
XVII
No iba aún a la mitad de su manuscrito cuando el conocimiento de la mera existencia del método estiloestadístico se convirtió para Bruno en una perturbadora obsesión. Dejó a un lado los recortes de periódicos, los expedientes judiciales, los partes de los agentes, las historias clínicas, el dictamen sobre los tests, y corrió a la hemerobiblioteca de la antigua iglesia para revisar los «índices de literatura periódica» y determinar qué armas podrían tener sus futuros perseguidores.
Descartó de entrada aquellos estudios de estadística que se limitaban a hacer cálculos peregrinos de numerología sin establecer conclusiones contundentes. Dos de ellos eran el de Claude Brinegar («Mark Twain and the Quintus Snodgrass Letters. A Statistical Test of Authorship», Journal of the American Statistica Association, 1963) y el de F. Mosteller y D. L. Wallace «Inference in an Authorship Problem», JASA, 1993. El primero se propuso la tarea de demostrar, aunque con escaso éxito, si unos artículos aparecidos en el New Orleans Daily Crescent en 1861 habían sido en efecto fruto de la imaginación de Mark Twain (cuyo verdadero nombre por lo demás era Samuel Clemens) bajo el seudónimo de Quintus Curtius Snodgrass; y el segundo dudaba entre Alexander Hamilton y James Madison cuando quería hacer de uno de ellos el indiscutible autor de ciertos papeles insertos en The Federalist.
No eran estos proyectos fallidos los que desvelaban a Bruno (aunque sí exacerbaba su miedo el hecho no casual de que se hubieran intentado). Era la operación de Alvar Ellegard sobre las cartas de Junius lo que le impedía comer y dormir.
De hecho, el investigador sueco logró constatar que sir Philip Francis y Junius eran una y la misma persona («one and the same person»). La cuestión de la identidad no era tanto lo que reconcomía a Bruno, sino la eficacia de las pruebas psicoestadísticas, la probabilidad de que de una manera válida y general las peculiaridades lingüísticas de una obra pudieran —como ya había sido el caso, según la investigación de Ellegard— correlacionarse con individuos concretos y ser excelentes huellas para propósitos de identificación. Su temor era la posibilidad de que uno fuera editando su propia vida si escribía y, mediante la escritura impresa, pudiera inadvertidamente ir dejando al paso una estela de «huellas digitales lingüísticas», rasgos y características propias y privativas del que escribe y no de ninguna otra persona en lo individual.
Una prueba de vocabulario con la frecuencia de ciertas palabras podría organizarse en una computadora que seleccionaría los vocablos más socorridos por el autor. De ahí surgiría la primera lista de control: aquella en la que se enumerarían las palabras del material de Bruno. Y luego, una segunda lista en la que se haría el conteo de palabras extraídas de un gran corpus de material contemporáneo del mismo tipo (el estilo más o menos generalizado de la época en relación con ensayos y artículos periodísticos, obra de otros autores que abordaran temas similares). Cotejadas las listas, se deduciría electrónicamente un promedio de cada palabra en cuanto a frecuencia.
Por allí podrían descubrirlo.
Bruno no se atrevió a dar un paso más adelante en su trabajo hasta no comprobar antes qué indicios podría pasarle al enemigo en las trescientas cuartillas que hasta el momento había llevado a su redacción más o menos definitiva. El estilo, ése era el peligro. El tono de voz, la personalidad, la manera de ser y de sentir individual. Todo el conjunto de su ser más íntimo, de su yo social, era lo que se proyectaba. Pero, ¿hasta qué punto? Contraviniendo las normas del reglamento interno tuvo que solicitar en el taller el auxilio de un especialista en procesamiento de datos. Sólo después de un estudio pormenorizado, Bruno estaría consciente de cuáles eran las palabras clave que lo particularizaban y que más pronunciadamente definían su estilo, es decir, los rasgos constantes o las combinaciones de rasgos reiterados en su forma de escribir, sus hábitos lingüísticos subconscientes, sus estribillos personales («por lo demás», «en un principio», «por otra parte», «de alguna manera», «de algún tiempo a esta parte», etc.) y no tanto las figuras retóricas conscientes o deliberadas más o menos en boga en la mayoría de los colaboradores de la prensa. Como en las parodias, sabía que las peculiaridades conscientes de un estilo podían imitarse, pero no la impronta inconsciente que era justamente la que se indagaría al hacerse una prueba de paternidad en contra suya. Si algún día se procesaba el libelo con el objeto de identificar y juzgar al delincuente se tendría que analizar el estilo del mamotreto y de otros infundios impresos con los que se compararía el libro de Bruno.
Si se podía localizar un número determinado de atributos estilísticos, la pesquisa no se dejaría al azar: esas características debían tener un cierto valor discriminatorio para los fines de la investigación.
Los principales presupuestos, o las hipótesis fundamentales, debían prever si los perfiles distintivos en el estilo y el lenguaje propio de un escritor permanecían constantes o cambiaban —pero de manera previsible— a lo largo de toda su producción. O, por lo menos, si algunos de estos atributos eran lo suficientemente raros como para colocar al autor aparte de casi todos sus contemporáneos. Para mayor embrollo, las hipótesis podrían estar sujetas a graves limitaciones: 1) La posibilidad de que el estilo variara a través de los años, y 2) El imponderable caso de que un texto, aunque fuera aceptablemente largo como para que emergieran las ondulaciones estilísticas subjetivas, no permitiera hacer surgir las palabras clave delatoras por medio de una constante estadística, o que las fluctuaciones fueran cada vez menos al grado de impedir que la constante se manifestara de modo prominente.
Cuando este método fructificó en la obra del investigador sueco, Bruno pudo ir entendiendo por qué —con una aproximación matemática— la declaración de que sir Philip Francis era el mordaz crítico atrincherado tras el seudónimo de Junius podía admitirse a partir de entonces sin ningún signo de duda. Era muy posible, viéndolo bien, que Mark Twain hubiera jugado asimismo con la tentación de ser o sentirse otro al embozarse bajo el elegante nombre de Quintus Snodgrass y que en verdad haya sido el agazapado autor de las proclamas aparecidas en el New Orleans Daily Crescent.
Funcionario del Foreign Service, jefe de la War Office, miembro del Consejo de Bengala y el Parlamento entre 1783 y 1797, y armado caballero en 1805, sir Philip Francis había cometido la imprudencia de hacer reimprimir sus cartas en una edición de dos volúmenes con el editor H. S. Woodfall en 1772. La correspondencia que intercambió con éste y las galeras de imprenta corregidas a puño y letra por Junius sirvieron para establecer la primera sospecha mediante el análisis grafológico, aunque las pruebas no fueron irrefutables. Bruno no se atrevería a la audacia de dejar por ahí notas o apuntes, así exhibiera, para satisfacción propia y nada más, la agudeza de su estilo literario y su inventiva sarcástica. Lo grave del caso era que el libro de Ellegard no se encaminaba tanto a resolver el enigma literario o histórico de identificar a Junius sino a desarrollar un método estiloestadístico de validez universal para determinar la paternidad de cualquier texto no firmado. Probar un peritaje, un sistema, era el objetivo penal. En el caso de Bruno no se trataría ya de verificar la eficacia de un método ya probado: se buscaría dar con el autor del delito y procesarlo.
Las ciento cincuenta mil palabras de las cartas de Junius —texto aceptablemente largo— se habían elegido como material de estudio o masa crítica a fin de que afloraran ciertas uniformidades estadísticas; y asimismo porque se contaba con grandes cantidades de materiales contemporáneos, incluso trabajos de los candidatos más viables a la identificación.
No era su caso como el de Junius. ¿Para qué esa transferencia de personalidad si Junius tenía por méritos propios una cierta importancia como funcionario y si en última instancia carecían de valor sus cartas como escritos políticos? Qué ocioso, se decía Bruno. ¿Por qué temer tanto a la crítica? Sus temas, como los de Junius, también eran invenciones. Su estilo, áspero, acrimonioso, incidía oblicuamente primero, luego procedía mediante ambigüedades que hacían pensar cualquier cosa denigrante en contra del profesor Ocaranza y de quienes lo rodeaban. En cambio el ataque de Junius era frontal, caía sobre un ministro denunciando su inmoralidad o su mezquindad. Era un asalto maligno casi siempre, sin pruebas, meras especulaciones y provocaba ira, indignación, réplicas, a pesar de que la agresión personal y el abuso no eran cosa del otro mundo en las controversias políticas inglesas de la época y así había sido durante generaciones enteras. Sólo que Junius lo hacía mejor que nadie, fustigaba al rey y a sus ministros, creaba personajes y diálogos que los lectores podían asociar con figuras de la política o reproducía sin comentarios párrafos ajenos que se leían como una antología de la estupidez más reciente; de ahí su superioridad (y su popularidad): recogía un cierto sentir o malestar general y tenía su público. Su éxito residía en su estilo. En su prosa más feliz mostraba la influencia de Bolingbroke e imitaba con frecuencia a Swift, Tácito, Séneca. Pero su imitación nunca era vicaria. Adaptaba, no repetía. Y un halo de malignidad, un cinismo descarnado que le hacía no quedar bien con nadie, animaba todo su trabajo. Muchos felones hubieran sido condenados con menos pruebas y hacia 1816 ya nadie se preguntaba quién era Junius sino ¿fue Junius realmente sir Philip Francis? Éste no lo admitió en vida. Pero la similitud de Junius y Francis en relación a opiniones, gustos, disgustos, simpatías y diferencias, conocimientos y debilidades, refuerza la hipótesis.
Así, antes de recoger el informe técnico del procesador de datos en el taller de mamotretos, Bruno veía que algunos problemas históricos —inaprehensibles para la ingenuidad humana— pueden traducirse en términos que pueden alimentarse en las insaciables fauces de una computadora. Por ello se vio que las diatribas de Francis eran similares a la insolente invectiva de Junius más que a la mayoría de otros escritos contemporáneos comparados.
Como venía haciéndolo desde hacía varios meses, Bruno acudió esa mañana a la antigua iglesia y sintió el cuerpo del gran portón de madera repujada al intentar tocar con el puño de fierro que había levantado y, otra vez, el portón se abrió suave y pesado, por su propio peso. Se encaminó de prisa hacia el fondo de la blanqueada nave que albergaba la hemerobiblioteca, se anunció, y tomó asiento en uno de los cubículos del taller esperando el resultado del procesamiento técnico que había solicitado. Aún no se libraba del disgusto que significaba haberse forzado a tener un primer lector, tan anónimo como él, autor, pero que le resultaba un mal necesario si quería cubrir y desechar cualquier indagación futura de estiloestadística. Pronto una empleada se acercó e hizo la devolución del manuscrito. Bruno esperaba encontrar sobre las primeras páginas tablas estadísticas, gráficas y cuadros, un informe plagado de tecnicismos, cuadros sinópticos. En cambio al abrir la carpeta eléctrica negra que contenía las trescientas cuartillas preliminares se topó con unos párrafos escritos a máquina, fríos e impersonales en su factura, no en su contenido. Era la primera respuesta, la reacción espontánea de un lector a quien por razones de seguridad no podía ni debía conocer:
Recibí los capítulos de su libro. Me sentí emocionado. Me quedé con una sensación muy corporal de necesitar que me traiga todo todo todo. Ojalá lo esté terminando ya. Ojalá que ya lo haya terminado y ojalá que me lo pudiera traer ya, pero ya. Lo que me envía en todo caso me gusta muchísimo, sobre todo por la sobriedad y por la forma tan directa en que se van mezclando los personajes, los temas, la anécdota. Yo, que estoy metido en la perforación de tarjetas y en el archivo, le tengo envidia porque siento cómo está construyendo esta obra que, en justicia, debería firmar con su verdadero nombre. Y veo cómo en los distintos pasos todo se plantea con precisión y al mismo tiempo con el necesario suspense, con la necesaria hambre de más. A mí me gustaría mucho que el libro entero conservara la sobriedad de estos capítulos porque me parece descarnado, como inhumano, como río subterráneo, y ahí otra vez la envidia. No veo la necesidad de apoyarse en una explicación de la enciclopedia Espasa Calpe para indicar que la pretexta era una forma de la tragedia latina cuyos personajes se vestían con la toga de este nombre y el asunto estaba sacado de la historia nacional. Lo de la Quebranta se pierde, no está desarrollado, es una presencia muy etérea. El caballerango y el taxidermista también se extravían sin solución de continuidad. ¿Por qué quiere usted forzar esa similitud entre Séneca y el profesor Ocaranza? No es necesario. No le añade nada al asunto. El simbolismo no es que haya pasado de moda ni es lo que ahora, a falta de mejor frase, se denomina «sistema de relaciones», eso no importaría, lo único cierto es que no se entiende. Lo siento todo más bien como un involuntario diálogo de la traición en el que usted no ha reparado; además, la quebrantahuesos no es un ave como el cóndor que exista en América del Sur (más bien son aves como pequeñas águilas que se alimentan de ratas y víboras en el desierto de Sonora, en terrenos ralos, de clima seco, se dejan caer desde una rama intempestivamente, se elevan con la rata en el pico y desde las alturas la dejan caer contra las rocas para abalanzarse en picada contra ella y desgarrarla). Ahora que si el taxidermista… pero eso ya es mucho buscarle tres pies al gato. Y para nada. Mejor déjese llevar por la libertad de movimientos que tienen estos capítulos: brevedad en una línea, cambio a narración en primera persona plural, cambio a estilo policiaco-acta de Ministerio Público, cambio a narración en tercera persona, cambio a primera persona introspectiva, etc. Creo que esa libertad le servirá al libro, le servirá a usted para asegurarse de que quizá su maestría, su dominio de la escritura esté en la diversidad, en la multiplicidad de estilos, pero en la unidad perfecta de su idea, de su historia, de su río subterráneo que es esa línea del faker; policía, delator… No tenga usted demasiados sentimientos de culpa. Lo noto inseguro. Es cierto que sería más eficaz encomendar a un autor conocido, y que firmara el libro, esta tarea. Se le pasan los datos y ya. Se les cambian los nombres a los verdaderos personajes; la gente de todas maneras entendería. Pero no es éste su caso. Un panfleto firmado por un novelista famoso sería más aceptable y se vendería más… Ah, y nada de adjetivos como el «flatulento» crítico al referirse al profesor Ocaranza. Suena mal, sale sobrando y es de pésimo gusto. Y fuera, también, con lo de las intrigas romanas, las orgías del viejo y su caterva de jovencitos togados alrededor de la alberca y entre manjares y racimos de uvas y bailando el can can. Por favor. No encaja. Es una mentira. Y sobre todo yo, como lector suyo, exterior a la cápsula de cristal en la que debe estar metido al escribir, le puedo decir que desde afuera a mí la sobriedad de lo que lleva escrito me parece sensacional, valiosísima, muy efectiva, muy aprehensiva (que lo agarra a uno). Ojalá, si esto le interesa, guarde en su mente esta impresión mía y que si eso es lo que quiere hacer siga así. No quiere decir que yo le quiera imponer una forma de hacer las cosas sólo porque a mí me gusta. Pero usted entiende. Quiero decir que si es así como ve el estilo del mamotreto —como le llaman aquí, y no se apene— yo lo siento muy descarnado y, para mí, eso de descarnado es padrísimo. Y ahora a la parte técnica, que para eso me pagan.
Mire usted, la prueba de paternidad de un texto depende de la relativa frecuencia del uso de ciertas palabras clave según se comparen con su relativa frecuencia en el millón de palabras de una lista de control. Las palabras típicas de un autor son las que él usa mucho más a menudo que otros. Por eso, cuidado. Cuidado con las manías. Lo de la flatulencia, lo de fatídico mejor sustituyalo con sinónimos. Éstas son las famosas palabras clave. Como en los sueños, el que hambre tiene en pan piensa. Si usted repite mucho zanahoria quiere decir que algo trae con las zanahorias. No que sean fálicas, no, o dulces, o frescas, no, pero acuérdese de los conejos, de la carreta con la yegua y la zanahoria que le ponen enfrente colgada de una vara para incitarla a que avance. Acuérdese. La palabra irrefutable(mente) es una palabra clave. Y al contrario, las palabras blancas son aquellas que un autor usa más raramente que otros, pero también, y por ello mismo, son significativas. Muy es un ejemplo. Mucho muy, aparte de ser un barbarismo o un mexicanismo, como dicen los españoles, es el colmo: es un error de usted muy personal. ¿Por qué tiene que repetir tantas veces el adjetivo deslavado? Otro tic es andar escribiendo su mamá de él, como si no bastara con decir su mamá. Y esto vale igual para lo de un vaso con agua; lo correcto es vaso de agua porque se entiende que está lleno de agua: es como un litro de leche o un galón de gasolina. Milagrosamente no se delata usted usando bien en lugar de muy, como sucede en algunas transcripciones coloquiales. Cuidado. Achtung! Ojo. Quítele unos pocos por lo demás. Estos grupos, por lo demás, coinciden en un área neutral, media, o en medio, o al centro, que contienen palabras que el autor utiliza ni más a menudo ni menos frecuentemente que sus colegas (de la lista de control) en un promedio general. La frecuencia de ocurrencia de una palabra o de una expresión permanece, pues, más o menos constante en diferentes textos escritos por un gran número de escritores contemporáneos. No hay que preocuparse, se lo digo yo.
Luego, sé que a usted le inquieta particularmente el tamaño de los párrafos. A todos al escribir nos da por alargar o cortar los párrafos, cortos al principio, y cada vez más largos a medida que se desarrolla el asunto. Es como cuando uno se zambulle en una alberca: aguanta diez, veinte segundos debajo del agua, y tiene que salir pronto. Cada vez que uno sale es como poner un punto y seguido o un punto final, según. En ese sentido al hablar y dejar las frases incompletas pasa que parece que uno deja tirados por ahí puntos suspensivos. Es como ir agarrando aire, como irse calentando y subiendo la voz, como pasar de un tono depresivo a uno exaltado y dramático. Muchos, demasiados párrafos de doce líneas cada uno, dice usted. Sí, eso puede ser una manía inconsciente, como que hasta allí, hasta las doce líneas, le alcanza la voz, y luego toma aire. Pero esto puede resolverse quebrando los párrafos o uniéndolos a la manera de Marcel Proust. No es problema. Es fácil de disimular. Meta puntos y aparte. En todo caso, esta variación estará condicionada tanto por la extensión del texto como por el tamaño de la frecuencia. Habrá una mayor fluctuación en textos cortos que en largos, y en palabras de baja frecuencia que en palabras de alta. El argumento es técnica y estadísticamente sólido. Lo que resulta es un procedimiento (¿por qué no decir procedimiento en lugar de método?) en el que cada ocurrencia de una palabra perteneciente a un grupo cuenta sólo como una ocurrencia del grupo, por decirlo así. De esta manera se obtienen entidades de considerable frecuencia y las fluctuaciones debidas a la baja frecuencia, o al texto corto, se mimetizan. No desaparecen del todo, pero se vuelven tan pequeñas que no resulta factible una prueba de identificación. Así que el riesgo es mínimo y no se ha inventado aún la computadora que determine estas variantes ni que tenga tantas posibilidades de combinación como el cerebro humano. No se inventará, además. Sería como igualar el pensamiento y lo sorpresivo de la mente y el instinto a las relaciones alámbricas de la electrónica. A lo más que podría llegarse sería a completar una lista diagnóstica de quinientos vocablos (entre palabras clave y palabras blancas), frases cortas y largas, y cotewjadas con un texto de nuestro tiempo (de los periodistas que cobran aquí, por ejemplo). Pero, ¿cuál? ¿Los comentarios editoriales en los periódicos? No. ¿Los boletines oficiales? Tampoco. Lo único que podría servir sería el trabajo editorial consuetudinario de un sospechoso…
Para que usted esté tranquilo, he aquí pues las conclusiones (inevitablemente técnicas):
La palabra irrefutable(mente) ocurre 23 veces en 82 000 palabras del texto de usted, con un promedio de 23/82.20 que es igual a 0.0002798, y ocurre 65 veces en 1 000 000 de palabras de textos contemporáneos, con un promedio de 65/1 000 000, que es igual a 0.0000650 (aproximadamente).
El adverbio muy tiene un promedio de 55/82.200, que es igual a 0.0006691 en el texto de usted. Y 2 123/1 000 000, que es igual a 0.0021230 en los textos de otros.
Hay que dividir entonces el promedio de usted entre el otro promedio de la misma palabra: para irrefutable(mente) se consigue 4.305 y para muy 0.315 (más o menos). Por tanto, usted usa irrefutable(mente) cerca de 4.3 veces tan frecuentemente como se usa en los materiales contemporáneos, pero usa muy cerca de 0.3 veces con la misma frecuencia.
Tenemos después (ya voy a terminar) 458 palabras características de usted, aparte de frases incompletas y construcciones típicas, y la frecuencia de ocurrencia en algunos pasajes (123 000 palabras) se comparó luego en su frecuencia tanto en el ejemplo de 231 palabras de usted como en el ejemplo de 1 000 000 de palabras compuestas en los escritos de otros 131 autores contemporáneos.
Las palabras clave y blancas entonces son más que estructurales o gramaticales, las que usted usa más y menos que sus contemporáneos. Me parece que sólo habría que tener un poco de cuidado con esas palabras de relleno, como un, todo, también, una cualquiera, y, o expresiones como en todo caso, por lo demás, y evitar un poco la repetición de la estructura no sólo esto bla bla bla, sino además bla bla bla…
Pero a fin de cuentas, todo esto no tiene ninguna importancia. Se puede mentir con la estadística; no demuestra nada. Hay ejemplos para todos los gustos. Se pueden conseguir diez ejemplos en un sentido y luego otros diez en sentido contrario. Lo que importa en todo caso es el significado del conjunto, la organización verbal, la disposición de los temas, pero no nos pongamos pascalianos.
Finalmente (y no olvide que los lenguajes son poblaciones estadísticas), un conteo de las palabras más usadas, de sus frases cortas características, y de las conjunciones bien o mal utilizadas, nos viene a demostrar que un análisis estiloestadístico, en su caso, no tiene la menor posibilidad. Por el método psicografológico yo no me preocuparía (la letra será de imprenta). Duerma tranquilo. Mientras aquí su ángel de la guarda no haga cortocircuito, usted no se preocupe.
Siga adelante.