Capítulo XXVI. El noble inglés

Así como los días en Martín García habían transcurrido lentamente para Nahueltruz, los de Laura en Buenos Aires habían sido vertiginosos y precipitados. A los arreglos para el casamiento de Magdalena se sumaron los necesarios para atender a lord Leighton y a su hermana, lady Pelham, que llegaron un día antes del previsto, el mismo de la partida de Nahueltruz, por la tarde. Un carruaje alquilado, con dos pajes en librea sujetos a la parte posterior, se detuvo frente a la Santísima Trinidad provocando un jaleo dentro de la casona que nadie trasuntó cuando salieron a recibir a los nobles ingleses.

Lord Leighton volvió a causar admiración con su porte de gentilhombre y sus maneras impecables. Lady Pelham, por su parte, resultó afable y desprovista de los melindres que se imputan a las de su rango, a pesar de que con sus joyas y su vestimenta dejaba en claro que la amistad con la reina Victoria no era cuento. De inmediato, luego de las presentaciones, lady Pelham le pidió a Laura que la llamara por su nombre de pila, Verity.

—No tiene sentido ninguna formalidad entre nosotras, querida, ya que pronto seremos hermanas —expresó, y Laura le sonrió, agradecida porque lady Verity sólo hablaba inglés.

La criada de lady Pelham, a quien ella presentó como “my lady-in-waiting”, y los pajes, que llevaban la librea de la casa de Newcastle, se ocuparon de bajar el equipaje y depositarlo en las habitaciones que les indicó María Pancha, mientras los Montes y sus recién llegados se acomodaban en la sala para tomar el té. Magdalena se había informado con una amiga inglesa, Susan Miller, acerca de cómo lo servían en el Imperio: el punto exacto del agua, la proporción de hojas, la necesidad de calentar la tetera previamente, el modo de inclinarla al verter la infusión, el famoso chorrito de leche —que jamás debía ser hervida sino cruda—, la cantidad de terrones de azúcar, las confituras que más gustaban y un sinfín de detalles que sólo Magdalena y su hermana Soledad se avinieron a escuchar y respetar.

El doctor Pereda se presentó apenas iniciada la ceremonia del té, y Laura le dio la bienvenida con sincero agrado pues su futuro padrastro hablaba fluidamente el inglés y mantuvo entretenida a lady Verity, algo aislada por la barrera del idioma. Lord Edward, en cambio, había mejorado ostensiblemente su castellano en los dos últimos años y departía con todos sin amedrentarse. Habló de los maravillosos días transcurridos en Río de Janeiro y mencionó que, de regreso, le gustaría pasar una nueva temporada en esa ciudad, “si la señora Riglos está de acuerdo”, agregó. Laura se puso incómoda.

Sus abuelos, su madre, incluso tía Soledad, estaban tan a gusto en compañía de lord Leighton, parecían tan orgullosos de que una personalidad como él quisiera emparentar con ellos, que Laura se apenó por la desilusión que les causaría. Ciertamente se trataba de un hombre de atractivo innegable; su estilo, más que distinto, era opuesto al de Nahueltruz y, sin embargo, no resultaba menos viril ni estimulante. Llevaba el pelo y el bigote, ambos de una tonalidad indefinida entre el rubio y el castaño claro, prolijamente mondados y peinados. Su camisa blanca de poplín egipcio asomaba bajo el saco de la levita gris oscuro, que contrastaba de maravillas con el plastrón de seda gris perla. Las mancuernas de oro hacían juego con el alfiler que sujetaba la pechera, mientras la cadena del reloj colgaba del pequeño bolsillo del chaleco. Tenía zapatos negros de un cuero bruñido como Laura no había visto y que en un principio no le agradó. Su colonia, en cambio, la cautivó.

A pesar de que los detalles acreditaban el carácter puntilloso de lord Edward, al tratarlo resultaba difícil creer que le diera importancia a los vaivenes de la moda. La manera en que hablaba, el estilo sereno que usaba para contemplar a su interlocutor y el cariño que prodigaba a su hermana evidenciaban una índole humilde y generosa. Se deshacía en loas para complacer a los Montes y encumbrar a Laura. Sus ojos azules la seguían con avidez y pocas veces la perdían de vista.

Esa noche cenaron en lo del doctor Pereda, que cometió la torpeza, en opinión de Laura, de invitar a personas ajenas al círculo familiar. Más allá de la relación comercial que los unía, a nadie pasó por alto el trato preferencial que lord Edward confería a la viuda de Riglos, y se comenzó a especular acerca del objeto de esa segunda visita del inglés en ocasión de cumplirse los dos años de luto. Al día siguiente, en el mercado de la Recova Nueva, María Pancha se sorprendió con una sarta de comentarios sobre las motivaciones del lord, que, para media mañana, ya era nieto de la reina Victoria. Entre puesto y puesto, en medio de pregones y regateos, María Pancha soportó los interrogatorios encubiertos y tímidos de las otras criadas hasta que las oxeó como a gallinas.

Las tarjetas con invitaciones llovieron en la Santísima Trinidad y el salón de doña Ignacia nunca estuvo tan concurrido. Lady Verity y lord Leighton se convirtieron en el atractivo de la ciudad, y el interés por su linaje, sus riquezas y sus conexiones con la corona del Imperio Británico desplazaron a los temas políticos, los que, momento a momento, adquirían un tenor más oscuro y belicista. Todos los periódicos, con excepción de La Aurora, destinaron un espacio en sus columnas de sociales a la visita de los aristócratas ingleses. Los más irreverentes, como El Mosquito y La Nación, se atrevieron a mencionar un posible matrimonio entre lord Leighton y la viuda de Riglos, y especularon con el desconsuelo del general Roca. Algunas de las señoras que visitaban el salón de doña Ignacia, ansiosas por acomodar a sus hijas casaderas, se preguntaban si lord Edward conocía el pasado non sancto de la viuda de Riglos, ese que la tenía por amante de un salvaje, o los chismes que la asociaban íntimamente con el ministro de Guerra y Marina.

Al final del segundo día Laura decidió que su familia, los hermanos Leighton y ella pasarían unos días en la quinta de San Isidro. Necesitaba paz, tenía que alejarse de la anarquía y el delirio en los que había caído la sociedad de Buenos Aires; se marcharía para preservar a lord Leighton, pero también para aplacar los dimes y diretes que terminarían por perjudicarla. Además, no enfrentaría a lord Leighton en medio de tanta agitación, él merecía una explicación que ella sólo podría darle si tomaba distancia y coraje. María Pancha permanecería en la Santísima Trinidad, atenta al regreso de Nahueltruz; apenas conocido su arribo a Buenos Aires, enviaría un mensaje a San Isidro. Con la excusa de un asunto urgente, Laura dejaría atrás a lord Leighton y a su familia para reencontrarse con él. No quería a Nahueltruz y a Leighton en la misma ciudad.

—¿Pretendes que me marche a San Isidro en las vísperas de mi boda? —se quejó Magdalena—. Todavía queda tanto por hacer.

—No queda nada por hacer —objetó Laura—, todo está listo: nuestros trajes, la ceremonia, la comida, todo —insistió—. Además, María Pancha permanecerá en la Santísima Trinidad para ultimar detalles. Le vendrían bien unos días de descanso antes de la boda. Luce muy intranquila. Sus ojeras delatan que no duerme. No tendrá buena cara el día más importante. Usted conoce el efecto que San Isidro ejerce sobre su ánimo. Regresará completamente cambiada, descansada y tranquila. Si le parece apropiado, puede pedirle al doctor Pereda que nos acompañe.

Doña Ignacia y Soledad también despotricaron, remisas a partir después de haberse convertido su casa en el salón más concurrido y los Montes en la familia más envidiada. La temporada prometía la pompa de los años de la baronesa Pilarita. Sin embargo, cuando Laura amenazó con marchar a San Isidro llevándose al motivo y centro de tanto jaleo, las mujeres consintieron en seguirla.

La idea de unas vacaciones en el campo complació a lord Edward, que en su Inglaterra natal prefería la finca de Devon a su astillero en Liverpool o a la mundanal Londres. Él sostenía que la naturaleza y las costumbres simples y relajadas propiciaban el bienestar y la buena voluntad entre la gente. Necesitaba tratar a Laura, cortejarla, seducirla y conquistarla. La había notado esquiva, le rehuía la mirada y, en dos ocasiones, había evitado quedar a solas con él. En el campo, encontraría el momento para hablar con ella y elevarle nuevamente su propuesta. Él mismo buscaría sosegarse. No actuaría precipitadamente como tantas veces en el pasado.

Más allá de los años transcurridos, todavía resonaban en su mente las súplicas del viejo lord Leighton cuando lo instaba a abandonar la descabellada ocurrencia de partir hacia Crimea para alistarse en una guerra absurda e innecesaria; él, creyéndose inmortal y dueño de la verdad, desoyó a su padre y se enroló en el ejército de Su Majestad para combatir a los rusos. Edward jamás imaginó que algún día vería las vísceras de su mejor amigo desparramadas en el suelo, o que escucharía alaridos tan desgarradores, o que el olor de la sangre y el de la pólvora le producirían arcadas, o que el humo de los cañones lo dejaría prácticamente ciego y sin aliento en pleno campo de batalla. Su idea romántica de la guerra se dio estrepitosamente de bruces aquel día del 54 durante la batalla de Balaklava, y pudo haber muerto cuando una bayoneta rusa se hundió en su costado.

Edward tampoco sabía por qué se había casado con Helen Hamilton, condesa de Exeter. Quizá, después de los horrores de Crimea, lo atrajeron su timidez, su recato y suavidad como también sus fuertes convicciones religiosas que se oponían a todo tipo de violencia. Se casaron a los pocos meses de conocerse y, desde la misma noche de bodas, Edward supo que se había equivocado. Aunque ella puntualmente quitaba el cerrojo de su habitación los miércoles por la noche y permitía que él se escabullera en silencio y a oscuras para no despertar la conciencia de nadie, Edward jamás había podido verle más allá del ombligo. A Helen le costaba, le dolía, le molestaba, le incomodaba, la asustaba. La luz que permanecía apagada y la manta que los cubría por completo conferían al acto la pecaminosidad que el gesto y los ojos de su esposa denunciaban sin gemidos ni jadeos. Edward terminó dándose cuenta de que odiaba los miércoles. Una noche mandó decir que estaba engripado, otra tuvo una reunión con la logia, otra invitó a cenar al Lord Mayor, y no pasó mucho hasta que las excusas no fueron necesarias. Al cumplirse casi once años de matrimonio, Helen murió tras varios días de padecimientos causados por la fiebre tifoidea.

El desencanto con Helen lo volvió taciturno y antagónico al matrimonio. Verity no cejaba en presentarle amigas y parientas de su esposo en la esperanza de que alguna reavivara el deseo. Todas eran hermosas y cultivadas, pero Edward sospechaba que tras esa apariencia intachable se escondía un ser retorcido y complicado que él nunca llegaría a entender. No lamentaba la falta de una esposa. No la necesitaba. Durante el día se mantenía ocupado con sus variadas actividades sociales y de negocios. El astillero en Liverpool había sido una atinada inversión que requería su presencia casi constante, como también su finca en Devon y sus intereses en Londres. De noche, se divertía en la tertulia de algún amigo o en la sala de su club de la calle Saint James. En cuanto a las necesidades propias de cualquier hombre joven y saludable, él las satisfacía con prostitutas en los burdeles del Soho. Ellas no preguntaban ni cuestionaban, no miraban con espanto o se asustaban; se trataba de mujeres libres y osadas, voluptuosas y apetecibles, que se paseaban desnudas después de copular, siempre ávidas de nuevas prácticas.

Existía un aspecto en Laura Escalante que le recordaba a las prostitutas del Soho, y no se trataba de su apariencia, por el contrario, Laura tenía el porte, las facciones y los modos de una inglesa de alcurnia. El atractivo, en realidad, se hallaba oculto en su temperamento, que cada tanto destellaba en sus ojos de azabache. Laura Escalante lo incitaba de un modo sutil y sofisticado, como espontáneo y desvergonzado era el de las mujeres del Soho. ¿Sería posible que una mujer fuera, al mismo tiempo, señora en la mesa y meretriz en la cama?, ¿que una mujer resumiera la condición de respetable esposa que le iba a su posición social y la de amante por la que bramaba su naturaleza? Había tenido que viajar miles de millas, cruzar un océano que lo había humillado dándole vuelta el estómago sin consideración a su abolengo, para descubrir a esa sirena de largos cabellos rubios, piel de marfil y exóticos ojos negros que le había hecho volver a desear una compañera para su vida.

Lady Verity encontró la estancia de San Isidro tan inusual como encantadora, y aseguró que las construcciones españolas, si bien menos elaboradas que las francesas o las inglesas, poseían una sencillez en sus líneas que las volvían adorables y pintorescas. Para lady Verity, nada que se relacionara con Laura o su familia tenía defectos; ella encontraba todo, sin excepción, digno de alabanza; ni siquiera la condición de católica de Laura parecía disgustarla y, cuando se enteró de que su futura cuñada escribía folletines y usaba su nombre de soltera para firmarlos, se limitó a decir, con una sonrisa: “Very interesting, very interesting”. Esta predisposición de lady Pelham a admirar cuanto se relacionaba con ella hacía más infeliz a Laura.

La primera noche en San Isidro, mientras lady Verity, ayudada por el doctor Pereda, les enseñaba a los Montes a jugar al whist, Laura y lord Edward se retiraron a la biblioteca. Laura se acercó al bargueño para servir dos copas, pero lord Leighton le dijo que él lo haría. Laura asintió con una sonrisa y permaneció a su lado mientras él las llenaba. Los alcanzaron las risas de la sala y se miraron con complicidad.

—Parece que su hermana está pasando un grato momento —comentó Laura, y se sentó en un canapé.

—Mi hermana está feliz —manifestó lord Leighton, mientras se acomodaba frente a ella, en un sillón—. ¿Sabe por qué? —Laura negó con la cabeza—. Porque dice que usted es la mujer más hermosa e interesante que ha conocido. Dice que nunca imaginó que tendría una hermana tan maravillosa.

Laura bajó la vista y sorbió el brandy.

—Lord Leighton —dijo.

—Por favor, Laura, llámeme Edward.

—Muy bien, Edward, dígame, ¿cómo marchan mis inversiones en las minas de carbón y en su astillero?

El dinero invertido había crecido considerablemente, y lord Leighton se esmeró en detallar las circunstancias que habían propiciado que tanto la construcción de barcos como el negocio de la hulla y el carbón hubiesen sido rentables en los últimos años. Laura hacía preguntas y emitía opiniones, y lord Leighton se convenció de que esta muchacha argentina tenía más sentido común que algunos de sus asociados.

—Edward —dijo Laura—, he leído recientemente que las condiciones de trabajo en las minas son crueles, que los mineros mueren muy jóvenes debido a las afecciones pulmonares y a la falta de descanso y buena alimentación. Me ha horrorizado un comentario que asegura que, en minas de acceso muy estrecho, son niños los que trabajan. Yo no podría seguir invirtiendo en sus minas si ésta fuera la realidad.

“También por esto la amo tanto”, se dijo lord Leighton. Había pensado en Laura Riglos todos los días durante esos dos largos años y en ese instante se daba cuenta de que no se había equivocado en pedirle que fuera la nueva lady Leighton.

—Es cierto —aseguró lord Edward—, las condiciones en muchos casos son deplorables. En nuestras minas, sin embargo, hemos tomado medidas que tienden a mejorarlas ostensiblemente. No contratamos niños, de eso puede usted estar tranquila. Aunque debo decirle que, en no pocas ocasiones, son los mismos padres los que quieren que sus hijos trabajen. En fin, el hambre y la miseria llevan a la gente a proceder con desesperación.

—Sí, es cierto —coincidió Laura.

—Como le decía —prosiguió Leighton—, hemos implementado medidas que, me complace decir, son revolucionarias. Junto con un gran amigo, dueño de una hilandería a orillas del río Tweed, convoqué a médicos e ingenieros para analizar de qué manera podíamos mejorar las condiciones de vida de nuestros trabajadores. Los resultados hasta ahora son satisfactorios. La mortalidad ha descendido notablemente en los últimos dos años. Pero la mejor prueba de que en mis minas y en la hilandería de mi amigo la paga y las condiciones son superiores que en cualquier otra de Inglaterra es la larga fila de hombres que, a diario, nos piden trabajo. Pero eso, espero, lo verá usted con sus propios ojos.

—Los propietarios de otras minas, ¿no han tratado de imitarlos? —preguntó Laura.

Lord Leighton rio, y Laura no supo si lo hacía porque ella había deliberadamente obviado su última alusión o por el tenor de la pregunta. Disimuló su desconcierto. Se llevó la copa a los labios y mantuvo la mirada fija en lord Edward.

—¿Imitarnos? —repitió Leighton—. Nada de eso, Laura, nada de eso. Todo lo contrario. Tenemos serios problemas con nuestros pares. Nos llaman revoltosos y agitadores porque las mejoras llegan a oídos de sus mineros que comienzan a exigirles lo mismo para sus minas.

—¿Dónde radica el problema? —se impacientó Laura—. ¿Acaso no es conveniente que los mineros estén sanos y que trabajen mejor y más contentos?

—Los cambios hechos tanto en la hilandería de mi amigo como en mis minas cuestan dinero, Laura, y no todos están dispuestos a bajar sus rentabilidades.

—¡Oh, por Dios Santo! No se les pide que trabajen a pérdida, sólo que bajen un poco la utilidad por el bien de sus empleados. Después de todo, son los mineros quienes les permiten ganar esas fortunas. Sin esas pobres gentes, ¿quién se metería en las minas para sacar el carbón? ¿Ellos? Lo dudo. Arruinarían sus costosos trajes y zapatos. ¿Para qué tanto dinero si finalmente dejamos este mundo con lo que llevamos puesto? —se preguntó.

En ocasión de conocerla, lord Leighton recibió la impresión de que Laura aún padecía por la muerte de su esposo. Se mostraba proclive a la melancolía y a la soledad; generalmente permanecía callada, como desapegada de las cosas de este mundo. Él, sin embargo, había entrevisto bajo ese manto de aflicción un temperamento apasionado y audaz. Sus juicios, su modo de mirar, su avidez por conocer y aprender, la manera en que conducía su casa y a sus miembros, la autoridad con la que se dirigía a la gente, lo llevaron a pensar que la viuda de Riglos, en realidad, era distinta. Dos años desde la muerte de su esposo habían operado maravillosamente en su temperamento. De pronto su verdadera naturaleza, esa que a él lo atraía tanto, comenzaba a asomar.

—Temen —explicó Leighton— que, una vez otorgados ciertos beneficios, los reclamos no tengan fin.

—Pero los mineros mueren y son infelices —se entristeció Laura—. ¿No se dan cuentan de que si presionan y presionan a esas gentes algún día explotarán? ¿Quién desea una nueva revolución francesa? Las revoluciones son siempre sangrientas e injustas. La ira del oprimido es de temer.

La impotencia no la enojaba, más bien la deprimía. Lord Leighton dejó el sillón y se sentó junto a Laura, en otro canapé. Le tomó la mano y se la besó.

—Laura, Laura, por favor, no se apene. No hemos venido hasta aquí para entristecernos sino para estar felices. Lo cierto es que somos poca cosa para solucionar los problemas de todas las personas. Éste es un mundo injusto, Laura, siempre lo ha sido, siempre lo será. Quédese tranquila al saber que las minas en las que usted invierte tratan humanamente a sus mineros y que ellos son más felices que otros pobres desdichados.

—Sí, sí —susurró Laura, y soltó la mano de lord Leighton—. Edward —dijo, pasado un silencio—, quiero hablar con usted. Necesito ser sincera con usted. Quiero contarle la verdad.

—Lo sé todo —expresó, la voz de pronto endurecida—. Pero le aseguro que para mí nada ha cambiado. Sean infamias o verdad, yo a usted la amo profundamente y nada alterará ese sentimiento. Mi propuesta sigue en pie. Aún quiero que sea mi esposa.

La miró con tal intensidad y demanda que Laura carraspeó.

—¿Qué es lo que usted sabe, Edward? —atinó a preguntar.

Leighton sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó.

—Léalo —instó.

Se trataba de un anónimo en el cual se detallaban los amoríos de Laura con “un salvaje desnaturalizado” de las pampas seis años atrás y los más recientes con el ministro de Guerra y Marina, el general Julio Roca, “un hombre casado y con hijos”. Tía Dolores ni siquiera se había cuidado de disimular la caligrafía.

—La recibí esta mañana —explicó lord Leighton—, antes de partir hacia aquí. Vino en la bandeja junto al desayuno. Preferí no darle importancia y tomarlo como una calumnia, como la cobardía que es. Ahora, sin embargo, cuando usted dijo que quería sincerarse conmigo, imaginé que el contenido de la nota podía ser cierto.

—Efectivamente, todo lo que dice esta nota es cierto, Edward, a excepción de una cosa: no se trataba de un salvaje desnaturalizado sino de un ranquel, un nativo del sur de nuestro país, que de salvaje desnaturalizado no tenía absolutamente nada. Él era un hombre culto y noble, de corazón muy humano, hijo de un gran cacique y de una magnífica mujer. Lo amé con locura, como jamás he amado. Lo amo aún con la misma intensidad de seis años atrás.

Lord Leighton se levantó súbitamente, como ahuyentado por las palabras de Laura, y le dio la espalda para ocultar el dolor que le provocaban. Siempre había sospechado que detrás de su melancolía se ocultaba un amor contrariado. Creyó que se trataba del esposo muerto, que con el tiempo llegaría a olvidar. En ese momento, sin embargo, podía ver en los ojos de Laura que jamás olvidaría a ese salvaje desnaturalizado. No imaginó que una confesión de esa índole lo lastimaría tan profundamente. Pero no importaba, él todavía la quería; le parecía que ya no podía vivir sin ella.

—Le agradezco que haya sido sincera conmigo —expresó—. Eso demuestra su valentía. No obstante, nada de lo que diga ese anónimo, verdadero o falso, ha movido un ápice mi decisión. Quiero casarme con usted. Yo la amo, Laura —dijo, y volvió a sentarse junto a ella—. Yo la amo como usted ama a ese nativo del sur. No me importa si usted en este momento no me quiere. Seré paciente, nunca le exigiré aquello que no esté dispuesta a darme. Iremos lentamente, primero nos conoceremos, seremos amigos. Estoy seguro de que el amor llegará con el tiempo. Estoy seguro.

En el ímpetu, lord Leighton había empezado a hablar en inglés y Laura le entendía a medias. De todos modos, sabía que estaba entregándose a ella sin condiciones ni exigencias, sin reproches ni juicios. “¡Qué distinto sería si ese anónimo hubiese caído en manos de Nahueltruz! ¡Qué distinta habría sido su reacción!”, se lamentó. La desconfianza y el resentimiento habrían aflorado y prevalecido. Habría sido el fin. Pero Laura se dijo: “Por esto sé que amo tanto a Nahueltruz, porque lo amo a pesar de sus defectos”.

—Lord Leighton —dijo, sin reparar en que había caído nuevamente en el formalismo de tratarlo por su título nobiliario—, no puedo casarme con usted. No puedo.

—¡Laura! —suplicó el inglés—. No me diga eso, por favor.

—Lord Leighton, necesito que escuche atentamente lo que voy a contarle. Sepa que esta historia, mi historia, sólo la he revelado a tres personas, tan íntima e importante es para mí. Sin embargo, quiero que usted la escuche a modo de explicación, para que logre comprenderme y perdonarme. Sin duda, puedo contar con su discreción.

—Lo que me confiese este día se irá conmigo a la tumba.

Le tomó mucho tiempo a Laura detallar los vaivenes de su vida desde el año 73. Ya no llegaban las risas de los demás que jugaban al whist, y la paz y el silencio denotaban que se habían ido a dormir. Leighton escuchaba con actitud reconcentrada y en contadas ocasiones la interrumpió con alguna pregunta. Más bien la dejaba hablar. Laura se mantuvo constante a lo largo de su relato y ni siquiera se quebró en las partes más tristes. De todos modos, para Leighton resultó fácil entrever que las heridas aún no cicatrizaban, que había mucho dolor dentro de ella, que ese dolor la desconcertaba y la aturdía a veces.

—Edward, he depositado la vida del hombre que amo y la mía en sus manos al revelarle que Lorenzo Rosas y Nahueltruz Guor son la misma persona.

—No dudo de que la muerte del coronel Racedo fue justa —aseguró Leighton—. Guor hizo lo que cualquier hombre de bien habría hecho en su posición: defender el honor y la vida de la mujer que ama. Cualquier tribunal lo habría absuelto.

—No aquí, Edward. Los indios son poco menos que animales. Aquí habría sido ejecutado sin juicio. Creo que por eso el general Roca no lo delató, porque sabe que Nahueltruz sólo puede esperar inequidad de la Justicia argentina.

—Comprendo.