Entre San Juan y Pascal, le doy a Dios un valor nominal, es decir, sustantivo: Dios es la cómoda taquigrafía que reúne, en un solo abrazo, el origen y el destino. Conciliar ambos es empeño inmemorial de la raza. Optar sólo por el origen puede convertirse en una nostalgia lírica primero, en seguida totalitaria. Casarse sólo con el destino puede ser una forma de la fatalidad o de la quiromancia. Origen y destino deben ser inseparables: memoria y deseo, el paso vivo en el presente, el futuro aquí y ahora… Allí quisiera ubicar a Diana Soren, una mujer perversamente tocada por la divinidad. Entre Pascal y San Juan de la Cruz, yo quisiera crear para ella un mundo mítico, verbal, que se acerque a la pregunta mendicante que tiende su mano entre la tierra y el cielo. ¿Podemos amar en la tierra y merecer un día el cielo? ¿No como penitentes, flagelantes, eremitas o famélicos de la vida, sino participando plenamente de ella, obteniendo y mereciendo sus frutos terrenales, sin sacrificar por ello la vida eterna; sin pedir perdón por haber amado "not wisely but too well” La mitología cristiana, que opone la caridad al juicio implacable del antiguo testamento, no alcanza la hermosa ambigüedad de la mitología pagana. Los protagonistas del cristianismo son ellos mismos, nunca otros. Exigen un acto de fe y la fe, dijo Tertuliano, es el absurdo: "Es cierto porque es increíble." Pero el absurdo no es la ambigüedad. María es virgen aunque conciba. Cristo resucita aunque muera. Pero ¿quién es Prometeo, el que se roba el fuego sagrado? ¿Por qué usa su libertad sólo para perderla? ¿Hubiese sido más libre si no la usa y no la pierde aunque tampoco la gana? ¿Puede la libertad ser conquistada por otro valor que no sea la libertad misma? En esta tierra, ¿sólo podemos amar si sacrificamos al amor, si perdemos al ser querido por nuestra propia acción, por nuestra propia omisión?
¿Es preferible algo a todo o a nada? Eso me pregunté cuando terminaron los amores que aquí voy a relatar. Ella me lo dio todo y me lo quitó todo. A ella le pedí que me diera algo mejor que todo o nada. Le pedí que me diera algo. Ese "algo" sólo puede ser el instante en que fuimos o creímos ser felices. ¿Cuántas veces no me dije: Siempre seré lo que soy ahora? Recuerdo y escribo para recobrar el momento en que ella siempre sería como fue, esa noche, conmigo. Pero toda singularidad, amatoria o literaria, recuerdo o deseo, pronto es abolida por la gran marea que nos rodea siempre como un incendio seco, como un diluvio ardiente. Nos basta salir por un minuto de nuestra propia piel para saber que nos rodea un latido todopoderoso que nos precede y nos sobrevive, sin importarle mi vida o la de ella: nuestras existencias.
Amo y escribo para obtener una victoria pasajera sobre la inmensa y poderosísima reserva de lo que está allí, pero no se manifiesta… Sé que el triunfo es fugitivo. En cambio, me deja mi propia reserva invencible, que es la de hacer algo -en este momento- que no se parezca al resto de nuestras vidas. Imaginación y palabra me indican que para que la imaginación diga y la palabra imagine, la novela no debe ser leída como fue escrita. Esta condición se vuelve extremadamente azarosa en una crónica autobiográfica. El escritor debe prodigar las variaciones sobre el tema escogido, multiplicar las opciones del lector y engañar al estilo con el estilo mismo, mediante alteraciones constantes de género y distancia.
Ésta se convierte en exigencia mayor cuando la protagonista es una actriz de cine. Diana Soren.
Cuentan que Luchino Visconti, para provocar la mezcla de asombro y deleite en la mirada de Burt Lancaster durante la filmación de una escena de El Gatopardo, llenó de medias de seda una bolsa que se suponía llena de oro. Diana era así: una sorpresa para todos por la incomparable suavidad de su piel, pero sobre todo una sorpresa para ella misma, la piel sorprendida de su propio placer, asombrada de ser deseada, tersa, perfumada. ¿No se quería, no se merecía a sí misma, quería ser otra, no se encontraba a gusto dentro de su propia piel? ¿Por qué?
Yo, que sólo viví con ella dos meses, quiero correr ahora a abrazarla de nuevo, sentirla por última vez y asegurarle que podía ser amada, con pasión, pero por sí misma; que la pasión que ella buscaba no la excluía a ella… Pero las ocasiones se pierden. Dejamos a una amante. Regresamos a una desconocida. El erotismo de la representación plástica consiste, precisamente, en la ilusión de permanencia de la carne. Como todo en nuestro tiempo, el erotismo plástico se ha acelerado. Un medallón, un cuadro, debieron suplir durante muchos siglos la ausencia de la amada. La fotografía aceleró la ilusión de la presencia. Pero sólo la imagen cinematográfica nos da, a la vez, la evocación y la inmediatez. Ésta es ella como era entonces, pero también como es ahora, para siempre…
Es su imagen, pero también su voz, su movimiento, su belleza y su juventud imperecederas. La muerte, gran madrina de Eros, es vencida y justificada, a un tiempo, por la reunión con la amada que ya no está a nuestro lado, rompiendo el gran pacto de la pasión: siempre unidos, hasta la muerte, tú y yo, inseparables…
El cine sólo nos da la imagen real de la persona: ella era así, y aunque interprete a la Reina Cristina, es Greta Garbo; aunque pretenda ser Catalina de Rusia, es Marlene Dietrich; ¿la Monja Alférez? Pero si es María Félix. La literatura, en cambio, libera nuestra imaginación gráfica; en la novela de Thomas Mann, Aschenbach muere en Venecia con los mil rostros de nuestra imaginación en movimiento; en la película de Visconti, sólo tiene un rostro, fatal, incanjeable, fijo, el del actor Dirk Bogarde.
Diana, Diana Soren. Su nombre evocaba esa ambigüedad antiquísima. Diosa nocturna, luna que es metamorfosis, llena un día, menguante al que sigue, uña de plata en el cielo pasado mañana, eclipse y muerte dentro de unas semanas… Diana cazadora, hija de Zeus y gemela de Apolo, virgen seguida por una corte de ninfas pero también madre con mil tetas en el templo de Éfeso. Diana corredora que sólo se entrega al hombre que corra más rápido que ella. Diana/Eva detenida en su eterna fuga sólo por la tentación de las tres manzanas caídas. Diana del cruce de caminos, llamada por ello Trivia: Diana adorada en los cruceros de Times Square, Picadilly, los Campos Elíseos…
A la postre, el juego de la creación se derrota a sí mismo. Primero, porque ocurre en el tiempo y el tiempo es cabrón. La novela sucede en 1970, cuando las ilusiones de los sesenta se resistían a morir, asesinadas por la sangre pero vivificadas por la misma. Primera rebelión contra lo que sería nuestra propia, fatal sociedad de fin de siglo, tan breve, tan ilusorio, tan repugnante, los sesentas mataron a sus propios héroes; la saturnalia norteamericana se comió a sus hijos -Martin Luther King, los Kennedy, Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Malcolm X- y entronizó a sus crueles padrastros, Nixon y Reagan. Jugábamos con Diana el juego de Rip Van Winkle: ¿qué diría el anciano si despertase después de dormir cien años y encontrase a los Estados Unidos de 1970, con un pie en la luna y el otro en las selvas de Vietnam? Pobre Diana. Se salvó de despertar hoy y ver a un país que perdió su alma en los doce años de ilusiones espúreas, banalidades idiotizantes y avaricia sancionada, de Reagan y Bush. Se salvó de ver la violencia que su patria llevó a Vietnam y Nicaragua instalada como bumerang, en las calles sacrosantas de la suburbia profanada por el crimen. Se salvó de ver las escuelas primarias ahogadas en droga, las secundarias convertidas en campos de combate irracional y gratuito; se salvó de ver la muerte diaria, azarosa, de niños asesinados por pura casualidad al asomarse a una ventana, de clientes de comederos acribillados con la hamburguesa en la boca, de asesinos en serie, de depredadores impunes, de corrupciones sacralizadas porque robar, engañar, matar para obtener el poder y la gloria, también era parte, ¿como no? del Sueño Americano. ¿Qué hubiera dicho Diana, qué hubiera sentido la cazadora solitaria viendo a los niños mutilados de Nicaragua por las armas de los Estados Unidos, a los negros pateados y descalabrados por la policía de Los Ángeles, a la parada de grandes mentirosos de la conspiración Irán-Contra jurando la verdad y autoproclamándose héroes de la libertad? ¿Qué diría, ella que perdió a su hijo, de un país donde se considera seriamente condenar a muerte a los niños criminales? Diría que los sesentas acabaron por blanquearse, desteñidos como Michael Jackson para castigar mejor a todo el que se atreva a tener color. Escribo en 1993. Antes de que termine el siglo, las fosas ardientes, los ríos secos, las barriadas fangosas, se llenaran del color del inmigrante mexicano, africano, sudaca, argelino, del musulmán y el judío, otra vez, otra vez…
Diana la cazadora solitaria. Esta narración lastrada por las pasiones del tiempo se derrota a sí misma porque jamás alcanza la perfección ideal de lo que se puede imaginar. Ni la desea, porque si la palabra y la realidad se identificasen, el mundo se acabaría, el universo ya no sería perfectible simplemente porque sería perfecto. La literatura es una herida por donde mana el indispensable divorcio entre las palabras y las cosas. Toda la sangre se nos puede ir por ese hoyo.
Solos al fin, como solos al principio, recordamos los momentos felices que salvamos de la latencia misteriosa del mundo, reclamamos la esclavitud de la felicidad y sólo escuchamos la voz de la reserva enmascarada, el pulso invisible que al fin se manifiesta para reclamar la verdad más terrible, la condena inapelable del tiempo en la tierra:
No supiste amar. Fuiste incapaz de amar. Ahora cuento esta historia para darle razón al horrible oráculo de la verdad. No supe amar. Fui incapaz de amar.
Invité a todos mis amigos a celebrar a Styron, que acababa de publicar, con gran éxito y escándalo, Las confesiones de Nat Turner. El escándalo se lo regalaron muchos grupos negros que le negaron al autor el derecho de hablar en primera persona por boca de un personaje de color, el esclavo rebelde Nat Turner, que en 1831 encabezó la insurrección de sesenta ilotas, incendiando y matando en nombre de la libertad hasta que, acorralado en un bosque donde sobrevivió solitario durante dos meses, también fue asesinado. Las leyes de la esclavitud, en consecuencia, se volvieron más severas. Pero al volverse más severas, provocaron mayores rebeliones. Styron cuenta la historia de una de las caídas -más de trece- del calvario norteamericano, que es el racismo.
Cuando Bill se siente muy acosado en su patria, me llama para venirse a México, y yo hago lo mismo cuando México me agobia y sé que puedo refugiarme en la isla de mi amigo junto al Atlántico Norte, Martha's Vineyard. Ahora, los dos vivíamos en una casita que tomé al separarme de Luisa Guzmán. Situada en el barrio empedrado de San Ángel, una ciudad aparte hasta hace poco, a donde las familias de la capital iban de vacaciones en el siglo XIX, y que ahora sobrevive disfrazada con un manto monacal en medio del ruido y el humo del Periférico y de la Avenida Revolución. Mi casa de neosoltero estaba construida con materiales de demolición. Su autor era otro arquitecto mexicano, el Caco Parra, especialista en reunir portones de haciendas expropiadas, estípites de iglesias nacionalizadas, viejas vigas del virreinato desaparecido, columnas sacrílegas y altares profanados: toda una historia de la liberación y entrega de los amparos privilegiados del pasado a los refugios civiles, transitorios, del presente. Con todos estos elementos, Parra construía casas extrañas y atractivas, tan misteriosas que sus moradores podían perderse en sus laberintos y nunca más ser vistos.
Martha's Vineyard, en cambio, es un lugar abierto a los cuatro vientos, calcinado por el sol tres meses al año y luego azotado por los helados bufidos de la gran ballena blanca que es el Atlántico Norte. Recuerdo a Styron refugiado en su isla e imagino que el capitán Ajab de Melville salió a matar no a la ballena, sino al océano, a Neptuno mismo, de la misma manera que los imperialistas belgas del Corazón de Tinieblas de Conrad disparan, no contra un enemigo negro, sino contra todo un continente: África. En la isla de Styron, sin embargo, aun en los meses de calor máximo, la niebla avanza, todas las noches, desde el mar, como recordándole al verano que es sólo un velo transitorio, al cabo rasgado por' la gran capa gris de un largo invierno. Avanza la niebla, desde el mar, sobre las playas, los acantilados de Gay Head, los atracaderos de Vineyard Haven, los céspedes y las casas, hasta llegar a los ombligos de la isla, las melancólicas lagunas internas donde el mar se reconoce y muere ahogado.
El mar, en invierno, aúlla alrededor de la isla, pero no tanto como mis invitados al Bar La Ópera, donde cometí la imprudencia de invitar, indiscriminadamente, a todas mis novias del momento, haciéndole creer a cada una que ella era la favorita. Me encantaba fomentar estas situaciones, en las que la pasión disimulada, el rencor en trance de aumentar la pasión y el celo a punto de derramarse como una herida que mancha nuestras blusas, nuestras camisas, como si sangrásemos por los pezones, todo ello, me permitía ver claramente las fragilidades del sexo y celebrar, en cambio, el vigor de la literatura. No sólo invité a mis amantes a la fiesta de la Ópera, sino a los nuevos escritores de La Onda, José Agustín, Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz, que eran quince años menores que yo y merecían coronas ya marchitas sobre cabezas más viejas, como la mía. Libérrimos, desenfadados, humoristas, enemigos a muerte de la solemnidad, escribían a ritmo de rock y eran las estrellas naturales de una fiesta que, además, quería decirle al gobierno autoritario y asesino del 2 de Octubre de 1968: Ustedes duran seis años. Nosotros duramos toda la vida. Su saturnalia es sangrienta y opresiva. La nuestra es sensual y liberadora.
Semejantes justificaciones no me absolvían de la frivolidad, más que de la crueldad, de mis juegos eróticos. Creía entonces, a pesar de todo, que la literatura, mi evangelio, lo excusaba todo. Otros, en nombre de ella, sucumbían a la droga, el alcohol, la política, incluso la riña como deporte literario. Yo, y no era el único, sucumbí al amor pero me reservaba un derecho de distancia, de manipulación, de crueldad. Asumía gustoso las vestiduras de Beltenebros, el Lucifer que habita la deslumbrante armadura moral del héroe de caballerías, Amadís de Gaula. Apenas pierde su heroicidad y sucumbe a la pasión, Amadís se convierte en su hermano enemigo, el Bello Tenebroso: Donjuán. Y la tentación donjuanista es una tentación erótica aunque también literaria. Don Juan dura porque nada lo puede satisfacer (o como cantaría la mejor encarnación contemporánea de Don Juan injertado con Lucifer, you can't get no satisfaction). Es la insatisfacción del Burlador sevillano la que le abre las puertas de la metamorfosis perpetua. Siempre deseoso, siempre ávido, jamás termina, nunca muere, se transforma. Nace joven y con escasos amores (dos o tres en Tirso), se hace viejo en un instante, saciado pero insatisfecho, malo y cruel caballero (en Moliere). El querube perverso y juvenil de Tirso se convierte en la máscara mortal de Louis Jouvet, una gárgola gálica racionalista que ya no cree en el plazo infinito de la vida adolescente ("tan largo me lo fiáis") sino que es, él mismo, el portador de la máscara de la agonía. Byron, para evitar la competencia, doma a Donjuán y lo sienta a tomar té con la familia en uno de esos inviernos ingleses que "terminan en julio y recomienzan en agosto". Pero le da un giro argentino a esta metamorfosis doméstica. Donjuán descubre que no está enamorado del amor, sino de sí mismo. El amor de Donjuán por Donjuán es una trampa imperiosa -no menos que la del amor.
Ser todo esto, qué sueño, qué elixir, el Donjuán de Gautier, Adán expulsado del paraíso pero que retiene la memoria de Eva, la memoria encarcelada que lo ata a la búsqueda perpetua de la amante y madre perdida; el Don Juan de Musset, hundido en un mundo de cantinas y burdeles, donde espera encontrar a "la mujer desconocida". Se engaña; sólo busca a Donjuán y aunque todas las mujeres se parecen a él, ninguna era él. Pero acaso el verdadero Don Juan, el más público por ser el más secreto, es el de Lenau, el que admite que quiere poseer simultáneamente a todas las mujeres. Éste es el triunfo final de Don Juan, su placer más seguro. Tenerlas a todas al mismo tiempo.
–Esta noche he de gozarlas. A todas. Más que la ubicuidad, el placer de Donjuán, sin embargo, depende del disfraz y el movimiento. Es como el tiburón: tiene que moverse constantemente para no hundirse al fondo del mar y morir. Se mueve, y se mueve enmascarado, el antifaz encubre su condición larvada, imitante, metamórfica. Se mueve y cambia tan rápidamente que sus propias imágenes no logran alcanzarlo. Ni Aquiles ni la Tortuga, Donjuán es la parábola del hombre disfrazado cuyos disfraces corren siempre detrás de él. Está desnudo. Goza desnudo. Mas para moverse, debe vestirse, disfrazarse y sin embargo dejar atrás el último disfraz, conocido ya, adivinado ya, antes de asumir el siguiente. En su desamparo momentáneo, en su desnudez de Duchamp subiendo por los balcones y bajando por las escaleras, Donjuán es Donjuán sólo para dejar atrás su propia imagen. Corre, inalcanzable por cualquier imagen que quisiera fijarlo, experimentando la velocidad del placer en la velocidad del cambio, venciendo todas las fronteras. Don Juan es el fundador del Mercomún Europeo, tiene amantes en Alemania, Turquía y en España, nos informa Mozart, son ya mil y tres. Maquiavelo del sexo, figura disfrazada para escapar la venganza de padres y maridos, pero, sobre todo, para escapar al tedio… Así quería, secreta, ridícula, dolorosamente, ser yo…
Mínimo Don Juan cuarentón de la noche mexicana, yo aspiraba como hombre a este poder de metamorfosis y movimiento, pero sobre todo lo deseaba como escritor. Amando o escribiendo, nada es más excitante o más bello que reconocer la resistencia mutua entre el poder que ejercemos sobre un semejante y el poder que el otro -hombre o mujer- ejerce sobre nosotros. Todo lo demás se esfuma en medio de la tormenta inasible de la mutua atracción, de la resistencia que, por afán de poder, o de mera supervivencia, o acaso de perversidad, le oponemos a la atracción ajena. El encanto de esta lucha, claro está, es sucumbir a ella. ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo? Este es el terreno común del sexo y la literatura. Pasa un ángel con alas de ceniza. Don Juan es ese ángel negro, Eros mancillado, Cupido en llamas, Puto de sí mismo, que deposita en la oreja, los párpados, los orificios nasales, las orejas, la boca, el culo, los culos, el occipucio si falta hiciese, del ser amado, las semillas de una sonrisa, de una voz, de una mirada. De un deseo. Pues Beltenebros, el melancólico, me habla calladamente al oído y me dice: "Nada habrá más triste que el sabor de las mujeres que nunca tendrás, de los hombres que perdiste por miedo, por convención, por temor a dar el paso prohibido, por falta de imaginación, por incapacidad de transformarte, como Don Juan, en otro."
Quiero ser muy franco en este relato y no guardarme nada. Puedo herirme a mí mismo cuanto guste. No tengo, en cambio, derecho de herir a nadie que no sea yo, a menos, en todo caso, de que primero me entierre yo mismo el puñal que, amorosamente, acabo compartiendo con otra. Señalo, de arranque, los temores que me asaltan. Trato de justificar sexo con literatura y literatura con sexo. Pero el escritor-amante o autor- al cabo desaparece. Si grita, se desintegra. Si suspira, se funde. Hay que ser consciente de esto antes de afirmar, por encima de todas las cosas, que la vida nunca es generosa dos veces.
Aquella noche en La Ópera, en un escenario viscontiano, es decir, operístico, sentí que yo mismo me enterraba el puñal con demasiada frecuencia, hiriéndome a mí mismo más que a las mujeres que pretendía manipular pero que, lo sabía demasiado, podían contestarme con la misma moneda. Escogí a una, me gané el odio de las demás y con Styron y Terrazas salimos al día siguiente a Guadalajara y a la costa del Pacífico, donde se inauguraba el Hotel Camino Real de Puerto Vallarta, obra del arquitecto mi amigo.
Allí mismo recibí la lección prevista. La muchacha con la que viajaba dejó una tarde, como quien no quiere la cosa, una carta sobre nuestra cama de hotel. Se la dirigía a otro novio suyo, haciendo una cita para el Año Nuevo que, desde luego, se negaba a pasar conmigo. "Los escritores sólo para un ratito, porque me alimentan el coco para querer mejor contigo, cariño. Los rucos, además, tienen sus placeres… como tomar champaña todo el día. Eso me causa agruras. Tenme listos mis refrescos, lico lico. Recuerda que yo sin mis cocacolas de plano no celebro…"
Me hice el desentendido, pero al regresar a México busqué a mi mujer, le pedí que pasáramos juntos el Año Nuevo y cerrásemos juntos una separación de casi un año. Ella sería, una vez más, mi victoria inapelable sobre los amores pasajeros.
No le tocaron ni los papeles, ni los argumentos, ni los directores necesarios para operar ese mínimo milagro llamado el estrellato. Buscó afanosamente lo mejor, en cine, en teatro; amaba tanto su profesión que, paradójicamente, la remató. Igual que Diana Soren, hizo sólo dos o tres buenas películas. Después, con tal de trabajar, aceptaba lo que fuera. El tiempo, el desgaste, le tomó la palabra, le negó los primeros papeles, le anticipó una madurez que no era aún la suya; ella buscó los roles de "característica", las oportunidades de lucimiento que nadie entendió por excéntricas.
Cuando nos conocimos, Luisa estaba casada y yo salía de un conato frustrado de matrimonio "decente". Una tras otra, las niñas bien a las que mi situación familiar me acercaba, terminaban por abandonarme, obedeciendo a las heladas consignas de sus padres: yo no era rico, y aunque era gente decente, no pertenecía a una gran familia financiera o política y mi talento no sólo estaba por comprobarse; en el mejor de los casos, escribir es una profesión azarosa, sobre todo en América Latina: ¿quién vive de sus libros en nuestros países? De mi juventud amatoria sólo me queda el sabor de muchos labios jóvenes y frescos y la pregunta a lo largo de los años, ¿qué han dicho, cuándo perdieron su frescura, cuándo serán grietas en vez de labios? A ninguna quise más que a una novia muerta, convertida en ceniza en un accidente aéreo; no hubo en mi vida muchacha con labios más frescos. Pero su ceniza era también la de los labios de otra mujer con la que estuve a punto de casarme. Me rechazó porque yo no era suficientemente católico; era, decían sus padres, "ateo" y comunista. Se casó con un gringo de patas enormes, panza hinchada por demasiadas cervezas y una concesión de gasolineras Texaco en el Medio Oeste. Pero ellas, las novias, eran también parte de un signo desconocido, de ese horror que evoqué al principio de mi narración, consistente en adivinar la reserva poderosa de lo que aún no se manifiesta. No hay melancolía más grande que ésta: no conocer a todos los seres que pudimos amar, morir antes de conocerlos. Mis novias, besadas, tocadas, deseadas, sólo ocasionalmente poseídas, pertenecían, al cabo, a ese magma de lo desconocido o no dicho; regresaban todas ellas al vastísimo campo de mi posibilidad, de mi ignorancia.
Conocí a Luisa Guzmán antes del éxito de mi primera novela. Creo que me quiso por mí mismo, como yo la quise a ella, por su belleza y sencillez, aquélla evidente, ésta disfrazada por un tumulto de pieles, rumores, imágenes. Más que en sus películas, la había visto en los periódicos, subiendo y bajando por las escalerillas de los aviones, siempre abrazada a un gran panda de peluche. Era su marca registrada. Una imagen infantil, pero más cierta que publicitaria.
Luisa había tenido una infancia desgraciada, un padre ausente o, más bien, exiliado por el orgullo aristocrático de la madre, escritora rebelde, "gente bien" de Puebla, que siempre antepuso su egoísmo sexual y literario a cualquier deber familiar. El padre, alto, indio, rudo, se encontró con la puerta cerrada del hogar de su mujer y su hija y desapareció para siempre en la alta bruma y el olor picante de nuestras sierras. Luisa, de niña, fue enviada a un hospicio y sólo emergió, adolescente, cuando su belleza y la profesión de su madre hicieron, en la cabecita de ésta, conjunción propicia.
Dañada, Luisa me llegó como un ave herida que voló desde el escenario de un teatro de la calle de Sullivan a mis brazos que la esperaban, la ansiaban para llenar una soledad a la vez creativa e imbécil. Los meses de disciplina y abandono en los que me alejaba para siempre del mundo social de mi familia y luchaba por terminar mi propio libro, me dejaron con los brazos vacíos. Ella llegó a llenarlos con su pasión y ternura pero también con una tristeza en la mirada cautiva. Esa tristeza era una inquietud temprana para mi propia alegría. Terminé un libro; amo a una mujer.
Tardé en entender que la melancolía en los ojos de Luisa no era pasajera, sino consustancial. Venía, quién sabe, de esas sierras brumosas y enchiladas de su padre, de la mustia tristeza de las moradas poblanas y sus habitantes a menudo díscolos e hipócritas, como conviene a una región que es semillero de caciques y novicias, de hombres cruelmente ambiciosos y de mujeres cruelmente recoletas. Pero más que nada, en la belleza mestiza de mi mujer yo reconocía las sierras brumosas y enchiladas de su padre, donde se acumulan la paciencia y la bondad, junto con el rencor y la venganza.
Se sentía permanente, y lo era. Todo me lo perdonaba; yo siempre había regresado. Ella era el remanso, la laguna quieta donde yo podía escribir. Conocía mi verdad. La literatura es mi verdadera amante, y todo lo demás, sexo, política, religión si la tuviera, muerte cuando la tenga, pasa por la experiencia literaria, que es el filtro de todas las demás experiencias de mi vida. Ella lo sabía. Preparaba y mantenía, como un fuego permanente, el hogar de mi escritura, esperándome siempre, pasara lo que pasara. Mis amigos lo sabían y los más generosos, si eran amigos de mis amantes, les advertían: "Nunca dejará a Luisa. Más vale que lo sepas. En cambio, en mí siempre tendrás un amigo."
Es decir, la regla más constitutiva de los donjuanes de todos los tiempos es lo que, en mexicano, se dice así: "A ver si es chicle y pega." Mi caso no era excepcional. Todos traían su chicle y trataban de pegarlo, con éxito a veces y a veces sin él. Había esposas que no toleraban esto, otras se hacían las disimuladas. Luisa y yo teníamos un pacto expreso. Aunque mi chicle pegara, yo regresaría. Yo regresaría siempre. Era mi peor chantaje. Siempre estuve expuesto a que ella me contestara con la misma moneda. Quizás lo hizo. Las mujeres -las mejores- saben guardar los secretos, no son las chismosas del estereotipo. Las mujeres más interesantes que he conocido no le comunican a nadie su vida sexual. Ni sus amigas más íntimas saben nada. Y nada intriga y excita más a un hombre que una mujer que guarde los secretos mejor que él mismo. Pero el donjuán, por definición, proclama sus triunfos, quiere hacerlos saber, quiere ser envidiado. Luisa era secreta. Yo, un despreciable merolico, un vagabundo del sexo que no merecía la lealtad, la firmeza, la fe renovada de una mujer como Luisa. Ésta era la fuerza de ella. Por eso me lo aguantaba todo. Por eso, una vez más, estaba con ella esta noche. Era más fuerte que yo.
En casa de Eduardo Terrazas estaban también muchos amigos la noche de San Silvestre del 31 de diciembre de 1969. José Luis Cuevas, el extraordinario artista cuyo abrazo doloroso trata de incluir a todas las visiones marginales, excluidas, del deseo, y Berta su esposa. Fernando Benítez, mi firme y viejo amigo, el gran promotor de la cultura en la prensa mexicana, el novelista, el explorador del México invisible, y Georgina su mujer. Cuevas a los 35 años era un gato montes, fingiendo maneras de urbanidad que apenas disimulaban su naturaleza salvaje, inquieta, a punto de saltar sobre una presa de sangre caliente como la suya para destriparla, devorarla y quedarse así con la sensualidad de poder imaginarla: ¿había en él un asesino sublimado por el arte? Siempre lo he creído, así como en Benítez, hombre sensual si los hay, sexista, adorador de las mujeres pero también misógino y eremita, había en el fondo un fraile franciscano, un Bartolomé de las Casas redentor de indios, uno de esos hermanos que llegaron a salvar almas y proteger cuerpos apenas concluida la conquista de México. Era posible imaginarlo conduciendo un BMW descubierto, a toda velocidad rumbo a Acapulco y un fin de semana orgiástico, pero era igualmente posible verlo ascender a lomo de burro por una sierra inhóspita donde lo esperan, no sólo las tribus perdidas, sino los bacilos que han venido destruyendo su estómago, su páncreas, sus intestinos…
Año Nuevo. Éste del paso de 1969 a 1970 era digno de celebración porque marcaba el final de una década y el inicio de otra nueva. Aunque la verdad es que nadie se ha puesto de acuerdo sobre lo que significa ese cero al final de un año. ¿Terminaron los sesentas, se iniciaron los setentas, o reclaman los sesentas un año más, una prolongación agónica de la fiesta y el crimen, la rebelión y la muerte, de esa década repleta de acontecimientos, tangibles e intangibles, tripas y sueños, adoquines y memorias, sangre y deseo: la década de Vietnam y Martin Luther King, de los Kennedy asesinados y el Mayo Parisino, de Chicago y Tlatelolco, de Marilyn muerta…? Una década que pareció programarse para la televisión, para rellenar los horarios desiertos de las pantallas, dejándolos sin aliento, banalizando el milagro, convirtiendo a la pequeña estampilla electrónica en el pan nuestro de cada día, lo esperado de lo inesperado, el facsímil de la realidad que iba a culminar, apenas iniciados los setentas, en la primera pisada del hombre sobre la luna. Sospecha inmediata: ¿El viaje a la luna fue filmado en un estudio de televisión? Desencanto instantáneo: ¿Puede la luna seguir siendo la Diana romántica después de que un gringo dejó depositada allí su mierda?
Llegaron más invitados. La China Mendoza, periodista y escritora, era dueña de un espectacular sentido de autoafirmación durante los sesentas. En esa década de modas desaforadas, ella usaba ropa que parecía inventada por ella, no copiada de una revista. Esta noche, la recuerdo luciendo unos anteojos plateados con forma de mariposa y una minifalda que en realidad era un pijama, un babydoll color de rosa, lleno de olanes y que revelaban unos calzones que hacían juego.
Rosa, la bellísima viuda del artista Miguel Covarrubias, vino acompañada de un traficante de arte neoyorquino idéntico al actor Sydney Greenstreet, es decir, inmensamente gordo y viejo, calvo, con mechones blancos, cejas de azotador y labios de hígado. Rosa llevaba puesto uno de sus dorados vestidos de Fortuny, que se enrollan como una toalla y se despliegan como una bandera, proclamando: -Mi patria es mi cuerpo-. A punto de morir, Rosa Covarrubias desmentía su edad. Pertenecía también al panteón de las bellezas mexicanas, esas "calaveritas inmortales", como las llamó Diego Rivera al pintar a Dolores del Río. Claro que sí. Los huesos de la cara nunca se hacen viejos, son la paradoja de una muerte que por definición carece de edad, portada como insignia secreta de la belleza y su precio. Luisa Guzmán -la vi alejarse y ascender por la escalera- pertenecía a esa raza. Mientras más cerca estaba el hueso de la piel, más bello era el rostro. Pero más visible, también, la muerte. La belleza vivía de su proximidad agónica.
Con Rosa y Greenstreet venían tres marchands de tableaux ingleses que miraban con asombro y disgusto a los mexicanos abrazándose, palmeándose las espaldas y agarrándose los unos a los otros de las cinturas. El inglés siente repugnancia del tacto y brinca al mero roce de la piel ajena. Sus ideas del clima y la temperatura también son muy singulares y uno de ellos, muy parecido al primer ministro Harold Wilson, declamó las mismas palabras de Byron que yo acababa de recordar.
–El invierno inglés termina en julio y recomienza en agosto.
Dijo que hacía mucho calor y abrió una ventana. Terrazas había decorado su casa con muchísimos globos que pendían, amarrados del techo, esperando la hora del paso de un año a otro. Los globos tenían el rostro, en esténcil, del logo de la Olimpiada de 1968, diseñado por el propio Eduardo Terrazas. A punto de sonar las doce de la noche, Berta Cuevas, para anunciar el año nuevo, acercó su cigarrillo encendido al racimo de globos que simulaba, en el arte de Terrazas, las tradicionales doce uvas del festejo. No sabía que estaban inflados con gas. La explosión detonó como un terremoto seco y nos arrojó a todos al piso, contra las paredes, barriendo lo que había en las mesas, volteando sillas, ladeando cuadros. A Greenstreet le cayó un estofado del siglo XVII en la cabeza y todos los demás, Rosa, los Benítez, Cuevas y Berta, La China y yo, no veíamos a los demás, sólo teníamos conciencia de nosotros mismos, de nuestra posible muerte, de la sorpresa instantánea del accidente, de la cancelación de toda pregunta salvo una: ¿estoy vivo? En seguida vienen los reparos, el enojo, los dolores. En ese momento, sólo el azoro nos ocupaba. Todos teníamos las bocas abiertas; empezamos a reír cuando los tres ingleses, ya sin flema, se vieron al espejo para cerciorarse de sus existencias y encontraron que sus caras tenían pegados trocitos de los globos con el logo de la Olimpiada México 68. Parecían tres exploradores súbitamente transformados, por sortilegios de un sacrificio tribal, en sacerdotes tatuados por los ritos que llegaron a exterminar. Uno de ellos -recuperé mis sentidos- nos había salvado, empero, la vida al abrir la ventana para que entrara una corriente de aire llegada, qué duda cabe, desde los Altos de Escocia.
Luisa se salvó y salvó su apariencia impecable. Había subido al tocador y ahora bajó, alarmada. En ese momento, la puerta de la calle se abrió y Eduardo Terrazas entró con Diana Soren, a quien había salido a recoger en otra fiesta.
–¿Estamos a tiempo? – preguntó el anfitrión viendo cómo nos levantábamos del piso, aturdidos.
adorablemente femenina porque para llegar a ella había que recorrer los vericuetos de la androginia y el homoerotismo, en Diana Soren yo siempre había visto, en la pantalla, un subtítulo no escrito: Hay el amor que no se atreve a decir su nombre, pero también hay algo peor, y es el amor sin nombre. ¿Cómo llamar el posible amor con esta posibilidad pura que, al entrar a la fiesta de Año Nuevo 1970 después de un estallido de gas, se llamaba "Diana Soren"?
La miré. Me miró. Luisa nos miró mirándonos. Mi esposa se acercó y me dijo a boca de jarro: -Creo que debemos irnos. – Pero si la fiesta aún no empieza -protesté. – Para mí ya terminó.
–¿Por la explosión? No me pasó nada. Mira. Le mostré mis manos tranquilas. – Me prometiste esta noche. – No seas egoísta. Mira quién acaba de entrar. La admiramos mucho.
–No pluralices, por favor. – Quisiera hablar con ella un rato. – No regreses demasiado tarde -arqueó la ceja, reflejo casi inevitable, pavloviano, genético, en una actriz mexicana.
No regresé más. Sentado al lado de Diana Soren, hablando de cine, de la vida en París, descubriendo amigos mutuos, me sentí traidor y como siempre, me dije que si no traicionaba a la literatura, no me traicionaba a mí mismo; lo demás me tenía sin cuidado. Pero al rozar con la punta de los dedos la mano de Diana Soren, tuve la sensación de que la traición, de haberla, tenía que ser doble. Diana, después de todo, era la esposa de un autor francés muy popular y premiado, Iván Gravet, que había escrito dos libros preciosos sobre su juventud como prófugo de la Europa Oriental primero, y más tarde como combatiente en la guerra. Sus novelas más recientes parecían escritas para el cine y fueron producidas en Hollywood, pero en todo lo que escribía algo inteligente había siempre, junto con un desencanto creciente. Lo imaginaba capaz de una broma final, desmesurada pero sin ilusiones. Era mi colega. ¿Era traicionable? Él mismo, si se parecía a mí, le daría más valor a sus libros que a sus mujeres… Empecé a desear a Diana.
Los encuentros de un hombre y una mujer ocurren a dos niveles. Uno externo, filmable, si ustedes quieren, es el nivel del gesto, la actitud, la mirada, el movimiento. Es más interesante el nivel interno en el que comienzan a surgir, y agolparse, sensaciones, preguntas, dudas, escarceos con uno mismo, imaginaciones, sobre todo la imaginación de ella; ella misma, ¿qué estará pensando, cómo será, qué se imaginará de mí? Frente al encanto de esa cabeza rubia recortada como un casco para el combate medieval o para la lucha callejera de los sesentas (que quedaron atrás esa noche, los sesentas súbitamente tan lejanos como la Guerra de Cien Años), yo me imaginaba una invitación sobrecogedora, carnal, la cabeza de Diana Soren diciéndome, imagina mi cuerpo, te lo ordeno, cada detalle de mi cabeza, de mi rostro, tiene su equivalencia en mi cuerpo, busca en mi cuerpo la sonrisa de mi boca visible, busca los hoyuelos de mis mejillas, busca la respiración de mi naricilla respingada, busca la pareja táctil y excitable de mi mirada, busca la compañía gemela de mi pelo rubio, suave, lavado, corto, peinado a veces, otras libre como el viento, pero cercano, cercanísimo a su modelo más íntimo, invisible, inseguro: mi carne.
Ése era un nivel de mi deseo naciente mientras platicábamos afablemente en el sofá de la casa de Eduardo Terrazas. No debía revelarlo, pues otro artículo de la constitución de los encuentros nos ordena nunca darle a una mujer las municiones que puede atesorar para dispararlas contra ti cuando necesite (y le hará falta un día) atacarte. Es algo consustancial a ellas: almacenar nuestros pecados y descargarlos sobre nosotros cuando les hace falta y nosotras menos nos lo esperamos. ¿Defensa propia? No. Las mujeres son grandes en el arte de hacernos sentir culpables. Para disfrazar mi propio, inmediato, deseo, acudí, pues, a la idea anti-afrodisiaca de la mujer como generadora de culpas, la mujer como verdadera Reserva Federal o Fort Knox de la Culpa, que las almacena para evitar la inflación y luego va soltando los lingotes del reproche poco a poco, destilados, hirientes, envenenados, al cabo victoriosos, porque nosotros los hombres, maravillosos paradigmas de generosidad, jamás haríamos esto… Pensé en la traición que, en mi caso, ya se había consumado aunque no ocurriese nada con Diana Soren -Luisa sola y de regreso en San Ángel- y la traición que ella podría perpetrar si yo me salía con la mía esa noche; más que nunca, decidí que debía ser una traición doble, compartida, que nos uniera y nos excitara…
Luisa e Iván nuestros testigos ausentes, suspendidos como dos ángeles exterminadores sobre nuestros cuerpos, pero respetando nuestra traicionera integridad porque, al cabo, nos querían, nos recordaban con gusto y no perdían la esperanza de reunirse con nosotros. ¿Y nosotros con ellos, también?
Conversábamos de otros lugares, otros amigos dispersos por el mundo, y sentíamos que nos empezaba a ligar, no sólo esa fraternidad cosmopolita, errante, sino el precio de la misma. Ser de todas partes, dijimos, es ser de ninguna parte… ¿Dónde se sentía ella a gusto? En París, en Mallorca, me dijo. ¿Los Ángeles? Se rió. Ese lugar no sólo parecía horrible en su aspecto físico, externo. Era horrible, por dentro, sin remedio.
–¿Cómo se dice en francés, en español? Hay una palabra inglesa perfecta para Hollywood, smugness, -¿Pagado de sí, satisfecho de sí mismo? – Sí -rió ella-. La presunción de ser, ¿sabes?, universal. El ombligo del mundo. Lo que ocurre allí es lo más importante del mundo. Todos los demás son unos bicks…
–Unos payos…
–Sólo Hollywood es internacional, cosmopolita. Boy, cuando les pruebas que no, te detestan, te lo hacen pagar, te detestan.
–¿Cómo lo sabes? Todos están enmascarados por sus caras bronceadas.
–¡Cómo tú! – se rió abriendo unos ojotes de asombro burlón, mirando la tostada con que regresé de Puerto Vallaría. Me hizo recordar que regresé quemado, en más de un sentido.
Esa sonrisa me encantó. Podía repetirla, me dije a mí mismo, cuantas veces quisiera, durante siglos, sin cansarme nunca. La sonrisa y la risa cantarinas de Diana Soren, tan alegres, tan vivas esa noche de Año Nuevo en México. ¿Cómo no adorarla en el acto? Me mordí un labio. Estaba adorando una imagen vista, perseguida, compadecida también, a lo largo de quince años… Mi vanidad me movía. Quería acostarme con una mujer deseada por miles de hombres. Quería montarla con la verde respiración de cien mil hombres verdes sobre mi nuca, deseando ser yo, estar en mi posición. Me paré en seco. ¿Cómo iba a compartir ella, jamás, ese orgullo y esa vanidad conmigo?
Estaba subestimando, a lo largo de esta noche, la capacidad femenina de conquista, el donjuanismo del sexo opuesto. No nos gusta admitir en una mujer la perseverancia, o la suerte, que admiramos en nosotros mismos. Nuestra vanidad (o nuestra ceguera) son muy grandes. O, quizás, revelan una secreta modestia que puede ser el atractivo mayor de un individuo, su secreta, irresistible debilidad apelando, inconscientemente, el abrazo de la madre amante, protectora, descubridora del enigma de nuestra vulnerabilidad tan cuidadosamente maquillada, ocultada, negada…
Diana regresaba repetidamente al tema del hogar y del exilio. Me preguntó si conocía a James Baldwin, el escritor negro exiliado en Francia. No; era buen amigo de Bill Styron, pero yo no lo conocía, sólo lo había leído.
–Dice una cosa -los ojos de Diana miraron al candelabro colonial de donde colgaban los globos quemados del Nuevo Año como tristes planetas muertos-. Un negro y una blanca, por ser norteamericanos, saben más sobre sí mismos y sobre el otro que cualquier europeo sobre cualquier norteamericano, blanco o negro.
–¿Crees que se puede regresar a casa? – le pregunté.
Agitó repetidas veces la cabeza, levantando las piernas y juntándolas para apoyar la frente en las rodillas.
–No. No se puede. – ¿Nunca regresas a tu pueblo natal? – Sí. Por eso sé que no se puede regresar. – No te entiendo.
–Es una farsa. Tengo que fingir que los quiero. Levantó la cara. Miró mi mirada inquisitiva y dijo rápidamente, como para desembarazarse: -Mis padres. Mis amigos de la escuela. Mis novios. Los detesto. – ¿Porque se quedaron allí, en el hoyo?
–Sí. Pero también porque allí se salvaron. No tuvieron que representar papeles, como yo. Quizás los odio porque los envidio.
–Eres actriz. ¿Qué tiene de extraño…?
–Iowa, Iowa -rió con un punto de desesperación-: No sé si los americanos debíamos exiliarnos todos, como Baldwin y yo, o quedarnos todos en casa, como mis padres y mis novios. Quizás nuestro error, el error de los Estados Unidos, es salir al mundo. Nunca entendemos lo que pasa fuera de casa. Somos unos payos, como tú dices, unos bicks. ¡Hollywood! Imagínate, si no sabes hasta el último chisme, quién se acuesta con quién, qué salario le pagan a cada cual, creen que eres un tarado, un analfabeta. Todos sus chistes son sobre asuntos provincianos, locales. Chistes de familia, ¿sabes? No entienden a alguien como yo, que nunca les da el gusto de contar chismes o de enterarlos de mis amores.
–Baldwin también dice que Europa tiene lo que a ustedes les falta, un sentido de la tragedia, del límite. En cambio, ustedes tienen lo que le falta a los europeos, un sentido de las posibilidades ilimitadas de la vida… Una energía que…
–Me gusta. Eso me gusta. Me gusta.
La mano ardiente de Diana en la mía cuando la fiesta terminó y sólo quedamos ella, Terrazas y yo. Diana nos invitó a tomar la del estribo en la suite de su hotel y Eduardo dijo que nos dejaría allí mientras él iba a recoger a una amiga al Anderson's en el Paseo de la Reforma y luego se reunía con nosotros en el Hilton, que no estaba lejos.
Nunca llegó. Diana y yo nos divertimos escribiendo telegramas conjuntos a todos nuestros amigos parisinos. Seguimos hablando de Hollywood, ella, de México, yo, bebiendo champaña y empezando a jugar el uno con el otro, mientras yo me juraba que nunca la amaría, que el campo del amor era demasiado vasto para sacrificarlo al amor, que esa misma noche pude haberla sustituido con otras, muchas, que amarla era sin embargo una tentación excitante y que yo nunca quería preguntarme, más tarde, si me podía privar de ella… Esta noche, sí, pude dejarla, pretextar lo que fuera y salir de esa suite que parecía un set de la MGM en un hotel destinado a desplomarse en el próximo gran temblor de la ciudad de México.
Mientras ella se desvestía, yo miraba desde la ventana de la recámara la estatua del rey azteca, Cuauhtémoc, vigilando, con la lanza en alto, los placeres de su ciudad perdida.
Acercarme. Cada vez que lo hacía, todo lo demás iba quedando atrás, se esfumaba como la noche misma al clarear el primer día del año sobre el cruce de Reforma e Insurgentes. Mi bella y siniestra ciudad, centro de todas las hermosuras y todos los horrores concebibles, México D. F. Los encuentros en mi ciudad eran ocasionados demasiadas veces por la soledad o por la necesidad de chorcha, de grupo, de pertenencia. La vida sexual en la ciudad de México, a partir de cierto nivel de ingresos (todo aquí lo determinan las brutales diferencias de clases) es una resbaladilla, un tobogán de placeres inciertos, parciales, inmediatos, jamás pospuestos, que sólo terminan con la muerte.
Entonces, al morir, nos damos cuenta de que siempre estuvimos muertos.
Diana no. Así como enfurecía a las comadres de Beverly Hills porque nadie sabía nunca con quién se acostaba en una ciudad donde todas lo proclamaban, hacerlo, ahora, me constaba a mí, era un acto pleno, querido, no accidental, y sin embargo, no sé por qué lo sentí así, peligroso. Me dije, al caer la tarde y recordando el placer de hacer el amor con Diana, que no nos hacíamos ilusiones, ni ella ni yo. Nuestra relación era pasajera. Ella estaba aquí para filmar una película, yo era el favorecido de una fiesta de Año Nuevo. Pasajera, pero no gratuita, no un pis aller, un a falta de otra cosa, o como expresivamente se dice en México, un peor-es-nada. Peoresnada, ninguno, Don Nadie, pelagatos. Los mexicanos y los españoles nos deleitamos en negar o rebajar la existencia del otro. Los gringos, los anglosajones en general, son mejores que nosotros al menos en eso. Se preocupan más por el de al lado, se conciernen más que nosotros. Por eso, quizás, son mejores filántropos. Nuestra crueldad hidalga, vestidos de negro y con la mano sobre el pecho, es más estética, pero más estéril. Me intrigaba conocer en Diana precisamente, la calidad interna de la crueldad, de la destrucción, en una mujer, lo sabíamos todos, tan solidaria, tan entregada a causas liberales, nobles, compasivas. Su nombre aparecía en todos los manifiestos contra el racismo, por los derechos civiles, contra la OAS y los generales fascistas de Argelia, por la protección de los animales… Hasta tenía una sudadera con la efigie del icono supremo de los sesenta, el Che Guevara, convertido, con su muerte brutal en 1967, en Chic Guevara, el salvador de todas las buenas conciencias del llamado Radical Chic europeo y norteamericano, esa capacidad occidental de encontrar paraísos revolucionarios en el tercer mundo y, en sus aguas lústrales, lavarse de sus pecados de egoísmo pequeño burgués… Qué duda cabía.
Ernesto Guevara, muerto, tendido como el Cristo de Mantegna, era el cadáver más bello de la época que nos tocó. Che Guevara era el Santo Tomás Moro del Segundo (o Enésimo) Descubrimiento Europeo del Nuevo Mundo. Desde el siglo XVI, somos la Utopía donde Europa puede lavarse de sus pecados de sangre, avaricia y muerte. Hollywood era la Sodoma norteamericana que enarbola banderas revolucionarias para disfrazar sus vicios, su hipocresía, su hambre de lucro puro y simple. ¿Era distinta Diana, o era una más de esa legión de utopistas californianos, pasada, además, gracias a su marido, por el alambique del sentimentalismo revolucionario francés?
Nunca dejé de pensar estas cosas. Pero el encanto, la seducción, la infinita capacidad sexual de Diana, me embriagaban, me intrigaban, abolían mi capacidad de juicio. Después de todo, me dije, ¿qué puedo criticarle a ella que no pueda, antes, criticarme a mí mismo? Hipócrita actriz, mi semejante, mi hermana. Diana Soren.
Yo tenía en la boca un sabor de durazno. Reconozco que antes de esa noche desconocía el uso de untos vaginales con sabor a frutas. Iría descubriendo, en las noches siguientes, sabores de fresa, de pina, de naranja, recordando los helados que de niño me gustaba lamer en una maravillosa nevería de la ciudad llamada La Salamanca, donde las frutas mexicanas, tan singulares, se convertían en nieves sutiles, vaporosas, derretidas en su plenitud misma al tocar nuestras lenguas y paladares, entregando su plenitud en el instante de evaporarse. Imaginaba a Diana con los sabores de mi infancia en su vagina, mamey, guayaba, zapote, guanabana, mango… Ella hacía un uso maravilloso, y para mí, desde ahora, imaginable, de un producto comercial excéntrico, la crema vaginal con sabor a fruta…En cambio, nada podía mi imaginación contra la ropa interior que ella guardaba en los cajones del hotel. No intentaré describirla. Era indescriptible. Era una incitación, un regalo, una locura. La calidad de los encajes y las sedas, la manera de entretejerse, abrirse y cerrarse, revelar y ocultar, imitar y transformar, parecerse y desaparecerse, contrastaban maravillosamente con esa simplicidad guerrera, andrógina, que ya noté: Diana la santa combatiente, Diana la gamine parisina. Me censuré a mí mismo. Ella odiaba esa palabra. Desolé.
Lo que provocaba un vistazo sobre esos cajones (porque algo me impedía tocar sus contenidos, deleitarme en sus texturas) era ver y tocar y deleitarse en la carne que se podía ocultar detrás de semejantes delirios. Qué maravilla: una muchacha vestida de playera y pantalones de mezclilla azul; y debajo de este atuendo popular, las intimidades de una diosa. ¿Cuál? Ella misma me dio la clave la segunda noche de nuestro amor. La primera, me había guiado secretamente hacia su ropa interior sentándose en mis rodillas y cambiando de voz, diciéndome al oído con vocecita infantil, levántame mi faldita, ¿verdad que me vas a levantar mi faldita?, ¿no me vas a tocar mis calzoncitos?, tócame por favor mis calzoncitos, amor, te lo ruego, por lo que más quieras, levántame la faldita y quítame los calzoncitos, no tengas miedo, tengo diez años pero no se lo voy a decir a nadie, dime qué tocas, amor, dime qué sientes cuando me levantas la faldita y me tocas el gatito y luego me quitas los calzoncitos.
La segunda noche, desnuda, tirada sobre la cama, evocó otros espacios, otras luces. Estaba en el auditorio de su escuela en Iowa, el High School. Era de noche. Afuera, había nevado. Todo el día, estuvieron ensayando los villancicos y las pastorelas para la fiesta de Navidad. Ella y él se quedaron solos para ensayar un poco más. La noche de diciembre se adelanta, cae de pronto, azul y blanca. Había un tragaluz en el auditorio. Recostados los dos mirando hacia arriba, veían pasar las nubes. Luego ya no hubo nubes. Sólo hubo luna. La luna los iluminó. Ella tenía catorce años. Fue la primera vez que hizo el amor completamente, virginalmente, con un hombre…
Entonces supe qué diosa era o más bien, cuáles diosas, porque era varias. Era Artemisa, hermana de Apolo, virgen cazadora cuyas flechas adelantaban la muerte de los impíos; diosa de la luna. Era Cibeles, patrona de los orgiastas que en su honor se castraban a la luz de la luna, rodeando a la diosa flanqueada por leones, que así dominaba a la naturaleza. Portaba una corona de torres. Era Astarté, la diosa nocturna de Siria que con la luna a sus órdenes movía las fuerzas del nacimiento, la fertilidad, la decadencia y la muerte. Era, finalmente, sobre todo, Diana su propio nombre, una diosa que por único espejo admite un lago donde se reflejen, idénticos, ella y su orbe tutelar, la luna. Diana y su pantalla. Diana y su cámara. Diana y su sacrificio, su celebridad, sus flechas subiendo y bajando en el medidor inapelable de la taquilla.
Era Diana Soren, una actriz norteamericana que vino a México a hacer en unas montañas espectaculares cerca de la ciudad de Santiago una película de vaqueros que empezaba a filmarse mañana mismo, día 2 de enero, en el foro 6 de los Estudios Churubusco de la ciudad de México.
En el estudio, dejaba de pertenecerme. Se adueñaban de ella las peinadoras, las maquillistas, las vestidoras. Sus verdaderos afeites, sin embargo, Diana sólo se los confiaba a Azucena, su secretaria, dama de compañía, cocinera y masajista catalana. Esa primera mañana en el set, marginado, me divertí mucho explorando los untes empleados por Azucena para embellecer a Diana. Mi boca me sabía siempre a durazno. A mi Juana de Arco le untaban fórmulas que hubiesen conducido directamente a la hoguera a las brujas medievales que se atreviesen a proporcionárselas, secretamente, a las mujeres urgidas, insatisfechas, de todas las aldeas de Brabante, Sajonia y Picardía. Una gelatina concentrada, anticapitosa y multiadelgazante, aplicable cotidianamente sobre el vientre, las caderas y las nalgas hasta penetrar por completo sus biomicroesferas; un transdifusor adelgazante basado en sistemas osmo-activos de difusión continua; una crema restructurante y liporeductora para combatir las grasas de la piel; una mousse exfoliadora, translúcida, rosada, para eliminar las células muertas; un ungüento de aguacate y caléndula para suavizar los pies, una mascarilla de tuétano de buey… ¡Dios mío! ¿Servían para algo todos esos menjurjes? ¿Sobrevivían a una noche de amor, una parranda, un regaderazo, un discurso político en el PRI? ¿Sólo aplazaban lo que todos veíamos, un mundo de mujeres gordas, arrugadas, con celulitis? ¿Enmascaraban los ungüentos a la muerte misma? Y sólo entonces, preparada ella por todas estas brujerías, rodeados ambos del bullicio de un set cinematográfico, aislados en la intimidad del camerino sobre ruedas, nos entregábamos gozosos al amor exigente, inagotable, de Diana, cubierta de bálsamos pero pidiendo ser usada, úsame, me decía, gástame, quiero ser usada por ti; ¿tendría yo el sentido refinado de los límites, para no pasar del uso al abuso? Ella me impedía saberlo. No había conocido a mujer más exigente pero más entregada también, embarrada de untos etéreos, perfumados, sabrosos, sin los cuales, Diana, yo ya no sabría vivir.
El amor es no hacer otra cosa. El amor es olvidarse de esposos, padres, hijos, amigos, enemigos. El amor es eliminar todo cálculo, toda preocupación, toda balanza de pros y contras.
Empezaba con la escena de las rodillas y el calzoncito.
Culminaba con la memoria del auditorio, la tierra nevada y la luna pasando por el tragaluz. Cogía sin cesar.
–Un día -se reía con excelente humor- estaré en estado de subjetividad total. Es decir, muerta. Ámame ahora.
–O mientras tanto…
Me invitó a seguirla a la locación en Santiago. Dos meses. El estudio le tenía alquilada una casa. No la había, visto, pero si yo iba con ella, seríamos felices.
Nos separamos. Ella se adelantó. Yo decidí seguirla, preguntándome si bastarían la literatura, el sexo y mucho entusiasmo. A Luisa le dejé una nota pidiendo perdón.
Se rió y le di la razón. En el taxi que me condujo desde el aeropuerto pesqué por el rabo del ojo la vista de la catedral en el centro de la ciudad, dos altas torres elegantes y aereadas, con balcones en cada uno de los tres descansos del ascenso, y me pregunté una vez más por qué los españoles construyeron para la eternidad y nosotros, los mexicanos modernos, para el sexenio… Santiago nunca fue una gran ciudad, sino un mero puesto fronterizo para gambusinos audaces que, en busca de oro y plata, encontraron sobre todo fierro y para llevárselo tuvieron que combatir a unos cuantos indios, escasos y más interesados en practicar su arquería que en matar criollos. Busqué en vano otra etapa de nuestra arquitectura urbana que me parece elegante, el neoclásico, incluso el parisino porfirista, pero de eso no había nada… El cemento chato, el vidrio resquebrajado, la instantaneidad desintegrándose instantáneamente, una modernidad muerta al nacer, una arquitectura nescafé, se iba extendiendo desde el centro hasta la casa que le dieron a Diana, una cueva modernista de un piso, indescriptible, entrada por el garage, patio interior con muebles de fierro, una estancia ancha con muebles indescriptibles también, cubiertos de sarapes, las recámaras, no sé qué más, lo he olvidado todo, era una casa sin permanencia, no merecía el recuerdo de nadie.
El entusiasmo de Diana la habitaba. Ése era su lujo, su distinción. Me maravilló su buen ánimo. Aquí estábamos, en un pueblo, literalmente, dejado de la mano de Dios, como si Dios quisiera vengarse de los hombres que tanto lo habían desengañado mandándolos a vivir a esta planicie seca, pedregosa, hirviente de día, helada de noche, una corona dura e inservible de roca volcánica rodeada de barrancos, cortada del mundo a cuchilladas, como si Dios mismo no quisiera que nadie viniera aquí, sino por sus culpas, condenado.
–Todos dicen que esto es lo más aburrido del mundo -dijo Diana mientras se encargaba de ordenar mi ropa en el closet-. Quién sabe cuántos westerns se han hecho aquí. Parece que el paisaje es espectacular y los salarios locales bajos. Combinación irresistible para Hollywood.
Era cierto. Ese mismo fin de semana, descubrimos que aquí no había restoranes, aunque sí muchas farmacias; no llegaban periódicos extranjeros, salvo las imprescindibles revistas Time y Newsweek y eso con una semana de retraso, cuando las noticias ya eran fiambre; cabarets, ni siquiera intentos divertidos de inventar trópicos imposibles en la montaña mexicana, sólo barras malolientes a cerveza y pulque, de donde estaban legalmente excluidos los soldados, los curas, los menores y las mujeres; y un solo cine, especializado en comedias de Clavillazo y colecciones de pulgas. La televisión aún no extendía sus alas parabólicas hacia el universo y nadie en este equipo, dedicaría un solo minuto a una telenovela mexicana en blanco y negro. Los gringos podían extasiarse, con nostalgia, mirando anuncios de productos yanquis. Nada más.
La peluquera de Diana se ofreció a cortarme el pelo para evitar el corte de recluta que parecía ser la moda entre los hombres de Santiago, determinado por el método ultramoderno de ponerle a los señores una jícara en la cabeza, cortando sin compasión todo lo que se asomara debajo de ese casquete. Todas las nucas masculinas lucían ese corte abrupto, parecido a las barrancas del lugar. Betty la peluquera decidió, como digo, evitarme ese horror.
–Qué bueno que viniste -me dijo mientras me mojaba el pelo-. Salvaste a Diana del stunt man.
La miré con interrogación. Sacó sus tijeras y me pidió que ya no moviera la cabeza.
–No sé si lo habrás visto. Es un tipo muy profesional, muy bueno para su trabajo, lo usan mucho en películas del Oeste, por su manera de montar y sobre todo de caerse de un caballo. Le trae ganas a Diana desde la anterior película que hicimos en Oregon. Pero allí la competencia era muy dura.
Betty se rió tanto que casi me deja como Van Gogh. – Cuidado.
–Dijo que en México sí la iba a conquistar. Y entonces te apareces tú. Suspiró.
–Estas locaciones son aburridísimas. ¿Qué quieres que haga una chica sin un novio? Nos volveríamos locas. Nos conformamos con lo que sea. – Gracias.
–No, de ti le dijeron que eras tierno, apasionado y culto. En realidad te luce.
–Ya te dije gracias una vez, Betty.
–Si vas a la locación, lo verás. Es un tipo bajito pero correoso, muy curtido, como una silla de montar, rubio, con ojos desconfiados…
–¿Por qué no te lo quedas tú?
Betty rió con ganas, pero las ganas eran más fuertes que la risa.
El comentario de la peinadora sobre la anterior locación en Oregon me puso a imaginar cosas. Quise convencerme, perversamente, de que la única manera de amar a una mujer es saber cómo la amaron, qué dicen de ella y cómo son todos los hombres que la quisieron antes que yo. No le comenté esto a Diana, era demasiado pronto. Me lo reservé para una ocasión que adiviné inevitable. En cambio, sí podía decirle que si ella hacía el amor hoy, sólo lo hacía conmigo, pero si ella muriese hoy, moriría para todos ellos, todos ellos pensarían en su amor con ella con tanto derecho como yo.
Se lo dije una noche fría, cuando las sábanas recién lavadas aún estaban húmedas y nos impedían dormir, molestos, conscientes de la incomodidad que nos rodeaba en este paraje, pero dispuestos a vencer, empezando por las sábanas frías; íbamos a calentarlas. Nuestro amor iba a ser invencible.
–Sólo estoy solo contigo mientras estés viva, Diana. No puedo estar solo contigo si te mueres. Nos acompañarían todos los fantasmas de tus amores. Con derecho, con razón, ¿no crees?
–Ay mi amor, lo único que me espanta es pensar que tú o yo nos vamos a morir uno antes que el otro, uno se va a quedar solo, eso es lo que me llena de dolor…
–Júrame que si eso pasa nos vamos a imaginar muy fuerte, Diana, muy fuerte tú a mí o yo a ti…
–Muy fuerte, te lo juro… -Muy fuerte, muy fuerte… Luego decía que el único lecho de la muerte es cuando dormimos solos. Yo le había dicho que la muerte es el gran adulterio, porque ya no podemos evitar que los demás posean al ser amado. En cambio, en la vida, yo quería evitar, por experiencia, el menor brillo de posesión en mi mirada. A pesar de nuestras apasionadas palabras, no quería perder de vista lo pasajero de nuestra relación, temía enamorarme, darle mi corazón de veras a Diana. A pesar de mi voluntad, veía venir esa posibilidad. Disipé mi temor la primera noche de nuestra vida común en este alto desierto mexicano, resumiendo mi fantasía perversa, en una idea casi científica.
–Todos formamos triángulos -le dije-. Una pareja es sólo un triángulo incompleto, un ángulo solitario, una figura trunca.
–Norman Mailer escribió que la pareja moderna es un hombre, una mujer y un siquiatra.
–Y en la Rusia de Stalin se definía a la literatura realista socialista como el eterno triángulo entre dos estajanovistas y un tractor. No bromees, Diana. Dime qué te parece mi idea: Todos formamos triángulos. Sólo nos falta descubrir cuál. ¿Cuál?
–Bueno, tú y yo y tu mujer ya somos uno. Mi marido, tú y yo somos otro.
–Muy obvios. Debe haber algo más excitante, más secreto…
Me miró como si se frenara, como si le encantara mi idea pero al mismo tiempo la rechazara por el momento… Sí sentí (o quise imaginar) que no la había descartado del todo, que había algo estimulante en la idea de tener, cada uno, su amante por separado pero que había algo superiormente excitante en compartir el lecho mismo con una tercera persona, hombre o mujer, no importaba. O se alternaban, mujer para ella y para mí una noche, hombre para los dos, otra…
Estábamos en nuestra etapa romántica. Regresamos rápidamente a la plenitud de la pareja que éramos sin necesidad de complementar. Y regresamos, más lejos, pero hacia atrás, a un sentimiento adorable que ella expresó.
–Me angustia la idea de las parejas que se pierden.
–No te entiendo.
–Sí, las parejas que pudieron ser pero no fueron, les couples qui se ratent, ¿sabes?, que se cruzan como barcos en la noche. Eso me angustia mucho. ¿Te das cuenta cómo ocurre eso, con qué frecuencia?
–Todo el tiempo -le dije acariciándole la cabeza reclinada sobre mi pecho-. Es lo más normal.
–Qué felices somos, mi amor, qué afortunados…
–Desolé, pero somos demasiado normales.
–Desolé.
En la puerta de la farmacia se daban cita los jóvenes universitarios de Santiago y uno de ellos se acercó a mí una mañana que fui solo a comprar navajas para rasurar y supositorios de glicerina para mi constipación crónica y me dijo que había leído algunos libros míos, me reconoció y quería contarme que en Santiago el gobernador y las autoridades en general no habían sido electos democráticamente, sino impuestos desde la capital por el PRI, no eran gente que comprendiera los problemas locales, mucho menos los de los estudiantes.
–Creen que todos somos peones y que seguimos en épocas de Don Porfirio -dijo-. No se han dado cuenta del cambio.
–¿A pesar del 68? – le comenté.
–Eso es lo grave. Siguen como si nada. Nuestros padres son campesinos a veces, obreros, comerciantes, y gracias a su trabajo nosotros vamos a la universidad y aprendemos cosas. Les contamos a nuestros padres que tenemos más derechos de lo que ellos creen. Un campesino puede organizar una cooperativa y mandar a moler a su madre al dueño del nixtamal…
–Que bastante muele de todos modos -dije sin suscitar la menor sonrisa del estudiante.
Continuó y ya nunca esperé humor de su parte. – …o a los dueños de los camiones que son los peores explotadores. Ellos deciden si llevan la cosecha al mercado y cuándo y por cuánto, no hay manera de repelar. Las cosechas se pudren. Un obrero tiene derecho a asociarse, no tiene por qué estar sometido a los líderes charros de la CTM.
–Ustedes les dicen esto a las gentes que trabajan aquí.
Dijo que sí. – Alguien tiene que informarlos. Alguien tiene que crearles conciencia. Ojalá que usted, ahora que está aquí…
–Estoy escribiendo un libro. Además, no puedo comprometer a mis amigos norteamericanos. Ellos están trabajando y no pueden meterse en política. Les costaría caro. Soy su huésped. Debo respetarlos. – Está bien. Otra vez será. Le di la mano y le pedí que no se molestara. Podíamos juntarnos a tomar un café, un día de estos. Sonrió. Tenía una dentadura atroz. Era, sin embargo, alto, garboso, con una mirada lánguida y un bigote zapatista pero caído, ralo, como su barba, inconclusa, esparcida, casi púbica.
–Mi nombre es Carlos Ortiz.
–Vaya, somos tocayos.
Eso sí le dio gusto. Me agradeció que se lo dijera y hasta sonrió.
De noche, Diana y yo seguíamos construyendo nuestra pasión. No me atrevía a preguntarle nada sobre sus amores pasados, ni ella me preguntaba sobre los míos. Había aventurado dos ideas: la compañía de la muerte, la tendencia natural al triángulo. En realidad, lo que ambos queríamos en esa etapa de nuestra relación era sabernos únicos, sin precedentes, e irrepetibles. Las primeras noches se sucedían en palabras y actos, actos y palabras, a veces unas antes de otros, a veces al revés, rara vez al mismo tiempo, porque las palabras del coito son irrepetibles, grotescas a menudo, infantiles, sucias muchas veces, sin interés ni excitación más que para los amantes.
En cambio, las palabras antes o después del acto tendían siempre, en estos primeros días en Santiago, a proclamar la alegría y singularidad de lo que nos ocurría. Con Diana Soren en mis brazos, llegué a sentir que no había escrito nada con anterioridad. El amor era empezar de nuevo. Ella alimentaba y fortalecía esta idea, pues llegó a decirme que nos estábamos conociendo en la creación, antes del pasado, antes de Iowa y la faldita y la luna, llegó a decir. Lo transmutaba todo, al cabo (y yo se lo agradecía) en una fantástica visión de la alegría como simultaneidad. A veces gritaba en el orgasmo, ¿por qué no pasa todo al mismo tiempo? No era una pregunta; era un deseo. Un ferviente deseo al cual yo me uní. Soldado a su carne y a sus palabras. Sí, por favor, que todo ocurra al mismo tiempo…
Éramos únicos. Todo empezaba con nosotros. Entonces se entrometía la literatura. Recordaba a Proust: "…conocer de nuevo a Gilberte como en el tiempo de la creación, como si aun no existiera el pasado". Y de allí sólo había un paso al bolero que a veces entraba por la ventana con la voz de Lucho Gatica, desde los cuartos de los criados, "No me preguntes más/, déjame imaginar/ que no existe el pasado/ y que nacimos/ el mismo instante en que nos conocimos…"
No había leído aún, es cierto, la frase de una novela de su marido, Iván Gravet, en la que dice, más o menos, que una pareja existe mientras es capaz de inventarse o porque es preferible la mierda a la soledad. El problema de la pareja es dejar de inventarse.
Prefería pensar que estaba capturado dentro del cuerpo de esta mujer, como un feto que se va gestando y que teme, al ser arrojado al mundo, perder a la madre nutriente, Diana, Artemisa, Cibeles, Astarté, Diosa original…
–Me encanta tu frente nublada -me decía Diana cuando yo pensaba estas cosas.
–Tú, en cambio, siempre tienes la frente clara…
–Ah -exclamó ella-, es que si me ves sufrir un día, lo tendrás que pagar.
–¿No vienes al set conmigo?
–Ya ves que no. Acostumbro escribir de ocho a una.
–Quiero lucirte en el set, quiero que me vean contigo.
–Lo siento. Nos veremos todas las tardes, cuando termine la filmación.
–Mis hombres siempre me acompañan al set -acentuó la sonrisa.
–Yo no puedo, Diana. Nuestra relación se vendría abajo en veinticuatro horas. Te amo de noche. Déjame escribir de día. Si no, no nos vamos a entender, palabra.
La verdad es que yo estaba en medio de una crisis de creación que yo mismo aún no medía. Mis primeras novelas tuvieron éxito porque un público lector nuevo en México se reconoció (o, todavía mejor, se desconoció) en ellas, dijo así somos o así no somos, pero en todo caso le dio una respuesta interesada y a veces hasta apasionada, a tres o cuatro libros míos que eran vistos como puente entre un país convulso, mustio, rural, encerrado y una nueva sociedad urbana, abierta y acaso demasiado abúlica, demasiado cómoda e inconsciente. Un espectro de la realidad mexicana se desvanecía, sólo para que otro tomase su lugar. ¿Cuál era mejor? ¿Qué sacrificábamos en uno y otro caso? – Siempre te agradeceré -me dijo una compañera de trabajo en la Cancillería, cuando se publicó mi primera novela y yo necesitaba un salario burocrático-, que hayas mencionado la calle donde yo vivo. Nunca antes la había visto en letra de molde, en una novela. ¡Gracias!
La verdad es que el tema social de esos libros no tenía para mí verdadero valor si no iba acompañado, también, de una renovación formal del género novelesco. La manera cómo lo decía era para mí tan importante o más que la materia de lo que decía. Pero todo escritor tiene una relación primaria con los temas surgidos de su medio, y una relación mucho más elaborada con las formas que inventa, hereda, copia o parodia -toda novela contiene estas vertientes, se nutre de estos surtidores, novela e impureza son hermanas; novela y originalidad, consuegras. No quise repetir el éxito de las primeras novelas. Acaso me equivoqué en buscar mi nueva fraternidad sólo en la forma, divorciándome de la materia. El hecho es que un día llegué al agotamiento palpable entre el fondo vital y la expresión literaria.
Viví varios años en París, Londres y Venecia, buscando la nueva alianza de mi propia vocación. La encontré, acaso y pasajeramente, en un canto fúnebre a la modernidad que se nos agotaba por igual a todos, europeos y americanos. íbamos a cambiar, nos gustara o no, de piel. Las agitaciones de los años sesenta en todo el mundo no me ayudaron; sólo hicieron presente que la juventud estaba en otra parte, no en un escritor mexicano que en 1968, el año crucial, cumplió los cuarenta. Pero ese mismo año hubo la matanza de la Plaza de las Tres Culturas en México y la noche de Tlatelolco. El asesinato impune de centenares de jóvenes estudiantes por las fuerzas armadas y los agentes gubernamentales, nos hermanó a todos los mexicanos, más allá de nuestras diferencias biológicas o generacionales. Nos hermanó, quiero decir, no sólo en partidos sino en dolor; pero también nos dividió en posiciones en contra o a favor del comportamiento oficial. José Revueltas fue a la cárcel por su participación en el movimiento renovador; Martín Luis Guzmán alabó en una comida del Día de la Libertad de Prensa al Presidente Gustavo Díaz Ordaz, responsable de la matanza. Octavio Paz renunció a la embajada en la India; Salvador Novo entonó un aria de agradecimiento a Díaz Ordaz y las instituciones. Yo, desde París, organicé solicitudes de libertad para Revueltas y condenas a la violencia con que el gobierno, a falta de respuestas políticas, daba contestación sangrienta al desafío de los estudiantes. Éstos, ni más ni menos, eran los hijos de la revolución mexicana que yo exploré en mis primeros libros. Eran los jóvenes educados por la revolución que les enseñó a creer en democracia, justicia y libertad. Ahora ellos pedían sólo eso y el gobierno que se decía emanado de la revolución les contestaba con la muerte. El argumento oficial, hasta ese momento, había sido: Vamos a pacificar y estabilizar a un país deshecho por veinte años de contienda armada y un siglo de anarquía y dictadura. Vamos a dar educación, comunicaciones, salud, prosperidad económica. Ustedes, a cambio, van a permitirnos que para alcanzar todo esto, aplacemos la democracia. Progreso hoy, democracia mañana. Se los prometemos. Éste es el pacto.
Los muchachos del 68 pidieron democracia hoy y esa exigencia les costó la vida a ellos pero se la devolvió a México.
Yo esperaba que los nuevos escritores tradujeran todo esto a literatura, pero no me eximía a mí mismo de una mirada dura, acusándome a mí mismo de complicidades y cegueras que me impidieron participar mejor, más directamente, en ese parteaguas de la vida moderna de México que fue el 68. Mi pesadilla recurrente fue un hospital donde las autoridades negaron la entrada a los padres y familiares de los estudiantes, donde nadie amarró una tarjeta de identidad al dedo del pie desnudo de un solo cadáver…
–Aquí no va a haber quinientos cortejos fúnebres mañana -dijo un general mexicano-. Si lo permitimos, el gobierno se nos cae…
No hubo cortejos fúnebres. Hubo la fosa común. Desde México, mi esposa, Luisa Guzmán, me enviaba cartas serenas pero secretamente angustiadas: "…ensayaba en el teatro Comonfort en la unidad de Bellas Artes frente a Tlatelolco cuando empecé a oír un tiroteo nutrido y vi los helicópteros del gobierno ametrallando estudiantes y civiles por igual. La cosa duró más de una hora y al salir del teatro se me arrojaron los estudiantes, a mí y a los demás actores, gritándonos, ¡están matando a sus hijos! Nunca he escuchado tantas exclamaciones de horror y desesperación. Ha sido la peor noche de muchas vidas. Al día siguiente los periódicos no mencionaban a los helicópteros y declaraban treinta muertos. Nadie sabe cómo comenzó el tiroteo. Los muchachos aseguran que mezclados con los manifestantes había individuos que probablemente dispararon los primeros tiros. Después, alguien los vio cambiando órdenes y armas con los granaderos. Cada persona da una versión distinta de los acontecimientos. Todos tienen cada día más miedo no sólo de la violencia sino de lo que hay detrás de ella y por no servir a intereses oscuros no sirven a ninguno…"
Le contesté que quería regresar a México, comprometerme más. Acababa de visitar Praga. El mundo cambiaba de piel, había que hacer algo.
"México no es Praga -me escribió de vuelta Luisa Guzmán- y tú lo sabes, la clase media está asustada y se apelotona junto a las autoridades y el orden. He hablado con choferes y gente humilde. Su ignorancia e indiferencia siguen siendo inconmovibles. Se tragan todas las mentiras de la televisión y la prensa y siguen creyendo en el coco del comunismo amenazante. Ya sé que a pesar de todo esto o precisamente por ello hay que luchar y que si se cae en el camino, pues es mala suerte. Pero venir a meterse en la boca del lobo y que luego resulte que la trampa estaba puesta para atrapar idealistas me parece absurdo, triste y hasta ridículo. Los líderes estudiantiles desaparecen misteriosamente, sin dejar rastro. A otros los han medio matado a tormentos. Tu única posibilidad de participar sería desde la clandestinidad. La traición y la corrupción están demasiado arraigadas entre nosotros. Puede que media docena de jóvenes aguanten el embate de los cañonazos de medio millón de pesos, pero la mayoría acabarán por ceder. Perdona mi pesimismo, no quiero evadir responsabilidades, sólo calmar el entusiasmo que te provocó tu visita a Checoslovaquia. Aquí no pasa día en que de palabra o por escrito no digan que eres traidor a la patria. No debes venir. Lo mismo eres héroe que traidor y yo me niego a hablar con nadie, estoy cansada de oír juicios ligeros…"
Regresé en febrero de 1969. Recorrí con rabia y lágrimas, de la mano de Luisa Guzmán, la plaza de Tlatelolco una mañana. No tuve más imaginación literaria que ponerme a preparar un oratorio teatral sobre la conquista de México, otra de esas heridas salvajes que han hecho el cuerpo de lo que llamamos, sin gran definición, la patria, el país, la nación… Siempre una tierra cosida a puñaladas, inventada como supervivencia. Elena Poniatowska y Luis González de Alba escribieron los grandes libros sobre la tragedia de Tlatelolco, y yo debí contentarme con admirarlos y sentir que hablaban, también, en mi nombre. Ahora, el encuentro fortuito con el estudiante Carlos Ortiz en la plaza de Santiago, reavivaba en mí todos estos sentimientos. No todos habían cedido, como lo previo Luisa Guzmán. El que cedí fui yo, el traidor fui yo. No pude darle el valor que debí a la lealtad y a la paciencia de mi mujer. Regresé a México y quise compensar mi mezcla de horror político y sequedad literaria con la novedad de los amores, renunciando -quizás para siempre- a adentrarme en el amor de Luisa, volverlo exclusivo, profundizar en la mujer que en esos momentos me hubiera permitido profundizar también en la política y la literatura. Quebré el hilo de Ariadna. Mi frivolidad es imperdonable. Pagaría mi alejamiento de Luisa, muchas veces, repetidas veces, a lo largo de lo que me quedaba de vida. No le supe dar, como decimos aquí, el golpe. Debí, acaso, reconstruir nuestro amor. ¿Era reconstruible, o era ya un gran vacío, una mentira, una repetición? Recorrí de su mano la plaza de Tlatelolco. La ternura y el horror se mezclaban en mi pecho; ¿era mi rechazo de esta ceremonia de la muerte sólo un pretexto para afirmar una capacidad de amor abstracta, general, sin contenido concreto? ¿Era yo incapaz de querer verdaderamente? ¿Sólo podía aturdirme multiplicando aventuras para convencerme, falsamente, de que sí podía amar? ¿Por qué no distinguí entonces el amor que ella me ofrecía, a mi lado, conocido, quizás hasta rutinario, pero cierto? Tlatelolco fue para mí un signo terrible -mi propia herida de escritor y amante- de la separación entre el fondo vital de las cosas y su expresión literaria en mi obra. Ahora, en Santiago, me iba a sentar a probarme a mí mismo que era capaz de salir de mi propio hoyo. Angustiado, también era feliz. El amor exaltado con Diana podía ser mi nuevo punto de partida. Si se agotó la vena original de mi literatura, ¿cuál sería la nueva? ¿Me lo diría el amor? La respuesta iba a depender de la intensidad de ese cariño. Por eso dejé mi casa, traicioné a mi esposa, me expuse a otra caída bárbara en el desencanto, ¿y ahora ella me pedía que pasara el día viendo cómo la maquillaban y peinaban en el set? No hay nada más tedioso que la filmación de una película. No iba a perder el tiempo. En nombre mío, en nombre de ella.
–Tú y yo compartimos una cosa -le dije una noche fría y aburrida a Diana-. Hemos perdido el momento del inicio, del debut. Se puede perder igual en el cine, en la literatura y en el amor, sabes…
–Estás hablando con una mujer que ya fue y dejó de ser a los veinte años -contestó Diana-. I was a has-been at twenty.
Le dije que siempre me había llamado la atención esa expresión de la lengua inglesa, ese "ya fue" o "ya no es", que implica un destino cerrado, terminado. Yo era demasiado optimista para pensar así; creo que somos seres incompletos, inacabados, que no hemos dicho nuestra última palabra. Leo y releo un gran verso de mi poeta favorito, Quevedo (Diana jamás ha oído hablar de él; en cambio Azucena su secretaria sí y me pide que lo repita y luego lo traduzca sentados los tres en la mesa de cenar rodeada de emplomados blancos, insulsos, de la casa rentada de Santiago).
"Ayer se fue. Mañana no ha llegado, hoy se está yendo sin parar un punto; soy un Fue y un Será y un Es cansado…"
Quizás lo que les falta a los gringos, dije con buen humor, es un sentido serio de la muerte, en vez de un sentido trágico de la fama. No hay un país que le dé tanto valor a la fama como los EE.UU. Es la culminación de la gran batahola moderna, esa salva de trompetas que desde hace medio milenio dice no basta el nosotros, ni siquiera el yo, se requiere además del nombre, el renombre, la Fama. Ya lo había dicho, para entonces, Andy Warhol, "todos seremos famosos durante quince minutos". Le pregunté a Diana si creía de veras que su fama se había acabado a los veinte años. Apoyó su cabeza rubia y recortada en mi hombro y su mano sobre mi corazón.
–Para mí, como actriz, sí… -Te equivocas -la consolé-. ¿Quieres que te cuente lo que me ocurre a mí como escritor? Te prometo que no somos demasiado distintos.
–¿Podemos empezar otra vez, si nos queremos mucho?
–Yo creo que sí, Diana -le dije emocionado de veras.
Esos momentos no duran. Puede perdurar la voluntad de la pasión, y yo la ejercía con Diana contra Diana, hacia Diana, con todas mis fuerzas. Estaba convencido de que ella me correspondía a su manera. Para los dos, el amor era siempre la oportunidad de empezar de nuevo, aunque para ella vivir era vivir lo que aún no se vive, mientras que para mí, era saber vivir otra vez lo que ya se vivió. Mejor o peor; no quiero abandonar a una orfandad errante mi propio pasado. Para Diana, el triunfo primerizo en el cine y en seguida la mediocridad de sus películas más recientes, le cerraba la puerta de su profesión de actriz. Pero ésta era la profesión que ella se levantaba a ejercer todas las mañanas. La miraba desde el lecho, respondiendo a la alarma del despertador, bebiéndose el café que Azucena le traía en una bandeja muy bien arreglada (Azucena es una trabajadora española; tiene el gusto de su trabajo, le da orgullo lo que hace y lo hace bien); ponerse una camiseta y jeans, como su personaje más celebrado, la Doncella de Orleans que descubrió la moda más cómoda para una mujer guerrera: vestirse como hombre; amarrarse una pañoleta a la cabeza y salir tirándome un beso seco, mientras yo me robo una hora más de sueño, me despierto recordando con un placer intenso la noche con Diana, me ducho y afeito pensando en lo que voy a escribir (la regadera y la navaja son mis mejores resortes para la creación: agua y acero, debo ser muy árabe, muy castellano). La miraba a mi amante sacrificarse y disciplinarse por una profesión en la que ella misma no creía ni se veía, no distinguía su futuro, y me instalaba el resto del día en este enigma, grande y pequeño a la vez: ¿Qué quiere Diana Soren en verdad si lo que hace no es lo que quiere hacer?
En vez de los telegramas augúrales que les enviamos a nuestros amigos comunes el día de año nuevo, ahora ella mandó dos o tres cables desolados, todos diciendo lo mismo, una sola palabra: HELP!
Los círculos se dividieron. En la casa más grande y más elegante en las afueras de Santiago, se instalaron el actor principal, que era un afamado protagonista de series de televisión, con su compañera y el director de la película, un hombre saturnino aunque prometedor que también había sido formado en la televisión. En el melancólico hotel del centro de la ciudad se quedaron el camarógrafo, un inglés que rendía culto explícito a Onán, y un actor que tuvo mucha fama en el teatro obrero de los años treinta. Pero el centro solar de la filmación eran el protagonista masculino, su novia y el director.
–Son muy simpáticos y me llevo bien con ellos -dijo Diana-. Pero la condición es vivir separados y vernos poco. Ellos prefieren la cerveza y el poker para pasar las noches.
Nosotros jamás haríamos eso. Me pregunté, aparte de amarnos mucho, en qué ocuparíamos las noches. Diana me dijo que había invitado al característico de la película, el actor norteamericano Lew Cooper, a vivir con nosotros.
–No te preocupes. Tiene setenta años y es muy inteligente. Te gustará.
Yo sabía muy bien quién era. Primero, porque fue el gran actor de las obras de Clifford Odets en los treintas y de Arthur Miller en los cuarentas. Segundo, porque fue una de las víctimas de la cacería de brujas macartista de esa misma década. A mí me repugnaban todas las personas que habían delatado a sus compañeros, condenándolos al hambre y a veces, al suicidio. En cambio, eran héroes míos todos los que, como dijo Lillian Hellman, se negaron a acomodar sus conciencias a la moda política del momento. Cooper, extrañamente, caía entre las dos categorías. Algunos decían que era un hombre totalmente apolítico y que sus declaraciones ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas eran inocuas. Había nombrado a los que ya estaban nombrados o, francamente, se habían declarado ellos mismos comunistas. Nunca añadió, por así decirlo, un nombre inédito a la lista del inquisidor. Pero aunque no delató, en sentido estricto, a nadie, el hecho moral es que sí dio nombres o por lo menos los reiteró. ¿Cómo juzgar este acto? Cooper continuó trabajando. Otros, que se negaron a hablar, no volvieron a pisar un set. Yo, que no formaba parte del mundo político norteamericano, pero sí de un mundo moral que lo rebasaba, luchaba entre mis convicciones de izquierda y mi ética personal contraria a todo maniqueísmo fácil y sobre todo, a la menor sospecha de fariseísmo. ¿Era el caso de distinguir difícil, pero puntualmente, entre los casos de delación activa, sedienta de sangre, vengativa, envidiosa, oportunista y las flaquezas y caídas a las que todos, quizás, estamos expuestos? La ambigüedad moral de la actitud de Cooper lo hacía más interesante que culpable. Uno, entre tantos, debería ser mi propio semejante. ¿Quién me aseguraba que, en determinadas circunstancias, yo mismo no actuaría como él? Todo mi ser intelectual y moral se rebelaba contra ello. Pero mi ser sentimental, humano, cordial, como gusten ustedes llamarlo, me inclinaba a perdonar a Cooper, como algún día, acaso, otro tendría que perdonarme algo a mí. Hay seres que se hermanan así a nuestra debilidad porque nosotros mismos nos reconocemos, con un vuelco del corazón, en ellos. Cooper no merecía mi censura, más bien mi compasión.
Sentía, de todos modos, curiosidad por las personas que formaban el equipo, pero Diana se enervó con mis preguntas. – Hollywood adora las biografías encapsuladas. Ahorran tiempo y sobre todo nos absuelven de pensar. Nos permiten darnos aires de ser objetivos, pero en realidad lo que nos tragamos es chisme en consomé. Marilyn Monroe: Muchachita triste y solitaria. Padre irresponsable. Madre loca. Rodó de orfanatorio en orfanatorio. Nunca debió dejar de ser Norma Jean Baker. No pudo con el paquete de ser Marilyn Monroe: Píldoras, alcohol, muerte. Rock Hudson: Un guapísimo chofer de camiones texano. Acostumbrado a rodar de noche por las carreteras, libre, recogiendo muchachos y amándolos. Lo descubren. Lo hacen estrella. Tiene que esconder su homosexualismo. Lo meten a un closet lleno de cámaras y reflectores. Todos saben que es una reina. El mundo tiene que creer que es el más viril de todos los galanes. ¿Quién los desengañará a todos? La muerte, la muerte…
Rió y se sirvió un vaso de whisky sin pedir que yo lo hiciera por ella.
–No creas mi biografía. No creas cuando te digan: Diana Soren. Pueblerina. La chica de al lado. Gana un concurso para interpretar la Santa Juana de Shaw en cine. Lo gana entre dieciocho mil concursantes. Del anonimato a la gloria en un instante. La dirige un verdadero sadista. La humilla, pretende sacarle una gran actuación con su crueldad, en realidad sólo la convence de que nunca será una gran actriz. Y así es. Diana Soren no es una gran actriz. Diana Soren acepta cualquier mierda que le ofrecen los estudios para disfrazarse, para que el mundo crea que Diana Soren es eso: sólo una actriz mediocre. Entonces Diana puede dedicarse a ser lo que quiere ser, sin que nadie la coarte…
Brindé con ella. – ¿Qué quieres ser?
–La locación va a durar dos meses -los ojos grises (¿o eran azules?) desaparecieron detrás de un velo de vidrio ambarino-. Tú mismo dímelo cuando termine.
–¿Qué quieres decir, azúcar? No te entiendo -le decía su novia.
–¿Te gustaría ser siempre feliz? – le preguntaba el actor tomándola de la barbilla y mirándola fijamente a los ojos.
–¿Quién no, oye?
–Pero no lo eres, ¿verdad?
–Oye, ¿quién lo es?
–Pero cuando bebes, eres feliz…
–Sí, aunque lo pago a la mañana siguiente… -se rió como una burrita.
–Ése no es el punto. Bebes y no sólo eres feliz.
–¿No?
–Juntas todos tus momentos de felicidad, es como si los vivieras todos juntos, al mismo tiempo, aquí, ahora, ¿ves?
–Sí, veo, ves tú por qué me gustas tanto, nadie más me hace entender las cosas…
El actor reía guturalmente y apretaba la rojiza cabeza de su compañera contra su pecho velludo y descubierto por la camisa roja como capote taurino, pero ella se quejaba de la cadena que también lucía sobre el pecho el actor, ay, me hace daño, me raspa las cejas… El galán tenía ojos taxidérmicos y al mirarla ella se desvanecía, diciéndole sólo he visto esos ojos en las cabezas de los venados cuando las colocan de adorno en los clubes campestres…
El sexo, el alcohol y el chisme. Porque si el alcohol nos hacía felices, también nos soltaba la lengua, quién se acostaba con quién, por cuánto, para qué, qué papel le dieron a Lilly, a quién se lo arrebató, quién va de salida, quién sube como la espuma. La inmortalidad. – ¿Crees que Lilly va a durar? – No sé. Todo es comparativo. ¿Durar más que qué?
–Bueno, menos que los rostros de Mount Rushmore, por supuesto.
–¿O más que quién, entonces?
–Garbo duró mucho y se retiró a tiempo. Anna Sten no duró nada, la retiraron a tiempo. Lupe Vélez duró mucho pero no supo retirarse a tiempo. A Valentino, lo retiró la muerte a los treinta años…
–Mira, lo importante no es qué lugar ocupas sino cuánto lugar. Es el espacio lo que cuenta, no el tiempo. Poco tiempo, pero mucho espacio, ya la armaste. Poco espacio, pero mucho tiempo, eres un pobre diablo.
–Depende de la publicidad. Y del talento, claro.
Pero al decir "talento", los ojos de todos se volvían vidriosos, se miraban entre sí como si no estuvieran allí o fueran todos de vidrio, como el licenciado de Cervantes, y entonces había que pensar en el sexo otra vez, para ser, saber que soy, saber que eres, y reiniciar la ronda, alcohol, chisme, inmortalidad, quién va a sobrevivir, quién va a durar, vamos a coger, vamos a beber, vamos a chismear, ¿vamos a durar?
Le dije en voz baja a Diana que todo esto me recordaba una de las instituciones más repulsivas del mundo, el cocktail-party gringo en el que nadie se digna concederle más de dos o tres minutos a nadie, ni al desconocido más fascinante ni al más entrañable y viejo de los amigos. Sí, eres de vidrio, miran a través de ti para ver quién es el siguiente favorecido al que le darán un par de minutos antes de ofrecerle una cara congelada y desdeñosa porque ya espera su turno el siguiente que etc. Todo esto balanceando una copa con una mano y una salchicha vienesa enrollada en tocino grasoso con la otra. Quiere decir que saludan con sólo dos dedos y con la boca más hinchada que los carrillos de Dizzy Gillespie tocando la trompeta.
–¿Cómo fue tu llegada a Hollywood? – me interrumpí a mí mismo.
Esa noche, Diana no olía a untos perfumados. Olía a jabón y traía puestos overoles y una camiseta blanca. Sólo yo sabía los excitantes primores que se escondían debajo de esta simplicidad.
Contó muchas cosas que yo ya sabía, otras que desconocía.
La escogieron para hacer el papel de la Santa Juana de Shaw entre dieciocho mil aspirantes. Fue un estréllate por eliminación -todo en los EE.UU. es como una carrera de relevos-: una tras otra, las chicas eran rechazadas porque no daban la medida. Unas tenían la nariz larga o demasiado corta, otras el cuello también demasiado corto o largo, otras se veían muy grandes en la pantalla.
–La pantalla te agranda. Idealmente tienes que ser pequeña y delgada, o si eres grande, debes ser esbelta y graciosa en tus movimientos, como Ava Gardner, o misteriosa como Garbo, o creíble como Ingrid Bergman. Otras tenían los ojos más bellos del mundo, pero Dios les dio cuellos de cortisona. Otras más tenían cuerpos de Venus, pero caras de luna…
–Tú eres Diana, la cazadora de la luna…
Se rió. – Yo lo oí desde el primer día en el set. Una chica muy pequeña para un papel muy grande, murmuraban. Un gran actor inglés me compadeció. Vas a ser estrella antes de ser actriz me dijo. Esto era lo que me asustaba, la buena intención, la compasión, no la exigencia tiránica del director. Al cabo, éste creía tener una idea clara de lo que Shaw quería. Sólo me pedía estar a la altura del autor, ser Santa Juana, sin importarle si yo era actriz o estrella, o si era chica o grande para el papel. ¿Tú recuerdas lo que dice Shaw de su Santa?
Le dije que sí, era una obra que me gustaba mucho. – Shaw ve a la Edad Media como una piscina de excéntricos y Santa Juana como uno de sus peces más extraños. Irritó a todo el mundo. Era una mujer vestida de hombre: irritaba al machismo feudal. Se decía emisaria de Dios: irritaba a los obispos, a los que ella se sentía superior. Le daba órdenes al Rey de Francia y quiso humillar al de Inglaterra. A los generales los mandaba a la chingada y les demostraba que era mejor estratega que ellos. ¿Cómo no iban a quemar a una mujer así?
Diana colgó la cabeza. – El director me dijo: Si los hubiera tratado políticamente a todos, a los reyes, a los generales, a los obispos y a los señores feudales, habría vivido muy largo tiempo. Era una mujer incapaz de ceder. No sabía hacer compromisos. Era una masoquista. Quería sufrir para llegar al cielo.
Se abrazó de mi cuello, emocionada, casi sollozando, ¿qué debe uno hacer, conceder o ser íntegra, vivir mucho tiempo o morir joven en la hoguera, qué, dime, mi amor?
Quise contestar con humor, porque la emoción también se adueñaba de mí. Pero no me salió nada; el espíritu santo no me visitaba esa noche. Hice una seña de discreción con el dedo para que todos entendieran. Nos miraban con extrañeza. La conduje a la terraza de madera volada sobre una barranca. El aire frío del desierto nocturno nos despabiló. – Ojalá me hubieras dirigido tú -me regaló Diana su sonrisa de hoyuelos.
–Shaw dice que Juana fue como Sócrates y Cristo. La mataron sin que nadie levantara un dedo para defenderla.
–Exigí ver la película de Dreyer, La pasión de Juana de Arco. Ellos -el estudio- no querían. Que me iba a influir. Que la comparación me iba a aplastar.
La Falconetti era una Juana infinitamente triste, yo no tenía esa tristeza, no tenía de dónde sacarla…
–Decidiste ser Santa Juana en la vida. Me miró inquisitivamente. – No. Decidí que Juana estaba loca y merecía morir en la hoguera. La interrogué, sorprendido. – Sí. Todo el que lucha por la justicia está loco. El cristianismo es una locura, la libertad, el socialismo, el fin del racismo y de la pobreza, todas son locuras. Si defiendes esto, estás loco, eres una bruja y acabarán quemándote…
Nunca me miró con melancolía más grande, como si por su mirada nocturna, tan clara, pasaran las imágenes en claroscuro de Dreyer, la Falconetti con el pelo rapado y los ojos de uva sangrienta, los muros blancos, las túnicas negras de los obispos, los labios exangües de Antonin Artaud, prometiendo otros paraísos…
–Hay una filósofa andaluza muy anciana, María Zambrano, que dice lo siguiente: La revolución es una anunciación. Y su vigor se ha de medir por los eclipses y caídas que soporta. Juana era una revolucionaria. Era una cristiana.
–Lo malo -dijo ella con amargura súbita- es que el director no entendía eso… El muy imbécil creía que Juana era Santa porque sufría, no porque gozaba siendo insoportable para todos.
–Había que quemarla -dije como conclusión,
sin pensarlo mucho.
–Literalmente, literalmente. El director me amarró a la estaca, le mandó prender fuego y ni siquiera filmó la escena. Vio cómo se me acercaban las llamas. Quería verme asustada para convertirme en su Santa Juana. Me hubiera dejado consumirme allí, el hijo de puta. Los técnicos me salvaron cuando las llamas tocaron mi sulpicio. El director estaba feliz; yo ya había sufrido: era santa. No me dejó ser rebelde. Fracasamos los dos.
Esta declaración le devolvió la serenidad a Diana.
–Para salir de la tiranía del director, me casé con un escritor ilustre que podía dominar al mismísimo director y a todos los estudios de Hollywood.
–¿También te satisfizo a ti?
Me miró como si yo fuera otro, de cristal, un licenciado vidriera más.
–Nunca hables mal de Iván.
–Lo admiro mucho -dije con una risa cordial.
–No te rías nunca cuando hables de él.
Me dio la espalda y regresó al salón. La seguí. El actor, muy borracho, repetía incesantemente, desubicado en la nación mexicana, "I’m very cross in Vera Cruz, I'm very cross in Vera Cruz", su novia se preguntaba si Lilly, la estrella en ascenso, iba a durar o no, y el camarógrafo dijo que él tenía la solución portátil para todos los problemas de la soledad sexual en las locaciones lejanas, bajándose el zipper y mostrándonos su sexo como una gran pera magullada, mientras gritaba ¡viva el amor propio! y el actor declaraba very cross in Veracruz y su novia le rogaba, nunca seas un ya fue, a has been, te abandonaría, te juro que te dejaría por otro, el éxito es mi afrodisíaco…
–Ya ves -suspiró Diana mientras la camioneta nos llevaba al centro de Santiago-. Hollywood es una serie de cápsulas biográficas; vitaminas o veneno que puedes comprar en la farmacia.
Azucena. No era bonita. Tenía una de esas caras catalanas que parecen fabricadas a hachazos, o nacidas de una montaña: duras, pétreas, angulosas. Los labios descarnados y largos, la larga nariz de punta temblorosa, la mirada velada por párpados y bolsas gruesas, los ojos apenas ranuras, reveladores, sin embargo, de un brillo inteligente. De las cejas y del peinado dependía todo. El arco, el espesor de la ceja.
La forma, el color del pelo. Azucena había escogido un peinado neutro, caoba, que proclamaba su mensaje: Envejeceré con este color y este corte de pelo. Envejeceré sin que nadie lo note, hasta que todos crean que siempre tuve la edad de mi muerte.
No podía sacarme de la cabeza la idea de que en esta locación de cine, sólo ella y yo sabíamos quién era Quevedo. "Ayer se fue, Mañana no ha llegado…" Yo tenía curiosidad, en cambio, por averiguar la forma real de sus cejas. La forma artificial era una interrogante, no una declaración neutra como la cabellera, sino un desafío cuestionante, cejas arqueadas de las que estaba excluido el asombro y quedaba, siempre, sólo la pregunta.
Era española, de manera que nos era fácil comunicarnos. No sólo por la lengua, sino por una cualidad que adiviné primero y luego comprobé en ella. Viéndola moverse, ágil y nerviosa, vestida siempre con falda, blusa y cardigan, que era el uniforme profesional citadino de esa época, pero con dos piernas españolas musculosas, fuertes, de tobillo grueso, adiviné que había muchos campesinos detrás de la correosa figura de Azucena; pero había, sobre todo, una tradición de trabajo no sólo honorable, sino orgulloso. En todo lo que hacía esta mujer, había orgullo de lo que hacía esta mujer. Me contó un día que sus abuelos eran campesinos del Bajo Ebro, vecinos de Poblet, desde hacía siglos. Los padres se fueron a Barcelona y establecieron un pequeño comercio de comestibles, a ella la mandaron a estudiar taquigrafía pero los tiempos eran difíciles para España, los jóvenes tenían que trabajar para mantener a sus padres y hermanos, ella fue mesera, luego la contrataron cuando empezaron a filmar películas americanas en España, conoció al marido de la señora, aquí estaba…
Estaba, digo, con esa dignidad en el trabajo que asociamos, aunque nos pese, con el cerrado sistema de clases europeo. Acaso se deba, también, a la vieja dignidad medieval otorgada a la función, al oficio. Cuando se sabe que siglos antes y siglos después de nosotros, fuimos y seremos carreteros, herreros, albañiles, plateros, mesoneros, le damos una dignidad espontánea a nuestro lugar, a nuestro trabajo. Esta certeza -¿esta fatalidad, este orgullo?– contrastaba con el culto moderno de la movilidad social, la upward mobility que nos vuelve eternos insatisfechos del lugar que ocupamos, eternos envidiosos del que ya llegó a un lugar superior al nuestro, usurpando, seguramente, el sitio que nos corresponde… Azucena no hablaba de ello, pero era indudable que había pasado por guerra y dictadura, había visto prisión y muerte, sabía del garrote vil y le infundía pavor la Guardia Civil. Pero la ocupación continuaba: sembrar, arar, vender lechugas o servir mesas. Si ella no le daba dignidad a su trabajo, nadie se lo daría. La perspectiva de ese trabajo era la continuidad, la permanencia. Estaba donde estaba, a gusto, no a disgusto y en esto veía yo el contraste, cuando visitaba la locación a veces, para reunirme en la tarde con Diana, con la peluquera y el stunt man. Ellos y los demás actores, los técnicos, los productores, el director, todos inmensamente angustiados, escondiendo la angustia detrás de una máscara de jocularidad. La broma, el joke, la jócula perpetuas son una característica atroz de los norteamericanos, el wisecrack, la broma instantánea, la respuesta irónica o graciosa, son una extensa pero delgada máscara que cubre el territorio vasto de los Estados Unidos y disfraza la angustia de sus habitantes; esta angustia es la de moverse, no estarse quietos en un solo lugar, llegar a otro sitio, hacer, hacerse, hacerla, make it. Detestan lo que están haciendo porque todos, sin excepción, quisieran hacer otra cosa para ser algo más. Los Estados Unidos no tuvieron Edad Media. Es su gran diferencia con los europeos, desde luego, pero también con nosotros, los mexicanos, que venimos de los aztecas pero también del Mediterráneo, de los fenicios, los griegos y los romanos, pero también de los judíos y los árabes, y junto con todos ellos, de la España Medieval. A México se llega también por la ruta de Santiago -no éste de la filmación, sino el de la Vía Láctea hacia Compostela-. Más tarde, cuando mis alumnos de Harvard se quejaban de las remotas tradiciones que yo sacaba a cuenta para explicar a la América Latina contemporánea, yo les preguntaría:
–Y para ustedes, ¿cuándo empieza la historia? Siempre me contestaban: En 1776, al nacer la nación norteamericana.
Los USA, nacidos como Minerva de la cabeza de Júpiter, armados, íntegros, ilustrados, libres, envidiados… y dotados de movilidad social, siempre hacia arriba, ser siempre algo más, alguien más, más que el vecino. El país sin límites. Era su grandeza. También, su servidumbre.
Azucena era la dama de compañía, la sirvienta invisible, digna, serenamente satisfecha. A veces, era imposible saber si estaba o no estaba. Caminaba con paso de gato por la casa de Santiago. Una mañana, entró a despertar a Diana con la bandeja del desayuno entre las manos y nos descubrió cogiendo, ostensiblemente: un sesenta y nueve suntuoso que no era posible disimular. Dejó caer la bandeja. En el estrépito, Diana y yo nos desenchufamos torpemente. Por un azar de la posición, o de la luz, mi mirada se cruzó con la de Azucena. Vi en sus ojos el vértigo de imaginarse amada.
En cambio, en el mundo anglosajón el papel es suave como seda, la variedad de los instrumentos colorida, extensa, bien clasificada. Entrar a una papelería en Londres o Nueva York es penetrar a un paraíso de frutos escribaniles, plumones que vuelan como azores, tableros que sujetan con la ductilidad de una mano enamorada, clips que son broches de plata, carpetas que son protocolos, etiquetas que son cartas credenciales, cuadernos que son deuteronomios… Durante años, viajé a México cargado de cuadernos de papel satinado para que mi amigo Fernando Benítez pudiera escribir cómodamente sus grandes libros sobre las supervivencias indígenas de México, cómoda y sensualmente. A Benítez la ley de exclusión ideológica del macartismo le impedía entrar a los Estados Unidos, ni siquiera para comprar buenos cuadernos de trabajo. Pero ésa es otra historia. José Emilio Pacheco, el poeta mexicano, dice que lo primero que hace antes de comprar un libro es abrirlo al azar y meter la nariz entre sus páginas. Ese olor magnífico, comparable al que se puede hallar entre los senos o entre las piernas de una mujer, se multiplica por mil en las estanterías de las grandes bibliotecas universitarias de los Estados Unidos. Ahora yo la invitaba a Diana, sin demasiada seriedad, lo admito, con una especie de entusiasmo indefenso, lo repito, si quieres podemos vivir juntos en una universidad, tú puedes salir a filmar…
Ella me interrumpía: -Sería mejor que Santiago.
Yo le agradecía las notitas que me hacía llegar desde la locación en las montañas, todos los días, mientras yo escribía mi oratorio. La mejor de ellas (la que conservaré siempre), decía: "Mi amor: Si logramos sobrevivir a este lugar, somos invencibles. ¿Qué puede separarnos? Te quiero". Pero ahora dijo que sí, vivir en un campus universitario americano podría ser bonito. Ella, todos los años, regresaba a su pueblo en Iowa a conmemorar el Día de Acción de Gracias, ese Thanksgíving que sólo los gringos celebran. Les recuerda su inocencia; esto es lo que en realidad celebran. Evocan el año cumplido por los fundadores puritanos de la colonia de Massachussets, llegados a la roca de Plymouth en 1620, huyendo de la intolerancia religiosa en Inglaterra. Yo los llamo, para hilaridad de algunos amigos, los primeros espaldas mojadas de los Estados Unidos. ¿Dónde estaban sus visas, sus tarjetas verdes? Los puritanos eran trabajadores inmigrantes, igualito que los mexicanos que hoy cruzan la frontera sur de los Estados Unidos en busca de trabajo y son recibidos, a veces, a palos y a balazos. ¿Por qué? Porque invaden con su lengua, su comida, su religión, sus brazos, sus sexos, un espacio reservado para la civilización blanca. Son los salvajes que regresan. En cambio, los puritanos gozan de la buena conciencia del civilizador. Roban tierras, asesinan indios, decretan la separación sexual, impiden el mestizaje, imponen una intolerancia peor que la que dejaron atrás, cazan brujas imaginarias y son, sin embargo, los símbolos de la inocencia y de la abundancia. Un gran pavo relleno de manzanas, nueces, especies y rociado de salsa espesa confirma a los Estados Unidos, cada mes de noviembre, en la certidumbre de su destino doble: la Inocencia y la Abundancia.
–¿A eso regresas todos los años?
Dijo que ese sí que era su mejor papel. Pretender que seguía siendo una muchacha sencilla del campo. No le costaba mimar sus valores de clase media. Los mamó, creció con ellos.
–Es el papel que esperan de mí mis padres. No me cuesta. Te digo que es mi mejor papel. Merecería un Osear por lo bien que sé representarlo. Vuelvo a ser la chica de la casa de al lado. La vecina. Tienes razón.
Sus ojos se velaron de nostalgias.
–Donde quiera que esté, el último jueves de noviembre regreso a mi pueblo natal y celebro el Día de Acción de Gracias.
–¿Cómo lo toman ellos? Tus padres.
–Sirven vino. Es la única vez que lo hacen. Creen que si sirven vino, estaré contenta, no extrañaré París. Me ven como una mujer extraña, sofisticada. Yo les hago creer que soy la misma chica pueblerina de siempre. Ellos sirven vinos franceses. Es su manera de decirme que saben que soy distinta y que ellos, en cambio, siempre son los mismos.
–¿Ellos te creen? ¿Tú crees que te creen?
–Vamos a jugar scrabble. Apenas son las ocho de la noche.
Inventamos diversos juegos de salón para pasar las noches. El más socorrido era el juego de la verdad. La consecuencia de mentir era un placer: darle un beso al mentiroso. Era mejor decir la verdad y guardarse los besos para la noche. Pero Cooper, el viejo actor, estaba solo y sin embargo no deseaba besar o ser besado.
La pregunta esta noche era una que yo propuse: ¿Por qué frenamos nuestras grandes pasiones?
¿Qué quieres decir, preguntó el actor, que si no las frenamos volveríamos a la ley de la selva? Eso ya lo sabemos, dijo con un gesto agrio de la nariz y los labios torcidos, muy característico de sus papeles en el cine.
No, me expliqué; les pido que muy personalmente declaren por qué, en la mayoría de los casos, cuando se presenta la oportunidad de vivir una gran pasión personal la dejamos pasar, nos hacemos tontos, parecemos, a veces, ciegos, ante la oportunidad mejor de empeñarnos en algo que nos dará una satisfacción superior, una…
–O una insatisfacción profunda -dijo Diana. – También es cierto -dije yo-. Pero vamos por partes. Lew.
–Okey, no diré que toda gran pasión nos devuelve al estado animal y rompe las leyes de la civilización.
Pero ocurre a cada rato, desde el sexo con nuestra mujer hasta la política. Quizás el temor más secreto es que una pasión ciega, irreflexiva, nos saque del grupo al que pertenecemos, nos haga culpables de traición…
El viejo estaba hablando con dolor. Lo interrumpí, sin darme cuenta de que violaba mi propia premisa. No le dejaba entregarse a su pasión porque sentí que la estaba personalizando, identificando demasiado con su propia experiencia… Diana me miró curiosamente, sopesando mi propensión a los buenos modales, a evitar fricciones…
–¿Lo dices por el sexo, te refieres a la pasión sexual?
No, me dijo Cooper con la mirada. – Sí. Eso es. La pasión nos saca del grupo familiar. Puede violar la endogamia. Endogamia y exogamia. Ésas son las dos leyes fundamentales de la vida. El amor con el grupo o fuera de él. El sexo adentro o afuera. Decidir eso, saber si la sangre se queda en casa o se vuelve vagabunda, errante, eso es lo que nos impide seguir la gran pasión. O nos lanza de cabeza al abismo de lo desconocido. Necesitamos reglas. No importa que sean implícitas. Tienen que ser seguras, claras para nuestro espíritu. Te casas dentro del clan. O te casas fuera de él. Tus hijos serán de nuestra familia o serán extraños. Te quedarás aquí junto al hogar de tus abuelos. O saldrás al mundo.
–Ustedes han salido al mundo -les dije a los dos norteamericanos-. Los mexicanos nos hemos quedado adentro. Incluso les regalamos medio país a ustedes porque no lo poblamos a tiempo.
–No te preocupes -rió Diana-. Pronto California volverá a ser de ustedes. Todo mundo habla español.
–No -le dije-. Contesta a la pregunta del juego.
–Tú primero. Las damas al final -se acurrucó en sí misma como un gato de Angora. Nunca fueron más profundos, más prometedores, los hoyuelos de sus mejillas.
–Yo confieso que me da miedo que una pasión me quite el tiempo que necesito para escribir. He dejado pasar muchas ocasiones de placer porque he previsto las consecuencias negativas para mi literatura.
–Dilas -más hoyuelos que nunca, casi impúdicos.
–Celos. Dudas. Tiempo. Vueltas y más vueltas. Lugares de cita. Confusiones. Malentendidos. Mentiras. – Todo lo que le quita pasión a la pasión -Diana agitó cómicamente su cabeza rubia.
–No hay mujer que no puedas conquistar si le dedicas tiempo y halago. Importan más que el dinero o la belleza. Tiempo, tiempo, la mujer es devoradora del tiempo del hombre, eso es todo. Dedicarles mucho tiempo.
–Nosotros no perdimos el tiempo. Nos vimos y ya -dijo Diana como si estuviese bebiendo una copa invisible-. Tú y yo.
–Tengo terror de quedarme sin tiempo para escribir -continué-. Escribir es mi pasión. Todo escritor nace con el tiempo contado. Desde el momento en que se sienta a escribir, inicia una lucha contra la muerte. Todos los días, la muerte se acerca a mi oreja y me dice: Un día menos. No tendrás tiempo.
–Hay algo peor -dijo Cooper-. Un amigo científico de UCLA me dijo que llegará el día en el que, al nacer, te podrán decir, primero, de qué vas a morir y, segundo, cuándo vas a morir. ¿Vale la pena vivir así?
–Ése es otro juego, Lew. Esa pregunta la haremos mañana -me reí-. Nos quedan muchas largas noches en Santiago, sin cine, sin televisión, sin restoranes decentes…
Miré a los ojos de Diana, implorando, no afirmando, muchas noches por delante, pero mis ojos no disolvieron la mirada de desengaño en los suyos. Dije la verdad. ¿Merecería un beso esa noche? ¿Me besaría Diana para decirme: Mentiste? Me prefieres a mí. Lo dejas todo por mí. Tus mañanas de escritor son una farsa. Vives para amarme de noche. Yo lo sé. Yo lo siento. Todo lo que escribas aquí será una mierda porque tu pasión no estará allí, estará entre mis sábanas, no entre tus páginas.
–Deberíamos hacerlo -dijo Diana.
Lew y yo la miramos sin entenderla. Entendió.
–Nada debe impedirnos una pasión. Absolutamente nada. Dame algo de beber.
Lo hice mientras ella decía que la vida nunca es generosa dos veces. Hay fuerzas que se presentan una vez, nunca más. Fuerzas, repitió cabeceando varias veces, mirándose las uñas pintadas de los pies desnudos, la barbilla apoyada en las rodillas. Fuerzas, no oportunidades. Fuerzas para el amor, la política, la creación artística, el deporte, qué se yo. Pasan una sola vez. Es inútil tratar de recuperarlas. Ya se fueron, enojadas con nosotros porque no les hicimos caso. No quisimos a la pasión. Entonces la pasión no nos quiso tampoco.
Se soltó llorando y la tomé en brazos, cargándola hasta la cama. Era del tamaño de una niña.
Santa Juana… Hasta la santidad se vuelve costumbre, la pasión, la muerte, el amor, todo. En las pocas semanas que llevábamos en Santiago, esta recámara era ya un sitio familiar, acostumbrado. Sabíamos dónde encontrarlo todo. Mi ropa aquí. La de ella allá. El breve espacio del baño dividido equitativamente. Es decir: el ochenta por ciento para ella, que viajaba con una variedad lujosa y desconcertante de cremas, lápices, barnices, ungüentos, lociones, perfumes, lacas… Yo, en cambio, sólo necesitaba espacio para mi navaja y mi crema de afeitar, mi peine y mi cepillo de dientes. Me quejé de la pasta Colgate que debía comprar en México, donde las altas tarifas de importación nos dejaban sin mucha elección.
–¿Por qué? ¿Cuál te gusta? – me preguntó Diana.
Entre bromas y veras, dije que la pasta del Capitano, un tubo dentrífico que usaba en Venecia y que me recordaba la pasta hecha en casa por mi abuela en Jalapa. Mi abuela no se fiaba de los productos hechos quién sabe dónde, quién sabe por quién, y que uno acababa por meterse a la boca. Ella trataba de hacerlo todo en casa, su cocina, su carpintería, su costura… La pasta del Capitano me recordaba a mi abuela porque era color de rosa por dentro y blanca por fuera, con el grabado de un ilustre señor bigotón de principios del siglo, presumiblemente el Capitano mismo, dándole una garantía de tradición y seguridad al producto. Mi abuelo, me dije, se parecía sin duda a este Capitano decimonónico. Mi abuelita se hubiera enamorado de un hombre así, con sus bigotazos, su alto cuello tieso y su corbata de plastrón.
–La pasta del Capitano -reí.
A los tres días, Diana me entregó un paquete con diez tubos de la famosa pasta. Los había mandado traer desde Italia. Así nada más, tronando los dedos, de Roma a Los Ángeles a la ciudad de México, a la ciudad provinciana de Santiago. En tres días, mi amante me cumplía un capricho desproporcionado, inesperado. Al mismo tiempo, lo que me parecía una simple boutade de mi parte, ni siquiera una pasión, se instalaba como costumbre en nuestra sala de baño. Yo ya no tenía que desear mi pasta de dientes italiana. Aquí estaba, como si me la hubiese mandado desde el cielo Santa Apolonia, la santa patrona de los dentistas y los dolores de muelas.
Miré a Diana dormida. Vivía en el mundo de la satisfacción instantánea. Yo sabía que ese mundo existía. Los muchachos de París, en mayo del 68, se habían rebelado, vagamente, contra eso que llamaban la tiranía del consumo, la sociedad que trocaba el ser por el parecer, la adquisición como prueba de la existencia. Un mexicano, por más que viaje por el mundo, está anclado siempre en la sociedad de la necesidad, volvemos a la necesidad que nos rodea por todas partes en México, y si tenemos un poquitín de conciencia, nos cuesta imaginar un mundo donde todo lo que se desea se obtiene inmediatamente, así se trate de una pasta de dientes color de rosa. Siempre me he dicho que el vigor del arte en América Latina se debe a ese riesgo enorme de arrojarse al abismo de la necesidad, con la esperanza de caer de pie en la otra orilla, la de la satisfacción. Ésta nos cuesta mucho, si no por nosotros mismos, sí en nombre de cuantos nos rodean.
Una pasta desde Italia en tres días. Una costumbre, ya no un deseo, ni siquiera un capricho. Agité mi cabeza, como para salir o entrar del sueño de Diana. Todo se vuelve costumbre. Diana duerme del lado derecho de la cama, cerca del teléfono. Yo duermo del lado izquierdo, cerca de un par de libros, un cuaderno de notas y dos bolígrafos. Pero esta noche, al acostarme, alargo la mano para tomar un libro, levanto la mirada y me encuentro con la de Clint Eastwood. Dejé caer el libro, asombrado. La costumbre se había roto. Diana había puesto de mi lado de la cama una fotografía de Clint Eastwood, dedicada, con amor, a Diana. Esa inconfundible mirada lacónica, azul y helada, tan intensa como una bala. El hablar lento y parco, como si la parsimonia del diálogo fuese el lubricante de la velocidad del disparo. Un tabaco flaco y apagado entre los dientes apretados. Era la foto de un guerrero que estuvo en Troya, un Aquiles de cuero y piedra, ahora plantado lejos del mar vinoso de Hornero, en medio de una épica sin agua, sin costas, sin velámenes, una épica de la sed, el desierto, y la ausencia de poetas que canten las hazañas del héroe. Ésa era su tristeza: nadie le cantaba. Clint Eastwood. Un héroe amargo me miraba entre pestañas rubias y bajo cejas de arena. La costumbre establecida se había roto. Debí imaginarlo. Siempre debí saber que ninguna costumbre iba a serlo por largo tiempo al lado de Diana. Su llanto, esta noche, era sólo el recuerdo de las veces en que debió llorar y no lo hizo.
Quería preguntárselo un día: -Oye, ¿tú sólo lloras en nombre de las veces que no lo hiciste cuando debías?
La mirada de Clint Eastwood me impidió despertarla en ese instante y preguntarle lo que ya sabía. Ella lloraba hoy porque no lloró cuando debió hacerlo antes. Ella acababa de filmar una película en Oregon con Clint Eastwood. Fue una larga filmación. Duró meses. Fueron amantes. Pero a mí no me correspondía preguntar nada, averiguar nada. A ella tampoco. Ésa sí que era ley no escrita, acuerdo tácito entre los amantes. Los amantes modernos, es decir liberados. No andar averiguando qué pasó antes, con quién, cuándo, cuánto tiempo. La regla civilizada era no preguntar nada. Si ella quería contarme algo, qué bien. Yo no iba a mostrar curiosidad, celo, ni siquiera buen humor. Yo iba a guardar una tranquilidad absoluta mirando de día y de noche la mirada del guerrero del Oeste puesta a mi lado como quien pone al Sagrado Corazón de Jesús en una cabecera, para que nos bendiga y proteja. No iba a darle el gusto de preguntar nada. Si ella quería decir algo sobre Clint Eastwood y su imagen súbitamente aparecida como un exvoto de gracias junto a la cabecera de nuestro lecho erótico, era cuestión de ella. La pasión, el celo, me decían: reclama, haz una escena, mándala al carajo a la puta gringa esta. Mi inteligencia me decía, no le des ese gusto. Eso le encantaría. ¿Y qué? ¿Y qué que se enoje conmigo, rompa conmigo, yo me largue, y qué? Y todo. Ésa era la cuestión, que la verdadera pasión, la que yo sentía entonces por ella, me prohibía hacer nada que pusiera en peligro el hecho de estar al lado de ella, nada más. No me engañaba. Había mucho de indignidad casi perruna en esto. Me ponía la foto de su anterior galán en las narices y yo me aguantaba. Me aguantaba porque no quería separarme de ella. No quería hacer nada que quebrase el encanto de nuestro amor. Pero ella sí. Esa foto era una provocación. ¿O era la manera como ella misma me indicaba que los dos íbamos a tener otros amores, antes o después del nuestro? No quise ver una ruptura anticipada en todo esto. No podía admitirlo. Negaría la intensidad de mi propia pasión, que era estar con ella, coger con ella, siempre, siempre…
Entre el celo y la ruptura, estaba el camino de la tranquilidad, la sofisticación, la reacción civilizada. No darse por enterado. Tomarlo con mucha sans fagon. ¿Quería colgar fotos de Clint Eastwood por toda la casa? Que lo hiciera. Yo la vería como una especie de quinceañera provocadora, bromista, enajenada, cuyo sarampión sería curado por mi paciente, civilizada madurez. Yo le llevaba diez años. ¿Quería Diana sacarme la lengua? Yo se la chuparía.
Pero yo mismo no dormí tranquilo; mi propia explicación no acababa de satisfacerme. Todo era demasiado fácil. Tenía que haber algo más y esa madrugada, cuando ella despertó a las cinco y se acercó dando y ofreciendo su amor cotidiano, mi respuesta fue casi mecánica y al final, levantándose de la cama, envuelta en la sábana, como si las miradas de Clint Eastwood y su servidor fuesen, juntas, algo demasiado, me dijo esto.
–Señor, lleva usted dos semanas de placer. ¿Cuándo piensa dármelo a mí?
Por un momento, casi me convencí de que yo era como todos los hombres, sobre todo los latinoamericanos, que buscan su satisfacción inmediata y les importa un puro carajo la de la mujer. Fui mi mejor abogado; me convencí en seguida de que éste no era mi caso, yo le había prodigado calor y atención a Diana Soren, mi paciencia no estaba en duda, mi pasión tampoco. Ella era tan voraz como yo deseoso de complacerla. Si el placer masculino al que ella se refirió esa mañana era el simple, directo de montarla y venirme, jamás lo hice sin todos los preámbulos, el foreplay, que la urbanidad sexual indica para satisfacer a la mujer y llevarla a un punto anterior a la culminación que conduzca, con suerte, al orgasmo compartido, el coito emocionante, hecho por partes idénticas de carne y de espíritu: venirse juntos, viajar al cielo… ¿Fallé en otro capítulo? Los revisé todos. Le pedí felación cuando intuí que ella quería mamar verga, que agarrarla de la nuca y acercarla a mi pene levantado como a una esclava dócil era el placer que queríamos los dos. Pero también entendí cuando lo que quería ella era el cunilingüe lento y asombrado con el que mi lengua iba descubriendo el sexo invisible de Diana, avergonzándome de la obstrusión brutal de mi propia forma masculina, güevona, evidente como una manguera abandonada en un jardín de pasto rubio; en ella, en Diana, el sexo era un lujo escondido, detrás del vello, entre los repliegues que mi lengua exploraba hasta llegar al palpito mínimo, nervioso, azogado y azorado, de su clítoris de mercurio puro. Los sesenta y nueves no faltaron, y ella poseía la infinita sabiduría de las verdaderas amantes que conocen la raíz del sexo del hombre, el nudo de nervios entre las piernas, a distancia igual entre los testículos y el ano, donde se dan cita todos los temblores viriles cuando una mano de mujer nos acaricia allí, amenazando, prometiendo, insinuando uno de los dos caminos, el heterosexual de los testículos o el homosexual del culo. Esa mano nos mantiene en vilo entre nuestras inclinaciones abiertas o secretas, nuestras potencialidades amatorias con el sexo opuesto o con el mismo sexo. Una amante verdadera sabe darnos los dos placeres y darlos, además,, como promesa, es decir, con la máxima intensidad de lo solamente deseado, de lo incumplido. El amor total siempre es andrógino.
¿Ella misma quería que yo la sodomizara? Lo hice de las dos maneras, poniéndola de cuatro patas para entrar por su vagina desde atrás, o lubricando su ano para entrar, desgarrándolo, al capullo de su mayor intimidad. Untos se los di, la regué con champaña una noche, rociándonos los dos entre carcajadas; de su espléndido aroma vaginal de frutas maduras ya hablé; le rocié mi loción masculina en las axilas y entre las piernas; ella me escondió su propio perfume detrás de mi oreja, para que durara siempre allí, dijo; yo mismo la engalané como a una Venus doméstica con la espuma de mi tarro de afeitar (Noxzema) y una tarde de domingo aburrida le afeité los sobacos y el pubis, guardándolo todo en otro tarro abandonado de mermelada, hasta que floreciera o se corrompiera atrozmente, qué se yo…
Acabé riéndome con ganas de todas estas pendejadas, recordando para acabar (lo creí en ese momento) la maravillosa frase del moribundo y cachondo millonario Volpone en la comedia de Ben Jonson:
–A mí me gustan las mujeres y los hombres, del sexo que sean…
¿Era eso lo que nos faltaba: compartir el sexo con otros, era ése el placer al que se refería Diana? ¿Qué quería? ¿Un ménage a trois? ¿Con quién? ¿Con el stunt man que yo le serví para neutralizar? Entonces, ¿para qué meterlo en una triada? Ella acabaría sola con él; de esa vuelta de tuerca yo no me privaría: La dejaría sola con el hombre que yo serví para alejar, sola con él y sin el ménage á trois… La partouze, la orgía francesa, tampoco me parecía muy interesante o factible con un viejo actor, una peinadora que mascaba chicle, una austera dama de compañía española, un director chaparro, obeso y barbudo y un cameraman que proclamaba su adhesión al culto de Onán como placer salvador y seguro de las prolongadas locaciones cinematográficas…
¿Con animales?
¿Fetichismo?
El espejo. Quizás no habíamos jugado bastante con los espejos.
No pude desarrollar esta fantasía, porque al mirar al espejo que cubría una de las puertas del closet, miré reflejada la mirada del Vaquero Metafísico, Clint Eastwood, y caí en la cuenta. Ya sabía lo que deseaba Diana.
Desnudos en la cama, esa noche la sentí fría y le pregunté si tenía ganas de hacer el amor.
–¿Por qué mejor no me preguntas si me gusta hacer el amor contigo? – dijo haciéndose un ovillo entre las sábanas.
–Está bien. Te lo pregunto.
–¿Qué?
–¿Te gusta hacer el amor conmigo?
–Tonto -me dijo con su sonrisa más fulgurante,
más hoyuelesca.
–A mí me gustaría hacerte el amor en nombre de todos los hombres que te han hecho el amor -le dije acercándome bruscamente a su oído.
–No digas eso -ella tembló un poco.
La tomé de la cintura. – No sé si debo decírtelo.
–Somos libres. No nos guardamos nada, tú y yo.
–Hay algo que me gusta de ti. Pretendes que estamos solos cuando cogemos.
–¿No lo estamos?
–No. Cuando nos acostamos yo veo pasar por tu piel a una multitud de hombres, desde tu primer novio hasta tus amantes ausentes pero vigentes…
Miré de reojo la foto de la estrella de Por un puñado de dólares y sentí un escalofrío.
–Sigue, sigue…
Ya no sabía lo que estaba haciendo con mis manos. Sólo conocía mis palabras.
–¿Puede haber sexo sólo entre dos?
–No, no…
–¿Te gusta saber que pienso en todos los hombres que te han gozado antes cuando yo mismo te cojo? – ¿Te atreves a decírmelo? – ¿No lo sabes tú, Diana? ¿No te gusta también? – No me digas eso, por favor. – ¿No te desilusiono si te digo esto? – No -casi gritó-. No, me gusta… -¿Pensar que conmigo se acuestan contigo todos los hombres que te han cogido en tu vida? – Me gusta, me gusta… -Creí que no te iba a gustar… -No digas nada. Siente cómo estoy sintiendo… -¿Por qué no nos atrevemos a sentir este placer si tanto nos gusta?
–¿Cuál placer? ¿Qué dices? – Este placer. El que te doy pensando que soy otro, el que tú sientes imaginando que yo también soy otro, admítelo…
–Sí, me gusta, me vuelve loca, no pares… -Quisiera que todos ellos estuvieran aquí, viéndonos coger a ti y a mí…
–Sí, yo también, no te detengas, sigue… -No te vengas todavía…
–Es que me estás dando muchas vergas hoy… -Aguántate, Diana, nos están mirando, todos, desde ese espejo nos miran y nos envidian…
–Dime que a ti también te gusta que ellos nos miren…
–Me gusta que pretendas que lo hacemos solos. Me gusta saber que te gusta…
–Me gusta me gusta me gusta… Cuando terminamos, ella se volteó hacia mí, entrecerró los ojos grises (¿azules?) como una bruma olvidada y me dijo: -Qué poca imaginación tienes.
Nuestros juegos de salón nocturnos continuaron y uno de ellos era el scrabble, el juego de palabras formadas por fichas sobre un tablero. Gana el que forma más palabras con las letras que le tocan en suerte. La combinación alfabética cambia según las lenguas, pues el castellano abunda en vocales y el inglés, en cambio, prodiga las consonantes. Las W, las SH, y las dobles TT, MM o SS forman en inglés conjunciones inconcebibles en castellano. Nosotros, en cambio, tenemos ese clítoris de la lengua, la Ñ, que vuelve locos a los extranjeros porque les parece una extravagancia hispánica, medieval, comparable a la Santa Inquisición, cuando en realidad es una letra futurista, que abraza y suprime los trabajosos coitos del GN en francés, el NH en portugués o el impronunciable NY inglés. Jugábamos como una familia aburrida y bien establecida los tres, Diana, Lew y yo, con un alfabeto inglés. Aunque conozco bien la lengua inglesa, no me pertenece ni le pertenezco. Nunca he soñado en inglés. Mentalmente, hablo esa lengua traduciendo velozmente del español. Esto se nota porque abundan en mi inglés las paronimias españolas, las locuciones de origen latino y árabe, más que las de raíz sajón y germánico. Mi error, esta noche, fue tener ante mi mirada la palabra wheel (rueda) perfectamente formada y con cinco espacios seguidos para completarla y ganar formidables puntos. Sólo se me ocurría wheelbarrow (carreta) porque a veces tarareaba una linda canción irlandesa, "Molly Mallone", que araba las calles largas y estrechas con su carretilla (she plowed her wheelbarrow through the streets long and narrow), pero esa palabra requería seis espacios, y además yo no tenía las letras necesarias. Tuve que pasar y Lew, en cambio, llenó ese codiciado espacio del juego con sus cinco letras, house, para formar la palabra sajona wheelhouse, timonera. Dije desconocer esa palabra. Diana me miró con sorna. Volteó violentamente las letras que descansaban en mi atril y me demostró que pude haber llenado el espacio con chair, wheel-chair, que significa, simplemente, silla de ruedas. – ¿Así que piensas enseñar una universidad de los EE.UU? – me dijo con un tono de ironía insoportable-. Vete con cuidado. Los estudiantes te van a enseñar a ti. – ¿Lo saben todo, o sólo creen saberlo? – Saben más que tú, eso tenlo por seguro -dijo Diana y Lew bajó la mirada y pidió que siguiéramos jugando.
Fue el propio Lew Cooper el que sugirió otro juego para nuestras noches de tedio durangueño. Imaginemos, dijo, que somos Rip Van Winkle y nos dormimos veinte años. Al despertar, ¿qué clase de país nos encontramos?
–¿México o los Estados Unidos? – pregunté para dejar claro que había más de un país en el mundo. Me miraron como si fuera de veras tarado. Cooper cayó en seguida, inevitablemente, en el tema de la pérdida de la inocencia que tanto obsesiona a los gringos. Yo siempre me he preguntado cuándo fueron inocentes, ¿al matar indios, al entregarse al destino manifiesto y desatar sus ambiciones continentales, del Atlántico al Pacífico?, ¿cuándo? En México sentimos devoción por los cadetes que se arrojaron de lo alto del alcázar de Chapultepec antes que rendirse a las tropas invasoras del general Winfield Scott. ¿Fueron unos adolescentes perversos que se negaron a entregarle sus banderas a la inocencia invasora? ¿Cuándo fueron inocentes los Estados Unidos? ¿Cuándo explotaron el trabajo negro esclavizado, cuando se masacraron entre sí durante la guerra de secesión, cuando explotaron el trabajo de niños e inmigrantes y amasaron colosales fortunas habidas, sin duda, de manera inocente? ¿Cuándo pisotearon a países indefensos como Nicaragua, Honduras, Guatemala? ¿Cuándo arrojaron la bomba sobre Hiroshima? ¿Cuándo McCarthy y sus comités destruyeron vidas y carreras por mera insinuación, sospecha, paranoia? ¿Cuándo defoliaron la selva de Indochina con veneno? Reí para mí, guardándome mi posible respuesta a la pregunta del juego Rip-Van-Winkle. Sí; quizás los EE.UU. sólo fueron inocentes en Vietnam, por primera y única vez, creyendo que podían, como dijo el general Curtis Le May, jefe de la fuerza aérea de los Estados Unidos, "bombardear a Viet Nam de regreso a la edad de las cavernas". Qué asombroso debió ser para el país que nunca había perdido una guerra, estarla perdiendo precisamente ante un pueblo pobre, asiático, amarillo, étnicamente inferior en la mente racista que, flagrante o suprimida, vergonzosa o combatida, todo gringo tiene clavada como una cruz en la frente.
Hablaban los dos norteamericanos, y yo, quizás porque ambos eran actores, imaginé que la famosa inocencia era sólo una imagen de autoconsolación promovida, sobre todo, por el cine. En la literatura, desde el principio, desde el torturado puritanismo de Hawthorne, las pesadillas nocturnas de Poe y las diurnas de James, no ha habido inocencia, sino temor a la fuerza oscura que cada ser humano lleva dentro de sí; el yo enemigo es el protagonista de Moby Dick, por ejemplo, no un cetáceo. De acuerdo, esto casi es una definición de la buena literatura, la épica del yo enemigo… No sé si Tom Sawyer y Huck Finn son de veras inocentes o apenas un buen deseo bucólico en el que el contacto con la familia (Tom) o con el río (Huck) los distrae momentáneamente de los deberes de ganar dinero, sujetar al inferior y practicar la arrogancia como derecho divino. En todo caso, Mark Twain no era inocente, era irónico y la ironía, según su inventor moderno, Kierkegaard, es negativa, "un desarrollo anormal que… como los hígados de los gansos de Estrasburgo, acaba por matar al individuo". Pero, al mismo tiempo, es una manera de llegar a la verdad porque limita, define, hace finito, abroga y castiga lo que creemos ser cierto.
En el cine americano sí que se crea el mito de la inocencia, sin ironía alguna. Mis ojos infantiles están llenos de esas figuras del campo, provenientes del pequeño poblado rural, que llegan a las ciudades y se exponen a los peores peligros luchando contra el sexo (Lillian Gish), las locomotoras (Buster Keaton), los rascacielos (Harold Lloyd). Cómo gocé, de niño, las películas sentimentalmente inocentes de Frank Capra, donde el valiente Quijote pueblerino, Mr. Deeds or Mr. Smith, vence con su inocencia a las fuerzas de la corrupción y la mentira. Era un bello mito, consonante con la política moral y humanista de Franklin Roosevelt. Puesto que el Nuevo Trato fue seguido por la guerra mundial y la lucha contra el fascismo, que no sólo no era inocente, sino que era diabólico, los norteamericanos (y nosotros con ellos) se creyeron totalmente el mito de la inocencia. Ellos, gracias a su virtud, salvaron dos veces al mundo, derrotaron las fuerzas del mal, identificaron y aniquilaron a los villanos perfectos, el Kaiser y Hitler. Cuántas veces he oído a norteamericanos de todas las clases decir: "Dos veces fuimos a salvar a Europa este siglo. Debían ser más agradecidos." Para ellos, como en las "novelas internacionales" de Henry James, Europa es corrupta, los Estados Unidos son inocentes. No creo que haya otro país, sobre todo un país tan poderoso, que se sienta inocente o haga alarde de ello. Los hipócritas ingleses, los cínicos franceses, los orgullosos alemanes (los inculpados y autoflagelantes alemanes tan ayunos de ironía), los violentos (o lacrimosos) rusos, ninguno cree que su nación haya sido jamás inocente. Los Estados Unidos, en consecuencia, declaran que su política exterior es totalmente desinteresada, casi un acto de filantropía. Como esto no es ni ha sido nunca cierto para ninguna gran potencia, incluyendo a los Estados Unidos, nadie se los cree pero el autoengaño norteamericano arrastra a todos al desconcierto. Todos saben qué clase de intereses se juegan, pero nadie debe admitirlo. Lo que se persigue, desinteresadamente, es la libertad, la democracia, salvar a los demás de sí mismos.
Imaginé a Diana de niña, oyendo sermones luteranos en una iglesia de Iowa. ¿Qué podía caber en una cabeza infantil cuando un pastor le decía que los hombres son todos culpables, inaceptables, condenados, y sin embargo, Cristo los acepta, a pesar de su inaceptabilidad, porque la muerte de Cristo dio satisfacción sobrante por todos nuestros pecados? Una doctrina de ese tamaño, ¿nos condena a vivir tratando de justificar la fe de Cristo en nosotros?, ¿o nos condena a ser totalmente irresponsables, puesto que nuestros pecados ya han sido redimidos en el Gólgota?
Las palabras del viejo actor andaban muy lejos de mis cavilaciones. Su Rip Van Winkle se despertaba y no reconocía al país fundado por Washington y Jefferson. Lew Cooper veía lo que él mismo vivió con los ojos abiertos. Veía la terrible necesidad puritana de contar con un enemigo visible, designable, indubitable. El mal norteamericano era la obsesión maniquea que sólo comprende al mundo dividido en buenos y en malos, sin redención posible. Cooper decía que ningún norteamericano puede vivir tranquilo si no sabe contra quién está luchando. Disfraza esto diciendo que debe reconocer al malo para defender a los buenos. Pero cuando Rip Van Winkle despierta, una y otra vez, descubre que los buenos, para defenderse, han asumido las características de los malos. McCarthy no persiguió a los comunistas que veía debajo de los colchones. Persiguió y humilló y deshizo a los demócratas con los mismos métodos que Vichinsky empleó en la Unión Soviética para combatir nada menos que a los comunistas. Las víctimas del macartismo, del Comité de Actividades Anti Norteamericanas, del Comité Dies, de todos esos tribunales de la inquisición puestos al día, fueron Washington, Jefferson, Lincoln, dijo con una gran melancolía Cooper. Nos condenamos a nosotros mismos. Rip Van Winkle prefiere meterse de vuelta en el hueco de un árbol y dormir veinte años más. Sabe que al despertar va a encontrarse con lo mismo.
–¿Un país que a pesar de todo no ha estado a la altura de sus ideales? – les pregunté a mis compañeros de juego.
–Sí -dijo Cooper-. Ningún país lo ha estado. Pero los demás son más cínicos. Nosotros somos idealistas, ¿no lo sabías? Siempre estamos del lado del bien. Donde estamos nosotros, allí está el bien. Cuando no creemos esto, nos volvemos locos.
–No deberíamos salir nunca -dijo con gran sencillez Diana. La recuerdo en ese momento sentada en el tapete, con las piernas cruzadas y las manos unidas sobre el regazo.
–La novela de Thomas Woolfe que se llama You can't go borne again… Nunca puedes regresar a casa… Ése es el título más verdadero de toda la literatura americana… Sales de tu casa y ya nunca puedes regresar, por más que quieras… -agregó Diana con mirada cansada.
Le pregunté con la mía si era su caso. Sacudió la cabeza.
Dijo que cuando regresó de vivir en Francia encontró toda una nueva generación en California, en el Medio Oeste, en la Costa Este, que quería dar lo mejor de sí y no la dejaban. Era tan grande el contraste entre los ideales de los jóvenes en la década que acababa de pasar, los sesentas, y la corrupción, la mentira gigantesca de los gobernantes, la violencia que estallaba por todos los orificios de la sociedad… Diana contó esa noche lo que estaba en la mente de todo el mundo, pero lo contó como lo que era, una muchacha del Medio Oeste que se había ido a dormir a París y luego, como Rip Van Winkle, había regresado en los sesenta a las vorágines del asesinato de los Kennedy y de Martin Luther King, la muerte de decenas de miles de muchachos salidos de los pueblecitos rurales a las selvas asiáticas, los muertos de Vietnam, los soldados drogados, los muertos inútiles, para nada, menos mal que al frente no iban los muchachos blancos, sino los negros y los chicanos, la carne de cañón, y en el país un coro de mentirosos diciendo que estábamos conteniendo a China, salvando la democracia vietnamita, impidiendo la caída de los dóminos… Johnson, Nixon, los magnavoces de la hipocresía, la ignorancia, la estupidez, ¿cómo no se iba a desengañar una generación entera, cómo no iban a acabar ametrallando estudiantes en Kent State, apaleando manifestantes en Chicago, encarcelando a los Panteras Negras? ¿Para qué? – subió el tono de Diana, parecía despertar ella misma de un sueño larguísimo detrás de una pantalla plateada que era su propia mirada al mundo-, no para hacer fortunas, no para corromperse vulgarmente, por más que enriquecieran a cien contratistas y una docena de grandes compañías que trabajaban para la defensa, eso está bien, eso hasta lo entiendo, pero me vuelve loca la capacidad de estos canallas, para enamorarse de su propio poder, creer en su poder como algo no sólo duradero, sino importante, Dios mío, los muy cretinos creen que su poder importa, no saben que lo único que importa es la vida de un muchacho que mandaron a morir inútilmente en una selva asiática, un muchacho azorado que para justificar su presencia allí incendió una aldea y mató a todos sus habitantes, si no, ¿para qué estaba allí, para qué servía esa subametralladora cuya fabricación le había dado trabajo a miles de obreros y sus familias, una sola subametralladora le daba el poder a Lyndon Johnson, a Richard Nixon, a la Diosa Mentira, a la Puta Poder?
Diana Soren se desbarrancaba, su voz iba cayendo en un abismo extraño, hueco, iba a volver a dormir veinte años más con tal de no saber lo que pasaba en ese hogar al que nunca se podía regresar… América era lo que sucedía fuera del sueño.
Apretó el botón de su casetera y se escuchó la voz de José Feliciano cantando Baby Light My Fire. Cooper se incorporó indignado y apagó el aparato. Parodió la voz de Feliciano. En esto habíamos caído. Ésta era la música de hoy, música salvaje de cretinos, baby light my fire, hizo una mímica atroz y pidió permiso para retirarse a dormir.
Cuando salimos del trailer, la maquinista y la peinadora la esperaban impacientes. El director estaba inquieto. El día nublado iba a aclararse. Él miraba al cielo a través de un aparatito muy fino y misterioso guiñando un ojo, arrugando toda la cara, como si esperara instrucciones de lo alto para seguir rodando y ahorrarle dinero a una compañía que sin duda operaba a la vera de Dios con su bendición y mandato. El paisaje de las montañas de Santiago se desmorona y reconstruye según los caprichos dé la luz. Caminé por la llanura hacia las montañas que acumulaban toda la sombra del día, meciéndose como árboles bajo el engaño del firmamento, unos chicos jugaban fútbol en una cancha improvisada; el espectáculo era cómico, porque las cabras no respetaban la zona demarcada para el juego y lo invadían a cada rato; entonces los muchachos dejaban de ser Pelés campiranos y revertían a su condición de cuidadores de rebaños. Un tropel de borregos pachones, la lana enroscada como una sucia peluca de magistrado inglés, bajó precipitadamente hasta la cancha y el muchacho que los cuidaba fue recibido a silbidos e insultos por los jugadores. Uno de ellos se le fue encima, le arrebató la vara de pastor y comenzó a pegarle con ella. Corrí a detenerlo, los separé, traté de abusivo al agresor, que era más alto que el agredido, y de montoneros a los equipos que se disponían, también, a vengarse de los borregos que desdibujaban los límites, trazados con gis, del campo deportivo.
–Ya déjenlo, montoneros. No es su culpa.
–Sí es su culpa -dijo el grandulón-. Es un creído. ¿Qué se anda creyendo? Nomás porque fue Benito Juárez.
Esta alusión me pareció tan insólita que me dio risa primero y curiosidad enseguida. Miré con atención al muchacho agredido. No tendría más de trece años, su aspecto era muy indígena, sus mejillas eran como dos jarritos de barro cuarteado, los ojos tenían una tristeza heredada, pasada de siglo en siglo. Vestía camisa, overoles, sombrero de petate, huaraches y hasta cuidaba un rebaño. Era de verdad una repetición de Benito Juárez, que hasta los doce años no habló el español, fue pastor analfabeta y luego, ustedes ya lo saben, presidente, vencedor de Maximiliano y los franceses, Benemérito de las Américas y especialista en frases célebres. Su imagen impasiva está en mil plazas de cien ciudades mexicanas. Juárez nació para ser estatua. Este niño era el original.
Le ofrecí una coca y nos fuimos caminando hacia la locación.
–¿Por qué te atacan?
–Les dio mucha muina que yo fuera Juárez.
–Cuéntame cómo estuvo eso. Me dijo que un año atrás, una compañía de televisión inglesa estuvo aquí filmando una película y le ofrecieron que hiciera el papel del niño Juárez cuidando su rebaño. Todo lo que tuvo que hacer fue pasar con los borregos frente a las cámaras. Le dieron diez dólares. Los demás muchachos nomás lo miraron con coraje, pero él se gastó una parte del dinero invitándoles cocas a todos, aunque la mayor parte se la entregó a su papá. Los muchachos no se calmaron. Le agarraron tirria, lo aislaron. Él le preguntó a los ingleses, ¿cuándo sale la película, la podré ver? Ellos le dijeron que en un año. Seguramente sería anunciada en los periódicos y en las guías de TV. Él les dijo esto a los muchachos y sólo sirvió para que lo agarraran de puerquito. ¿Cuándo te vamos a ver en la tele, Benito; qué, te van a hacer estrella de cine, Benito; qué se me hace que fueron puras papas, Benito?
Me preguntó si yo sabía si la película se había estrenado y cuándo se vería aquí en Santiago, para callarles la boca a todos estos bueyes.
No, le dije, yo no sé nada, nunca he oído hablar de esa película…
El chamaco apretó los labios y dejó la cocacola a medio consumir. Pidió permiso para irse a ocupar del rebaño.
Regresé a la locación. El stuntman estaba haciendo una escena ante las cámaras en la que domaba a un potro salvaje. Usaba la ropa del actor principal, que lo miraba desde su silla plegadiza, bebiendo un bloody-mary. El director ordenaba un disparo para poner nervioso al potro y entonces el stuntman entraba a dominarlo. Buscaba con su mirada a Diana, sentada al lado del actor y el director interrumpía para regañarlo, no tenía por qué mirar a los actores, no se trataba de obtener la aprobación de nadie. ¿No se daba cuenta de que estaba solo en una montaña mexicana domando un potro salvaje, no sabía a estas alturas que hay una ilusión escénica que consiste en negar la cuarta pared del escenario, la que se abre al público, a la ciudad, al mundo, a la magia, se volvió muy elocuente el director en cuya mirada yo reconocía al estudiante de las artes de Stanislavsky y Lee Strasberg, reducido (o magnificado, según se le mire) a este puesto de creador de un arte donde el arte jamás debe hacerse notar? Estaba bien, me dije. Era un buen compromiso. En manos de un Buñuel, de un Ford, de un Hitchcock, era el mejor compromiso: Decirlo todo con un arte que de tan superior e intenso, no se notaba, fundiéndose con la limpieza de la ejecución técnica. Un arte idéntico a la mirada.
El stuntman lo tomó a broma, se rió y dijo en voz alta:
–Que venga el escritor mexicano a domarlo. Se supone que ellos son grandes jinetes, los mexicanos.
–No -grité de vuelta-, yo no sé montar. Pero tú no sabes escribir un libro.
No me entendió, o era muy lerdo, porque el resto del día se dedicó a hacer cosas prácticas, movió trailers, amarró cables, levantó máquinas, arreó caballos, probó rifles y contó cartuchos de salva en voz alta, todo como si quisiera impresionarme con su habilidad mecánica, a mí que no sé ni manejar un auto ni cambiar una llanta. Su exhibicionismo físico me confortaba, sin embargo. Alguna vez, cuando la peinadora me contó que desde Oregon el stuntman andaba tras de Diana, lo imaginé dentro del trailer con ella mientras yo permanecía en Santiago escribiendo mis cuartillas con desgano, y desengaño, crecientes. Ahora, viendo sus baladronadas machistas, me convencí de que jamás la había tocado. Mostraba demasiado, insistía, no estaba seguro, no era un rival…
De regreso a Santiago, Diana se recostó sobre mi hombro y jugó con mis uñas, excitándome. Cruzamos en el automóvil al lado del niño que fue Juárez y le conté la historia a Diana.
–¿Qué le dijiste?
–La verdad. Que no sabía nada.
Ella soltó un ruido gutural que sofocó enseguida, llevándose la mano a la boca, soltando mis uñas.
–Qué mal has hecho.
–No te entiendo.
–¿Cómo vas a entender? Tú eres el hombre que siempre tiene la mesa puesta, tú no sabes lo que es luchar, salir del hoyo…
–Diana…
–Debiste decirle que sí, ¿no te das cuenta?, debiste decirle que lo viste, que estuvo estupendo, que la película es un éxito en todas partes, que pronto vendrá aquí a Santiago y le callará la boca a sus amigos…
–Pero eso es una ilusión…
–¡El cine es una ilusión! – sus ojos gritaron más que su voz.
–Me niego a darle falsas esperanzas a esta gente. Es peor. Te juro que luego resulta peor. La caída es desastrosa.
–Pues yo creo que hay que darle una mano al que la necesita, todos necesitamos que nos den una mano…
–Una limosna, quieres decir…
–Okey, eso, una limosna…
–Para que nunca salgan de limosneros. Detesto la caridad, la filantropía…
Se apartó de mi contacto, como si la quemara, helada ella misma.
–Mañana mismo voy a buscar a ese niño.
–Vas a hacerlo más desgraciado, te digo.
–Voy a buscar esa película, lo voy a traer aquí, se la voy a mostrar al niño, a su familia, a sus amigos…
–Lo van a odiar más que nunca, lo van a envidiar, Diana, y no habrá secuelas, no hará otra película…
–Qué poca imaginación tienes, te digo que careces por completo de imaginación y de compasión también…
–Para ti todo son pastas de dientes italianas…
Nos dimos las espaldas, mirando atentamente hacia un paisaje sin interés, abolido, borrado.
–Te equivocas. Mírala. Está bien cerrada.
–Me refiero a la puerta del baño.
–Sí. Está abierta. ¿Y qué?
–Te he pedido que la tengas siempre cerrada.
–Es que en este momento estoy entrando y saliendo constantemente.
–¿Por qué?
–Por lo que tú gustes. Porque me dio súbitamente la venganza de Moctezuma, porque…
–Mientes. Eso no les pasa a ustedes. Lo reservan para nosotros.
–La diarrea no conoce fronteras ni culturas, ¿sabes?
–Eres de una vulgaridad espantosa.
–¿Qué más te da que la puerta del baño esté abierta o cerrada?
–Es un favor que te pido.
–Qué mona. Menos mal que no me das órdenes. Estoy en tu casa.
–No he dicho eso. Sólo te pido que respetes…
–¿Tu manía?
–Mi inseguridad, estúpido. Soy muy parcial a lo que está abierto o cerrado, tengo miedo, ayúdame, respétame…
–¿Nuestra relación va a depender de que yo cierre o deje abierta la puerta del baño?
–Es una cosa muy pequeña. Y sí, estás en mi casa…
–Y tú en mi país.
–Comiendo mierda, es verdad.
–Podemos regresar a Iowa a comer fritangas en celofán, hamburguesas de carne de perro, cuando gustes…
–Si no respetas mi vulnerabilidad, puedes tomar para ti otro baño y dejarme este solo para mí…
–También puedo irme a dormir a otra recámara.
–Te estoy pidiendo un favor pequeñísimo. Deja cerrada la puerta del baño. Me dan miedo las puertas de baño abiertas, ¿ya?
–Pero no te importa dormir con las cortinas de la ventana apartadas.
–Eso me gusta.
–Pues a mí no. Entra un sol bárbaro muy temprano y no me deja dormir.
–Te presto un antifaz de American Airlines.
–Tú te levantas al alba, está bien. Pero yo me quedo con una jaqueca de la chingada.
–Ve a la farmacia y cómprate una aspirina.
–¿Por qué insistes en dormir con las cortinas apartadas?
–Estoy esperando.
–¿A quién? ¿A Drácula?
–Hay noches muy hermosas en las que la luna invade una recámara, la transforma y te transporta a otro momento de tu vida. Quizás eso ocurra otra vez.
–¿Otra vez?
–Sí. La luz de la luna dentro de runa recámara, dentro de un auditorio; eso transforma al mundo, en eso sí puedes creer.
–Me has dicho que no crea en tu biografía.
–Sólo en las imágenes que yo te vaya ofreciendo.
–Perdóname. Dejaré la puerta cerrada. Que no se vaya a escapar ni un rayo de luna.
–Gracias.
–Si es que entra una noche.
–Va a entrar. Mi vida depende de ello.
–Me parece que quieres decir: Mi memoria.
–¿Tú no recuerdas una noche que quisieras recuperar?
–Muchas.
–No, no puede ser "Muchas". Una sola o nada.
–Tendría que pensarlo.
–No. Imaginarlo.
–Dime qué utilería me hace falta, Duse.
–No te rías.
–Duse meduse.
–Hace falta nieve.
–¿Aquí…?
–Nieve todo el tiempo. Nieve durante las cuatro estaciones del año. No lo imagino sin nieve. Nieve afuera. Un círculo. Un teatro circular. Un auditorio. Una tragaluz. La noche. Yo recostada en el escenario. Solos los dos. Él encima de mí. Buscando con su mano. Levantando mi faldita.
–¿Así?
–Explorándome con una ternura maravillosa que ningún otro hombre ha sabido darme.
–¿Así?
–Paciente, explorando, levantándome la faldita, metiendo la mano entre mis calzoncitos, buscando en la oscuridad…
–Así.
–Hasta que pasa la luna y la luz nos inunda, la luz de la luna ilumina mi primera noche de amor, mi amor…
–Así, así…
–Así. Por favor, pronto.
–Pero no hay luna. Lo siento.
–¿Qué?
–Que la luna no está allí. Vamos a tener que esperarnos. O si quieres, compro una de papel y te la cuelgo sobre la cama.
–No tienes imaginación, ya te lo dije.
–Oye, no llores, no es para tanto.
–Casi. Casi lo lograste. Qué lástima.
–Toma.
–¿Qué haces? ¿Qué es eso?
–Un regalo. A cambio de la pasta de dientes.
–Has matado mi imaginación. No tienes derecho.
–Ya son las tres de la mañana. Tienes que levantarte muy temprano. ¿Se te ofrece algo más?
–Levántate y cierra la puerta del baño, por favor.
–Buenas noches.