Capítulo 2

«Hablar del corazón a esas gentes era farsa del diablo,

el casamiento era un sacramento

y cosas mundanas no tenían que ver con esto».

MARIQUITA SÁNCHEZ DE THOMPSON

Sus oídos se crisparon al oír cómo rechinaban las ruedas de la galera contra los adoquines de la calle de la Florida. Su cuerpo se meció sobre la pana del asiento y cerró los ojos; no quería ver nada más por esa noche.

Tan sólo escuchaba. «¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Las doce han dado y nublado!». La voz del sereno iba perdiéndose a medida que los caballos, azuzados por Eliseo, ganaban más terreno en su carrera hacia la casa. «¡Las doce han dado y nublado!». ¿Y nublado? ¿Acaso no había visto la luna en el patio de misia Mercedes? Misia Mercedes… Jamás le perdonaría su comportamiento de esa noche. «Antes prefiero estar muerta… Antes prefiero estar muerta.» Es que siempre sería así, impulsiva, arrebatada. Se preguntó que le habría costado responder: «Disculpe usted, señor don de Silva, pero debo retirarme». Lo pensó unos minutos; en realidad, se dijo, le habría costado demasiado.

No podía creer que la misma persona que momentos atrás hacía «eso» en una de las habitaciones se presentara poco después ante ella y la invitara a bailar como si nada. Con esa cara impávida y esa sonrisa falsa. Aunque, debía admitirlo, hermosa.

Tal vez había exagerado. ¿Qué le importaba a ella lo que el tal de Silva hacía con Clelia? No era asunto suyo, en lo más mínimo. Ni Clelia era su amiga, ni «el diablo» su prometido.

«Y nublado.» Descorrió la cortina de la portezuela y dejó entrar el paisaje. La luna ya no estaba. El celaje espeso, iluminado desde atrás, la dejaba entrever cada tanto, y la ocultaba luego entre su espesura gris. Una luz repentina iluminó las calles e instantes después un estruendo cayó sobre Buenos Aires. Y otra vez la luz, y otra vez el estentóreo sonido que daba miedo.

En pocos minutos todo había cambiado; el cielo se había transformado en una espesa mezcla de nubes negras que gritaban sus anatemas sobre la ciudad; la luna asomaba, de cuando en cuando, con una mirada lánguida y mortecina.

En pocos minutos, habían cambiado también la pureza de su alma y lo angelical de su rostro, el brillo de sus ojos y el trepidar de sus labios inseguros. Había llegado a la tertulia de una forma y se había ido de otra, completamente distinta. En su mente, los recuerdos candorosos e inocentes de su niñez desaparecieron para dar paso a las vivencias más reales que jamás imaginara.

Escuchó las primeras gotas de lluvia sobre el techo de la galera y se arrellanó aún más entre los cojines. Apoyó la cabeza sobre su hombro y trató de hacerse tan pequeña como un pajarillo. Como cuando era una niña y su abuelo la arropaba en la cama, mientras le contaba las historias de los héroes irlandeses.

La galera se sacudió al pasar por un incipiente charco, trayendo un ruido de cascadas a los costados de las ruedas. Y otro bache más, y más ruido a cascadas. El agua sucia y barrosa de la calle parecía partirse al paso de las ruedas del carruaje Malone. Fiona comenzó a adormilarse. La rabia con la que había ingresado al coche fue esfumándose a medida que un sopor incontrolable se apoderaba de sus ojos, de su cabeza, de todo su cuerpo.

—¡Niña Fiona! ¡Niña!

Estaba profundamente dormida. Eliseo la habría tomado entre sus brazos para cargarla hasta la casa, como cuando era pequeña. Pero ahora no podía hacerlo. Fiona había dejado de ser una niña para transformarse en una de las mujeres más bellas que él había conocido; a pesar de eso, para él seguiría siendo siempre su niña Fiona.

—¡Niña Fiona! —repitió.

Esta vez, Fiona comenzó a despertar. Entreabrió los ojos, se mesó el cabello y estiró el brazo para quitarse de encima la modorra que la entorpecía.

—¡Vamos, mi niña! Todavía debo regresar por la niña Imelda, que quedó en el baile.

Se había olvidado por completo de ella. Había salido como una tromba de la mansión Sáenz; se había lanzado sobre Eliseo y le había rogado que la llevara de regreso a casa de inmediato. Y Eliseo jamás podía negarse a su niña, a pesar de que sabía que Imelda lo regañaría por haberla dejado en lo de misia Mercedes.

En ese instante, un sonido de cascos de caballo y niedas de carruaje llegó a los oídos del hombre. Era la volanta de los O’Gorman, que un momento después se detenía a la puerta de la mansión Malone.

—Buenas noches, Camila, y gracias por traerme —se despidió Imelda antes de descender ayudada por un lacayo.

Una mano de mujer cerró la portezuela. Con un ruido filoso, una guasca surcó el aire y cayó sobre las ancas del ruano. El coche de los O’Gorman arrancó a toda marcha.

Eliseo, que apareció por detrás del carruaje Malone, se encontró con una Imelda casi desfigurada por la furia.

—Sería en vano pedirte que me expliques por qué me dejaste en el baile, ¿no? —vociferó Imelda.

—Niña Imelda, yo… —farfulló Eliseo.

—¡Cállate, Imelda! No te atrevas a culpar a Eliseo por esto —intervino Fiona, que se protegía de la garúa bajo el voladizo del coche—. Yo le pedí que me trajera de regreso cuanto antes.

—Por supuesto, su majestad —replicó Imelda con tono sarcástico—. Por supuesto —e hizo una reverencia—. Y el fiel y servil lacayo jamás podría contradecir una orden de su majestad, ¿verdad?

—¡Déjalo en paz! Fui yo la que te dejó en el baile.

—¡Ya verás mañana cuando le cuente a Grannie todos los papelones que hiciste en lo de Sáenz!

—Niñas, niñas, es muy tarde y no es correcto que estén aquí paradas en la puerta discutiendo —intervino Eliseo—. Además, se están mojando.

—Sí, Eliseo, mejor será entrar —respondió Fiona sin quitarle los ojos de encima a su hermana.

Uncida lanzaba chispas por los ojos cuando levantó su falda y se aprestó a ingresar a la mansión de su abuelo.

La puerta principal se abrió y dio paso a una ráfaga de aire caliente. Por allí asomó María, que con ojos medio adormecidos instó a las jóvenes a entrar. Imelda pasó rápidamente al lado de la sirvienta, que la miró curiosa. Fiona permaneció al lado de su fiel criada; había extrañado a María toda la noche y ahora deseaba conversar con ella.

—¡Virgen Santísima! ¡Parece que llevara el diablo dentro de ella!

—No le hagas caso. Está furiosa porque tuvo que volver en la volanta de los O’Gorman.

—Y no sé por qué me huele que tú has tenido que ver con eso, ¿verdad?

—¡Oh, María! Jamás adivinarías las cosas que han sucedido esta noche. Deseo contártelas todas juntas, y ahora mismo.

Y asiendo a la mujer por el brazo, intentó arrastrarla hacia la cocina.

—Prepárame un vaso de leche caliente con unos scons y te lo contaré todo.

—Un minutito, señorita —la sirvienta se detuvo.

—¿Que sucede?

—Sucede que alguien te espera en la sala.

—¿Que alguien me espera en la sala? ¿A esta hora?

—Sí, mi niña. Es tu padre. Llegó esta noche, después que salieron para la tertulia.

Las facciones de Fiona se contrajeron; su mirada se endureció. Su padre. Cuando de él se trataba, la joven se convertía en otra. Sus ojos se apagaban, sus labios se tensaban y comenzaba a respirar con dificultad. Fruncía la frente y sus cejas se unían en una sola línea. Fiona odiaba a William Patrick Malone, el hijo mayor de su abuelo, su padre.

—Está bien. Imelda, ve a tu alcoba. Debo conversar con tu hermana —dijo William cuando vio entrar en la sala a Fiona, su hija menor.

—Por favor, daddy, deseo quedarme con usted un momento más —suplicó Imelda—. Hacía tanto que no venía a visitarnos.

Fiona se había detenido en la puerta y tenía los ojos fijos en los de su padre. Ni un solo músculo de la cara se le movía.

—Ya lo sé. Imelda, pero ahora debes irte a dormir.

—¿Por qué no puedo quedarme aquí con ustedes? Por favor, daddy

Una vez más la súplica de Imelda. Para Fiona, la humillante súplica. El odio que ella sentía por William y la idolatría que la otra le profesaba, habían provocado una grieta profunda entre las dos hermanas.

Isabella, la madre de Imelda y Fiona, había fallecido cuando la mayor de sus hijas tenía dos años y la otra, apenas seis meses. Era una hermosa e inteligente italiana que a la edad de veinte años, había abandonado su pueblo natal, Asti, al norte de Italia, para aventurarse en las tierras cisplatinas. A poco de llegar, conoció a William Malone y se casó con él. No mucho tiempo después nacieron sus hijas: primero Imelda, y un año y medio más tarde Fiona, ambas hermosas como ella y saludables como él.

Poco después de cumplir veinticinco años, Isabella falleció a causa de una aguda infección provocada por un forúnculo que había ido deformando su cara hasta convenirla en un monstruo irreconocible. Sus ojos azules ya no podían descubrirse tras la hinchazón; sus mejillas, sus labios su nariz, parecían a punto de reventar.

William jamás superó la culpa. O tal vez sí, pero sentía que su hija Fiona se encargaba de recordársela en cada oportunidad. Había sido él quien provocara la virulenta infección al tratar de supurar el grano del rostro de Isabella con una aguja sin esterilizar.

¿Comprendería William algún día que no era eso lo que su hija le reclamaba? Fiona sabía que su padre jamás habría hecho algo así con la intención de provocarle la muerte a su madre. Sabía que su padre había amado a Isabella. Así se lo había dicho Grandpa, tratando de suavizar el rencor de su corazón. Y Fiona creía en su abuelo; él jamás la había engañado. Pero el odio seguía vivo porque no era eso lo que a ella la consumía de rabia por dentro.

A los pocos meses de fallecer Isabella, William contrajo matrimonio con otra mujer, hija de un estanciero vecino. La mujer se llamaba Úrsula.

It’s easier to jump over her rather than walking around her[2]. Sólo eso dijo su abuelo al regresar de la boda de William en el campo, cuando su esposa Brigid y sus hijas, que se habían quedado en Buenos Aires, le imploraron que les relatase algo acerca de la nueva mujer de William. Se quedaron mudas observando cómo el viejo irlandés se apoltronaba en el sillón, mientras cargaba a su pequeña nieta Fiona.

—¿Y cuándo irán las niñas a la estancia? —preguntó Brigid.

—Nunca.

—¿Cómo que nunca, Sean?

—Ellas se quedarán a vivir aquí, junto a mí. Serán como mis hijas, les daré todo y nada les faltará.

—Sean, no seas necio, sabemos que te has encariñado con ellas pero…

—¿Es que acaso no comprendes, Brigid? La nueva mujer de William ha prohibido que las niñas vivan con ellos. No quiere hacerse cargo de ellas.

—¡Maldita sea, mujerzuela del demonio! —exclamó Tricia, una de las hermanas de William.

Brigid observó horrorizada a su hija antes de abofetearla. Pero la joven no lloró. Se acarició la mejilla y se marchó a su habitación.

Los ojos de Brigid quedaron fijos en la mano con la que acababa de golpearla. Había desistido de castigar físicamente a su hija; sabía que no lograba nada con eso, sólo desgarrarse el corazón cada vez que la mirada inteligente e incriminatoria de Tricia se clavaba en su rostro. Pero esta vez no había podido controlarse.

—Ana, retírate a tu habitación —ordenó Sean.

Yes, daddy.

Las hermanas parecían el día y la noche. Ana era obsecuente, mientras Tricia no cejaba nunca en su rebeldía. Ana era aplicada y minuciosa, Tricia, desorganizada y libre. El día y la noche, sí, pero eran hermanas y se querían inmensamente.

—¿Por qué abofeteaste a Tricia? —preguntó Sean a Brigid cuando estuvieron solos.

—Es que… no sé, Sean… ese vocabulario que empleó para con la esposa nueva de su hermano.

—Brigid, tú sabes bien que es una inmunda mujerzuela del demonio. Y aunque me duela más que un cardo clavado en el pie, mi hijo no tiene valor ni hombría. Es un cobarde; me avergüenzo de él. No quiero pensar cuáles serán las consecuencias de esta decisión nefasta. Al fin y al cabo, para mí esto es como una bendición del cielo. Reconozco que soy egoísta por desear que mis niñas permanezcan aquí, junto a mí, para siempre.

—Vamos, Imelda, déjame solo con tu hermana —ordenó William, impaciente.

—Pero…

—¡Te he dicho que no puedes quedarte! —vociferó su padre.

Imelda retrocedió unos pasos, con el rostro contraído. Después de unos segundos, corrió llorando a su habitación.

—No te atrevas a gritarle nunca más —dijo Fiona con los dientes apretados.

La joven había avanzado hacia su padre quitándose la esclavina y arrojándola con rabia sobre un confidente.

William la miró con furia. Ya se había acostumbrado a que no lo tratara de usted, porque con ningún pariente lo hacía, pero una impertinencia como ésa, en otra familia habría significado el destierro a un convento de clausura. Con Fiona no. Ella era ama y señora de su vida. Y todo gracias a su abuelo y a su tía Tricia, que no le habían enseñado otra cosa.

—¡Cómo te atreves!

Se acercó a su hija con el brazo alzado, dispuesto a descargarlo sobre ella.

—¡Vamos, atrévete a ponerme encima un solo dedo!

Fiona se aproximó aún más a su padre, con la cabeza levantada, sacando pecho. Ante ese espectáculo, su padre no pudo más que bajar el brazo. La observó por unos segundos y se dejó caer sobre el sillón, con las manos en el rostro.

Ni una fibra se conmovió en el cuerpo de Fiona. Recogió la esclavina y se dispuso a partir hacia su dormitorio.

—No te retires aún, Fiona; debo hablar contigo —dijo William con tono abatido.

La muchacha se detuvo. Conociéndola, William no esperó que su hija volteara. Simplemente, comenzó a hablar.

—Es necesario que sepas toda la verdad para que comprendas la decisión que he tomado.

Se hizo un silencio. Fiona se volvió lentamente.

—La situación económica de nuestra familia es calamitosa. Estamos a punto de perder todos los campos y, tal vez, esta casa.

Fiona no dijo una palabra; sus ojos encontraron los de su padre, que automáticamente bajó la vista al suelo.

—Tu tío John y yo hemos tenido algunos problemas desde que tu abuelo nos encomendó la administración de las estancias; ahora, los acreedores nos están acosando. La verdad es que no tenemos ni un centavo.

De nuevo un silencio. Esta vez Fiona se dejó caer en un taburete y bajó el rostro.

—Por todo esto, tengo que decirte que he concertado un matrimonio que nos salvará de la ruina. Tú te casas con el hombre, y él se hace cargo de nuestras deudas.

Sorprendida, Fiona se incorporó como impulsada por un resorte, y en un instante estuvo frente a su padre.

—¿Que has hecho qué? —lo encaró.

—Fiona, no queda otra posibilidad si no queremos perderlo todo.

—¿Cómo has sido capaz? ¿Con qué derecho? —lo increpó. Le acercó tanto la cara que él pudo sentir su respiración.

—¿Qué derecho? ¿Qué derecho, me preguntas? El derecho de ser tu padre, ¿o lo has olvidado, Fiona? —tronó William poniéndose de pie.

Fiona se retiró hacia atrás; no estaba preparada para la repentina reacción de furia de su padre.

—Tú… tú… —balbuceó sin poder modular las palabras; su boca temblaba de cólera y sus puños se cerraban al costado del cuerpo—. Tú no eres mi padre; jamás lo has sido, y jamás lo serás —barbotó al fin.

William se dejó caer de nuevo en el sillón. Esta vez respiró profundamente, intentando contener el llanto. No quería mostrarse débil frente a ella.

—¿Y quién es el hombre? —Trató de disimular el miedo con la furia—. No será Soler. ¡Por Dios Santo! —exclamó con gesto de repugnancia.

—¿Palmito Soler? ¡No, Fiona! —William hizo una pausa—. En realidad, no lo conoces.

—¿Cómo que no lo conozco?

—Es un extranjero. Ha venido a Buenos Aires para radicarse no muy lejos de aquí. Es millonario. Piensa, podrás viajar mucho, tal vez a Europa, hasta podrás ver a Tricia. Tiene grandes proyectos y negocios en los que… —No pudo seguir.

—¡Qué me importan a mí los negocios de ese estúpido! ¡Qué me importa su dinero! ¡Nada de eso me importa un comino!

—Fiona… —William no sabía qué decir—. Fiona, sé que me detestas, lo sé. Si no lo haces por mí, hazlo por mi padre, por tu abuelo.

—Él jamás permitirá que yo me case en contra de mi voluntad. Y menos aún para pagar las deudas que tú y el inútil de tío John han contraído. Jamás lo permitirá.

—No comprendes…

—Sí que comprendo, no soy estúpida. Me vendiste al mejor postor para cubrir los errores que cometiste con las propiedades de mi abuelo. Me vendiste como a una esclava en el mercado, como a una cualquiera. ¡No, no, no! Jamás lo haré.

—Sí, lo harás.

—No, no lo haré.

—Entonces, sobre tu conciencia pesara la muerte de tu abuelo. Tuviste la posibilidad de salvarlo, y por una estúpida veleidad de niña malcriada no lo hiciste.

La certera estocada final había dado en el blanco. Fiona se quedó sin aliento.

—El doctor Rivera nos dijo a tu tío y a mí que el corazón de tu abuelo jamás podrá resistir una noticia como ésta. Morirá en el mismo instante.

Fiona conocía muy bien la afección de Sean Malone. Su corazón había comenzado a debilitarse cinco años atrás. En aquel momento, por indicación del médico, el estanciero irlandés había delegado el negocio en manos de dos de sus hijos, William y John.

En ocasiones, la presión solía subirle a las nubes y no quedaba otra cosa que una sangría con sanguijuelas. En ese caso, sólo Fiona podía estar junto a su abuelo. Sólo ella sabía cuánto sufría, cuánto le dolían la cabeza, el corazón, el pecho, el cuerpo entero. Ella padecía cada vez que los ojos del viejo Malone se clavaban en los suyos y le aferraba la mano para tratar de soportar el tormento.

—Por eso te digo: en tus manos está la vida o la muerte de tu abuelo. Sobre tu concien…

—¡Cállate, cállate, te maldigo! ¡Maldito seas! Arruinaste mi vida cuando recién comenzaba. Y ahora, que soy feliz aquí, ¡vuelves a meterte en ella para colmarla de odio y dolor! ¡Te odio, te odio con toda mi alma, con todas mis fuerzas! ¡Y te maldigo, William Malone, te maldigo por siempre!

Desesperada, Fiona abandonó la casa a la carrera.

Tal vez fuese mejor morir.

Fiona no lograba ponderar aún lo que su padre acababa de confesarle. Los negocios de la familia, la salud del abuelo, la pérdida de los campos y, por fin, su posible matrimonio. No podía creer que su padre la hubiese vendido. Ella jamás le había pertenecido, ni le pertenecería. Nunca aceptaría semejante locura. Sólo «deseaba enamorarse de un hombre, amarlo con toda su alma y entregarse a él». Pero su padre lo había arruinado todo.

Tomó por la calle Larga de Barracas. Sabía que se estaba alejando de la casa de su abuelo. La casa de su abuelo… Estaban a punto de perder todos los campos y, tal vez, la casa también. Las palabras de su padre eran como un martillo. Los ojos le ardían del llanto contenido y su garganta latía con intensidad.

Caminaba por la estrecha vereda dando tumbos, como ebria. El barro se hundía bajo sus escarpines haciendo más difícil aún la caminata; el ruedo del vestido se complotaba en su contra, haciéndose cada vez más pesado a medida que recogía la mezcla de tierra y agua.

Tal vez fuese mejor morir. Su mente repetía la idea a medida que seguía avanzando hacia ningún lugar. La lluvia golpeaba su cara, sus brazos, le empapaba el calzado, le provocaba espasmos de frío.

Cayó al suelo de la calle y su cuerpo se sumergió de lleno en uno de los baches de agua sucia y maloliente. Sus manos se enterraban lentamente en el fondo del lodazal y la caída parecía no tener fin. Toda ella estaba desparramada en esa inmundicia. No pudo más, y comenzó a llorar. Sus brazos cedieron, y fue a dar con su rostro y todo su pecho sobre el agua mugrienta.

Tal vez fuese mejor morir.

Se irguió con dificultad. Su vestido, sus enaguas, sus mangas gigot, su viso de crinolina, todo pesaba una tonelada. Su cuerpo no lo soportaba más. Comenzó a incorporarse como pudo, tratando de no resbalar, intentando no llorar más; eso le quitaba fuerzas.

Se levantó y permaneció allí, de pie, en medio de la calle, embarrada de los pies a la cabeza, toda ennegrecida por el lodo. Tanto que el coche que giró en la esquina de la calle de la Independencia y tomó por la Larga, no logró distinguirla del resto del paisaje nocturno. Ella lo vio acercarse, imparable. Los cascos de los caballos chapoteaban en el barro, y las ruedas abrían surcos como arados. Aquello sería lo mejor. Con estoicismo, se dispuso a esperar la embestida mortal de la volanta que se precipitaba hacia ella.

Grandpa!

Por fin, el grito se hizo vivo en la garganta de la joven. Recién en ese momento el cochero comprendió que tenía frente a él a una persona.

—¡Alto! ¡Alto!

El hombre se había puesto de pie sobre el pescante; sus brazos, elevados en el aire, sostenían las riendas en un intento desesperado por detener el coche. Era poco menos que imposible: los caballos galopaban demasiado rápido. Además, el lodo se confabulaba para que la carrera alocada de los potros fuera más veloz.

Fiona vio que el carruaje se abalanzaba sobre ella pero no pudo moverse. Y después, la embestida final, esperada, casi sin miedo.

El carruaje pasó como cortando el camino en dos. Fiona ya no estaba allí.

—… no era necesario que la trajeras aquí. ¿No tenías otro lugar donde llevarla…?

Fiona despertó escuchando un murmullo lejano. Palabras y frases entrecortadas que no comprendía provenían de otra habitación. Miró en derredor y no supo dónde estaba. Esa cama no era la suya; se sintió extraña, incómoda. A su lado una sierva negra la miraba, con gesto impávido. Instantes después, la esclava se asomó al pasillo interrumpiendo la conversación que se desarrollaba afuera.

—La señorita ha despertado —dijo.

Volvió al lado de Fiona y, con un trapo húmedo, comenzó a limpiarle los pies. La joven trató de incorporarse; la mujer, sin decir nada, la obligó a recostarse de nuevo.

Fiona fijó sus ojos en las molduras del techo y trató de recordar qué había sucedido. Su padre, el barro, el vestido que le pesaba… Él vestido. Palpó su cuerpo y se dio cuenta de que ya no lo llevaba consigo. Ahora vestía una bata de merino blanca.

—¿Dónde estoy? —le preguntó a la negra, que estrujaba el trapo en una jofaina.

En ese instante, la puerta se abrió y apareció un hombre alto que se acercó a la cabecera de la cama.

—¡Señor de Silva! —atinó a decir Fiona.

—Así es, señorita. ¿Está usted mejor?

Fiona se quedó mirándolo. No comprendía nada. Balbuceó algunas palabras y sus ojos comenzaron a brillar.

—Paolina, déjanos solos —ordenó Juan Cruz a la negra—. Señorita Fiona Malone. Ése es su nombre, ¿verdad?

Mientras tanto, acercaba una silla a la cabecera de la cama. Fiona asintió, bajando la mirada. Ahora que los recuerdos se agolpaban en su mente se sentía peor aún. Una vez más se arrepintió de su comportamiento inmaduro en casa de misia Mercedes, pero al recordar lo que ese hombre, ahora tan galante, había estado haciendo horas atrás con Clelia, no pudo evitar que el rubor tiñera sus mejillas.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

Juan Cruz asintió.

—¿Dónde estoy? ¿Qué me sucedió? ¿Quién… quién me trajo hasta aquí?

Las lágrimas deseaban salir y la voz se le deformaba por el llanto reprimido. Comenzó a incorporarse.

—Vamos, señorita, recuéstese —ordenó de Silva con amabilidad. El hombre abandonó la silla y la obligó a volver a su posición inicial.

—Además, ésas son varias preguntas. —Sonrió amistosamente, y después agregó—: Está en casa de unos amigos míos. La traje aquí porque la encontré en medio de la calle Larga, a punto de ser embestida por un carruaje.

Fiona bajó el rostro y por fin comenzó a sollozar.

—¿Usted… usted me salvó?

La joven levantó la mirada enrojecida y advirtió que los ojos de de Silva la escrutaban con intensidad; le dio tanta vergüenza que decidió levantarse e irse inmediatamente de allí.

Sin contestarle, de Silva la dejó hacer; el salto fue tan repentino y estaba tan débil, que se mareó y cayó en sus brazos. Así permanecieron unos segundos; para Fiona, una eternidad. No lo miraba; tenía el rostro hundido en su pecho y los ojos cerrados.

Un instante después, su mente volvió a su sitio y el equilibrio a su cuerpo. Se separó de él; no se atrevía a mirarlo.

—¿Dónde está mi vestido? Debo irme.

Juan Cruz rió suavemente y se alejó unos pasos de ella.

—Señorita, no creo que su vestido sirva más.

Abrió el ropero y tomó uno de los trajes de mujer que había allí.

—Tome, póngase éste. Le quedará un tanto holgado, pero no creo que pretenda usarlo para un baile, ¿verdad?

—Gracias —contestó Fiona lacónicamente.

Después, lo miró directo a los ojos y, señalándole el vestido, lo invitó a abandonar la habitación. Él permaneció unos segundos bajo el dintel de la puerta, observándola. Por fin, salió.

Se quitó el batón y lo arrojó sobre la silla. Se dio cuenta de que debajo de la robe de chambre no llevaba nada; su desnudez era completa. Miró con recelo hacia los cuatro costados de la habitación para asegurarse de que nadie la estuviese espiando y, rápidamente, se colocó el traje sin demasiados miramientos. Después, se sentó frente al tocador y, al ver su rostro reflejado en el espejo, deseó que la tierra la tragara. Su cabello era una masa compacta de barro, briznas y pelo. Las guedejas, tiesas y rectas, caían sobre su rostro como clavos largos y pesados. Su rostro, manchado de barro, no era el mismo. Descubrió en su cuello una costra de lodo seco que despegó con asco. Sentía vergüenza. Durante varios minutos había conversado con de Silva en ese estado. Estaba espantosa, mustia, maloliente, sucia. Se quedó pensativa por un momento; después, continuó acicalándose.

Levantó el brazo derecho para quitar las flores de seda de su tocado, mustias y sucias, y un agudo dolor, que le recorrió desde el hombro hasta el codo, la paralizó. A duras penas levantó lo más que pudo la manga del vestido y alcanzó a ver, a la altura de la clavícula, un enorme hematoma azulado.

Ahora recordaba con más claridad. Alguien la había embestido, y era obvio que no habían sido los caballos. Alguien la había embestido por el costado derecho y la había sacado del alcance del carruaje. Ese alguien era de Silva.

Tomó el trapo con el que la negra Paolina la había limpiado momentos atrás. Cuando lo enjuagó en la jofaina sólo logró ensuciarlo más: el agua estaba inmunda. Lo estrujó con fuerza y se lo pasó por el rostro, intentando eliminar las manchas. Con el cabello no intentaría nada; no contaba con los elementos necesarios y sólo lograría empeorar la situación. Además, deseaba terminar rápidamente con todo aquello y volver a su hogar.

Saltó al pasillo. Estaba oscuro y desierto. De repente, escuchó voces que venían de otro sector de la casa; no podía entender qué decían exactamente, pero parecían de un hombre y una mujer en plena discusión.

Se encaminó hacia el lado izquierdo del corredor; tal vez, pensó al final de éste se encontraría la puerta principal. Sólo deseaba escapar de allí.

—¡Señorita Malone! —la voz venía de atrás—. ¡Señorita! ¿Adonde cree que va?

Fiona se detuvo y, girando sobre sí, se encontró una vez más con de Silva. La oscuridad del pasillo le impedía verlo bien.

—Me voy a mi casa, señor. Debo irme. Además, ya le he causado a usted demasiados problemas.

—Estamos muy lejos de su casa.

—¿Usted sabe dónde vivo, señor?

Juan Cruz permaneció mudo unos instantes, observando fijamente sus formas a través de la oscuridad.

—No; pero supongo que una niña de su alcurnia debe vivir… no sé… ¿cerca de la Plaza de la Victoria, tal vez?

—Vivo en la calle Larga, cerca de la esquina con la de Cochabamba.

—Pues eso está muy lejos de aquí. No podrá ir sola. Yo mismo la llevaré en mi volanta.

—Señor, no deseo causarle más…

—No diga nada. Es una orden —y a continuación gritó—. ¡Mateo, prepara la volanta, salgo en seguida!

Nadie respondió; todo lo que se escuchó fue un correteo en otro lugar de la casa.

La figura majestuosa de Juan Cruz se fue haciendo más nítida a medida que se aproximaba a ella. Fiona no podía moverse; aquel hombre le clavaba los ojos de tal forma que lograba paralizarla y quitarle todo resto de voluntad. La tomó por el brazo.

—¡Ayy! —exclamó Fiona, sobándose el hematoma.

—Disculpe usted —dijo él, sinceramente apenado.

Por primera vez en toda la noche, Fiona lo notó desconcertado.

—Le molesta el brazo —afirmó—. Lo lamento; no tenía otro remedio que embestirla por ese lado si quería salvarle la vida. Tuvo suerte de que justo caminara por ahí.

Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que subieron a la volanta.

—¡A la calle Larga, en esquina con la de Cochabamba! —gritó de Silva, y automáticamente los caballos comenzaron a andar.

Entre los cojines de la volanta, Fiona adoptó una postura que no correspondía a la de una joven de su clase. Sabía muy bien que en presencia de un caballero debía permanecer sentada, muy derecha, las rodillas juntas y las manos entrelazadas sobre el regazo, como si rezara. Pero no lo hizo así: se desparramó cómodamente en el asiento, frente a de Silva, recogiendo los pies bajo la falda. Para ella, él no era un caballero. Además, estaba exhausta. Aquella había sido la noche más larga y difícil de su vida. No estaba para protocolos; normalmente no lo estaba, mucho menos ahora.

De Silva no le quitaba los ojos de encima y ella, aunque no estuviera mirándolo, lo sabía. Descorrió la cortina de la ventanilla y divisó la luna. Llena, muy llena y blanca. Ahora que la tormenta había pasado, pensó, todo había vuelto a la normalidad.

—Sería poco caballeresco, e indiscreto además, preguntarle por qué deseaba quitarse la vida. De todos modos, como me considero su salvador, creo tener cierto derecho.

Fiona volvió sus ojos a él. Era más bello de lo que le había parecido en casa de misia Mercedes. Aunque, pensó, tal vez no era belleza la palabra adecuada. Sus rasgos no eran perfectos. Tal vez su nariz era demasiado fina y alargada, tal vez sus ojos estaban levemente rasgados hacia abajo, tal vez sus labios eran demasiado gruesos. Pero era increíblemente sensual y atractivo. Era el hombre más viril que Fiona había visto en su vida.

Por fin, descubrió el color de sus ojos. Pero, ¿es que acaso no tenían un color definido? Ahora los veía negros, más negros que el azabache. Tan negros que no podía distinguir la pupila del iris. Antes, en lo de Sáenz, los había visto distintos.

—Evidentemente, no va usted a responderme.

De Silva la trajo a tierra. Extasiada en el rostro de aquel hombre, se había olvidado de todo. Le dio vergüenza una vez más, y bajó la vista.

—No lo sé… no sé por qué hice lo que hice.

—No creo que una persona que decide quitarse la vida…

—¡Por favor, señor, no vuelva a decirlo!

—¿Qué cosa? ¿«Quitarse la vida»? —Los ojos picaros de Juan Cruz parecían sonreír—. ¿No es ésa la verdad, pues?

Fiona no respondió. Seguía con la vista baja, sólo que ahora se había sentado, muy derecha, las rodillas juntas y las manos entrelazadas sobre el regazo, como si rezara.

—Lo hice porque… bueno, porque… Porque mi padre concertó un matrimonio para mí y… —volvió a levantar la mirada. Después de decirlo sintió que se quitaba el mundo de encima, aunque se lo hubiera confesado a un extraño.

De Silva continuaba observándola, impávido. Parecía no haber escuchado la confesión de Fiona.

—¿Y quién es el afortunado? —preguntó, finalmente.

—¡Afortunado, San Patricio! ¡No va a serlo nunca jamás! ¡Yo me encargaré de hacerle la vida imposible!

De Silva se rió con ganas.

—¿De qué ríe, señor? —preguntó, ofendida.

—No, de nada, de nada. Disculpe usted… Quizá, de su vehemencia. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. Aún no me ha dicho de quién se trata.

—No lo conozco. Sólo sé que se trata de un extranjero que va a radicarse en Buenos Aires y que… bueno, sólo eso. No me importa.

—¿No cree que su decisión fue un poco… dramática y definitiva? Tal vez se trate de un buen hombre.

—Lo dudo mucho.

—En su lugar, cualquier mujer se sentiría feliz de saber que su padre le ha conseguido un esposo. ¿No es eso lo que desean todas las porteñas por estos tiempos?

—Todas, menos yo.

—¿Y qué desea usted, señorita Fiona Malone?

Volvió su rostro hacia él y lo miró con desdén.

—Señor de Silva —comenzó a decir—. No quiero que usted piense que soy una persona maleducada y descortés. En todo este tiempo no le he dado las gracias por haberme salvado la vida. Así que… gracias.

—¡Ah! ¡Después de todo sí desea seguir viviendo!

—Sí, deseo seguir viviendo, pero no por mí. Lo deseo por otra persona.

—¿Tal vez su corazón pertenece a algún otro?

—¿A quién podría yo haberle entregado mi corazón? Todos los hombres que conozco no son más que mentecatos aburridos. No, señor de Silva, sólo deseo vivir por mi abuelo.

No volvieron a cruzar palabra en el resto del viaje.

De pie en la puerta de su casa, Fiona siguió con la mirada la marcha del carruaje de de Silva. ¿Porque lo llamarían el diablo?, se preguntaba. Y, por más que pensaba, no lograba entenderlo. Porque si bien había salido de casa de misia Mercedes convencida de ello, ahora todo parecía haber cambiado.

El ruido de la puerta la arrancó de su ensimismamiento. Era María, que impulsivamente le echó los brazos al cuello.

—¡San Patricio sea bendito una y mil veces porque te trajo a casa sana y salva! —exclamó mientras la abrazaba. Fiona respondió al abrazo y la besó en ambas mejillas.

María se apartó y se quedó mirándola, perpleja.

—¡Dios Santo, Fiona! ¿Qué te ha sucedido? ¿Dónde has estado? Mírate un poco. ¿Qué le ha sucedido a tu cabello? ¿De quién es ese vestido, niña?

La mujer no lograba detener la verborragia reprimida durante las tres horas que habían transcurrido desde la desaparición de Fiona.

—¿Está mi padre?

—No, salió con Eliseo. Te están buscando.

—¡Pobre Eliseo! Debe estar muy preocupado.

—A muerte, mi niña, a muerte. Pero, ¿se puede saber dónde has estado?

—¡Ah, María! Han pasado tantas cosas esta noche que no sé por dónde empezar. Ven, vamos. Mientras me preparas un baño te lo cuento.

—¡Un baño, a esta hora!

—Es que, entre otras cosas, esta noche nadé en un bache lleno de barro.

La cara de espanto de María la hizo sonreír. Tomó por el brazo a su criada y la arrastró hacia su alcoba. Se internaron en la casa en medio de un silencio y una oscuridad sobrecogedores. Fiona comprendió con alivio que el resto de la familia había permanecido ajeno a cuanto había sucedido esa noche en su vida.

Al cabo, estuvo en su cama, caliente y cómoda. Recién en ese momento su cuerpo volvió a tomar la forma de siempre. De todas maneras, se sentía extraña. Ni triste ni contenta: diferente.

En unos instantes se durmió.