Capítulo IX

LA calleja seguía oscura y solitaria.

Curtis clavó sus ojos azules en el «Mercedes». Espléndido «trastito».

¿Pensar?

Nada. Como al principio.

Había conseguido eliminar a cuantos la «Doctora Cosmógono» enviara contra él.

Pero estaba tan lejos de ella como al principia Siete días de plazo.

Algo frío rozó su nuca haciéndole estremecer. Dijo una voz a su espalda:

—¡No te muevas, Curtis!

Un chispazo iluminó el cerebro del hombre. Reconoció la femenina voz. Exclamó con legítimo asombro:

—¡Marisa! ¿Tú?

—Yo, cariño. Sube al auto y pon las manos encima del volante.

Obedeció el agente.

¡La vida estaba llena de sorpresas!

Vio cómo Marisa Da Costa se acomodaba a su lado.

—¿No te alegras de verme, mi enamorado galán?

Se encogió de hombros.

—¿Para quién trabajas, pequeña? ¿Dónde has estado metida?

Recibió el cálido aliento de la colosal muñeca cuando ella se inclinó ligeramente.

—No trabajo para nadie, amor. Pero pon el coche en marcha. Esto que tengo en la mano es una «Super-Star» legítima del nueve largo.

—Impropio calibre para una señorita.

—Arranca de una vez, mi cielo. Si me pones nerviosa…

Obedeció.

—¿Ya has elegido el lugar apropiado para asesinarme, Marisa?

—¡No seas estúpido!

—¿Hacia dónde vamos? Yo, para matarme, te aconsejaría la playa.

Marisa lo fulminó con sus ojos verde violeta.

—¡Deja de decir sandeces y aléjate pronto de aquí!

Lo hizo.

El torrente de luz que brotaba de los potentes faros del «Mercedes» barría la carretera de la playa.

La playa de Wailukú.

Donde las estrellas brillaban en lo alto de un cielo azul, presidiendo con sus destellos fulgurantes la quietud de las frescas arenas.

Arenas tranquilas.

Arenas de muerte.

—¡No corras tanto, Dean!

Curtis pisaba de firme el acelerador.

—¡Dispara si quieres que me detenga!

—¡No, Dean, no quiero matarte! ¡Jamás he querido matarte! Al contrario, me debes la vida.

CI-003 aplicó el freno con una brusquedad que Marisa Da Costa no esperaba.

Rebotó la mujer contra el respaldo del asiento luego de haber chocado en el inastillable parabrisa.

La pistola saltó de sus manos perdiéndose en el aire.

Marisa, finalmente, se derrumbó sobre el asiento visiblemente aturdida.

Bajó Dean velozmente, la sacó en brazos y la depositó suavemente en el linde de la carretera con la arena.

Recostada en el tronco de una erguida palmera.

Aguardó a que reaccionara para preguntarle antes de que ella pudiera hablar:

—¿Cuándo me has salvado tú la vida?

Marisa, que había perdido en aquel instante su esplendor de diosa de fuego y parecía tener apagado el brillo de sus ojos verde violeta, apretaba con rabia sus labios gordezuelos y arqueados y ya no era la portentosa mujer, la criatura extraordinaria, fabulosa… ¡estaba llorando!

—¡Maldita la hora en que te conocí, Dean Curtis! ¿Por qué había de enamorarme de ti con sólo mirar tus ojos? ¿Por qué?

Curtis, un tanto confuso, repitió:

—¿Cuándo me has salvado tú la vida?

Marisa alzó los ojos para mirarle.

—En mi bungalow —musitó quedamente—, allí te salvé la vida.

—¿En el bungalow? —se asombró Curtis ante lo que creía una muestra de cinismo y el principio de otra trampa—. ¿Pretendes que crea eso?

Marisa bajó los ojos para pronunciar sin mirarle:

—Cuando exclamé: «¡Bésame, CI-003!», al mencionarte por la clave que tienes asignada en el CIA, te hice comprender el peligro que se cernía sobre ti. Tuviste tiempo de reaccionar, creyendo que yo me había delatado por la propia seguridad en el triunfo, ¿no? Estabas y estás en un error. Si yo no hubiera pronunciado tu clave hubieses muerto irremisiblemente. Cuando intervine en la primera trampa no te conocía. Sólo tenía referencias de tu aspecto físico… Mi bolso debía caer al suelo si tú te apeabas primero del coche. Fallaron, y luego de conocerte, me alegré con toda mi alma. Por eso te salvé la vida en la segunda trampa. ¿Me crees?

Curtis reflexionaba.

—¿Por qué lo hiciste?

—¿Salvarte la vida? —Una triste sonrisa apareció en los hermosos labios de Marisa da Costa—. Muy sencillo: porque estaba enamorada de ti. Porque lo estoy.

—¿Qué has hecho luego?

—Esconderme. «Chacha» sabía que yo la había traicionado, y no es de las que perdonan. Ni ella ni la «Doctora Cosmógono».

—¿Qué sabes de la «Doctora Cosmógono»?

—Poco… o mucho. «Chacha» Duke sabe más que yo.

—«Chacha» está muerta.

Marisa desorbitó los ojos.

—¡Tú!.. ¿La has matado?

Sin opción, así la había matado. Y así lo dijo:

—Sin opción. Era su vida o la mía.

Suspiró la muchacha profundamente.

—Creo que sé dónde puedes encontrarla, Curtis. Creo que sé el lugar en que se encuentra la base secreta de la «Doctora Cosmógono».

Sin duda, Marisa Da Costa esperaba una reacción vehemente por parte del hombre.

Una pregunta ansiosa efectuada con los ojos brillantes y la expresión ávida.

No fue así.

—¿Cómo lo has sabido? —inquirió Curtis, con estudiada lentitud, tras un reflexivo silencio.

Marisa se puso en pie.

—«Chacha» tenía una emisora clandestina que empleaba para comunicarse con la «Doctora Cosmógono». No sé el nombre del lugar, pero sí su emplazamiento geográfico, anoche escuché a «Chacha» cómo decía al radiotelegrafista… —Sacó un pequeño rectángulo de papel que llevaba oculto en el busto, añadió—: «Comunica con 32° 15' latitud Norte y 148° 30' longitud Oeste». Es lo que pude oír. Luego, traté de localizar esa posición en el mapa.

Curtis no hizo el más leve comentario. En lugar de ello, preguntó:

—¿Si no deseabas mi muerte, por qué interviniste por segunda vez en la trampa del bungalow?

Marisa ocultó sus hermosos ojos.

—Porque me demostraron que podían hacerme desaparecer del mundo sin dejar rastro, cenizas, ni cadáver acusador. ¿Qué hubieras hecho tú, Dean Curtis?

CI-003 inclinó también los ojos.

—Lo mismo, Marisa, lo mismo.

Hubo un silencio. Roto por la voz de Curtis al preguntar:

—¿Tienes idea de quién puede ser la «Doctora Cosmógono»?

Marisa tardó en responder. Y lo hizo en tono quedo.

—Sólo una fugaz sospecha.

—¿Quién?

Pronunció un nombre.

—¡Imposible! —exclamó Curtis, con legítimo estupor—. ¡No puede ser, Marisa! ¿Cómo puedes sospechar eso?

—«Chacha» escuchaba sus palabras con atención…, casi con respeto y temor. Te diré más, Curtis: «Doctora Cosmógono» no es a quien en realidad buscas. Ella es sólo una burda máscara tras la que se oculta ese genio diabólico que, como tú sabes, trata de dominar el mundo.

—¿Cómo sabes tanto de todo esto?

—Las circunstancias me han involucrado en este juego trágico, quizá, como tú dijiste, porque el destino quiso que nos conociéramos. Como mujer, soy curiosa… He tratado de averiguar por mi cuenta.

Un silencio.

—¡Dean!

—¿Qué, Marisa?

—Hay un hombre en la isla llamado Francis Zarco. Tiene una avioneta. Yo dispongo de una balsa neumática. Zarco podría llevamos al cuartel general.

—¿Conoces la posición 32° 15' latitud Norte y 148°30' longitud Oeste?

—Te he dicho que traté de buscarlo en el mapa. Isla de Anahorlew. La última del archipiélago de Kermadec, en la Melanesia. Su situación geográfica es: Sur de la Melanesia, sureste de las Kermadec, que componen el archipiélago central y noroeste de Nueva Zelanda, Anahorlew está deshabitada.

Curtis se pellizcó la barbilla.

—Mucho has averiguado, pequeña.

—Zarco puede llevamos.

—¡De acuerdo! —exclamó Curtis—. Pero antes quiero comprobar si son ciertas tus sospechas con respecto a la enmascarada «Doctora Cosmógono». ¡Vamos al coche!

* * *

Eran altas horas de la madrugada cuando el «Mercedes» se detuvo obedientemente frente a la puerta iluminada del «Paradis Rouge».

Curtis captó de inmediato, por el rabillo del ojo, la conmoción que registraba el vestíbulo del hotel.

Cosa impropia, dado lo avanzado de la hora.

Fue un presentimiento. Quizá más que eso, una certeza. Pero Dean comprendió que algo extraño había sucedido y que aquel algo, posiblemente, no estaba ajeno a él.

A su misión.

—Quédate en el coche y no te muevas de aquí por nada ni para nada, ¿has entendido? —le dijo a la muchacha.

Marisa, que no se había percatado del ir y venir de varios hombres uniformados por el interior del «Paradis Rouge», inquirió con evidente extrañeza:

—¿Qué sucede?

—Nada, nada, pequeña.

Y saltó del auto.

Curtis penetró a largas zancadas en el vestíbulo del hotel.

La morenaza del comptoir le salió al encuentro con los ojos desorbitados y la expresión asustada.

—¡Ha sido horrible, apolo!

—Cálmate —le dijo Dean, pellizcándole una mejilla—. ¿Qué ha sucedido?

Ella se frotaba las sienes y mesaba sus ensortijados cabellos.

—Han venido dos hombros, apolo. Preguntando por el profesor George y la señorita Lorena…, una muchacha que llegó hace pocas horas diciendo…

—Sí, sí, yo la envié.

—Han desaparecido. ¡Y el señor Conway, ese que vi muy cerca del profesor cuando tú te fuiste y que llegó…!

—Al grano, morena.

—¡Ha sido asesinado!

Dean Curtis se envaró.

Permaneció inmóvil. Hierático. Como si acabaran de propinarle un tremendo aldabonazo en mitad del cerebro.

¡Dick Conway, CI-017! El hombre que Jerry Kellaway había enviado para que lo sustituyera en la misión de escolta del profesor Anthony George.

—Teniente Saltzman del Escuadrón Metropolitano de Hawai —dijo una voz a la izquierda de Curtis.

Giró el agente.

—¡Vaya! ¿Otra vez usted, teniente?

—Empieza a extrañarme la presencia del CIA en todos los crímenes.

Curtis, brillantes los ojos azules, peligrosamente chispeantes, dijo secamente:

—La víctima, en esta ocasión, es un hombre del CIA, de lo que yo empiezo a cansarme, teniente Saltzman, es de la animadversión hawaiana hacia el CIA.

Dio media vuelta y se dirigió al elevador.

Dick Conway estaba tendido de bruces sobre la alfombra de la habitación dieciocho, con dos balazos en la espalda.

La habitación que había ocupado el desaparecido profesor George.

Los muchachos del Escuadrón Metropolitano lo habían puesto todo, prácticamente todo, patas arriba.

Curtis ya no necesitaba ver más. Le bastaba mirar el cadáver de su compañero para que su cerebro se inundase de luz.

Para que se diera cuenta de que Marisa Da Costa era la única mujer sincera con quien se había tropezado en todo aquel asunto.

Y acertada en sus sospechas.

Porque Dean Curtis estaba firmemente convencido de que…

Salió de la habitación. Del hotel. Subió al «Mercedes».

—Vamos a ver a tu amigo, Marisa.