Conocedor del protocolo de la mirada en México, miré de lado al general Cedillo, igual que él nos miraba a Diana y a mí y paseando la mía por el patio, vi que esta actitud se repetía de mesa en mesa. Todos evitaban verse directamente a los ojos, salvo los inocentes gringos del equipo. El gobernador miraba de reojo al comandante y éste al gobernador; el alcalde trataba de evitar las miradas de ambos y yo vi, en un rincón del patio, a un grupo de jóvenes de pie, entre ellos el muchacho que se me había acercado en la plaza a proponerme un diálogo, el chico de bigotes zapatistas y ojos lánguidos llamado Carlos Ortiz, mi tocayo.
El comandante se fijó en mi mirada y me dijo sin mover la suya:
–¿Conoce usted a los estudiantes de aquí?
Le dije que no, sólo por casualidad, uno que otro había leído mis libros.
–Aquí no hay librerías.
–Qué pena. Y qué vergüenza.
–Eso mismo digo yo. Los libros hay que traerlos desde México.
–Ah, son importaciones exóticas -dije con mi sonrisa más amable, pero cayendo en el instinto humorístico y travieso que normalmente me provocan las conversaciones con las autoridades-. Subversivas, quizás.
–No. Aquí lo que sabemos, lo sabemos por los periódicos.
–Pues han de saber muy poco, porque los periódicos son muy malos.
–Me refiero a la gente del común.
Esta fórmula arcaica me dio risa y me obligó a pensar en cuál sería el origen social del comandante. Su cifra, lo admití, era un enigma. Las diferencias de clases en México son tan brutales, que es muy fácil clasificar a las personas en casilleros prefabricados: indio, campesino, obrero, baja clase media, etc. Lo interesante son las gentes que no pueden ser ubicadas con facilidad, gentes que no sólo ascienden socialmente, o se refinan, sino gente que al ascender trae consigo otro refinamiento, secreto, antiquísimo, heredado de quién sabe cuántos antepasados perdidos que acaso fueron príncipes, chamanes o guerreros en una de las mil antiquísimas naciones del México antiguo. Si no, ¿de dónde sacan esas reservas de paciencia, estoicismo, dignidad, discreción, que tanto contrastan con las plutocracias ruidosas, vanas, ostentosas y crueles de mi país? En realidad, las dos clases de México las forman quienes se dejan seducir por modelos occidentales que no son los suyos porque carecen de la cultura de la muerte y de lo sagrado, convirtiéndose en clase media vulgar y majadera; y quienes conservan la herencia española e indígena de la reserva aristocrática. Nada hay más patético en México que el clasemediero vulgar situado entre la aristocracia india y la burguesía occidental, ese que pica el ombligo para saludar, o pasa corriendo sin dar la cara y gritando, "ese de la corbatita, ese del sombrerito, ese del bigotito…"
El general Cedillo parecía (tan parecido a Máxime Weygand) venir de esas mismas profundidades que vieron nacer al general Joaquín Amaro, quien salió de la sierra yaqui de Sonora a unirse al Cuerpo del Noroeste de Alvaro Obregón (un joven rubio y de ojos azules que de niño le llevaba la leche a mi abuelita materna en Álamos) con pañoleta roja en la cabeza y arracada en una oreja, sólo para convertirse, por virtud de su hermosa mujer criolla, en jugador de polo y elegantísima figura marcial y, por obra de su propia inteligencia, en el creador del ejército moderno de México, emanado de la revolución.
De ese mismo molde provenía, a mi parecer, el general Cedillo. Le faltaban las pinceladas coloridas del general Amaro, que era tuerto y hablaba un francés impecable. Pero en 1970, no era difícil evocar la presencia del general Cedillo en las filas de la revolución, muy jovencito, es cierto, cuando se unió a ella, pero muy viejo, también, porque heredaba siglos de refinado mutismo campesino. Diana lo miraba con curiosidad, admitiendo, sin decírmelo, que no lo entendía. Yo, que creía entenderlo, me limitaba a mí mismo dándole al general un margen de misterio impenetrable, pero sintiendo el inevitable cosquilleo del escritor: burlarse de la figura de autoridad.
–¿Tuvieron dificultades con los estudiantes en el 68? – le dije de repente, buscando provocarlo.
–Igual que en todos lados. Fue un movimiento de descontento que honra a los muchachos -me contestó sorpresivamente.
Me sentí flanqueado por el general y no me gustó nadita.
–Fueron rebeldes -le dije- igual que usted en su juventud, mi general.
–Dejarán de serlo -tomó el pie que involuntariamente le di-. El que no es rebelde de muchacho, lo es de viejo. Y el rebelde viejo es ridículo.
Iba a decir otra palabra más ruda, pero miró de lado a Diana e hizo una ligera reverencia de la cabeza, como un mandarín que entra a una pagoda.
–¿Fue necesaria la sangre? – le pregunté sin más. Miró hacia la mesa del gobernador con una chispa de sorna en la mirada.
–A la primera manifestación, hubo quienes me pedían que saliera con la tropa a reprimir. Y yo nomás les decía: Señores, aquí va a haber sangre, pero todavía no. Espérense tantito.
–¿Hay que saber medir el momento de la represión?
–Hay que saber cuándo la gente lo que quiere ya es orden y seguridad, amigo. La gente acaba hartándose de la trifulca. El partido de la estabilidad es el mayoritario.
Esa alusión amistosa era ya un desafío que intentaba colocarme en situación de inferioridad frente al hombre de poder. Y ese poder era el del conocimiento, la información. Me reí para mis adentros: primero habló de libros y periódicos, sólo para darme a entender que la verdadera información, la que cuenta para actuar políticamente, no se obtiene en eso que los españoles llaman "lo negro", es decir, lo impreso.
Nos sirvieron algunos lujosos platos de la región, interrumpiendo el diálogo. Eran asientos de puerco acompañados de enmoladas y me negué el lugar común de ver las caras -asombro, repugnancia, terror, incredulidad- de los norteamericanos. ¿Comer o no comer? Ése era el justificado dilema del gringo en México. Miré con intención a Diana, instándola a probar el plato ardiente, pidiéndole que no sucumbiera al lugar común. Ya se lo había dicho: -Yo como lo que sea en tu país o en el mío y me las arreglo con la enfermedad allá o acá. Ustedes dan una lamentable impresión de desamparo frente a la comida mexicana. ¿Por qué nosotros podemos tener dos culturas y ustedes una sola que esperan encontrar cómodamente a donde quiera que vayan?
Diana probó las enmoladas y al lado, el gobernador se rió como si ladrara, viendo a la estrella de cine probar el platillo del orgullo local.
–Hay gente poco ducha en política que se adelanta a los acontecimientos y lo echa todo a perder -dijo, con menos recato pero con sorna creciente, el general, evitando mirar, pero obligado a escuchar, los extraños ruidos del gobernador. Éstos podrían explicarse por la euforia culinaria o porque en ese momento entraron los inevitables mariachis tocando su inevitable himno, el son de La Negra. "Negrita de mis amores, ojos de papel volando", canturreó el simpático gobernador.
–Hubieran evitado esos errores tomando el poder -dije en plan provocador.
–¿Quiénes?
–Ustedes. Los militares.
Por primera vez, el general Cedillo abrió los ojos y levantó los repliegues de su frente donde debían encontrarse unas inexistentes cejas.
–N'hombre, don Benito Juárez se habría dado dos vueltas en su tumba.
Recordé al niño pastor que figuró en la película inglesa.
–¿Quiere usted decir que el ejército mexicano no es el ejército argentino, que ustedes respetan a todo trance las instituciones republicanas?
–Quiero decir que somos un ejército emanado de la revolución, un ejército popular…
–Que sin embargo dispara contra el pueblo, si hace falta.
–Si nos lo ordena la autoridad constituida, los civiles -dijo sin parpadear, pero yo sentí que lo había herido, que había, tocado una llaga abierta, que el recuerdo de Tlatelolco era vergonzoso para el ejército, que quería olvidar ese episodio, que de eso no se hablaba, pero que se entendiera lo que Cedillo me estaba diciendo: sólo obedecimos órdenes, nuestro honor está a salvo.
–No debieron hacer labor de policías, o de halcones -le dije y me arrepentí de hacerlo, no por mí, sino por mis amigos norteamericanos, por Diana. Estaba violando mi propia regla, la que le expliqué al estudiante Carlos Ortiz: No tengo derecho a comprometerlos políticamente.
Me arrepentí también porque comparándolos con policías y matones a sueldo, insultaba a los militares, innecesariamente, me dije, por juego, por provocador yo mismo. Pero como siempre me ocurre, mientras más juraba que no me metería en política, más se metía la política en mí.
–Usted fue muy crítico de lo que pasó en el 68, ya lo sé -me dijo limpiándose los labios de la salsa del asiento de puerco.
–Me quedé corto -le contesté, incontrolado, encabronado.
–Dígale a su amiga que se cuide -dijo entonces el samurai mexicano, súbitamente convertido en verdadero señor de la guerra, dueño de las vidas reunidas esta noche en torno a su voluntad, su capricho, su misterio.
No daba crédito a mis orejas. ¿Dígale a su amiga que se cuide, eso dijo el general? Como para disipar cualquier duda, Cedillo hizo entonces lo que yo temía. Miró a Diana. La miró directamente, sin tapujos, sin pudor, con un brillo salvaje en el que yo vi, con pavor, lujuria y muerte, una naturaleza domada durante siglos sólo para saltar mejor sobre la presa, vencida de antemano, en ese momento oportuno al que el general se refirió. La quería, la amenazaba, me detestaba y a ambos, a Diana y a mí, la mirada del comandante nos comunicaba en ese momento un intenso odio social, una implacable oposición de clase, un resentimiento que me llegó en oleadas, comunicado por la intensidad de la mirada, generalmente velada, del militar, a los demás comensales, el alcalde, el gobernador, la sociedad local, los guardaespaldas que al ver a Cedillo, como quien recibe una hostia y se siente lleno del cuerpo y el espíritu del Señor, se movieron, removieron, agruparon, avanzaron un poco, llevándose las manos a los secretos sobacos armados, hasta que la caída de los párpados, la orden de tranquilidad, les llegó desde esos mismos ojos acostumbrados a mandar y ser obedecidos sin el menor respingo, desde lejos, a ciegas de ser preciso.
Fue como una resaca súbita; la marejada se retiró, el instante de tensión no llegó a más, los guaruras volvieron a fumar y a formar círculos masónicos, el gobernador, el muy idiota, se soltó chiflando, el alcalde ordenó que trajeran los cafecitos, pero yo sentí la continuidad de la alarma que el general provocó, dentro de mí; no se disipaba su amenaza, supe que me acompañaría, muy a mi pesar, el resto del tiempo que pasara en Santiago, fastidiando mi amor, mi trabajo, mi tranquilidad…
–No te enredes en México -le dije a Diana cuando en su nombre me excusé, ella tenía llamado a las cinco de la mañana, nos levantamos, caminamos muy despacio fuera del patio-. Nunca saldrás del enredo, una vez que te metes en él.
Ella me miró impávida, como si la insultara al recomendarle cautela.
Me dio gusto, sin embargo, mirar hacia un rincón del patio, ver al grupo de estudiantes y darme cuenta de que los distinguía claramente de los guardaespaldas. No había confusión posible. Carlos Ortiz era alguien muy distinto del general y sus guaruras. Me salvó la noche saberlos distintos, nuevos, acaso salvados ellos mismos… La inquietud hacia Diana, por lo que dijo el general, se impuso, sin embargo, a cualquier motivo de satisfacción. ¿Qué quiso decir? ¿En qué podía una actriz de Hollywood molestar, interferir, provocar a un general del ejército mexicano?
–¿Sentiste qué pesado ambiente? – le dije a Diana.
–Sí. Pero no entendí las razones. ¿Y tú sí?
–No. Yo tampoco.
–Les damos envidia porque nos queremos – soltó una risa preciosa la mujer.
–Sí. Eso es. Sin duda.
En el cerebro me retumbaban las frases del general Agustín Cedillo.
–Dígale a su amiga que se cuide. Cuando quiera pase a las dos de la tarde a comer conmigo en el Club. Aquí mismo, en la Plaza de Armas.
Había mucho mobiliario de la vuelta de siglo. Las familias, al hacerse modernas, al emigrar de la provincia a la capital, abandonaron estas maravillas finiseculares, los sillones de mimbre, los espejos de cuerpo entero, las cómodas con tapa de mármol, los aguamaniles, las pinturas de género -cacerías, bodegones…-. El dueño de la tienda se acercó a mí. Era un mestizo con ojos achinados y una camisa rayada, sin cuello ni corbata, aunque su chaleco era cruzado por una valiosa leontina de oro. Le sonreí y le pregunté si el negocio iba bien. "Guardo cosas", dijo él. "Impido que las cosas se hagan polvo." "¿Puedo mirar?" "Sírvase nada más."
Encontré un atril lleno de carteles y grabados maltratados. No sé cómo habían llegado hasta aquí afiches del transatlántico francés Normandie, con sus maravillosas líneas art deco, aunque sí me explicaba los de películas de la MGM que yo mismo vi en el cine Iris de México siendo niño, Motín a Bordo, La Madre Tierra, María Antonieta… Mis dedos tocaron un papel rugoso, resistente, que había sufrido mucho menos que los carteles. Olí, sentí algo en su tacto y lo extraje con gran cuidado de ese nido de tintas olvidadas. Era un Posada. Un grabado de José Guadalupe Posada, perdido en esta tienda, bien conservado, con el pie de imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, Calle de Santa Teresa número 1, año de 1906. Lo extraje como si estuviera en el Albertina de Viena y tocase un grabado de Lucas Cranach. No me equivoco en la comparación. Hay un parentesco, lejano pero cierto, entre el pintor alemán del siglo XVI y este artista de la provincia mexicana, muerto apenas en 1913. Los une la larga danza de la muerte, la gallarda que implacablemente va trenzando cuerpos, añadiendo día con día tesoros al peculio más abundante de la humanidad, la muerte.
Limpio, directo, bárbaro, refinado, Posada comunicaba una noticia. Una señora vestida de negro y con cola, revólver en mano, acababa de asesinar a otra señora también vestida de negro y con cola y también pistola en mano. Obviamente, la primera señora se la había adelantado a la segunda. Pero la asesina le daba la espalda a un balcón abierto y a la luz del día, como si la promesa de su crimen fuese, a pesar de todo, la vida. En cambio, la mujer asesinada era prisionera de una serpiente cuyos anillos la sofocaban, haciendo dudar si en realidad la había asesinado su presunta rival, o si Posada, como en otras ocasiones, representaba, con la serpiente anudando estrechamente el cuerpo de la mujer, trenzándola, a una epiléptica. En todo caso, detrás de ella se abrían las fauces de un monstruo devorador, colmilludo, que en realidad era la entrada a un circo. De esa boca abierta salían, volando, murciélagos y demonios, ánimas en pena, súcubos e íncubos: todo un carnaval del sueño maligno, una pesadilla que convertía el asesinato de una elegante señora vestida de negro por otra que podría ser su doble, en una carnestolenda de la enfermedad, la muerte, la risa, el juego, la noticia, todo mezclado…
Me pidió tan poco dinero el hombrecito del chaleco y el toisón, que estuve a punto de darle el doble, como regalo. No lo hice, porque lo hubiera ofendido. Esperé hasta después de la cena para entregarle el regalo a Diana. Estaba cansada esa noche y se quedó dormida en seguida. Leí un rato y la imité. Mañana le daría su regalo. Luego desperté sobresaltado y ella estaba sentada, temblando, a mi lado.
–¿Qué te ocurre, Diana?
–Soñaba.
La interrogué en silencio. Ella me contó lo siguiente. Una mujer vestida de negro la mataba de un pistoletazo. Diana caía mortalmente, también vestida de negro aunque la muerte instantánea iba acompañada de convulsiones.
–¿Qué más?
–Es todo.
–¿No te trenzaba una serpiente?
–¿De qué hablas? Lo más importante, quiero decirte, era el cielo, un pedacito de cielo que podía verse por la ventana.
–La asesina le daba la espalda al balcón abierto.
–¿Cómo sabes?
El sueño de Diana me inquietó tanto que cometí el error de insistir, preguntándole si en él se abría, detrás de ella, una boca atroz llena de vampiros.
–No. Tampoco esa culebra que me atenazaba. Evítame el Freud para Principantes, ¿quieres? Te he dicho ya que no quiero un pollo biográfico con guarniciones freudianas. Ya te lo dije; cuando oigas decir pobre muchacha provinciana devorada por el éxito instantáneo, no lo creas. No creas la historia de la inocente maltratada por el director tiránico y teutón. Sólo cree en las imágenes de mí que tú mismo guardes de nuestra relación.
–Muchas de ellas me las das tú, no tengo que inventarlas.
–Entonces no creas nada sobre mí.
Una fez fui a Taxco con una muchacha mexicana rica que se quejó de la habitación en el hotel. Le parecía muy rascuache. La traté de niña bien insoportable, inadaptable, sin fantasía ni espíritu de aventura, pero en realidad le estaba diciendo: Date de santos que te traje conmigo a este weekend. Había decidido que ninguna mexicana adquiriese poder sobre mí mediante el capricho, la vanidad, el orgullo. Me adelantaba a ellas, les daba una sopa de su propio chocolate. Me habían herido demasiado de joven, eran débiles, vanidosas, fáciles de convencer cuando sus padres me borraban de las listas de maridos elegibles por la simple razón de que yo ni tenía dinero y mis rivales sí. Ahora que ellas me buscaban, les devolvía la moneda, a sabiendas de que me dañaba más a mí que a ellas. Al negarle a Diana esa parcela de su imaginación que ella reclamaba, estaba dejándome llevar por la inercia de mis anteriores amores. Ella no era una niña bien mexicana y yo estaba cometiendo un grave error con una mujer excepcional. Quise repararlo cuanto antes, darle a entender que me ceñía a su deseo de cerrar la puerta e imaginar una noche de luna nevada. Ella se extrañaba de mi actitud, se irritaba a veces. Me imploraba que cerrara la puerta. Pero me echaba en cara, con burla violenta, que no la ayudase a recobrar su imaginación perdida. Su segunda actitud me confirmaba en una elemental convicción hispano-árabe de que en el harén no manda el eunuco, sino el sultán. En cambio, Diana se volvía terriblemente débil y dulce cuando suplicaba, deja cerrada la puerta del baño, por favor, y entonces yo me sentía culpable de no darle gusto. No sé si veía en esta súplica algo que siempre me rebeló: alguien dándome órdenes, sobre todo órdenes para el orden. Tuve una buena relación con mi padre, muy buena, salvo en este punto. Me gustaba impacientarlo con mi desorden. Él era hijo de alemana y se ufanaba de su puntual, exquisita devoción al orden. Sus closets, sus papeles, sus horarios, eran un ejemplo de vida ordenada. Yo amontonaba papeles en mi escritorio, dejaba las camisas sucias tiradas en el piso, y un día, frente a él, primero me puse los zapatos y luego, trabajosamente, los pantalones. Esto le horrorizó, lo disgustó y le provocó, sin embargo, una ternura que yo no me esperaba. Vio mi debilidad. La aceptó. Me perdonó. Nunca más me dio una orden. Yo no la volví a aceptar de nadie. Organicé mi vida a partir de mi trabajo, para ser independiente o, en todo caso, escoger mis dependencias con cierta libertad. Y mi desorden físico se me volvió un motivo de orden mental. En el batidillo de mis papeles de trabajo, libros y cartas, yo siempre sé -y sólo yo sé- dónde están las cosas. Como si tuviera radar en la cabeza, mi mano se dirige certeramente a la torre de Pisa de mis papeles y encuentra en seguida, exactamente, el que busca. A veces la torre se derrumba, pero la referencia nunca se pierde. Las emociones, en cambio, se resisten a ser catalogadas en el orden o el desorden. Nos desafían a encontrar su forma, sólo para disiparse en seguida, como el aroma de ciertas flores que nos parece lo más cierto, lo más real del mundo y no tiene, sin embargo, más forma que la de la rosa o el nardo de donde emana. Sabemos, desde luego, que la forma de la rosa no es su aroma; éste, en efecto, es un espectro similar a las emociones que son lo más real, pero lo menos aprensible, del mundo. Me castigué mentalmente por mis equivocaciones en el trato con una mujer como Diana Soren, dejándome deslizar por el pequeño tobogán de mis amores caseros. Me convencí de que ella me daba pasión y ternura, y yo era demasiado afortunado para no darme cuenta del privilegio que era amarla a ella, rindiéndome, si hacía falta, a su capricho y a su imaginación.
Despertó alterada, otra noche. Me dijo que se imaginó entrando a un salón que esperaba encontrar lleno de gente. Desde lejos se oían las conversaciones, la risa, la música, hasta el choque de copas. Pero al entrar al salón, no había nadie. Sólo se oía el crujir de una falda larga, como de tafeta. Empezó a gritar para que la oyesen afuera. Despertó, yo pensé en el grabado que le regalé.
La música, sin embargo, no figura en este inventario de caprichos. Todo ocurría en medio de largos silencios punteados por los disparos. Me despertó una noche la voz de Diana, lejana pero inusitada, canturreando algo con una voz que no era la de ella, como si otra voz, lejana, acaso muerta, hubiese regresado a posesionarse de la suya, aprovechando el misterio de la noche para recobrar una presencia perdida en el olvido, la muerte, la usura del tiempo.
La sensación era tan insólita, y tan alarmante, que puse toda mi atención en ella, sacudiéndome la neblina de la mente para escucharla y verla, claramente, en una noche en que la luna llena entraba con un vasto abrazo blanco por la ventana abierta. Diana sentada junto a la ventana, vestida con su babydoll blanco, canturreando una canción que distinguí al poco rato. Era un éxito de la joven Tina Turner y se llamaba Remake me, o Make me Over, Rehazme, Hazme de Vuelta.
Diana tenía algo en las manos, le cantaba a un objeto, claro, al teléfono, admití con dolor y celo súbito, disipando la imagen de una mujer perturbada por la luna llena, una loba desamparada aullándole a la diosa de la noche, Artemisa, su némesis, Diana, su tocaya.
Si una ráfaga de dolor me dijo primero que estaba loca, en seguida una puñalada de celo me advirtió, le canta a alguien… ¿debía interrumpir el melodrama con otra escena, mía, celosa, furibunda? La cautela pudo más que el honor, y la curiosidad más que ambos. Ni Hamlet ni Otelo, fui esa noche un Epimeteo cualquiera, más interesado en saber lo que ocurría que en impedirlo o pasarlo por alto. Si no me medía, no sabría qué estaba ocurriendo… Abrí la caja de Pandora.
Me hice el dormido. Ya no la escuché más. Al rato sentí su cuerpo cálido junto al mío, pero extrañamente apartado, sin buscar, como a veces ocurría, mis pies con los suyos…
¿Hasta cuándo iba a aguantarme las ganas de saber con quién hablaba Diana a las tres de la mañana, a quién le cantaba canciones de Tina Turner por teléfono? Porque a partir de esa noche, ella habló todas las noches, sentada en medio de un charco de luz de luna menguante, con una voz lejana e incomprensible al principio (otra voz, imitada o posesiva, Diana dueña de la voz mimética, o ésta posesionada de Diana, no lo sé) pero que cada noche, a medida que la luna iba agonizando, se hacía más alta, más audible, pasando de la letra de la canción, Remake me, a frases no cantadas sino dichas con esa misma voz honda, aterciopelada, que no era la de Diana. Su voz normal venía de arriba, de la mirada clara, cuando mucho de los preciosos senos suaves y blancos; esta voz nocturna provenía de las tripas, de los ovarios, cuando mucho del plexo, y decía cosas que yo no podía entender sin conocer la pregunta o la respuesta que las atendían del otro lado de la línea, dondequiera que ésta estuviese…
Recordé la pasta del Capitano traída desde Italia e imaginé la comunicación a larga distancia con cualquier punto de la Tierra. Imposible adivinar; yo sólo escuchaba, con inquietud creciente, la voz ajena de Diana, las palabras inexplicables:
–Who takes care of me? ¿Quién se ocupa de mí?
Supe que no era yo. A mí no me pedía eso: Ocúpate de mí. Se lo pedía al otro, a otros. ¿Un amante, sus padres, su marido con quien mantenía una relación de afecto y cercanía (tres de la mañana en México; mediodía en París)? Pero supe que la que hablaba tampoco era ella. Lo dijo claramente. Una noche hablaba diciendo: Soy Tina, otra: Soy Aretha, otra: Soy Billie… Entendí las alusiones, retrospectivamente. Billie Holliday era la más dolorosa de todas las cantantes de jazz, la voz nuestra de cada pena, la voz que no nos atrevemos a escuchar en nosotros mismos pero que ella se echa encima, en nuestro nombre, como un Cristo negro, femenino, Cristo crucificado que carga con todos nuestros pecados:
"got the moon above me
but no one to love me
lover man, where can you be?"
Aretha Franklin era la voz gozosa del alma, la gran ceremonia colectiva de la redención, un bautizo renovado, purificador, que nos despojaba del nombre usado, gastado, y nos daba otro, nuevo, limpio y reluciente.
"A woman's only human you've got to understand"
y Tina Turner era la mujer herida, abusada, víctima de la sociedad, el prejuicio, el machismo, la mujer joven que de todos modos sentía en su sojuzgamiento la promesa de una madurez libre, limpia, que iba a llenar al mundo de alegría porque un día ella supo de grandes penas.
"You might as well face it: you're addicted to love"
Entre canción y canción, escuché las frases que no tenían sentido para mí porque no eran parte de una melodía conocida, grabada y repetida por todos, sino estrofas mutiladas de un diálogo que para mí era el monólogo de Diana a la luz de la luna.
–¿Cómo? Soy blanca.
¿Qué le dijeron? ¿Qué cosa contestaba, quién se la preguntaba? ¿Qué quería decir Diana cuando le decía a la bocina: Hazme verme como otra? Estas preguntas comenzaron a torturarme, por su misterio intrínseco, por la lejanía que creaba entre mi amante y yo, porque la obsesión de saber qué ocurría, con quién hablaba Diana, interrumpía mis mañanas, me impedía trabajar, me sumía en la depresión literaria. Revisaba con desgano mis cuartillas y las encontraba insulsas, mecánicas, desprovistas de la pasión y el enigma de mi posible vida diaria: Diana era mi enigma, pero me convertía a mí mismo en enigma de mí mismo. Ambos éramos, solamente, posibilidades.
Esperaba con impaciencia la noche y el misterio.
No me atrevía, desde la cama, a interrumpir el diálogo secreto de Diana. Sólo provocaría una escena, acaso una ruptura. Me confesaba cobarde, una vez más, ante la idea de perder a mi adorada amante. No ganaría nada levantándome de la cama, dirigiéndome a ella, arrebatándole la bocina, exigiendo como marido de melodrama, ¿a quién le hablas, con quién me engañas?
Me humillé a mí mismo hurgando, entre las pertenencias de Diana, a ver si descubría un nombre apuntado al azar, un número de teléfono, una carta, cualquier indicio de su misterioso interlocutor nocturno. Me sentí sucio, pequeño, despreciable, abriendo cajones, bolsas de mano, maletas, zippers, metiendo los dedos como oscuros gusanos entre calzoncitos, medias, brassieres, toda esa ropa interior indescriptible, que un día me deslumbró y que ahora manoseaba como si fueran trapos viejos, klinex desechables, kótex sucios…
Ella me tenía que dar la oportunidad. Me la dio una noche. Me invitó, estoy seguro, a compartir su misterio.
Esa noche, él hubiese querido canalizar ese sentimiento hacia uno de los juegos de salón con los que intentábamos disimular el tedio de Santiago. Como no obtuvo respuesta ni de Diana ni de mí (ambos encastillados, seguramente ya lo sabía ella de mí como yo de ella, en el enigma de esas llamadas nocturnas, disimuladas, jamás mencionadas a la luz del día), Lew Cooper se embarcó en la explicación no pedida de por qué dio nombres ante el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes. Fue conciso y contundente:
–Nadie me merecía respeto. Ni los miembros del Comité ni los miembros del Partido Comunista. Ambos me parecían despreciables. Ambos traficaban con la mentira. ¿Por qué iba a sacrificarme yo por unos o por otros? ¿Por salvar mi honor? ¿Muriéndome de hambre?
No fui un cínico, ni se lo imaginen ustedes. Sólo me comporté como todos ellos, los fascistas de derecha que me interrogaban o los fascistas de izquierda que jamás levantaron un dedo por mí. Fui selectivo, eso sí. Jamás di el nombre de alguien débil, alguien que podía ser dañado. Fui selectivo. Sólo di los nombres de aquellos que, en Moscú, se hubieran comportado conmigo igual que éstos en Washington. Se merecían los unos a los otros. ¿Por qué iba a ser yo el chivo expiatorio de sus mutuas canalladas?
–¿Puedes medir el daño que le pudiste hacer a quienes no querías dañar? – le pregunté.
–Yo no los mencioné. Los mencionaron otros. Si hubo vidas destruidas, no fui yo quien las destruyó. Lo único que hice fue no destruirme a mí mismo. Lo admito.
–Lo malo de los Estados Unidos es que si te denuncian como antipatriota, todo mundo se lo cree. En la URSS, en cambio, nadie se lo creería. Vichinsky no tenía el menor crédito. McCarthy, en cambio, sí.
Esto lo dije yo, pero Diana se apresuró a añadir:
–Mi marido siempre dice que el dilema de los liberales norteamericanos es que tienen un enorme sentido de la injusticia, pero ningún sentido de la justicia. Denuncian, pero no actúan.
–Lo he leído -dije yo-. Añade que se niegan a afrontar las consecuencias de sus actos.
¿Era el momento de preguntarle, tranquilamente, si la persona con quien se comunicaba de noche era, precisamente, su marido? ¿Qué tal si no era así? ¿Qué olla de grillos -can of worms- iba a destapar? Otra vez, me quedé callado. El actor discurría sobre la emoción extraordinaria de los experimentos escénicos del Group Theatre en Nueva York, la comunión de público y actores, en los años treinta, el tiempo y los escenarios de mi juventud…
La frontera se borraba entre el escenario y la platea. Las personas sentadas en las butacas eran actores también y se sentían exaltadas por esas actuaciones extraordinarias, sin darse cuenta de la terrible ilusión que compartían, actores y espectadores. Las tragedias interpretadas en el teatro por aquéllos iban a convertirse, triste, dolorosamente, en las tragedias vividas por éstos. Y los actores, como parte de la sociedad, no iban a escapar al destino que, primero, interpretaron. Francés Farmer, rubia como un trigal, acabó manchada por el alcohol, la prostitución, la locura y el fuego. John Garfield, dueño de toda la rabia urbana acumulada, murió haciendo el amor.
–¿No lo envidias? – interrumpió Diana.
–J. Edgar Bromberg, Clifford Odets, Gale Sondergaard, todos perseguidos, mutilados, quemados por los cazadores de brujas…
–Odets estuvo casado con una mujer de belleza sublime -recordé-. Luise Rainer. Una vienesa anunciada como "la Duse de nuestro tiempo". ¿Por qué la Duse? ¿Por qué no ella misma: Luise Rainer, la incomprable, frágil, desmayada, exaltada Luise Rainer, herida por el mundo porque quería ser…?
–Otra -dijo Diana-. ¿No lo entiendes? Quería ser otra, Duse, Bernhard, no ella misma…
–Estás hablando por ti misma -me atreví.
–Por toda actriz -dijo Diana con vehemencia y despecho.
–Claro, toda actriz quiere ser otra o no sería actriz -dijo Lew, avuncularmente.
–No -dijo con ojos asustados Diana-. Más que eso. Negarse a asumir los papeles que te asignan, rechazarlos, asumir en cambio los personajes de los que uno sólo ha oído hablar…
A propósito, repetí allí mismo sus palabras, personalizándolas, radicándolas en ella, despojándola de la coartada inglesa del verbo infinitivo ("ser o no ser") o de la urbanidad colectiva ("uno"): -Tú te niegas a asumir los papeles que te dan. Tú interpretas los personajes de los que sólo has oído hablar…
Dijo esto para no hablar de lo que realmente quería: ¿a quién le hablas por teléfono a las tres de la mañana? Mi muina simplemente tomaba caminos torcidos. El actor sintió la tensión entre ella y yo creciendo por encima de la suya propia y continuó evocando:
–Le oí a Luise Rainer decirle algo muy lindo a Clifford Odets. Le dijo que era sietemesina y andaba siempre buscando los dos meses que le faltaban. Ella dijo: Los encontré contigo. Pero él era muy izquierdista y en su obra escribió: La huelga general me dio mis dos meses que me faltaban. No el amor, sino la huelga. La verdad es que todos andamos buscando los meses que nos faltaron. Dos. O nueve. Da igual. Queremos más. Queremos ser otros. Diana tiene razón… Odets sacrificó a su mujer para hacer un lema político.
–Diana quiere disfrazarse y disfrazarnos -me reí sarcástica, ofensivamente-. A ti te invitó para disfrazar nuestro amasiato. Aunque sea cierto y todo el mundo lo sepa, ella tiene que disfrazarlo, sabes, para actuar, para ser otra, para actuar bien en la vida porque no sabe actuar bien en la pantalla… Me joden las putas que quieren ser vistas como amas de casa clasemedieras.
–Buenas noches -dijo Lew levantándose abruptamente y mirándome con desprecio.
–No, no te vayas. ¿No sabes que vivimos con Diana en un monasterio, tú el superior, yo el novato? O será un falansterio artístico, tú el juglar, yo el escriba, Azucena la maritornes. Pero aquí nadie fornica, qué va. Eso cuándo se ha visto, aquí todo el mundo viene a recogerse, no a cogerse. Mugre convento, pinche falansterio…
–Prefiero oír el rock and roll, que detesto, a oír estas estupideces. Buenas noches, Diana.
–Buenas noches, Lew -dijo ella, con ojos inquietos pero resignados.
Yo la imité con voz tipluda:
–Ay, ¿a quiénes he invitado a compartir mi casa?
–Vente a dormir, cariño. Has bebido mucho hoy.
Levanté la bocina y escuché las dos voces por la extensión telefónica. La de ella era la voz desconocida que aprendí a adivinar de noche, secretamente. Una voz llegada de otra geografía, de otra edad, para apoderarse de la suya… Tal era mi fantasía. No era, en verdad, más que la voz de la actriz Diana Soren interpretando un papel que jamás le darían en la pantalla. La voz de una negra. Hablaba con un negro. Esto era evidente. Aunque fuese un blanco imitando a un negro, como ella imitaba a una negra, era la voz de un negro. Quiero decir, era la voz de alguien que quería ser negro, sólo negro. Esto es lo que me impresionó, disipando las brumas etílicas de mi creciente amargura (tango, bolero…). Ahora entendí lo que escuché las anteriores noches en la recámara, cuando ella decía cosas como "Hazme verme como otra", o "¿Cómo? Soy blanca".
–Hazte negra.
–¿Cómo? Soy blanca.
–Tú verás cómo le haces.
–Estoy haciendo lo imposible.
–No, Aretha. No seas estúpida. No te pido que cambies de color de piel. Tú me entiendes.
–Quisiera estar contigo -dijo Diana transformada en Aretha-. Daría cualquier cosa por estar contigo, en tu cama…
–No puedes, baby, estás metida en la jaula. Yo ya salí de la jaula…
–No hablo de jaula, hablo de la cama, tú y yo…
–Libéranos, Aretha. Libera al negro que no quiere mujer blanca porque traiciona a su madre. Libera al blanco que no quiere negra porque traiciona sus prejuicios. Libera al negro que quiere blanca para vengar a su padre. Libera al blanco que quiere negra para humillarla, abandonarla, esclavizarla hasta en el placer. Haz todo eso, baby, y luego seré tuyo…
–Trato de cambiar de alma, si eso es lo que tú quieres, mi amor.
–No puedes.
–¿Por qué? No me…
El negro colgó pero Diana permaneció escuchando la estática del teléfono. Yo colgué apresurado y me dirigí a la cama con un espantoso sentimiento de culpa. Pero la siguiente noche, no resistí la tentación de seguir oyendo la conversación interrumpida pero eterna, noche tras noche…
…Le dijo que trataría de cambiar de alma y él le dijo no puedes. Ella pidió que no la condenara así, que no fuera injusto, pero él insistió, no puedes, en el fondo crees que los negros queremos ser blancos, por eso tú nunca podrás ser negra. Diana Soren dijo que ella quería justicia para todos, le recordó al negro que ella estaba en contra del racismo, había marchado, había manifestado, él lo sabía, ¿por qué no la aceptaba como una igual? Él soltó una carcajada que debió despertar a todos los pájaros dormidos entre Los Ángeles y Santiago. Quieres que nos admitan en los country clubs, le dijo a Diana, en los hoteles de lujo, en los macdonalds, pero nosotros no queremos ir allí, queremos que nos excluyan, queremos que nos hagan el favor de decirnos, no entren, ustedes son distintos, los detestamos, huelen mal, son feos, parecen monos, son estúpidos, son otros. Jadeaba muy fuerte y decía que cada vez que un blanco liberal y filantrópico hablaba contra el racismo, a él le daban ganas de castrarlo y hacerlo comerse sus güevos.
–¡No quiero ser como ustedes, no quiero ser como tú!
…Le dijo la siguiente noche que ella sólo quería verse como otra para verse como verdaderamente era, cada cual tenía su objetivo, el suyo él y ella el suyo…
–Respétame. Soy actriz, después de todo, no política…
El hombre soltó una carcajada.
–Entonces dedícate a lo tuyo y no juegues con fuego, coñaza. Entiende una cosa. Nadie puede verse como es si no se ve separado, divorciado del género humano, radicalmente apartado, apestado, solo, con los suyos…
Ella le dijo casi llorando que no podía, que eso que quería era imposible y él la insultó, la llamó you cunt, you fucking white cunt, y ella lanzó un como suspiro de alegría…
–Tendrías que ser negro puro, negro de África, antes de ser traído aquí, antes de mezclarte, y ni así podrías vivir separado…
–Cállate, Aretha, cállate, puta… Con un aire de triunfo, Diana le dijo que no había negros puros en América, que todos decendían de blancos también…
–No te lo digo para ofenderte, te lo digo para que pienses que algo compartes conmigo…
–Cállate, puta, tú no tienes una gota de sangre negra, tú no tienes un hijo mulato…
Ella dijo que le gustaría caer en esa tentación, pero libremente, no para probar un punto.
–No quiero usar mi sexo para ganar argumentos. – Puta, coño blanco…
…La llamó la noche siguiente para pedirle perdón. Quiso explicarse con una humildad que me pareció sospechosa. Le dijo que ella quería cambiar el sistema. Luego añadió con una sorna humilde, con voz de Pequeño Sambo, qué buena eres, qué compasiva y qué hipócrita. Le faltaba entender que el sistema no se cambia, le dijo, recuperando poco a poco su tono normal, agresivo; el sistema se destruye. Ella no se inmutó, no admitió la burla, dijo con honestidad y emoción que quisiera ayudarlos.
–Pero creo que no sé cómo…
–Empieza por no recordarme que soy mulato.
–Lo eres, me gustas así, te quiero así, ¿no te importa esto?
Que mejor le dijera que él también iba a caer en tentación, como sus antepasados, que él también iba a ceder ante una chichi blanca, él también iba a tener un hijo mulato, con ella, ¿qué le parecía esto?, ¿lo aceptaría honestamente?, ¿no iría por el mundo gritando que ella no, ella no era promiscua, era una calumnia, ella no tendría jamás hijos que no fueran arios, blancos, nórdicos…?
–Yo también voy a insultar a todos los negros -decía ahora el mulato ausente con una voz de mar encadenado-, a todos los negros que debieron ser sólo africanos y traicionaron a su descendencia cayendo en la tentación de cogerse a una mujer blanca, y tener hijos café con leche, di eso, puta, piensa eso, dame esa bofetada, por lejos que estés Aretha, te juro que voy a sentir tu golpe, más fuerte porque estás lejos, cogiendo con un blanco, te veo desde acá, no hay suficiente distancia entre California y México para que no te vea o huela tu coño rubio y escupa sobre él…
–No digas nombres, no digas lugares…
–No seas bruta. Lo saben todo. Lo graban todo. ¿Estás en la luna?
–Soy Aretha. Me llamo Aretha.
–Hazte negra.
–¿Cómo? Soy blanca.
–Tú verás cómo le haces. No puedo aceptarte si no lo haces.
–Te llamo mañana.
–Está bien. Fuck off, bitch…
…La siguiente noche fue la última llamada. Él habló muy calmado y dijo que el error de Diana era creer que todos eran culpables, incluso ella, incluso los opresores. Entonces, todos serían inocentes. No, sólo estaban oprimidos los niños que no salían del ghetto, las madres drogadictas, los padres obligados a robar, los hombres castrados por el klan, ésos eran los oprimidos, no los pobres opresores.
–¿Sabes cómo puedes hacerte negra, Aretha? ¿Te has dado cuenta de que en este país sólo hay crímenes reprobables si los cometen los negros? ¿Te has dado cuenta de que las víctimas negras no conmueven a nadie, sólo las blancas? Esto te pido, Aretha, hazte víctima negra y verás como te tiran al lado de la carretera, como una perra, para que los camiones te pasen encima y te conviertan en una carroña sanguinolenta. Comete un crimen de negra y págalo como negra. Sé víctima como negra, para que nadie se compadezca de ti.
El negro se soltó riendo y llorando al mismo tiempo. La mano me temblaba pero colgué con sigilo y regresé a la cama, como todas las noches, antes que ella. Me hice el dormido. Diana contaba con mi sueño pesado y el sopor de mi cruda, mañana en la mañana. Regresó en silencio y se acostó. Sentí cómo se durmió en seguida, satisfecha, aliviada, como si nada la llenase más que este trueque nocturno de insultos, pasiones y culpas. Yo, con los ojos abiertos, prisionero del cielo raso de esta recámara súbitamente congelada, escarapelada, desteñida, me repetí varias veces, como quien cuenta borregos, que mi pasión no tenía ningún valor comparada con las que acababa de escuchar, que oyendo la pasión de Diana y su negro debía aceptar que la mía era pasajera, y que acaso, honorablemente, debería renunciar a esta situación, darle la espalda a Diana y regresar a mi vida en la ciudad de México. Pero en mi vigilia de esa noche, que disminuyó mi propia pasión considerablemente, otra certeza se afirmó poco a poco, involuntariamente, parte de mí aunque no la formulase claramente. Sentí, me dije; dejé que se manifestara en mí, pero hacia afuera de mí también, la idea de que la vida civilizada respeta las leyes y la vida salvaje las desprecia. No quería decirlo, ni siquiera pensarlo, porque contradecía o despreciaba, a su vez, el dolor que pude sentir en la rabia del negro amante de Diana. Y a pesar de ello, me repugnaba tanto la idea de una supremacía negra como la de una supremacía blanca. No podía ponerme en los zapatos de ese interlocutor desconocido. No necesitaba decirle a Diana que yo no era jive, que yo no era responsivo a los ritmos de la calle negra… Quise ser sincero e imaginarme, en cambio, en los huaraches de ese muchacho que hizo el papel de Juárez. ¿Le habría yo dado la mano al niño Juárez, lo habría ayudado a convertirse en lo que se convirtió: un indio blanco, un zapoteca con el Código Napoleón como almohada, un abogado cartesiano, un leguleyo republicano en vez de un chamán, un tinterillo en vez de un brujo en contacto con la naturaleza y la muerte, animador de lo inánime, dueño de las cosas que no se pueden poseer: millonario de la miseria? ¿Qué haría yo por el niño Juárez? Nada. El negro de Diana -su Pantera, decidí llamarlo- me conocía mejor que yo a él y acaso mejor que yo me conocía a mí mismo. Sabía que yo le podía quitar todo a él cuando quisiera. Todo. Los negros castrados, ahorcados, linchados que son como los mojones de la historia de los Estados Unidos; son también el santoral de los negros inocentes. El Pantera decidió no ser más la víctima. Dios jamás detuvo el brazo asesino del Abraham blanco cuando enterró su puñal en las entrañas de su hijo, el Isaac negro.
–Dijo usted la otra noche que mi novia debía cuidarse. ¿Por qué?
–Mire mi amigo, yo no soy un sospechosista profesional ni ando viendo moros con tranchetes. Pero el caso es que sí existen alborotadores aquí y allá, usted me entiende, y no quisiéramos que la señorita Soren se viera comprometida por una imprudencia.
–¿Quiere usted decir Panteras Negras allá y guerrilleros de la Liga aquí?
–No exactamente. Quiero decir FBI en todas partes, eso sí que quiero decir. Mucho cuidado.
–¿Qué me recomienda?
–Usted es amigo del señor encargado del despacho de Gobernación.
–Es Mario Moya Palencia, fuimos juntos a la escuela. Es un amigo viejo y querido.
–Vaya a verlo a México. Tenga cuidado. Atienda a su novia. No vale la pena.
Cuando Diana regresó en la noche, le dije que saldría a México al día siguiente. Tenía que arreglar unos negocios pendientes. A ella le constaba que lo dejé todo en suspenso por seguirla a Santiago. En unos cuantos días, una semana cuando más, estaría de regreso. Ella me miró con melancolía, tratando de adivinar la verdad, imaginando que quizás yo la había adivinado a ella, pero abriendo un abanico de posibilidades. ¿Qué sabía yo? ¿Era éste el fin? ¿Me iba para siempre? ¿Era el fin de nuestra relación? ¿Me tiraban más mi esposa, mi hija, mis intereses en la capital?
–Aquí lo dejo todo, mis libros, mis papeles, mi máquina de escribir…
–Llévate las pastas de dientes.
Nada atenuaba la tristeza de sus ojos.
–Una sola. Todo lo demás se queda en prenda.
–¿En prenda? Me gusta eso. Quizás todos estamos aquí sólo en prenda.
–No te imagines a Dios como un prestamista judío.
–No. Si yo creo en Dios. Tanto, ¿sabes?, que no puedo imaginarme que nos puso en la tierra para no ser nadie.
–Te quiero, Diana -le dije y la besé.
La casa de Buñuel en la Colonia del Valle no tenía carácter. Éste era, pues, su carácter: no tenerlo. De ladrillo rojo y dos pisos, se parecía a cualquier vivienda de clase media del mundo. La sala tenía el aspecto de un consultorio de dentista y aunque nunca vi la recámara del artista, sé que le gustaba mirar muros desnudos y dormir en el suelo, cuando mucho, en cama de madera, sin colchón ni resortes. Estas penitencias cuadraban bien con su moral estricta, opresivamente burguesa y puritana para algunos, para otros ascéticamente monástica. Su casa estaba casi ayuna de decorados, salvo un retrato de Buñuel joven hecho por Dalí en los años veinte. Ahora -desde la segunda guerra- eran enemigos, pero Luis mantenía ese retrato en el vestíbulo como un homenaje emocionado a su propia juventud y a la amistad perdida, también…
Recibía en un barcito con una barra comprada en el Puerto de Liverpool pero tan bien provista como la del Oak Bar del Plaza en Nueva York -el lugar donde Buñuel gustaba beber "los mejores martinis del mundo", según su decir. Ahora, mezclaba para mí un buñueloni, delicioso pero embriagador y proclamaba:
–Bebo un litro de alcohol cada día. Me va a matar el alcohol.
–Se ve usted muy bien -dije admirando su robustez a los setenta años, sus espaldas cargadas, su tórax desarrollado y sus brazos fuertes aunque delgados.
–Acabo de ver al médico. Por separado, tengo enfisema, divertículos intestinales, alto colesterol y una próstata gigantesca. Por separado, estoy perfecto. Pero si todo se me junta, caigo fulminado.
Generalmente, usaba una camisa sport sin mangas, lo cual acentuaba la desnudez de su cabeza de campesino y de filósofo. La cabeza calva y el rostro surcado por el tiempo, le hacían parecerse a Picasso, a De Falla, a Ortega y Gasset. Los españoles ilustres acaban pareciéndose a picadores retirados. Buñuel compartía la tierra natal con Goya. Aragón, de fama solar de testarudos. La verdad es que nadie sueña más que sus hijos. Son sueños extremos, de aquelarre de brujas y de comunicación entre hombres, animales e insectos. Bien se sabe que las hormigas son los seres vivos que mejor se comunican entre sí, telepáticamente, a grandes distancias, y yo creo que Luis Buñuel era un apasionado de la entomología porque los aragoneses, como las hormigas, se comunican de lejos en el espacio, pero también en el tiempo. Están en contacto mediante las pesadillas, las brujas, los tambores.
No estaba contento conmigo esa tarde que fui a visitarlo. Profesaba una adhesión sin reservas a la fidelidad matrimonial y a la duración de las parejas. Le parecía intolerable que un hombre y una mujer, habiendo sellado pacto de vivir juntos, lo violaran. A mí me reprochaba abiertamente el abandono de Luisa Guzmán, a quien él quería mucho y había llevado en una o dos películas suyas, pero al lado de esta exaltación del lazo matrimonial, Buñuel no ocultaba su horror del acto sexual. Era raro, en sus películas, ver un desnudo, salvo como contrapunto necesario de la narración; jamás un beso: le parecía una "indecencia"; y fornicación jamás: sólo el deseo, revolcándose en los jardines de la edad de oro, el deseo para siempre insatisfecho a fin de mantener al rojo vivo la llama de la pasión.
Yo miraba sus ojos verdes, tan lejanos como un mar que yo jamás había navegado, y por ellos veía pasar la nave de Tristán, héroe secreto de Buñuel por ser héroe del amor casto, jamás consumado. La Edad Media era la época verdadera de Buñuel, su tiempo natural, allí navegaba su mirada, anclada accidentalmente en nuestro "detestable tiempo", y había que verlo y entenderlo como un exiliado de ese tiempo pasado, un extranjero llegado del siglo XIII, casi desnudo, entre nosotros, habilitado con una camisa sport sin mangas como un monje eremita al que no se le da más que un taparrabos para cubrir sus vergüenzas.
De esa época perdida, Luis Buñuel traía la idea del sexo -me lo repetía ahora- como costumbre de animales, more bestiarum según las palabras de San Agustín. "El sexo", iba diciendo, "es una araña peluda, una tarántula que todo lo devora, un hoyo negro del que nunca sale el que se entrega a él". Era sordo (otra vez como Goya) y había abandonado el uso de la música en sus películas, salvo que tuviera un origen natural: aparato de radio, cilindrero en la calle, orquesta en una estación de esquí. Antes, había llenado su cine con los acordes infinitamente apasionados, dulces y tormentosos, de Liebestraum de Wagner. La música de Tristán e Isolda era la cantata al amor casto, del cual han sido expulsadas las tarántulas del sexo.
–Pero San Juan Crisóstomo prohibió los amores castos, diciendo que sólo lograban acrecentar la pasión, poniéndole más fuego al deseo…
–¿Ya ve usted, por qué es lo más excitante del mundo? Sexo sin pecado es como huevo sin sal.
Yo siempre caía en su trampa. Buñuel pregonaba la castidad para aumentar el placer, el deseo, la sed del cuerpo amatorio. Era lector de San Agustín y entendía que la caída sólo significa que la ley del amor ha sido violada. El amor tiene una ley, que es amar a Dios. Amarnos a nosotros mismos es violar la ley de Dios y emprender el camino de la perdición, cada vez más bajo, a través del hoyo negro del sexo hasta el hoyo final de la muerte. Regresar al amor significa pasar por la castidad, pero para eso necesitamos ayuda. No lo podemos hacer solos. Volver a Dios desde el infierno de la carne y su autocomplacencia es como violar la ley de la gravedad. Violar y volar.
–¿Quiénes nos dan la mano? – le pregunté a Buñuel.
–Nunca el poder -decía con pasión-. Jamás los poderosos, civiles o eclesiásticos. Sólo los humildes, los rebeldes, los marginados, los niños, los enamorados… Sólo ellos nos dan la mano.
Decía esto con enorme pasión y por mi memoria pasaban los niños abandonados de sus películas, las parejas apasionadas, los mendigos malditos, los sacerdotes humillados por su devoción cristiana, todos los que renunciaban a la vanidad del mundo y sólo esperaban el abrazo de un hermano. ¿Los rebeldes también, le dije a Buñuel, los rebeldes también nos auxilian?
–Si no obedecen a ningún poder -contestaba Luis a mi pregunta. Si son totalmente gratuitos.
Buñuel estaba imaginando en esos días un guión para una película que nunca realizó, basada en la historia del anarquista francés Ravachol, que empezó como ladrón y asesino. Mató en la provincia francesa a un anciano ropavejero y a un viejo ermitaño, violó la tumba de una condesa y pasó a cuchillo a dos solteronas dueñas de una herrería. Todo esto fue gratuito. Pero un buen día declaró que al ermitaño le robó el dinero, así como a las solteronas herreras, y las joyas con que la condesa fue enterrada, para obtener dinero para la Causa anarquista.
Los anarquistas no le dieron su bendición, sin embargo, hasta que Ravachol se trasladó a París y con un asistente llamado Simón el Bizcocho, se dedicó a fabricar bombas para ponerlas a las puertas del domicilio de los jueces. Por desgracia, el Bizcocho se equivocó de puertas y no murieron los jueces, sino unos transeúntes. Esto, en sí mismo -comentaba Buñuel- le daba una fantástica gratuidad al hecho.
Sólo al ser ejecutado Ravachol el 11 de julio de 1892, los anarquistas lo reclamaron para sí, lo canonizaron a posteriori y hasta inventaron un verbo, ravacholizar, que significa hacer volar en pedazos y que dio pie a una bonita canción, Dansons la ravachole vive le son de l'explosion!
–Al subir al cadalso, gritó viva el anarquismo. Era hijo ilegítimo y usaba colorete para disimular la palidez de sus mejillas.
–¿Aprueba usted de él, Luis?
–En teoría sí.
–¿Qué quiere decir?
–Que el anarquismo es una maravillosa idea de libertad, no tener a nadie encima de uno. Ningún poder superior, ninguna cadena. No hay idea más maravillosa. No hay idea menos practicable. Pero hay que mantener la utopía de las ideas. Si no, nos convertimos en bestias. También la vida práctica es un hoyo negro que nos lleva a la muerte. La revolución, la anarquía, la libertad son los premios del pensamiento. No tienen más que un trono, nuestra cabeza.
Dijo que no había idea más hermosa que volar el Louvre y mandar al carajo a la humanidad y a todas sus obras. Pero sólo si permanecía como idea, si no se llevaba a la práctica. ¿Por qué no distinguimos con claridad entre las ideas y la práctica; qué nos obliga a convertir la idea en práctica? ¿Y hundirnos en el fracaso y la desesperación? ¿No se bastan los sueños a sí mismos? Estaríamos locos si le pedimos a cada sueño que tenemos cada noche que de día se vuelva realidad o lo castigaremos. ¿Alguien ha podido fusilar un sueño?
–Sí -le dije- aunque no con fusiles, sino con lanzas. El emperador azteca Moctezuma reunió a todos los que habían soñado con el fin del imperio y la llegada de los conquistadores, y los mandó matar…
Miró su reloj. Eran las siete. Debía retirarme. No le interesaban los aztecas y México le parecía un muro protector, con las cornisas plantadas de vidrios rotos.
La miro, pienso y me digo que hay que hacer algo que no se parezca al resto de nuestra vida. En eso consiste la imaginación. Pero mirándola sentada frente a mí, imaginándola como ella me imagina, prefiero ser claro y escueto. Luisa Guzmán en aquellos años no administraba mi vida social -era huraña- ni mi vida financiera -era supremamente indiferente al dinero. Apoyaba mi vida literaria; tenía paciencia para mi tiempo de escritor y de lector. Administraba, sobre todo, mi vida sexual. Es decir, no la obstaculizaba, creía que su abstención aseguraba mi próximo retorno. Así había sido siempre.
En todo caso, sentado allí mirándola como ella me miraba a mí, con toda la carga del recuerdo sobre nuestros hombros, supe que en cada ocasión, ella se había adelantado a mí. No pudo concebir ella misma una fidelidad a prueba del éxito que conoció mi primer libro. A los veintinueve años obtuve una celebridad que yo mismo no celebré demasiado, pues si algo supe siempre es que la literatura es un largo aprendizaje, expuesto, en todo momento, a la imperfección si nos va bien, a la perfección si nos va mal, y al riesgo siempre, si queremos merecer lo que escribimos. No me creí los elogios que me tocaron, pues me sabía muy lejos de alcanzar las metas que imaginaba, ni los ataques que me prodigaron. Escuché las voces de los amigos, y todas me animaban. Escuché la mía y sólo oí esto:
–No te conformes con el éxito. No lo repitas fácilmente. Imponte desafíos imposibles. Más te vale fracasar por lo alto que triunfar por lo bajo. Apártate de la seguridad. Asume el riesgo.
No sé en qué momento de nuestra relación, Luisa sintió que yo necesitaba más, algo más pero junto a ella, que fuera el equivalente erótico del riesgo literario. O de la ambición. Habíamos reído mucho cuando, a la semana de habernos enamorado ella y yo, un muy famoso escritor mexicano fue a visitarla para reclamarle que me hubiese preferido a mí sobre él.
–Yo -le dijo- soy más famoso, más guapo y mejor escritor que tu novio.
El asombro de Luisa y el mío se debió, más que nada, a la impávida continuidad de la amistad del gran autor con ella y conmigo. Fracasó su delirante petición de mano (o cambio de mano) pero nunca cambió su sonrisa amable ni, lo sabíamos siempre, su ambición sin límites, tan simpática y bien fundada, aunque él la imaginase tétrica, aunque segura, de obtener poder y gloria con las letras. Luisa me enseñó (o me confirmó) en la certeza de que más vale ser persona humana que glorioso autor. Pero a veces ser persona implica una crueldad mayor que la ingenua promesa de la fama literaria.
Ahora, sentados el uno frente al otro, sin necesidad de que yo le dijera que no podía privarme de Diana Soren, ella sin decirme palabra, abrazada a su panda de peluche y con un vaso de whiskey en la mano, me recriminaba toda la crueldad acumulada de nuestra relación y me echaba en cara la facilidad con que disimulaba la crueldad con la careta de la creación literaria. Sus ojos me dijeron:
–Estás dejando de ser persona. Mientras lo fuiste, respeté tus amoríos. He acabado por entender que no te respetas a ti mismo. No respetas a las mujeres con que te acuestas. Las usas como pretexto literario. Yo me niego a seguirlo siendo.
–Es tu culpa. Debiste poner un hasta aquí desde la primer vez que me fui con otra.
–Tierno y malvado, ¿cómo quieres…?
–Llevas años aceptando mis infidelidades…
–Perdón. Ya no puedo competir con tantos esfuerzos de la imaginación y la fantasía de todo el género femenino…
–Por mantener nuestro amor, acabamos por matarlo, tienes razón…
Me arrojó con fuerza el vaso, pesado como un cenicero, pegándome en el labio inferior. Miré con melancolía al melancólico panda, me levanté acariciándome el dolor del labio y me fui para siempre.
No me hacía ilusiones. No seguiría conmigo rumbo a un idílico campus norteamericano cubierto de hiedra. Lo que yo no quería es que nada interrumpiera el tiempo actual, el tiempo juntos en Santiago y después, con suerte, unos días en México, una cita en París… Me hacía ilusiones sobre un verano juntos en la isla que ella y yo adorábamos, Mallorca, que yo acababa de explorar con una amiga maravillosa, la escritora Hélene Cixous, y donde Diana e Iván tenían una casa… Todo, me decía yo en el vuelo de regreso a Durango, todo menos perderla estas dos semanas que faltaban. Incesantemente, una posibilidad regresaba a mi cabeza, excluyendo cualquier otra. Yo era su amante porque no dejaban entrar a México a su verdadero lover, el líder de los Panteras Negras. ¿Debía yo adelantarme a un desaire, anticipar la ruptura, ser yo quien tomaba la iniciativa de romper con ella, antes de que ella, más que romper, abandonara, dejara, olvidara lo nuestro?
La llamé un par de veces desde México. Me es difícil comunicarme por teléfono. La invisibilidad del interlocutor me llena de impaciencia y angustia. No puedo cotejar las palabras con la expresión facial. No puedo saber si quien me habla está solo o acompañado, vestido o desnudo, maquillado o lavado. La mentira es el precio del progreso. Mientras más se nos adelantan los progresos tecnológicos, más compensamos nuestro retraso moral o imaginativo con el arma disponible: la mentira. Acabo de salir de la ducha. Estoy desnuda. Estoy a punto de salir. Perdóname. Estoy sola. Estoy sola. Estoy sola.
–Te amo, Diana.
–Las palabras son muy bonitas y no cuestan caro.
–Te extraño.
–Y sin embargo no estás aquí, Vaya, vaya.
–Regreso el viernes. Pasaremos juntos el fin de semana.
–Muero de impaciencia. Adiós.
No tuve tiempo de decirle que temía por ella, que se cuidara, que por eso había venido a México, a tratar de saber algo y protegerla. Pero mis relaciones con el gobierno de Díaz Ordaz eran pésimas, sólo tenía un amigo en él, mi compañero de estudios Mario Moya, subsecretario de Gobernación, y él no estaba.
–Vine por ti, Diana, aquí estoy por ti -hubiera querido gritarle, pero estaba inseguro del asunto, no corría prisa, me dije. Me preocupaba más, ahora, saber qué cara tenía la mujer cuando me hablaba con semejante brusquedad. ¿Era ése el siguiente avance técnico: el teléfono con pantalla para mirar la cara del que nos habla? Qué atroz violación de la intimidad, me dije, qué complicación infinita: estar siempre listo, peinado, maquillado, vestido (o desvestido, según la versión). O despeinándonos velozmente para justificar nuestra modorra: "Me despertaste, querido, estaba durmiendo, sola." Y un panzón bigotudo con playera al lado, mirando fútbol por televisión y engullendo un tarro de cerveza.
Empezó a perseguirme la idea de Diana como un objeto de arte que era necesario destruir para poseer. En el sexo como en el arte, el placer interrumpido es un veneno, también asegura una ambigüedad que es el líquido amniótico de la pasión y del arte. ¿Podía yo salir del éxtasis, a costa de destruir el objeto que lo provocaba, Diana? ¿Debía, en otras palabras, adelantarme a ella? ¿Debía asegurar desde ya la continuidad posible del placer en su única atmósfera, la de la ambigüedad, la de un pudo ser o no ser, nada se resolvió, todo permaneció en el maravilloso reino de lo posible, donde las alternativas, de un relato o de una pasión, se multiplican y se abren en abanico, comprometiendo, pero enriqueciendo, nuestra libertad?
Aterrizamos en Santiago a las cinco de la tarde sin que yo pudiese darle contestación a mis propias preguntas.
El trayecto del aeropuerto a la casa de Diana me pareció, esta vez, particularmente largo. El tedio de la ciudad, a medida que se cerraban los comercios y las cortinas iban cayendo como estruendosas cataratas de metal, sólo era roto por el largo mecerse de los árboles y la sombra creciente de la montaña que se apoderaba de la ciudad. Vi guajolotes inquietos y bardas de cactos arañadas, cubiertas con los signos de los amantes, nombres, Agapito loves Cordelia, corazones entrelazados, heridas mortales que dejaban en la savia verde una cicatriz parda.
–¿Qué pasa? – le pregunté al taxista-. ¿Por qué vamos tan despacio?
–Es una manifestación -dijo el chofer-. Otra protesta de los estudiantes. ¿Por qué mejor no se dedican a estudiar? Bola de vagos.
La plaza central olía a mostaza. Una nube vaga y tediosa la cubría. La gente salía corriendo por las bocacalles, tosiendo, tapándose la nariz con pañuelos, suéteres, periódicos. Imaginé al gobernador ladrando detrás de una ventana. Vi al joven líder Carlos Ortiz pasar corriendo, con sangre corriéndole por la cabeza.
–Cierre sus ventanas, señor, y agárrese bien.
Dio una vuelta en U y se escapó hacia el barrio donde se encontraba mi casa provisional, mis papeles y mis libros. Sentí que el paisaje de Santiago se desmoronaba, que sus habitantes, velozmente, perdían sus facciones…
Yo la respetaba, como también he dicho, por su dignidad, su orgullo en hacer bien lo que le tocaba hacer bien en este mundo. En el mundillo de Hollywood trasplantado a Santiago, ella era la única, finalmente, que ni se compadecía a sí misma ni vivía devorada por el afán de ascenso. Era superior a su ama. No quería ser otra. Era otra. Era ella.
Ahora me recibió en la casa iluminada a medias, extrañamente silenciosa, con un mohín desacostumbrado, en el que tardé en descubrir una actitud de simpatía, de afecto, de solidaridad con la otra persona hispánica de la casa. Por un minuto, me sentí perfectamente melodramático, como el poeta Rodolfo preguntándole a sus compañeros de la bohemia por qué van y vienen en silencio, por qué lloran. Mimí ha muerto. Azucena disimulaba, sin quererlo, seguramente, algo parecido a un anuncio fúnebre.
–¿Diana? – pregunté, como lo hubiese hecho en voz alta, sólo que ahora casi en susurro, como si temiese interrumpir una novena a la Virgen.
–Aguárdala aquí. Ya viene -dijo Azucena y me invitó a esperar en la sala.
Caía la noche. Lew Cooper no estaba, como era su costumbre, en la barra preparándose un coctel, autorizado por el rudo trabajo en exteriores. La puerta de la recámara estaba cerrada. Pero allí estaba mi ropa, y en el baño mis pastas de dientes italianas. Me dirigí, impaciente, enojado, al rincón de la galería donde estaba dispuesta mi máquina de escribir, mis papeles y libros. Alguien había introducido el orden en ellos. Todo estaba apilado en montoncitos perfectamente simétricos.
Me volví a buscar a Azucena, para reclamar esta violación de mi creatividad. En vez, allí estaba, dividida por la luz de la galería al caer la noche, mitad luz, mitad sombra, perfectamente partida en dos, como un cuadro femenino de Ingres, mi amada, Diana Soren. Avanzó hacia mí, separada de sí misma por la luz, sin cederle nunca un ápice de su persona luminosa a su persona sombría, ni algo de ésta a aquélla. Era tal el contraste que hasta su pelo rubio, corto, parecía blanco del lado del ventanal y negro del lado de la pared. El encanto era roto por el atuendo. Con una bata acolchada, color de rosa, abotonada hasta la garganta, totalmente doméstica, y un par de zapatillas felpudas, Diana Soren parecía un hongo invertido, una tachuela ambulante…
No fue esto -ni la magia de su aparición entre la luz y la sombra, ni el ridículo con que califiqué, instintivamente, su apariencia- lo que me impidió acercarme a tomarla en mis brazos, a abrazarla y besarla como siempre. No llegó hasta mí. Se detuvo y tomó asiento en un sillón de ratán, el objeto más imperial de esta casa desnuda de pretensiones, y me miró intensamente. Yo tomé asiento en mi silla de paja frente a la mesa de trabajo y me crucé de brazos. Quizás Diana había leído mi pensamiento. Quizás imaginaba, como yo, cómo iba a terminar nuestro amor y qué le iba a seguir. Pensaba comunicarle, antes que nada, la inutilidad de mi viaje a México. No averigüé nada de la supuesta amenaza de la FBI que me insinuó el general Cedillo. Iba a decírselo pero ella se adelantó, precipitada, brutal.
–Perdóname. Tengo otro amante.
Dominé mi azoro, dominé mi rabia, dominé mi curiosidad…
–¿En los Estados Unidos? – pregunté sin atreverme a mencionar mis indiscreciones telefónicas.
–Otro hombre está viviendo aquí.
–¿Quién? – le pregunté sin atreverme ahora, a pensar en El Retorno de Clint Eastwood y diciéndome, por lo menos, que a un Pantera Negra no lo dejarían pasar la frontera. ¿El stuntman? Me reí de mí mismo por pensarlo siquiera. Me reí aun más con la posibilidad extrema del viejo Lew Cooper durmiendo en mi cama, al lado de Diana.
–Carlos Ortiz.
–¿Carlos Ortiz?
–El estudiante. Lo has visto aquí en la ciudad. Dice que te conoce, te admira y ha hablado contigo.
–Qué tal si me odiara y me negara la palabra -traté de sonreír.
–Perdón.
–No se trata de perdonar. Se trata de hablar.
–No me gusta dar explicaciones.
Me puse de pie, encabronado. – Se trata de hablar.
–Si quieres.
–¿Por qué, Diana? Creí que éramos muy felices.
–También sabíamos que se iba a acabar.
–Pero no así, de repente, antes de tiempo, antes de que terminara la filmación y con un muchacho…
–¿Más joven que yo?
–No, eso no importa.
–¿Entonces qué importa? ¿Herirte a ti, humillarte, crees que eso me gusta?
–No cumplir nuestro amor, no agotarlo, eso…
–No creo que nos faltara nada ya.
–Diana, yo te ofrecí todo lo que pude, seguir juntos si lo querías, ir juntos a una universidad -dije estúpidamente, ofuscado por una vaga sensación de ceguera sentimental repentina.
Con razón me contestó ella así, brutalmente, sin sentimentalismo.
–No seas ingenuo. ¿Yo pasarme la vida en un pueblito de mierda, cubierto de hiedra, pero hecho de nada? Estás loco.
–¿Por qué, porque vienes huyendo de otro pueblito, porque no quieres nunca darte a ti misma la oportunidad, el chance, sabes, de regresar a tu casa y volver a salir de allí, renovada?
–Querido, deliras. Yo me sentía ahogada en ese pueblo, Hubiera salido de allí como fuera.
La interrogué con ternura. Creo que lo sintió porque añadió algo que me gustó; dijo que no la malinterpretara, en Jeffersontown se sentía ahogada no sólo por la pequeñez del pueblo, sino por la inmensidad de la naturaleza que la rodeaba. Era un mundo inaprensible.
–¿Y en el mundo que escojiste, – le pregunté-, te sientes protegida? ¿Nunca sabrás quién eres, Diana? ¿Tienes que estar protegida por otros, por la secta, por la gente bonita, el jet set, los panteras negras, los revolucionarios, quien sea con tal de que haya ruido, llanto, alegría, bullicio y pertenencia, eso es lo que quieres, eso es lo que yo no te doy, sentado en un rincón escribiendo horas enteras?
Estaba haciendo el ridículo. No me controlaba. Caía en todo lo que detestaba. Merecía la respuesta de Diana.
–Yo sé quién soy.
–¡No sabes! – le grité-. Ése es tu problema. Te oí hablar por teléfono con el negro. Quieres ser otra, quieres asimilarte al sufrimiento de los demás para ser otra. Crees que nadie sufre más que un negro. ¿Cuándo vas a descubrir, pendeja, que el sufrimiento es universal, incluso blanco?
–Carlos me lo está enseñando.
–¿Carlos? – dije como un eco no sólo de mi propia voz, sino de mi propia alma, incapaz de decirle a Diana que acababa de verlo, herido, en una manifestación en el centro de la ciudad.
–Te había leído -dijo Diana fríamente.
–¿Él? Ya lo dijiste.
–No: yo. Creí que eras un revolucionario de verdad. Alguien que pone sus actos donde pone sus palabras. No es cierto. Escribes pero no haces. Eres como los liberales gringos.
–Estás loca. No entiendes nada. La creación es un acto, el único acto. No tienes que morirte para imaginar la muerte. No tienes que ser encarcelado para describir lo que es una prisión. Y de nada sirves fusilado, asesinado. Ya no escribes más libros.
–El Che fue a que lo mataran.
–Era un mártir, un héroe. Un escritor es algo mucho más modesto, Diana -le iba diciendo, exasperado, pero ahora, posiblemente, dueño de mis razones.
–Carlos es capaz de subir a una montaña a luchar. Tú no.
–¿Y eso qué tiene que ver contigo? ¿Lo vas a seguir? ¿Vas a ser su soldadera?
–No. Su base está aquí. Aquí lucha. Nunca me seguirá.
–¿Eso es lo que te resulta cómodo, verdad? Saber que ese pobre muchacho no te seguirá. A menos que deje de ser guerrillero y se convierta en gigoló. Pobre Diana. ¿Quieres ser otra? ¿Quieres ser la partera de la revolución universal? ¿Quieres el papel de Juana de Arco casada con Malcolm X? Déjame decirte algo. Trata de ser una buena actriz. Ése es tu problema, querida. Eres una actriz mediocre, blanda y quieres compensar tu mediocridad con todas las furias de tu persona diaria. ¿Por qué no haces en serio los papeles que te toca interpretar en el cine? ¿Por qué los rechazas y asumes los personajes de los que sólo has oído hablar?
–No entiendes nada. A ti yo ya te tuve.
–Un mes, tres semanas y cuatro días…
–No, ya te conozco, ya sé quién eres, lo debí saber desde el primer momento, me dejé arrastrar por la imaginación de que eras distinto, acción y pensamiento, como Malraux…
–Por Dios, ahórrame las comparaciones odiosas…
–Ingenuo. Sólo me ofreces decencia. Ingenuo. Decente. ¡Y culto!
–Puros defectos, ya ves…
–No, admiro tu cultura. De verdad. Sólida base, qué duda cabe. Muy sólida. Clásica, profesor, clásica.
–Gracias.
–En cambio este muchacho… -dijo con una ferocidad que no le conocía, un salvajismo alucinante, como si finalmente me mostrara el lado oculto de la luna-. Este muchacho tiene todo mal, huele mal, tiene los dientes podridos, necesita ir a un dentista, no sabe comer, no tiene ningún refinamiento, es rudo, temo que me golpee, y por todo eso me gusta, por todo eso me resulta irresistible, ahora necesito un hombre que no me gusta, un hombre que me devuelva al gutter, al albañal, al desaguadero, que me haga sentir nadie, que me obligue a luchar de nuevo, a salir desde abajo, a sentir que no tengo nada, que me hace falta ganarlo todo, que me haga correr la adrenalina…
Corrí a abrazarla. No lo resistí más. Estaba llorando y se abrazó con fuerza a mí, pero no dejó de hablar, entre sollozos, estás loco, no busco a un negro, o a un guerrillero, busco a alguien que no sea como tú, aborrezco a la gente como tú, decente y culta, no quiero a un autor famoso, decente, refinado, occidental por muy mexicano que se crea, europeo como mi marido, eres mi marido de vuelta, la repetición de Iván Gravet, otra vez lo mismo, me aburre, me aburre, me aburre, por lo menos mi marido sí luchó en una guerra, sí vino huyendo de Rusia, perseguido por judío, por niño, por pobre, ¿tú de qué has huido?, ¿qué te ha amenazado?, siempre has tenido la mesa puesta, y siempre has estado corriendo detrás de mí, tratando de alcanzarme, de alcanzar mi imaginación… ¡Eres mi marido de vuelta, sólo que Iván Gravet es más famoso, más europeo, más culto, más refinado, mejor escritor que tú!
Agarró aire, tragó sus propias lágrimas.
–No tolero a un hombre como tú.
Se separó. Me dio la espalda. Caminó hasta la barra. La seguí. Se preparó un highball con manos temblorosas. Me habló dándome la espalda.
–Perdón. No quería herirte.
–Mejor bebe. No te preocupes -le dije poniendo mi mano sobre su hombro; error.
–No. No me toques.
–Te voy a extrañar. Voy a llorar por ti.
–Yo no -me dio la mirada final, la junta de todas sus miradas, los ojos alegres, cansados, alumbrados, desiertos, fugaces, huérfanos, memoriosos, altruistas, conventuales, prostibularios, afortunados, desgraciados, muertos.
Pestañeó repetidas veces, de una manera extraña, onírica, casi de loca, y dijo esto:
–No llores por mí. Dentro de diez años, tu gamine será una vieja de más de cuarenta años. ¿Qué vas a hacer con un tordo de nalgas anchas y piernas cortas? Dale gracias a Dios de que te sales a tiempo. Cuenta tus bendiciones y corta tus pérdidas. Adiós. Desolé.
–Desolé.
Azucena me ayudó a recoger mis cosas. Sacó de la recámara mi ropa. Le pregunté con la mirada si el estudiante estaba allí. Nos entendíamos sin hablar. Negó con la cabeza. No hacía falta que me ayudara. Lo hacía con buena voluntad, para que no me sintiera solo, o corrido, o engañado, o mal visto por ella, en último caso. También ella sabía que no necesitaba su ayuda; le hice sentir que se la agradecía. Cambiamos pocas palabras, mientras guardábamos en mis dos maletas de documentos los libros, los papeles, las plumas, y yo cubría cuidadosamente la máquina de escribir.
–Ella también fue debutante. Le gusta ayudar a los que empiezan.
Me reí.
–La partera de la revolución, ya se lo dije.
–Vive muy angustiada. Tómalo en serio. Se siente perseguida.
–Creo que tiene razón. A ratos creía que era puritita paranoia. Empiezo a creer que tiene razón. El muchacho sólo le va a complicar la vida.
–A Diana le gusta el riesgo. Tú no se lo dabas.
–Ya me lo hizo saber. Dile que se cuide. No pude hacer nada por ella en México. Ojalá que disfrute mucho su nuevo amor.
Azucena suspiró.
–Una mujer bella no busca la belleza en su compañero.
Me pareció un comentario cruel dicho por ella. Imaginé los papeles cambiados. Azucena y un hombre guapo. La ecuación era injusta. Una vez más, el que ganaba era el hombre. Nunca la mujer.
En el pasillo, me crucé con Lew Cooper. No me dijo nada. Sólo gruñó.
Azucena salió corriendo a la calle y me entregó algo.
–Se te olvidaba esto.
Era un tarro de mermelada lleno de pelos.
Vi por última vez la casa de Santiago en la penumbra de un atardecer del mes de febrero, convertida en una fortaleza inexpugnable. Esa casa por donde yo entraba y salía a mis anchas, donde había escrito cotidianamente, me era ahora ajena, repugnante. Quería ponerle sitio, como los romanos a la Numancia ibérica, quemarla y asesinarla como las legiones a la Massadah judía. Con ese deseo la miré de despedida, la rodee con mis últimos pasos, como si en vez de penetrar a Diana pudiese penetrar la casa que compartimos.
El destino me había dado a esta mujer. No me la podía quitar otro hombre. Mucho menos alguien que yo consideraba un correligionario, un estudiante de izquierda, un traidor… El aire fétido del gas lacrimógeno llegaba desde el centro de la ciudad y yo llegué a desear, en ese instante, que el ejército capturara a mi rival, que el general Cedillo en persona le cortara los cojones y si se escapaba, que yo lo encontrara un día y tuviese el coraje de matarlo yo mismo. Una sonriente ironía, sin embargo, se apoderó de mí al pensarlo:
–No le quites ese gusto al gobierno.
Norman Mailer dice que los celos son una galería de retratos en que el celoso es el curador del museo. Repetí la imagen de todos y cada uno de mis momentos con Diana pero ahora con el joven estudiante en mi lugar, en mis posturas, gozando de lo que había sido mío, llenándose la boca de sabor de durazno, gozando la sabiduría sin límite de las caricias de Diana, convertido en el espectador único del lago donde la Cazadora se refleja…
Los celos son como una vida dentro de nuestra vida. Podemos tomar un avión, regresar a la capital, llamar a los amigos, empezar a escribir de nuevo, pero todo el tiempo, estamos viviendo otra vida, aparte aunque dentro de nosotros, con sus propias leyes. Esa vida dentro de la nuestra se manifiesta físicamente. Como dice la expresión popular, nos hace circo en la barriga. Amanecemos con el Atayde desatado en la panza, es la verdad. Una marea salvaje, amarga, biliosa, se agita, sube y baja del corazón a las tripas y de las tripas al sexo baldado, inútil, convertido en herido de guerra. Dan ganas de colgarle una medalla al pobre pene. Y luego una corona fúnebre. Pero la marea no celebra nada ni se detiene por mucho tiempo en ninguna parte del cuerpo. Lo recorre como un líquido venenoso y su objetivo no es destruir el cuerpo, sino asediarlo y exprimirlo para que sus peores jugos asciendan a la cabeza, se fijen verdes y duros como escamas de serpiente en nuestra lengua, en nuestro aliento, en nuestra mirada…
Por un momento, la ruptura me hizo sentirme expulsado de la vida. Igual se siente la muerte de un ser querido. Sólo que este dolor lo podemos manifestar. El dolor de los celos hay que esconderlo, oscuro y envenenado, para evitar la compasión o el ridículo. El celo expuesto nos expone a la risa ajena. Es como volver a la adolescencia, esa edad infausta en la que todo lo que hacemos públicamente -caminar, hablar, mirar- puede ser objeto de la risa del otro. La adolescencia y los celos nos separan de la vida, nos impide vivirla. Lo curioso de esta experiencia mía era que me sentía separado de la vida pero no por el temor adolescente al ridículo, sino por la tristeza fatal de la vejez. Diana me hizo sentirme, por primera vez, viejo. Había cumplido cuarenta años. Mi rival no tenía más de veinticuatro. Diana, treinta y dos. Me reí. Una vez que quise entrar con una chica norteamericana de dieciocho años a una discoteca en Italia, el guardián me impidió el paso, diciéndome:
–Es sólo para jóvenes.
–Soy su papá -dije impávido.
Entonces tenía treinta y cinco años. Ahora, ¿cuántas puertas no se cerrarían, una tras otra? Ella dijo que lo hacía por mi bien. Dentro de diez años, sería una nalgona con celulitis. Sentí no haberle dicho que no, que podía ser otra, ella lo quería, si se entregaba a su profesión, si dejaba de buscar fuera de la actuación los papeles que le dieran sentido a su vida… Pensando esto, quise convencerme de mi propia superioridad. Me bastaba trabajar seriamente en lo mío para no envejecer ni en diez años ni en cien. Éste era el poder de la literatura. Pero la condición es compartir ese poder con otros. Y yo, ya lo dije antes, sentía una pérdida de esa fuerza inicial, en eso me parecía a Diana. Mi unción literaria, como la de su Santa Juana, se había desgastado. El aura del inicio se desvanecía, fatalmente. ¿Cómo reanimar la llama?
Regresé de Santiago con un puñado de papeles inservibles. Me bastó leerlos fríamente, como contrapunto a mi convulsión interior, ardiente, para saber que no servían. Iba a publicarlos de todas maneras. Tenían un propósito político. Aunque si nadie los leía, ¿cuál fin político cumplirían? Me engañaba voluntariamente a mí mismo. Necesitaba mentirme como creador para sobrevivir como hombre. Pero en el centro de mi deseo agitado, una convicción brillaba con fuerza cada día mayor. El otro del escritor no está allí, hecho y derecho, esperando lo que espera que le den. El lector debe ser inventado por el autor, imaginado para que lea lo que el autor necesita escribir, no lo que se espera de él. ¿Dónde está ese lector? ¿Escondido? Hay que buscarlo. ¿Nonato? Hay que esperar pacientemente a que nazca. Escritor, tira la botella al mar, ten confianza, no traiciones tu propia palabra, aunque hoy no la lea nadie, espera, desea, desea aunque no te quieran…
Jamás podría decirle esto a Diana Soren. Saldría algo melodramático, inútil: -Hay grandes papeles para las actrices maduras.
Sería inútil porque Diana Soren, a esta altura de su vida, no sabría qué hacer con su propio éxito.
Me di cuenta de esto y la quise más que nunca. Volví a quererla. Pensar esto me salvó de mi propio celo, de mi vivir interrumpido, de mi ruptura y expulsión de la vida, de mi vida dentro de mi vida pero separado de mi vida: es decir, de mis celos. La vi, con la pequeña distancia ganada, como una mujer que sí sabía, finalmente, quién era. Una extranjera en todas partes, condenada a la soledad y al exilio. Una activista política, condenada esta vez a la desesperanza, a la irrelevancia y finalmente, otra vez, a la soledad. Una actriz madura, condenada a la decadencia, el olvido y, para siempre, otra vez, a la soledad. La historia de Diana Soren era la historia de sus soledades. Diana era una cazadora solitaria.
¿Compartíamos eso ella y yo? No podía formular más que una respuesta. Yo lo habría dado todo por ella, sólo porque ella no habría dado nada por mí.
Aceptar esta verdad era alejarme para siempre de Diana, renunciar a toda ilusión romántica de volvernos a ver o pasar una temporada juntos… Quizás, no nos quedaba más que un lazo de unión. Podíamos contarles una novela a todos los que han querido librarse de una situación amatoria sin dañar a nadie. Es imposible.
Pensé en Luisa. Me devoraban los celos hacia Diana mientras que mi amor por Diana moría. Ese amor quise dárselo a Luisa. Con ella no sentía celo alguno, podía ser la receptora de un amor que yo ya no quería disipar en mi juego de espejos, mi ansiedad combinatoria… Me engañaba, una vez más, a mí mismo.
Es cierto que ella aceptó, una vez más también, las reglas de nuestro pacto. No había en ello debilidad o sumisión, sino una fortaleza activa. Nuestro pacto sobrevivía a todos los accidentes pasajeros. Teníamos una casa, una hija, un grupo de amigos, todo lo que hace posible esa vida diaria que con Diana era imposible.
Digo que me engañaba solo. Vendrían otras tentaciones irresistibles. Las actrices extranjeras se aburren en periodo de locación. Quieren compañía pero no peligro. Se comunican nombres entre ellas: en la India, Fulano; en Japón, Mengano; en México, Zutano. Caballeros que te sacan a pasear, son correctos, guapos, inteligentes, lucidores, buenos amantes, discretos… ¿Cómo resistir la parada de bellezas que formaban parte de ese circuito de información al cual, para mi alegría eterna, yo pertenecí a los cuarenta años de edad? ¿Cómo negarme al juego de espejos en el que se iban reflejando, imagen dentro de la imagen dentro de la imagen, la pasión y los celos, el deseo y el amor, la juventud y la vejez, el pacto del amor y el pacto diabólico: aplázame el día del juicio, déjame gozar un día más de mi juventud, de mi sexo, de mis celos, de mis deseos… pero también de mi pacto con Luisa. ¿Tan largo me lo fiáis?
Ella no se engañaba. "Siempre regresará a mí", le decía a nuestros amigos. Sabía que debajo de esta marea incesante se sedimentaba, sin embargo, una estabilidad necesaria en la que el amor y el deseo se unieran sin violencia, descartando la necesidad del celo para incrementar el deseo, o la necesidad de la culpa para agradecer el amor. Luisa esperaba pacientemente, detrás de su hermosísima máscara mestiza, el día inevitable en que una sola mujer me diera todo lo que yo necesitaba. Una sola. No era ella.
Se fue Diana. Se fue cuando empezaban las lluvias en México y el aire volvió a ser de cristal y oro por un solo día.
Diana salió de México embarazada. Yo no lo sabía. La FBI sí. Con esta información a la mano, decidieron destruir a Diana. ¿Por qué? Porque era una figura emblemática del radical chic hollywoodense, la celebridad que presta su fama y entrega su dinero a las causas radicales. Diana, cuando la conocí, era partidaria de los Panteras Negros. Ya he contado cuál fue la relación que yo conocí, de noche y por teléfono. Conocía los matices de su apoyo. La FBI no sabe de sutilezas. Quiero imaginar que "el gran público" norteamericano hacía una diferencia, por ejemplo, entre la política integracionista de un Martin Luther King y la política separatista de un Malcolm X. Creo que durante los años de los que estoy hablando, muchos norteamericanos blancos (muchos amigos míos) apoyaron la protesta civil de King como un ideal progresista: la integración gradual del negro a la sociedad blanca de los EE.UU., la conquista por el negro de los privilegios del blanco. Malcolm X, en cambio, abogaba por una nación negra separada, opuesta al mundo blanco pues éste sólo conocía y aceptaba la injusticia. Si el mundo blanco era injusto consigo mismo, ¿cómo no iba a serlo con el mundo negro? Ambos, a la postre, vivirían en dos guetos separados por el color pero unidos por el dolor, la violencia, las drogas y la miseria.
Esta confrontación necesitaba un puente. Diana conoció en París a James Baldwin, el escritor que compartía con ella dos cosas, por lo menos: el exilio como soledad, y la búsqueda de otro norteamericano como fraternidad. Baldwin, entre los extremos, introducía la duda perpetua, enturbiaba a propósito las aguas para que nadie creyera -dos caras de la misma moneda- en la facilidad de la justicia o en la fatalidad de la injusticia raciales. Baldwin no quería la integración humillada, caritativa. Tampoco quería que la unión del negro con el negro fuese la cadena del odio al blanco. Al blanco y al negro, al sureño y al norteño, Baldwin les pedía lo más simple y lo más difícil también: Trátennos como seres humanos. Nada más.
"Mírame", le pidió Baldwin a Diana, "mírame y pregúntate sobre la vida, las aspiraciones y la humanidad universal escondidas bajo mi piel oscura…"
Por las conversaciones nocturnas de Diana, creí que ella pensaba así. Quería ser dura contra el racismo y contra la hipocresía blanca, pero quería ser dura también contra un mundo negro separado radicalmente del blanco. La explicación me parece, habiéndola conocido, bien clara. Diana Soren quería verse como otra para verse como era. Corrió el peligro de sólo ver al negro que deseaba ver, y lo pagó caro. La FBI, como la KGB, la CÍA, la GESTAPO o la DINA de Pinochet, necesitan simplificar el mundo para designar claramente al enemigo y aniquilarlo sin arriére-pensées. Las agencias político-policíacas que son los guardianes del mundo moderno y su bienestar necesitan enemigos confiables para justificar su empleo, su presupuesto, el pan de sus hijos.
Decidieron en Washington que Diana Soren llenaba perfectamente este papel. Famosa, bella, blanca, Santa Juana de las causas radicales (yo le llamé partera de revolucionarios sin imaginar que mi metáfora iba a ser, cruelmente, realidad) Diana fue observada y acosada invisiblemente y en silencio por la FBI. La agencia policiaca esperaba el momento de destruirla. Era cuestión de oportunidad. Diana Soren era destruible. Más que nadie. Creía que la injusticia se combatía no sólo con política, sino con sexo, con amor y con el abismo romántico. Esto la hacía perfectamente vulnerable. Cuando la Agencia se enteró del embarazo de Diana en México o poco después, vieron la oportunidad de moverse, al fin, contra ella, aprovechando su flaqueza.
Entendí entonces las advertencias del general Agustín Cedillo y me maldije por no haber encontrado a Mario Moya en México o, simplemente, de haberle creído a Diana, de no haberla relegado al desdén ("eres una paranoica") o de haberme encerrado, después, en la prisión de mis celos. Pero al cabo, ¿qué podía hacer yo? Supe muy tarde de estos sucesos. ¿Era yo el padre? No lo creo. Nuestras precauciones siempre funcionaron. ¿Lo era entonces el joven Carlos Ortiz, mi sucesor en los favores de Diana? Esto era más posible. En él, ella veía a un héroe revolucionario; en mí, una tediosa repetición de su propio marido.
Sin embargo, un revolucionario mexicano no tiene fuerza simbólica suficiente para que reaccione el gran público blanco, puritano y democrático, de los USA. Es como tener un hijo con Marión Brando -¡Viva Zapata!, una experiencia exótica, asimilable. Pero que la estrella blanca, rubia, de ojos azules (¿o eran grises?), descendiente de inmigrantes suecos, nacida en un pueblecito del Medio Oeste, criada entre fuentes de soda y películas de Mickey Rooney, luterana, graduada del High School local, novia genérica del equipo de fútbol, y singularmente de un chico sano y fuerte, privilegiada por los dioses, escogida entre doscientas mil aspirantes para interpretar a una santa; rica, libre, casada con un hombre famoso, mimada por el jet set; que esta favorita del Dios Blanco descienda al sótano del cruce de razas, de la turbia y oscura entrega de la femineidad caucásica a una brutal verga negra, esto era remover la noche del alma norteamericana, resucitar los fantasmas sangrientos de la castración, de los negros colgados con sus testículos en la boca, de las cruces en llamas, de las cabalgatas del Klan… Un mulato sólo era aceptable, imaginable, como hijo de hombre blanco y de mujer negra, el producto de un capricho o una desesperación del amo en la plantación, el amo blanco demasiado respetuoso de su mujer blanca, el amo blanco con derecho de pernada feudal, el amo blanco enervado por el largo embarazo de su propia mujer, el padre de los mulatos: un patriarca blanco… Pero que una mujer blanca fuese la matriarca del mundo canela, la pobladora de los bosques de niños bastardos, mestizos, degradados, del Nuevo Mundo, de la utopía americana, eso no, eso repugnaba a la conciencia más liberal, eso iba al centro mismo del pulso norteamericano, removía las tripas y los cojones de la decencia norteamericana. Tenía que ser un niño negro, hijo de un revolucionario negro y de una frívola, enloquecida actriz blanca. De lo contrario, se llegaba al horror total. La blanca era esclava del negro.
La FBI es paciente. Esperó hasta que la preñez de Diana se volviese obvia. La aprobación del plan de calumniarla empleó los siguientes términos: "Diana Soren ha apoyado financieramente al Partido de los Panteras Negras y debe ser neutralizada. Su actual preñez a manos de (nombre tachado) nos ofrece la oportunidad de hacerlo."
Procedieron de la siguiente manera.
Los agentes de la FBI en Los Ángeles plantaron un rumor entre los columnistas de chismes cinematográficos. Hicieron circular una carta firmada por una persona inventada con un texto que decía lo siguiente:
"Estaba pensando en ti y recordando que te debo un favor. Figúrate que estuve en París la semana pasada y por casualidad me topé con Diana Soren preñada hasta las orejas… Al principio creí que se había vuelto a juntar con Iván pero ella me confió que el padre era (nombre tachado) de los Panteras Negras. La chica se mueve y circula, ya ves. De todos modos, quise darte la primicia…"
Las columnas de chismes hollywoodenses comenzaron a repetir el rumor: "La noticia del día es que Miss D, la famosa actriz, está esperando un hijo. Se dice que su papá es un prominente Pantera Negra." La noticia se difundió, escaló las alturas de la credibilidad, ganó más respetabilidad que la Biblia y fue consagrada en una breve pastilla informativa de un semanario norteamericano de circulación internacional -tanto, que era una de las dos revistas que se podían comprar en la farmacia de la plaza de Santiago donde yo buscaba dentríficos y un joven estudiante se me acercó invitándome a charlar con su grupo…
–Excúsame -le dije entonces, me reía hoy-. No quiero comprometer a mis amigos norteamericanos. Soy su huésped aquí…
Esta publicación dio por primera vez el nombre de Diana. Ella e Iván demandaron a la revista por calumnia y ganaron, no sé si unos diez mil dólares.
Lo siguiente que supe es que Diana dio a luz prematuramente por corte cesáreo y que el bebé murió a los tres días.
Una semana después del parto, Diana voló de París a Jeffersontown para enterrar al bebé. Expuso el cadáver en la agencia funeraria. El pueblo entero desfiló alrededor del féretro, ansioso de comprobar el color de la piel.
–Blanco no es.
–Pero negro tampoco. No tiene facciones negras.
–Nunca se sabe con un mulato. Son engañosos.
–¿Cómo sabes que éste es el verdadero bebé de Diana? A un feto negro se le tira a la basura fácilmente.
–¿Quieres decir que compró un cadáver de niño blanco sólo para exhibirlo aquí?
–¿Cuánto cuesta eso?
–¿Es legal?
–Mirándolo bien, es un niño blanco.
–Pero tocado por una brocha oscura, no te engañes.
–Entonces, ¿quién es el padre?
–Su marido dice que él…
Esto causó ondas de risa en toda la cola de curiosos.
Diana Soren no les hizo caso. Estaba demasiado ocupada tomando fotos del cadáver pequeñísimo en el ataúd blanco. Tomó ciento ochenta fotos del niño muerto.
El castillo es una mole imponente, sobre todo en medio del paisaje llano de Holanda. Destaca, pues, como una montaña, pero Gabriella se ha dedicado a extender, completar y embellecer el paisaje holandés, tan tranquilo y vacuno, con el misterio de la naturaleza inventada, variada, circular, de la imaginación barroca.
Entre las curiosidades del jardín, destacaba un laberinto de altísimos setos cuya forma perfectamente geométrica, regular como un caracol vegetal, sólo podía apreciarse desde lo alto del castillo. Pero dentro del dédalo, el sentido de la forma se perdía enseguida y por consiguiente, el de la orientación. Los treinta invitados de Gabriella, tarde o temprano, ingresábamos al laberinto y en él nos perdíamos hasta que ella, con la alegría inteligente que la caracteriza, acudía, riendo, a nuestro rescate.
Mi esposa, que teme los espacios sin salidas, no quiso participar en la exploración del dédalo y mejor acompañó a Gabriella a una visita al Museo Frans Hals de Haarlem. Yo me aventuré con el deseo consciente de perderme. En primer lugar, porque quería ser consecuente con el propósito mismo del laberinto. En segundo término, porque estaba convencido de que entrar a él con el ánimo de salir, era la forma más segura de convertirse en el prisionero del toro mítico que lo habita. En cambio, perderse, perdiendo la voluntad de salvación, era darle gusto al minotauro, convertirlo en aliado, adormecer sus suspicacias. Así debió proceder Teseo.
Yo no tenía hilo de Ariadna. Pero al encontrarme de bruces, cara a cara, con Iván Gravet en el laberinto, pensé que Diana Soren era ese hilo al cual, de cierto modo, los dos nos confiábamos en ese instante, sólo en ése. Yo lo había visto, desde luego, a partir del viernes durante las cenas y almuerzos magníficos de Gabriella. De noche, nos era exigido el smoking y sólo Iván, entre todos los hombres, era la excepción de la regla. Vestía un saco que sólo puedo comparar con los que he visto en fotografías de Stalin o de Mao: una túnica gris, abotonada hasta el cuello, sin corbata, con mangas largas, demasiado largas. No era lo que en los setenta se llamó, en ataques de moda tercermundista, un Mao o un Nehru. La chaqueta de Iván Gravet parecía comprada de veras en el GUM de la Plaza Roja, o heredada de algún miembro del Politburo. La última vez que la vi fue en una fotografía del bien olvidado Malenkov. Jruschov ya usó sólo saco y corbata. En el atuendo de Iván Gravet -que no se quitó durante las tres noches del castillo- había la nostalgia de un mundo ruso perdido; había humor pero también había luto…
Reímos al encontrarnos. No era posible hablarse de otra manera, dijo Iván, nos hemos dado cita en el laberinto. ¿Por qué?, le pregunté; yo nunca he dicho nada, nadie nos ligaría; además, estamos en otro país y la puta ha muerto, dije brutalmente, curioso por saber más pero deseando, también, precipitar la reacción de Iván en el poco tiempo que nos otorgaba el laberinto. Qué curioso: sentí que los dos le dábamos menos importancia y menos tiempo a un dédalo creado para aprisionar eternamente a quienes se aventuraban en él, que al paso por la aduana de un aeropuerto.
–Es que tú no conociste la dificultad de amar a una mujer a la que no puedes ni ayudar, ni cambiar, ni dejarme dijo.
Asentí. Diana era parte de un pasado que ya no me concernía. Desde hace ocho años, vivía con mi nueva esposa, una muchacha sana, moderna, activa, bellísima e independiente, con la cual tenía dos hijos y una relación sexual, amorosa, personal en la que ambos nos medíamos sin someternos el uno al otro, conscientes de que la continuidad de nuestra relación dependía de que ninguno de los dos la tomara, jamás, como algo seguro, acostumbrado, regalado sin esfuerzo de nuestra parte. Lejos de Diana, lejos de mi pasado, me sentía cerca aun de mi alegría literaria recuperada. No quemé las hojas escritas en Santiago al lado de Diana, pero de ellas salté, con más poder y convicción que nunca, a la obra que me esperaba, me reclamaba y que me dio la mayor alegría de mi vida. No quería terminar de escribirla. Ninguna novela me ha dado tantos lectores inteligentes, cercanos, permanentes, que me importan… Con esa novela encontré mis verdaderos lectores, los que quería crear, descubrir, tener. Los que, conmigo, querían encontrar la figura de una máxima inseguridad constitutiva, no sicologías agotadas, sino figuras desvalidas, gestándose en otro rango de la comunicación y el discurso: la lengua, la historia, las épocas, las ausencias, las inexistencias como personajes, y la novela como el lugar de encuentro de tiempos y seres que de otra manera, jamás se darían la mano.
Me la daba, afectuosamente, Iván Gravet. No le ofendía una divertida cita literaria del Judío de Malta de Marlowe. Éramos escritores y hombres de mundo, y añadió: yo debía entender dos cosas sobre el destino de Diana. Ella y él, los dos, no protestaron contra la calumnia de la FBI por un racismo abruptamente surgido de sus genes caucásicos. La FBI, sin duda, jugó esa carta. Protestar contra la calumnia podría entenderse como asco, repudio de un bebé negro. Ellos -Diana e Iván- vieron esa trampa. Pero la cólera de Diana era contra la manipulación política de su sexo. La FBI la reducía a un objeto sexual. La presentaba como una mujer blanca hambrienta de un hombre negro. Además, y finalmente, no era cierto. El padre no era negro -tú y yo lo sabemos-, el bebé tampoco.
–¿Tuvo que exhibirlo en Jeffersontown? Creí que no le importaba el qué dirán de ese mundo.
–Sí. Ella nunca quiso ser juzgada como una personalidad esquizoide, la chica pueblerina dividida entre su hogar, su familia, su paz de espíritu, su estabilidad de clase media, sus Navidades y sus Días de Gracias, y todo lo demás…
–¿Tuvo que fotografiar el cadáver del niño? Me parece una…
–Necesitaba ser testigo de su propia muerte. Es todo. Quiso ver cómo sería vista si ella misma regresaba muerta a su pueblo, quería ver las caras, oír los comentarios, cuando aún podía hacerlo. Ese bebé fue una Diana sustituta, una niña inocente, Diana pura y vuelta a nacer. Ya ves, la puta murió en su país. Y muere todo el tiempo.
–Perdón. Je suis desolé -dije y recordé a Diana.
Me apretó el brazo. – Quería responder a la opresión con algo más que la política, que no entendía.
Creía que la sexualidad y la vida romántica serían su aportación a un mundo en el que sobraba eso mismo. No se dio cuenta de que una cosa llevaba a la otra, ¿ves?, la rebeldía al exceso sexual y éste al alcohol y al trago a la droga y la droga al terror, a la violencia, a la locura…
–Entonces hay que juzgarla como no quería, como la chica pueblerina que no resistió el mal de un mundo para el cual no estaba preparada…
–No. Yo la quise. Perdón: la quiero.
–Yo ya no.
–Era una ingenua política. Le advertí muchas veces que los gobiernos democráticos saben que la mejor manera de controlar un movimiento revolucionario consiste en crearlo. En vez de encarnarlo, como los regímenes totalitarios, lo inventan, lo controlan y cuentan con un enemigo confiable. Ella nunca entendió esto. Cayó una y otra vez en la trampa. La FBI decidió darle la puntilla con una gran carcajada.
–Creí que la ibas a defender.
–Claro que sí. Diana Soren, querido amigo, fue un ser ideal. Resumió el idealismo de su generación, pero fue incapaz de vencer a una sociedad corrupta y a un gobierno inmoral. Es todo. Piensa así en ella.
Escuchamos la voz alegre de Gabriella buscándonos en el laberinto, reclamándonos para ir a comer…
Azucena trajo a mi memoria los días pasados en México y la grata sensación de su presencia siempre tan digna. Mientras caminamos hacia el Paseo de Gracia, donde yo me alojaba, ella habló con la cabeza baja e hizo una exposición severa, objetiva, de los hechos que, por respeto a Diana y a sí misma, Azucena no quería rebajar al sentimentalismo.
Ella la acompañó a los Estados Unidos al entierro del bebé en Jeffersontown. En el vuelo de París a Nueva York y luego a Iowa, Diana estuvo tranquila, con una sonrisa lejana, casi beatífica, imaginando el cadáver en el ataúd blanco que la acompañaba en este viaje que había realizado docenas de veces. Pero en el vuelo de regreso, de JFK a De Gaulle, sucedió algo terrible. Diana se excusó para pasar al baño. Tres minutos más tarde, salió desnuda, gritando y corriendo a lo largo del pasillo. Nadie se atrevió a tocarla, a detenerla, hasta que un negro fortachón lo hizo, la envolvió en un cobertor y la devolvió, súbitamente tranquilizada, pero mirando intensamente a los ojos del pasajero negro, a su sitio al lado de Azucena en la primera clase. La catalana le dio unas pastillas somníferas y le aseguró a las azafatas que de allí en adelante Diana dormiría tranquilamente.
Siguió tranquila en París por algún tiempo, compartiendo el apartamento del Boulevard Raspail con Iván, con quien ya no tenía relaciones. Buscaba, en cambio, chicos jóvenes en los bares y hoteles de París, sobre todo si eran jóvenes y jipis, con un aire de espiritualidad y un culto por la droga, que entonces empezó a tomar en serio, naturalmente, como el siguiente paso de su maduración espiritual y su rebelión. Pero pertenecía al mismo tiempo a la cultura del alcohol y Diana no era una mujer que abandonara una etapa anterior de su vida cuando se zambullía en una nueva.
Entendí, en las palabras de Azucena, una gran verdad sobre mi antigua y pasajera amante. Lo quería todo, pero no de una manera avara o egoísta, sino todo lo contrario, como una forma de generosidad consigo misma pero también con el mundo, los mundos, que iba viviendo. La provincia del Medio Oeste norteamericano, Hollywood, el mundo intelectual que su marido le ofreció en París, la rebelión de los sesenta, las causas liberales, los Panteras Negras, el revolucionario mexicano, todo lo iba acumulando para que todos esos mundos siguieran siendo suyos pero, sobre todo, para que ninguno de ellos la considerara ingrata, o incapaz de responder a su propio pasado. El pasado era una responsabilidad inconclusa que a ella la correspondía cargar, aunque fracasara.
–¿Por eso no sacrificaba nada? ¿Por eso regresó con el niño muerto a Iowa?
–No sé -contestó sencillamente Azucena-. La verdad es que Diana sufrió mucho. Entraba a un lío y ya nunca salía de él, como no fuera metiéndose a otro lío.
Quería mantenerse delgada para volver a filmar. Las dietas rápidas la debilitaban y enervaban. Aumentaba su dosis de alcohol para acallar sus temores. El alcohol la hinchaba. Aumentaba la droga para adelgazar y dejar de beber. Entró y salió de varias clínicas. En ellas, se dedicaba a repetir una y otra vez los gestos y ocupaciones más sencillos. Azucena la visitaba a diario y la veía levantarse, ir al baño, orinar, evacuar, tomar su desayuno, lavar su ropa en el lavamanos, barrer su cama y volverse a acostar. Pero cada uno de estos actos, cada uno, tomaba entre dos y tres horas, agotándola. Después de barrer el cuarto, volvía a acostarse hasta el día siguiente, cuando se levantaba e iba al baño y la ronda se reiniciaba.
Miraba en estas ocasiones a Azucena con una mezcla de actitudes y emociones. La miraba de reojo, para asegurarse de que la catalana la estaba mirando a ella, dándose cuenta de lo que hacía y, lo que contaba sobre todo, aprobándola, aplaudiendo el esfuerzo y la importancia de cada uno de sus actos…
Estuvo largo tiempo en un asilo cerca de París, sobre el río, desde donde sólo se veían chimeneas de fábricas a través de las rejillas de la ventana. Allí, Diana empezó por dedicarse a redescubrir su propia cara con su mano frente a un espejo, como si intentara recordarse a sí misma. Ese acto se convirtió en un rito diario. La permanencia de sus facciones parecía depender de él. Sin ese ritual, Diana hubiese perdido su propia cara.
Un día, sin embargo, Azucena notó que los dedos de Diana ya no seguían los contornos de su rostro.
Más bien -lo vio acercándose a ella- dibujaban otra cosa sobre él. No quiso alarmarla. La observó varios días, curiosa, preocupada, atando cabos. Siguió la mirada de Diana del espejo a la ventana. La mujer dibujaba con un dedo sobre su cara el paisaje exterior de chimeneas. Quería el mundo. Quería crearlo. Sólo podía reproducirlo como un tatuaje invisible sobre su rostro en un espejo lleno de escarcha.
Estaba muerta por dentro. Su muerte interior precedió a su muerte exterior. Los hombres que la acompañaban eran, en el mejor de los casos, sus guardianes, sus carceleros. La acompañaban en la droga. Los veía como amigos un día, como enemigos al siguiente. Se escapaba de ellos para recoger desconocidos en los vestíbulos de los hoteles frente a las grandes estaciones, Gare de Lyon, Austerlitz, Gare du Nord. Las estaciones de los viajeros mínimos, anónimos, comerciales. ¿Quiénes serían? De eso se trataba: Nadie. El sexo sin bagaje, nada que entrara de verdad a su vida, porque ella no soltaba nada y el exceso de equipaje ya era muy pesado, muy caro…
–Quiso simplificar tanto su vida que al final sólo comía alimentos de perro.
Nadie le daba trabajo. Imaginaba una extraña película -me dijo Azucena esa tarde en Barcelona, sentados al cabo en un café de las ramblas- en la que no pasaba nada pero todo pasaba al mismo tiempo. Eran cuatro escenas simultáneas, sin gente, puro lugar, puro color, pura sensación. Un lugar era un desierto. Era México. Otro lugar era pura piedra. Era París. Otro lugar era luces, muchísimas luces. Era Los Ángeles. Otro lugar era nieve y noche. Era Iowa. Quería juntarlos todos en una película y sólo entonces, cuando todos estuvieran reunidos, ella entraría a la película.
–¿Sabes una cosa, Azucena? Ahora voy a voltearme para ver por última vez cada uno de los lugares donde viví.
Fue lo último que le dijo.
No quise mirarla demasiado, no quise ser curioso ni impertinente. Pensé en la canción que escuchaba tan seguido Diana Soren, Who takes care of me?, quién se ocupa de mí y mirando a la leona dormida, envuelta en su propia piel, admiré con una ternura dolorosa la fuerza de esta mujer humillada, golpeada, burlada, para sobreponerse a sus pesares sin vengarse de sus verdugos. Sin pedir la muerte o la prisión de nadie, ganándose sólo el derecho a ser ella misma y cambiar el mundo con su voz, su cuerpo, su alma, sin sacrificar a ninguno de los tres. Su arte, su raza, su espíritu… Pobre Diana, tan fuerte que no tuvo defensas contra las debilidades del mundo. Maravillosa Tina, tan débil que aprendió a defenderse de todas las fuerzas del mundo…
Cuando mis amigos de la Universidad de Madison me llevaron a Iowa en 1985, descubrí que el mito era cierto, aunque resultaba imposible saber si el pueblo había imitado a Hollywood, o Hollywood era más realista de lo que uno suponía. El tribunal presidía la vida de Jeffersontown: un edificio neo-helénico con cornisas y estatuas ciegas deteniendo las escalas de la justicia. La Calle Principal era lo perfectamente esperado, edificios bajos de ambos lados de la arteria, zapaterías, farmacias, un Kentucky Fried con el omnipresente Coronel Sanders, un MacDonald's y un bar.
–La secundaria. No dejes de contarme sobre la secundaria -decía ella.
–Pero si nunca he estado, no tengo nada que ver con eso, ¿cómo quieres…?
Los muchachos se siguen reuniendo en el bar a beber cerveza. Son muchachos altos y fuertes. Hablan de lo que hicieron ese sábado que yo estuve en el pueblo natal de Diana. Salieron a cazar mapaches. Era el deporte favorito de los jóvenes del pueblo. Ese animal carnívoro, de origen americano, tiene un difícil nombre algonquin, "arouchgun", y despliega una prodigiosa actividad nocturna. Tiene una piel gris-amarilla, una cola con anillos negros, pequeñas orejitas erectas, y manos casi humanas, delgadas como las de un pianista. Pero su rostro es su máscara negra, veneciana, disfrazándolo para que con más facilidad trepe árboles, se lo coma todo, lave su comida antes de ingerirla y, disfraz sobre disfraz, haga su guarida en los huecos de los árboles. Mapache enmascarado: duerme en invierno, pero no inverna. Entrega sus literas de hasta media docena de mapachitos en sólo sesenta días. De jovencito es simpático y juguetón; de viejo, irascible como un abuelo solitario. Lo come todo, huevos, maíz, melones. Es el azote de los agricultores, que lo persiguen. Los viejos mapaches cascarrabias saben escapar. Caen más fácilmente los jóvenes. Pero, joven o viejo, se vuelve salvaje al ser acorralado. Es temible en el agua; puede ahogar a su adversario.
El mapache abunda en las colinas, montes y praderas de Iowa, que es una tierra negra, feraz, de inmensos pastizales que se han estado pudriendo durante millones de años. Los muchachos pasaron la semana ocupados en cosas a veces placenteras, a veces desagradables. Las matemáticas son demasiado abstractas, la geografía demasiado concreta aunque ajena, ¿a quién le importa dónde está México, Senegal, Manchuria?, ¿quién vive allí?, ¿acaso alguien vive allí?, dagos, chinks, kykes, niggers, spiks, ¿tú has visto alguna vez alguien que venga de allí? En cambio la farmacia era el lugar de citas, los amores se iniciaban compartiendo una coca cola de cereza con un par de popotes, como en las películas de Andy Hardy, y continuaba en la sala de cine los sábados en la noche, las manos sudorosas unidas en el amor y el consumo de palomitas de maíz, en la pantalla ellos viéndose vivir igual que en las butacas, ellos mirando a Mickey Rooney y Ann Rutherford tomados de la mano viendo a dos muchachos imaginarios tomados de la mano viendo a…
–Jugaban basquet en el gimnasio. No dejes de ir. Es fácil imaginarlos. Nunca cambian.
La clase de historia era lo más aburrido. Siempre pasaba "antes", en una especie de museo eterno, donde todo estaba muerto, donde no había gente como ellos, salvo cuando se trasladaban a la pantalla y se convertían en Clark Gable y Vivien Leigh, ésa sí era historia, aunque fuera mentira. La realidad podía ser una ilusión, tomar una soda de chocolate con la novia, ir al cine a ver más ilusión cada semana. Todos sabían que se casarían allí mismo, vivirían allí mismo y como casi todos eran buenos chicos, serían buenos maridos, buenos padres, y se conformarían con la madurez de sus antiguas novias, las carnes excesivas o flácidas, la muerte del sexo, la muerte del romance, del romance, del romance, que era como si la luna se apagase para siempre.
En cambio, un grupo de hombres jóvenes a la caza del mapache vibraban juntos con una emoción que no se comparaba a nada. Los fusiles eran obvias prolongaciones de su masculinidad y se los mostraban, los pulían, los cargaban, como si se mostraran entre sí los falos, como si los actos apenas insinuados en los vestidores del campo de fútbol fueran autorizados en la cacería del mapache con esos fusiles tan fáciles de obtener, en un país donde el derecho a adquirir y portar armas era sagrado, eso estaba en la Constitución…
–Regresa al edificio de la secundaria por un momento, por favor…
Los perros eran como ciegos, con grandes orejas caídas, entregados absolutamente a un solo sentido, el olfato. Ciegos, sordos, plagados de garrapatas azules que los muchachos se divertían, después de la caza, bebiendo cervezas junto al fuego, en arrancarles.
–Es un edificio de los años cincuentas, moderno, bajo…
A veces, desprovistos de objeto olfativo, los perros se perdían, ciegos, sordos. Entonces bastaba dejar la chamarra de su dueño en un lugar de la pradera, para que el perro, infalible, regresara. Éste era el mundo real. Éste era el mundo admirable, cierto, concreto, inteligible. Donde un perro regresaba al punto donde quedaba la chamarra de su dueño. Se abrazaban entre sí, riendo y bebiendo, dándose codazos en las costillas, como se daban de toallazos en las duchas y evitaban, escrupulosamente, mirar demasiado bajo. Bastaban los fusiles. Los fusiles se podían mirar sin tapujos. Se podía tocar el fusil del compañero. Juntos podían desollar a los mapaches junto al fuego y regresar al pueblo con sus trofeos sangrientos y sus perros sordos.
–Hay un anfiteatro en un ala del edificio… No dejes de visitarlo…
Uno de ellos era distinto. Le parecía poca cosa cazar mapaches y arrancarles la piel. En otra época, iban al fútbol con abrigos de piel de mapache. Ya no. Antes, los cazadores del Oeste salvaje se hacían gorros con piel de mapache. Ya no. Antes había hombres aquí, hombres de verdad. Se necesitaba ser hombre de verdad para cazar lo que antes había aquí en Iowa. Búfalo, nada menos. Ya no.
–Me regaló una moneda de cinco centavos con un búfalo de un lado y un indio piel roja de la otra. Todavía la tengo. Me dijo que la cuidara, era curioso. Habían desaparecido primero los búfalos y los indios, y después la moneda que los representaban. Ahora se veía de un lado a un distinguido caballero con peluca, que era el intocable, el santo norteamericano Thomas Jefferson, y del otro su maravillosa casa, Monticello, construida para él mismo. Era un hombre de la Ilustración.
¿Quién mató al último búfalo?, le preguntaba a Diana ese muchacho. Esta tierra estaba llena de búfalos. ¿Quién, quién habrá matado al último…?
En todos los Estados Unidos, los postes del teléfono están hechos de metal. Aquí, aún los hacen de madera. Como si los alambres no pudiesen hablar sin las voces del bosque. La noche que pasé en el pueblo de Diana, pensando en ella, fue noche oscura y yo, en mi cuarto de hotel, con la ventana abierta, me sentí como los perros de caza ciegos y cegados por la oscuridad pero yo sin olfato aunque sí con las orejas bien paradas, tratando de escuchar detrás de la oscuridad lo que decía el silencio. ¿Hablarían de ella? ¿Recordarían cómo la llevó un día su padre a tomar un avión a Los Ángeles, una niña de diecisiete años con pelo largo y castaño, y cómo regresó otro día, en un Cadillac abierto, envuelta en un mink pero con el pelo corto como de un recluta, rubio como de una… estrella? Así la pasearon, así la mostraron en la calle principal, entre la farmacia y la zapatería, el tribunal y la escuela secundaria.
–Ven al anfiteatro. Espera que salga la luna. Vamos a esperar un rato. Me vas a levantar la falda. Me vas a acariciar el pubis. Me vas a quitar mis calzoncitos. Cuando salga la luna, me vas a quitar la virginidad.
Era la chica de al lado, igual a todas, salvo por esos ojos grises únicos, incomparables (¿o eran azules?). Yo no sé si esos ojos de Diana podían vivir para siempre mirándose en los ojos de sus padres y parientes y amigos. Yo miré los ojos de los ancianos de Iowa y me sorprendí una vez más de la simplicidad, la bondad, la infancia recuperada y eterna de esas miradas, aunque el pelo fuese ya blanco como la navidad y los rostros más surcados que el mapa de las carreteras por donde un día corrieron los búfalos. ¿Eran estos hombres blancos y suaves como malvaviscos los mismos muchachos crueles e insensitivos que salían los sábados a cazar mapaches? ¿Eran los mismos que, llenos de voluntad de sangre y violencia insatisfecha, salieron a matar el último búfalo?
–Ahora sí, cógeme, cuando la luz de la luna entra por el techo de vidrio del anfiteatro, cógeme, Luke, cógeme como la primera vez, dame el mismo placer, hazme temblar igual, mi amor, mi amor…
Cuando apareció la luna esa noche en Iowa y yo la vi desde la ventana del Howards Johnson's, me quedé convencido de que Luke, dondequiera que estuviera y quienquiera que ahora fuese, la había recortado y mandado colgar en el cielo. En honor de ella. Era su luna de papel.
Amaneció el domingo en que debía partir y recordé que ella me había pedido, no dejes de visitar la iglesia y oír el sermón.
Entro siempre un poco amedrentado a las iglesias protestantes, que no son las mías, pues la ausencia de todo adorno me hace temer una hipocresía esencial que priva a Dios de su gloria barroca y a los creyentes de compartirla, a cambio de un blanco puritanismo que sólo se pinta de blanco como los sepulcros de los fariseos, para arrojar mejor las culpas del mundo sobre los demás, los distintos, los otros.
Subió al púlpito el pastor y yo quise, estúpidamente, darle ese papel a un actor conocido, Orson Welles en Moby Dick, Spencer Tracy en San Francisco, Bing Crosby en Las campanas de Santa María, Frank Sinatra en El Milagro de las Campanas. Me sorprendí riendo bajo, mientras recordaba la extravagante imaginación de Hollywood para inventar curas boxeadores, cantantes, o de dimensiones falstafianas… No. Este hombrecito de pelo blanco y cara de hacha era casi una hostia humana, sin color, blanco como la harina celestial. Tardé en distinguir el calor carbónico de sus ojos como canicas negras. Y su voz no parecía salir de él; fascinado, empecé a creer que su voz era sólo un conducto para otra voz, lejana, eterna, que describía la fe luterana, tengamos una confianza radical en Dios porque Dios justifica al hombre, Dios acepta al hombre porque el hombre acepta que es aceptado a pesar de su inaceptabilidad. ¿Cómo puede el hombre tener fe en que Dios aceptaría todos los pecados que todo individuo, aun el más limpio, oculta en su fuero interno y excreta al Mundo material? El hombre, en la fe, cree que es recibido por la gracia de Dios y que sus crímenes son perdonados en nombre de Cristo, que con su muerte dio satisfacción de todos nuestros pecados. El precio que la iglesia le pone a semejante fe es el de obedecer por dentro y por fuera la voluntad divina. Eso exige la fe, no la razón, pues la razón conduce a la desesperanza. Cuesta concebir racionalmente que Dios justifique al injusto. El creyente se abraza del Evangelio para entender que Evangelio quiere decir: Dios justifica a los creyentes en nombre de Cristo, no en nombre de sus méritos. Esto es lo que ustedes deben entender perfectamente este domingo. Ustedes piensan que Dios perdona porque Él es justo, no porque ustedes lo sean. Ustedes jamás podrán reunir méritos suficientes para hacerse perdonar ni la tortura a una mosca, ni el pisotón desdeñoso a una hormiga. Ustedes creen erróneamente que Dios es justo. No, la justicia no es lo que Dios es, sino lo que Dios da. Lo que Dios otorga. Lo que ustedes jamás pueden darse a sí mismos o darle a nadie. Aunque ustedes sean justos, no podrán darle justicia a nadie sino a través de Dios. Blasfemos: Imaginen un Dios tan injusto como ustedes lo son, o tan justo como ustedes quisieran llegar a serlo. No importa, no importa nada, nada, nada. Sólo Dios puede dar la justicia, aunque Él mismo sea injusto. Sólo Dios puede impartir el derecho, aunque él mismo lo viole al crearlos a ustedes. Vivan con eso, grey amada, traten de vivir con esa convicción, tengan el coraje pero también la angustia de saber la verdad de Dios: La justicia se recibe, la justicia no se tiene, la justicia no se da, la justicia no se merece, la justicia es algo que Dios nos da cuando Él lo decide, porque tampoco Dios es justo, Dios sólo tiene poder, el poder de perdonar aunque él mismo no merezca perdón alguno. ¿Cómo lo va a merecer, si cometió el error de crear a estos seres concupiscentes, criminales, ingratos, estúpidos, autodestructivos, que somos todos nosotros, las criaturas de un Dios culpable? Vivan con eso, hermanos míos, tengan la fortaleza de vivir con nuestra imposible y exigente fe, piensen en un Dios que no merece perdón pero que tiene el poder de perdonarnos a nosotros, no caigan en la desesperanza, esperen y confien.
Terminó. Sonrió. Lanzó una carcajada; la sofocó con una mano sobre la boca.
Recorrí después de la misa las calles de Jeffersontown donde nació y creció Diana Soren. En los porches se mecían los ancianos de pelo blanco y mirada azul, inocente, siempre inocente, tan lejana de la geografía y de la historia, tan inocentes que no querían saber lo que hacían sus propios gobernantes en esos lugares ignorados llenos de spiks y dagos y niggers y sobre todo comunistas. Los ojos de la inocencia, al caer la noche, miran una luna de papel sobre un pueblecito de Iowa y le dan carta blanca a Thomas Jefferson porque es blanco y es elegante, aunque tenga esclavos, es más inteligente que todos ellos juntos, por algo lo eligieron, sólo tenemos un presidente a la vez, hay que creer en él, pongan su perfil en las montañas y en las monedas, tiren al aire las monedas del indio y del búfalo, a ver a dónde caen, la tierra es inmensa, negra como un esclavo, podrida como un comunista, mojada como un mexicano, la tierra sigue creciendo, fructificando, pudriéndose, porque la tierra se ha estado pudriendo millones de años.
Era su luna de papel, la misma que ella vio ese día mítico para su femineidad, antes de salir al mundo con una sola flecha y un arco, Diana la cazadora solitaria sobre la tierra negra y podrida de Iowa. Era su luna de papel, la misma que iluminó la noche final de los búfalos, mientras los muchachos los cazaban a caballo, de noche, disparando sus fusiles hasta apagar la propia luna. La misma que permitió a los mapaches guiarse, irritados, hacia sus guaridas en los huecos de los árboles, perseguidos por los muchachos que mataron al último bisón de las praderas. Pero ellos cazan en jauría, todos juntos, gritando, alzando victoriosamente sus fusiles fálicos bajo la luna. Sólo ella caza en soledad, esperando que la toquen por igual los rayos de la luna y la compasión del Dios caprichoso y culpable que la creó.
Estoy seguro de que, pensando todo esto, el pastor sonrió y hubiese querido reír y reír, para burlarse, para caer bien, para exonerarse de la angustia de su propio discurso. Pero nada de eso importó. Esa noche, crecieron las aguas del río Mississipi al Este y del Missouri al Oeste, desbordando a todos sus tributarios, ahogando toda la tierra de Iowa, de Osceola a Pottamottomie, de Winnebago a Appanoose, llevándose en sus corrientes lodosas casas y guayines, postes de madera y columnas neohelénicas, agujas eclesiásticas, cosechas de trigo y maíz, papas con ojo de cíclope y gallos con crestas de lábaro, borrando las huellas del búfalo y ahogando a los mapaches desesperados, adormeciendo la pradera inundada para regresar al nombre del país indio, Iowa: país dormido, pero vigilado por el antónimo del país blanco, Iowa: ojo de halcón. País soñoliento por minutos, por minutos alerta, la tierra se hunde, desaparece, y nadie, al correr del tiempo, puede regresar a ella.
FIN DE “DIANA, o LA CAZADORA SOLITARIA”
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01/06/2008
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