Capítulo II

Don Enrique

 

Disfrutando estaba el Duque del Altozano en mirlo blanco recién resucitado de su primer vuelo al luminoso y raso cielo, sintiendo el aire fresco penetrar por boca y nariz, ¡perdón!, ahora pico y plumas, ¡pardiez qué despiste! mientras un águila planeaba en las alturas.

–¡Qué bello día de otoño!, no siento frío ni calor, tan solo la brisa seca mientras cortando voy el viento cual flecha directa al corazón. ¡Vivo!..., al fin y al cabo estoy, aunque mi física apariencia en plumífera ave haya quedado y duras promesas haya que cumplir, esta sensación, ¡me place! Qué bendición volar.

El blanco mirlo tan feliz sentíase, que por un momento perdió la situación en la que estaba. Cerraba los ojos mientras se dejaba caer, volvía a revolotear sus alas y para arriba de nuevo, consciente de que su vida habíase transformado en un bello cantor de pío, píos y consejos de amor, cuando de pronto en una de esas piruetas hacia el cielo miró y lo que vio…, ¡no le gustó!

–¡Vive Dios!, tiene las plumas y garras más grandes que las mías. Ese pico que engarfiado viene raudo y veloz…, ¡Santiago y cierre España!, que el alimento…, ¡soy yo!

El rapaz volador entró en caída libre en una sola dirección, ¡la suya!, mientras gritaba en alta y viva voz su derecho al cotidiano pan. Preso en una desacostumbrada situación, pensó. Espero a que llegues, y con el quitapenas y mi toledano acero, darte te voy a regalar un buen revolcón, así que se preparó batiendo las alas de espaldas al suelo, enseñando el pecho descubierto y de pronto…, ¡cuenta se dio!

–¡Releches!, que esto no es la tierra, sino el cielo, no tengo coraza, coselete, malla, ni armas con las que defenderme, me temo que una de mis plumas con la punta hacia delante, solo sirva para provocar una muerte por infarto a base de carcajadas del imperial pájaro, así pues, ¡a poner pies por polvorosa!

Hacia abajo miró buscando parapeto, escondite o a sus viejos camaradas, pero nada vio, y si les viere tendría un problema de comunicación, a base de pío, pío, poco podrían hacer por él.

A un par de centímetros pasó el aguerrido águila de su cuerpo, parando unos metros abajo y mirando a su presa cuando un silbido desde lejos sonó.

El símbolo vivo del escudo imperial sacudió las alas clavando su cruel mirada en el Duque, dándole a entender que por esta vez… se había librado, ¡y así fue!, planeando se dirigió a la mano de su amo y ahí se quedó.

–¡Al enemigo puente de plata!, nunca mejor dicho y mejor interpretado, ¡en otra ocasión será!, ¡para chulo yo! De esta por muy poco me he librado, vaya tiempos me esperan, por un lado si no cumplo, el ano me dejarán de por vida eterna destrozado y si no ando con cuidado, seré un lindo y blando bocado. Tomaré otro camino, en aquella curiosa dirección de casas altas y apiladas.

Se desplazó a toda velocidad hacia lo que por primera vez veía, una gran ciudad en la que de lejos leyó, Bienvenidos a Alcorcón. Cuando se dio cuenta que nada tenía que temer de rapaces aves ni de la madre que las parió, vueltas y revueltas entre edificios se dio, colándose en algunas viviendas a través de las ventanas para luego, volver a salir.

–Curiosa forma de vida la de estas gentes, carros sin equinos, caballos con dos ruedas, y muchos hablando con una negra piedra que sujetan junto al oído.

Todo era nuevo para el recién resucitado de la edad de oro, que de golpe se vio en el siglo XXI. Para seguir observando el ir y venir de los lugareños y demás leños, se posó sobre una dura cuerda de toledano acero que cruzaba la vía que divisaba. Unas horas llevaba en la ciudad cuando sin saber ni cómo ni de qué manera, se le escapó parte de la digestión por las traseras partes y a caer fueron sobre la cabeza de un viandante, que mirando hacia arriba, juró, perjuró a base de lengua y gesticulaciones, y ¡por Dios!, el Duque que acostumbrado no estaba a aquella jerga, se sonrojó primero por el desliz de la situación, para posteriormente enojarse, y así pasó.

–¿Quién sois vos para escupir semejantes mal sonantes palabras por la boca?, sabed que no fue mi voluntad, pero sí la vuestra, puesto que cuando un estómago anda irritado, las cosas del interior salen sin avisar y a traición. Es más, el que estaba abajo, no era yo, sino vuestra merced, por eso caballero exijo disculpas o por las armas habréis de pasar.

El ensuciado varón mientras la testa limpiaba de excrementos caídos del cielo y sin razón, ¡perdón!, que sí la había, pero él no merecía, hacia arriba miró. Buscaba, rebuscaba y quería saber quién demonios le había hablado con semejante desdén, pero vio solo un blanco mirlo batiendo las alas como si espadas y sayo fueran a la misma vez, pero nada más observó. No obstante el caballero no se dio por vencido, así que queriendo conocer y batirse a manos, piernas, pies y lo que falta hiciere para la ocasión, hacia el cielo a viva y alta voz gritó.

–¿Quién es el cobarde que me falta al respeto y se esconde como una gallina?

Los oídos del gran señor jamás habían escuchado tal grosería y falta de galantería, ¡cobarde le había llamado!, y eso… ¡eso sí que no! Calculó la distancia, con el pico se arrancó dos plumas y como si picas fueran, de golpe se lanzó a por quien no solo faltaba el respeto, sino que acusado había por falta de valor.

–¡Allá voy mentecato de cuarto y mitad!, daos por muerto y de pronto… ¡zhasss!

¡Vaya hostia señoras y señores!, la que se dio el ofendido contra el pecho del que la fatal y mal oliente descarga recibió.

–¡Rayos!, ¿pero qué hace este puñetero pájaro? –Se quejó el humano varón.

El caballero se agachó a ver la pobre ave que estrellado se había contra su cuerpo y que en el suelo inanimado yacía sin sentido. Entre las dos manos lo protegió y a una clínica de bichos que había enfrente le llevó.

Ya en el interior le atendió la veterinaria a la que explico lo extraordinario de la ocasión.

–¡Pues sí!, como le decía se lanzó sobre mí con dos plumas y las puntas hacia delante, cosa rara me parece, como si me quisiera hacer daño.

La encantadora curandera de animales de a cuatro, dos, más patas y otros corazones, desconcertada le miró, pues jamás había escuchado ni leído que un mirlo con dos de sus cálamos atacara cual soldado en fieros lances.

–Debe ser una casualidad. Por cierto, no me ha

dicho su nombre, el mío es Flor.

–¡Perdón!, disculpe usted, ¡Enrique me llamo yo!

En eso estaban hablando cuando el legendario conquistador despertó del batacazo que se dio. Viendo que una bella mujer le palpaba las alas con amor, nada dijo, pero sí se quejó a pía voz.

–¡Pío, pío, pío!

El caballero que entendía en castellano la voz del herido, no podía creer lo que oía y viendo estaba en esos momentos. Esperó para ver si la bella doncella se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo, pero nada comentó, así que viendo el resultado se decidió a hablar.

–Flor, ¿no escucháis los lamentos del lesionado?

La doctora que sigue examinando el maltratado cuerpo sin hacer caso al curioso, hasta que termina con la faena.

–¡Por supuesto que sí!, pía de forma soberbia pero no se ven huellas del terrible dolor.

¿Se estaría volviendo loco?, él escuchaba las palabras de ¡ay, ay, ay!, sin embargo ella, esa bella dama que tan bien trataba al intrépido volador, tan solo el típico sonido de un ave.

–He de ir a un médico especializado en sicosis, se dijo en baja voz.

Como si hubiere leído su pensamiento, Flor fijamente a los ojos le miró y sin saber el motivo, un calor inmenso en su cuerpo estalló, el azul de su mirada trastocado le había dejado, ¡tanto!, que por vez primera su boca caso no hacía a su corazón y mudo se quedó.

El resucitado dos veces en el mismo día, se dio cuenta enseguida de lo que ocurriendo estaba en ese momento, una flecha de cupido había atravesado al villano cabrito que con tan poco respeto le había tratado. Pero viendo la buena voluntad del cretino y el nefasto resultado de las plumas como armas de ataque, con buen criterio decidió comunicar su posición al que antes se la había jurado.

–¡Soy el Duque del Altozano!, en otra vida tuve un amigo que como vuestra merced se llamaba. Traigo una misión y por lo que viendo estoy, vos sois el primer paciente al que demostrar tengo las armas del que quiere amar y no puede, no sabe o simplemente pierde el valor cuando una bella doncella toca su corazón.

¡Otra vez vuelve a hablarme!, pensó el rápidamente enamorado. ¿Cómo le puedo decir a esta increíble mujer que éste bicho se comunica conmigo y no piense de mí, que se me ha ido un tornillo?

Una encrucijada se batía en el pecho de Enrique, comentar lo que estaba viviendo a la asistente del pájaro blanco terminaría con las opciones de poder conquistar a aquella dulce creación y así se quedó, pensando en qué carajos hacía sin más esperanza que la lotería, algo que no existía en temas de amor.

El plumífero consejero viendo que su objetivo, perdido había toda su capacidad de oración, volvió por sus fueros a piar en viva voz, manteniendo ritmos musicales que permitieran distraer la atención de su reanimadora y a la misma vez, hablar con él.

–Pequeño es el mundo y veo que también el tiempo, pues otra vez se vuelve a repetir una escena que siglos atrás viví. No obstante en ésta ocasión las cosas de otra forma trataré, puesto que no quiero que vuestra merced, acabe con su vida en un trastero de la ecuménica iglesia flagelándose por haber sido un mujeriego. Don Enrique, prestadme atención, que ella sólo escucha el canto del mirlo, mientras que vos, los consejos que Dios me envió a daros.

¿Habría perdido la razón?, ¿cómo iba a escuchar los consejos de un ave por muy anaranjado que fuere su pico y el cuerpo blanco de color?, ¿qué pierdo si lo hago? Tan aturdido el aconsejado quedó, que en esta ocasión la doncella le animó.

–¿Qué os ocurre señor?, os veo perdido en el infinito limbo de vuestros sueños. ¿No os dais cuenta qué preciosa canción nos está regalando este bello ejemplar y con qué gratitud?, es tal su gracia, que su canto parece el de un ruiseñor.

–¡Na, na, na, naaada!

¡Vaya espanto y desastre!, dándole estaba la bella doncella conversación y el tierno Enrique había perdido parte de la lengua, ¡válgame Dios!, mal comienzo si un alumno se atasca en las repuestas cuando torear toca, con devoción. El enviado del Altísimo alzó la voz piando un fragmento del concierto de Aranjuez, pero con mensaje soterrado al pecho del compungido y perdido tartamudo. ¡La madre que lo parió!

–¡Caballero!, a esta tierra he venido para ayudaros en esta ocasión. Sé que habéis perdido la cabeza y la lengua, pero no por escucharme, sino por esos celestes y claros ojos que os miran y destrozan la cota de malla que antes llevabais en protección de lo pu-diere ocurrir, pero hoy, ¡pardiez!, llegado el momento ha, en el que debéis tomar las riendas de la situación. Escuchadme y seguid mis consejos, pero no tardéis, que la voz de tanto cantar perderé. No os preocupéis por si escucha, solo lo hará cuando a ella vaya vuestra tenor fuerza, pero mientras conmigo lo hagáis, no verá ni oirá nada de la conversación.

El galán duramente afectado por el arco y flechas del ángel del amor, se encontró mejor, hasta el punto de pronunciar las primeras palabras desde que allí entró de un golpe, tal y como debía ser.

–¡Decidme pájaro!, ¿qué puedo hacer si no soy capaz de pronunciar una sola palabra a viva voz cuando sus ojos se posan sobre mis temerosas pupilas?

Ahí empezó la primera parte de la formación. El

enviado por la Divina Providencia, a él se dirigió enunciando los consejos que tanta falta hacían al cortejador.

–Veréis, primero habréis de levantar la cabeza y sostener la mirada de quien os ha ganado tan de repente y sin avisar. Debéis entender que lo primero que busca una casamentera dama es la seguridad, por ello seréis en apariencia un roble, aunque no lo fuere. Una vez hayáis cumplido con esta primera lección, seguiré dándoos lo que tanto y en estos momentos falta os hace, lengua y verbo que tenéis, pero por terror no sois capaz de emplear.

El perdido humano en temas de Cupido asintió con la cabeza, mientras contemplaba como su bella Flor, reía feliz ante la dulce música del blanco mirlo cantor. Hizo el amago, pero atrás se echó.

–¿Pero vuestra merced me ha observado?, estoy gordo y ella…, es una rosa imposible para mi corazón.

–¡Sabed Don Juan del tres al cuarto y mitad!, que a una mujer cuando le tocas el corazón, en nada se va a fijar, salvo en vuestros ojos y cortejos, de eso seguro podéis estar, así que entrad en batalla y olvidaos de los complejos, en especial porque robusto sois que no grueso y eso…, querido amigo, es parte de lo que ama una fémina señorita, puesto que necesita abarcar con sus brazos una gran coraza que proteja toda su casa.

Esta vez Enrique sacó pecho, levantando la mirada y dirigiendo a sus ojos grandes sentimientos. Ella al verle tan de cerca, un suspiro soltó.

–¡Ahhhhh!

–¡Rediez que a vuestras manos ya le tenéis!, ahí os va una cortesía para tan noble corazón. En esta ocasión saldrá de vuestra boca y no os preocupéis, pues serán vuestras emociones que no las mías, yo tan solo os daré la inspiración que tanta falta os hace.

El antes desastroso caballero tomó las riendas del destino resoplando cual toro a punto de arrancar. Metió tripa, no por esconderla, sino por ampliar su torácica caja, y con tono fuerte y dulce alzando un poco la voz comenzó.

–¡Bella princesa! Ha sido veros y perder la entereza, no por débil sino por la torpeza, de quien a las obras de arte no está acostumbrado. Mis ojos son los vuestros y mi corazón si lo deseáis, y si no, también. ¡Dadme un pétalo vuestro!, por favor, y con él construiré un jardín de amor. Acercaos un poco más y veréis cuan tierno y duro se pone mi otro corazón.

En esto que el Duque le mira y de un pío en alta voz…

–¡Parad, parad Don Enrique, por Dios!, que al enviaros la chispa del galanteador olvidado me he de una promesa, ¡y claro!, si no cumplo mi destino será el de un eterno bujarrón que recibe al mismo demonio en forma de falo. ¡Deteneos por favor! Y empecemos de nuevo, busquemos temas de amor y no de calzones, ¡pardiez!

El galán antes adoptaba seguridad que ahora falta no le hacía, pues a medida que hablaba, embobaba a quien delante tenía, pero no sabía que el verbo fluía de su boca, porque el mirlo le transmitía las rimas y el contenido, y así estaba pasando, el que pájaro no podía dejar de ser lo que en otros tiempos fue, de manera que cuando todo iba por el camino correcto, perdía el conocimiento del cerebro superior y el inferior daba las órdenes.

La doncella atónita y embelesada habíase quedado prendada por tan hermosas palabras y tan locuaz explicación, pues el caballero que la pretendía había sido un cantor del amor, pero también un sinvergüenza, ¡qué hermosa experiencia!

–¡Dejadme coger aire!, lo necesito para enfriar los duros recuerdos que entre pata y pata alguien me colocó. ¿Por qué en pájara no me resucitó?, ¡vive Dios!, ¡este esfuerzo es un suplicio!, ahora entiendo la crueldad con la que castigado me han. Al paso que vamos, no podré aterrizar sin daño hacerme en las ovoides formas del que salen la vida y cambiarme el nombre por ¡Uyuyuy harán! ¡Comencemos de nuevo Don Enrique!, ya estoy recuperado del susto que me he llevado al darme cuenta que volvía a recobrar la esencia del tiempo en el que un canalla del amor fui.

De nuevo el futuro amante se colocó delante de

la diosa del encanto, con los dedos suavemente le tocó los labios y…

–Dulce es la seda que cubre tu boca, tersa la piel que mis dedos tocan, cuan delicia del paraíso que del cielo ha llegado, un regalo con claro compromiso. ¡Besadme mi señora!, y volaréis entre nubes de paz y gloria mientras voy al centro del universo y la pasión que os acongoja.

–¡Para, para, para, pardiez!, ¡así no!, otra vez se me fue el cortejo por el atajo que busca el roce y amor a destajo. Necesito un poco más de tiempo y la tranquilidad que otorga el firmamento para seguir ayudando con placer, pero sin salirme del camino, que en un triste día me condenó a ayudar a los peregrinos que necesitan del amar sin prisas y a una sola mujer.

El mirlo blanco era y si negro fuere, se habría mutado en ese mismo color, al darse cuenta de que cuando ensalzaba las palabras que una dulce fémina escuchar deseaba, se le iba el verbo por donde sale la corona del ciervo de la desolación. Mientras seguía piando a la consolada reina del paraíso animal, pen-saba y meditaba en cómo y de qué manera podría seguir alentando el calor que la Flor necesitaba, sin entrar en escena lo que tanto y tanto amor dio.

Preparado otra vez para la sinrazón, le tocó al enamorado una fina melodía que volar le hacía en cosmos de la imaginación, intentando así que fuere Enrique el que soltara su verbo sin necesitar la destreza y sutileza del que tan lejos llegó.

Preocupado estaba el rey del cortejo por sus honrosas posaderas, complicado estaba viendo el futuro, pues incluso poniendo todo de su mano, ésta se le iba a donde antes debía y ahora no. ¿Cómo podría seguir ofreciendo consejos, si cuando menos se lo esperaba su lengua se iba directa a por las faldas?

Cogió aire inflando los pulmones, lo soltó y volvió a recuperar intentando que a base de inspirar y expirar, se le pasaran los dolores de los falsos corazones y así poder seguir con las bellas rimas que enamoran a base de enlazadas palabras de tierna tesitura, cariño y ternura sin tocar el calor de los fogones.

–¡Vamos Don Enrique!, os toca seguir con verbo y gestos, pero recordad, ¡por favor os lo pido!, que no calentéis excesivamente el ambiente, puesto que si respetáis el protocolo tendréis mujer cada día y mañana, cada completa estación, pero si no cumplierais, enfriaréis vuestros bajos tinos una sola o quizás dos veces, para quedar sin amor después. Recordad entonces, que elegir tenéis en tiempo y forma, un te pillo y te mato o una larga vida en lugar de un rato.

El interesado en recibir la dicha, se vio terriblemente confundido. Por un lado su otro yo le pedía, ¡dale caña a la moza, leches!, y el de siempre, el ángel bueno le decía al oído…

–Mantente firme y derecho, aguanta los atributos y si crecer parece el que en medio situado está, ¡ni caso!, aguanta como un señor que sabe que si comete el error, por la borda todo lo habrá tirado.

Mientras Don Enrique sopesaba las partes, ¡que no las suyas!, contemplaba a su linda y eternamente perfumada flor, la más bella y honrada entre todas y por un calentón, a punto estaba de enviarlo todo al paredón.

–¡Aguantaré!, claro que sí pájaro, a ti os debo el honor de volver a tener ganas de vivir, así que por muy duro que sea el dolor de la entrepierna, ¡hoy no habrá inmediata solución!, así nos conoceremos mejor los dos.

La dulce muchacha volvió a centrar su mirada en él. Esperaba de nuevo la bravura del que acompaña la muleta con un buen estoque, ese verbo salido del calor de una lengua desalmada y desconsiderada. El futuro amante prosiguió con el cortejo del que quiere vencer y ganar los esponsales.

–Verte fue como la brisa del mar en el seco desierto, un aire que ensalza la vida y la lujuria del pensamiento, pero que hoy, ¡porque os quiero!, aguantaremos, así mañana en frío estado, nos veremos con la pasión del poseso y la ternura del que ama. Por ello mi dulce doncella, dóite un simple beso en tus labios gruesos, sensual, dulce y apacible como vuestro divino encanto y la grandiosidad de un corazón, que en estos momentos palpita con desmesurada emoción esperando el sello que confirme nuestra unión.

El blanco mirlo se dio cuenta de que Don Enrique controlado había ese impulso fatal que de golpe enamoraba y calentaba a una dama hasta el punto del perfecto ritual, ese en el que dos cuerpos unidos, rozándose completamente curvados, recreaban la imagen de la lujuria y del deseo de la carne.

Viendo que domado le había en la cúspide del proceso, se comunicó con la pareja, con ella a base de bellas melodías que embellecían el momento y con él en castellano de toda la vida.

–Don Enrique, cumplido mi trabajo he, siendo así debo dejaros y buscar al resto de los solitarios seres que queriendo amar no saben o atreven tomar la acertada decisión. Así pues, decidle a vuestra bella princesa que me deje en la calle que he de volar.

El conquistador de su nuevo reino, afirmó con un leve movimiento de cabeza. Tan ensimismado estaba contemplando el fondo del alma de Flor a través de sus ojos, que a duras penas pronunciar palabra podía. Haciendo un gran esfuerzo retiró la mirada de su doncella para a continuación pedirle que en libertad dejara al Duque del Altozano.

–Tienes razón mi amor, no sé que me ha pasado, pero siento un calor intenso que prende cual antorcha en mi corazón.

Con dulzura y entre las dos manos cogió al

blanco mirlo, se abrió la automática puerta y ya en la calle, escuchando los celestiales coros de Cupido, dejó que el autor de la unión de dos seres queridos se marchara.

El conquistador convertido en consejero, miró hacia atrás y justo en el momento de prender el vuelo… ¡se le volvió a escapar!

–¡Mierda!, más mierda y sin poderla controlar, esto no puede ser, otra criatura a la que regalado he los caprichos de mis intestinos. ¡Vaya tela!