ir a ver por cosas raras las diferentes posturas de los amantes. Cuál sin pestañear, mirando con su mano puesta en la espada y la otra con el rosario, estaba como figura de piedra sobre sepulcro. Otro, alzadas las manos y estendidos los brazos a lo seráfico, recibiendo las llagas. Cuál con la boca más abierta que la mujer pedigüeña, sin hablar palabra, la ensañaba a su querida las entrañas por el gaznate. Otro, pegado a la pared, dando pesadumbre a los ladrillos, parecía medirse con la esquina. Cuál se paseaba como si le hubieran de querer por el portante[600], como a macho. Otro, con una cartica en la mano, a uso de cazador con carne, parecía que llamaba halcón. Los celosos era otra banda; estos unos estaban en corrillos riéndose y mirando a ellas; otros leyendo coplas y enseñándoselas. Cuál, para dar picón[601], pasaba por el terrero con una mujer de la mano; y cuál hablaba con una criada echadiza[602], que le daba un recado.
Esto era de la parte de abajo y nuestra, pero de la de arriba a donde estaban las monjas era cosa de ver también, porque las vistas era una torrecilla llena de rendijas toda, y una pared con deshilados, que ya parecía salvadera[603] y ya pomo de olor. Estaban todos los agujeros poblados de brújulas[604]. Allí se veía una pepitoria[605], una mano, y acullá un pie. En otra parte había cosas de sábado[606], cabezas y lenguas, aunque faltaban sesos. A otro lado se mostraba buhonería[607]: una enseñaba el rosario, cuál mecía el pañizuelo, en otra parte colgaba un guante; allí salía un listón verde[608]. Unas hablaban algo recio, otras tosían, cuál hacía la seña de los sombrereros, como si sacara arañas, ceceando[609].
En verano es de ver cómo no solo se calientan al sol, sino se chamuscan, que es gran gusto verlas a ellas tan crudas y a ellos tan asados. En ivierno acontece con la humidad nacerle a uno de nosotros berros y arboledas en el cuerpo. No hay nieve que se nos escape ni lluvia que se nos pase por alto; y todo esto, al cabo, es para ver a una mujer por red y vidrieras, como güeso de santo. Es como enamorarse de un tordo en jaula, si habla, y si calla, de un retrato.
Los favores son todos toques que nunca llegan a cabes[610], un paloteadico con los dedos. Hincan la cabeza en las rejas y apúntanse los requiebros por las troneras. Aman al escondite, y verlos hablar quedito y de rezado[611]. ¿Pues sufrir una vieja que riñe, una portera que manda y una tornera que miente? Y lo mejor es ver cómo nos piden celos de las de acá fuera, diciendo que el verdadero amor es el suyo, y las causas tan endemoniadas que hallan para probarlo.
Al fin, yo llamaba ya «señora» a la abadesa, «padre» al vicario, «hermano» al sacristán. Cosas todas que con el tiempo y el curso alcanza un desesperado.
Empezáronme a enfadar las torneras con despedirme y las monjas con pedirme. Consideré cuán caro me costaba el infierno, que a otros se da tan barato y en esta vida por tan descansados caminos; veía que me condenaba a puñados y que me iba al infierno por solo el sentido del tacto. Si hablaba solía, por que no me oyesen los demás que estaban en las rejas, juntar tanto con ellas la cabeza, que por dos días siguientes traía los hierros estampados en la frente, y hablaba como sacerdote que dice las palabras de la consagración. No me veía nadie que no decía: «¡Maldito seas, bellaco monjil!», y otras cosas peores.
Todo esto me tenía revolviendo pareceres y casi determinado a dejar la monja, aunque perdiese mi sustento. Y determíneme el día de San Juan Evangelista, porque acabé de conocer lo que son las monjas. Y no quiera vuestra merced saber más de que las Bautistas todas enronquecieron adrede, y sacaron tales voces, que en vez de cantar la misa, la gimieron. No se lavaron las caras y se vistieron de viejo. Y los devotos de las Bautistas, por desautorizar la fiesta, trujeron banquetas en lugar de sillas a la iglesia, y muchos picaros del Rastro[612]. Cuando yo vi que las unas por el un santo y las otras por el otro trataban indecentemente dellos, cogiéndola a mi monja, con título de rifárselos, cincuenta escudos de cosas de labor, medias de seda, bolsicos de ámbar y dulces, tomé mi camino para Sevilla, temiendo que si más aguardaba, había de ver nacer mandrágoras[613] en los locutorios. Lo que la monja hizo de sentimiento, más por lo que llevaba que por mí, considérelo el pío letor.
CAPÍTULO III, 10
De lo que le sucedió en Sevilla hasta embarcarse a Indias
Pasé el camino de Toledo a Sevilla prósperamente, porque como yo tenía ya mis principios de fullero y llevaba dados cargados con nueva asta[614] de mayor y de menor, y tenía la mano derecha encubridora de un dado, pues preñada de cuatro paría tres; llevaba gran provisión de cartones de lo ancho y de lo largo, para hacer garrotes de morros y ballestilla[615], y así no se me escapaba dinero.
Dejo de referir otras muchas flores[616], porque a decirlas todas me tuvieran más por ramillete que por hombre; y también porque antes fuera dar que imitar que referir vicios de que huyan los hombres. Mas quizá declarando yo algunas chanzas y modos de hablar estarán más avisados los ignorantes y los que leyeron mi libro serán engañados por su culpa.
No te fíes, hombre, en dar tú la baraja, que te la trocarán al despabilar de una vela; guarda el naipe de tocamientos, raspados o bruñidos, cosa con que se conocen los azares[617]. Y por si fueres pícaro, letor, advierte que en cocinas y caballerizas pican con un alfiler u doblan los azares para conocerlos por lo hendido. Si tratares con gente honrada, guárdate del naipe, que desde la estampa fue concebido en pecado, y que con traer atravesado el papel dice lo que viene. No te fíes de naipe limpio, que al que da vista y retén[618], lo más jabonado es sucio. Advierte que, a la carteta[619], el que hace los naipes, que no doble más arqueadas las figuras, fuera de los reyes, que las demás cartas, porque el tal doblar es por tu dinero difunto. A la primera[620], mira no den de arriba las que descarta el que da y procura que no se pidan cartas u por los dedos en el naipe u por las primeras letras de las palabras.
No quiero darte luz de más cosas, estas bastan para saber que has de vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las maulas[621] que te callo. «Dar muerte» llaman quitar el dinero, y con propiedad. «Revesa» llaman la treta contra el amigo, que de puro revesada no la entiende. «Dobles» son los que acarrean «sencillos» para que los desuellen estos rastreros[622] de bolsas; «blanco» llaman al sano de malicia y bueno como el pan; y «negro» al que deja en blanco sus diligencias.
Yo, pues, con este lenguaje y con estas flores llegué a Sevilla con el dinero de las camaradas. Gané el alquiler de las muías y la comida y dineros a los güéspedes de las posadas. Fuime luego a apear al mesón del Moro, donde me topó un condicípulo mío de Alcalá, que se llamaba Mata, y agora se decía, por parecerle nombre de poco ruido, Matorral. Trataba en vidas y era tendero de cuchilladas, y no le iba mal. Traía la muestra dellas en su cara, y por las que le habían dado concertaba tamaño y hondura de las que había de dar. Decía:
—No hay tal maestro como el bien acuchillado,
Y tenía razón, porque la cara era una cuera y él un cuero[623].
Díjome que me había de ir a cenar con él y otros camaradas, y que ellos me volverían al mesón. Fui, llegamos a su posada, y dijo:
—¡Ea!, quite la capa vuacé[624] y parezca hombre, que verá esta noche todos los buenos hijos de Jevilla[625]. Y por que no lo tengan por maricón, ahaje ese cuello y agobie de espaldas; la capa caída, que siempre nosotros andamos de capa caída. Ese hocico, de tornillo; gestos a un lado y a otro, y haga vucé de las «i» «h» y de las «h» «j». Diga conmigo: «Jerida, mojino, jumo, paheria, mohar, habalí y harro de vino».
Tomelo de memoria. Prestome una daga que en lo ancho era alfanje y en lo largo de comedimiento suyo no se llamaba espada, que bien podía.
—Bébase —me dijo— esta media azumbre de vino puro, que si no da vaharada[626] no parecerá valiente.
Estando en esto y yo con lo bebido atolondrado, entraron cuatro dellos con cuatro zapatos de gotoso por caras[627], andando a lo columpio, no cubiertos con las capas, sino fajados por los lomos, los sombreros empinados sobre la frente, altas las faldillas de delante, que parecían diademas; un par de herrerías enteras por guarniciones de dagas y espadas, las conteras en conversación con el calcañar derecho, los ojos derribados, la vista fuerte, bigotes buidos a lo cuerno y barbas turcas como caballos. Hiciéronnos un gesto con la boca, y luego a mi amigo le dijeron con voces mohínas, sisando palabras:
—Seidor[628].
—So compadre —respondió mi ayo.
Sentáronse, y para preguntar quién era yo no hablaron palabra, sino el uno miró a Matorrales, y abriendo la boca y empujando hacia mí el lado de abajo, me señaló. A lo cual mi maestro de novicios satisfizo, empuñando la barba y mirando hacia abajo. Y con esto se levantaron todos y me abrazaron, y yo a ellos, que fue lo mismo que si catara cuatro diferentes vinos.
Llegó la hora de cenar. Vinieron a servir unos picaros, que los bravos llaman «cañones»; sentémonos a la mesa, apareciose luego el alcaparrón[629]; empezaron por bienvenido a beber a mi honra, que yo, hasta que la vi beber, no entendí que tenía tanta. Vino pescado y carne, y todo con apetitos[630] de sed. Estaba una artesa en el suelo llena de vino, y allí se echaba de buces[631] el que quería hacer la razón[632]. Contentóme la penadilla[633]; a dos veces no hubo hombre que conociese al otro. Empezaron pláticas de guerra. Menudeábanse los juramentos; murieron de brindis a brindis veinte o treinta sin confesión. Recetáronsele al asistente[634] mil puñaladas; tratose de la buena memoria de Domingo Tiznado y Gayón. Derramose vino en cantidad al ánima de Escamilla. Los que las cogieron tristes lloraron tiernamente al mal logrado Alonso Álvarez[635]. Y a mi compañero con estas cosas se le desconcertó el reloj de la cabeza, y dijo algo ronco, tomando un pan con las dos manos y mirando a la luz:
—Por esta, que es la cara de Dios, y por aquella luz que salió por la boca del ángel, que si vucedes quieren, que esta noche hemos de dar al corchete que siguió al pobre Tuerto[636].
Levantose entre ellos alarido disforme, y desnudando las dagas lo juraron, poniendo las manos cada uno en el borde de la artesa y echándose sobre ella de hocicos, dijeron:
—Así como bebemos este vino, hemos de beberle la sangre a todo acechador[637].
—¿Quién es este Alonso Álvarez —pregunté— que tanto se ha sentido su muerte?
—Mancebito —dijo el uno— lidiador ahigadado[638], mozo de manos y buen compañero. ¡Vamos, que me retientan los dimoños!
Con esto salimos de casa a montería de corchetes. Yo, como iba entregado al vino y había renunciado en su poder mis sentidos, no advertí al riesgo que me ponía. Llegamos a la calle de la Mar, donde encaró con nosotros la ronda. No bien la columbraron, cuando sacando las espadas la embistieron, yo hice lo mismo, y limpiamos dos cuerpos de corchetes de sus malditas ánimas al primer encuentro.
El alguacil puso la justicia en sus pies y apeló por la calle arriba, dando voces. No lo pudimos seguir, por haber cargado delantero[639], y al fin nos acogimos a la iglesia mayor, donde nos amparamos del rigor de la justicia y dormimos lo necesario para espumar el vino que hervía en los cascos.
Y vueltos ya en nuestro acuerdo, me espantaba yo de ver que hubiese perdido la justicia dos corchetes y huido el alguacil de un racimo de uvas, que entonces lo éramos nosotros.
Pasábamoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron las ninfas, desnudándose para vestirnos. Aficionóseme la Grajales: vistiome de nuevo de sus colores; súpome bien y mejor que todas esta vida; y así propuse de navegar en ansias[640] con la Grajal hasta morir.
Estudié la jacarandina[641] y en pocos días era rabí[642] de los otros rufianes. La justicia no se descuidaba de buscarnos. Rondábanos la puerta, pero con todo, de media noche abajo rondábamos disfrazados.
Yo que vi que duraba mucho este negocio y más la fortuna en perseguirme, no de escarmentado, que no soy tan cuerdo, sino de cansado como obstinado pecador, determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias[643] con ella, a ver si mudando mundo y tierra mejoraría mi suerte.
Y fueme peor, como vuestra merced verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres[644].