CAPÍTULO XIV
Mejor le fuera que se le atase al cuello una piedra de molino
y se lo arrojase al mar que escandalizar
a uno de estos pequeñitos.
Evangelio según San Lucas 17, 2
Detuvo la lapicera y alzó la cabeza. Le había parecido escuchar un sonido en la quietud del departamento. El sonido, como un lamento, se repitió. Abandonó la silla, encendió la luz del corredor y caminó hacia el dormitorio. Lazar Kovać se agitaba bajo las mantas. Los lamentos iban convirtiéndose en un llanto abierto con gritos desgarradores. Se arrojó sobre la cama y se inclinó sobre él, que agitaba la cabeza en la almohada y movía los ojos frenéticamente bajo los párpados.
—Lazar, Lazar —lo llamaba con firmeza pero en voz baja—. Lazar, despierta.
Kovać abrió los ojos de golpe y resultó evidente que seguía atrapado en la pesadilla. Miraba hacia uno y otro lado en un intento por determinar dónde se hallaba. La Diana lo besó en la boca y consiguió detener su agitación.
—Estás aquí, conmigo.
—Diana…
—Sí, aquí estoy. Estabas sufriendo una pesadilla. ¿Quieres contármela?
Kovać sacó la mano y aferró la de ella.
—Qué distinto es despertar aquí, contigo, que en la celda del monasterio. Estás fría —se extrañó—. ¿Por qué estás fuera de las mantas?
—Llevo despierta… —Consultó el reloj—. Una hora. Son las siete.
—Eso que traes en la muñeca es muy costoso. Un Breitling, ¿verdad?
La Diana lo miró con un ceño de expresión divertida.
—¿Cómo es posible que un exsacerdote conozca de estas cuestiones mundanas?
—Ilić tenía varios —declaró—. Y de otras marcas suizas también.
—¿La pesadilla era con él?
—No, pero estimo que la provocó verlo ayer en la televisión.
Si bien La Diana quería que le contase, no insistió.
—Este Breitling me lo regalaron Eliah y Matilde, mis amigos —dijo para distraerlo—. Mira —le mostró la gran corona en la base del reloj—, esto es una baliza, una especie de transmisor. En caso de emergencia, la desenroscas y, al hacerlo, el reloj emite una señal de SOS que será captada por aviones y aparatos de comunicación en un radio de más de cien kilómetros. Alguien vendrá a salvarte. —La Diana le besó el entrecejo apretado y sonrió—. Es útil para un soldado.
—Debe de costar una fortuna.
—Sí, pero Eliah Al-Saud es un hombre muy rico y generoso. Matilde, su esposa, es mi mejor amiga. Con ella hablaba anoche por teléfono, por eso había cerrado la puerta del dormitorio y no para dejarte fuera. Quiero que lo sepas, Lazar.
—Ven, métete bajo las mantas. Tienes hasta la nariz helada. —La Diana obedeció y se pegó a su cuerpo tibio, lo que le arrancó un suspiro placentero—. ¿Mejor? —se interesó él, y ella asintió—. ¿De qué hablabas con Matilde?
—De ti, por supuesto.
Su sonrisa la cautivó; era tan hermosa que se quedó quieta contemplándola. Se incorporó sobre el codo y le acarició los labios tan gruesos, tan generosos como su Lazar. Él la observaba y, como parecía gozar del contacto, siguió acariciándolo, y le entrelazó los dedos en la barba y le acunó la mejilla.
—¿Qué le contaste a Matilde de mí?
—Que eres estupendo, maravilloso, perfecto. —Kovać rio y alzó apenas la cabeza para besarle los labios—. Y ella, que es una de las mejores personas que conozco, me dijo que estaba tan feliz por mí que se habría puesto a saltar como una niña sobre la cama.
—Me gustaría conocerla.
—Y a ella conocerte a ti. Nos invitó a la inauguración de su clínica en París, el 10 de enero. Matilde es una excelente cirujana pediátrica.
La noticia lo sorprendió a juzgar por su expresión de cejas levantadas.
—¿De veras? ¿Me invitó?
—Sí. Me dijo que si eres parte de mí, entonces eres parte de la familia.
—¿Soy parte de ti, amor?
—Sí, Lazar. —Bajó las pestañas para ocultar la duda.
—Ey —Kovać la sujetó por el mentón y la obligó a enfrentarlo—. ¿Qué sucede?
—Le dije a Matilde que ahora tú eres mi prioridad y que, por sobre todas las cosas, no quiero hacerte daño. Pero me temo que con mi fobia…
Kovać le selló los labios con un beso y lo que pretendía acallarla se transformó en un intercambio desenfrenado de pasión que el propio Kovać cortó, dejándola aturdida y anhelante.
—¿No te das cuenta —habló él— de que has empezado a vencer la fobia? Nos hemos conocido pocos días atrás y mira la intimidad que compartimos.
—Con Sergei también nos besábamos, pero cuando intentábamos ir más allá…
—¿Sergei es a quien amaste antes de mí?
—Sí. Lo intentábamos —retomó—, pero me daban ataques de pánico y él se ponía muy mal. Lo hice sufrir. Lazar… —masculló con la voz estrangulada, y ocultó la cara en su barba—. ¡Sergei murió por mi culpa! ¡Él está muerto y es por mi culpa!
—Cuéntame —le pidió al oído con serenidad.
—Sergei y yo éramos empleados de la empresa de seguridad de Eliah. Él nos había asignado como guardaespaldas de Matilde, que en aquel tiempo era su prometida. Matilde, que trabajaba para Manos Que Curan, estaba destinada en Gaza, y allí fuimos Sergei y yo para protegerla. Ella se había hecho amiga de Sabir Al-Muzara…
—¿El escritor palestino? ¿El premio Nobel de Literatura del 97?
—Sí, ese mismo. Estábamos escoltando a Matilde a casa de Al-Muzara. Sergei y yo discutimos porque las cosas no funcionaban entre nosotros. Yo me ofusqué e hice lo único que un soldado tiene prohibido hacer: deserté. No entré en lo de Al-Muzara y me alejé para buscar un poco de sosiego. Fui una egoísta. Dejé solo a Markov con Matilde. Ese día, un grupo terrorista irrumpió en la casa de Al-Muzara, mató a casi todos y secuestró a Matilde.
—Me acuerdo del caso.
—Regresé cuando los terroristas ya se habían ido. La casa estaba llena de gas lacrimógeno. Había muertos por todas partes. Hallé a Sergei en la cocina. Era evidente que había intentado huir con Matilde por la puerta de servicio. —Apretó los labios y, con ojos fijos y desesperados, contempló a Kovać.
—¿Qué? Anda, dime eso que te atormenta —la animó.
—Sergei murió en mis brazos, Lazar. Y murió por mi culpa.
Se echó a llorar con la boca abierta, que ocultó en la almohada. Kovać la cubrió con su cuerpo y le depositó besos en la cabeza. Lloró hasta quedar sin fuerzas, hasta que la fría angustia fue extinguiéndose en su pecho al calor de la energía de Kovać.
—Amor —le habló él en una voz baja y apasionada, como si le contase un secreto vital—, no sabes cuánto lamento que lleves este peso y esta culpa contigo, pero perdóname si te digo que estoy feliz de que te hayas alejado de esa casa cuando lo hiciste. Hoy, quizá, no estarías viva si hubieses permanecido allí.
—Y yo estoy feliz de que te hayas alejado del lugar donde cayó el mortero que destrozó a Momo. Viki me lo contó.
—Si supieses cuánto deseé no haberme alejado para ayudar a esa feligresa que acarreaba un bidón de agua. Si supieses cuánto deseé que la muerte me hubiese alcanzado a mí en lugar de llevarse a Momo, que, pese a la guerra, pese al asedio, al hambre, a todo, era feliz con Goga y con Zaína recién nacida, a la que tanto habían deseado y que habían engendrado después de años de buscarla. Pero de solo pensar que ahora no estaría aquí, contigo, se me hiela la sangre. ¿No podrías pensar tú lo mismo, que no entraste en esa casa de modo de conservar la vida para hacerme feliz a mí, para salvarme a mí?
—¡Oh, Lazar!
Se abrazaron con un ímpetu como si la vida les fuese en ello.
—Dios te preservó para mí —susurró él con llanto en la voz.
—Pero ¿qué dices? Si tú eres mi salvador, no yo.
—No, tú, tú —repetía Kovać en tanto le cubría con besos delicados el rostro mojado de lágrimas que la barba secaba—. Mi dulce y valiente Diana. Mi diosa guerrera. Te admiro tanto como te amo.
—Tú haces que todo parezca fácil, Lazar —suspiró con actitud resignada.
—Todo será fácil de ahora en adelante porque nos hemos encontrado. ¿Qué hacías fuera de la cama?
—Escribía —contestó tras un momento de reflexión en el que se había debatido entre revelarle u ocultarle su actividad. Pero había bastado alzar los ojos y encontrarse con los expectantes y sinceros de Kovać para decidir que a él le diría la verdad.
—¿Qué escribías?
—Mis memorias de la guerra —contestó.
—¿Por qué las escribes? —quiso saber, y lo preguntó con la mansedumbre que ella tanto amaba, sin dramatismos ni falsa despreocupación, tan distinto del doctor Carter.
Bajó la vista antes de contestar y la fijó en los dedos que le tocaban la boca; esa boca se había convertido en su objeto favorito, y se propuso invocar esa imagen, la de sus dedos empalidecidos en contraste con el color encarnado de los labios de él cuando quisiese expulsar feos recuerdos. La boca de Kovać se convertiría en su anclaje.
—Jamás he hablado con nadie acerca de lo que Leila y yo vivimos en el campo de concentración en Rogatica. Ni siquiera con mi psiquiatra. Bueno, a él le referí pocas cosas, nada relevante. Semanas atrás, Matilde me dijo que si no quería hablar de lo que habíamos vivido al menos tenía que escribirlo, pero que de algún modo debía sacarlo fuera para que no me hiciese daño.
—Me cae muy bien tu amiga Matilde, amor.
—La amarás, lo sé, y ella a ti. Cuestión que Matilde me regaló un diario para que escribiese mis memorias, para que sacase fuera los recuerdos. Me hace bien escribir —aclaró.
Kovać le besó el puente de la nariz cubierto de pecas.
—Es un ejercicio excelente. Es una actividad sanadora. —Siguió besándola mientras le susurraba—: Veo que eres muy amada. Por Matilde, por su esposo Eliah, y estoy seguro de que tus hermanos te veneran también. Pero quiero que sepas que mi amor, aunque recién nacido, es el más grande de todos.
—Tú también eres muy amado, Lazar —susurró ella, turbada por la confesión de él.
—Sí, lo soy. Por Viki, por Brano, por Ivo, por mis hermanos…
—Tus sobrinos te adoran.
—Y yo a ellos. Pero es a tu amor al que aspiro con una ansiedad que jamás había experimentado. Que tú me ames, Diana. Nunca he deseado algo en la vida con esta intensidad y convencimiento. —Le impidió replicar al apoyarle el índice y el mayor sobre los labios—. No necesito conocerte, no necesito tiempo, no necesito nada para saber que eres el amor para mí.
—Solo podría darte un amor lleno de miedo y de cicatrices.
—Amaré tu amor lleno de miedo y de cicatrices —susurró él sobre su boca, y añadió antes de besarla—: Vale más para mí así, lleno de miedo y de cicatrices.
Sus labios la sorprendieron pues creyó que se trataría de un roce, de un beso suave, y en cambio le atrapó la boca de manera ardiente. Quedó bajo el peso de él, y aunque no experimentó la típica cerrazón en el pecho ni el sudor frío, apartó la boca y detestó la resignación con la cual Kovać se tendió a su lado y se cubrió la frente con la mano. Estaba muy agitado.
La sábana se había corrido, y en la penumbra de la habitación apenas iluminada por la luz del corredor, La Diana le distinguió la sombra de un tatuaje en el pectoral izquierdo, donde el pelo negro se volvía ralo. Encendió la lámpara de la mesa de noche y lo estudió de cerca. Alzó la vista y descubrió a Kovać que, con el mentón pegado al pecho, la estudiaba mientras ella observaba el tatuaje, el símbolo del infinito en tinta negra que contenía en la parte inferior de la primera elipsis el nombre Lazar y en la superior de la segunda la palabra Izia.
—Izia —leyó en voz baja.
—Ishia —la corrigió él, suavizando la pronunciación de la z hasta transformarla en un siseo.
—Ishia —repitió, y se atrevió a alzar las pestañas a riesgo de que él adivinase los celos que la dominaban—. Tu primer amor, ¿verdad?
—Sí. Izia es el diminutivo de Izabela en polaco.
—¿Era polaca?
—Sí, de Czarna Górna, un pueblo agrícola en el límite con Ucrania. De hecho, sabía hablar el ucraniano tan bien como el polaco.
—Siempre la amarás —pensó en voz alta, mientras dibujaba con la punta del índice las curvas del infinito.
—Sí. Le debo la vida, Diana. Sin ella, los cuatro años en los que fui abusado por nuestro tutor… Pues no habría sobrevivido sin Izia, sin su dulzura y su amor.
—¿Ella y tú vivían juntos? ¿Los dos eran pupilos de Ilić?
Kovać asintió. Empezaba a familiarizarse con sus gestos y sus estados de ánimo, y sabía que cuando sumía la boca entre los dientes era porque no quería hablar o porque algo lo fastidiaba. Se forzó por sonreír, mientras luchaba con la mezquindad que se apoderaba de su carácter.
—Me hace feliz saber que la tuviste a tu lado durante esos años. Si Izia te salvó, le estaré profundamente agradecida, siempre.
—Diana… —se emocionó Kovać y le pasó la mano por el rostro, y a ella le pareció que había aguardado con el alma en vilo a que aceptase a Izia como una parte de él.
A punto de pedirle que se la describiese, se interrumpió al sonido amortiguado del celular de Kovać, que lo tomó de la mesa de noche y lo sacó de la funda.
—Atento —advirtió La Diana—, recuerda que el Oslobođenje ya está a la venta. Podría ser alguien por el anuncio del Jaguar.
—No, es Ivo —anunció con la vista en la pantalla—. Lo atenderé en el comedor —dijo, y abandonó la cama.
Solo llevaba puestos unos bóxers blancos, y por primera vez La Diana le admiró el cuerpo de deportista del que había sospechado, las piernas velludas, delgadas y de músculos firmes, y la espalda de hombros anchos cubierta por el cabello largo y negrísimo. La asaltó un deseo que, cuando él desapareció en el corredor, la mantuvo tumbada en la cama, con la vista clavada en el cielorraso y las palpitaciones elevadas.
Se dio cuenta de que, como acababan de encender la calefacción, el ambiente aún estaba frío. Se levantó, se puso los jeans y tomó una manta del placard. Encontró a Kovać sentado a la mesa, sobre la cual apoyaba el codo; descansaba la frente en la mano. Lo cubrió y se marchó; no quería que creyese que se valía de triquiñuelas para oír la conversación. Pero al llegar al corredor la curiosidad la detuvo y se quedó quieta, prendada de su voz ronca y susurrada.
—El padre Boro está volviéndote loco, ¿verdad? Lo imaginé —dijo tras una pausa—. No es verdad —expresó sin alzar el tono ni alterarse—. No me desentendí de mis obligaciones. Dejé todo arreglado con el padre Stefan y con el padre Dimitris. Son buenos amigos y se harán cargo de mis servicios y de mis otras responsabilidades hasta que llegue mi reemplazo. Lo único en lo que tendrá que cubrirme el padre Boro será en la conferencia de arte sacro y cultura bizantina que iba a dar en el Museo Histórico el mes que viene. Lamentablemente ni Stefan ni Dimitris manejan el tema muy bien. Le ofrecí a Boro dar igualmente la conferencia, pero me soltó que un sacrílego como yo no podía representar a la Iglesia Ortodoxa sin desacreditarla. Igualmente, le dejé mis apuntes. —Calló de pronto y retomó la palabra segundos después—. Sí, hay una mujer involucrada. —Sobrevino un silencio que duró poco—. La amo, Ivo, ¿puedes entender lo que eso significa para mí? —Otra pausa—. Sí, es verdad, acabo de conocerla, pero la certeza que tengo no cambiará con el paso del tiempo. —Rio por lo bajo y sacudió la cabeza con aire paciente—. Te lo dijo Goga, ¿verdad? Ella cree que esto es una simple infatuación porque Diana es muy bonita, y lamento que tenga tan pobre opinión de mí. —Evidentemente el padre Ivo comentó algo que lo afectó pues se irguió en la silla y frunció el entrecejo—. No las abandonaré, ni a ella ni a Zaína, son mi familia y tú lo sabes. —Siguió una nueva pausa—. ¿Irme a vivir a Londres con Diana? Ivo, no tengo idea de qué haremos. Diana y yo no hemos hablado al respecto, pero ella es mi vida ahora y todo gira en torno a lo que ella quiere y desea. —En el siguiente mutismo se le tensaron aún más las facciones—. Es una gran mujer, ya lo juzgarás tú mismo cuando la conozcas. Ha sufrido mucho, igual que yo, y nuestras almas se reconocieron no más vernos. ¿Qué más te ha dicho el padre Boro? —preguntó deprisa, con la clara intención de finalizar el tema de su relación con una mujer—. De seguro ya le contó al patriarca Pavle. —Se mostró muy atento mientras el padre Ivo hablaba—. Sé que me he salteado todas las reglas, y no me arrepiento. Permanecer en la Transfiguración sintiéndome como me siento lo juzgué una hipocresía, y estoy harto de fingir. ¿Estás cuidándote? ¿Qué tal resultó la crema que te envié? ¿Se curaron las escaras?
Se dio cuenta de que la conversación estaba llegando a su fin por lo que regresó al dormitorio con el corazón desbocado y una sonrisa que le duró mientras hacía la cama y ponía un poco de orden, e incluso después, en tanto se higienizaba en el baño y en su mente se repetían las palabras que él le había dicho al padre Ivo. La seguridad de Kovać acerca de ellos y del futuro la tenía perpleja, desorientada, aunque halagada y feliz. Su seguridad se presentaba como una estructura sólida que la atraía, la seducía. Ansiaba refugiarse en ella y olvidarse de todo.
Salió del baño y se lo topó en el corredor. Él la levantó en el aire y ella le rodeó el cuello con los brazos. La manta cayó a sus pies.
—¿Por qué mi amor vale más a causa de los miedos y de las cicatrices?
—Porque sé cuánto luchas contra tus demonios por mí, por nuestro amor. Y eso me hace amarte de un modo que no creí que se podía. No sabía que se podía amar a otro ser humano de este modo. Es decir, lo había leído en poemas y novelas, pero creía que era una exageración, parte del mundo de la ficción.
—¿De qué modo?
—A primera vista y de manera tan contundente, sin condiciones, sin preguntas, sin importar el pasado ni si hace dos años o dos días que te conozco. Te amo ciegamente —dijo con risa en la voz y giró con ella entre sus brazos—. Locamente. Eternamente. Sinceramente.
—Felizmente.
—Muy felizmente.
Los pies de La Diana tocaron el suelo y Kovać se apoderó de sus labios y la encerró contra la pared para profundizar el beso. Su boca abandonó la de ella y se arrastró por la mejilla provocándole escalofríos a causa de la barba. Terminó con la nariz clavada en su cuello, mientras tomaba inspiraciones del Organza con el que acababa de perfumarse.
—Tu piel es tan perfecta. Tan suave. Y este perfume… Nunca había prestado atención a los perfumes hasta que olí el tuyo.
—Me encantas, Lazar. Eres tan hermoso. —Lo obligó a mirarla—. Quiero que sepas que jamás un hombre, ni siquiera antes de la guerra cuando era una chica normal, me causó la impresión que tú me causaste la primera vez que te vi. Te deseo de un modo desmesurado, y esta es una novedad que me tiene aturdida y feliz al mismo tiempo.
—¿Te gusto con esta barba y este pelo?
—Me fascinan tu barba y tu pelo.
—Amor mío… —Se quedó mirándola como solía hacer cuando se perdía en sus cavilaciones y los ojos la recorrían con intensidad—. ¿Sabes qué es lo único que lamento? —dijo él luego de ese rato en silencio.
—¿Qué?
—No haberte conocido antes.
—Tenemos que recuperar el tiempo perdido —propuso ella, exultante, divertida—. Quiero saber todo de ti, Lazar Kovać, todo, desde tu comida favorita hasta tu sitio preferido en el mundo.
—Tú —dijo, y volvió a pegar la nariz en su cuello—. Tú eres mi lugar preferido. Donde sea que tú estés, ese es mi lugar, Diana. —Debió de advertir que se le había nublado la vista pues se inclinó y esperó a que ella bajase los párpados para besárselos, y después le barrió las lágrimas con los pulgares—. Quiero que conozcas a alguien muy especial para mí. Se trata de Darko, un niño que…
—Sí —dijo, y carraspeó para aclarar la voz—, sé quién es Darko. Bosa y Goga me hablaron de él. Es importante para ti, ¿verdad? —Kovać asintió—. No soy buena con los niños, Lazar. Mi fobia empeora cuando hay un niño cerca, pero con Darko lo intentaré. Por ti.
—Gracias, amor mío.
—¿Hoy no tienes clases?
—Hoy no. El viernes sí. Ahora tendré que aumentar mis horas cátedra —comentó, y le guiñó un ojo, lo que la hizo reír.
La Diana marchó a la cocina para preparar el desayuno mientras Kovać entraba en el baño. Sacó de la heladera los recipientes que Viki le había dado el día anterior y los destapó para descubrir qué contenían. Kovać se presentó en la sala con el pulóver que ya le conocía, el de cuello alto color marfil, unos jeans negros ajustados y con el pelo recogido en el clásico rodete, y La Diana lo siguió con la mirada como si se tratase de una aparición. Él se ubicó en una banqueta del otro lado del pasaplatos y tamborileó los dedos sobre la madera, tan feliz y distendido que el corazón se le arrebujó en el pecho.
—Qué buen aroma a café —comentó, y se incorporó para curiosear los recipientes.
—¿Lazar? Tal vez Goga y Bosa se enojen conmigo por decirte esto.
—¿Qué? Tú puedes decirme lo que quieras.
—Ayer, mientras almorzábamos, Bosa nos contó que el padre de Darko, un tal…
—Radovan Borenovic —completó él—. ¿Qué pasa con ese hijo de puta?
—Está libre.
—Jebati! —masculló entre dientes—. Discúlpame.
—No te disculpes. Goga y Bosa estaban igualmente enojadas. Me contaron que fue un costoso abogado de Belgrado el que consiguió sacarlo bajo fianza.
—Se protegen entre ellos. Miserables desgraciados. No me extrañaría que hubiese sido Ilić el que costeó el abogado.
—Me hablaron también de tu proyecto —comentó deprisa para alejarlo del recuerdo del magnate serbio—, del hospicio para niños abusados que te gustaría fundar. Un proyecto maravilloso.
—No es un proyecto, amor. Es apenas un sueño.
—Matilde asegura que solo basta soñar para que los sueños se cumplan.
—Cada vez me gusta más tu amiga, amor.
—¿Podrías compartirlo conmigo? Tu sueño —se explicó—. Me gustaría que fuese mío también.
Kovać extendió las manos a través del pasaplatos y La Diana se apresuró a entrelazar los dedos con los de él.
—Todo lo mío es tuyo, Diana. No tengo nada, amor. No soy nadie, pero lo poco que soy es para ti.
«Lo eres todo, Lazar», le habría confesado. «Lo eres todo para mí».
Después del desayuno y mientras Kovać hablaba por teléfono con Bosa Dretar —quería que lo recibiese para hablar de Radovan Borenovic—, La Diana extrajo de la mochila el artículo de The London Times que había impreso el día anterior. Se lo entregó apenas Kovać terminó la llamada. Por la velocidad con que sus ojos avanzaban sobre el texto, La Diana confirmó lo que había supuesto días atrás, que tenía un gran dominio del inglés.
—¿Es posible? —masculló, atónito.
—Ayer recordé esto que leí a principios de noviembre y lo relacioné con la historia de Azem. ¿Crees que el artículo habla de tu hermano Azem?
—Creo que sí. —La Diana soltó una exclamación cuando Kovać la despegó del suelo y la hizo dar vueltas—. Solo has traído cosas buenas a mi vida, Diana.
—¿Son esos los nombres de los padres de Azem?
—Sí, Alma y Hamid. —La depositó en el suelo y se llevó las manos a la cabeza con el artículo arrugado en la izquierda; inspiró profundamente en el acto de calmarse—. Pero no podemos decir nada antes de confirmar la cuestión. Tenemos que ser muy prudentes. Hablaré con Bosa.
—¿Cómo es posible que sus padres no hayan dado con Azem? Por lo que se desprende del artículo, Alma y Hamid recurrieron a Defensores de los Derechos Humanos.
—Eso no basta. Este país ha sido y sigue siendo un caos. Después de cinco años desde los Acuerdos de Dayton todavía tratamos de organizarnos y de darle una pátina de país civilizado a esto que no es un país sino dos, la Republika Srpska y la Federación. Una gran farsa. En medio de este desbarajuste que ya parece crónico, crear bases de datos confiables para encontrar a familiares perdidos durante la guerra ha sido el gran desafío que todavía nadie ha podido llevar a buen puerto. —Se calló de repente y la contempló con una sonrisa apacible; alzó la mano y le quitó un mechón del rostro—. Hasta que llegaste tú, Diana, amor de mi vida, y echaste luz en la oscuridad.
* * *
En lo de Bosa Dretar, la fiscal los recibió de pie detrás de su escritorio con una mueca seria.
—¿Quién es en verdad tu amiga, Lazar? —preguntó, y señaló a La Diana con el mentón—. Acaba de llamarme el propio Klein para preguntarme si la traté bien ayer. No solo me llamó él directamente para que le concediese la entrevista sino que ahora me pide que le rinda cuentas.
—Su interés no es por mí sino por mi tío abuelo, que es muy influyente. De hecho, él hizo las gestiones para que me recibieras.
—¿Te traté bien? —dijo, y elevó una ceja.
La Diana rio apenas y asintió.
—¿Podemos sentarnos? —preguntó Kovać con aire impaciente, y la fiscal extendió la mano para señalar las butacas.
No bien se pusieron a hablar del caso de Radovan Borenovic sonó el celular de La Diana. Era Bruce McLeod. Se levantó y, tras un gesto a Kovać, abandonó el despacho para tomar la llamada en el corredor de la fiscalía.
—¿Cómo va todo?
—Bien. Ya di con nuestro objetivo. Anoche, cuando entró en la pensión y lo abordamos, trató de huir. Creyó que íbamos a hacerle daño. Escapó de su ciudad con los enemigos pisándole los talones, por lo que está muerto de miedo. Lo sacaremos de aquí. Si el investigador privado supo hallarlo en este sitio, nuestros enemigos también lo harán y vendrán a buscarlo. Lo llevaré donde tú ya sabes. —La Diana conjeturó que se refería a Glendale.
—¿Cómo lo convenciste de que eres amigo y no enemigo?
—Le dije que era tu amigo, y le referí su visita a tu hotel aquel día. Se convenció cuando le mostré la llave. Sigue alerta y difidente porque no entiende por qué no eres tú quien lo ha abordado sino yo, un completo desconocido, pero se lo ve quebrado y cansando, y es muy joven. No sabe qué hacer. Lo metieron en un gran lío.
—¿Tiene en su poder lo que tanto buscamos?
—No. Pero ya me dijo dónde lo escondió. Me ocuparé de recuperarlo luego de haberlo puesto a salvo.
—¿Cómo fue que terminó inmiscuido en este asunto?
—El día en que su cuñada y tú se conocieron, ella la llamó y le pidió que pasase a buscar algo luego del trabajo. Así lo hizo, pasó por la casa de su hermano y se llevó lo que su cuñada le entregó después de explicarle que tenía que esconderlo. Es el paquete que hemos estado buscando —aclaró Bruce innecesariamente—. Pues bien, lo ocultó. Horas más tarde, un amigo de su hermano llamó para avisarle que él y su cuñada habían muerto. No se lo pensó dos veces y se dio a la fuga.
—Comprendo.
—Excelente juicio y sentido de la supervivencia —bromeó McLeod—. Creo que no estaría vivo si no hubiese actuado tan rápidamente.
—Sí, es lo más probable, estaría muerto. Mantenme al tanto, Bruce.
Habría deseado preguntarle otras cosas, como si Alexandra Buunk sabía qué contenía el video o si simplemente su hermano y Carrie le habían pedido que lo salvaguardara. Pero mencionar temas sensibles en teléfonos móviles, por muy prepagados que fuesen, conllevaba un riesgo que no correría. Aprovechó y llamó a Callum Duncan.
—Querida, ¿cómo estás?
—Bien, aunque las investigaciones están estancadas. Nuestra única esperanza es el informante. Esperamos que dé la cara de un momento a otro. La cuestión más importante que impide que las cosas se muevan es que el cargo que ocupaba Richard Tomkins sigue vacante, mejor dicho, está en manos de un títere de la Baywatcher. Temen que cuando se haga el nombramiento definitivo lo ocupe un inoperante o un corrupto. ¿Hay algo que puedas hacer al respecto?
—Lo intentaré.
—¿Alguna novedad sobre el muerto que camina? —preguntó, refiriéndose a Debeli.
—Nada. Mis contactos en la Europol y en la Interpol me aseguran que se ha dado curso al pedido de captura, pero hasta el momento nada. Apenas sepa algo te avisaré.
—¿Cómo está mi amiga? —preguntó, y Duncan sabía que aludía a Charlotte.
—Inmejorable. Desde que el médico le cambió las drogas, el avance es increíble. Las que le suministraban le provocaban un efecto adverso; la atontaban. En este momento, ya está instalada en mi despacho, pintando. Le ha mejorado el habla, la motricidad y comienza a despejársele la memoria. La fisioterapeuta está haciendo también un gran trabajo. Tenemos fe en que pueda abandonar definitivamente la silla de ruedas.
—Gracias. No sabes cuánto aprecio tu ayuda. En todo. Un último favor.
—El que desees.
—¿Podrías investigar a un periodista que escribe para The London Times? Te pasaré su nombre por la casilla de correo y también adjuntaré uno de sus artículos. Cuando lo leas, entenderás por qué te lo pido. Creo que si política o judicialmente no podemos hacer nada con la cuestión del tráfico de personas, la prensa podría sernos útil.
—Me parece una excelente idea. Esperaré tu mensaje.
Regresó al despacho, donde Bosa Dretar leía el artículo de Albert Coleman. La fiscal alzó la mirada y alternó vistazos entre La Diana y Kovać.
—¿Crees que habla de Azem Behmen?
—Sí, lo creo.
—El periodista podría haber usado nombres falsos tanto para el hijo como para los padres —argumentó Bosa.
—Sí, podría —concedió Kovać—, pero ¿cuáles son las probabilidades de que haya acertado con el nombre de los dos padres, Alma y Hamid, y del hijo?
—Sí —contestó Bosa—, sería demasiada casualidad.
—Ya —replicó Kovać—, demasiada. Quiero escribirle al periodista como vicepresidente de Duga Sarajevo y pedirle una entrevista telefónica.
—Lo haré yo como la fiscal que lleva adelante la investigación del caso de secuestro de Azem. —Bosa Dretar anotó la casilla de correo que figuraba en el encabezado del artículo y devolvió la hoja a Kovać—. Me pregunto dónde habrán radicado la denuncia por la desaparición de su hijo. —Dirigió la vista hacia La Diana y masculló—: Gracias. Me dijo Laza que has sido tú la que le proveyó el artículo.
—También acabo de pedirle a mi tío abuelo que investigue al periodista, a Albert Coleman. Se me ocurrió que si resulta ser un tipo confiable y profesional podríamos usarlo para iniciar una campaña de desprestigio de la ONU y de la OTAN por lo del tráfico de personas en los Balcanes. Creo que dentro de muy poco nos haremos con el video que obtuvo el novio de Carrie en Camp Comanche y también con los legajos, los que la Baywatcher habría eliminado si ella no se los hubiese robado. Con esas pruebas y una campaña de prensa bien orquestada podemos hacer que las cosas cambien. Sin el reporte de los periodistas ingleses Ed Vulliamy y Penny Marshall, el mundo jamás se habría enterado de lo que los serbios nos hacían en sus campos de concentración. Las entrevistas, los videos y las fotos que publicaron sirvieron para que muchas ONG empezasen a presionar para entrar en los campos.
Hubo un momento de silencio en el que Kovać extendió la mano bajo el escritorio y sostuvo la de La Diana.
—No es una mala idea —dijo Bosa Dretar—. Sin un escándalo de proporciones internacionales el statu quo se mantendrá como hasta ahora, es decir, nosotros luchando sin mayores resultados y los traficantes llenándose los bolsillos. Hay que armar un escándalo porque lo que aquí está sucediendo es escandaloso.
—Ayer por la noche —comentó Kovać—, mientras nos dirigíamos a lo de Brano por la M17, vi tres publicidades nuevas de bares y clubes. No estaban la última vez que fui a Ilidža. Las escrituras eran en inglés y tenían ilustraciones de chicas jóvenes y sexies.
—No lo dudes —confirmó la fiscal—, son todos recintos que se nutren del tráfico. Enviaré a alguien de confianza para que recoja la información de la M17 e iniciaré una investigación.
—Planeaba visitarlos yo también —comentó Kovać— para repartir folletos de Duga Sarajevo.
La Diana se tensó y le apretó la mano que todavía él le sostenía bajo el escritorio. Kovać le dirigió una mirada fugaz, que desvió enseguida cuando Bosa Dretar preguntó:
—¿Cuándo podré interrogar a Svetlana?
—Creo que lo mejor sería que lo consultases con Danilo.
—Y de Nuur, ¿qué puedes decirme?
—No quiere hablar. Está aterrada. Pero ahora que he abandonado la Iglesia —anunció, y Dretar no pareció asombrarse—, contaré con más tiempo para tratarla.
—¿Lo dices así, que has abandonado la Iglesia, como si me refirieses las condiciones del tiempo? —le reclamó.
—¿Y cómo debo decírtelo? —preguntó Kovać, con acento divertido.
—Bueno, no lo sé. Es que se trata de una noticia… inesperada.
La desilusión de la fiscal era tan evidente como el lápiz labial de un rojo furioso con que se había maquillado esa mañana. Tal vez, meditó La Diana, había esperado el anuncio durante años, solo que con la butaca que ella ocupaba en ese momento vacía.
* * *
Apenas salieron del edificio de la fiscalía, Kovać atendió la llamada de un interesado en el Jaguar. Lo despachó en pocos segundos diciéndole que la venta se había suspendido. La Diana verificó que Kovać devolviese el celular a la funda antirrastreo y columbró los alrededores para verificar que no hubiese vehículos ni personas sospechosas.
Recorrieron de la mano la calle comercial Ferhadija, y aunque el frío era intenso ellos no parecían notarlo. La Diana se percataba de las miradas codiciosas que las mujeres lanzaban al barbudo alto que la acompañaba, pero también de la absoluta indiferencia con que Kovać las recibía. Se acordó de la nota mental que había hecho el día anterior, y apenas vio un negocio de ropa para hombres le pidió que entrasen. Compró un par de guantes de cuero de venado azul marino, forrados con piel de nutria. Kovać se la quedó mirando cuando le entregó el paquete.
—Para ti —dijo.
—¿Para mí? Creí que los comprabas para tu hermano o para Al-Saud.
—Tú eres mi prioridad ahora, Lazar. Anda, póntelos. Hace varios grados bajo cero. No sé cómo toleras el frío en las manos.
Kovać se los puso.
—Gracias, amor mío. Son estupendos. Gracias.
De camino al Baščaršija, La Diana hizo un alto en un locutorio y empleó una de las computadoras para enviar a Callum Duncan el nombre del periodista y el enlace con el artículo publicado en The London Times. Pocos metros después, entró en una farmacia y compró una crema con vitamina A, que luego, cuando se sentaron a tomar un bosanska kafa en el bar Miris Dunja, masajeó en las manos de Kovać en tanto esperaban que les trajesen el aromático café bosnio. La Diana alzaba la vista y se topaba con la de él, y había tanto amor y gratitud en sus ojos que ella solo podía pensar en que deseaba que la contemplase con esa dulzura la vida entera.
—Eres muy maternal —lo escuchó decir—. Tienes el instinto desarrollado.
—No, en absoluto. Solo soy de este modo contigo —contestó sin mirarlo, y agradeció que el celular de él volviese a sonar.
Durante el tiempo que estuvieron en Miris Dunja, Kovać se lo pasó hablando por teléfono, y La Diana se preguntaba de qué valía la funda; para ese momento, si alguien había estado rastreándolo, ya sabía dónde encontrarlo. Lo llamaron varias feligresas que se habían enterado por el padre Boro de su renuncia. La Diana lo estudiaba mientras él les respondía con paciencia y caía en ese gesto usual, el de atusarse las puntas de la barba y del bigote. También llamaron tres interesados en el Jaguar, que recibieron la misma respuesta del primero.
Cerca del mediodía, Kovać consultó el reloj y se puso de pie.
—Vamos —dijo, y echó unos billetes sobre la mesa.
—¿Adónde?
—Quiero que conozcas a Darko. Iremos a buscarlo a la salida de la escuela. Estábamos haciendo tiempo hasta que se hiciese la hora. Será una gran sorpresa. Estoy ansioso por que lo conozcas.
La Diana marchó en silencio en tanto meditaba que Darko era para Kovać más importante de lo que había supuesto. Y a juzgar por la alegría que iluminó el rostro del pequeño al descubrirlo a la salida de la escuela, Kovać era una de sus personas favoritas. Corrió a sus brazos y rio cuando lo hizo dar vueltas en el aire, y su risa era tan pura y cristalina, tan sincera y feliz, que La Diana rio a su vez con la emoción alojada en la garganta. La felicidad de Kovać también resultaba contagiosa, y lo que había conjeturado de camino a la escuela, que ese niño era importante para él, se confirmó cuando lo vio apretarlo contra su pecho y llenarlo de besos.
—¡Me haces cosquillas con la barba! —se quejó Darko entre carcajadas, lo que propició que Kovać detuviese los arrumacos.
El niño se acunó la boca con las manos y le habló al oído. Kovać sonrió y asintió. Besó al pequeño en la frente y lo depositó en el suelo. Darko corrió hacia dos compañeros que salían de la escuela en ese momento y les anunció a gritos:
—¡Boki! ¡Mito! ¡Él es mi papá! Se llama Lazar.
La Diana recogió la mochila de Darko y se aproximó a Kovać mientras el niño seguía hablando con los compañeros.
—¿Te pidió permiso para presentarte como su papá? —Kovać asintió siempre con la vista fija en el pequeño y la sonrisa imperturbable—. Él es más que importante para ti, ¿verdad?
Kovać desvió la mirada para dirigirla hacia ella.
—En este momento estoy con las dos personas que más amo, tú y Dare. Sí, amor, él es más que importante para mí.
—¿Más que Azem, más que tus sobrinos?
—Amo a Azem como si fuese mi hermano menor. Y amo a los hijos de mis hermanos. Pero Dare es distinto. A lo largo de este tiempo, Duga Sarajevo ha ayudado a rescatar a varios niños de las garras de la pedofilia. Los he conocido y querido a todos. Con casi todos mantengo una amistad. Pero Darko… Apenas lo vi el día en que fuimos con la policía a buscarlo a su casa se apoderó de mí una necesidad de protegerlo, de salvarlo de todo mal, de mostrarle que en el mundo hay gente que jamás le haría daño. Lo amé, Diana.
—¿Como si fuese tu hijo? —se atrevió a preguntar.
—Nunca he tenido hijos, pero creo que sí, que lo amo como un padre ama a un hijo. O al menos como debería amarlo —acotó, y una sombra le cambió el semblante al devolver su atención al pequeño—. Al menos yo nunca tuve duda del amor de mi padre. Dare, en cambio… —Se interrumpió cuando Darko corrió hacia ellos y se abrazó a sus piernas.
—Hoy no es domingo. ¿Por qué has venido?
—Porque quería presentarte a una persona muy especial para mí, y quería que ella te conociese a ti, que también eres muy especial para mí. Dare —dijo, y lo obligó a apartarse y a darse la vuelta—, ella es Diana.
—Hola, Darko. Tenía muchas ganas de conocerte.
—Hola —masculló, de pronto tímido, o quizá celoso, La Diana no habría sabido discernir, y se sintió mezquina y rota al experimentar alivio por que el pequeño no se mostrase proclive a tocarla.
En ese momento los abordó una joven que acababa de salir de la escuela y que avanzaba con cinco niños de variadas edades detrás de ella.
—Padre Lazar, ¡qué sorpresa! —exclamó.
—Hola, Giša. He venido a buscar a Dare para invitarlo a almorzar. Lo llevaré de regreso por la tarde.
—¿Usted le hará hacer los deberes?
—Sí, yo me ocuparé.
—¿Te permiten llevártelo? —se sorprendió La Diana una vez que la muchacha se hubo alejado.
—Por orden del juez, Goga y yo somos dos de las cuatro personas con autorización para retirarlo de la escuela. Las otras son Giša, que es empleada del orfanato, y la directora.
Darko, que se había alejado para despedir a Boki y a Mito, retornó y volvió a abrazarse a Kovać.
—¿Qué te gustaría comer?
—¡Ćevapi con papas fritas!
—¡Conozco el mejor lugar!
Kovać se colgó la mochila de Darko al hombro y lo tomó de la mano. Caminaron en dirección a la cuadra siguiente, donde habían estacionado la camioneta. Kovać interrogaba al pequeño acerca de cuestiones escolares, de las que estaba muy al tanto, y Darko le respondía, solícito y contento. La Diana estaba encariñándose con su vocecita y su risa, que Kovać provocaba a menudo con frases ocurrentes. El miedo y la incomodidad iniciales iban disolviéndose y en su lugar quedaba una sensación cálida.
A Darko, la Nissan Patrol le generó un desconcierto mezclado con admiración que se delató en la mueca de ojos muy abiertos. Kovać lo ubicó en el asiento trasero y le ajustó el cinturón. El niño le echó los bracitos al cuello y lo besó y lo mantuvo pegado a él durante unos segundos en los que Kovać le habló al oído y La Diana no consiguió escuchar qué le decía. La escena le inspiró una tristeza profunda.
—¿Qué te dijo? —preguntó La Diana en inglés apenas se ubicó al volante.
—Que si podía venir a buscarlo todos los días y después llevarlo a dormir a mi casa —contestó Kovać en el mismo idioma, sin mirarla y mientras encendía el motor.
La Diana, que habría querido interrogarlo acerca de la respuesta que le había dado, calló cuando Darko preguntó, asombrado:
—¿Sabes conducir, Laza?
—¿Si sé conducir? —fingió ofenderse—. ¡Nadie conduce mejor que yo! —proclamó, y la risa del niño invadió el habitáculo—. Podría haber sido el gran campeón de Fórmula Uno.
—¿Qué es eso?
La conversación versó sobre automóviles, competencias, habilidades y promesas que implicaban un futuro en el que Kovać y Darko estarían juntos. La Diana echaba vistazos hacia la parte posterior y hacia el conductor, y llegaba a la conclusión de que en el poco tiempo que conocía a Lazar Kovać nunca lo había visto tan feliz.
El mejor lugar para comer ćevapi resultó ser el bar que tanto había significado para ellos. Las muchachas soltaron un grito al verlo ingresar, e incluso las que estaban tras la barra salieron para dar la bienvenida al padre Lazar. Le hablaron a coro para interrogarlo acerca de los chismes del barrio que aseguraban que había colgado los hábitos. Al descubrir a La Diana a un par de metros, las chicas le lanzaron vistazos entre poco amigables y curiosos.
—Les presento a Diana —dijo Kovać con aire divertido—, aunque ya la conocieron el lunes pasado. Y él es Darko, que ha venido por el mejor ćevapi de Sarajevo.
—¡Pues estás en el lugar correcto, Darko! —exclamó Admira, y los guio a la mesa de costumbre.
Kovać se ocupó de desabrigar a Darko y de acomodar la ropa en una silla; en tanto le preguntaba por otros niños, seguramente compañeros de la escuela o del orfanato. Le mostró los guantes nuevos, que el niño se probó y usó para aplaudir. Se alejaron de la mano; iban al baño, y La Diana oyó cuando Kovać le advertía que jamás fuese a un baño público sin la compañía de un adulto de confianza.
—¿Con Diana puedo ir? —preguntó Darko.
—Con ella puedes ir a cualquier parte. Diana y yo somos la misma cosa.
Al regresar, Darko se sentó frente a ella y le rehuía la mirada. Aprovechó para estudiarlo. Se dio cuenta de que le costaba apartar la vista de su rostro de facciones delicadas, y se dijo que bien podría haber pasado por hijo de Kovać. Tenía unos ojos negros almendrados y muy expresivos, una boca rolliza y un mentón pequeño aunque bien delineado. El cabello oscuro y rizado le caía sobre una frente amplia de la cual nacía una nariz larga y delgada que con el tiempo le donaría un rasgo muy varonil.
La camarera se acercó con las bebidas, y Kovać ordenó tres ćevapi, dos completos y uno con papas fritas.
—Admira, por favor, cuida que el ćevapi de Dare esté muy bien cocido.
—Descuida, Laza —dijo, y le guiñó un ojo.
—¿Por qué debe estar muy bien cocido? —se interesó La Diana.
—Por la Escherichia coli, una bacteria que a los adultos no nos provoca nada y que para los niños puede ser letal. Está en la carne, sobre todo en la molida. —Con una sonrisa, añadió—: Son cosas que se aprenden cuando hay niños pequeños en la familia.
En su familia, pensó, había niños pequeños, solo que ella no conocía nada de esa sabiduría propia de las madres. Kovać y Darko comían y conversaban, y ella confirmaba lo que había notado en otras ocasiones, lo fácil que le resultaba al exsacerdote comunicarse con los demás, de la edad que fuesen. Su admiración crecía con cada minuto que transcurría junto a ese hombre.
Terminaron de comer y se pusieron a hacer los deberes, y saltó a la vista que, si bien tenía siete años, Darko casi no sabía leer ni escribir, tal vez como consecuencia del horror que le había tocado padecer. Kovać le tenía una paciencia infinita y lo calmaba con palabras susurradas y besos en la frente cuando el niño se frustraba porque no le salía una suma o no trazaba bien un número o una letra.
—¿Estás aburriéndote, amor? —se preocupó Kovać.
—En absoluto —contestó La Diana—. Me fascina observarlos —aseguró, y estiró la mano a través de la mesa, y Kovać le salió al encuentro para estrechársela.
Darko, que pintaba en silencio, detuvo la tarea y alzó apenas las pestañas para atisbar el intercambio.
—¿Por qué le das la mano, Laza?
—Porque la amo.
—¿Es tu novia?
—Yo la siento mi novia, sí —dijo con la vista fija en La Diana, que se puso colorada como una adolescente—. Oye, Dare —lo llamó de pronto Kovać con acento alegre—, ¿qué dirías si me quitase la barba y me cortase el pelo?
Darko lo contempló con un ceño y, tras unos segundos de reflexión, dijo:
—No me harías cosquillas si me besases.
Sonó el celular de Kovać, que lo atendió distraído mientras reía con la ocurrencia del pequeño. Se envaró en la silla y su semblante se tornó sombrío, y La Diana supo que acababan de susurrarle la contraseña: «Ese Jaguar jamás se fabricó en color ocre». Se puso de pie y se alejó, y cuando Darko se dispuso a seguirlo, La Diana lo distrajo al preguntarle:
—¿Quieres que después de hacer los deberes vayamos a una juguetería? Me gustaría comprarte un regalo.
—¿A mí también me vas a hacer un regalo, como los guantes de Laza?
—Sí, a ti también —dijo, sonriendo—, pero en lugar de guantes te compraré un juguete.
—¿Por qué? —quiso saber con una suspicacia que la tomó por sorpresa.
—Porque te has portado muy bien y estás completando la tarea de manera impecable.
—¿Qué quiere decir impecable?
—Sin error, sin equivocaciones, sin falla.
—Pero me equivoqué muchas veces —la contradijo, aún difidente—. Laza tuvo que borrar un montón.
—Pero te esforzaste en hacerlo de nuevo y en hacerlo bien, ¿no es así?
—Ah, bueno, entonces sí quiero que me compres un regalo.
—¿Qué te gustaría que te comprase?
—No sé.
Kovać los halló dirimiendo acerca de las distintas alternativas.
—¡Diana va a comprarme un juguete!
—¿De veras?
—Sí. Dice que es porque estoy haciendo muy bien la tarea. ¿Verdad, Diana?
—Así es.
—Terminemos rápido —solicitó el niño—. Quiero ir a la juguetería.
Intercambiaron una mirada en la que La Diana le dio a entender que sabía quién lo había llamado. Decidieron partir. Kovać se ocupó de devolver los cuadernos y los lápices a la mochila. Ella liquidó la cuenta y se marcharon tras promesas de regresar pronto. Apenas salieron a la calle, Kovać intentó devolverle el dinero por el almuerzo.
—Por favor —insistió con una mirada de súplica.
—Eres un fiasco, Lazar Kovać. Proclamas ser un hombre de avanzada cuando en verdad te rigen los viejos mandatos patriarcales.
—¿Eso crees de mí?
—Sí, eso creo de ti —contestó, y lo besó en la boca, ahí, delante de la ventana del bar y de Darko—. Eso y mucho más. Todas cosas buenas.
—Te amo —susurró él, y se echó a reír al descubrir la mirada inquisitiva y ceñuda que les lanzaba Darko.
Hallaron una modesta juguetería sobre la avenida Maršala Tita, y La Diana evocó Hamleys, la tienda en Regent Street con varios pisos repletos de juguetes, y deseó que Darko algún día la conociese. Si ese pequeño y mal surtido negocio le causaba tal regocijo, le costaba imaginar lo que le habría provocado la exuberancia de la juguetería londinense.
Compraron varios regalos porque Darko no solo pidió para él sino para sus amigos del orfanato con los que compartía la habitación. A La Diana le costaba ocultar la risa que le inspiraba la exaltación del niño, empeñado en llevar él mismo las bolsas hasta la camioneta.
—¿No tienes nada que decirle a Diana? —preguntó Kovać.
—Gracias, Diana —farfulló de pronto con timidez.
—De nada, Dare. Fue un placer.
—¿Por qué fue un placer?
—Porque me hizo feliz verte tan feliz en la juguetería.
La respuesta causó risa al pequeño, que contagió a los adultos. En el siguiente semáforo en rojo, Kovać le tomó la mano y se la besó, y mientras mantenía los labios sobre sus nudillos le dijo:
—Gracias. No sabes lo que esto significa para mí.
—Lo sé, por eso lo hice. Es hermoso verte feliz, Lazar.
Kovać disminuyó la velocidad en tanto se aproximaban al orfanato para buscar un sitio donde estacionar. Frenó de golpe en doble fila.
—Jebati! —insultó, con la vista fija en la entrada del hospicio—. That’s his father —dijo en inglés para advertirle que el hombre que conversaba con Giša en la vereda era Radovan Borenovic.
Se trataba de un hombre de estatura media y fortachón, de esos acostumbrados a las tareas duras del campo, de la construcción o del puerto, con la piel curtida a causa de la exposición a los rigores del clima. La Diana echó un vistazo hacia la parte trasera y comprobó que Darko se entretenía con los muñecos de Lego.
—¿No debería ser información reservada dónde tienen al niño?
—Por supuesto que debería serlo.
—Espera, Lazar. No arranques aún.
La Diana extrajo de la mochila la cámara fotográfica digital provista por Al-Saud para que realizase la investigación solicitada por Defensores de los Derechos Humanos. Se ocupó de que el encuadre contuviese el frontispicio con el nombre del orfanato labrado en la piedra, Mariscal Tito, y las figuras de la empleada y del padre de Darko, que en ese momento extraía un sobre del interior de la chaqueta. Apretó varias veces el disparador mientras tomaba la secuencia completa de la entrega del sobre a la mujer.
—Excelente —farfulló Kovać, y se quitó el cinturón de seguridad—. Lleva la camioneta a la otra cuadra y espérame allí.
—Lazar, por favor, no te expongas.
—Haz lo que te digo, amor. —Se inclinó y le besó los labios—. Hazlo —la instó antes de descender del vehículo.
Gracias a los juguetes, Darko permanecía ajeno a la tragedia que se desarrollaba a unos metros. La Diana, incómoda porque no había tenido tiempo de echar el asiento hacia delante, se ubicó en el borde y arrancó despacio. Ajustó el espejo retrovisor, donde vio el momento en que Borenovic advertía la presencia de Kovać y echaba a correr. No llegó muy lejos; Kovać lo derribó y comenzó a propinarle patadas y trompadas a la altura de los riñones.
Detuvo la camioneta en la esquina, a unos cincuenta metros del lugar de la pelea. No sabía qué hacer. Quería intervenir para evitar que lo asesinara y acabase en la cárcel, pero no se atrevía a dejar solo a Darko. Hizo marcha atrás a gran velocidad hasta colocarse a la altura del sitio donde tenía lugar la golpiza y clavó los frenos justo en el momento en que lo oía vociferar:
—¡Debería atarte una piedra al cuello y echarte al mar, como dicen las Escrituras, pederasta inmundo!
El niño alzó la vista y giró la cabeza hacia una y otra ventanilla; había advertido que algo sucedía. No obstante, y dado que Kovać mantenía a Borenovic tirado en la vereda, tras los automóviles estacionados, no podía darse cuenta de qué se trataba.
La Diana sonó varias veces la bocina. Kovać alzó la vista, y el padre de Darko aprovechó para empujarlo con el pie. Trastabilló hacia atrás y acabó contra el enrejado del hospicio. Borenovic se incorporó con una agilidad sorprendente y corrió hacia la esquina. Kovać hizo otro tanto, y cuando estaba por caerle encima por segunda vez, el hombre se lanzó dentro de un automóvil que lo aguardaba con la puerta del acompañante abierta. Arrancó haciendo chirriar los neumáticos y se alejó a gran velocidad.
Kovać regresó corriendo a la entrada del orfanato, donde Giša seguía paralizada, la cara una máscara de horror. La acorraló contra las rejas que rodeaban el jardín delantero del edificio.
—¡Pagarás caro esta traición, hija de puta!
Saltó dentro de la Nissan, y La Diana arrancó.
—¿Estás enojado, Laza? —preguntó Darko.
Kovać, sin volverse para no revelarle lo agitado y perturbado que estaba, llevó la mano hacia atrás y le apretó la rodilla.
—Sí, cariño, estoy enojado, pero no contigo. Nunca contigo.
* * *
Después de llamar a Bosa Dretar, Kovać le indicó que se dirigiese hacia la fiscalía. Un rato más tarde, La Diana estacionaba cerca del ingreso. Kovać abrigó al niño y lo cargó dentro del edificio. Era cierto que la vereda estaba cubierta de nieve y que resultaba fácil resbalarse, pero ella sospechaba que el instinto paternal de Kovać y el amor que ese pequeño le inspiraba le impedían alejarlo de la protección que constituían sus brazos. Si bien no habían hablado durante el corto trayecto hacia los Tribunales, imaginaba cuáles eran sus intenciones.
Instalaron a Darko en el escritorio de la asistente de Bosa, una señora de unos cincuenta años, afable y sonriente, que saludó con familiaridad a Kovać y que enseguida se ocupó del niño, a quien conocía. Lo dejaron tranquilo, tomando un chocolate caliente y dibujando con rotuladores fluorescentes.
En el despacho de la fiscal Dretar, La Diana conoció a un Lazar Kovać que había entrevisto mientras lo veía moler a golpes a Borenovic y que en esa instancia desplegaba su rabia y exigía sus derechos con una fuerza que resultaba imparable, aun para la inflexible Bosa Dretar.
—¡Tienes un topo en esta fiscalía, Bosa!
—¿Y crees que no lo sé? Pero ¿qué puedo hacer? —preguntó, exasperada.
—¡Descubrirlo, eso es lo que debes hacer! Tenderle una emboscada. ¡Ni por un instante pienses que lo llevaré de nuevo a ese orfanato!
—Por supuesto que no volverá allí; el sitio está comprometido. Solo te pido que me dejes hacer mi trabajo. Tengo que moverme deprisa y dar aviso al juez. ¿Dices que Diana fotografió el momento en que la empleada recibía el sobre?
—Sí —intervino la susodicha, mientras extraía la cámara fotográfica.
—Dame el rollo para revelarlo. Lo necesito cuanto antes.
—No tiene rollo. Es una máquina digital.
—¿Qué es eso? —se pasmó la mujer, y La Diana se aproximó con cautela para enseñarle las fotos en la pantalla del aparato—. Qué atrasados estamos en este país.
—Sí —masculló Kovać, que se había apoltronado en una butaca—, muy atrasados.
—¿Cómo haré para mostrarle las fotos al juez?
—Puedo bajarlas al disco rígido de tu computadora y, desde allí, las imprimes o bien se las envías a su casilla.
Se pusieron manos a la obra, y en tanto La Diana se ocupaba de transferirle las fotografías y de indicarle que al pie figuraba la fecha y la hora, elementos clave para la investigación, Kovać abandonó el asiento y se paseó de un extremo al otro de la oficina.
—Quieres quedarte quieto, Laza —exigió la Dretar—, me pones nerviosa.
—Le estaba entregando dinero a Giša —masculló en la actitud de quien sigue la línea de sus pensamientos—. Ese campesino muerto de hambre estaba entregándole un sobre con dinero. ¿Quién se lo proveyó? ¿De dónde lo sacó?
—Laza, sabemos que estos pedófilos…
—Quiero que le pidas al juez que me dé la custodia de Darko —la interrumpió Kovać, y detuvo el ir y venir.
La Diana giró la cabeza para mirarlo. Le causó una fuerte impresión descubrirlo con las manos convertidas en puños a los costados del cuerpo y el mentón ligeramente elevado. De pie frente a la fiscal, la observaba con una clara actitud de desafío, y Bosa, que era una mujer alta, parecía disminuida en comparación. Sus ojos usualmente dulces habían adquirido una dureza que, lejos de asustarla, la atrajo.
—Eres un sacerdote, Laza, ¿de qué estás hablando?
—Ya no lo soy, y lo sabes.
—Para el juez seguirás siéndolo en tanto la Iglesia no emita la declaración que te reduce al estado laical.
—Entonces pídela para Goga, y yo me haré cargo de él. —Los amigos se contendieron con la mirada—. No lo dejaré con extraños de nuevo, Bosa. Dare necesita un poco de paz. Y además de encarcelar a esa malparida de Giša, deberías suspender a la directora e intervenir el orfanato.
—¡No me digas cómo hacer mi trabajo, Lazar! —reaccionó la Dretar.
—No te lo diré, pero hazlo y hazlo bien. ¿Has terminado con las fotos? —se dirigió a La Diana.
—Sí —contestó, y le explicó brevemente a la fiscal en qué carpeta las había descargado.
—Estaremos aquí cerca —informó Kovać—, en el centro comercial, esperando tus noticias. Llámame apenas tengas novedades.
—Te llamaré cuando mi asistente termine de redactar la denuncia para que la firmes. —Kovać asintió sin hablar—. Y tendré que convocar a Goga —advirtió Bosa.
—Convócala. Haz lo que sea necesario, pero Darko se quedará con nosotros. —Estiró la mano hacia La Diana—. Vamos.
* * *
Pese a que eran las cinco de la tarde, la noche había caído en la ciudad de Sarajevo. Caminaban sin hablar por las veredas cubiertas de nieve. Kovać cargaba a Darko y miraba de continuo el entorno. La Diana hacía otro tanto, solo que ella, en lugar de buscar el rostro de Radovan Borenovic, buscaba automóviles sospechosos. En el centro comercial, se le ocurrió llevar a Darko a un negocio de ropa para niños pues juzgó inapropiadas las prendas que lo abrigaban. Le compró una campera de pluma de ganso, guantes de cuero forrados con piel de conejo, bufanda y gorra de lana haciendo juego. También adquirió varias mudas de ropa, calzoncillos, medias y un pijama; resultaba improbable que regresasen al orfanato a buscar sus cosas.
De salida del negocio, Darko, que todavía iba en brazos de Kovać, la sorprendió inclinándose hacia ella y aferrándola por el cuello para besarla. Por esa razón les temía a los niños, por su imprevisibilidad. Kovać reaccionó enseguida y lo apartó de ella, y La Diana descubrió el rostro, primero sorprendido, luego entristecido, del pequeño, y se culpó por causarle una desilusión a un inocente que tanto había sufrido. Kovać le explicaba al oído y Darko asentía con los ojos fijos en ella, que era incapaz de devolverle una sonrisa. Sentía la cara fría y los labios entumecidos. Los vio acercarse y se impuso permanecer quieta cuando el instinto le dictaba que echase a correr.
—Perdóname, Diana —susurró Darko con la vista baja—. No sabía que no podía tocarte.
—No me pidas perdón, Dare —consiguió articular—. Tú no tienes culpa de nada. El problema es mío.
—Gracias por los regalos. Los de la juguetería son los mejores, pero los de ahora también me gustan.
—Quería que estuvieses bien abrigado y que no te faltase ropa.
—¿Por qué Laza puede tocarte?
La Diana esbozó una sonrisa melancólica e inspiró profundo antes de expresar:
—No lo sé, Dare. Tú conoces a Lazar, él es distinto de los demás. Él es muy especial.
Darko se abrazó al cuello de Kovać y lo besó ruidosamente en el pómulo.
—Laza es el mejor de todos —declaró, y a La Diana la emocionó el intercambio de miradas amorosas entre esos dos, y enseguida se detestó por su incapacidad de tocar al niño que tanto significaba para Kovać, pero sobre todo la devastó saber que ella jamás recibiría una mirada como la que el niño acababa de destinarle al hombre que tan claramente habría deseado como padre.
Eligieron un bar con un pequeño salón de juegos. Ocuparon una mesa pegada al pelotero donde Darko saltaba y se sumergía entre las bolitas de colores. La Diana buscó la mano de Kovać sobre la mesa. Este se giró enseguida para mirarla.
—Perdóname —suplicó con acento quebrado—. Me tomó por sorpresa. Me quedé sin aire.
Kovać le besó la mano y le pasó la mejilla barbuda por los nudillos, una y otra vez, los ojos fijos en los de ella, y La Diana poco a poco fue relajándose y percibiendo que la tensión en el plexo solar cedía.
—Gracias por todo, amor mío —manifestó él—, por los regalos que le hiciste y por haberle dicho que no te pidiese perdón. Es importante para Dare saber que nada de lo malo que le ocurre es por su culpa. El padre empleaba la culpa para atormentarlo y manipularlo, como tan bien saben hacer esos psicópatas. Pero sobre todo, gracias por haber pensando en sacar las fotografías que sacaste. Sin ellas no sé si estaríamos en una posición tan ventajosa.
—De nada. Viajé hasta aquí, Lazar, para cumplir la promesa que le hice al general, pero también para ayudar a los que caen en manos de inescrupulosos que los esclavizan y torturan. Como te dije, ocuparme de liberarlos le daría un sentido a mi vida.
—Diana, tú llegaste a Sarajevo y le diste sentido a la mía.
—¡Laza, Laza! —exclamó Darko, y el hombre, tras un último beso en el dorso de la mano, se la soltó para acudir al llamado.
La Diana, que se había ubicado estratégicamente de espaldas a la pared, desde donde controlaba el local, paseó la mirada y, como parte de una rutina en la que caía sin remedio, ubicó las posibles salidas, analizó las actitudes de los demás clientes, contó la cantidad de camareros —dos—, chequeó la hora del reloj colgado en la pared y determinó que la barra y la empalizada en torno a los juegos eran las mejores posiciones para parapetarse.
Junto al reloj de pared había un televisor encendido, y La Diana detuvo la vista en la pantalla; el titular del noticiero captó su atención: «Presidente de Ouroboros Global hallado sin vida en Zúrich».
—¿Podría alzar el volumen? —solicitó al camarero que en ese momento depositaba las bebidas calientes sobre la mesa.
—Enseguida —respondió el hombre, y segundos después la voz de la periodista se oyó con claridad para anunciar que el doctor en Biología Molecular y CEO del poderoso laboratorio Ouroboros Global, Bertrand Caviel, había fallecido en su mansión en las afueras de Zúrich dos días atrás.
La Diana se incorporó súbitamente al escuchar el nombre del exesposo de Yura Christiansen. Durante su entrevista con el doctor Paddington, este le había referido que Caviel había renunciado al laboratorio Peter Gray tentado por Ouroboros, solo que no había mencionado que era para ocupar el puesto más alto de la farmacéutica.
—Las autoridades —proseguía la periodista que se encontraba frente a un portón de hierro, el ingreso a la propiedad de Caviel— sostienen que se trata de suicidio. El biólogo fue hallado por su empleada doméstica en el gimnasio de la casa colgado de una cuerda que utilizaba para practicar escalamiento. Se cree que acababa de cometer el terrible acto, pues la mujer lo encontró oscilando. Sin embargo, las dudas subsisten pues algunas voces hablan de que, momentos antes de ahorcarse, el hombre había estado ejercitando en las máquinas. ¿Por qué un hombre que ha decidido quitarse la vida dedica tiempo para hacer ejercicio físico? Esta muerte llega en una coyuntura de mucha agitación en el conglomerado liderado por el magnate Aleksandar Ilić, que se encuentra a estas horas en la sede central de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra para hablar con las autoridades acerca del tratamiento desarrollado por su laboratorio para combatir el temible virus de Marburgo.
La periodista cerró el servicio, y enseguida la conductora del noticiero anunció la comunicación con un colega en Ginebra, que esperaba para entrevistar a Ilić.
—La oficina de prensa de la Fundación Aleksandar Ilić —informó el enviado— no ha emitido una declaración por la muerte en extrañas circunstancias del doctor Caviel. Lo que sí ha informado esta mañana es que la Drug and Food Administration ha reabierto el legajo para la aprobación del trigo transgénico desarrollado por la Herkul Biotech y que tienen esperanzas de que en esta oportunidad el famoso organismo comprenda la importancia de aprobar el uso de un trigo que podría convertirse en la respuesta al hambre del mundo. Esta noticia ha provocado que hoy las acciones de la Herkul y de la Cyklon Chemical cierren con un alza del trece por ciento, que si bien no recupera la caída de las últimas semanas, muestra un panorama alentador. —Se provocó un revuelo en torno al periodista, que giró súbitamente antes de exclamar—: ¡Ahí sale Ilić! ¡Ahí viene con sus asesores! ¡Señor Ilić, señor Ilić, para CNN! ¿Qué piensa acerca de la muerte del doctor Caviel?
—Por favor, señores —pidió uno de los hombres de traje negro que lo escoltaban—, el señor Ilić responderá algunas preguntas, pero en orden.
—¡Para CNN! —insistió el periodista—. ¿Cree que el doctor Caviel se haya suicidado?
—La pérdida del doctor Caviel —habló Ilić en su inglés culto apenas tocado por la dureza de su lengua madre— es una pérdida irreparable para Ouroboros Global pero sobre todo para el mundo. Con él muere una oportunidad cierta de que la humanidad mejore sus condiciones y calidad de vida.
—¿A qué experimentos estaba dedicándose el doctor Caviel? —preguntó una periodista con acento francés.
—Como saben, tenemos una emergencia con el virus de Marburgo en las afueras de Washington y con casos en otras ciudades. El doctor Caviel estaba ocupándose de aprestar todo para iniciar los tratamientos con los fármacos desarrollados por la Ouroboros Global cuando la OMS lo autorizase. Acabo de obtener esa autorización, pero lamentablemente no podré festejar este logro con su creador.
—¿Qué relación hay —preguntó un periodista con indiscutible acento británico— entre este ofrecimiento tan generoso a la OMS para ayudarla a combatir una amenaza tan seria como la del filovirus de Marburgo y la reapertura del trámite para aprobar el trigo Bt de su otra empresa, la Herkul Biotech?
—Ninguna, por supuesto —contestó el empresario serbio con una amplia sonrisa, y La Diana rio por lo bajo con sarcasmo.
—Sí, claro —masculló.
—El señor Ilić no responderá más preguntas —anunció el hombre de traje negro—. Recibirán un folletín de prensa en sus redacciones dentro de una hora donde se detallarán los aspectos más relevantes de la reunión con las autoridades de la OMS. Muchas gracias.
Los interrogantes de los periodistas se desataron igualmente. Ilić avanzó entre el gentío con su máscara de amabilidad y cercado por los guardaespaldas. La Diana aguzó la vista en el intento por distinguir los rostros que circundaban al serbio. Detectó al que buscaba poco después. Nanuk Christiansen se ubicaba a la derecha del anciano de setenta años, y mientras con una mano lo guiaba por el codo, con la otra le abría camino. El Maybach, el mismo de Roma, se detuvo junto al vallado que detenía a los manifestantes, quienes, con carteles y cornetas, expresaban su descontento por la visita del serbio a la sede de la Organización Mundial de la Salud.
«¿Qué haces con ese tipo, amigo mío?», se preguntó por enésima vez. ¿Habría alguna conexión entre las desapariciones de Yura y de Miki y Aleksandar Ilić? El recuerdo del tatuaje četnik en la nuca del hombre que había escoltado a la científica hasta el baño del aeropuerto indicaba que una mafia serbia estaba detrás del secuestro. Un profundo desánimo se apoderó de ella al evaluar lo poco que había avanzado en la investigación heredada de Raemmers. Sí, había descubierto que la hermana y la sobrina de su mejor amigo no habían muerto el 13 de junio en el accidente aéreo, pero no tenía idea de dónde buscarlas. En cuanto al tráfico humano, ahí estaba, en Sarajevo, sin mayores logros, esperando que del encuentro con el informante surgiese algo que destrabase las pesquisas.
—¿Qué sucede, amor? —Kovać ocupó de nuevo la silla y destapó el café que La Diana había cubierto para que no se enfriase—. Pareces triste.
—Nada, nada —mintió, y agradeció que no hubiese visto a Ilić—. Pienso en un amigo a quien hace tiempo no veo.
—¿Quieres contarme?
—Claro. Su nombre es Nanuk Christiansen. Es soldado. Éramos compañeros.
Le refirió acerca de la muerte de Yura y de Miki y del modo extraño y silencioso en que su amigo se había esfumado. A punto de contarle que lo había visto desempeñarse como guardaespaldas de Ilić y que no sabía qué pensar de él, calló al sonido del timbre del celular de Kovać, que se apresuró a sacarlo de la funda para contestar.
—Era Goga —anunció—. Está en la fiscalía. Dice que nos esperan, que hay novedades.
* * *
Zaína y Darko se ubicaron en el escritorio de la asistenta de Bosa Dretar mientras los cuatro adultos se encerraron en el despacho de la fiscal.
—Las fotografías fueron decisivas —declaró Bosa, y en señal de reconocimiento inclinó la cabeza hacia La Diana, que percibió cómo la mano de Kovać se cerraba en torno a la de ella—. El juez emitió enseguida el pedido de captura de Borenovic.
—Espero que ningún abogado de Belgrado lo saque bajo fianza —se enfureció Goga.
—Si lo capturan, será imposible que salga en libertad antes del proceso —declaró la fiscal—. En cuanto al orfanato, la policía fue a arrestar a la empleada, a… —recogió una hoja del escritorio y leyó—: Dragiša Eminović. Y hemos suspendido en sus funciones a la directora. Dos asistentes sociales ya deben de estar apersonándose en el lugar para intervenirlo y hacerse cargo.
—¿Qué hay de los demás empleados? —se impacientó Kovać—. Podrían estar implicados en actos semejantes.
—Laza —se fastidió la Dretar—, ¿nunca oíste hablar del principio que rige al derecho por el cual se estima que alguien es inocente hasta que se demuestra su culpabilidad? Pues bien, no podemos expulsar a todo el mundo basados en sospechas infundadas. Por otro lado, necesitamos personal que siga administrando el orfanato.
—¡A riesgo de que entreguen a los niños por dinero a pederastas como claramente habría sido el caso si no hubiésemos intervenido a tiempo!
—Laza, cálmate —pidió Goga—. Los niños te escucharán —argumentó, y le señaló la puerta que comunicaba ambas oficinas.
—Comprendo tu frustración, Laza —se ablandó Bosa Dretar, la cual, pensó La Diana, lucía más que cansada, abatida—, pero debo respetar el sistema judicial y actuar con cautela. Hay muchos ahí fuera esperando que cometa un error para pedir mi cabeza. La buena noticia —dijo, y se puso de pie— es que el juez le otorgó la custodia de Darko a Goga, por lo que el niño estará con ustedes hasta nuevo aviso.
Kovać la sorprendió sujetándole el rostro con sus manos y plantándole un beso en los labios.
—Esto te lo debo a ti, amor, por haber sacado las fotografías. Gracias.
—Admito —dijo la fiscal tras un carraspeo— que el juez no se habría movido con tanta premura sin la contundencia de esas imágenes. Y ahora —anunció, mientras se dirigía al perchero para retirar su sacón de piel— los invito a todos a cenar. Estoy famélica. Ha sido un día larguísimo y me salteé el almuerzo.
Regresaron al mismo bar en el centro comercial. Zaína y Darko, después de elegir su comida, corrieron a zambullirse en el pelotero. Mientras aguardaban los platos y aplacaban el hambre con un poco de somun con pašteta de pollo, llamaron al celular de la fiscal, que se alejó para responder. Volvió al cabo de unos minutos.
—Acaban de apresar a la empleada del orfanato. Se había escondido en casa del novio. Alega que Borenovic le estaba dando dinero para que nada le faltase a su hijo.
—¡Sí, claro! —se mofó Kovać—. ¿Y de Borenovic? ¿Qué novedades hay? —preguntó, y masculló un insulto por lo bajo cuando la fiscal negó con la cabeza.
—En tu oficina me dijiste que querías contarnos algo —le recordó Goga a Bosa—. ¿De qué se trata?
—No quería hablar en la fiscalía porque tengo la sospecha de que han plantado micrófonos, tal vez cámaras en mi despacho.
—¡Bosa! —se escandalizó Goga.
—¿De qué te sorprendes? —intervino Kovać—. Sabemos que hay un topo entre su gente. Si no, ¿de qué manera podía saber Borenovic dónde encontrar a Dare?
—Ya estoy pensando en alguna artimaña para hacerlo o hacerla caer, Laza, pero ahora quiero referirles algo muy serio. Entre ayer y hoy recibí cuatro amenazas anónimas, dos por teléfono, a mi celular —añadió con una entonación que marcaba lo grave del asunto—, y dos a mi casilla de correo personal, la que muy pocos conocen. Sí, lo sé —dijo con la mirada en el gesto enojado de Kovać—, el topo.
—¿Por qué te amenazan? —se turbó Goga.
—Por Svetlana.
—¡Qué! ¿Cómo saben que está bajo tu jurisdicción? Ah, sí —se respondió Goga—, el topo.
—Miren, aquí tengo las impresiones de los e-mails.
Los extrajo de la cartera y se los pasó. Cada uno a su turno estudió los dos mensajes, que eran exactamente iguales.
Devuélvenos a Svetlana y te dejaremos seguir jugando a la fiscal sin molestarte. Si no lo haces, te destruiremos a ti y a tus amigos de Duga Sarajevo. No tendremos piedad con ustedes.
—¿Hiciste la denuncia, Bosa? —se preocupó Goga.
—Por supuesto que la hice. Cuatro denuncias, una por cada mensaje. Los de Delitos Informáticos ya están investigando.
Goga soltó un bufido de frustración, y Kovać rio con sorna.
—Sabes que los de Delitos Informáticos —le recordó la presidenta de Duga Sarajevo— no tienen computadoras sino carromatos.
—Sin mencionar que son tan confiables como una serpiente —añadió Kovać.
—Si quieres —propuso La Diana—, puedo pasarle esta casilla de correo —señaló la dirección del remitente impresa en el mensaje— a un conocido mío, muy hábil con las computadoras, y pedirle que averigüe.
—No quiero saltearme los protocolos —se negó la fiscal.
—¡No seas necia, Bosa! —se exasperó Goga—. Aquí es tu vida la que está en juego, y a esos inoperantes y posiblemente corruptos de Delitos Informáticos tu vida no puede importarles menos. Yo hablé con Bruce, el conocido de Diana —explicó—, y doy fe de que es habilísimo. Me ayudó a derribar un firewall que parecía infranqueable.
—No pierdes nada con intentarlo —la animó Kovać, y La Diana advirtió la influencia que el exsacerdote poseía sobre la fiscal cuando la vio claudicar ante sus palabras.
—Está bien, dale la dirección, Diana, pero pídele que se maneje con la máxima discreción.
—Es un profesional, Bosa. No hará nada que ponga en peligro tu identidad.
—Ahora bien —retomó Goga—, ¿por qué tanto jaleo por una insignificante muchacha como Svetlana? Si me dijesen que es voluptuosa y hermosa, pero es tan pequeña, sin atributos físicos ni gran belleza.
—Tal vez llegó el momento de interrogarla, con o sin la aprobación de Danilo —decidió la fiscal—. Lo haré mañana a primera hora. Te necesitaré como traductor, Laza. Si bien estará la traductora oficial del juzgado, no me fío de ella.
—Cuenta conmigo.
—¿Se habrá tratado de la favorita de un jefe? —siguió lucubrando Goga—. Digo, por el hecho de que le implantaron un microchip.
—Mañana nos enteraremos —manifestó Bosa Dretar—. Si es que quiere hablar —se apresuró a añadir—, pues lo más factible es que no diga nada, como la otra muchacha, Nuur.
—Ahora es mi turno de referirles algo importante —anunció Kovać, y guardó silencio cuando el camarero se aproximó con los platos humeantes.
Comieron, y eran los niños los que hablaban mientras los adultos soltaban monosílabos. La Diana, que sabía a qué se referiría Kovać, no veía la hora de que los pequeños regresasen al salón de juegos. Media hora más tarde, acabaron su plato de lasaña y corrieron al pelotero.
—¿Qué ibas a decirnos, Laza? —lo animó Goga.
—Hoy me contactó el informante de Richard Tomkins.
—¡Excelente! —exclamó Bosa Dretar.
—Quiere encontrarse conmigo (y remarcó que solo conmigo) mañana por la noche, a las nueve.
—¿Dónde?
—En el Vječna Vatra.
Lazar Kovać se refería al monumento erigido en honor a los caídos durante la Segunda Guerra Mundial al que se conocía como Fuego Eterno pues lo coronaba una llama que jamás se extinguía. Solo durante los años que había durado el conflicto a principios de los noventa los sarajevitas la habían visto apagada a causa de la falta de gas. La Diana recordaba que se erigía en pleno centro, al inicio de la calle Ferhadija. Intentó evocar cómo eran los alrededores, si contaba con un sitio para esconderse y cubrir a Kovać, si se trataba de un área concurrida o solitaria; de seguro lo sería a esa hora y con varios grados bajo cero.
—Mañana iré a reconocer el terreno. Quiero decir —se explicó—, iré hasta el Vječna Vatra y estudiaré dónde puedo esconderme para protegerte.
—Diana…
—No, Lazar —se impuso—. Ni por un instante pienses que irás solo a esa cita. Podría tratarse de una emboscada. Necesitarás que…
Kovać la besó, y La Diana se olvidó de todo, de que sus amigas los observaban, de que en veinticuatro horas se expondría a una mafia despiadada, de que acababa de conocerlo y de que su vida estaba al revés; nada importaba si él le demostraba que la deseaba así, rota.
—Sí, amor —le susurró con la frente en contacto con la de ella—, vendrás conmigo. Haremos todo juntos, Diana. Desde ahora y en adelante, todo juntos.
—Sí —contestó con un suspiro.
—¿Saben? —los interrumpió la Dretar—. El periodista de The London Times contestó mi e-mail enseguida. Se mostró muy interesado por intercambiar información. Dice que viajará a Sarajevo la semana que viene.
—¿De qué periodista estás hablando? —se interesó Goga.
—Su nombre es Albert Coleman y trabaja para un diario inglés, The London Times. Creemos que puede darnos información acerca de los padres de Azem.
—¡Oh! ¿De veras?
Kovać tomó la palabra para contarle acerca del artículo que La Diana había leído a principios de noviembre y que, luego de atar cabos, se lo había impreso y facilitado.
—Ya son tres cosas que te debemos, amor mío —dijo Kovać—, la donación de tu tío, el artículo de Albert Coleman y las fotografías.
—No me deben nada —contestó La Diana, y se mantuvo cerca de él, que le pasaba la nariz por la mejilla.
—Laza, ahórranos el espectáculo romántico —exigió Bosa Dretar—. Nos pones incómodas. Hasta hace tres días te veíamos dar misa y ahora te lo pasas de arrumaco en arrumaco.
—Ya ves cómo es la vida, querida amiga.
Los niños se acercaron reclamando los chocolates que Bosa les había prometido, por lo que la fiscal saldó la cuenta del bar y se encaminaron hacia un kiosco a pocos metros. La Diana observaba por el rabillo del ojo a la Dretar, que a su vez lanzaba vistazos a Kovać, inconsciente de la atención que la mujer le destinaba.
—Espero que este día que empezó tan mal —comentó Goga— termine con un poco de dulzura, aunque eso signifique engordar unos kilos.
—¿Por qué dices que empezó mal? —se interesó Kovać.
—Porque a Mirna la asaltaron de camino a casa.
—¡Cómo! —se desconcertó Kovać—. ¿Ella está bien?
—Sí —confirmó Goga—, por suerte no le hicieron nada. Dice que sucedió tan rápidamente que ni se dio cuenta. Dos tipos en una motocicleta le arrancaron la cartera y huyeron a toda velocidad.
—¿Hiciste la denuncia? —se interesó Bosa mientras pagaba las golosinas.
—Sí. Fuimos…
—No me gusta nada esto —la interrumpió La Diana—. Mirna y Kada tienen llaves de tu departamento, ¿verdad, Goga?
—Sí, pero le robaron la cartera cerca de la casa de ella. No hay manera de relacionar…
—¡Por favor, Goga! —se exasperó La Diana—. ¿Cuándo entenderás que están siendo vigilados, que conocen cada movimiento que dan, que saben todo acerca de ustedes? ¿Qué otras pruebas necesitas?
—Amor, por favor…
—¡No, Lazar! Creo que ustedes no toman conciencia de la magnitud de lo que está ocurriendo aquí. Es evidente que hemos dado con algo que ha hecho enfurecer a esos tipos, y nosotros ni siquiera nos hemos percatado de ello. Quizá se trate de Svetlana si nos guiamos por las amenazas que recibió Bosa o tal vez se trate de algo que hizo Raemmers antes de morir y que yo desconozco. Pero es claro, claro como el agua —remarcó—, que están al acecho, a la espera de que algo suceda. No me olvido del BMW que te seguía el lunes ni del Škoda blanco que vi el martes. E insisto en que sus teléfonos están intervenidos.
—El mío ha estado con la funda todo el tiempo —se justificó Kovać.
—Todo el tiempo que no lo has usado para hablar con el padre Ivo, tus feligresas y con los tantos que llamaron por el aviso. Te aseguro que si querían ubicarte, lo lograron. —La Diana se volvió repentinamente hacia Goga, a la cual encontró pálida y con cara de preocupación—. ¿Hiciste cambiar las cerraduras?
—No, no lo hice —farfulló—. Creí que no habría modo de que relacionasen el juego de llaves de Mirna conmigo. Mirna me aseguró que en su bolso no había nada acerca de mí ni de Duga Sarajevo.
—Si, como creo, asaltaron a Mirna porque saben que trabaja en tu casa, juzgo muy riesgoso que vuelvas a tu departamento sin haber hecho cambiar las cerraduras y haber instalado un buen sistema de alarma.
—¿Eso crees, Diana? —La voz de Goga emergió temblorosa.
—Sí, eso creo.
—Nos instalaremos en casa de mi madre…
—No —se opuso—, no en casa de tu madre. Estoy segura de que también saben dónde vive. Lo mejor será que tú y Zaína vengan conmigo a mi departamento.
—No quiero importunarte. Podemos ir a un hotel.
—Créeme, los hoteles son los sitios más inseguros que existen y si, como sospecho, estás en la mira de estos tipos, encontrarán el modo de ubicarte y será pan comido para estos profesionales entrar en tu habitación.
—¿Podemos ir primero a casa? Me gustaría preparar algunas mudas y sacar algunos efectos personales.
—Sí, pero lo haremos a mi modo —dispuso La Diana—. Bosa, creo que tú también deberías pasar la noche en mi departamento. Esas amenazas que recibiste no fueron lanzadas en vano.
—Te agradezco, Diana, pero no creo que sea necesario. Mi casa es un sitio muy seguro. Tengo rejas y alarmas por todas partes. Es más, si lo deseas, Goga, puedes instalarte conmigo. Tú y Zaína estarían muy cómodas, cada una en su habitación y con un baño para ustedes.
—Gracias, Bosa, pero no. Es mejor que vaya a un sitio que estos tipos no conozcan.
La Diana, con el recuerdo de la larga llamada del padre Ivo de esa mañana, se preguntó si era realmente así, si los traficantes en verdad no habían localizado el refugio del MI6.
—Bosa, después de cuatro amenazas, creo que deberías exigir una custodia.
—No será necesario —desestimó la fiscal.
—¿Tienes tu celular envuelto en las cuatro capas de aluminio?
—Sí —contestó Goga, y lo extrajo de la cartera y se lo extendió; el aparato le tembló en la mano.
—Bien, no lo uses para nada, no respondas las llamadas…
—Pero, Diana, si llama mi madre…
—Toma. —Le pasó su celular y le ordenó—: Llámala ahora y dile que iremos a buscarla. Ella es un eslabón débil en la cadena. Podrían usarla para extorsionarte.
—¿Cómo? ¿Mi madre también pasará la noche en tu departamento? ¿Entraremos todos?
—Eso es lo de menos. Se trata de una emergencia. Mañana organizaremos mejor las cosas. Vamos, Goga, no pierdas tiempo. Llámala y dile que prepare unas mudas.
—Pero…
—Goga, el robo de la cartera de Mirna ha cambiado radicalmente la situación. Quiero que hagas un esfuerzo por comprender que esto no es broma. Vamos, usa mi teléfono y llámala al fijo. No la llames a su celular.
—Mi madre no tiene celular.
—Mejor. Mañana compraremos un burner.
—¿Un qué?
—Un teléfono prepagado para cada uno de ustedes. —Consultó el reloj; era aún temprano, las ocho de la noche—. Bosa, por favor, anota mi teléfono por cualquier urgencia, pero no me llames desde tu celular ni del teléfono de la fiscalía. —La mujer extrajo una libreta y anotó el número con una mueca incrédula a la cual La Diana no prestó atención—. Vamos —los instó—, pongámonos en marcha.
Los niños, ocupados en repartirse los chocolates y las golosinas, se habían mantenido ajenos a la conversación de los adultos y se quejaron cuando les anunciaron que debían partir. Kovać abrigó a Darko, mientras Goga hacía otro tanto con la pequeña Zaína. El grupo se paseó por el ascensor del centro comercial tanto como La Diana lo juzgó necesario para despistar a posibles seguidores. Salvo los niños, que encontraban muy divertido el paseo, sabía que los adultos aceptaban sus métodos pero no compartían su hipótesis. No le importaba; así eran los civiles, miopes en cuestiones de seguridad. Lo único que contaba era ponerlos a buen resguardo.