AVISO AL LECTOR
NO TE EXTRAÑE encontrarte a ti mismo en el infierno. Quevedo publicó esta obra en 1627. Poco después fue censurada por el padre Diego Niseno, acaso porque en ella había entrevisto a algún conocido suyo o su propia imagen en un espejo entre las llamas.
Una marabunta de personajes salvados por la Historia están condenados en estas mazmorras incandescentes: discuten, insultan, patalean, reniegan, se golpean, vociferan. Peores son que los diablos. Lucifer no da abasto. Sólo su presencia en cada corrillo de desesperados sirve como bombero de tanto ardor, arbitrando las disputas entre emperadores y validos, cornudos y mujeres, poetas y poetas, filósofos y reyes, padres e hijos. También hay alguno que se conforma con dar las razones por las que prefiere el fuego eterno a la vida, después de rechazar la oportunidad de regresar a ella.
Recordemos un cuadro del Bosco. Aquí lo vamos a encontrar escrito: el ingenio se hizo verbo; forma la travesura. Siglos después, la prosa de Quevedo continúa siendo un viaje novedoso.
El Discurso de todos los diablos (al que también se dio por título El entremetido, la dueña, y el soplón) se vale de la narración, de la descripción y del ensayo para lograr un tratado original de incisiva filosofía política y ética. Dicen los críticos que, emparentado con una de las obras más importantes de su autor, Los Sueños, los aventaja en peso doctrinal y que ninguna otra refleja mejor lo que pensaba sobre la sociedad de su época. Pues para él no había mayor infierno que el de la sociedad humana. Ella lo construyó con sus vicios y pasiones. Muy pocas páginas hay en nuestra literatura como aquella en la que Lucifer comenzó diciendo a sus hordas de diablos: «¡Mando que todos vosotros tengáis a la Prosperidad por diabla máxima, superior y superlativa, pues todos vosotros juntos no traéis la tercera parte de gentes que ella sola trae!».
Buen viaje entonces. Suerte. Y nos os asoméis demasiado a las calderas de Pero Gotero. El mismo Quevedo puede empujaros.
Ernesto Pérez Zúñiga