INTRODUCCION
ÚLTIMAMENTE estoy recibiendo un considerable número de cartas de amables lectores que se interesan por mi trayectoria profesional en el apartado que se vincula y refiere a la temática de ciencia-ficción. Algunos me animan a seguir por el camino trazado aconsejándome que no me aparte de las pautas establecidas, los menos, debo confesarlo, aplauden mis supuestos éxitos y, la gran mayoría, es de justicia que lo haga público, se muestran disconformes y discrepan, censuran abiertamente mis criterios personales con respecto al género aludido. Se quejan varios de ellos de lo que califican como «desbordante fantasía» y algún que otro tilda de ilógicos e imposibles mis últimos relatos aparecidos, o lo que es igual, sus argumentos. Uno de los referidos lectores me dice textualmente en un párrafo de su extenso y correcto escrito: La ciencia-ficción es una cosa, la imaginación y la fantasía son otra, pero lo que usted escribe, señor Caudett, es sencillamente diferente. Y subrayo la palabra DIFERENTE, es más, la repito y se la escribo con mayúsculas. Porque se hace cargante ver cómo usted se esconde en su fértil imaginación, ¡nadie lo duda, pretendiendo darle verosimilitud a todo lo que, ni de aquí mil siglos, puede tener unos mínimos de lógica y coherencia; un algo de sentido común. De veras, señor Caudett, que debe usted rectificar. Ya sabemos que las historias del futuro les permiten a ustedes los escritores adentrarse en el campo de lo absurdo y disparatado. Pero menos, señor Caudett. ¿Usted me entiende, verdad?
Antes de seguir adelante en el redactado de esta introducción que me he sentido obligado a escribir quiero, en principio, dar las gracias a todos estos lectores —igual a quienes expresan su satisfacción como a los que censuran—, tanto por su interés como por el tiempo que me dedican, garantizándoles que en un breve futuro les contestaré a cada uno particularmente. Y luego de cumplir con este deber ético voy a tratar de responderles a ustedes de un modo general, amplio.
En principio desearía dejar bien sentado que soy un individuo muy receptivo a las críticas que jamás esconde la palabra de aliento o de acritud que se me pueda dedicar y que, como en el párrafo anterior he dejado diáfano* agradezco la una y la otra. Debo confesar, ampliando este punto, que he sido objeto en ocasiones de críticas acervas, durísimas, que han abarcado lo personal y lo profesional, encajándolas, de veras, con talante deportivo y sin parpadear. Algunas veces, claro, como ciertos grupúsculos sociales y minoritarios expresan en su peculiar jerga de hoy, me he visto obligado a pasar de los ataques furibundos e irreflexivos que desencadenaban contra mí quienes no estaban demasiado de acuerdo con mis postulados literarios; he tenido que hacer oídos de mercader a los términos acres que se vertían contra mi forma de escribir o de enfocar una temática determinada.
Y baste, para muestra, un botón.
O dicho de otra forma más ortodoxa pero igualmente sincera aunque menos gráfica... Incidiendo en eso último de las críticas a que me refería me viene ahora a la memoria, así como el que no quiere, que hace unos seis años aproximadamente, día arriba-día abajo, un crítico literario (eso creía yo en principio), desde el cuadernillo central del diario PUEBLO dedicado a las Letras, Artes, Ciencias, Temas de Cultura y Bibliografía General, dijo refiriéndose a una obra mía aparecida por aquel entonces:
«...que el autor, F. Caudett, cuando escribe algo suyo pone énfasis, acaloramiento, revanchismo, palabrotas y llega al insulto personal, como esos niños mal educados que se mean en clase...» (1).
Como han podido leer y comprobar, el susodicho crítico —más tarde pude saber que el vocablo pseudocrítico era todo un halago para él y una calificación profesional excesivamente generosa —me ponía, como se dice en terminología muy actual, a parir. No obstante acepté el palo a pie derecho, convencido de que los críticos (a excepción hecha de aquél, pero entonces aún lo ignoraba) tenían la obligación de criticar y de orientar a sus lectores de acuerdo con los propios convencimientos los cuales, me gustasen o no, debía de aceptar como respetables, necesarios y resultantes de una delicada tarea profesional realizada por aquellos señores. Más tarde, otros críticos y amigos, me informaron detalladamente sobre la personalidad de mi «literario agresor» y me significaron que la ideología del susodicho, al parecer, estaba situada en un determinado extremo del espectro político lo cual, por su radicalismo, le descalificaba automáticamente como juez de cualquier obra. De todas formas seguí aceptando la reprimenda, admitiéndola como un accidente más de los muchos
1) Se refiere al ejemplar núm. 12.059 del madrileño rotativo PUEBLO, de fecha 14 de junio de 1978, en el que apareció una amplia y nada favorable crítica al libro de F. Caudett. GENERACIONES CASTRADAS. (Nota del Editor.)
que rodean y flanquean el intrincado laberinto de las letras y acabé sintiéndome satisfecho cada vez que leía y releía las iras escritas por la pluma del censor —porque el caballerete en cuestión era mucho más censor que crítico— en contra mía, convencido de que aquéllas, sus palabras escritas eran el equivalente a escuchar de los labios de una mujer apasionada los más encendidos halagos.
Pero me estoy desviando de la cuestión, creo.
Y dejo este particular sentenciado, significando solamente que he citado ese ejemplo para demostrar, de manera fehaciente, mi aseveración anterior de que soy receptivo a las críticas, de que las acepto, las admito y agradezco.
Retomando pues el hilo verdadero que motiva esta introducción quiero dirigirme de una forma muy particular a esos simpáticos lectores que no están excesivamente de acuerdo con mi modus operandi literario por lo que a la ciencia ficción se refiere, a los que me califican de exageradamente fantasioso y que casi me descalifican como autor de relatos del futuro; a ellos pues quiero referirme ahora y decirles, que como ésta no es una cuestión personal, sino profesional y hasta optativa, voy a responderles históricamente.
Dicho de otro modo que refleja un idéntico contenido: repasando la historia.
El 17 de diciembre de 1903, Orville Wright consiguió despegar por primera vez en la historia, con un aeroplano de motor, recorriendo en su cuarto vuelo una distancia de 259 metros en 59 segundos, en Kitty Hawk. Sólo 32 años después, en 1935, USA fabricaba ya el «Douglas-DC3» con motores Wright-Cyclone de 900 cv que permitían una velocidad de 280 kilómetros por hora con autonomía para 1000 kilómetros; este modelo fue incorporado a la plantilla o flota aérea de numerosas líneas de aviación. Veinte años más tarde, 1955, los franceses lanzaban al aire el «Caravelle» cuyo modelo Horizon era propulsado por turborreactores de doble flujo Pratt-Witney, desarrollando una velocidad de 875 kilómetros a la hora con 3000 kilómetros de autonomía.
Transcurridos solamente trece años de la última experiencia aérea significada, o sea en 1968, Francia y Gran Bretaña envían a los azules del cielo su sud-aviation-Bac «Concorde», avión supersónico capaz de volar a una velocidad de 2400 kilómetros por hora 18000 metros por encima de la corteza terrestre, impulsado por cuatro turborreactores «Olympus» 593 de 17.370 kilogramos de empuje. Y en ese mismo año (26 de octubre de 1968) los soviéticos lanzaban el «Soyuz 3» —satélite artificial— llevando a bordo a Georgij Berogovoj que efectuó una maniobra de acercamiento al «Soyuz 2», puesto en órbita el día anterior. Pocos días antes (11 de octubre) los estadounidenses habían enviado al espacio desde Cabo Kennedy la cápsula «Apollo 7», tripulada por Cunninghan, Schirra y Eisele, la cual dio 163 vueltas alrededor de la Tierra con una altitud de hasta 445 kilómetros-efectuando repetidos encendidos de motor para la Luna.
Nueve meses después de la última experiencia espacial protagonizada por Walter Schirra y sus acompañantes, exactamente el 16 de julio del año 1969 a las 9 horas y 32 minutos (hora local) se procedía a proyectar hacia el enigmático infinito una nave que daba una báscula de 45.360 kilogramos. Esta nave cuyo nombre daría la vuelta al mundo pocos días después —Apollo 11— fue colocada en órbita por el potente cohete Saturno y estaba tripulada por Neil Armstrong (quien pisaría la Luna por primera vez en la historia de la humanidad a las 22 horas y 56 minutos del día 20 de julio del año 1969), Michael Collins y Adwin Aldrin.
Hasta aquí, señores, lo que he denominado anterior-mente como respuesta histórica. Como contestación repasando la historia.
Y ahora pues, mis queridos lectores cuyas correctas censuras y comedidos reproches me honro en merecer.., y ahora, después de comprobar que en sólo 66 años ¡que son exactamente los transcurridos desde el día en que el hombre fue capaz de levantarse del suelo por primera vez a bordo de un aeroplano de motor −17 de diciembre de 1903—, hasta aquel día glorioso en que se apuntó el tanto de situar los pies en la Luna −20 de julio de 1969)— se pasó de la nada al casi todo... ahora, perdonen que insista, ¿siguen ustedes opinando que lo mío es diferente, que mis relatos de temática futura carecen de lógica, coherencia y sentido común? ¿Qué todo es fruto de una imaginación no por fértil y ubérrima menos desbocada, de flashes atolondradamente fantasiosos, que rebasa incluso los límites de lo irracional para penetrar en el territorio de lo absurdo?
La historia, señores... mis queridos amigos lectores, no me la invento yo. Es evidente que no la ha parido mi calenturienta y desenfrenada imaginación. Está claro que no es un fruto irracional del árbol inmaduro de mis fantasías. Que no se trata de un producto obtenido de mis literarias lucubraciones.
La historia está ahí. Es un hecho.
El mayor de los hechos diría yo.
El compendio de los hechos de los hombres desde su llegada a este planeta.
La historia, pues, es incuestionable.
Permítanme que abunde una vez más en ese esquema: si en sólo 66 años que apenas pueden considerarse una página de la historia el hombre ha sido capaz de obtener los logros anteriormente detallados —y detallados además de manera sucinta—, ¿carece de realismo pensar que dentro de cien, trescientos o mil años, las conquistas hayan dejado por pueril y empequeñecido lo que ahora se nos antoja imposible?
Sólo eso, mis queridos amigos, quería significarles.
Y conste que no es una respuesta en el sentido literal de la palabra. Ni en su más amplio sentido tan siquiera. Es, tan sólo, una cuestión de matiz.
Una puntualización.