Capítulo 12
De Silva regresaría esa noche de Buenos Aires y ella, ansiosa, no podía quedarse quieta.
—María, por favor, prepárame el vestido amarillo pálido… Ése con el encaje blanco en las mangas. ¿Sabes qué habrá para la cena?
—No, de eso se encarga Candelaria.
Fiona caminaba nerviosa por la habitación.
—¿Por qué quieres saberlo, Fiona? —preguntó María, extrañada.
—Había pensado en carne de cordero asada con pastel de zapallo. Tal vez de entrada, humita. ¡No, humita no! Mejor algo más liviano. ¿Se te ocurre algo?
—No sé, estaría bien una ensalada. ¿Qué se te ha dado por organizar la cena?
—¡Ah, ensaladas, claro! Pero no sé qué ensaladas prefiere de Silva. No importa, le preguntaré a Candelaria.
—¡No puedo creer tanto alboroto por una cena para de Silva! ¡Quién te ha visto y quién te ve, Fiona Malone! —La criada sonrió con picardía.
—¡Ay, María! A veces eres insufrible. —Dio media vuelta, y se dispuso a abandonar la habitación—. Indícale a Candelaria cómo he dispuesto la cena antes de que haga preparar otra comida —ordenó antes de salir.
—Como usted diga, señora de Silva —contestó María con tono socarrón.
—¡Uy! Hoy no te aguanto.
Cerró la puerta y se marchó. Lo mejor sería salir un rato a despabilarse.
Hacía días que no visitaba a su amiga del monte. Siempre era bueno conversar con Catusha mientras tomaban el té. Fiona encontraba mucha paz en su cabañita. De todos modos, no podía quejarse: las cosas iban mejor con de Silva, después de todo.
Llegó y la encontró en el jardín, cuidando unos malvones. Esa mujer tenía una afinidad especial con las plantas. A su alrededor, todo parecía crecer sin dificultad. Las flores eran más bonitas, y sus colores más brillantes. Catusha hablaba con los rosales y los geranios como si fueran niños. Les decía cosas bonitas y cuánto los quería. Al principio Fiona se sintió muy incómoda; llegó a pensar que su amiga del monte estaba loca de remate; pero al poco tiempo se acostumbró.
Catusha se puso tan contenta al verla que Fiona se imaginó la persona más importante para ella. La joven se sentía la reina del mundo cuando visitaba su cabaña: así era como su amiga la trataba. La colmaba de atenciones y la mimaba más que nadie. Charlaban de todo durante horas, y Fiona siempre aprendía algo. Comían las exquisiteces que ella misma preparaba, tocaban el piano, y hasta leían juntas. Aunque, en ocasiones, Catusha perdía la mirada en lontananza y por largos minutos no decía una palabra; en especial cuando mencionaba a Manuel, su dichoso Manuel.
De Silva llegó a la estancia y olfateó que algo estaba sucediendo. Y no parecía ser nada bueno.
Candelaria daba órdenes a un grupo de peones en la puerta del establo principal; le pareció raro no ver a Celedonio; María lloraba con desconsuelo, mientras escuchaba a la negra dar sus instrucciones a los empleados. Eliseo tampoco estaba a la vista.
Candelaria se calló cuando vio a Juan Cruz entrar al establo montado en su padrillo. María ahogó un grito de terror y sus sollozos recrudecieron.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmado, aunque ya se lo estaba imaginando.
—Juan Cruz…
—¡Vamos, Candelaria, qué pasa!
—Fiona… Salió muy temprano esta tarde y aún no ha vuelto.
—¡Dios mío, señor de Silva! ¡Que no le haya pasado nada! —exclamó María, con la voz quebrada.
—¡Cipriano, pásame ese fanal! —ordenó de Silva a uno de los muchachos, que lo miraba boquiabierto—. ¿Saben siquiera qué rumbo tomó?
—No… —replicaron la negra y la criada al unísono.
Candelaria se sentía un poco responsable; Juan Cruz siempre le pedía que cuidara de Fiona cuando él se ausentaba.
—Celedonio organizó dos grupos de búsqueda, uno a cargo de él y otro a cargo de Eli… —La negra se interrumpió bruscamente; ya no había quién la escuchara.
De Silva había azuzado al caballo y se perdía en la oscuridad de la noche a toda velocidad; sólo vieron por unos segundos más la luz de la lámpara, que luego, de a poco, también desapareció.
Candelaria suspiró, abrumada; después, se echó a llorar.
—Está bien, Catusha, vuelva a su casa. —Fiona no lograba convencerla—. Ya está muy oscuro, algo malo puede ocurrirle.
—A ti puede ocurrirte algo malo. Yo ya soy un carcamal, ¿qué podría pasarme? Pero tú, querida, eres tan bella… Cualquier zopenco querría hacerte daño.
La mujer no aflojaba el paso, a pesar de que su voz sonaba agitada.
—Bueno, Catusha, hasta aquí está bien. Mire, allá está mi casa. —Señaló más allá del bosque de tipas—. Pensándolo bien, creo que lo mejor será que esta noche se quede en mi casa…
—¡No! ¡Ni lo pienses, querida Fiona! Puedo regresar sola; conozco este camino como la palma de mi mano. Vamos, corre hasta la casa grande. Así yo puedo verte.
Fiona comenzó a correr maquinalmente. De pronto se detuvo, dio media vuelta, y trató de distinguir la figura de la mujer entre los árboles; pero Catusha ya no estaba allí.
Un rato después, al entrar en la casa, encontró a María despatarrada en el confidente del hall, llorando a mares; Candelaria trataba de calmarla, pero ella también tenía la voz congestionada; el resto de la servidumbre se apiñaba a la entrada de la cocina, observando la escena.
María profirió un grito de angustia al verla sana y salva. Se arrojó de rodillas al suelo mientras con la mano en alto mostraba la estampa de San Patricio.
—¡Gracias, santísimo San Patricio, gracias! ¡Bendito seas, bendito seas!
—¡Señora de Silva! —exclamó Candelaria.
Ayudada por la negra, María se puso de pie; con los brazos extendidos, se encaminó donde Fiona. La joven la contemplaba azorada; sabía que ya era de noche, pero no había caído en la cuenta del escándalo que provocaría. La tarde se le había pasado como un relámpago y, cuando se dio cuenta, el sol se había puesto.
María la abrazó fuerte.
—¡Mi niña, mi niñita! —repetía una y otra vez.
Al cabo de unos momentos, se separó de ella. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de llorar. Fiona le pasó la mano por la mejilla.
—Pero, ¿dónde has estado? —preguntó María mientras le acariciaba el rostro—. Casi nos matas de la angustia.
Durante la desaparición de Fiona, a María se le cruzaron mil ideas por la cabeza, pero había una en especial que la torturaba. «Una vez que tenga la certeza de que ese hombre ha pagado todas las deudas de mi abuelo, me escaparé, huiré lejos, donde nadie pueda encontrarme.»
—Bueno, ya, María, tranquilízate.
Fiona rodeó con sus brazos a la criada. Sus ojos se cruzaron con los de Candelaria que la miraba absorta desde un rincón del hall. Fiona la llamó y le tendió el brazo. La negra caminó hasta ella y le tomó la mano.
—Perdónenme, lo siento tanto. Miren cómo las he hecho sufrir. Sólo salí a dar un paseo, caminando. De repente, me di cuenta de que se había hecho de noche. Eso fue todo.
—Nunca más, ¿entiendes?, nunca más vuelvas a hacerlo —la reprendió María.
—Señora… el señor de Silva ha salido a buscarla —balbuceó Candelaria.
—¿El señor de Silva ya llegó de Buenos Aires?
No se lo esperaba. Ahora sí, «Troya», como decía Celedonio.
—Llegó hace más o menos una hora y salió a buscarla, de inmediato. Todos están buscándola.
«Sí, definitivamente, Troya», se dijo Fiona con resignación.
Fiona parecía una leona enjaulada. Iba de un lado al otro de su habitación, mirando el suelo y mordiéndose las uñas. Ya eran más de las diez de la noche y ninguno de los que habían salido a buscarla, había regresado.
Llegó a la puertaventana y, a pesar de que la noche era fresca, salió al balcón. Sintió que la piel se le erizaba y se embozó en su salto de cama. Quiso escudriñar la inmensidad del campo pero apenas alcanzó a ver la fuente de los angelotes.
El ruido de los cascos de un tropel de caballos la sacó de su ensimismamiento. Eran Celedonio y su grupo.
—¡Ya está aquí! —gritó Candelaria.
Fiona la oyó, pero no logró verla. También escuchó las exclamaciones que lanzó el grupo de peones y la maldición de Celedonio.
—¿El señor de Silva ya lo sabe? —preguntó el capataz, aún montado en su alazán.
—No, todavía está fuera, buscándola —respondió la negra.
—Y Eliseo tampoco regresó. —Ahora era la voz torturada de María.
Fiona sintió que se le hacía un nudo en la garganta. «Dios mío, de Silva va a matarme.»
—Eliseo y su grupo se unieron al patrón hace más o menos una hora —comentó Celedonio. Luego, se dirigió al resto de los hombres—: Guarden los caballos y vayan a sus casas. Yo iré a buscar al patrón.
—¿No quiere que lo acompañe, don Celedonio? —preguntó uno de los peones.
—No, está bien. Iré solo. Ya sé dónde encontrarlos. —Y sin más, salió a todo galope.
Pasó más de media hora. Celedonio no aparecía. La angustia de Fiona iba en aumento.
Había vuelto al dormitorio y había corrido las cortinas. No tenía sentido quedarse en el balcón, muriéndose de frío, mirando la nada. De todos modos, no pudo quedarse quieta: recorría la habitación de una punta a la otra, una y otra vez.
De pronto, escuchó los tacones de las botas de Juan Cruz en el corredor y por unos segundos el corazón se le detuvo. De pie junto al borde de la cama, con las manos sobre el pecho y los ojos muy abiertos, no se atrevía siquiera a pestañear. Un momento después, la puerta se abrió de golpe.
Juan Cruz la miraba tan fijamente que Fiona no pudo evitarlo y comenzó a sollozar convulsivamente. Temblaba como una hoja, se le había nublado la vista y no podía controlar el llanto que la hacía tan vulnerable frente a su esposo.
De Silva se aproximaba a ella lentamente. El ruido de sus pasos sobre los tablones de madera era como una marcha fúnebre en los oídos de Fiona. Era el fin, no tenía la menor duda.
Juan Cruz estaba muy agitado. A pesar del frío nocturno, tenía la camisa abierta hasta la mitad del torso y su pecho velludo subía y bajaba en un intento por normalizar la respiración.
Cuando estuvo junto a ella, de Silva la rodeó con sus brazos como si al abrazarla se mantuviera él con vida. Apretó su cara contra el cabello de Fiona y, después, comenzó a besarla, primero en la coronilla, luego en los ojos, en la nariz, en la frente, en las mejillas, en la boca, con desesperación. Fiona comenzó a gemir de excitación.
—¿Qué haces de mí, Fiona? ¿Qué haces de mí que si no te tengo siento que me muero?
Aquellas palabras la sorprendieron. Jamás había sido tan dulce y sincero con ella.
—Perdóneme, señor, perdóneme.
Era todo lo que podía decir; ella también se aferraba a él como una desquiciada. Con sus manos le acariciaba el cabello, se lo quitaba de los ojos y le rozaba las mejillas, algo ásperas ya por la barba.
—¡Dios mío! —gimió Juan Cruz—. Si algo te pasara… —Levantó los ojos y miró el cielo raso.
Fiona lo besó en el pecho.
—¿Dónde has estado? —preguntó, mientras la separaba apenas.
—Perdóneme, señor. Yo… Salí a caminar, por ahí, como siempre y, sin darme cuenta, se hizo de noche —respondió Fiona, apenada por mentirle.
Su voz de niña lo enterneció, y la estrujó nuevamente contra él.
—Tonta, ¿no te das cuenta que ya casi estamos en invierno y que oscurece muy temprano? ¡Si algo te sucediera!
Fiona no podía creer lo que estaba pasando. Se sintió mal por haber pensado que de Silva la mataría, se sintió mal por no contarle acerca de su amiga del monte, y se sintió mal por… porque había dejado de abrazarla y parecía que deseaba marcharse.
—¿Se va, señor?
—Ahora, que ya sé que estás a salvo, voy a comer algo. Estoy famélico. Candelaria me lo está preparando.
«Candelaria, siempre Candelaria», pensó Fiona. ¿Nunca dejaría de sentir celos de esa mujer?
—Ah… Bueno… —miró hacia abajo y dio media vuelta—. Está bien, hasta mañana —lo despidió, sin mirarlo.
De Silva la tomó por la cintura y la elevó en el aire, pasándole un brazo bajo las rodillas.
—Aunque pensándolo bien… ¿Para qué cenar si aquí tengo lo único que me sacia por completo?
La miraba y no podía creer que todavía se sonrojara cuando él decía esas cosas. La depositó en la cama con suavidad; luego, se quitó la camisa.
—La puerta… señor.
Juan Cruz la miró por un segundo antes de ir a cerrarla. Fiona lo observaba desde la cama, apoyada en sus codos. El torso desnudo, los músculos que se le remarcaban naturalmente y hacían un juego de movimientos cuando él, aún parado al borde del lecho, se quitaba las botas, los pantalones… Y su miembro erecto… Decididamente, no podía dejar de mirarlo.
Después de quitarle el salto de cama y el camisón, y sin decir palabra, la cubrió con su cuerpo.
Candelaria se había marchado temprano a la cremería. María estaba en su dormitorio, bordando. Las sirvientas, ocupadas en sus quehaceres. Era el momento ideal, tal como lo había planeado. Pero Catusha no llegaba.
Le había costado un mundo convencerla de que viniera a la mansión. Fiona deseaba invitarla con una taza de té, con algún sabroso bizcocho de María, pero lo que más anhelaba era que tocara en su piano. Además, quería mostrarle la biblioteca de Juan Cruz. No había tardado en descubrir que a Catusha le fascinaba leer. Era una mujer extraordinariamente culta y refinada; resultaba increíble que alguien como ella viviera aislada en ese paraje.
Comenzó a reír al vislumbrar un par de ojitos celestes que la observaban divertidos desde la ventana del salón azul. Era Catusha. Con una seña le indicó la puerta principal; ella misma le abriría.
—¡Pasa, Catusha! ¡Bienvenida a mi casa!
La mujer permaneció unos instantes bajo el vano, mirando de reojo y con desconfianza. Después, entró.
—Es tan hermosa por dentro como lo es por fuera, Fiona —sentenció, con la mirada clavada en la araña del hall.
El salón azul no la dejó menos boquiabierta. Lo había espiado de cuando en cuando desde la ventana, pero, era obvio, no había logrado descubrir la belleza de la habitación.
—¡Qué hermoso piano!
Se acercó presurosa y, sin pedir permiso, levantó la tapa y jugueteó con las teclas.
—Está mucho mejor que el mío. El pobrecito ya está viejo y algo desafinado.
La mujer clavó sus ojos en los de Fiona y le sonrió.
—Por eso quería que viniese a mi casa, para que tocara en mi piano. ¡Toca tan bien, Catusha! Además, quiero que vea esto.
La joven la tomó de la mano y la llevó a la sala de la biblioteca.
—¡Por Dios! ¡Esto parece la biblioteca de una universidad!
—Sí —afirmó Fiona, orgullosa.
Acercó con dificultad la escalera y la apoyó en uno de los estantes más altos; trepó para tomar el libro que había pensado prestarle. Total, de Silva no se daría cuenta de nada.
—Aquí está —dijo Fiona.
Lo tomó por el lomo y lo observó un momento. Después, descendió con cuidado los peldaños.
—Tome, Catusha, se lo presto para que lo lea —le dijo, alcanzándole el libro.
—¿Para mí? —De nuevo esa actitud aniñada—. ¡Oh, gracias! Pero veamos de qué se trata.
Catusha leyó el título con atención.
—¿Qué haces aquí, mamá? —La voz gruesa de de Silva resonó en la biblioteca.
Fiona levantó la vista y se puso lívida. «¿Cómo, qué haces aquí, mamá?». Juan Cruz parecía tranquilo, pero su mirada le dio pánico.
—Mamá, te estoy hablando —repitió.
Catusha tenía la vista perdida en el primer capítulo del libro. Fiona no podía moverse, ni hablar; sólo observaba. Pero la vista se le estaba nublando y comenzaba a sentirse mareada.
—¡Ah, Manuelito! Eres tú. —La voz de Catusha había adquirido un matiz extraño—. ¿Qué haces aquí? Debes tener mucho cuidado, en esta casa vive un hombre muy malo.
La mujer se acercó a de Silva. Era mucho más baja que él, y tuvo que estirar bastante el brazo para mostrarle el libro.
—Mira, mi amiga Fiona me lo va a prestar.
Catusha se dio vuelta y fijó sus ojos en la joven, a quien ya le costaba mantenerse en pie.
—¿Cómo «mamá», señor de Silva? —Por fin, y como pudo, preguntó la muchacha.
Sólo en aquel momento Juan Cruz miró a Fiona; la vio tan pálida que se asustó. Con paso firme, se acercó a ella, la tomó por los hombros y la guió hasta el sofá.
—Fiona, ¿te sientes mal? —Le tomó las manos. Estaban heladas—. ¡Candelaria! —gritó.
Los labios de Fiona empalidecían. No pudo explicarle que la negra se encontraba en la cremería. No conseguía modular las palabras; la lengua le pesaba toneladas y sentía la garganta seca como una lija.
—¡Mamá! —Juan Cruz se dio vuelta y vio que Catusha aún tenía la vista fija en el libro.
—¡Mamá! —gritó más fuerte—. Busca a alguna de las sirvientas y tráela aquí. ¿Entendiste? —La vio asentir con la cabeza—. ¡Vamos, ve ahora!
—¿Cómo mamá, señor? Usted… Usted me dijo que estaba muerta… Muerta…
—Fiona, tranquilízate, no es nada. Puedo explicártelo todo. Pero ahora, debes ponerte mejor —dijo, besándole los dedos; seguían fríos.
Un momento después regresó Catusha con una criada. Fiona olió las sales que le acercó la mujer y comenzó a sentirse mejor. Juan Cruz la cargó en sus brazos y la llevó a la alcoba. Ella no le sacaba los ojos de encima. No podía dejar de pensar en lo que acababa de escuchar. Catusha era la madre de su esposo. ¿Por qué no vivía con ellos? ¿Por qué lo llamaba Manuel?
—Ahora, trata de descansar —dijo con dulzura Juan Cruz, mientras la criada corría las cortinas.
—¡No! —Se aferró a su brazo y lo atrajo hacia ella—. No, señor, por favor… Cuénteme todo, no puedo esperar. No se vaya.
La desesperación de su esposa lo acongojó.
—Mamá, vuelve a la sala y quédate allí. ¿Me has comprendido?
Catusha, de pie junto a la puerta del dormitorio, observaba impávida la escena. Al cabo, desapareció.
—Encienda unas velas, Blanca —ordenó de Silva a la sirvienta—. Asegúrese de que la señora permanezca en la sala y mande a alguien a buscar a Candelaria a la cremería, ya mismo. Que ella se haga cargo de la señora.
Volvió los ojos a Fiona. Vio, con alivio, que lentamente los colores volvían a su rostro.
—Cuántos misterios, señor de Silva… Cuántos secretos.
—Fiona, mi pequeña y dulce Fiona. ¡Cuánto te he hecho sufrir! ¿Podrás perdonarme algún día? —No quiso esperar la respuesta—. No importa eso ahora, tal vez ni siquiera merezca tu respeto. He sido tan duro contigo…
Fiona apoyó su mano en los labios de él.
—Eso no importa ya. —Bajó el brazo y retornó al tema que la preocupaba—. ¿Ella es su madre, señor?
—Sí. —Apartó la vista de la mirada de Fiona—. Está loca, completamente loca.
Cerró los ojos. Se sintió protegido cuando su mujer lo abrazó.
—¿Por qué nunca me contó?
—Además de todo, una madre loca… ¡No, Fiona, ya me odiabas demasiado! Aún no sé si no me detestas. Y no puedo soportarlo… Me mata por dentro.
Fiona se separó de él, y le tomó el rostro entre sus manos. Ensayó un tono de voz más pícaro y alegre.
—Sepa, señor, que siempre aparentó lo contrario. Parecía que mi enojo ni lo inmutaba.
De Silva sonrió con expresión afligida.
—¿Loca por qué?
—Desde que quedó embarazada de mí, según me cuenta Candelaria, ya empezó a estar rara. Desvariaba mucho y se perdía durante horas en cavilaciones que parecían atormentarla. Yo recuerdo, era un niño aún, que ella parecía estar bien, y de pronto se callaba, se sentaba en su silla mecedora y por largo rato no decía nada. Podía uno gritarle al oído hasta desgañitarse y nada. Eso fue agravándose con los años.
—¿Por qué no vive aquí, con nosotros?
—¡Ja! Ésa es otra historia. En parte, porque yo no quise. No deseaba que llegaras y te encontraras con ella aquí, diciendo disparates.
Fiona lo miró con aire admonitorio.
—No me juzgues, Fiona, por favor. Ella tampoco deseaba vivir aquí, esta casa le daba miedo. No sé, le resultaba demasiado grande; siempre estuvo acostumbrada a vivir en espacios pequeños. Además, siempre he tenido la sensación de que prefiere estar sola; sabe manejarse tan bien como si estuviera en sus cabales. Por eso le construí una casa, no lejos de aquí; supongo que ya la conoces…
—Sí. Además, dice que mi esposo es un hombre malo. Más de una vez me ha preguntado si no le temo.
—Y tú, ¿qué le contestas?
—Le contesto que, a veces sí, le temo.
De Silva clavó sus ojos en los de su mujer. La miró serio, con una expresión de profundo abatimiento; Fiona no tuvo miedo esta vez.
—¿Su madre no tiene familia?
—En realidad, en Buenos Aires, no tiene a nadie. Ella llegó de Irlanda.
—¡De Irlanda!
—Sí, del norte. Tu familia viene del sur.
—Usted está bien informado, señor —dijo ella burlonamente.
—Llegó de Irlanda en 1803; tenía apenas cinco años. Ella y su madre se escaparon de los ingleses de milagro; acababan de colgar a su padre, mi abuelo.
—¡Oh, no, Dios mío! ¡Pobrecita!
—Sí, Robert Emmet; era un conocido agitador irlandés; por eso lo mataron. Una vez me contó que ella y su madre presenciaron la ejecución de mi abuelo. ¡Dios, cómo pudo su madre llevarla a semejante espectáculo!
De Silva golpeó los nudillos contra el respaldo de la cama con tanta fuerza que Fiona sintió necesidad de frotárselos. Él la dejó hacer; después, tomó la mano de su esposa y la besó.
—Mi abuela murió a poco de llegar. No sé mucho acerca de ella porque ni mi madre se acuerda. A mamá la criaron unos irlandeses muy buenos, los Keegan.
—¡Los Keegan! —exclamó Fiona. Eran una de las familias más tradicionales de Buenos Aires, de gran fortuna y muy cultivados. Fiona comprendió el por qué de la delicadeza y la educación de Catusha.
—Sí. Según pude saber, la quisieron como a una hija. En esa casa conoció a Candelaria. —De Silva se calló, y por unos instantes jugueteó con los dedos de Fiona—. Bueno, puedes imaginarte el resto.
—No, no puedo.
Juan Cruz soltó un suspiró y sonrió sin ganas.
—Cuando tenía dieciocho años quedó embarazada de mí. Por vergüenza, se escapó de su hogar. Por supuesto, con Candelaria detrás. Ya eran carne y uña. En realidad, mi madre y yo le debemos la vida a Candelaria. Ella fue la que me dio su apellido: mi madre no quería hacerlo. Ella fue la que le pidió trabajo a Rosas en la estancia «Los Cerrillos» porque no teníamos a dónde ir, ni qué comer. Mi madre jamás trabajó. Siempre fue Candelaria la que trajo el pan a casa y, bueno, cuando pude, comencé a trabajar yo. Mi madre, siempre como una reina… —No lo dijo con rencor, sino más bien, con orgullo.
—¿Y cuándo empezó a trabajar usted?
—Y… —Se puso la mano en la barbilla—. Más o menos, a los siete años.
—¡Dios mío! ¡Tan pequeño…!
—Mi madre me enseñó a leer y a escribir, en castellano y en inglés.
—¿Sabe hablar en inglés?
Fiona pensó en las muchas veces en que le había dicho a María, en inglés, cosas impropias de de Silva, estando justamente él en la misma habitación, y se mordió los labios. Juan Cruz torció la boca: él también recordaba esas ocasiones. Curiosamente, pensó, nada de eso le importaba ya.
—Y fue ella la que le enseñó a tocar el piano, ¿verdad?
—Si se puede decir que toco el piano, Fiona. Apenas si conozco algunas melodías.
—¿La ama, señor de Silva? Digo, a su madre.
—No lo sé, Fiona. En realidad, a la que quiero es a mi negra Candelaria.
Era la primera vez que la llamaba así frente a ella; fue tan dulce al decirlo que Fiona sintió una comezón en todo el cuerpo. Nunca habían conversado tan sinceramente, en tanta paz.
—Bueno, basta de plática. Mejor será que te recuestes y trates de dormir. Sufriste una fuerte impresión hoy, ¿verdad? —dijo él, ayudándola a taparse con la colcha.
—Desde el día en que lo conocí a usted, señor, no hago más que recibir fuertes impresiones.
De Silva la miró con una mezcla de ternura y perplejidad. En ese momento, allí recostada, con ese rostro de niña indefensa, parecía en extremo vulnerable. Era una imagen que contrastaba tanto con la elocuencia de sus réplicas que lo desconcertaba. Se acuclilló a su lado, sin quitarle los ojos de encima. Ella también le sostenía la mirada.
—Desde el día en que te conocí, Fiona Malone, no hago más que amarte con locura.
La besó con entrega y pasión. Esta vez, ella no pudo ni chistar.
Juan Cruz se sentía mejor que bien. Recostado sobre el respaldo de su cama, fumaba impasible un cigarro. Fiona, profundamente dormida, hacía ruiditos con la nariz y la boca, ahora apenas entreabierta. Se sonrió. Era la mujer más hermosa que había conocido, y, además, le pertenecía. Era suya. Su querida y adorada Fiona.
¿Cuándo había comenzado esa locura, esa carrera desenfrenada por conseguirla, esa sensación de que si no la tomaba entre sus brazos perecería? Supuso que había sido aquel día, en el Socorro, cuando la voz señorial de misia Mercedes Saénz vertió veneno en sus oídos… Ni lo piense, señor de Silva. Es inalcanzable. Y sin embargo, ahí estaba ella, medio desnuda, tendida a su lado.
Ahora, después de que él le había revelado algunos de sus secretos más temibles, pasaban prácticamente todas las noches juntos, en su cama, o en la de ella. Era extraño, pero aún no se animaba a pedirle que acabaran con esa absurda idea de los dormitorios separados. ¡Ja! Él, el gran de Silva, no se animaba. Se quitó el cigarro apagado de la boca y lo arrojó al suelo con displicencia.
—¿Qué hora es, señor? —Fiona se restregaba los ojos tratando de disipar su somnolencia.
—Sigue durmiendo, ya casi amanece. —Juan Cruz le acariciaba los mechones que, desordenados, le caían sobre el rostro.
—Y usted, señor, ¿no duerme?
Juan Cruz se encogió de hombros.
—¿Aún insistes en llamarme señor? —comentó, risueño.
Fiona se incorporó hasta quedar apoyada en el respaldo, junto a él.
—Nunca me pidió que lo llamara de otra forma.
—¿Podrías llamarme Juan Cruz? Por favor… —agregó.
—No, señor.
La carcajada de de Silva retumbó en la habitación; ella también comenzó a reír.
—Eres increíble —dijo él entre risas.
—Señor, ¿puedo hacerle una pregunta?
De Silva asintió. Metió la mano bajo la manta y comenzó a acariciarle la curva de la cintura.
—Esa noche, cuando me salvó de ser atropellada por la volanta… ¿Qué hacía por ahí, señor? Recuerdo que llovía a cántaros; era una noche horrible para caminar.
Juan Cruz curvó los labios y los ojos le chispearon. Fiona lo seguía con la mirada, ansiosa por saber.
—Esa noche llegué tarde a la tertulia de misia Mercedes; me había demorado en una pulpería con tu padre arreglando… Bueno… Cerrando el… Tú sabes…
Fiona se rió al ver hasta qué punto aquel recuerdo lo perturbaba. Y se sorprendió al comprobar que a ella ya no la afectaba.
—Sí —completó la joven—. Arreglando el matrimonio entre usted y yo.
—Sí, claro —respondió de Silva, todavía incómodo—. Tu padre me dijo que te diría lo de nuestro compromiso esa misma noche. Yo sabía que eso sería después de la tertulia, porque misia Mercedes te había invitado especialmente a pedido mío, y me había confirmado que irías.
—¿Misia Mercedes? ¿Misia Mercedes complotada con usted?
Fiona no podía salir de su asombro. Estaba cada vez más interesada en conocer el resto de la historia.
—Sí, misia Mercedes Sáenz. Se podría decir que fue mi celestina en todo esto. Gracias a ella llegué a conocerte sin cruzar palabra contigo. Te vi una vez en el atrio de la Iglesia del Socorro, pero resultaste ser alguien imposible de hallar. Nunca ibas a ningún lado. ¿Qué otra cosa me quedaba por hacer? Misia Mercedes organizó la tertulia del Día de la Independencia a pedido mío, para que tú asistieras. Me aseguró que si la reunión era en su casa, tú irías.
—¡No puedo creerlo!
—También me contó que eras muy impulsiva y que odiabas a tu padre. Por eso, después que dejaste lo de Sáenz te seguí, temiendo algún problema. Además, tengo que confesarte, estaba ansioso. Esperé sentado en mi volanta frente a la casa de tu abuelo. No pasó mucho y saliste como loca. Recuerdo que se me erizó la piel en ese momento. Jamás pensé que reaccionarías así, escapando de tu casa.
Juan Cruz le tomó las manos; las tenía heladas. Se las frotó un rato antes de continuar.
—Le dije al cochero que nos escoltara de lejos y te seguí a pie. La lluvia era intensa, pero podía escucharte llorar. No comprendía qué intentabas hacer, hasta que de pronto te vi, quieta en medio del fango, esperando a la volanta que se precipitaba a toda velocidad sobre ti. Bueno, te empujé, y con el golpe te desvaneciste. Los dos éramos un solo barro, oliendo a bosta de caballo, pero no me importó, te tenía entre mis brazos, por primera vez.
Juan Cruz se incorporó y se acercó a su esposa. La miró fijamente y no encontró rencor en sus ojos azules; sólo paz, y algo de picardía. La atrajo hacia él, y comenzó a besarla con frenesí. Al separarla de su pecho, Fiona, con la boca entreabierta y los ojos cerrados, parecía estar en otro mundo. Cuando sintió en su hombro la mano firme y viril de de Silva, la besó con dulzura.
El frío del inminente amanecer los obligó a cubrirse otra vez con la manta. Fiona, acurrucada sobre él, comenzó a juguetear con el vello de su pecho.
—Estuve ayer con mi madre… Insiste en que debes escapar, el tal de Silva es un energúmeno, según ella —sonrió amargamente.
—También insiste en llamarlo Manuel, señor. —Fiona calló, a la espera una explicación.
—Juan Cruz Manuel de Silva, ése es mi nombre. Lo de Manuel va por mi padre.
Fiona se irguió como impulsada por un resorte.
—¿Por su padre? ¿¡Acaso su padre es Rosas!? —exclamó con espanto.
—No lo quieres demasiado, ¿verdad? —Rozó con los dedos los labios de su mujer—. No, Fiona. Dorrego era mi padre.
—¿Dorrego? ¿Qué Dorrego? —No podía creerlo—. ¿El coronel? ¿El que hace años fue gobernador? ¿El que fusiló Lavalle? —Lo vio asentir con los ojos cerrados. ¿Qué otro secreto le estaría ocultando de Silva, por Dios Santo?—. Era… era muy amigo de Grandpa —dijo como para sí Fiona. De pronto, se había puesto triste.
—Ya lo sé. —Una sombra nubló los ojos de Juan Cruz.
Fiona vio, como en un relámpago, toda la vulnerabilidad y el dolor que se reflejaba en el rostro adusto de su esposo. Lo acarició y lo besó en la mejilla.
—Señor… —le musitó Fiona.
Los brazos de Juan Cruz se cerraron alrededor de ella. Deseaba hacerla parte de su carne. Tenía miedo de separarla de su cuerpo, como si alguien fuese a arrebatársela.
—Está bien, Fiona. Ya todo pasó. Él murió y jamás se enteró de que había tenido un hijo con mi madre. Ya está. De veras… Ya nada de lo malo que ha habido en mi vida parece atormentarme ahora. No como antes. —Tomó el rostro de ella entre sus manos; el contraste entre el blanco de la piel de Fiona y el tostado de sus dedos lo enardeció—. Ahora estás tú; mi vida eres tú; eres mi paz, mi felicidad, todo. Nunca me abandones, Fiona, amor mío, nunca me dejes; eso sí no podría soportarlo. Ya no me odies tanto, por favor… Por favor… No me odies más… —Su boca rozó los labios de la joven y sus manos recorrieron las curvas de su cuerpo.
—No lo odio, señor… Yo no lo odio, no lo odio… —repetía Fiona entre suspiros entrecortados.
Pronto amaneció. No se dieron cuenta. Seguían haciendo el amor.