Capítulo XV. Mal de amores
Desde que el doctor Wilde trajo a Laura indispuesta de lo de Lynch, María Pancha no vivía en paz. Aquella tarde, fue justamente la actitud de Wilde lo que la inquietó. El gesto usualmente risueño del médico contrastaba con uno de preocupación. Wilde recetó una ringlera de tónicos y brebajes y mucho descanso, y aseguró a Laura que si respetaba sus indicaciones en días volvería a ser ella misma. A Magdalena, en cambio, la apartó y le habló con franqueza. No la veía bien, dijo. Muy delgada y demacrada. Su pulso era inestable y sus reflejos, lentos. Le confesó que, al separarle el párpado inferior, lo había alarmado el aspecto blanquecino de la mucosa.
Las recomendaciones de Wilde caían en saco roto porque, a pesar de los esfuerzos de María Pancha y de Magdalena, la tenacidad de Laura se imponía y rara vez terminaba el guiso de lentejas o tomaba la yema en oporto. Pasaba el tiempo en su dormitorio. A María Pancha la desquiciaban los trances en los que se sumía cada vez con mayor frecuencia, cuando se abstraía del mundo a su alrededor. Si le hablaban, Laura levantaba la vista para mirar inexpresivamente.
Desde su reencuentro con Nahueltruz, había atravesado diferentes estados de ánimo. En ese momento, sólo la invadía un vacío insondable provocado por este segundo duelo. El primero había debido sobrellevarlo seis años atrás cuando lo creyó muerto de un balazo; ahora, debía soportar el proceso todo de nuevo, porque aunque él gozaba de excelente salud, ella debía matarlo en su corazón o terminaría destruida.
María Pancha se alegró cuando Eulalia, Genara, Dora y Emmanuel se presentaron una tarde en la casa de la Santísima Trinidad. Ellos operarían en las mejillas de Laura lo que no había conseguido el famoso tónico de cáscara de huevo de tío Tito. Laura los recibió con afecto y les dedicó una sonrisa que María Pancha hacía días no veía en sus labios. Sin embargo, el ambiente no tardó en contagiarse de la preocupación de los jóvenes.
—Estamos aquí por Purita —habló Emmanuel.
—¿Qué pasa con ella? —se alarmó Laura.
Eulalia, más sentimental que el resto, comenzó a moquear. Laura se puso súbitamente de pie.
—¿Qué pasa con ella? —repitió.
Emmanuel también se puso de pie y tomó la palabra para explicar. Días atrás, Climaco Lezica pidió la mano de Pura, y José Camilo Lynch aceptó. Pura, en cambio, puso el grito en el cielo y aseguró que jamás se casaría con él. El cortejante se marchó muy ofendido, y Lynch amenazó a Pura de mil maneras. Por fin, la muchacha confesó que amaba a otro y que sólo aceptaría unirse en matrimonio con él.
—¡Otra que la noche de San Bartolomé! —exclamó Eulalia—. Cuando tío José Camilo supo lo del enamorado secreto de Purita debió intervenir tía Eugenia Victoria para que no le diera una zurra.
—Se trata de Blasco Tejada —explicó Genara, sin sorprender a Laura—, nuestro profesor de francés.
—Que por supuesto ya no lo es más —aclaró Dora—. Tío José Camilo le envió una esquela advirtiéndole que si ponía pie cerca de la casa lo echaría a escopetazos.
—¡Qué incivilizado! —se quejó Eulalia.
Emmanuel retomó la historia. Desde aquella escena, cuatro días atrás, Pura permanecía encerrada en su dormitorio, la llave a cargo de la abuela Celina, pues Lynch no confiaba en su esposa. Aunque la alimentaban, Pura había jurado no volver a tomar bocado y que se dejaría morir antes que aceptar al carcamal de Lezica. Esto alarmó a Laura.
—María Pancha —ordenó—, prepárame la ropa. Saldremos de inmediato para lo de Lynch.
Una vez allí, Laura se enteró de que su primo José Camilo había acudido a un llamado urgente de su estancia en Carmen de Areco. El primer escollo salvado, el segundo lo representó su tía Celina, plantada al pie de la escalera para impedirle el paso.
—Ha sido tu perniciosa influencia lo que ha hecho de mi nieta Pura una perdida. ¡La has moldeado a tu imagen y semejanza! ¡Una perdida! —repitió a gritos.
Laura notó el manojo de llaves que Celina llevaba sujeto a la cintura y se lo quitó de un jalón. Corrió escaleras arriba, seguida por su sobrino Emmanuel; las niñas, por temor a la abuela Celina, habían elegido permanecer en la Santísima Trinidad. Segundos más tarde, los alcanzó Celina Montes. Sus alaridos atrajeron a los sirvientes, a los hermanitos Lynch, a la institutriz y a Eugenia Victoria, que, cuando vio a su prima afanada en probar las llaves en la cerradura del dormitorio de Pura, se echó a llorar.
—Deja de llorar —la urgió Laura— y ayúdame a dar con la llave, que tú, de todas las mortales, deberías oponerte a este desvarío de tu esposo. Si no logro abrir esta puerta, ¡oh, te lo juro, Eugenia Victoria, la tiraré abajo con un ariete!
Encontraron a Pura echada en la cama. La debilidad de su cuerpo se manifestaba en los grandes círculos violáceos en torno a sus ojos, en los labios resecos y en la pronunciada palidez de su semblante. Emmanuel la cargó en brazos y avanzó en dirección de la puerta. Celina Montes volvió a interponerse.
—Tía —habló Laura—, pretendo llevarme a mi sobrina. Lo haré por las buenas o por las malas.
—Emmanuel, devuelve a tu prima a su cama. No te atrevas a desafiarme.
—Insisto —pronunció Laura, y subió el tono—, la sacaré por las buenas o por las malas. Y ruego a Dios que sea por las malas, tía Celina, así tendré la oportunidad de propinarle la paliza que ha conseguido merecer.
Celina Montes apeló a su hija, pero Eugenia Victoria siguió llorando en la silla en la que se había dejado caer. Emmanuel traspuso la puerta y, aunque su abuela lo siguió escaleras abajo, no lo detuvo. Completamente desmadrada, la mujer arremetía contra la impudicia de Laura y recordaba a viva voz los acontecimientos de seis años atrás en Río Cuarto.
Ya en el coche, mientras Emmanuel asistía a Purita, Laura meditaba el paso a seguir. Le indicó a Eusebio, el cochero, que enfilara para la zona de Barracas, por la Calle Larga, donde se hallaba la quinta de los del Solar. Apenas iniciado el viaje, Laura recogió el cuerpo desmadejado de Pura y lo acomodó en su regazo. La arrulló y la besó en la frente y en las mejillas. Varias veces le repitió: “No tengas miedo, yo te protegeré”. Pura sollozaba sin fuerzas.
En lo del Solar, doña Luisa se alborotó al ver a la joven Lynch en esas fachas. Descalza, en camisón y sin bata, la cabellera alborotada y con aspecto cadavérico, constituía un cuadro inusual. Emmanuel ayudó a su prima a ubicarse en un sillón, mientras Laura intentaba explicar a doña Luisa.
—¿Cuatro días que esta niña no come? ¡Atanasia! ¡Atanasia! Rápido, mujer, un jarrito con leche tibia y bizcochos de anís. Acabo de hornearlos —explicó a Laura.
La negra regresó al trote y la misma doña Luisa alimentó a Pura, que poco toleraba el aroma de la leche después de días de inanición. Con paciencia, poniendo bocados pequeños en su boca, doña Luisa consiguió que comiera y bebiera algo.
—No deseo más —dijo Pura.
—Atanasia —ordenó doña Luisa—, indica al caballero Unzué la habitación de huéspedes, la que está cerca de la mía. Vamos, Emmanuel —urgió—, lleva a tu prima a descansar un poco.
—Desde este momento —anunció Laura, cuando quedaron a solas—, Pura Lynch está bajo mi protección. Quieren casarla con Climaco Lezica en contra de su voluntad y no voy a permitirlo.
—¿Con Climaco? —repitió, incrédula, doña Luisa—. Podría ser su padre. Aunque es un buen hombre. Y muy rico, por cierto. De todos modos, Purita sólo tiene quince años y Climaco, ¿cuántos años tiene Climaco?
—Más de cuarenta. Nadie discute que Lezica sea un dechado de virtudes, doña Luisa, ni que su patrimonio es de los más grandes de Buenos Aires. El inconveniente tampoco radica en la diferencia de edad, a pesar de que es mucha, sino en la negativa de Purita a aceptarlo. Mi sobrina ama a otro.
—Pobre niña. No llego a comprender la posición de José Camilo, un muchacho tan razonable y benévolo. Ni tampoco la de tu prima Eugenia Victoria, ¿o se olvidó de que a ella también querían forzarla a tomar los hábitos? El correr de los años nos vuelve desmemoriados.
—Los aprietos económicos también —expresó Laura, y enseguida agregó—: Doña Luisa, necesito su ayuda.
—Lo que desees, querida.
—Necesito que reciba a Purita en esta casa por algún tiempo hasta que yo resuelva este enredo con mi primo José Camilo. Si llevase a Purita a la Santísima Trinidad, mis tías y mi abuela Ignacia se encargarían de trastornar mis planes. Necesito un lugar apartado, un sitio donde nadie la moleste por un tiempo, donde pueda restablecer su salud y su espíritu.
—Que bastante quebrantados los tiene la pobre —acotó doña Luisa, y sonrió—. Pura estará muy bien aquí, querida. Yo me encargaré de ello. La cuidaré como si se tratase de mi propia hija.
Aunque a veces se reía de doña Luisa, de sus arrebatos, de sus modos un tanto histriónicos, en ese momento Laura la respetó profundamente. Su entrega incondicional, sin mayores cuestionamientos, la sobrecogió. Quizá debido a su ignorancia o a la perpetua distracción en que vivía, no reparaba en las graves consecuencias. Como fuera, Laura la abrazó y le agradeció al oído. Apareció Emmanuel e informó que Atanasia se encargaba de asear a Pura.
—Pediré a Wilde que venga a verla —informó Laura—. No estaré tranquila hasta conocer su opinión. Sólo Emmanuel y yo sabemos que Pura se encuentra aquí, y será conveniente que, al menos por el momento, nadie se entere. En Wilde podemos confiar, él guardará el secreto, lo sé. Vendremos a verla con frecuencia. Yo proveeré lo que necesite. Para comenzar, enviaré ropa y efectos de tocador. —Laura abrió su escarcela y sacó varios billetes—: Tome, doña Luisa, para los gastos de Pura.
—Devuelve eso a tu bolsa y no seas impertinente. ¿Crees que aceptaré tu dinero? De ninguna manera. Purita es mi invitada, yo me haré cargo de ella. Además —agregó con picardía—, ¿qué voy a hacer con el dinero que me dejó Avelino? Ésta es una buena excusa para gastarlo.
En el dormitorio, Laura encontró a Pura bañada y cambiada. Atanasia le secaba el pelo con una toalla. Al ver a su tía, la muchacha se puso a llorar. Atanasia desapareció discretamente. Laura avanzó y se arrodilló junto al tocador. Farfullando las palabras, sollozando, Purita confesó sus temores.
—Blasco regresará a Francia, lo sé, tía. No permanecerá en Buenos Aires después de la amenaza de papá. Él cree que voy a casarme con Lezica, cree que nos han separado para siempre. Ojalá muriese, ojalá enfermara gravemente y muriese. No quiero vivir sin Blasco. No me mires así, tía Laura. Tú no conoces la profundidad de mi sufrimiento, piensas que lo que digo es fruto de un impulso irracional. No es así. Quiero morir porque sin Blasco no creo que tenga sentido vivir. Tú nunca me entenderías, nadie puede entenderme porque nadie ha amado como yo amo a Blasco.
—Claro que te entiendo, Purita, y porque te entiendo es que estoy aquí, a tu lado, ayudándote. ¿O crees que me enemistaré con toda la familia pensando que tu amor por Blasco es un capricho?
Eusebio tenía órdenes de entregar la nota en manos del joven Tejada. Sin embargo, en casa del señor Lorenzo Rosas, le aseguraron que Blasco se había marchado y que no conocían su paradero. Laura temió que hubiese regresado a Europa y se dirigió al puerto, donde le informaron que el Douce Mer había zarpado diez días atrás con destino a Calais, mientras el próximo paquebote lo haría en una semana con destino a Cádiz. Laura se tranquilizó en parte: al menos, Blasco no zarparía por el momento.
—¿El joven Blasco no es muy amigo del doctor Mario Javier? —sugirió Eusebio, y Laura se reprochó no haberlo pensado antes.
Mario Javier vivía en un cuarto ubicado detrás de la imprenta de la Editora del Plata. La señora Riglos no le cobraba alquiler y él intentaba mantenerlo limpio y decente. La noche en que Blasco, muy bebido, llamó a su puerta, Mario no tuvo corazón para despedirlo. Incluso lo ayudó a entrar —a duras penas mantenía el equilibrio— y a beber café. Blasco se quedó dormido en la silla sin explicar el motivo de su borrachera, aunque Mario Javier, que conocía sus amoríos secretos con la hija de Lynch, no dudó de que el mal que lo aquejaba era de amores.
A la mañana siguiente, Blasco confesó que se había peleado con Nahueltruz y que había abandonado la casa de la calle de Cuyo.
—¿Por qué riñeron? —se interesó Mario Javier.
—Lynch fue a reclamar a Nahueltruz mi relación con Pura. Nahueltruz enfureció, nunca lo había visto así.
—Entiendo que el cacique Guor y Lynch son socios en un negocio de caballos —acotó Mario Javier—. Supongo que ése fue el fin de la sociedad.
—No sé. De todos modos, no fue lo que Nahueltruz me reclamó. Se enfureció al saber que me había fijado en una mujer como Pura Lynch, tan por encima de mí. La llamó “niña consentida, veleidosa y egoísta”. Me dijo que terminaría por romperme el corazón, que yo sólo era un juguete, un divertimento, que era un estúpido por permitir que una casquivana como ésa me usara sin sentimientos. Que, al final, se casaría con Lezica, porque es de su clase, y que me dejaría como a un trasto viejo.
—No me pareció que la señorita Lynch fuera del tipo casquivano.
—¡Por supuesto que no! —prorrumpió Blasco—. Es que Nahueltruz aún sangra por la herida. Después de todo, Pura Lynch es la sobrina dilecta de la señorita Laura. Y ya sabes cómo somos los indios: jamás olvidamos una afrenta.
Laura se presentó en la Editora del Plata y, sin rodeos, preguntó adónde se hallaba Blasco Tejada. En silencio, Mario la guió hasta su cuarto. A través de la puerta, le avisó a Blasco que la señora Riglos deseaba verlo. Le dieron tiempo para adecentarse.
—Señorita Laura —pronunció Blasco en voz queda—. Disculpe, señorita, jamás imaginé que usted vendría. Si no… No culpe a Mario, yo le pedí que me acogiera. Él es un buen amigo.
Laura levantó la mano y Blasco calló.
—Me alegro de que estés aquí. Pura temía que hubieras marchado a Francia.
—¿Marcharme? ¡Qué idea! Y dígame, ¿cómo está ella? Dicen que la mantienen encerrada, que no come, que ha jurado dejarse morir.
—Se encuentra bien. Bajo mi protección. He venido hasta aquí para traerte un poco de serenidad, pues imagino que estos días han sido un infierno.
—Infierno es poco. Tantas ideas nefastas cruzaron mi mente que pensé que enloquecería. ¿La casarán por fin con Lezica?
—No si puedo evitarlo. Ella te ama, Blasco, y, si es contigo que ha decidido pasar el resto de su vida, estoy dispuesta a ayudarla. En fin, a ayudarlos. Espero que estés a la altura de la situación. Espero que estés dispuesto a luchar por ella.
—Claro que lucharé por ella. Gracias por ayudarnos —murmuró.
—¿Por qué no estás en casa de Nahueltruz?
—Hemos peleado. No podía seguir viviendo bajo el mismo techo después de las cosas que me reclamó. No quiere que continúe mi relación con su sobrina.
—Entiendo.